Héroe bueno, héroe malo La carrera del taiwanés Ang Lee es una de las más extrañas y heterogéneas del séptimo arte contemporáneo: luego de hacerse conocido en el ámbito de los festivales internacionales con su atractiva trilogía inicial de comedias dramáticas, Pushing Hands (Tui shou, 1991), El Banquete de Boda (Xi yan, 1993) y Comer, Beber, Amar (Yin shi nan nu, 1994), el señor pegó el salto a la industria anglosajona con la melosa Sensatez y Sentimientos (Sense and Sensibility, 1995), a la que le siguieron un par de trabajos potables en inglés, La Tormenta de Hielo (The Ice Storm, 1997) y Cabalgando con el Diablo (Ride with the Devil, 1999), un neoclásico de las artes marciales, El Tigre y el Dragón (Wo hu cang long, 2000), y una de las más interesantes adaptaciones de cómics, Hulk (2003), injustamente ninguneada en su momento por los mismos idiotas que celebran las bazofias actuales de Marvel y aledaños. Es el período más reciente de su trayectoria el que ha volcado del todo las aguas hacia el terreno del desnivel cualitativo pronunciado porque el realizador ha sabido entregar desde obras muy elogiables como Secreto en la Montaña (Brokeback Mountain, 2005), Crimen y Lujuria (Se jie, 2007) y Una Aventura Extraordinaria (Life of Pi, 2012) hasta productos bastante fallidos en sintonía con Bienvenido a Woodstock (Taking Woodstock, 2009), Billy Lynn’s Long Halftime Walk (2016) y la película que nos ocupa, Proyecto Géminis (Gemini Man, 2019), sin duda su peor opus a la fecha, un trabajo que parece una remake conjunta e hiper mediocre de Contracara (Face/ Off, 1997), de John Woo, y Looper (2012), de Rian Johnson, aunque sin la imaginación y el desparpajo de ambas y con una triste nostalgia de impronta inoperante que no logra articular un espectáculo fastuoso y bello como quisiera. El film trata de imitar las primeras películas de “acción tecnológica” de las décadas del 80 y 90, esas que introducían un elemento de ciencia ficción dentro del esquema estándar de las persecuciones, los disparos y las explosiones, sin embargo derrapa miserablemente debido al desastroso guión de David Benioff, Billy Ray y Darren Lemke, el cual sufrió mil reescrituras a lo largo de las dos décadas de desarrollo general del proyecto, y debido a una presentación visual burda que reduce las escenas de acción al sustrato de los videojuegos aunque sin la algarabía mortífera de -por ejemplo- la simpática Hardcore Henry (2015), dejándonos con una constante presencia de CGIs no del todo pulidos -y encima en cámara rápida- durante las supuestas secuencias vertiginosas, momentos que ameritaban practical effects símil vieja escuela ya que las balaceras y peleas varias ofrecidas son bien terrenales. Esta sensación de un artificio digital macro forzado también se siente a escala del mismo núcleo de la trama, la cual nos entrega a un sicario cincuentón interpretado por Will Smith que desea retirarse y debe enfrentar a una versión más joven de sí mismo, por supuesto también compuesta por Smith: cuando están en pantalla ambos sujetos saltan a la vista las falencias en el diseño de los CGIs rejuvenecedores, algo que atenta contra el verosímil de una historia repleta de clichés quemados, diálogos de manual y giros narrativos que se ven venir a kilómetros de distancia, todos vinculados a la conspiración gubernamental de turno y la necesidad de construir supersoldados para la maquinaría imperial yanqui. La secuaz/ asistente/ interés romántico de Mary Elizabeth Winstead y el villano de Clive Owen están muy desperdiciados, sobre todo este último porque la brújula moral de la realización intenta alcanzar un gris entre los extremos del héroe bueno y el héroe malo -al fin y al cabo ambos personajes responden al anodino y pueril Smith, un actor ultra inofensivo- no obstante jamás escapa del todo del maniqueísmo prototípico del enclave hollywoodense y así la faena en su conjunto termina embarrando la carrera de un Lee que parece incapaz de volver a desplegar aquella frondosa creatividad visual que compensaba los baches de sus obras…
Brilla tu luz para mí Se podría decir que Doctor Sueño (Doctor Sleep, 2019) es la mejor película posible hoy por hoy considerando su linaje y el paupérrimo contexto cinematográfico actual: el director y guionista Mike Flanagan, el encargado de llevar adelante la faena, reconcilia los extremos y logra dejar a todos contentos de la mano de un film satisfactorio dividido en dos mitades sutilmente opuestas a nivel de la estructuración retórica y sus pretensiones de base, con una primera parte respondiendo a una adaptación más o menos fiel de la novela homónima de 2013 de Stephen King, continuación tardía de su legendario trabajo de 1977 intitulado El Resplandor (The Shining), y un segundo acto que se aparta generosamente de las fuentes literarias y sí funciona como una secuela de esa prodigiosa película de Stanley Kubrick que los fans del horror tenemos tan presente por su inconmensurable riqueza conceptual. El realizador tuvo que convencer al escritor de que a nadie le interesaba su versión en pantalla de la historia, aquella aburrida miniserie de 1997, y que eran necesarias las referencias al film protagonizado por Jack Nicholson y Shelley Duvall, un trabajo que siempre criticó porque King se identifica con el personaje del escritor borracho que en un bloqueo creativo pretende despachar a su familia y porque el opus de Kubrick no le brindaba al susodicho ni un ápice de redención, algo que él mismo corrigió de manera clarísima en la continuación literaria y que Flanagan -oh, sorpresa- vuelve a pasar por alto en un guiño cariñoso a El Resplandor (The Shining, 1980) y todo su nihilismo en lo que atañe al andamiaje familiar. Para aquellos que no sepan de qué va el asunto simplemente diremos que estamos ante un relato centrado en una batalla entre telépatas polirubro en la tradición de Scanners (1981) de David Cronenberg, lo que desde ya también nos reenvía al fetiche del querido Stephen con los poderes sensoriales y aledaños, catalizador que en el séptimo arte pudimos disfrutar en Carrie (1976), La Zona Muerta (The Dead Zone, 1983) y Ojos de Fuego (Firestarter, 1984), entre otras traslaciones de novelas y cuentos del escritor. En esta oportunidad el inefable Danny Torrance (ahora Ewan McGregor, antes Danny Lloyd) no es un niño sino un adulto traumatizado que -ya con su madre Wendy fallecida hace muchos años- oculta su “resplandor”, su habilidad psíquica, debajo de litros de bebidas espirituosas hasta que se hace amigo de un tal Billy Freeman (Cliff Curtis), quien lo lleva a Alcohólicos Anónimos y le presenta al Doctor John Dalton (Bruce Greenwood), líder del grupo gracias al cual consigue dejar de beber y su jefe en ese nuevo trabajo como empleado de limpieza en un hospicio para ancianos, donde junto a un gatito consuela a los veteranos antes de morir. Por otro lado está Abra Stone (Kyliegh Curran), una nena que también