El veterano quiere venganza Cansado del ostracismo al que lo condena el Hollywood infantiloide y tontuelo de nuestros días, Sylvester Stallone continúa despuntando el vicio cinematográfico mediante un lindo surtido de películas clase B de acción, algún que otro llamado marginal a colaborar en un producto mainstream y fundamentalmente nuevos eslabones de sus dos franquicias históricas, las centradas en Rocky Balboa y John Rambo, y de la saga que supo construir junto a otras estampas indelebles del cine de acción de las décadas del 80 y 90, hablamos de Los Indestructibles (The Expendables). Hoy estamos ante la quinta entrega de la historia del boina verde veterano de la Guerra de Vietnam, Rambo: Last Blood (2019), un trabajo que corrige lo hecho por Sly en la caricaturesca Rambo: Regreso al Infierno (Rambo, 2008) de una forma similar a cómo Creed (2015) y Creed II (2018) levantaron visiblemente el nivel de las mediocres Rocky V (1990) y Rocky Balboa (2006), signos de un tedio indisimulable. Aquí el Stallone guionista retoma la premisa de un film que también escribió, Línea de Fuego (Homefront, 2013), y en esencia se pone a sí mismo en los zapatos que en su momento le tocaron calzar a su amigote Jason Statham, el de la figura paternal afectuosa que debe proteger a una jovencita que termina siendo la excusa perfecta -porque las mafias drogonas y prostibularias osan mancillarla- para desatar una nueva carnicería old school, de esas a las que les importa un comino la mojigatería actual del mainstream y su tendencia a horrorizarse ante las heridas abiertas, la sangre real, los desmembramientos y todas aquellas crueldades/ truculencias que tanta alegría nos dieron dentro del contexto del cine fascistoide y algo mucho descerebrado del pasado yanqui reciente. Ahora es su sobrina/ hija adoptiva, Gabrielle (Yvette Monreal), la que termina en peligro a raíz de la decisión de la chica de abandonar el rancho familiar en Arizona para conocer a su padre abandónico en México. En cierta medida manteniendo el tono apesadumbrado de Rambo: Regreso al Infierno pero preocupándose mucho más por el desarrollo dramático y los personajes en sí, Sly y su testaferro, el realizador Adrian Grunberg, aquel de la potable Vacaciones Explosivas (Get the Gringo, 2012) y un asistente de dirección de larga data, se consagran a edificar un thriller de venganza hecho y derecho sin vueltas retóricas ni escenas de más, apuntando permanentemente a respetar los clichés del rubro aunque garantizando la cohesión narrativa a escala macro y sin derrapar hacia dos de los recursos más insoportables del séptimo arte contemporáneo, léase esa estupidez estándar y la autoparodia facilista que opta por no tomarse nada en serio a puro cinismo vacuo de cotillón: los responsables de secuestrar a Gabrielle, prostituirla, golpearla y hacerla adicta a las drogas son los hermanos Martínez, Víctor (Óscar Jaenada) y Hugo (Sergio Peris-Mencheta), líderes de una red de trata de blancas cuyos principales clientes son los miembros de la policía, un triste esquema al que Rambo hará frente ayudado por una periodista independiente, Carmen Delgado (Paz Vega), una mujer que asimismo padeció el cruento accionar de los susodichos cuando dos años atrás capturaron a su hermana menor, quien a posteriori apareció muerta de una sobredosis. Por supuesto que Rambo: Last Blood acarrea una linealidad/ previsibilidad absoluta que se condice con un primer acto de presentación general de personajes, un segundo capítulo sistematizando el suplicio sufrido y un remate final a toda pompa que justifica la espera y enaltece el producto con una masacre a la altura de las circunstancias que lleva al gore al terreno de la hipérbole extasiada y sin culpa. Mucho más humilde que la excelente Rambo II (Rambo: First Blood Part II, 1985) y la boba pero entretenida Rambo III (1988), y a años luz de la obra maestra original Rambo (First Blood, 1982), una de las epopeyas más sensatas y deslumbrantes del cine de derecha de su época, la propuesta que nos ocupa es un policial negro disfrazado de gesta de acción e insertado dentro del ecosistema discursivo de la saga del veterano torturado por sus traumas, sus diversos recuerdos de guerra y todas las simpáticas operaciones paramilitares que supo encarar a lo largo de los eslabones previos, esos que -para bien o para mal- fijaron los mojones del género y establecieron los núcleos fundamentales a tener en cuenta cuando se pretende construir una carnicería alrededor de un adalid nacional como el presente, algo así como una figura paradójica que sintetiza el olvido popular/ político/ mediático para con los veteranos y demás sicarios profesionales. Como decíamos antes, el convite dura lo justo, acusa implícitamente a los cineastas de hoy en día de pusilánimes y no echa mano de esas espantosas secuencias de relleno ni de esa corrección moral patética del mainstream actual, prefiriendo concentrarse en la cara cirujeada pero sabia de Sly, un mínimo aunque eficaz trasfondo identitario para los hermanos Martínez y una brutalidad que deja en claro que aquí predomina la sinceridad de los cuerpos destruidos -explosiones, disparos, cuchillos, machetes, flechas, etc.- y la violencia verosímil -prostitución y drogodependencia forzadas, la sombra de la tortura o el asesinato en caso de fuga- por sobre cualquier fetiche para con los CGIs o para con esos chistecitos pueriles que por suerte en esta oportunidad brillan por su ausencia (la capacidad de resumen y la eficacia general compensan en gran parte el hecho de que la música es bastante redundante y la edición/ montaje deja mucho que desear). Desde ya que nada queda del personaje creado por David Morrell en su novela First Blood de 1972 y sólo sobrevive una figura simple y mortífera que se asemeja a una versión retro hollywoodense de un soldado que sólo pretende paz, una eterna utopía que pasa de largo por esta o aquella injusticia que a su vez invita a apilar cadáveres a sabiendas de que el ser humano nunca aprende del todo la lección y merece ser sacrificado cuando se vuelve un tirano público o privado. La mayor “novedad” que ofrece esta digna Rambo: Last Blood es la apología de una revancha relativamente sutil símil film noir, sin salvar a compañeros hechos prisioneros ni rescatar a países enteros en plan Guerra Fría o imperialismo yanqui “iluminado” a lo policía internacional, planteo macro que nos devuelve a la primigenia Rambo de comienzos de los 80 con vistas a subrayar que no hace falta recorrer medio planeta para encontrar unas cuantas cabezas que merecen ser machacadas en función del generoso daño que infligen…
