Un fascista incriminado Resulta gracioso pensar que el Hollywood contemporáneo nos ha privado de aquellos simpáticos mamotretos fascistas de otras épocas, películas políticamente chauvinistas e hiper conservadoras pero casi siempre entretenidas, con un sustrato payasesco autoasumido en cuando al desarrollo de personajes y proclives a un nivel de sadismo exquisito que en gran parte compensaba los desvaríos ideológicos de derecha más o menos tácitos. Esas tres características hoy por hoy brillan por su ausencia en un panorama mainstream que ha aplanado los exponentes del rubro con vistas a sacar productos anodinos, serios, demasiado extensos y repletos de estereotipos que ya no se sostienen por la falta de talento del equipo de turno -casi siempre asalariados sin ningún margen de autonomía creativa- y por la desaparición de los héroes inflados de antaño, para quienes no existen reemplazos dignos. Basta con contemplar a Gerard Butler y los opus que conforman la saga que nos ocupa, Ataque a la Casa Blanca (Olympus Has Fallen, 2013), Londres bajo Fuego (London Has Fallen, 2016) y Presidente bajo Fuego (Angel Has Fallen, 2019), para tener una idea de la mediocridad absoluta del cine industrial yanqui de nuestros días en lo que atañe a la acción y los thrillers paranoicos: el escocés, un actor medio de madera que viene necesitando un film que le permita esquivar sus tics, compone a Mike Banning, ese agente caricaturesco del Servicio Secreto que nunca se define entre el Jack Ryan de Harrison Ford y el Jason Bourne de Matt Damon, por supuesto sin olvidarnos de cierto aire al Rambo de Sylvester Stallone (cada uno de los tres componentes citados tuvieron su propia identidad, en cambio Banning es un engendro tan remanido que no consigue despertar ni un ápice de empatía). Aquí la cosa ya está casi por completo tirada a la “región Sly” con el protagonista sufriendo de problemas psicológicos y físicos por su servicio y para colmo teniendo que huir cuando lo incriminan luego de un intento de asesinato con drones contra el presidente, Allan Trumbull (Morgan Freeman), quien termina en coma cortesía del villano, Wade Jennings (Danny Huston), otrora amigo de Banning y ahora CEO de una compañía paramilitar que pareciera anhelar una guerra total con Rusia. La película no sólo aburre a lo largo de sus innecesarias dos horas de duración sino que incluso no consigue entregar buenas secuencias de acción debido a que los CGIs más horrendos y las cámaras movedizas más insufribles lo cubren prácticamente todo, amén del gigantesco pecado del film de tomarse en serio a sí mismo como si a alguien le importase algo estos clichés con patas denominados personajes. A decir verdad lo único bueno de la faena es la intervención -ya pasada la mitad del metraje- de Nick Nolte como Clay Banning, el padre veterano de la Guerra de Vietnam de Mike y en esencia otra figura conflictuada que abandonó a su hijo para vivir en el bosque más inhóspito. Presidente bajo Fuego coquetea con el nihilismo militante de la saga de Jason Bourne pero se conforma con la moraleja facilista de siempre, eso de que hablamos de unas “manzanas podridas” que inculparon al adalid fascistoide del imperio y que una vez extraídas del cajón todo vuelve a la normalidad: dicho planteo se podría pasar por alto -o generaría una obra retrógrada potable- si por lo menos la experiencia cinematográfica más burda, la de la ampulosidad de las secuencias de acción, fuese interesante, sin embargo el trabajo es tan repetitivo y previsible que destruye cualquier atisbo de verdadero disfrute…
La estafa de Liverpool Sinceramente se extrañan mucho las películas que en otras épocas solían ponderar la vieja y querida premisa “¿qué tal si…?”, no la vertiente más o menos estereotipada que responde a los géneros clásicos sino más bien la versión verdaderamente delirante e incontrolable, casi siempre coqueteando con la fantasía estrambótica y el humor negro a lo bestia: así las cosas, la presente Yesterday (2019) nos devuelve temporalmente aquella algarabía chiflada de antaño con el objetivo manifiesto de regalarnos un esquema narrativo basado en un misterioso apagón global cuyo único efecto visible parece ser el “olvido” masivo -o más bien, la desaparición lisa y llana- de determinados ítems/ productos del quehacer humano, específicamente la Coca Cola, los cigarrillos, Harry Potter… y The Beatles, lo único que verdaderamente merece ser añorado/ celebrado considerando las tres nimiedades anteriores. El protagonista es un muchacho hindú/ inglés, Jack Malik (Himesh Patel), que justo cuando se produce el apagón es atropellado por un autobús, no se ve afectado por la amnesia en cuestión y -siendo él mismo un músico- decide aprovechar la situación para hacer pasar todos los grandes clásicos de los cuatro de Liverpool como propios. La trama es realmente muy sencilla y apenas si juega a dos puntas por un lado con la frustración profesional del hombre, sin jamás lograr reconocimiento por sus propias composiciones y debiendo contentarse con el hecho de hacerse famoso gracias a temas prestados, y por otro lado con sus acercamientos románticos hacia Ellie Appleton (Lily James), una amiga de toda la vida y manager del señor que no le puede seguir el ritmo a su éxito, el cual pasa a ser controlado por la arpía Debra Hammer (Kate McKinnon), típica agente hiper chupasangre de artistas. Así como la arquitectura dramática macro es francamente traslúcida y no esconde ninguna sorpresa en el horizonte, lo mejor del convite son las excelentes actuaciones de los tres actores principales y de un elenco que acompaña con gran eficacia, sumado a la siempre prodigiosa labor de Danny Boyle, el realizador británico de las recordadas Tumba al Ras de la Tierra (Shallow Grave, 1994), Trainspotting (1996), Exterminio (28 Days Later, 2002), Sunshine (2007), Slumdog Millionaire (2008), 127 Horas (127 