Un bebé del espacio Brightburn (2019) es la película que el entramado hollywoodense promocionaba como una versión en clave de horror de Superman y en esencia -sólo a nivel descriptivo- es eso: el producto en su derrotero formal acumula tantos éxitos como fracasos, condenándonos a una región intermedia entre los estereotipos del presente cine de superhéroes y la fiesta del terror más truculento, lo que por cierto se condice con una primera mitad que aburre a más no poder con la fábula remanida del origen del pequeño demonio interestelar (mami y papi, habitantes del pueblito de Brightburn y un dúo que no puede tener hijos, lo encuentran en un “coso” que cae del cielo) y una segunda parte del metraje en la que la historia por fin empieza a dar sus frutos cuando el ahora muchacho se obsesiona con una compañerita de colegio y comienza el raid homicida (sinceramente lo mejor de la propuesta es su elevado nivel de gore, en especial para lo que suele ser el estándar del mainstream yanqui actual). Todo en el film es de una literalidad abrumadora, bien en sintonía con la falta casi total de imaginación de la enorme mayoría del arte de nuestros días: el primer capítulo juega con ciertas reminiscencias a La Profecía (The Omen, 1976) y amaga con lavar la futura culpa del purrete mediante una influencia extraterrestre difusa que lo “obligaría” a cargarse a todos los imbéciles que lo maltratan -el bullying nunca falta en estas ensaladas- y a todos los metiches que amenazan con terminar de tirar abajo la imagen celestial que de él tienen sus padres, no obstante por suerte el segundo acto corrige el asunto y en buena medida se olvida de la horrenda corrección política, vinculada a un remordimiento que no calza para nada con el género de los sustos, y se lanza hacia la asunción plena de los poderes del joven -volar, superfuerza, rayos fulminantes que salen de sus ojos, etc.- en ocasión de escenas como la de la masturbación delante de la “noviecita” y cada uno de los coloridos asesinatos. La película la dirigió David Yarovesky, aquel responsable de la floja The Hive (2014), y la escribieron Brian y Mark Gunn, hermano y primo respectivamente de James Gunn, realizador que hoy produce el convite y que en general pasó de entregar obras disfrutables del indie anglosajón como Slither (2006) y Super (2010) a convertirse en un autómata más del sistema de estudios con los dos bodrios de Guardianes de la Galaxia (Guardians of the Galaxy). Ahora bien, llama poderosamente la atención la pobreza de las actuaciones del trío principal de Brightburn, tanto las de los dos actores que componen a los padres adoptivos del bebé del espacio, Elizabeth Banks y David Denman, como la propia del protagonista, el niño Jackson A. Dunn, debido a que éste último no tiene nada de carisma y es bastante inexpresivo y los adultos pareciera que no encuentran el registro adecuado para la historia (Banks es fundamentalmente una actriz de comedia que nunca termina de resultar creíble en secuencias dramáticas y Denman tiende a exagerar demasiado, generando una histeria que jamás consigue apuntalar en serio el recurso de “mami quiere al nene, papi desconfía”). A pesar de los inconvenientes señalados, los cuales sin duda tienen sus raíces en un guión sin una bendita idea interesante más allá de la premisa de base, esa que asimismo fue tomada de una infinidad de cómics que en una fase de crisis creativa cayeron en el triste ardid del “probemos invertir la polaridad, el bueno es malo”, la verdad es que la propuesta en promedio no resulta desastrosa gracias a la simple espera por el siguiente ataque y/ o asesinato, un catálogo que incluye una mano destrozada, un globo ocular perforado, alguna mandíbula colgando, un cráneo carbonizado, algún que otro personaje viviseccionado, etc. A diferencia de tantas películas mojigatas del presente, Brightburn -aun con sus torpezas y redundancias de toda índole- por lo menos no se contiene para nada en el desenlace y hasta parece mofarse sutilmente de los esperables instantes melosos en los que los adalides de la bondad maniquea pretenden salvar ese último resabio de humanidad dentro del corazón del diminuto psicópata. Una vez finiquitado el esquema melodramático de “familia adoptiva en problemas”, el film nos regala un slasher sobrenatural casi correcto con algo de valentía…