posee el resplandor aunque en una versión mucho más poderosa, lo que le permite comunicarse con Danny para pedirle ayuda cuando identifica a una psicópata con todas las letras que responde al nombre de Rose the Hat (Rebecca Ferguson), la telépata cabecilla del Nudo Verdadero/ True Knot, un culto que se alimenta de niños con poderes psíquicos en pos de alcanzar la inmortalidad. Doctor Sueño es una gran adaptación contemporánea de King y una buena película si la pensamos dentro de la admirable carrera de Flanagan desde que se hiciera famoso en el circuito indie internacional con Ausencia (Absentia, 2011) y en el mainstream con Oculus (2013), dos epopeyas muy sensatas que dispararon una seguidilla de películas más o menos interesantes aunque siempre dignas de un artesano que privilegia la puesta en escena y el desarrollo de personajes por sobre el facilismo demacrado de los jump scares, los grititos histéricos y los adalides unidimensionales, léase Hush (2016), Somnia: Antes de Despertar (Before I Wake, 2016), Ouija: El Origen del Mal (Ouija: Origin of Evil, 2016), El Juego de Gerald (Gerald’s Game, 2017) y The Haunting of Hill House (2018), aquella serie para Netflix que lo terminó de posicionar como uno de los grandes expertos actuales en tramas fantasmagóricas y sobrenaturales varias. La película le calza como anillo al dedo al director porque le deja todo servido para regresar a sus latiguillos y obsesiones temáticas de siempre (fundamentalmente la destrucción de la familia, sus coletazos psicológicos en los miembros concretos y la posibilidad de salir adelante mediante una solidaridad que puede incluir a personas ajenas al “núcleo” del clan) y porque le permite incorporar una serie de citas formales que van desde lo bien explícito hasta lo apenas disimulado (en la media hora final el señor abusa de las alusiones a la odisea de Kubrick, sin embargo durante el resto del metraje el ardid nostálgico está manejado con una bienvenida sutileza; en especial debido al pulso retórico sosegado, la música ominosa minimalista, las bellas transiciones entre las escenas y ese realismo curiosamente etéreo y luminoso que en suma retoma los engranajes principales del melodrama para resignificarlos desde la furia del dolor contenido que espera el momento de manifestarse en una suerte de defensa contra los parásitos sociales de turno). El estilo narrativo de Flanagan ya era bastante tranquilo y se entiende el amor que despliega hacia el film de 1980, en cierta medida hasta traicionando la novela que supuestamente está adaptando, no obstante cae en algunos problemas típicos del cine actual como perderse en ocasiones en la melancolía para con tiempos pasados y sobreexplicar detalles que en la obra maestra de Kubrick quedaban sujetos a la gloriosa interpretación del espectador, película que por supuesto no llega a igualar porque mientras que el opus con Nicholson constituyó un mojón vanguardista e hiper meticuloso del enclave de los sustos, el film que nos ocupa en cambio jamás pasa de ser una especie de “nota al pie” cual producto exploitation bien hecho, uno de esos que antes eran legión y en la actualidad casi desaparecieron para dejar paso a una catarata de bodrios clase B que tratan de copiar lo peor y más conservador del mainstream rimbombante hollywoodense. Este trasfondo de propuesta indie nostálgica con gran presupuesto recorre cada uno de los generosos 151 minutos de Doctor Sueño, en los cuales Flanagan osa otorgarles a otros actores papeles centrales de antaño para secuencias muy cortas; nos referimos a Henry Thomas en el personaje de Jack Torrance (Nicholson), Alex Essoe para Wendy (Shelley Duvall) y Carl Lumbly como Dick Hallorann (el recordado Scatman Crothers en el convite de Kubrick), quien hoy regresa para aconsejar a Danny sobre cómo superar sus temores. Más allá de que la hiper esperable vuelta en sí al Hotel Overlook del desenlace es un tanto frustrante por la innecesaria andanada de citas, el film en su conjunto es de lo más loable ya que consigue convencernos de que el inglesísimo Ewan McGregor puede ser Danny y que la deliciosa Rebecca Ferguson puede constituir la encarnación de un mal vampírico que merece ser contrarrestado vía esa luz fraternal/ solidaria/ humanista/ comunicacional con la que sólo unos poquísimos elegidos cuentan…
El eslabón perdido, recuperado Películas que rescatan a pura nostalgia una banda olvidada, documentales más o menos rimbombantes de backstage y concert movies centradas en giras de regreso sinceramente hay muchas, no obstante Los Knacks: Déjame en el Pasado (2019), dirigida y escrita por Mariano y Gabriel Nesci, consigue la doble proeza de aunar las tres vertientes y de hacerlo muy pero muy bien, a lo que por supuesto se suma el objetivo de base de exorcizar los fantasmas del grupo de turno, una banda argentina que surgió en plena efervescencia de la beatlemanía de fines de la década del 60 aunque en realidad le debe más al agite garage de los primeros The Kinks y The Animals, en esencia una rareza que sonaba como los Dioses y que por el hecho de no comprometer su visión artística terminó separándose cuando la horrenda dictadura de Juan Carlos Onganía prohíbe que los artistas locales canten en inglés. La alineación original de Los Knacks, unos jovencitos de colegio secundario en aquella época, era Oscar “Robbie” Paz (batería), Carlos “Charly” Castellani (voz y guitarra), Armando “Armi” Aschenazi (voz y guitarra), Vicente “Chito” Bulotta (teclados) y Eduardo “Mossy” Mykytow (bajo), muchachos que justo cuando estaban grabando para la EMI Odeón su debut discográfico -producto de un éxito incipiente y muchos shows cada vez más grandes- pasan a engrosar las listas de músicos prohibidos por el régimen militar en el poder. El documental explora cómo unos 40 años después de aquel desenlace prematuro, ese mismo que derivó en el abandono del rock de casi todos los integrantes, los señores se enteran que en Europa se transformaron en una banda de culto porque alguien pirateó el material de estudio archivado y lo editó junto a todos los bellos singles que le precedieron. Desde ya que la noticia genera un inesperado revuelo en la vida de los hoy casi ancianos y dispara recitales, un nuevo álbum e intentos varios de retomar esa trayectoria musical que fue dejada de lado sin meditar en las consecuencias a futuro, circunstancia que asimismo permite a los realizadores analizar la perspectiva desde la cual los músicos encaran esta segunda oportunidad y los cambios operados a nivel de la sociedad y el propio aparato mainstream de la execrable industria cultural, dos rubros en los que se ningunea a la vejez en pos de entronizar una construcción marketinera de una juventud algo mucho baladí y también descartable, todo desde criterios vinculados a un cinismo caníbal espantoso típico de la nueva fase del capitalismo en vigencia. Los Nesci dejan hablar a estos rockeros de