Hours, 2010), En Trance (Trance, 2013) y T2 Trainspotting (2017); principal responsable de la introducción de la estética de los videoclips y la publicidad en el cine de la década del 90 (referencias a la cultura pop, instantes de corte onírico, edición entrecortada, sobreimpresiones sobre las imágenes, paleta de colores furiosos, preponderancia del cinismo, etc.). La literalidad de la propuesta en general, esa que a veces resulta adorable y en ocasiones un tanto frustrante porque impide un desarrollo más profundo de la idea central, se debe a las pocas luces del guionista Richard Curtis, un veterano de la comedia romántica con casi nula experiencia en otros géneros y en esencia conocido por diversos mamotretos insoportables como Cuatro Bodas y un Funeral (Four Weddings and a Funeral, 1994), Un Lugar Llamado Notting Hill (Notting Hill, 1999) y la franquicia de El Diario de Bridget Jones (Bridget Jones's Diary). Yesterday consigue burlarse del desinterés y la abulia cultural del grueso de los mortales con sutil inteligencia, acusando a los padres de Malik de ser unos palurdos, a Hammer de un representante caníbal de la industria del espectáculo, a los directivos, productores y subalternos de la compañía discográfica de carecer de visión artística y sólo preocuparse por el marketing, y finalmente al público en general de “inflar” desmesuradamente a los músicos al punto de desdibujar su condición de seres humanos como cualquier otro, muchas veces llevándolos al punto del colapso psicológico por la presión y las expectativas acumuladas de manera demencial. La decisión de fondo de incluir al mediocre de Ed Sheeran -interpretándose a sí mismo- como una suerte de mecenas primigenio de Jack no fue de lo más afortunada, porque no hace falta comparar a Sheeran con The Beatles para decir que es un producto inofensivo y paupérrimo de nuestros días (se lo podría contrastar con muchos otros artistas de menor categoría que los Fab Four). Desde ya que más allá de todos sus pros y sus contras, el film mantiene su encanto a lo largo del metraje de la mano de la presencia de las canciones de la legendaria banda británica, eje de los acontecimientos y de las mejores escenas cómicas. Sin ser una maravilla, el opus de Boyle es un trabajo digno con algunos buenos momentos, como la charla con John Lennon (Robert Carlyle).
El miedo como construcción social It: Capítulo Dos (It: Chapter Two, 2019) sigue los pasos de la primera parte del 2017 porque nuevamente apuesta a un terror mainstream exagerado aunque muy bien focalizado a nivel narrativo y capaz de edificar un excelente desarrollo de personajes. Hablamos de uno de los poquísimos exponentes del horror industrial contemporáneo que ha sido pensado para espectadores adultos, tan preocupados por la atmósfera opresiva y el apuntalamiento del suspenso como por la cohesión de la historia, una que en esta oportunidad retoma los elementos fundamentales del mítico libro homónimo de 1986 del querido Stephen King, asimismo una fábula agridulce y bastante sádica sobre las paradojas del proceso de crecer en un pueblo chico que se inspiraba en diversas novelas de otra gloria de la literatura popular yanqui, Ray Bradbury, sin duda oscureciendo significativamente aquellas odiseas rurales de este último en pos de incorporar la obsesión de King con el andamiaje tenebroso que esconde la mundanidad y su potencial destructor a escala de los vínculos de los sujetos. Todos los que conozcan la novela original y/ o la primera adaptación para televisión de 1990 ya sabrán de sobra de qué va esta segunda mitad del relato, ahora con los siete niños que conforman el Club de los Perdedores transformados en adultos, todos encabezados por Bill (Jaeden Martell de purrete, James McAvoy de grande), Beverly (las hermosas Sophia Lillis y Jessica Chastain) y Mike (Chosen Jacobs y Isaiah Mustafa). De hecho, es este último quien convoca al resto cuando comienzan de nuevo las desapariciones en Derry, a posteriori de los 27 años reglamentarios que deben transcurrir para que It/ Eso (otro gran trabajo de Bill Skarsgård) vuelva a la vida y pretenda nuevamente alimentarse del miedo de los chicos durante una temporada de caza que suele ser de un año. La trama está sostenida en las diferencias de carácter entre los personajes de esta odisea coral y en el acecho de cadencia surrealista al que los somete el payaso Pennywise, la principal encarnación de It al momento de tratar de enloquecer a los protagonistas para saciar su apetito y así vengarse. Aquella algarabía preadolescente que luchaba contra adultos grotescos ahora se transforma en trauma y dolor negado/ semi olvidado en manos de flamantes adultos grotescos, lo que indica que el ciclo de la represión anímica y la memoria afectiva trágica llega a su cúspide y si no se enfrentan los problemas, todo derivará en la muerte de los involucrados. Este regreso de lo irresuelto bajo el ropaje de un ultimátum/ dilema -el lidiar con los fantasmas personales o el óbito- está simbolizado en el mismo clown, no sólo la representación retórica de la eterna maldad humana sino también una metáfora acerca del enorme peso que poseen la infancia y la adolescencia en la estructuración psíquica de los humanos y todos los animales; amén de los peligros en sí de una cotidianeidad que puede ser mil veces más terrorífica que cualquier cosa que podamos imaginar, sobre todo la pérdida del ser querido, la costumbre del maltrato hogareño o la mediocridad de la claustrofobia comunitaria en los enclaves que no permiten ningún tipo de crecimiento profesional por fuera de lo ya visto. Por supuesto que desde el montaje, la música y la efervescencia de los CGIs se pretende subrayar a los jump scares bien a lo bestia y de manera permanente, no obstante por suerte esos instantes de máxima tensión siempre resultan funcionales a la progresión de la escena de turno y no