El rock como válvula liberadora Un tópico que decididamente no ha sido trabajado por el cine -por lo menos por el cine que llega a esta parte del globo- es la escena rockera rusa de principios de la década del 80, justo en el período previo a la Perestroika y la Glásnost de Mijaíl Gorbachov, un conjunto de medidas económicas, sociales y políticas que a pesar de intentar reestructurar en distintos órdenes la vida del mega país con el objetivo manifiesto de salvar a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en términos prácticos constituyeron su certificado de defunción ya que no resolvieron ninguno de los problemas que venía arrastrando el comunismo y en muchos aspectos profundizaron dichos inconvenientes, siempre hermanados al estancamiento. Leto (2018), escrita y dirigida por Kirill Serebrennikov, es una película ambiciosa porque apuesta a servirse de los engranajes prototípicos de la primera Nouvelle Vague (una fotografía lúdica en blanco y negro, protagonistas jóvenes en plena construcción de su ideario y expectativas, una fuerte presencia de los desajustes generacionales para con sus mayores y la sociedad en general, una banda sonora poderosa que marca el compás de los acontecimientos, etc.) para retratar en simultáneo las postrimerías del comunismo tardío, la génesis del insólito rock ruso en Leningrado/ San Petersburgo y el devenir de dos de las figuras fundamentales de la corriente, léase Viktor Tsoi, el vocalista, compositor y guitarrista de Kino, y Mike Naumenko, el cantante y principal compositor de Zoopark. En cierto sentido se puede decir que el opus de Serebrennikov es toda una anomalía en el campo de las biopics tradicionales contemporáneas porque evita construir en sí a un villano histórico -o algo parecido- concentrándose en cambio en una primera mitad de descripción macro de la comunidad de artistas del momento, en esencia una serie de muchachos que solían frecuentar y tocar en el Club de Rock de Leningrado, un ámbito institucionalizado dentro del esquema de poder de Leonid Brézhnev y monitoreado por la KGB y el Partido Comunista con vistas a abrir un poco el sustrato cultural autóctono a Occidente sin caer en radicalismos, y una segunda parte vinculada a un triángulo amoroso entre Tsoi (Teo Yoo), Naumenko (Roman Bilyk) y la esposa de este último Natasha (Irina Starshenbaum), planteo que curiosamente no cae para nada en el melodrama estándar del corazón debido a que los acercamientos entre la mujer -madre de un bebé- y Tsoi -de ascendencia asiática- no pasan de los besos producto de una atracción recíproca culposa que esquiva la tragedia romántica propiamente dicha y garantiza siempre la convivencia en paz de los involucrados. De hecho, una de las peculiaridades de la realización es que funciona más como un homenaje cariñoso a la valentía y la creatividad del colectivo de músicos, amigos y fanáticos que como una simple descripción de las penurias o impedimentos que atravesaron para hacerse oír, ya que la coyuntura estatal burocrática de aquellos años no era tan agresiva y permitía la expresión de voces alternativas acalladas hasta hace poco tiempo o inexistentes hasta el panorama de “relajación” de los férreos controles gubernamentales y de las agencias de inteligencia en particular. Así es cómo el director echa mano de chispazos varios de color, intervenciones animadas muy placenteras y una excelente banda sonora que incluye referencias y canciones concretas no sólo de los dos protagonistas, ambos en sintonía con el folk sesentoso y el post punk/ new wave/ rock gótico de fines de los 70 e inicios de los 80, sino también de artistas anglosajones muy populares como T. Rex, Talking Heads, David Bowie, Blondie, The Sex Pistols, Lou Reed, Iggy Pop y The Velvet Underground, entre otros; consiguiendo unificar la cadencia comunal de