Convivencia de guerra A mitad de camino entre la animalización infantil de El Señor de las Moscas (Lord of the Flies, 1954), el clásico de William Golding sobre el sustrato pulsional de supervivencia de los seres humanos, y el descenso a la locura prototípica de El Corazón de las Tinieblas (Heart of Darkness, 1899), la obra maestra de Joseph Conrad en torno a la rebelión en el seno de las filas militares y los infaltables delirios mesiánicos/ divinos de los hombres, Monos (2019) es una película colombiana que ofrece un muy interesante análisis tanto de la violencia de las sociedades latinoamericanas, siempre en estado de ebullición por la retahíla de desigualdades e injusticias que las caracterizan, como del carácter gregario salvaje de los bípedos y lo cerca que estamos de abandonar las máscaras farsescas de la civilización para dejarnos caer en una competencia individualista destinada a la autodestrucción a mediano o largo plazo, sin que importen cualquier atisbo de racionalismo, empatía o marco solidario. La “no historia” está enmarcada en el esquema de los relatos descriptivos sobre un núcleo invariante, ahora haciendo foco en un pelotón de niños soldados que se encuentran en un destacamento de una guerrilla colombiana ignota y que en términos prácticos poseen la misión de custodiar a una rehén de no muy alto perfil, una norteamericana a la que llaman Doctora (Julianne Nicholson). Entre ejercicios físicos militares, juegos pueriles y hasta el encargo adicional de custodiar una vaca lechera, los jóvenes pasan el tiempo en una enorme construcción derruida a una altura muy elevada y soportando el barro y fuertes ventiscas, un panorama que comienza a complicarse cuando el animal es asesinado accidentalmente, de golpe comienzan las escaramuzas con el ejército local y todo el asunto los obliga a bajar hacia la selva y montar un campamento improvisado. Pronto las peleas internas del grupo y las diversas afinidades harán estallar esta convivencia de guerra y la sangre correrá sin más. Como si se tratase de una interpretación sudamericana y a pequeña escala de Apocalypse Now (1979), aunque sustituyendo el despliegue de aventuras caóticas de antaño por la sistematización de un declive psicológico más tradicional vinculado con los desacuerdos por identidades contrastantes, el film juega con la noción del sexo como catarsis frente al peligro permanente de morir, frente a la responsabilidad de tener que hacer de guardianes de la cautiva y frente a la misma supresión de la niñez/ adolescencia en una lucha que implica llegar a la adultez de inmediato si se pretende sobrevivir. Este trasfondo lúdico y semi inconsciente de los purretes teniendo que atenerse a códigos y conductas que no le son propios -hoy relacionados con la disciplina militar en un contexto de jungla- sin duda ha sido explorado largo y tendido en un sinfín de epopeyas semejantes, sin embargo el cine latinoamericano pocas veces lo ha tratado desde esta arquitectura alegórica que no explicita ni la época ni el lugar preciso de los acontecimientos (obras de cadencia revolucionaria ha habido muchísimas durante las décadas del 60 y 70 pero Monos es arena de otro costal, en esencia porque responde a los criterios del cine festivalero más sensato, ese que apuesta a no descuidar los ardides de los géneros clásicos para no dejar afuera al “público común”). El armazón retórico coral le sirve a la película porque instaura una heterogeneidad que podría no haber sido tal si el relato hiciera hincapié en el cliché de priorizar la perspectiva narrativa de la Doctora, el “outsider”, cuando en realidad lo que le interesa al director y guionista Alejandro Landes es señalar que los chicos también son víctimas en la situación ya que no pueden sustraerse de la violencia política producto de años de neoliberalismo y sus mafias estatales/ financieras/ empresariales asociadas. Aquí los intentos de fuga de la estadounidense corren de la mano de la supremacía como líder tiránico de Patagrande (Moisés Arias), uno de los adolescentes de mayor edad y el gran protegido del verdadero mandamás del pelotón, El Mensajero (Wilson Salazar), un hombre de corta estatura con aires de guerrero profesional. Moviéndose a nivel conceptual entre las FARC y la guerrilla argentina marxista y peronista del pasado, estos “monos” -tal el nombre que reciben dentro del ecosistema castrense- constituyen el ejemplo perfecto de la militancia radicalizada que anida y se articula en la pobreza, el olvido estatal y la negligencia consciente por parte de las élites cleptocráticas que controlan los gobiernos del cono sur en connivencia con los payasos parasitarios e imperialistas del Primer Mundo y el aparato usurero internacional…
Fragmentos de lujuria De manera retrospectiva -y sobre todo a partir de esta segunda década del nuevo milenio que comienza a morir- se suele considerar a Peter Grudzien como uno de los máximos pioneros de lo que hoy por hoy se da en llamar “outsider music”, un género en el que se unifican lo antimainstream y el sustrato lo-fi con cierta locura bastante más prosaica/ real que artística, rubro que siguió un desarrollo muy heterogéneo desde figuras como Frank Zappa, Captain Beefheart, The Shaggs y Syd Barrett hasta artistas posteriores en la línea de Wesley Willis, Jandek/ Sterling Smith y el recientemente fallecido Daniel Johnston. La ópera prima de Grudzien y prácticamente su único trabajo con una mínima distribución comercial clásica, The Unicorn (1974), muchas veces es reducida -cortesía de la prensa y el público bobalicón- a ocupar el rol histórico de ser uno de los primeros álbumes de temática abiertamente gay, jugada facilista que pasa por alto el hecho de que el disco en sí es una obra maestra que le escapa a los moldes del country desde el cual fue concebido ya que se parece mucho a aquel folk espacial de los primeros años de David Bowie y Marc Bolan. A ciencia cierta ni siquiera los fans más acérrimos o devotos de la legendaria placa, un opus compuesto, ejecutado y producido por el norteamericano y que se vincula a la psicodelia y el ecosistema lisérgico del hippismo tardío correspondiente al primer lustro de la década del 70, conocían qué fue de la vida y trayectoria de una figura tan enigmática como Grudzien a posteriori del lanzamiento de su debut. De hecho, The Unicorn (2018), un documental de índole observacional y participativa de Isabelle Dupuis y Tim Geraghty, llega para por fin aclarar el asunto y lo hace siguiendo la tradición de esos trabajos descarnados del cine indie estadounidense que han sabido leer al artista individual -a la vez atormentado y descollante por su minimalismo- desde la óptica que brinda su enclave familiar y las enfermedades mentales que lo aquejaron o lo aquejan; muy cerca de lo ofrecido en su momento por Terry Zwigoff en Crumb (1994), sobre el gran caricaturista satírico Robert Crumb, y por Jonathan Caouette en Tarnation (2003), sin duda un film de profunda cadencia autobiográfica que también nos presentó un clan con un montón de dilemas/ traumas psicológicos acumulados. Filmada entre 2005 y 2007 mediante cámaras digitales de mano, la película funciona en simultáneo como -por un lado- un “rescate emotivo” para con Grudzien, fallecido en 2013 y un señor que las masas desconocen por completo, y -por otro lado- un retrato hiper honesto y poderoso en torno a una parentela disfuncional que compartía la misma casa desde siempre, una compuesta por el propio Peter (de joven había sido sometido a salvajes tratamientos de electroshocks para “curar” su homosexualidad, amén de la depresión y angustia subsiguientes y la necesidad de buscar un