adquieren la forma de ingredientes gratuitos autocontenidos, de esos a los que recurre el grueso del mainstream cual manotazos de ahogado para elevar el nerviosismo cuando el entramado narrativo en cuestión es de lo más endeble o rutinario o deslucido. El muy talentoso realizador y guionista argentino Andy Muschietti, también responsable del opus previo y de Mamá (2013), logra un desempeño parejo de todo el elenco -tanto de los actores infantiles como de los mayores- y sabe condimentar a la faena en su conjunto con correctos chispazos de humor negro y hasta atractivos detalles extra cinematográficos como la presencia de Xavier Dolan, el maravilloso Peter Bogdanovich y el mismo Stephen King, ahora ofreciendo uno de los cameos más hilarantes de todo su largo derrotero en pantalla. Dejando de lado la ingenuidad de muchísimas coming of age del aparato hollywoodense actual, la película apuesta a analizar al miedo como una construcción social más que como una simple sensación que está ahí “porque sí” cual atavismo biológico inconsciente, sin duda pensándolo más como una imposición externa que se condice por un lado con las frustraciones y penurias del entorno inmediato (la familia, el barrio, el colegio, el trabajo, etc.) y por el otro con agentes corruptores que detentan un mayor poder que los individuos (otra faceta de It es la de representar a la industria del miedo que tantos “clientes” tiene hoy en día, esos palurdos que compran el discurso de la culpa, los chivos expiatorios y las mentiras paranoicas que utilizan los sectores hegemónicos de todo el globo para garantizar la sumisión de la población). En simultáneo pomposo y eficaz en su cariño y respeto para con la dimensión humana del asunto, el film además constituye un retrato impiadoso y muy certero de la masculinidad sin obviar su angustia, miserias y crueldades bien escapistas…
Sexualidad en el espacio A uno le encantaría decir que la nueva película de Claire Denis es una digna sucesora del mejor período de su carrera, aquel inicial de la década del 90 que finiquitó con su obra maestra Bella Tarea (Beau Travail, 1999), no obstante volvemos a estar frente a un trabajo de lo más frustrante -como todo lo que hizo a posteriori, con alguna que otra excepción- que articula un puñado de ideas interesantes y eventualmente termina perdiéndose en disquisiciones más visuales que narrativas o conceptuales, lo que genera un tanque arty de cadencia festivalera que combina elementos varios de 2001: Odisea del Espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), Solaris (Solyaris, 1972), Alien: El Octavo Pasajero (Alien, 1979), Sunshine: Alerta Solar (Sunshine, 2007) y En la Luna (Moon, 2009). El problema principal de fondo vuelve a ser el mismo de siempre de la francesa, uno doble, esa incapacidad para explicitar cuál sería el horizonte retórico del film y su tendencia al preciosismo algo vacuo. Utilizando una arquitectura dramática de ciencia ficción sutil tendiente al aislamiento y la locura, aquí la directora y guionista se propone contrarrestar las clásicas ridiculeces del rubro en su vertiente hollywoodense para construir una historia orientada a los adultos pensantes, sin embargo otra vez más pretende abarcar tanto a nivel temático que a fin de cuentas casi todo queda flotando en el aire de la imprecisión y de cierto nihilismo en piloto automático, curiosamente casi tan maquinal como el idealismo sonso de los yanquis: tópicos como los traumas, las prisiones, el delirio, la represión, los engaños masivos, la vida criminal, las condenas, la sexualidad más impulsiva, las fantasías, la incomunicación, las fuentes de energía, las obsesiones, la paternidad, la violencia, la angustia y hasta la muerte desfilan a lo largo del relato mediante esa estructura entre etérea y entrecortada que tanto le gusta a la realizadora, siempre proclive a las puestas en escena bien minimalistas. La trama se centra en una nave espacial donde un grupo de nueve criminales con cadena perpetua o sentencia de muerte comparten responsabilidades en lo que atañe a una misión semi suicida en busca de tratar de capturar la energía de rotación de un agujero negro, tremendo engaño estatal porque ninguno de ellos podrá regresar a la Tierra y el soporte vital de a bordo se renueva a diario a condición de que envíen religiosamente los informes de turno. El eje es Monte (Robert Pattinson), un hombre joven que pasó casi toda su vida encerrado en la cárcel por haber matado de niño a una amiga que aparentemente asesinó a su perro. Todos los reclusos en el espacio tienen prohibido el contacto sexual y se la pasan utilizando una máquina de masturbación símil aquella de El Dormilón (Sleeper, 1973), mientras son manipulados mediante drogas por la Doctora Dibs (Juliette Binoche), una mujer que mató a sus hijos y a su esposo y ahora está obsesionada con crear un niño vía inseminación artificial. Así las cosas, el relato nos presenta el descenso hacia la demencia de los personajes, periplo que incluye insultos entrecruzados constantes, arrebatos de histeria, decesos por enfermedades, golpes, violaciones, infantes fallecidos, asesinatos, venganzas, suicidios y hasta el nacimiento de una muchachita en la nave, Willow (Scarlett Lindsey de bebé, Jessie Ross de adolescente), cuando Dibs viola a un Monte hiper drogado y luego le inserta el semen en la vagina a Boyse (Mia Goth), otra fémina de la tripulación que termina con su estado mental un tanto colapsado producto del encierro y la batería química de la médica. La realización juega con la idea de que la perversión es intrínseca a hombres y mujeres y que la soledad no es más que el detonante de conductas exacerbadas. El desempeño del elenco es en verdad muy bueno y constituye el punto más alto de un film a cargo de la versión más volcada al autosabotaje de Denis, quien se entretiene en demasía con los momentos contemplativos, los