vieja cepa para que queden en primer plano unos sueños que no se condicen con la realidad ni remotamente, sobre todo en lo que respecta al anhelo de una masividad homologada a la televisión, los videoclips y la misma venta de discos físicos, tres ítems en franca decadencia en tiempos de distribución virtual y un “boca a boca” más o menos direccionado desde la publicidad omnipresente y la vigilancia vía buscadores web y redes sociales. De todas formas, vale aclarar que el enfoque es muy respetuoso y sensato porque no juzga ni se burla de los inevitables anacronismos y celebra la garra y alegría que anidan en su porfiado seno. Esta meta de recuperar un eslabón perdido tiene menos que ver con la melancolía de los consumos culturales burgueses contemporáneos que con la resignificación y puesta a punto de la importancia de la vocación como horizonte autotrazado con el cual convivir a diario, eje que permite desarrollarnos ya sea en trabajos individuales como puede ser escribir una canción o colaborativos por antonomasia como tocar en una banda de rock. Contra todo pronóstico los directores no hacen tanto énfasis en el carácter de pioneros de Los Knacks y optan en cambio por seguirlos a lo largo de toda esta última década -la etapa del regreso- y los mil problemas e impedimentos que tuvieron que sobrellevar ante la indiferencia de un circuito musical que no entienden del todo y que los maltrató a pura idiotez e ignorancia. Más allá de la presencia de infaltables del enclave del rockumentary autóctono como Alfredo Rosso y Claudio Kleiman, el film también se destaca por la participación del genial Carlos “Cali” Molina, un coleccionista de vinilos y principal fan declarado del grupo, una figura fundamental en el “operativo retorno” gracias a la ayuda financiera y moral brindada. Quizás lo más valioso que ofrece la película es el retrato del proceso que atraviesan los señores desde centrarse en la utopía del reconocimiento hasta la aceptación de la plenitud que es intrínseca al buen arte, ese que llena el alma por su sabiduría y riqueza conceptual…
La ciudad tiene sus planes La nueva película de Woody Allen, Un Día Lluvioso en Nueva York (A Rainy Day in New York, 2019), es sin duda uno de sus trabajos más libres y honestos en mucho tiempo, un film que en buena medida le escapa a sus estructuras narrativas predilectas, vinculadas a los relatos clásicos del formato introducción/ nudo/ desenlace, con el objetivo de centrarse en cambio en una progresión retórica más súbita y agitada que si bien indaga en las obsesiones excluyentes de la carrera del mítico realizador y guionista, como por ejemplo la influencia del azar en la dialéctica del corazón y sus diversas idas y vueltas, lo cierto es que la trama prefiere jugar con los encuentros casuales de los dos protagonistas a lo largo de esa jornada gris a la que alude el título; detalle que asimismo nos reenvía al costado más lúdico de la trayectoria del señor y al cariño que manifiesta para con los recorridos caóticos que suelen proponer las grandes urbes en un doble juego existencial/ espacial que abarca tanto a los habitantes tradicionales como a aquellos turistas que pretenden conocer tamaña vastedad. El catalizador narrativo pasa por el viaje que emprenden a la Gran Manzana Gatsby Welles (Timothée Chalamet), un joven experto en la escala de probabilidades del póker y las apuestas en general, y Ashleigh Enright (Elle Fanning), una estudiante de periodismo que escribe para un periódico de su universidad: lo que a priori estaba pautado como un fin de semana romántico para la pareja, en esencia orientado a que Ashleigh pudiese visitar por primera vez los puntos turísticos más interesantes de la metrópoli, pronto deriva en una serie de desencuentros entre ambos que los llevan a atravesar las calles y avenidas de modo independiente, por supuesto descubriendo que lo que daban por sentado no es así del todo y que las sorpresas más bizarras pueden esperarlos a la vuelta de la esquina. La excusa oficial para el derrotero es la oportunidad de ella de entrevistar a su director preferido, Roland Pollard (Liev Schreiber), un eximio autor de vieja cepa del ámbito cinematográfico que está atravesando una crisis creativa de esas que suelen tener los artistas, bien de corte narcisista. Mientras que ella, perteneciente a una familia de banqueros, se transforma en eje del afecto espiritual, emocional y sexual de tres hombres que la ven como una panacea repentina a sus problemas y/ o inseguridades de distinta índole, léase -respectivamente- el propio Pollard, su guionista de cabecera Ted Davidoff (Jude Law) y un galancito latino de la gran pantalla que responde al nombre de Francisco Vega (Diego Luna), Gatsby por un lado hace lo que puede para evadir una velada muy elitista que brindará en simultáneo su madre (Cherry Jones), una adalid de la alta burguesía local, y por el otro se topa con ex compañeros de colegio, algún amigo convertido en cineasta, su propio hermano a punto de casarse, Hunter (Will Rogers), y hasta con la hermana menor de una ex novia, Shannon (Selena Gómez), señorita que de a poco despertará su pasión/ interés de una forma bastante similar a lo que Ashleigh sentirá con respecto a Pollard y Vega, sobre todo considerando que Davidoff está más preocupado por la infidelidad de su esposa Connie (Rebecca Hall) con su mejor amigo. La sutil proeza detrás de la película se reduce al talento de un Allen muy veterano que sabe perfectamente cómo maquillar sus tópicos favoritos bajo un andamiaje expositivo que ya ha utilizado en varias ocasiones en el pasado pero que sigue siendo relativamente marginal dentro de su obra en términos macro, nos referimos a este sustrato de apariencia aleatoria aunque ultra pensado de encuentros citadinos cotidianos y entrelazados entre sí; desde ya dando a entender que el trasfondo maniático, paranoico e hipocondríaco de los personajes poco importa a fin de cuentas porque la ciudad -y la vida misma, por añadidura- posee sus propios planes al extremo de imponer su agenda, aquí representada vía un bello ecosistema enrevesado que sigue la lógica de los caprichos ontológicos más inaprehensibles y del paradigmático devenir de los artistas, siempre a mitad de camino entre lo creativo en crisis y los delirios de divos que parecen sustraerse en -o a veces maximizar- sus miserias, como si en serio fuesen un enclave o “raza aparte” dentro del rubro humano y su mega estupidez. Proponiéndose con enorme inteligencia colocar el acento en el desarrollo dramático y no tanto en los remates de sus diálogos irónicos marca registrada, Allen vuelve a analizar el carácter contradictorio de sus criaturas y celebra la capacidad que atesoran al momento de reinventarse y crecer a nivel íntimo/ psicológico, un proceso educativo que se condice con esa destreza adicional tácita para superar sus errores y aprender de las malas decisiones que fuerzan situaciones y sensaciones que deberían ser más naturales para no traicionarse a sí mismas. Un Día Lluvioso en Nueva York es más que otra carta cariñosa a la ciudad que tanto ama el octogenario realizador, también funciona como una prueba irrefutable de que si bien los mejores años profesionales de Allen quedaron en el pasado, hablamos de las gloriosas décadas del 70 y 80, hoy el cineasta continúa demostrando una sabiduría narrativa inconmensurable que le pasa por encima a lo que tienen para ofrecer casi todos sus colegas de nuestros días y del nuevo milenio en general, toda una legión de anodinos sin remedio…