trabajo en el mercado de la publicidad para mantener vivo su amor por la música), su hermana gemela Terry (la esquizofrenia de la mujer derivó en una catarata de medicamentos psiquiátricos y cirugías estéticas que le deformaron el rostro de manera brutal, para colmo desencadenando una insistente obsesión con buscar marido y taparse el semblante con una capa muy espesa de maquillaje blanco) y el padre de ambos Joseph (el anciano, hoy un tanto arisco, trabajó cuando niño en una mina de carbón y definitivamente tuvo una formación obrera y sindical de muy bajos recursos). The Unicorn, el primer largometraje del dúo de realizadores, va mechando las canciones de Grudzien, quien afirma haber grabado en su morada más de 900 temas, y las viñetas de la dinámica familiar, en esencia con los tres veteranos sobrevivientes -la madre murió hace mucho, los hermanos pasaron la franja etaria de los 60 años y el padre va camino a los 100- rompiéndose mutuamente las cabezas a escala verbal de manera permanente; todo debido a un catálogo de frustraciones, paranoias y diversos sueños/ entornos idílicos que no se condicen con la realidad, léase esa residencia transformada en campo de batalla porque ya hace tiempo que no se soportan entre sí y decidieron levantar muros virtuales para no verse. De todas formas la propuesta también enfatiza que detrás de los desacuerdos y los delirios hay un trasfondo en común que se condice con una ironía general compartida que les permite relajarse de vez en cuando y subrayar lo tragicómico de la situación, aquí más que nunca una verdadera patada a la previsibilidad burguesa a través de la opción de jamás abandonar el hogar del clan de turno y negar toda utopía de riqueza más allá del horizonte. Precisamente, a medida que avanza el metraje queda en claro que la marginalidad y el bello caos creativo/ profesional/ vincular/ personal de la casa se corresponden a una resignación contracultural de impronta melancólica y freak en la que se suprime toda esclavitud laboral capitalista en pos de mantenerse libre, independiente y fiel a sus principios, por más que éstos estén homologados a un dejo enajenado autodestructivo y una aislación familiar muy intensa, dividida en esos “fragmentos de lujuria” a los que se refiere el guitarrista y cantante en la letra de su canción más famosa, la que le da el título al film y al álbum homónimo. Dentro de este contexto no es de extrañar que Dupuis y Geraghty sinceramente nunca den mayores precisiones acerca de los motivos concretos de las décadas de silencio discográfico de Peter, aquí -al igual que Terry y Joseph, cada uno para con los otros dos- en eterna espera del fallecimiento de sus parientes como si el óbito fuera la solución a los obstáculos y padecimientos arrastrados durante tanto tiempo, todos ellos siempre a mitad de camino entre el execrable olvido social y esa sutil condena autoimpuesta por nuestros antihéroes…
La risa que duele Todos los que deseaban una adaptación en live action más o menos explícita de La Broma Asesina (The Killing Joke, 1988), de Alan Moore y Brian Bolland, sin duda la historieta por antonomasia centrada en el origen del Guasón y sus múltiples puntos en común con su eterno contrincante, Batman/ Bruce Wayne, deberán seguir esperando porque el opus de Todd Phillips que hoy nos ocupa es una remake camuflada de Taxi Driver (1976), que incluso aglutina elementos varios de Network (1976), El Rey de la Comedia (The King of Comedy, 1982) y hasta Réquiem para un Sueño (Requiem for a Dream, 2000) en un collage digno y atrapante aunque también literal y por momentos algo burdo; detalle que se explica por la tendencia del mainstream contemporáneo a recuperar fórmulas de antaño desde cierto reduccionismo que pareciera no poder escaparle a las poses, los automatismos y la repetición de las mismas situaciones ad infinitum, por más que éstas respondan -en mayor o menor medida- a planteos contraculturales y/ o de base nihilista, justo como en este caso. Desde el vamos conviene aclarar que la película se sostiene casi exclusivamente gracias a la enorme actuación de Joaquin Phoenix como el protagonista, un representante conspicuo y muy talentoso de la larga tradición de actores anglosajones un tanto desquiciados que son capaces de bajar muchísimo de peso -entre otras transformaciones físicas aledañas- con vistas a mimetizarse con una criatura sufrida en plena espiral descendente hacia la locura, ahora con un surtido de catalizadores que incluyen el maltrato que padece en su trabajo el Arthur de Phoenix (se desempeña como payaso de publicidades y eventos), robos cíclicos en la calle (palizas salvajes incluidas), una madre convaleciente obsesionada con escribirle cartas al millonario Thomas Wayne (para quien supo trabajar años atrás), frustraciones profesionales y románticas (el hombre se enamora de una hermosa vecina afroamericana y pretende construir una carrera dentro del ambiente del stand up) y hasta un tic nervioso que lo lleva a reírse sin parar en cualquier momento (gran malambo psiquiátrico de por medio). Desde los golpes del inicio símil La Naranja Mecánica (A Clockwork Orange, 1971) hasta el remate a lo Shock Corridor (1963), Guasón (Joker, 2019) funciona como una interesante colección de lugares comunes del enclave indie internacional orientados a retratar a un antihéroe torturado por la sociedad y llevado al extremo de querer vengarse/ ajusticiar a sus verdugos de la manera más brutal posible, ya sin la paciencia demostrada hasta ese punto y con la furia del que no soporta más las constantes faltas de respeto que padecen a diario los marginados del capitalismo, esas mayorías que pasan hambre y frío ante la mirada apática y egoísta del Estado y la oligarquía empresaria y financiera. Se podría decir que como obra de barricada o denuncia el film no va mucho más allá del cinismo de nuestro días -por más que aparentemente transcurre en la década del 80- no obstante si pensamos a la propuesta dentro del paupérrimo ecosistema creativo de la basura de Marvel y DC Comics, el asunto mejora ya que la valentía de fondo quiebra la monotonía pueril y nos acerca al terror freak. Phillips, el paparulo responsable de la horrenda saga cinematográfica de ¿Qué Pasó Ayer? (The Hangover), no es precisamente un genio del séptimo arte ni logra entregar una mísera idea original en serio, sin embargo es más que loable su intento de aggiornar los retratos suburbanos deprimentes de Paul Schrader a un pasado que se parece mucho a nuestros días, donde la desconfianza, los prejuicios, el odio y la ausencia de esa curiosidad fundamental para entablar cualquier diálogo provocan un ambiente aún más enrarecido y violento que aquel retratado en Hardcore (1979) o la citada Taxi Driver. La noción de encarar una “película de historietas para adultos”, que además incluye planteos antitelevisivos muy semejantes a los de Network y Réquiem para un Sueño, aquí se complementa con el eje retórico de El Rey de la Comedia, con Robert De Niro intercambiando su rol para ponerse en los zapatos del comediante famoso que supo encarnar Jerry Lewis, ese que ninguneaba al protagonista a