soliloquios susurrados, el silencio y la serie de flashbacks y flashforwards que complican algo que en esencia es bastante sencillo; más tratándose de una propuesta que recupera dos de los grandes fetiches de las cineastas de ayer, hoy y siempre, léase la transformación corporal (todo el sustrato de la reproducción experimental en el cosmos es una excusa para desplegar cicatrices símil cesárea, sangre de menstruación, leche de madre lactante y algo de semen, amén de los embarazos en sí) y las fantasías masculinas de sometimiento (como casi siempre en el cine de directoras que se identifican con los hombres, el fantasma de la violación es doble e incluye a mujeres y varones y no se priva de una buena tanda de porrazos para sazonar el asunto). Todos los elementos previos son positivos y se agradece la vocación de la parisina de ir al choque con la doctrina del shock, sin embargo el tono narrativo lánguido y apesadumbrado se muerde la cola en varias ocasiones porque en esencia no lleva a ningún lado y hasta la retahíla de tragedias parece algo improvisada, además de que trabaja sobre personajes que nunca terminamos de conocer y por ello nos resultan indiferentes al punto de que se licúa el pesimismo fatalista de base. High Life (2018) posee algunas buenas escenas como la de la masturbación de Dibs, el intento de violación sobre Boyse y el bello abuso de la médica sobre Monte, pero todo se hunde en un lirismo anodino y esquizofrénico que podría haber constituido un estudio valioso sobre la tendencia del ser humano hacia la autodestrucción…
Pareja musical dispareja En algunas ocasiones Hollywood, sin proponérselo de manera explícita y desde distintas orillas industriales, ofrece trabajos casi simultáneos sobre una misma temática, en esta oportunidad volcando todos sus esfuerzos hacia el retrato de vocalistas femeninas semi trágicas que deben lidiar con una fama de un notorio doble filo: así como Vox Lux (2018), de Brady Corbet y con Natalie Portman, jugaba con la comarca arty freak y Her Smell (2018), de Alex Ross Perry y con Elisabeth Moss, se tiraba de cabeza a la pileta del indie hiper autodestructivo, ahora Alcanzando tu Sueño (Teen Spirit, 2018), protagonizada por Elle Fanning y dirigida por Max Minghella, un talentoso actor reconvertido en director y sobre todo conocido por su rol de Nick Blaine en The Handmaid's Tale, apuesta a una especie de versión lánguida de los musicales mainstream tradicionales de rápido ascenso a la condición de celebridad y sus consecuencias, léase enfrentarse al ego y los chupasangres. La trama gira alrededor de Violet Valenski (Fanning), una chica de 17 años que forma parte de una familia de inmigrantes polacos viviendo en la Isla de Wight, en el Reino Unido, una joven que asiste al colegio secundario, se hace cargo junto a su madre Marla (Agnieszka Grochowska) de la colorida granja familiar y trabaja de camarera -también a la par de su progenitora- en un local nocturno. No obstante el verdadero anhelo de la muchacha es cantar y lo hace regularmente ante un mínimo público en un tugurio del pueblito en el que vive, donde conoce a un tal Vladimir Brajkovic (el genial Zlatko Buric, actor fetiche de la primera etapa de la carrera de Nicolas Winding Refn), otrora un famoso cantante de ópera en su Croacia natal y hoy un alcohólico y menesteroso que se ofrece a ocupar el rol de manager y a ayudarla en lo que atañe a su preparación y sus ensayos para participar en un concurso televisivo de canto símil reality show, ese Teen Spirit del título original en inglés. El guión del propio Minghella recurre a todos los lugares comunes del formato, en especial a este esquema de “pareja musical dispareja” que componen Violet y Vladimir, sin embargo logra salir a flote con inusitada eficacia porque siempre mantiene los pies sobre la tierra y no se abstrae hasta perderse -como tantas propuestas semejantes- en el circo del mundo del espectáculo y su paradigmática banalidad, coqueteando permanentemente con la ruptura del dúo central debido a los idiosincrasias álgidas en cuestión: ella es muy parca, al igual que su madre, en función de la amargura compartida de las dos mujeres motivada por la partida repentina del padre -para nunca más regresar- luego de una infidelidad de Marla, y él también arrastra una generosa depresión debido a su distanciamiento con respecto a su hija, que asimismo se dedica a la música y vive en París. El relato en esencia nos brinda una interpretación bien resumida y súper mundana de los latiguillos que supo patentar la recordada Nace una Estrella (A Star Is Born, 1937), aunque adaptados a los tiempos que corren y el desinterés absoluto del mainstream musical actual por buscar nuevos talentos, por lo que estos concursos televisivos salvajes e hipócritas se transforman en un semillero en el que uno de cientos es elegido para ser explotado a gusto por los productores de turno. Minghella trata al certamen/ programa de TV en sí como una excusa narrativa para el comienzo del ascenso de Valenski y hasta denuncia ese sustrato parasitario a través de la figura de Jules (la siempre maravillosa Rebecca Hall), representante en la trama de los productores de Teen Spirit y artífice del ofrecimiento de un contrato discográfico leonino en el que la chica tendría que renunciar a todo y ponerse al servicio de lo que los payasos de marketing dispongan para transformarla cuanto antes en otro producto sin alma del mainstream. Un indudable punto en contra de la faena en su conjunto es el repertorio, característica que comparte con las nombradas Vox Lux y Her Smell y rasgo lamentable de buena parte de los musicales de hoy en día (no todas las canciones son mediocres y/ o olvidables, pero el promedio cualitativo es bastante bajo porque se enmarca en ese pop prefabricado -en eterna pose chillona y tontuela- que domina el campo cultural infantil/ adolescente/ adultos idiotas que jamás crecieron). La realización cuenta con la duración justa, no se entretiene con escenas melodramáticas gratuitas, llama a las cosas por su nombre y sobre todo nos regala una excelente dinámica actoral entre Fanning y Buric, dos intérpretes que hacen de la química apesadumbrada su principal herramienta en pantalla…