Las runas de los nuevos fanáticos Midsommar (2019) es uno de los monstruos cinematográficos más hermosos, delicados y desconcertantes que haya parido el Hollywood reciente, una película de autor que le escapa a todo fundamentalismo dentro de las comarcas del horror y el misterio y que a simple vista puede ser descripta como una suerte de versión de El Hombre de Mimbre (The Wicker Man, 1973) aunque filmada por una sociedad entre Alejandro Jodorowsky y Werner Herzog, principalmente porque lo que aquí domina es un tono narrativo que se mueve entre lo freak psicodélico y lo antropológico de impronta cultural; planteo que asimismo nos ofrece una obra que logra una de las grandes proezas del terror porque consigue ser al mismo tiempo sutil (los victimarios no andan por ahí gritando neuróticos con cuchillo en mano o poniendo caritas ominosas de ocasión cual cliché o piloto automático) y despiadada (de lo que sí somos testigos es de las funestas consecuencias del accionar de los chiflados de turno como parte de una coyuntura tenebrosa casi siempre -por supuesto hay algunas excepciones, en especial llegando el final- fuera de campo, con las barrabasadas y truculencias resultantes ya finiquitadas y formando parte de “instalaciones” como museo del espanto que no busca asistentes aunque de todas formas los encuentra, nosotros los espectadores). Jugando con el ensayo de etnografía comunitaria y la parodia lejana del payasesco “turismo alternativo” de nuestros días, el film alcanza un nivel de inmersión retórica digna de una buena novela de suspenso porque hace de los detalles y el pulso sereno sus armas de cabecera, obviando cualquier indicio de montaje apresurado mainstream o los jump scares facilistas de cotillón. La historia, escrita por el también director Ari Aster, aquel de la igualmente prodigiosa El Legado del Diablo (Hereditary, 2018), un hit indie de generosa envergadura en todo el globo, comienza cuando la estudiante universitaria Dani Ardor (esa inmensa Florence Pugh) pierde a sus padres y a su hermana cuando en un estallido psicótico nocturno esta última enciende los automóviles de la familia, construye un complejo sistema de mangueras conductoras y cinta adhesiva desde los caños de escape y así asesina con monóxido de carbono a mamá y papá para luego “pegarse” la salida de una de las mangueras a su propia boca, en plan de llevar a cabo una inexplicable inmolación colectiva. Dani de por sí ya era bastante dependiente a nivel emocional de su novio, Christian Hughes (Jack Reynor), un estudiante de antropología algo mucho distante que sigue con ella a puro masoquismo a pesar de que la considera frígida, por lo que la relación continúa deteriorándose de manera progresiva sin que ambas partes logren hablar del asunto o terminen de aceptar que lo mejor sería la ruptura amorosa. Cuando ella se entera que él tiene pautado un viaje a Suecia con tres amigos y colegas estudiantes, Mark (Will Poulter), Josh (William Jackson Harper) y Pelle (Vilhelm Blomgren), del que por cierto no le había dicho nada, ella se come el triste ninguneo y el muchacho primero se hace la víctima para después invitarla a ser partícipe del periplo casi por obligación, con Dani así aceptando la visita a la comunidad campestre ancestral de Pelle, Hårga, ubicada en Hälsingland, y específicamente para asistir a unas celebraciones muy particulares que acontecen cada 90 años durante el solsticio de verano. El contingente de yanquis llega al lugar y de inmediato Ingemar (Hampus Hallberg), el hermano de Pelle, les presenta a una pareja de británicos que también están allí en calidad de invitados, Simon (Archie Madekwe) y Connie (Ellora Torchia), sin embargo el sustrato apacible y bastante drogón de la comarca se desvanece cuando presencian un suicidio ritual por parte de dos ancianos, quienes saltan desde un precipicio según una costumbre de Hårga que dictamina que todos deben hacer lo mismo al cumplir 72 años de edad y que si alguno sobrevive a la caída otros miembros del clan deben rematarlo destrozando su cráneo con un mazo gigante de madera. Dani, siempre con un estado mental tambaleante por toda la situación, la presente y la pasada, tiene un ataque de pánico y decide quedarse gracias a una charla con un Pelle que parece muy interesado en ella, mientras Christian le roba la idea a Josh de realizar su tesis sobre Hårga y los norteamericanos en general no pueden disimilar su estupidez y falta de respeto de fondo hasta en el momento de orinar, con Mark haciéndolo por accidente sobre un árbol que simboliza a los ancestros de la comunidad y despertando la furia y el encono de los suecos. Entre comidas ceremoniales que parecen desarrollarse en cámara lenta, muchos brebajes alucinatorios preparados con hierbas varias y una predilección macro por los dibujos ornamentales bien metafóricos, las desapariciones comienzan a acumularse de a poco empezando por unos Simon y Connie espantados ante los suicidios y un Mark que parece atraer a una de las mujeres del lugar, justo como ocurre con el propio Christian en relación a Maja (Isabelle Grill), hermana de Pelle e Ingemar y una chica que inicia un rito esotérico de apareo con el hombre. Todo termina de explotar cuando Josh se pasa de pícaro y decide fotografiar subrepticiamente las páginas de un texto sagrado de la comunidad y en términos concretos unos dibujos que hacen las veces de runas religiosas pintadas por Ruben (Levente Puczkó-Smith), un chico muy deforme que -como todos los supuestos “oráculos” de Hårga- fue concebido en sesiones de incesto voluntario. Aster nunca se decide del todo entre centrarse en Dani o en el resto de los personajes, lo que curiosamente repercute muy bien en materia de la progresión narrativa porque suma una capa de fascinación entrecruzada para lo que en esencia es un proceso de extrañamiento permanente dentro de un marco de un emplazamiento social nórdico que sin duda no tiene mucho que ver con lo que sería su homólogo estándar anglosajón, aquel que ya vimos en películas recientes y tan disímiles como Sound of My Voice (2011), Martha Marcy May Marlene (2011), The Sacrament (2013), The Invitation (2015) y The Endless (2017), fundamentalmente porque aquí la paradigmática cooptación de voluntades tiene mucho más que ver -primero- con la belleza superficial que los