pura soberbia y de paso servía para señalar la idiotez e ingenuidad detrás del culto a la celebridad, el marketing masivo de “lo cool” y todas las mentiras que la execrable industria cultural despliega para atrapar a los consumidores más desesperados. Sinceramente de La Broma Asesina sólo quedó un mínimo catálogo algo mucho abstracto de escenas que en el último acto ensayan una parábola sobre la creación de Batman a manos del Guasón y de éste último cortesía del clan Wayne, enfatizando que los traumas de ambos se parecen y que el origen del legendario villano está vinculado a la pobreza y al sentirse acorralado por una Ciudad Gótica injusta que bien podría ser Nueva York u otra metrópoli gigantesca y caníbal del planeta. Como decíamos con anterioridad, si tenemos en cuenta que hablamos de un producto del fofo Hollywood actual la película y su tono oscuro resultan de lo más bienvenidos, en especial debido a que la falta de novedades hoy está compensada con crueldad, asesinatos, rebeliones populares contra los ricos, psicopatía en ascenso y hasta un olvido estatal muy verosímil; todo asimismo simbolizado en la paradoja del tic de Arthur/ Guasón vía una carcajada que se confunde con los espasmos de dolor de un cuerpo repleto de cicatrices físicas y psicológicas que no han sido atendidas a tiempo, de esas que piden a gritos socorro y sólo reciben la abulia de una coyuntura plutocrática que empuja a la vehemencia y al anarquismo tácito a un adalid de los excluidos del sistema…
Sobre desfalcos contemporáneos La nueva película del director y guionista español Rodrigo Sorogoyen, El Reino (2018), reproduce el tono de honestidad brutal de su obra previa, la también excelente Que Dios nos Perdone (2016), un policial hardcore de investigadores apesadumbrados y un asesino en serie que violaba y mataba a ancianas en las calles de Madrid. En este caso el señor se mete con el típico entramado corrupto de la política, los empresarios y los medios de comunicación mediante la historia de Manuel López Vidal (monumental actuación de Antonio de la Torre), un funcionario público de una comunidad autónoma que termina transformándose en el chivo expiatorio de su partido político cuando un colega, Paco (Nacho Fresneda), cae en una operación policial denominada Amadeus por recalificación de terrenos y el robo maquillado de las sumas correspondientes a las subvenciones de la Unión Europea; un asunto que se agrava todavía más porque aparece un audio de Manuel reconociendo estar involucrado en el generoso desfalco en medio de una charla con otro correligionario, Pareja (Óscar de la Fuente), quien hizo un trato con el aparato judicial español para beneficiarse a cambio de entregar a un cómplice. Como en el partido del protagonista todos están manchados en mayor o menor medida ya que han mordido de lo lindo de la torta pública, La Ceballos (Ana Wagener), principal cabecilla de la fuerza, opta por endilgarle a López Vidal el fardo para que no salte un escándalo más grande y mucho más peligroso, léase un chanchullo bien enigmático que responde al nombre de Persika. La cosa se complica de manera paulatina porque los otrora cofrades le comienzan a dar la espalda a Manuel, asimismo su esposa e hija -Inés (Mónica López) y Natalia (María de Nati)- padecen las consecuencias de la cacería oportunista sobre su persona y para colmo se suman en la mixtura dos figuras manipuladoras, la de una presentadora televisiva que la va de idealista, Amaia Marín (Bárbara Lennie), y la de un ex juez de la audiencia nacional que se incorporó al partido con pretensiones de dar una imagen de transparencia y renovación, Rodrigo Alvarado (Francisco Reyes), quien como todos los otros personajes esconde un gran manto de hipocresía. Entre allanamientos, estratagemas desesperadas, escraches públicos, mentiras y traiciones entrecruzadas, al verse acorralado López Vidal pretende conseguir pruebas de que la red del desfalco va más allá con el objetivo de amenazar con cargarse a todos los que pueda en el partido, la oligarquía empresaria y los medios de comunicación si no desaparece o se aminora la intención de hacerlo responsable de todo en soledad, como si hubiese actuado por su cuenta cuando en realidad era apenas un engranaje más de las múltiples operaciones de las elites en el poder. El protagonista es acusado de delitos como prevaricación, fraude, cohecho, estafa, falsedad y tráfico de influencias, sin embargo sus verdaderos problemas empiezan cuando recibe advertencias varias por parte de sus “amigos” y colegas de antaño, en especial al proponerse conseguir unos cuadernos manuscritos que recopilan los nombres de todos los involucrados en la trama de corrupción. Sorogoyen retrata las matufias de las altas esferas de la sociedad europea de un modo preciso e impiadoso a través de los contantes encuentros de Manuel con diferentes figuras de su entorno inmediato dentro de una escala anímica/ legal/ política en la que la sensación de acorralamiento es progresiva y sólo parece dominar una necesidad muy profunda de sobrevivir cueste lo que cueste, planteo que desde ya lo pone -en primer término- en una posición de debilidad ante los ojos de personajes de impronta por demás parasitaria y -en segundo lugar- en una situación de angustia que lo envalentona y lo conduce a arriesgarse cada vez más y con una mayor vehemencia de base, proclive a llevarse puesto a cualquiera que le impida una movilidad y unas opciones más y más reducidas. El relato en sí cuenta con dos partes bien concretas: la primera presenta la pluralidad de políticos pútridos en cuestión y está sustentada sobre todo en la dinámica verbal, y la segunda mitad se abre con la semi agresión que sufre López Vidal y su hija en un restaurant situado a la orilla del mar y se caracteriza -precisamente- por una violencia en ascenso; desembocando en escenas magistrales como el episodio del grabador oculto, la secuencia de tono documentalista en la casa de la burguesita drogona y sus amigos, aquella otra centrada en la huida y persecución automovilística durante esa misma noche, y finalmente los últimos diez minutos de la entrevista con Marín, un verdadero ejemplo de cómo invocar recursos retóricos de Poder que Mata (Network, 1976), la obra maestra de Sidney Lumet, y salir muy airoso del asunto. A pesar de que la propuesta está direccionada -aunque sin nombrarlo- hacia las maniobras deshonestas del Partido Popular y sigue un lineamiento pegado a lo que ocurre en el Primer Mundo ante los ardides de la corrupción institucionalizada, sobre todo pesquisas en serio y condenas a un puñado de los responsables más visibles, la verdad es que desde el Tercer Mundo y su eterna impunidad también nos podemos identificar con lo sucedido porque el latrocinio en tiempos tan cínicos como el presente está extendido a todo el planeta, ahora con los dispositivos de la publicidad, el marketing y las redes sociales sumándose de manera crucial en el lavaje masivo de conciencias con vistas a manipular/ doblegar desde el maquiavelismo más burdo y baladí a las clases populares, las cuales deambulan entre la abulia desinteresada y los achaques pasajeros de indignación aunque condicionados desde el aparato comunicacional hegemónico, ese que ataca a “perejiles” y calla en lo referido al idéntico accionar del resto de los cofrades de la mafia de turno. Antonio de la Torre está en prácticamente todas las escenas y redondea un desempeño magnético en ocasión de la difícil tarea de encarnar a un personaje que no es más repugnante que el sistema capitalista plutocrático de genuflexión colectiva al que representa y que siempre queda impune en casos como el aquí analizado, donde los que investigan, juzgan y transmiten la información resultante son cómplices explícitos en la andanada de delitos vía las figuras de la prebenda, los montajes, el silencio, las falacias y el saqueo caníbal en el momento más conveniente…