Fascinación de juventud Al cine contemporáneo internacional le encanta recurrir a fórmulas que supieron funcionar en otras épocas más ingenuas y mucho menos cínicas que la actual y que hoy resultan completamente vetustas, sobre todo cuando se las trabaja desde una literalidad y falta de ideas preocupante que impide aunque sea un mínimo aggiornamiento que las rescate de ser consideradas “cosillas” facilistas sacadas del baúl del recuerdo, ese que es mejor dejar cerrado si se carece de la disposición -y el talento, por supuesto- para dotarlas de nueva vida o maquillarlas lo suficiente para que todo el asunto no se sienta de por sí una pequeña y olvidable estafa. En el fondo esto es precisamente lo que ocurre con La Música de mi Vida (Blinded by the Light, 2019), una película relativamente bienintencionada que termina siendo un producto bastante fallido y trasnochado que jamás sobrepasa el terreno del cliché. Como si se tratase de una versión de Yesterday (2019), un film también volcado a analizar a un artista popular desde una historia de un individuo concreto, este opus escrito y dirigido por Gurinder Chadha nos presenta el devenir de Javed (Viveik Kalra), un adolescente inglés de linaje pakistaní que crece en la ciudad de Luton en 1987 y que se siente aprisionado entre el fundamentalismo musulmán de su padre Malik (Kulvinder Ghir) y un barrio lleno de racistas y xenófobos que desean expulsar a los extranjeros del lugar. Todo cambia cuando un compañero de colegio, Roops (Aaron Phagura), le pasa un par de cassettes de Bruce Springsteen, Darkness on the Edge of Town (1978) y Born in the U.S.A. (1984), los cuales no sólo le permiten descubrir la carrera del músico norteamericano sino que además resultan decisivos a la hora de apuntalar su identidad familiar y laboral de allí en adelante. Dispuesto a enfrentarse a su padre e impulsar su carrera como escritor ingresando al mundo del periodismo, el protagonista atraviesa el típico derrotero de los relatos de iniciación mezclado con la coyuntura de los marginados sociales y de esas películas de nuestros días centradas en exprimir una trayectoria musical -hiper conocida- a nivel de la banda sonora. La faena está inspirada en la vida de Sarfraz Manzoor y su amor por Springsteen, y más allá de lo que cada uno opine del músico de New Jersey, si es de hecho un gran trovador del folk rockero yanqui o una especie de Bob Dylan de segunda mano y seudo proletario para la generación del marketing visual masivo, lo cierto es que la película está muy saturada de estereotipos y se hace larguísima en sus dos horas de bombardeo con latiguillos del rubro: tenemos la noviecita blanca, el sentirse un adolescente incomprendido, el considerar a todos unos tontos mediocres y el rebelarse contra la figura de autoridad más próxima, ese Malik demasiado caricaturesco que condena su obsesión con Springsteen por considerarlo otra influencia occidental más que hace que el muchacho se olvide de sus orígenes pakistaníes. La realizadora falla en cuanto a su intención de edificar una fábula de superación personal por parte de un joven inmigrante debido a que abusa del subrayado grueso en determinadas escenas que encima extiende sin mayor necesidad dramática, sin embargo -por otro lado- sí consigue redondear un retrato entrañable de lo que significa estar fascinado/ obnubilado a corta edad con un artista en particular, el cual adquiere la forma de un filtro a través del cual se lee toda la experiencia cotidiana y se busca salidas en relación a lo que se siente un atolladero francamente insoportable. A diferencia de Yesterday, en la que Danny Boyle compensaba la falta de originalidad con la eficacia de su arsenal narrativo marca registrada, aquí Chadha se empantana en el entramado social del convite y sale a flote en lo que atañe al elemento más atemporal de la película, ese cariño ingenuo y ortodoxo por el músico de turno. El desempeño de Kalra es bueno pero su personaje está armado desde demasiados instantes de autovictimización patética y por momentos se percibe un tanto llorón, incluso teniendo enfrente al espantoso thatcherismo y un progenitor inflexible a más no poder…
La lacra católica de siempre Por Gracia de Dios (Grâce à Dieu, 2018), la nueva realización de François Ozon, es una obra muy interesante que responde al estilo aguerrido e inconformista que marcó la carrera del parisino, no sólo uno de los directores y guionistas más prolíficos de Europa sino también uno de los más talentosos y de los pocos que quedan trabajando en la actualidad que pueden presumir de una verdadera variedad -y eficacia retórica- en lo referido al volumen de sus trabajos encarados desde sus primeros pasos en el séptimo arte, allá lejos en las décadas del 80 y 90. El señor echa mano de su proverbial destreza en el campo de los thrillers para inyectarle dinamismo y furia a un relato testimonial que cubre un caso real muy reciente de múltiples abusos sexuales y violaciones en el seno de la simpática Iglesia Católica, a esta altura del partido más que un culto trasnochado una secta de pedófilos que trabajan para garantizar esa enorme y eterna red de silencio que todos conocemos de sobra. La trama en esencia nos ofrece tres testimonios correspondientes a la alta burguesía, la clase media y los estratos populares, un trío de víctimas que funcionan como ejemplos de decenas y decenas de otrora niños y hoy hombres que fueron mancillados por el Padre Bernard Preynat (Yves-Marie Bastien en la juventud, Bernard Verley en la adultez), un sacerdote