representantes de Hårga han sabido construir para su enclave y -segundo- con una especie de hipnosis narcótica masiva que se va resquebrajando a medida que los turistas ven a través de los intersticios de las fachadas de paz y solidaridad y dilucidan el trasfondo lúgubre del asunto, no sólo por esa infaltable “agenda secreta” de los clanes, tan típica de las epopeyas centradas en sectas, sino por una sincronización cultural de lo más angustiante y claustrofóbica que anula cualquier rasgo de verdadera identidad individual en pos de una conciencia colectiva uniformizadora que despliega su intolerancia y voracidad cuando encuentra herejías por parte de los forasteros. La genial fotografía del polaco Pawel Pogorzelski, quien asimismo trabajó en El Legado del Diablo, utiliza tonos cromáticos oscuros para el prólogo en suelo yanqui y una tenaz incandescencia para Hälsingland, acoplándose de manera perfecta a esta paradoja de máscaras cordiales y hermosas que esconden intenciones por demás tétricas. Los conceptos de sacrificio, previsibilidad y entropía, nociones siempre presentes en las comunidades cerradas, también sufren una interesante reelaboración por parte del realizador vía un seguimiento un tanto extasiado en el que lo particular termina carcomido por lo general aunque basándose en frustraciones/ dilemas que ya estaban allí, en la psiquis de los sujetos. En este sentido los dos protagonistas en verdad cruciales terminan siendo Dani y Christian ya que simbolizan dos modelos negativos de feminidad y masculinidad, ella abriéndose camino como una mujer dependiente a escala anímica y tendiente a la histeria y él como un pusilánime que opta por no confrontar y retrasar lo inevitable, la separación. El relato, por otra parte, opone a los clásicos cínicos y ventajistas occidentales contemporáneos, léase el pelotón de visitantes, a los miembros de Hårga, quienes funcionan como la encarnación de los nuevos fanáticos new age de nuestros días, esos que pretenden convencer a todo el maldito mundo de que tienen la razón y que a su vez hoy por hoy están caracterizados por una sumatoria de ingredientes vinculados al colectivismo, un ascetismo semi protestante, el folklore, el neohippismo trasnochado, la ausencia de privacidad, los ritos cíclicos, el sectarismo posmoderno, la dialéctica ecológica, el paganismo de los países escandinavos, un sistema de castas etarias, detalles animistas, la corrección política más hipócrita, mucha vida bucólica, los nuevos artistas independientes, la seudo meditación símil budista, las ofrendas y competencias bizarras, el fetichismo drogodependiente y el desapego emocional como precepto semi permanente, casi siempre oculto bajo un misticismo falsamente inocentón y light. Más allá del hecho de que todo el segmento final de la trama se mete de modo explícito en el campo de la venganza y la fantasía masoquista de castración por parte de un cineasta varón, incluso bajo esos criterios Midsommar sigue constituyendo una odisea inmensamente sugestiva y provocadora porque le quita los estereotipos morbosos/ pueriles/ empobrecedores a cada una de las situaciones planteadas y subraya en cambio el naturalismo detrás de los ritos en cuestión, enfatizando que para los habitantes de Hårga las ceremonias -por más espeluznantes, enajenadas, anárquicas o voluptuosas que nos parezcan- tienen sentido y justifican la bonanza que se le exige al derrotero de la vida. La sexualidad a flor de piel y el delirio más homogéneo, ese que desconoce a la comedia negra porque habla con la sinceridad del drama antropológico, se unen en el trabajo de Aster con la fuerza de lo insólito que recupera lo inmemorial para burlarse gélidamente del progresismo petulante de nuestros días y señalar cuánto se parece a la derecha bobalicona y ridícula que dice combatir. Recursos eternos del acervo artístico y social de la humanidad como la manipulación, las utopías y el “precio” que se debe pagar para ser felices pasan a ser resignificados en la película mediante la singular astucia del director y el desempeño de una Pugh exquisita a la que ya pudimos disfrutar en Lady Macbeth (2016) y Luchando con mi Familia (Fighting with my Family, 2019), en esta ocasión dejándose cubrir con flores y aprovechando a pleno la catarsis propuesta ya que es hora de ponderar que los traumas suelen reclamar soluciones drásticas y proclives a un surrealismo deliciosamente caníbal…
Lo macabro te lo debo Hollywood sigue obsesionado con refritar obras otrora revulsivas con vistas a destilarlas de cualquier trasfondo agitado/ polémico/ interesante y en esencia convertirlas en otro de esos productos inofensivos e hiper conservadores/ progres/ castrados destinados a las huestes que el mainstream adoctrina bajo la mediocridad del paraguas conceptual del “público fiel y segmentado”. Así las cosas, Los Locos Addams (The Addams Family), la célebre creación de 1938 del caricaturista Charles Addams, es la última víctima del raid en cuestión y -como era de esperar- resulta una pálida adaptación si la comparamos con las dos traslaciones más famosas, la exquisita serie televisiva de la década del 60 y aquellas dos películas de fines del siglo pasado, Los Locos Addams (The Addams Family, 1991) y Los Locos Addams II (Addams Family Values, 1993), exponentes más que dignos que fueron dirigidos por Barry Sonnenfeld y a su vez protagonizados por Raúl Julia, Anjelica Huston y Christopher Lloyd. El producto que nos ocupa, primer film animado de aspiraciones masivas sustentado en los queridos freaks, no sólo pretende ser un reboot de la franquicia sino también una suerte de “vuelta a las bases” en materia del diseño de los personajes, ahora con los dos asalariados de Hollywood de turno, los directores Greg Tiernan y Conrad Vernon, retomando en parte los trazos originales del amigo Charles: en este sentido, se podría afirmar que Los Locos Addams (The Addams Family, 2019) no logra compensar con la nostalgia y la ortodoxia visual retromaníaca el sustrato baladí que enmarca a la historia y a esta versión concreta de los protagonistas, una familia que hizo de lo tétrico un estilo de vida. Dicho de otro modo, todo aquel humor negro y aquella sátira social vía la construcción de una parentela que se pasaba por el traste la perfección anglosajona del mentiroso sueño americano aquí quedan reducidos a una fábula simplona, trasnochada y muy previsible de “aceptemos al diferente”. Hoy el relato pasa por la triste cruzada de una conductora de TV, Margaux Needler (Allison Janney), quien encabeza un reality y una comunidad uniformizadora llamada Asimilación, en pos de destruir -o algo así- a los Addams porque se rehúsan a abandonar su gustito por la locura, la muerte y una oscuridad de cadencia contracultural y un tanto absurda e ingenua. Mientras la villana espía a sus “vecinos de probeta” de Asimilación mediante cámaras ocultas y desparrama rumores en las redes sociales sobre