Submarinismo con tiburones La carrera del director y guionista británico Johannes Roberts es de lo más curiosa, parece sacada de otra época mucho más imprevisible que la nuestra en lo que al ámbito cultural se refiere: a posteriori de una generosa andanada de productos muy deficitarios de terror que abarcaron toda la década pasada y la primera mitad de la que estamos atravesando, el señor la pegó a nivel artístico y comercial con A 47 Metros (47 Meters Down, 2017), otra clase B aunque con un presupuesto más digno que le permitió redondear un film entretenido y de sopetón conseguir el encargo de dirigir Los Extraños: Cacería Nocturna (The Strangers: Prey at Night, 2018), correcto corolario del hit indie Los Extraños (The Strangers, 2008), de Bryan Bertino. Como la lógica comercial siempre impera en estos casos, hoy tenemos ante nosotros la secuela de aquella película en la que un par de mujeres quedaban atrapadas en una jaula subacuática con poca carga en sus tubos de oxígeno y rodeadas de tiburones. Lamentablemente Terror a 47 Metros: El Segundo Ataque (47 Meters Down: Uncaged, 2019) no llega al nivel de calidad de la anterior y nos coloca en la paradoja de tener que alabarla por intentar hacer algo “nuevo” -si la pensamos a partir de lo hecho en el pasado inmediato- y al mismo tiempo señalar que sinceramente le sale bastante mal: en vez de volcar el asunto hacia la comarca del thriller claustrofóbico con vistas a subrayar los instantes de suspenso como ocurría con el opus del 2017, aquí Roberts tira todo hacia el terror símil slasher pero desde la perspectiva conservadora e infantiloide del mainstream de nuestros días, léase sin sexo ni desnudos ni verdadero gore a borbotones, apuntando a pasteurizar los clichés de siempre de antaño en pos de un desarrollo que va de menor a mayor acumulando tensión hasta que finalmente todo explota en una andanada de detalles exagerados durante el desenlace, sin dudas lo mejor por lejos del convite en su conjunto. La premisa fundamental de la película es muy sencilla: un par de hermanastras de un matrimonio compuesto, las adolescentes Mia (Sophie Nélisse) y Sasha (Corinne Foxx), se escapan de una salida craneada por sus respectivos progenitores y tienen la desafortunada idea de reemplazarla haciendo submarinismo en una ciudad maya sumergida en México que por supuesto está saturada de tiburones, todo con la compañía adicional de un par de amigas, Alexa (Brianne Tju) y Nicole (Sistine Rose Stallone), y la repentina aparición del padre arqueólogo de las chicas, Grant (John Corbett). El nulo desarrollo de personajes se basa en recursos remanidos como que Mia sufre bullying por parte de una compañera llamada Catherine (Brec Bassinger), una bruja malvada y muy linda, y es ninguneada por su hermanastra Sasha, quien se ubica en un rango intermedio entre las chicas populares y las que pasan desapercibidas en la escuela, optando por casi no prestarle atención a Mia. Combinando el relato de aventuras, las propuestas de monstruos y las epopeyas de encierro en cuevas como la muchísimo mejor El Descenso (The Descent, 2005), Roberts cae en los problemas de siempre del entorno subacuático (muy pocas veces sabemos a ciencia cierta cuál de los personajes está delante de la cámara por el equipo de buceo, algo que aquí llega al extremo ya que casi toda la progresión dramática es bajo el agua) y hasta por momentos el planteo en general recuerda a exponentes del found footage en la tradición de Fenómeno Paranormal (Grave Encounters, 2011) y Así en la Tierra como en el Infierno (As Above, So Below, 2014), obras también superiores a la presente (el abuso de la oscuridad permanente en estas catacumbas milenarias entorpece la narración y termina hastiando luego de un rato). El director y guionista aún se las arregla para entregar un puñado de sobresaltos eficaces, CGIs no invasivos en materia de los escualos y ese final bien inflado al que nos referíamos antes, sin embargo los puntos a favor no alcanzan para levantar en serio al film y la faena queda en buenas intenciones y no mucho más, desperdiciando la oportunidad de crear una carnicería que requería encarar el asunto más a lo bestia y con fogosidad trash…
El impostor y la ciénaga De un modo similar a lo ocurrido en ocasión de propuestas recientes del ecosistema alternativo/ no hollywoodense mainstream, como por ejemplo Los Hijos del Diablo (The Hallow, 2015), El Ritual (The Ritual, 2017), Los Inquilinos (The Lodgers, 2017) y Secretos Ocultos (Marrowbone, 2017), la irlandesa The Hole in the Ground (2019), ópera prima de Lee Cronin, es un film de horror muy bien ejecutado que en cierta medida sintetiza lo que quisiera construir la gran industria norteamericana -en lo que al género de los sustos se refiere- para luego fallar miserablemente una y otra vez: nos referimos a películas que reúnan una serie de influencias administradas con destreza al punto de generar productos satisfactorios, casi como esos compilados de alguna banda que cambiando el orden de las mismas composiciones pueden llegar a despertar fascinación y/ o una renovada curiosidad. El relato sigue la típica estructura de cuento gótico folklórico anglosajón y se centra en Sarah O’Neill (Seána Kerslake), una mujer que escapando de su marido golpeador va a parar -junto a su pequeño hijo Chris (James Quinn Markey)- a una casa inhóspita rodeada de un bosque que comienza a restaurar en unos días libres que se toma en su trabajo como empleada de una tienda de antigüedades. Después de una rabieta que el niño tiene con su madre, acusándola de mentirosa porque la susodicha le dijo que el padre los acompañaría a futuro en su nuevo hogar, el jovencito corre hacia la arboleda y un gigantesco agujero en la tierra símil ciénaga freak, perdiéndose de la vista de Sarah por unos momentos y luego regresando de repente en lo que será el inicio de las sospechas de la mujer en torno a que Chris ya no es más Chris sino un impostor impasible y bien tenebroso que tomó su lugar. El guión de Stephen Shields y el propio Cronin construye astutamente la sensación de engaño mediante diversos detalles (cierta frialdad automatizada por parte del purrete, una aracnofobia que desaparece, misteriosas salidas nocturnas, incremento de fuerza, etc.) y vía el clásico “caso espejo” de antaño (Sarah descubre que algo semejante ocurrió en la zona en