de la Diócesis de Lyon que estuvo a cargo de diversos campamentos infantiles símil boy scouts a lo largo de muchos años de abulia a pesar de que se sabía puertas adentro de la institución eclesiástica de sus acciones, sobre todo debido a que el propio victimario reconocía sus crímenes abiertamente y no los negaba para nada: primero tenemos al ricachón y fanático católico Alexandre Guérin (Melvil Poupaud), luego viene el pequeño burgués ateo François Debord (Denis Ménochet) y al final llega Emmanuel Thomassin (Swann Arlaud), sin duda la pata más menesterosa y apesadumbrada del grupo en cuestión. Guérin es el ingenuo que en un primer momento pretende que la iglesia penalice a Preynat echándolo, pero como el asunto no prospera por la obsesión con mantener en su cargo al responsable de los abusos el hombre termina presentando una denuncia judicial, Debord por su parte es interrogado por la policía y de a poco construye de la nada -junto a otro colega en el dolor, el médico Gilles Perret (Éric Caravaca)- una asociación y sitio web, La Palabra Liberada, que recopila testimonios de otros varones que sufrieron el acoso del clérigo durante los 80 y 90, y Thomassin se suma a posteriori cuando lee una noticia en un periódico vinculada al lanzamiento de la asociación y el trabajo de archivo que estaban llevando a cabo en materia de militar para que no queden impunes los hechos que afectaron la vida de tantos hombres y de maneras muy distintas. Ozon evita los típicos estereotipos, sobreexplicaciones y/ o introducciones larguísimas del mainstream yanqui cuando se propone encarar faenas semejantes y va directo a los bifes tejiendo el entramado solidario y en pos de justicia de los protagonistas, lo que además implica que la misión del colectivo de víctimas también abarca el denunciar el mutismo de las jerarquías católicas empezando por el Cardenal Philippe Barbarin (Bernard Verley), máxima autoridad religiosa en Lyon, y su asistente personal Régine Maire (Martine Erhel), y terminando con el Papa en el Vaticano. El cineasta no se priva tampoco de incluir en el análisis a la más que visible complacencia silente de las familias de las víctimas -padres y hermanos, sobre todo- en franca oposición a lo que ocurre con los clanes que los afectados han sabido edificar por cuenta propia, con esposa e hijos donde prima la comunicación en vez del histeriqueo culposo, cómplice o pusilánime de los mayores, tanto hombres como mujeres. Otro elemento muy atractivo del film es que decide acompañar al trío hasta el final en serio, porque justo en este caso la condena contra el avejentado pedófilo estaba cantada desde el minuto uno y lo que sí generaba dudas era el futuro de la organización, La Palabra Liberada, en esta oportunidad tomada como caso testigo de muchas ONGs cuya existencia se tambalea cuando se alcanza el objetivo a corto plazo y determinados miembros abandonan el barco por una falta de perspectiva -o por cansancio o conveniencia hogareña- que les impide ver la necesidad de seguir militando por causas asociadas; aquí indefectiblemente la suba del límite legal para la proscripción de los acontecimientos, de los actuales 20 años a por lo menos 30, lo que desde ya permitiría que se juzguen a los responsables por un mayor número de episodios individuales. La propuesta de Ozon es un trabajo valiente y directo que se carga a la lacra católica de siempre y su execrable tendencia a proteger a los perversos intra institución…
Confianza, divino tesoro Películas acerca de Theodore “Ted” Robert Cowell Bundy, uno de los asesinos en serie más brutales, prolíficos y famosos de Estados Unidos, hubo varias en el pasado, basta con recordar a The Deliberate Stranger (1986), Ted Bundy (2002), The Stranger Beside Me (2003) y The Riverman (2004), todas desparejas y relativamente interesantes por diversos motivos. El nuevo agregado a la lista, Extremely Wicked, Shockingly Evil and Vile (2019), se suma a las dos últimas en su decisión de encarar el retrato desde una perspectiva tangencial, en este caso optando por la visión de su pareja más estable durante su período como estudiante universitario, Liz Kendall (se sabe que su nombre real es Elizabeth Kloepfer aunque también aparece con otros seudónimos en los estudios sobre Bundy, como Meg Anders o Beth Archer); sin embargo el verdadero foco de interés de la obra que nos ocupa es la etapa concreta que decide explorar, no los primeros años del romance en sí -en simultáneo a las violaciones, golpizas y asesinatos que solía perpetrar el señor entre la fauna de señoritas que pululaban en los campus a los que asistía- como uno podría imaginar a priori, sino más bien los momentos posteriores a ser arrestado por primera vez y el comienzo de la pérdida progresiva de su libertad cuando una víctima que se escapó de sus garras consigue llevarlo a juicio por secuestro y que caiga sobre él la primera condena. De hecho, la película está inspirada en las memorias muy poco conocidas de Kendall, The Phantom Prince: My Life with Ted Bundy (1981), y lo curioso del film es que si bien indaga en la relación de la pareja -mayormente a la distancia y con silencios prolongados a medida que aparecían más y más acusaciones contra el tremendo Ted- a partir del arresto de 1975 en Utah, lo cierto es que gran parte del metraje está consagrado a su interminable derrotero por el sistema legal y su continua insistencia con que era inocente y que todo el asunto no pasaba de ser un “gran montaje” por parte de la policía, el aparato judicial yanqui y los fiscales y autoridades de los diferentes estados que reclamaban su cabeza por el tendal de cadáveres que sospechaban dejó, circunstancia que transforma a Extremely Wicked, Shockingly Evil and Vile en un análisis fascinante sobre la capacidad de Bundy -ejemplo máximo del psicópata moderno- de manipular y ganarse la confianza de todos aquellos que lo