el clan encabezado por Homero/ Gómez (Oscar Isaac) y Morticia (Charlize Theron), Pericles/ Pugsley (Finn Wolfhard) debe prepararse para su Mazurka, un ritual que determina su consolidación como miembro de la familia, y Merlina/ Wednesday (Chloë Grace Moretz) se hace amiga de la hija de Needler, Parker (Elsie Fisher), con quien intercambia vestimenta y así la niña asusta a Morticia con un look colorido y Parker hace lo propio con su progenitora vía un outfit bien gótico/ dark. El mayor problema del film no sólo pasa por el tono pueril y capado, ya sin nada de aquella hermosa comedia anárquica de antaño ni de la crítica a los valores biempensantes yanquis y su patética ilusión de normalidad plutocrática y hueca de cartón pintado, sino además por la ausencia de un choque cultural que se sienta honesto entre los Addams y Asimilación y la falta de una bendita línea narrativa -dentro de lo que parece ser una trama coral muy difusa- que resulte mínimamente atractiva o graciosa o lúgubre en serio, condenándonos en suma a una comarca retórica edulcorada e insoportable similar a la de los últimos mamarrachos del ex melancólico y/ o sombrío Tim Burton. El elenco hace lo que puede y hasta regresan personajes entrañables como el Tío Lucas/ Fester (Nick Kroll), la Abuela (Bette Midler), Largo/ Lurch (Vernon), el Tío Cosa/ Itt (Snoop Dogg) y hasta el legendario Dedos/ Thing; no obstante las pavadas políticamente correctas, las “movidas” de un aggiornamiento compulsivo fallido, las nulas ideas novedosas de fondo y el marco lavado general dinamitan el disfrute al extremo de sólo situar a la realización por encima de la espantosa La Reunión de los Locos Addams (Addams Family Reunion, 1998) y sin duda traer a la memoria del espectador entrado en años la excelente canción original de apertura de Victor Mizzy y el genial desempaño de John Astin, Carolyn Jones y Jackie Coogan en la serie de David Levy y Nat Perrin emitida por primera vez entre 1964 y 1966 por la ABC, un mojón insuperable que no ha perdido ni un ápice de esa potencia paródica apuntalada en lo macabro mordaz…
Las mesalinas proxenetas Podemos estar en el Siglo XXI pero hay cosas que parecen no cambiar nunca, una sin duda es la reacción social que suelen provocar el sexo, su comercio y la carne al descubierto: en este nuevo milenio todavía hay que soportar primero a los “progres” ultra infradotados que relacionan a la prostitución con la trata de blancas, como si la mafia siempre estuviese involucrada y no existieran los cuentapropistas del sudor que se volcaron al rubro por esto o aquello, y segundo a los fascistas, frígidos e hipócritas que condenan de por sí al sexo como si el “trabajo tradicional” fuese mejor, más aun en una época como la contemporánea en la que ya está ampliamente aceptado que la verdadera dignidad humana nace del conjunto de actividades/ intereses que se encuentran en los márgenes de la vida laboral, esa de vender productos o servicios -como el sexo, de hecho- en el horrendo mercado capitalista estándar. Dentro de este panorama, y teniendo presente que la industria cultural tiende a hacerse eco de la mojigatería evitando el tema o a veces banalizándolo desde la superficialidad, lo cierto es que Estafadoras de Wall Street (Hustlers, 2019) resulta una grata sorpresa ya que hablamos de una película que le habla con franqueza al espectador con vistas a retratar el mundo de las strippers sin romantizaciones o simplificaciones narrativas y con muchos cuerpos brillosos que esconden debajo a mujeres reales con problemas e identidades de la más variada naturaleza: basado en un artículo de 2015 de Jessica Pressler, The Hustlers at Scores, que fue publicado en la revista New York, el film narra el caso real de un conjunto de bailarinas que se dedicaron a drogar y a robar a oligarcas de los ecosistemas financiero y empresarial, encabezadas por Destiny (Constance Wu) y la bella Ramona (Jennifer López). Si bien la realización a priori pareciera ser una típica heist movie del enclave mainstream, aunque con insólitos toques de fábula social a lo Charles Dickens, debido a que hace mucho énfasis en la capacidad de reinvención individual luego de la crisis financiera de 2008, esa que deja a las mujeres casi sin trabajo y al borde de la prostitución hecha y derecha para mantener a sus hijos, por suerte la propuesta en sí es mucho más que sólo eso gracias a que incluye un desarrollo de personajes muy sensato, digno de las mejores comedias dramáticas y de aquellas comedias negras de antaño que tenían su corazoncito puesto en el género policial, estableciendo una especie de “contraste complementario” entre la joven Destiny y la veterana Ramona, con la primera sintiendo resquemores ante algunos casos de “pobres diablos” desvalijados (como los drogan con ketamina y MDMA siempre se corre el riesgo de que alguno caiga muerto, amén de que no todos merecen en serio semejante tratamiento) y con la segunda mostrándose más calculadora y maquiavélica (Ramona es algo así como la mentora de Destiny, tanto en lo que respecta al baile del caño/ pole dance como en lo que atañe a todo este ardid que devino con la debacle en el estrato económico en el cual ellas se especializan, el de los clientes de mayor poder adquisitivo, plagado de hombres soberbios y egoístas que se piensan que pueden obtener lo que quieren con los dólares en sus bolsillos). La directora y guionista Lorene Scafaria no descubre nada nuevo aunque alcanza una eficacia envidiable, apuntalada sobre todo en las excelentes interpretaciones de Wu y una J.Lo de 50 años que aquí desparrama presencia escénica y sensualidad a un nivel pocas veces visto en sus trabajos previos para la pantalla grande, decididamente ofreciendo el mejor desempeño de su carrera a la fecha. La realizadora, asimismo, no se contiene en materia de desnudos de las actrices secundarias ni tampoco en cuanto a la vestimenta ajustadísima de las principales, planteo que genera una de las pocas obras hollywoodenses recientes que no aplican una autocensura hiper contraproducente y ponen al sexo en primer plano, para colmo en su versión humanizada demostrando que -como cualquier otra línea de trabajo- tiene sus pros y sus contras (dinero rápido y desempleo igual de veloz). La película juega con inteligencia con la paradoja de las meretrices conceptuales/ mesalinas transformándose en proxenetas de sus clientes vía la concepción de que uno es tan feliz como el volumen de dinero que posee, típica fórmula de las comunidades plutocráticas e injustas; no obstante la compensa con una noción propia de la otra orilla de la pirámide social, esa que afirma que sólo los que empezaron desde abajo y debieron pelear a diario saben valorar el dinero, a diferencia de los parásitos del mercado financiero, las presas…