función de otra fémina convencida de que ese que se parece a su hijo no es su hijo, hoy una anciana que termina muriendo asfixiada con su cabeza enterrada en el suelo). La coctelera de referencias que engloba la trama es cuantiosa e incluye ingredientes aislados de La Invasión de los Usurpadores de Cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956), La Mala Semilla (The Bad Seed, 1956), El Otro (The Other, 1972), El Resplandor (The Shining, 1980), El Descenso (The Descent, 2005) y hasta la bastante cercana The Babadook (2014). La jugada de Cronin, esa que determina el éxito progresivo de la película por más que de original tenga poco y nada, se da en distintos frentes: la fotografía de Tom Comerford es realmente excelente, el desarrollo pausado pero firme suma tensión y atractivo, el campo de lo “no dicho” está bien trabajado (el director jamás termina de aclarar la relación de Sarah con su marido ni muestra las filmaciones que ella realiza en el cuarto del muchacho con una cámara oculta), el desempeño de Kerslake y Markey transmite autenticidad, y el desenlace en especial -enmarcado en el esperable descenso a las profundidades de la ciénaga- aporta todo el nerviosismo necesario y no anda con esa premura pueril ni esas medias tintas bobaliconas típicas del Hollywood contemporáneo, apostando en cambio por una incursión sin histeria y un eficaz diseño de las criaturas antagónicas. Muchas óperas primas quisieran disfrutar del control sobre los engranajes del relato de The Hole in the Ground, una odisea de suplantación de identidad que funciona a la par como metáfora del progenitor que debe cuidar a su vástago en soledad y de la posibilidad de que la metamorfosis anímica que traiga el tiempo genere el tan temido e inevitable distanciamiento para con el propio hijo…
Los gavilanes de la marimba Luego de la magnífica El Abrazo de la Serpiente (2015), uno de los mejores exponentes de cine etnográfico y una gran denuncia de la destrucción de la memoria y las culturas latinoamericanas a manos de la colonización y las mafias esclavistas vinculadas a la Fiebre del Caucho, el director colombiano Ciro Guerra entrega en Pájaros de Verano (2018) otro excelente estudio antropológico de costumbres e idearios prontos a desaparecer bajo la sombra del voraz intercambio comercial capitalista, en este caso de marihuana, centrándose especialmente en el período de la historia de su país conocido como la Bonanza Marimbera, etapa que abarca en esencia las décadas del 70 y 80 y determinadas zonas de la Colombia rural más inhóspita -sobre todo La Guajira- y que se caracterizó por el férreo control del narcotráfico por parte de clanes tribales y familias indígenas, quienes exportaban grandes cantidades de droga a Estados Unidos en una operación que desembocó primero en un enorme enriquecimiento para los capos, los campesinos que trabajaban en las plantaciones y las autoridades administrativas/ policiales que permitieron el asunto, y a posteriori en un colapso progresivo debido a las rivalidades internas, las venganzas en secuencia, el crecimiento de la cosecha en yanquilandia -toda California comenzó a producir- y la misma persecución de la que fueron objeto los principales jerarcas locales por parte del frente en conjunto que conformaron los gobiernos de Colombia y Estados Unidos durante los 80. Mezcla de melodrama bucólico, film noir de mafia, relato testimonial y epopeya mística sobre culturas precolombinas, el opus nos sitúa en las regiones más áridas de La Guajira en un período que va de 1968 a 1980, donde viven los clanes wayúus, una población nativa que en el cuasi desierto se dedica al pastoreo y en las zonas símil sabana al café. La historia empieza cuando Rapayet (José Acosta) pretende ganarse a Zaida (Natalia Reyes), una chica que acaba de cumplir su año de encierro y ahora es una mujer que puede casarse con cualquiera que reciba la aprobación de los mayores y entregue la dote requerida en chivos, reses y collares. El joven protagonista sobrevive haciendo changas y comerciando bebidas blancas, por lo que cuando se entera que unos norteamericanos están en los alrededores buscando marihuana bajo la fachada de hacer campaña anticomunista, decide venderles recurriendo al único proveedor de peso de la zona, su primo Aníbal (Juan Bautista Martínez), un veterano que se dedica a la producción de café y que nunca consideró a la marimba como un posible negocio. Luego de revender el producto y de hacerse de todo lo necesario para pagar la dote y casarse con Zaida, Rapayet y su socio/ amigo de confianza, Moisés (Jhon Narváez), entran en contacto con Bill (Dennis Klein), el yanqui a cargo del lucrativo mercado de exportación, en lo que será el puntapié inicial de la construcción de una estructura mafiosa que incluye a guardaespaldas, lujos, ostentaciones y muchas armas. El guión de María Camila Arias y Jacques Toulemonde Vidal, sobre una idea original de Cristina Gallego, esposa y productora de Guerra y aquí codirigiendo junto a su marido, respeta los parámetros de las fábulas de ascenso y caída enfatizando la corrupción que trae aparejada esa codicia occidental plutocrática que todos conocemos de sobra, tanto a nivel de los forasteros/ colombianos tradicionales o “alijunas” (Moisés se pone un tanto violento con los gringos cuando descubre que les están comprando a otros proveedores, por lo que mata a un par de ellos y así consigue que el clan de Rapayet lo presione para que expulse al díscolo del negocio, generando que Moisés asesine al hermano de Aníbal y desencadene una espiral de encono en el seno de la parentela, circunstancia que a su vez lo obliga a cargarse a su otrora amigo y provoca una sensación de culpabilidad en el líder, quien con el tiempo engendra dos hijos con Zaida) como a escala de los propios wayúus y sus paradojas (el Leonídas de Greider Meza es el símbolo perfecto de la degradación de todos los códigos de honor y prestigio social de los que solían hacer gala los indígenas, ya que este hermano de Zaida e hijo menor de la poderosa matriarca de la familia, esa tremenda Úrsula en la piel de Carmiña Martínez, representa el costado más aniñado, caprichoso, borrachín y violento de la cultura capitalista, especialmente cuando se obsesiona con conquistar -o violar cuanto antes- a la bella hija de Aníbal, despertando una verdadera e imparable guerra en el clan). A medida que aquellas reglas tácitas o explícitas de la comunidad wayúu comienzan a implosionar porque terminan fagocitadas por el maquiavelismo del mundo de los negocios y por un odio empardado al credo autoritario del dinero, la vehemencia, la codicia y las revanchas cíclicas, todo el entramado de relaciones vinculares entre los miembros de la estirpe y toda la ética solidaria que lo sostenía se caen a pedazos, haciendo que entre en crisis terminal la dialéctica de las compensaciones ante faltas de respeto, los engranajes de la comunicación intra comunal mediante emisarios llamados “palabreros” y finalmente los mismos rituales de apareo entre los enclaves masculino y femenino, esos que de responder a complejas interrelaciones y leyes familiares pasan