rodeaban por su carácter carismático y prudente; muy lejos del estereotipo que se tenía en su época de los criminales adeptos al sadomasoquismo como seres humanos con características caricaturescas que exponían a simple vista su trasfondo perturbado, aquí en cambio teníamos a un chiflado que pasaba sin problemas por hombre común mediocre que podía elevarse por sobre el resto cuando lo quisiese gracias a su prodigiosa inteligencia. El opus fue dirigido por Joe Berlinger, conocido por la excelente trilogía de documentales sobre los llamados “Tres de West Memphis”, unos jóvenes que fueron condenados injustamente por el homicidio de tres niños en 1994, saga que incluye a Paradise Lost: The Child Murders at Robin Hood Hills (1996), Paradise Lost 2: Revelations (2000) y Paradise Lost 3: Purgatory (2011). En la propuesta se nota mucho la experiencia del realizador en cuanto a crear tensión amparado en el mundo criminal, los engranajes del sistema procesal y el talante ambivalente del o los protagonistas, ahora aprovechando con sutileza todo lo que tiene para ofrecer Zac Efron como Bundy en el que sin duda es el mejor trabajo de su carrera, ya definitivamente dejando atrás su encasillamiento en bodrios de la Disney y en comedias descerebradas. Dentro de un gran elenco que engloba a luminarias como John Malkovich, Jeffrey Donovan, Jim Parsons, Angela Sarafyan y Haley Joel Osment, también se destacan las actrices que interpretan a las parejas de Ted en los distintos períodos de su vida, Lily Collins como esa Kendall que lo acompaña durante los primeros instantes del recorrido jurídico y luego le suelta la mano y Kaya Scodelario como Carole Ann Boone, la que se transformaría en la esposa del señor en 1980 cuando Bundy se sirvió de una antigua ley de Florida para proclamar su matrimonio de improviso frente a funcionarios judiciales. Cualquiera que conozca un poco la carrera delictiva de este “Osito Teddy” deducirá que Extremely Wicked, Shockingly Evil and Vile juega todas sus fichas a los legendarios escapes del asesino en serie, aquellos que dejaron bien en ridículo a un Estado que falló durante años y años en detener al susodicho, y al juicio por su incursión en la Fraternidad Chi Omega de la Florida State University, donde atacó salvajemente a cuatro mujeres, matando a dos, para a posteriori sumar otro violento asalto sexual a otra estudiante del campus que vivía en una zona aledaña. La película más que simplemente “humanizar” al protagonista, algo que efectivamente hace desde una óptica bien polémica porque respeta ese amor mutuo entre Kendall y Bundy que sin dudas marcó ambas vidas, lo que hace es retratar el talento para la seducción del señor, su tendencia hacia la autovictimización compulsiva, su enorme destreza en lo que atañe a creerse sus propias mentiras y finalmente su ascenso a la condición de celebridad dentro del ecosistema mediático amarillista de Estados Unidos -y del mundo, por ende- cortesía de esta duplicidad constante de fondo que hechizó a propios y extraños, una que se mueve entre una superficie cordial y sumamente astuta y un interior espantoso que supo engañar, violar y matar sin freno a un nivel que aún hoy es difícil de determinar, ya que recién durante sus últimos años -sería ejecutado por electrocución en 1989- comenzaría a confesar su responsabilidad en algunos de sus múltiples crímenes. Sin ser una maravilla porque en materia de gore resulta light y el tema ha sido muy trabajado, el film constituye una atractiva rareza que enfatiza el sustrato maquiavélico y mundano de un psicópata no muy distante a muchos que gobiernan nuestro fatídico planeta hoy por hoy…
Todos necesitan un amigo El irlandés Neil Jordan se ha reinventado incansablemente en una carrera larga y despareja aunque siempre interesante, una y otra vez demostrando que es capaz de girar sobre su eje, mutar sin freno y descubrir esa dimensión poco trabajada -o hasta inédita- de los géneros clásicos, como si el señor fuese una suerte de explorador compulsivo de las posibilidades narrativas -poco aprovechadas por el mainstream o el indie del presente- de los formatos cinematográficos más repetidos dentro del panorama internacional. La Viuda (Greta, 2018), en términos prácticos su regreso al ruedo luego de la lejana y atractiva Byzantium (2012), es una simpática y disfrutable “clase B maquillada” de suspenso, muy en la tradición de las recordadas Atracción Fatal (Fatal Attraction, 1987), Mujer Soltera Busca (Single White Female, 1992) y La Mano que Mece la Cuna (The Hand That Rocks the Cradle, 1992), ejemplos del bello esquema centrado en una fémina psicótica que se consagra a la obsesión. Ahora es Frances McCullen (Chloë Grace Moretz), una joven camarera que trabaja en un restaurant elegante de New York, el objeto de un insistente acoso por parte de Greta Hideg (Isabelle Huppert), una señora que afirma ser francesa y vive en soledad en la ciudad. Cuando un buen día la chica encuentra una cartera en el metro su vida cambia por completo porque decide devolvérsela a su dueña, Greta, lo que desencadena primero una amistad entre ambas, sostenida sobre todo en un reemplazo materno tácito porque Frances extraña mucho a su madre fallecida, y después una situación pesadillesca ya que el asunto deriva en persecución en el momento en que McCullen pretende finalizar el vínculo debido a que descubre en casa de Hideg una colección de carteras idénticas a la que ella devolvió, todas con los datos de las jóvenes que supieron llevarlas de nuevo a las manos de Greta, quien empieza a dedicarle a la muchacha llamadas telefónicas, mensajes y visitas imprevistas. La trama avanza con sorprendente rapidez casi como si Jordan -aquí también guionista, junto a Ray Wright- supiese que conocemos todos los giros de esta vertiente de los thrillers e incluso quisiese ir “directo a los bifes” que los fans del horror