Trabajo de equipo Si bien Zombieland: Tiro de Gracia (Zombieland: Double Tap, 2019), la muy demorada secuela de Tierra de Zombies (Zombieland, 2009), no llega a ser ni remotamente tan hilarante como la película original, algo así como un neoclásico del cine industrial en lo que a las comedias de terror se refiere, aun así logra una pequeña proeza muy poco común tanto en el enclave hollywoodense como en el terreno de las continuaciones: el film, nuevamente dirigido por Ruben Fleischer, exuda un saludable cariño para con sus personajes y los acompaña en un derrotero de lo más simpático que podríamos englobar en la comarca de los melodramas de rescate, un rubro en el que por suerte importan más los protagonistas y sus vicisitudes -sean éstas más o menos unidimensionales o remanidas, según el caso de turno- que la pompa de la acción infinita, los CGIs, la corrección política y lo cool patético. Aquí retornan los cuatro protagonistas principales, el adalid rudo pero de buen corazón Tallahassee (Woody Harrelson), su compinche un tanto maniático y obsesivo Columbus (Jesse Eisenberg), la desconfiada Wichita (Emma Stone) y su hermana menor Little Rock (Abigail Breslin). El detonante narrativo ahora es doble: primero tenemos la partida de las mujeres porque Wichita se siente demasiado apegada a Columbus y Little Rock considera que el paternal Tallahassee se ha vuelto demasiado posesivo en una etapa en la que la chica está más interesada en superar la adolescencia buscando una pareja, y en segundo lugar está la odisea de los dos señores más Wichita cuando esta última regresa tiempo después porque su hermana ha decidido marcharse con un tal Berkeley (Avan Jogia), un hippón banal que se niega a utilizar armas en esta coyuntura ultra apocalíptica llena de muertos que caminan. Como toda comedia satírica con elementos absurdos que se precie de tal, hoy volvemos a encontrarnos con las diferentes facetas del ser humano y su generosa estupidez al afrontar la debacle en cuestión, para colmo maximizada porque los zombies han evolucionado en un surtido de “especies” con sus propias características. Más allá de los rasgos ya conocidos en materia de los cuatro personajes principales, sobresalen también los secundarios con un puñado a la cabeza, léase Madison (Zoey Deutch), una rubia tonta, vegana y bien pueril que forma un triángulo con Columbus y Wichita, Albuquerque (Luke Wilson) y Flagstaff (Thomas Middleditch), unos dobles muy graciosos de Tallahassee y Columbus, y el propio Berkeley, un neohippie burgués y trasnochado proclive a llevar a su novia a una comuna, asimismo autoencerrada/ autoaislada y sin comprender la necesidad de defenderse de los muertos vivientes ya que opta -como tantos otros colectivos humanos de nuestro tiempo- por el facilismo de negar la situación y mantenerse “fiel” a criterios cada vez más caducos. Fleischer, que venía del desastre de Venom (2018), no sólo se recupera vía una propuesta simple y honesta sino que hasta consigue algunas escenas en verdad eficaces en este viaje desde la Casa Blanca, el hogar de los protagonistas al comienzo de su aventura, hasta Graceland y más allá, incluyendo una parada en un reducto comercial centrado en Elvis y administrado por la bella Nevada (Rosario Dawson), el interés romántico reglamentario del personaje de Harrelson. El guión de Paul Wernick, Rhett Reese y Dave Callaham no ofrece nada particularmente original pero el asunto funciona como una agradable excusa para disfrutar de otro gran desempeño del elenco en su conjunto, para redescubrir personajes queribles gracias a sus paradojas y para toparnos con un interesante ejemplo de Hollywood defendiendo el trabajo en equipo orientado a sobrevivir en una época -con o sin zombies- enmarcada en un constante individualismo que cae en ridiculeces en pos de satisfacer un ego que pretende imponerse en el entorno que sea y con la voracidad de la seudo verdad…
La voluntad individual Muy deudora de los engranajes narrativos del querido Nuevo Cine Alemán de la década del 70, Sólo una Mujer (Nur eine Frau, 2019) es una película muy interesante que analiza el caso real de Hatun “Aynur” Sürücü, una joven que pertenecía a una familia de inmigrantes turcos en Berlín, compuesta por los progenitores kurdos suníes y nueve vástagos, y que fue asesinada en 2005 a los 23 años por el hermano menor del clan, aunque con el evidente beneplácito de gran parte de la familia en una coyuntura de fundamentalismo musulmán que derivó en un llamado “asesinato de honor”. El episodio, sin duda tristemente célebre en Alemania, continúa siendo al día de hoy un ejemplo perfecto de la locura instalada en cierta ortodoxia dogmática del Islam que pretende garantizar la subordinación de las mujeres bajo cualquier circunstancia, sin jamás valorar su opinión o su derecho a la autodeterminación. Sirviéndose de un ajustado guión de Florian Öller, a su vez inspirado en un libro sobre el caso de Matthias Deiß y Jo Goll, la directora Sherry Hormann construye el relato a través de soliloquios de la propia Aynur (interpretada con gran solvencia por Almila Bagriacik) y hasta intercala material de archivo verídico con imágenes de la verdadera Hatun, lo que genera un atractivo collage formal en el que el dejo documental y la crudeza naturalista se complementan con las interpelaciones a cámara y la estructura símil crónica pormenorizada de los acontecimientos. De hecho, la historia comienza con el homicidio -tres disparos en la cabeza en una parada de autobús- y luego nos presenta una serie de viñetas en formato de flashbacks que sistematizan la espiral de injusticias, acoso y violencia de la que fue víctima la protagonista a manos de su parentela, tanto de los hombres como de las mujeres del clan. A posteriori de ser obligada a abandonar el colegio secundario para casarse a los 16 años con un primo en las afueras de Estambul, la chica termina escapando producto de los golpes a la que era sometida por el susodicho y regresa a la morada familiar en Berlín, la cual en esencia es sostenida por el padre, Rohat (Mürtüz Yolcu), quien trabaja en una panadería mayorista desde hace 20 años. De por sí casi todos comienzan a basurearla y a aislarla por osar abandonar a su marido, pero la cosa termina de explotar cuando uno de sus hermanos, Sinan (Mehmet Atesci), una noche la manosea mientras se masturba, lo que desencadena que sea expulsado por Rohat. Etiquetada como la “problemática”, la joven se gana el desprecio de su madre, Deniya (Meral Perin), cuando se marcha del hogar familiar para primero vivir en un asilo estatal para madres solteras con su bebé Can y después buscar trabajo y estudiar para convertirse en electricista, ya sacándose el velo del cabello con el objetivo de avanzar en la occidentalización y cortar con unas tradiciones musulmanes que sólo le han traído desgracia vía delirios, caprichos y una constante sumisión a los varones. El film traza las diferencias existentes dentro del Islam para no meter a todos en la misma bolsa, enfatizando que la bondad y comprensión de Aram (Armin