a transformarse en otros típicos antojos de una voluntad individual inflada que la va de “libre” aunque en la praxis puede caer tanto en el amor como en un asalto sexual hecho y derecho. Como en El Abrazo de la Serpiente, Guerra introduce chispazos místicos mediante unas visiones recurrentes que tiene Rapayet protagonizadas por un ave exótica que se aparece en tiempos de imprevisibilidad, angustia o dolor, ahora dando a entender que el sacrificio de su cofrade Moisés, un alijuna al que estimaba mucho, por quebrar los preceptos sociales no tuvo demasiado sentido debido a que después ellos mismos -y sus semejantes- violaron de lo lindo la moral wayúu en pos de tratar de reparar los perjuicios acumulados y alcanzar una nueva paz cada día más utópica. Nuevamente la majestuosa fotografía de David Gallego y una paciencia narrativa todo terreno constituyen los bálsamos fundamentales de Guerra a la hora de despegarse de tantas películas similares del ámbito anglosajón, esas que casi nunca se preocuparon por cuestiones antropológicas y que hicieron -desde la década del 90- un uso desmedido de los clichés del baluarte mafioso, el cual asimismo se remonta al film noir de los 30, 40 y 50. A través de cinco “cantos”/ capítulos que remiten fuertemente a las tragedias de la mitología griega y/ o a la estructura de las óperas, Pájaros de Verano sistematiza los juegos de poder y humillación entre estos gavilanes que hacen de la depredación su forma de vida y que en suma simbolizan una doble transición, la de la ortodoxia cultural de antaño de los pueblos originarios hacia el pastiche bien farsesco de la posmodernidad y la del narcotráfico en Colombia -y en el mundo- desde la marihuana hacia la mucho más redituable cocaína, ya con la aparición de los cárteles -luego reconvertidos en nodos- justo cuando finaliza la etapa light de la Bonanza Marimbera. El film también examina las consecuencias de ese “progreso” mentiroso que reemplaza a la fraternidad y el respaldo mutuo que supieron caracterizar a los colectivos humanos del pasado por un individualismo abúlico tendiente a la concentración del poder y la sumisión de las mayorías, hoy para colmo homologado a la extinción del saber, idiosincrasia, perspectiva y sueños lúcidos de las culturas indígenas…
La ficción asesina El director y guionista noruego André Øvredal se hizo conocido en el ámbito internacional del cine de terror mediante dos películas muy logradas que lo posicionaron en el radar de muchos espectadores, Trollhunter (Trolljegeren, 2010), una parodia camuflada de los guardaparques/ servidores públicos y sin duda una de las mejores realizaciones del found footage a escala planetaria, y La Morgue (The Autopsy of Jane Doe, 2016), una epopeya claustrofóbica y minimalista en la tradición del mejor John Carpenter. Su segundo film en el mercado anglosajón es el trabajo por encargo Historias de Miedo para Contar en la Oscuridad (Scary Stories to Tell in the Dark, 2019), primera adaptación para la gran pantalla de la célebre colección de historias de espanto para niños de Alvin Schwartz, señor que supo concebir una trilogía de libros intitulados Scary Stories to Tell in the Dark (1981), More Scary Stories to Tell in the Dark (1984) y Scary Stories 3: More Tales to Chill Your Bones (1991), opus hoy considerados clásicos de su rubro por las generaciones siguientes. Aquí en esencia el europeo funciona como un testaferro de Guillermo del Toro, quien hace las veces de productor y de artífice de la idea original junto a Marcus Dunstan y Patrick Melton, un trío de hierro que opta por una trama englobadora en vez de entregar una típica antología de horror en sintonía con aquellas de Amicus Productions: el resultado es un film muy correcto que sin embargo no puede ir más allá de los clichés de base del formato de los slashers sobrenaturales de “grupo de adolescentes que por accidente desatan una maldición o despiertan un alma atormentada y bien furiosa”, detalle que en esta oportunidad está compensado por un desarrollo sin estupideces hollywoodenses (no hay chistecitos bobos, los personajes no son caricaturas, el cancherismo y el cinismo no dicen presentes, etc.) y un maravilloso diseño en lo que atañe a los monstruos en sí (muy cercanos a la imaginería gótica y voluptuosa del mexicano, un fan en serio del terror y no otro de esos empleados de los grandes estudios yanquis que no sienten amor por absolutamente nada de lo que hacen). Todo transcurre en 1968, en el pueblito de Mill Valley del Estado de Pensilvania, donde tres amigos adolescentes del secundario, Stella Nicholls (Zoe Margaret Colletti), Auggie Hilderbrandt (Gabriel Rush) y Chuck Steinberg (Austin Zajur), en la noche de Halloween deciden vengarse del abusador del colegio, Tommy Milner (Austin Abrams), lo que desde ya deriva en que tengan que escapar y hasta se encuentren con un misterioso extraño un poco mayor que ellos, Ramón Morales (Michael Garza), un muchacho que está de paso por el lugar. El grupo decide explorar la mansión derruida de la hoy desaparecida familia Bellows, algo así como los oligarcas fundadores de Mill Valley, y en una habitación oculta hallan un libro con cuentos de terror de la hija de la parentela, Sarah (Kathleen Pollard), a quien los locales adjudicaron la muerte de niños por envenenamiento. Stella, ella misma una escritora amateur, pronto descubre que historias de horror varias se escriben solas en las páginas como por arte de magia y que los protagonistas no son otros que sus allegados y amigos, quienes terminan esfumándose de la faz de la tierra a posteriori de ser acechados por espeluznantes criaturas que se remontan a sus temores más profundos y/ o obsesiones. El guión en sí fue escrito por Kevin Hageman y Dan Hageman y no brilla precisamente por su originalidad, no obstante trabaja con respeto el ideario de cada personaje y echa mano con inteligencia del viejo ardid de la comarca de los sustos centrado en transformar a cada muerte en una metáfora de una de las paradigmáticas características de los seres humanos, así tenemos decesos -o intentos de asesinato- que representan a la soberbia, el escepticismo, la vanidad, la histeria, la cobardía y la culpabilidad. Obviando incluir una buena tanda de gore porque al fin y al cabo este se supone que es un proyecto destinado al target infantil/ adolescente, Øvredal construye una buena interpretación en imágenes de lo que vendría a ser una odisea clasicista de espectros y monstruos acechantes pasada por el tamiz de Del Toro, lo que significa que estamos ante un humanismo que combina el realismo social con una iconografía tétrica símil Hammer Productions o los engendros de la Universal. Sin llegar a lo mejor del cine del mexicano o el noruego, la obra es un buen ejemplo de película disfrutable mainstream hecha con corazón, garra y cariño, ofreciendo personas reales como protagonistas en vez de estereotipos con patas que no generan ni un gramo de empatía…