quiebre para con el conservadurismo vetusto del enclave soviético, por un lado, con el trasfondo individual de estos jóvenes con frustraciones y sueños como cualquier otra persona, por el otro. Todo este planteo estético y conceptual asimismo se amalgama con la permanente utilización de unos segmentos musicales cargados de ingenio y una bella vivacidad que vienen a representar las ansias de libertad creativa -y de llevarse puestos a los autómatas que dirigían/ supervisaban el Club de Rock de Leningrado- por parte de los adalides de un cambio cultural que se avecinaba en el horizonte, casi un par de décadas después de revoluciones musicales homólogas de otras partes del mundo (sin ir más lejos, en Argentina el “movimiento de rebote” del rock británico y norteamericano se dio en los mismos agitados 60 y principios de los 70, lo que subraya el carácter vanguardista a nivel global de los sudamericanos en comparación a otras naciones). Serebrennikov sabe de sobra que el tema de las luchas juveniles contra la mediocridad y violencia de la fauna reaccionaria filofascista no ha perdido vigencia, sin embargo opta por privilegiar el carácter mundano y naturalista de la escena rockera rusa para resaltar su encanto singular en tanto válvula liberadora que saca provecho del poco aire fresco que el Estado de entonces estaba dispuesto a tolerar; una jugada que arroja resultados positivos gracias al muy buen desarrollo de personajes, el cuidado de los detalles en el fluir narrativo, la creación de una atmósfera cotidiana compartida, el maravilloso desempeño del elenco, las interesantes composiciones de las bandas vernáculas primigenias y sobre todo el retrato de la autocensura social, los desacuerdos, la ausencia de recursos y la soledad e inexperiencia que debieron sobrellevar los artistas sin un marco cultural más vasto más allá del under de Leningrado, algo que hoy queda reflejado en la grabación del debut discográfico de Kino, 45 (1982). Leto enfatiza aquello de que la peculiaridad del tópico de base tranquilamente puede trasladarse a cualquier congregación contracultural en búsqueda de una identidad propia por fuera de la execrable lobotomización de las mayorías.
El idilio masoquista Si bien a simple vista Clementina (2017) puede pasar por una especie de “exploitation arty” -destinado al circuito de los festivales internacionales, definitivamente- acerca de la moda mediática en torno a la violencia de género, apariencia de progresismo que oculta el hecho de que los mass media siguen siendo un aparato ideológico de la derecha más conservadora y concentrada, a decir verdad este pequeño film escrito y dirigido por Jimena Monteoliva respeta a rajatabla los parámetros de ese J-Horror que desde la década del 90 hasta el presente ha venido inundando el globo con una infinidad de propuestas similares que giran alrededor de personajes traumados, fantasmas vengadores que los acechan o caen en su ayuda y reductos más o menos aislados que refuerzan la idea de un ecosistema psicológico apesadumbrado que se desliga de su contexto social porque comparte poco y nada con él. La historia comienza cuando Juana (Cecilia Cartasegna), una burócrata del entramado legal argentino, recibe una paliza por parte de su esposo Mateo (Emiliano Carrazzone) que la lleva a perder su embarazo y la deja en una cama de un hospital, donde una asistente social, Mercedes (Fabiola Bonelli), y un policía, Guido Iturraspe (Felipe Llach), la instan a que haga la denuncia para poder detener al prófugo y ponerle un freno a lo que parece ser una espiral de violencia en la pareja que viene desde lejos. Por supuesto que el idilio masoquista no se corta fácilmente porque la mujer decide guardar silencio y no culpabilizar al marido, optando por volver a la casa conyugal en soledad. Juana de repente comienza a escuchar voces y ruidos extraños y a ver objetos y sombras en las habitaciones de la residencia, a la que el matrimonio se mudó hace poco en un intento por construir un “espacio en común”. La mayoría del metraje -los dos primeras terceras partes- se divide entre