Wahedi Yeganeh), el único hermano al que ella considera además un amigo, se contrapone a la intolerancia fanática de Nuri (Rauand Taleb), el eventual verdugo de ocasión al momento del inicio de una relación amorosa entre la protagonista y un germano, Tim (Jacob Matschenz). Ahora bien, las mejores películas de Hormann tuvieron un costado de denuncia social muy fuerte y la que nos ocupa no es precisamente la excepción, basta con recordar Guys and Balls (Männer Wie Wir, 2004), sobre la estigmatización de la homosexualidad masculina -y la sexualidad en general- en el deporte moderno, Desert Flower (Wüstenblume, 2009), acerca de la terrorífica infibulación femenina en África y los matrimonios por conveniencia de cadencia tribal, y 3096 Days (3096 Tage, 2013), sobre el secuestro de la austríaca Natascha Kampusch durante ocho años y el fetiche esclavista sexual de la burguesía europea; todos tópicos que de una forma más o menos tangencial hoy regresan al candelero una vez más. Los grandes puntos a favor de Sólo una Mujer pasan por su capacidad de resumen (no hay escenas de menos ni de más porque cada minuto cumple su función específica dentro del lienzo retórico) y por su realismo prosaico sin mayor pompa involucrada (bien lejos de la parafernalia melosa y/ o exagerada a la que Hollywood es adepto, aquí queda bien en claro que en la cotidianeidad no hay nada más insoportable que no sentirse querido por aquellos a los que se estima, agresiones verbales permanentes de por medio). Es en la insistencia de los llamados telefónicos insultantes de sus hermanos, la poca importancia que se le da a la mujer cuando por fin se decide a hacer la denuncia policial y la falta de verdadera justicia luego de su muerte donde aparecen más nítidos los rasgos de un fundamentalismo religioso que muchas veces es tomado como una “curiosidad” por los países del Primer Mundo en términos de las distintas colectividades que los habitan, así se maquilla la típica abulia estatal a través de argumentos mentirosos como el respeto a las “costumbres” foráneas, por más que éstas sean regresivas y bárbaras. La obstaculización de la eclosión de la voluntad individual -sea femenina o masculina- en un contexto social/ laboral/ familiar opresivo continúa siendo un tema cargado de una urgente vigencia debido a la multiplicación actual de los dispositivos comunales uniformizadores tendientes a la manipulación, ya sea que hablemos de los aquí retratados de “vieja escuela” o los posmodernos que invitan -desde la ilusión del egoísmo consumista- a repetir conductas cual títeres que ignoran su condición…
Donde yace el corazón Pavarotti (2019), interesante retrato a cargo de Ron Howard del famosísimo tenor italiano, comienza respetando los engranajes retóricos de los documentales en primera persona, en sintonía con Listen to Me Marlon (2015) de Stevan Riley, acerca del gran Marlon Brando, y Maria by Callas (2017) de Tom Volf, sobre la legendaria soprano griega Maria Callas, no obstante pronto se transforma en un trabajo expositivo más tradicional que ofrece una pluralidad de entrevistas e imágenes de archivo con vistas a construir una crónica de la vida de un hombre con una presencia escénica incomparable, sin duda el principal responsable de que el lenguaje operístico siga gozando de relativa buena salud a lo largo del globo de la mano de una popularidad que sólo se explica por el eterno derrotero artístico/ comercial/ benéfico de un señor que llegó al punto de constituirse en sinónimo de canto lírico masivo. Sinceramente el opus de Howard resulta muy prolijo y sensato, quien por cierto en materia de documentales musicales venía de entregar la excelente The Beatles: Eight Days a Week- The Touring Years (2016), acerca de la muy poco explorada faceta de “banda en vivo” del mítico cuarteto de Liverpool, aprovechando en especial los registros audiovisuales del período que va desde 1963 a 1966: aquí, de hecho, el realizador vuelve a unir fuerzas con el guionista de aquella, Mark Monroe, para regalarnos un estudio pormenorizado del ascenso al estrellato de Luciano Pavarotti desde su nacimiento y su entorno familiar en Módena, pasando por su debut profesional en 1961 y su progresiva consagración durante los 60 y 70, y finiquitando con la etapa más popular a escala internacional correspondiente a las tres décadas siguientes, esas que lo vieron abandonar implícitamente el ecosistema de la ópera. El film adquiere la forma de una carta de amor esplendorosa dirigida a un tenor con una voz, un carisma y una técnica celestiales, de esas que constituyen un tesoro de por sí cante lo que cante, por ello consiguió lucirse en coyunturas de neto corte colaborativo como Los Tres Tenores, aquel grupo vocal que integró junto a Plácido Domingo y José Carreras, y en contextos un tanto bizarros por conjunciones artísticas que generaban más tropiezos que recompensas, nos referimos por supuesto a Pavarotti & Friends, esa serie de conciertos que brindó con una enorme variedad de cantantes/ músicos del rock y el pop como por ejemplo Sting, Bob Geldof, Brian May, Mike Oldfield, Bryan Adams, Andrea Bocelli, Bono, Meat Loaf, Michael Bolton, Elton John, Sheryl Crow, Eric Clapton, Liza Minnelli, Joan Osborne, Stevie Wonder, Celine Dion, Jon Bon Jovi, Mariah Carey, Ricky Martin, B.B. King, Joe Cocker, Gloria Estefan, George Michael, Caetano Veloso, Deep Purple, Tom Jones, Maná, Barry White, James Brown, Grace Jones, Lou Reed, etc. La ópera, entendida dentro del clasicismo de la primera fase de su trayectoria, aparece como un oficio que reclama una amalgama de talento, configuración física y expresión actoral/ corporal pensada al dedillo. Lo más atractivo de Pavarotti, amén de terminar de confirmar que la obsesión del señor con los eventos de caridad se vincula a su amistad con Lady Di/ Diana de Gales, pasa por el enfoque honesto del documental en cuanto a las grandes pasiones del intérprete por fuera de la ópera, léase la comida, las mujeres y esa misma filantropía que a partir de la década del 90 sustituyó a la maquinaría capitalista que se montó a su alrededor en los 80 (basta con recordar la catarata de avisos publicitarios, merchandising, “presentaciones especiales” y registros discográficos redundantes de la época). También se agradecen los testimonios de las tres mujeres fundamentales, su primera esposa Adua Veroni, su amante Madelyn Renée, una soprano que conoce a fines de los 70, y su segunda cónyuge Nicoletta Mantovani, de la que lo separaba una generosa distancia en edad que derivó en ataques estúpidos por parte de la prensa sensacionalista. La película asimismo gana mucho por su doble carácter de proyecto mainstream y “oficial”, esquema que implica que el material de archivo -y sobre todo el audio- ha sido restaurado de manera genial, remarcando que lo mejor que nos puede pasar en nuestra vida es dedicarnos a lo que nos gusta y/ o reposar donde yace el corazón…