Los pecados del padre Sin llegar a ser un genio del séptimo arte ni mucho menos, James Gray a lo largo de los años se ha trazado un camino como director y guionista que lo diferencia de gran parte de sus colegas de la actualidad porque mientras estos últimos buscan esa típica inmediatez pasatista del cine contemporáneo que no va más allá de una narración escueta basada casi en exclusiva en lo visual burdo y los golpes de efecto sustentados en clichés, el señor que nos ocupa en cambio opta por privilegiar la paciencia, la honestidad retórica y en especial el desarrollo de personajes, un combo que sin duda lo posiciona como uno de los pocos realizadores clasicistas trabajando en el mainstream norteamericano de nuestros días. Si bien todas sus propuestas cuentan con algún elemento atractivo y en esencia reúnen las características señaladas, los mejores trabajos de Gray a la fecha eran Los Dueños de la Noche (We Own the Night, 2007) y Z: La Ciudad Perdida (The Lost City of Z, 2016), un par de films que terminan siendo superados por su última obra, la certera Ad Astra (2019). La historia se sitúa en un futuro relativamente cercano en el que la Luna atraviesa un estado muy avanzado de colonización, es eje de diversas disputas internacionales por sus recursos mineros y los viajes por el cosmos son moneda corriente sobre todo a cargo del gobierno de Estados Unidos, el cual envió hace 30 años una expedición a Neptuno para recopilar datos sobre galaxias lejanas en busca de vida inteligente, un contingente que se cree perdido y que fue encabezado por Clifford McBride (Tommy Lee Jones), considerado un héroe por astronautas y científicos. Cuando de pronto se sucede una serie de descargas misteriosas que provienen del espacio y afectan a todos los dispositivos eléctricos generando varias catástrofes en la Tierra, el alto mando civil/ militar de turno le encarga al hijo de McBride, el también explorador astral Roy (Brad Pitt), quien arrastra el trauma de no contar con su padre y la separación de su esposa Eve (Liv Tyler), que viaje a Marte -con una escala en la Luna- para enviar un mensaje a su progenitor en Neptuno porque creen que sigue con vida. Como ocurre siempre en la carrera de Gray, aquí tenemos un género clásico principal -en esta oportunidad la ciencia ficción- sobre el cual giran distintos dispositivos de comarcas más o menos aledañas como el drama familiar, los relatos románticos, las aventuras, el policial y hasta los westerns, generando un trabajo de entonación apesadumbrada aunque siempre con esa variedad de colores y situaciones que habilita la sabia decisión de no atarse de manera fundamentalista a tal rubro cinematográfico hollywoodense. Los dos pilares cruciales de la película son la actuación de Pitt y el enfoque despojado/ anti pomposidad vacua en lo que respecta a los transbordadores y las estaciones espaciales: la madurez como actor del eterno carilindo ya viene desde hace mucho tiempo y pone en primer plano la falta en el mainstream actual de más proyectos que sepan explotar la vena seria del intérprete y de tantos otros similares que deben crear sus propios vehículos en pantalla porque hoy sólo parece primar la lógica de las franquicias (Pitt asimismo es productor del convite), y en materia del diseño de producción también es de destacar la idea de obviar toda estupidez quemada/ trasnochada/ infantil a lo Star Wars con vistas a echar mano de los mismos artilugios de siempre -los reales- que pudimos ver allá lejos y hace tiempo en 2001: Odisea del Espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), hoy recuperados para garantizar la sinceridad formal del relato y jamás engolosinarse con esa artillería tecnológica que suele comerse a los films al punto de anular a los protagonistas y dejarlos como una excusa para los CGIs. En cierta medida retomando el humanismo idealista de Interestelar (Interstellar, 2014) pero dejando de lado las disquisiciones sobre los diferentes planos de existencia, Ad Astra logra hacer verosímil las cuentas pendientes psicológicas de Roy, un hombre que suele consagrarse al egoísmo, la soledad y el desapego emocional en función de la herida abierta que le dejó la ausencia de su padre, un modelo a seguir que lo inspiró a perfilar hacia las estrellas y convertirse él mismo en ejemplo de una ética laboral férrea tendiente a centrarse en la misión en cuestión y relegar a un segundo plano su vida privada. Ahora bien, más allá del carácter tortuoso y sensato de los soliloquios en off de Pitt y la dinámica familiar que los inspira, el opus también se ocupa de dar forma a una visión muy crítica del ser humano en general, demostrando que lo único que hace es parasitar sus entornos -en este caso la Tierra y los astros- hasta destruirlos vía guerras comerciales y una ceguera caníbal, y de los Estados y conglomerados capitalistas, esos que transformaron a la Luna en un shopping para turistas y en una zona liberada símil Medio Oriente para combatir sin restricciones por las riquezas; a lo que se suma una eterna vigilancia de todo tipo -especialmente de índole mental- basada en la presencia de personeros del poder cual guardias/ buchones y la misma imposición sobre los pilotos/ astronautas de confesarse -como un consultorio psicológico- frente a analizadores virtuales que decretan si el susodicho está apto para continuar con su trabajo o si debe ser monitoreado más de cerca porque muestra un atisbo de desobediencia. Por momentos pareciera que Gray está construyendo su propia Jinetes del Espacio (Space Cowboys, 2000), con una historia de reencuentro en lo más alto del firmamento y un elenco que vuelve a incluir al querido Jones más los infatigables Donald Sutherland y Loren Dean en papeles secundarios, no obstante aquel laconismo sentimental con toques de comedia de Clint Eastwood a decir verdad no se parece demasiado al existencialismo antipatriotero y taciturno de Gray, llegando incluso al nivel de enfatizar los armazones de mentiras que suele edificar el gobierno yanqui para mantener la apariencia de éxito y la paradigmática manipulación masiva ya no sólo para aplacar los ánimos del pueblo sino de los mismos esbirros que el Estado tiene bajo su servicio. La fábula ultra utilizada en el pasado del “apocalipsis inminente” aquí por fin está direccionada hacia el desarrollo dramático y hasta calza de manera perfecta con los problemillas del personaje de Pitt para empatizar con todos aquellos que lo rodean, casi siempre incapaz de demoler el muro que lo separa de sus semejantes. Tópicos como la reconciliación, la abulia autodestructiva, el dolor irresuelto, el hambre inagotable de conocimiento, los arcanos del cosmos, la codicia de los hombres y esa locura que se asoma continuamente detrás de las fachadas más calmas y/ o pulcras van estableciendo los mojones de un film que se mueve de lo particular a lo general y viceversa para pensar el rol de los padres en la estructuración de los hijos y cuánto daño pueden hacer si prefieren no responsabilizarse y favorecer otras dimensiones de su vida en detrimento de sus vástagos, algo hoy simbolizado en la fórmula del hijo pagando los pecados del padre sin poder esquivar la marca emocional indeleble de turno cual estigma que deja un vacío imposible de ser llenado, derivando en una frialdad que muchos confunden con eficacia…