los clichés de casa embrujada y sus homólogos de protagonista histérico/ histérica que se debate entre la razón y la locura a espaldas de lo que pueda pensar el resto de los mortales, hasta incorporando el típico personaje sabio/ experto que le explica al antihéroe -y a nosotros, los espectadores- lo que está ocurriendo, en esta oportunidad la vecina de Juana, Olga (Susana Varela). Recién durante el último acto el asunto sale del quietismo algo soporífero y levanta la intensidad general con la reaparición de Mateo, lo que dispara una atractiva escena de tortura en la tradición del Takashi Miike de Audition (Ôdishon, 1999), sin embargo para esa altura ya la película se hizo tan pesada en su catarata de lugares comunes del terror de pérdida familiar que la jugada retórica no logra del todo eliminar la modorra narrativa de autovictimización. El desempeño del elenco es bueno, sobre todo el de Cartasegna y Carrazzone, y en general la directora y guionista construye una estructura visual prolija con algún que otro puñado de tomas realmente interesantes, como por ejemplo las que abarcan la secuencia del desenlace en su conjunto, pero lamentablemente el film en sí es muy remanido y carente de verdadera imaginación -amén de que abusa de la claustrofobia emocional contemplativa femenina que se consagra al martirio por propia voluntad, como decíamos antes- como para conseguir destacarse de tantas propuestas semejantes del ámbito local e internacional. Denunciando sutilmente la violencia machista y la complicidad de las mujeres en este espantoso juego de retroalimentación enajenada por parte de parejas muy enfermas, Clementina funciona como una creación loable aunque anodina del redundante y desabrido cine de horror argentino…
El cine museo y la sangre aguada En Abrakadabra (2018) se unifican dos problemas muy repetidos: primero, la tendencia del cine actual -y de determinadas obras televisivas- a tratar de mimetizar en vano el look de períodos, artistas, estilos y corrientes del pasado, y segundo, el amateurismo del cine argentino en materia de terror, un inconveniente que sigue estando presente a pesar de los sutiles progresos en el enclave local en lo que a la comarca de los thrillers policiales se refiere, un género hermano al de los sustos llevados al extremo. Así como la flojísima Los Olvidados (2017), la película anterior de los hermanos Luciano y Nicolás Onetti, trataba de reflotar el espíritu de los films de familias asesinas en sintonía con Masacre en Texas (The Texas Chain Saw Massacre, 1974) y Las Colinas Tienen Ojos (The Hills Have Eyes, 1977), o la reciente Camino Hacia el Terror (Wrong Turn, 2003), aquí los directores y guionistas argentinos pretenden invocar a los giallos en general y a la Trilogía Animal de Dario Argento en particular, léase El Pájaro de las Plumas de Cristal (L'Uccello dalle Piume di Cristallo, 1970), El Gato de las Nueve Colas (Il Gatto a Nove Code, 1971) y 4 Moscas sobre Terciopelo Gris (4 Mosche di Velluto Grigio, 1971), una vez más cayendo en un producto hueco y olvidable que se asemeja a un maniquí sin vida ni nada que se le parezca. En sí la película sigue la misma senda trazada por las también fallidas Sonno Profondo (2013) y Francesca (2015), otras dos propuestas en las que los realizadores parecen haberse armado una listita con todos los estereotipos de aquella etapa del legendario creador de Rojo Profundo (Profondo Rosso, 1975), clichés que funcionaron de maravillas en su tiempo y que después quedaron en el pasado a medida que Argento fue modificando su impronta autoral: hoy tenemos a un falso culpable, un asesino en serie ultra sádico, secretos que se ocultan entre sombras, una fotografía de colores saturados, una escenificación pomposa para los homicidios, una banda sonora símil Goblin, una trama que parece compleja pero es muy sencilla, una vuelta de tuerca final y hasta una edición plagada de cortes abruptos que se condicen con la violencia en pantalla. El obstáculo que no logra atravesar Abrakadabra se resume en el hecho de que jamás pasa de la mera caricatura porque