auguramos, ahorrándonos la introducción larguísima acerca de la relación improvisada entre las mujeres y tirándose de cabeza en el fluir concreto del hostigamiento encabezado por el personaje de la gran Huppert, en esta oportunidad administrando con maestría a una Greta que se mueve entre la vulnerabilidad y una frialdad quirúrgica al momento de compensar el ninguneo de Frances con una tozudez demente batallante. En el relato asimismo se utiliza con inteligencia a una tercera, Erica Penn (Maika Monroe), la amiga de la joven protagonista y la encargada de aconsejarla a lo largo de su periplo en tanto víctima de la fijación sentimental de Greta (en este sentido, Moretz y Monroe conforman un muy buen dúo con química que evita el clásico recurso del “nadie le cree y la consideran una histérica insoportable” de este tipo de propuestas, ya que su compañera de vivienda sí está allí permanentemente para auxiliarla). Desde ya que el opus de Jordan no respeta la más mínima lógica pero ello sinceramente no importa porque la película es consciente de sus exageraciones retóricas y -por sobre todas las cosas- resulta muy entretenida, sin pretender ofrecer grandes discursos sobre nada y simplemente regalándonos un simpático viaje por una comarca del suspenso que estaba casi olvidada en la pomposidad vacua del cine contemporáneo global; a lo que se suma una insólita media hora final en la que se retoma el ardid de encerrar al ser amado en sintonía con trabajos como The Strange Vengeance of Rosalie (1972) y Misery (1990), planteo que no debe ser confundido con su homólogo de los chiflados en serie que mantienen cautivas a sus víctimas símil La Habitación (Room, 2015) o No Respires (Don't Breathe, 2016). La frase que repite Greta, “todos necesitan un amigo”, calza perfecto con el núcleo temático principal de La Viuda, esa soledad metropolitana que se condice con la ciclotimia de la actualidad y el fetiche con las máscaras/ identidades intercambiables de gran parte de la población, siempre tratando de compensar en una faceta de la vida lo que falta en la otra…
Los oligarcas también sufren Sin duda realizaciones como Un Hombre en Apuros (Un Homme Pressé, 2018) ilustran claramente que no sólo la industria hollywoodense cae en estereotipos y automatismos dramáticos de toda clase cuando pretende encarar el difícil tópico de los minusválidos, los pacientes terminales, las enfermedades semi progresivas y cualquier problema físico o psicológico -o ambos- que deje con muy pocas posibilidades a la persona de turno de desarrollar una vida más o menos normal, léase sin mayores impedimentos en cuanto a su salud y desenvoltura cotidiana. Este film escrito y dirigido por Hervé Mimran está basado no tan lejanamente en el derrotero de Christian Streiff, otrora directivo estrella de Peugeot y luego despedido cuando sufre un accidente cerebrovascular por la casi letal acumulación de estrés y sedentarismo, amén de esa triste tendencia a una soberbia que siempre deja huellas. La película, de hecho, juega con la metáfora del castigo psicosomático contra el enfermo de turno, el oligarca Alain Wapler (Fabrice Luchini), aquí también una de las cabezas de una de las principales automotrices de Francia y el mundo, por su pedantería todo terreno y sus reiterados ninguneos o hasta maltratos contra su sirvienta, su chófer, su secretaria y su propia hija, Julia (Rebecca Marder), una joven que no soporta su egoísmo y su decisión de haber privilegiado toda la vida al trabajo corporativo por sobre su parentela, detalle que derivó -por ejemplo- en que su esposa muriera sola. La apoplejía llega con reiterados mini ataques que el hombre pasa por alto porque es un workaholic que está obsesionado con no aminorar la marcha en función del lanzamiento de un coche eléctrico de alta gama, el LX2, en un evento circense del jet set de Ginebra, en Suiza, símil feria publicitaria/ marketinera. Así las cosas, el derrame cerebral lo deja sin consecuencias visibles a nivel físico pero en simultáneo le afecta los centros del lenguaje y la memoria, lo que le impide encontrar las palabras adecuadas para expresarse y hace que se pierda constantemente al desplazarse por París, ahora transformada en un laberinto. Si bien Mimran trabaja con respeto el tema y no recurre a las idioteces del gremio mainstream yanqui en cuanto al retrato burdo del paso de la petulancia de antaño a una humildad forzada de acuerdo a su indefensión actual, lo cierto es que jamás se aparta de todos los clichés del rubro y esta falta de una mínima novedad termina empantanando en parte lo que podría haber sido un estudio un poco más abarcador de los sectores directivos del nuevo capitalismo hambreador contemporáneo, más centrado en la especulación conservadora y mediocre que en la innovación o el mismísimo trabajo. El talentoso Fabrice Luchini pilotea bastante bien un personaje protagónico que de querible no tiene nada y cuya redención aquí está presentada de manera un tanto baladí mediante el despido cantado en cuestión, su faltazo en ocasión de la presentación de un ensayo de su hija en un concurso de elocuencia y hasta el risible giro narrativo posterior sustentado en el hombre encarando el Camino de Santiago en plan -algo mucho tardío y tirado de los pelos- de “viaje de autodescubrimiento”. Lo mejor del film a nivel general, y la dimensión que lo termina volcando hacia el campo de lo correcto/ pasable en serio, se condice con la relación que Wapler establece con su fonoaudióloga, Jeanne (Leïla Bekhti), una mujer adoptada que busca a su madre real y desarrolla una relación bien freak con un enfermero del hospital donde trabaja, Vincent (Igor Gotesman); todo un entramado también algo remanido aunque bastante más disfrutable que esta idea vetusta y mentirosa de fondo de que los oligarcas se pueden regenerar mágicamente cuando una catástrofe personal/ médica les cae del cielo…