no se preocupa para nada del protagonista principal, Lorenzo (Germán Baudino), un mago que deviene en eje de una multitud de horribles asesinatos que lo transforman en sospechoso, algo que por cierto no ocurría en el cine del italiano porque a pesar de su bello barroquismo siempre reforzaba el carácter humano contradictorio de sus criaturas y generaba o empatía u odio hacia ellos. Aquí se obvian tanto el suspenso preciosista de Mario Bava y el primer Narciso Ibáñez Serrador como la brutalidad de Lucio Fulci y Joe D'Amato, por nombrar sólo a dos de los grandes y gloriosos carniceros, optando en cambio por reproducir de manera fanática -con la banalidad de “cineastas fraudes” como Quentin Tarantino, por ejemplo, expertos en plagiar a pura autoindulgencia sin preocuparse por homenajear vía una obra digna de género- cada uno de los rasgos estéticos de antaño como si reconstruir la superficie del frasco significase de manera automática resucitar su interior, al punto de que la secuencia de créditos y la película en su conjunto vuelven a estar en italiano: lo que se mueve por detrás de todo esto es la falta de cultura cinéfila -y la presencia de cierta ortodoxia bien peligrosa porque no produce renovación formal o conceptual- por parte de los directores, quienes nunca fueron en sus consumos más allá de un artista como Argento que lo conoce hasta gente que no vio ninguna de sus películas, ardid típico del cine reducido a museo en el que copiadores circunstanciales traen sus bastidores para intentar duplicar el trabajo de maestros de otra época sin lograr captar nunca el aura de fondo, por el simple detalle del tiempo transcurrido y una “idiosincrasia” tendiente a la fosilización de aquello admirado. Abrakadabra cuenta con buenas escenas de asesinatos, hiper derivativas pero buenas a fin de cuentas, no obstante este talante mortuorio fascinado con períodos que quedaron en el pasado ni siquiera entusiasma como ocurrió con los casos de Amer (2009) o Berberian Sound Studio (2012), dos ejemplos excelentes de lo que se puede hacer en términos más abstractos si lo que se pretende es ponderar la efervescencia de los giallos o hasta incluir alguna que otra referencia -pensemos en la secuencia final del presente opus de los Onetti- a la recordada Trilogía de las Madres, saga que abarcó a Suspiria (1977), Infierno (Inferno, 1980) y La Madre de las Lágrimas (La Terza Madre, 2007). Asimismo a contrapelo de la atractiva relectura de Luca Guadagnino de Suspiria, los directores aprovechan el mayor presupuesto -y/ o la mayor imaginación para utilizarlo- con respecto a Sonno Profondo y Francesca aunque vuelven a fallar en lo fundamental, nada menos que en construir una historia con personajes con carnadura, con algún elemento propio por fuera del océano de citas y con un poco más de cojones formales con vistas a llevar todo el asunto hacia la tan necesaria hipérbole, lamentablemente dejándonos ante una obra en la que hasta la sangre resulta anodina porque está aguada y carece del rojo furioso demente del amigo Argento…
La condena de la filología Proyectos en los que un creador independiente se enfrentó a algún gigante de Hollywood o a alguna productora pequeña, mediana o grande hubo muchos a lo largo de la historia del cine, por lo que el caso de Entre la Razón y la Locura (The Professor and the Madman, 2019) no es precisamente una excepción. Mel Gibson venía con la idea de adaptar el libro The Surgeon of Crowthorne (1998), de Simon Winchester, desde hace dos décadas y se había propuesto dirigir él mismo el film, no obstante cuando la producción finalmente comenzó se decidió a contratar a un hombre de su confianza, Farhad Safinia, el iraní coguionista de Apocalypto (2006). Tendiente a querer controlar todos los aspectos de la película, entró en conflicto con la productora Voltage Pictures por pasarse de presupuesto y no ponerse de acuerdo en materia de las locaciones a utilizar, situación que derivó en que Gibson y Safinia abandonen el proyecto y sean reemplazados de inmediato por colegas. La esperable demandar posterior de la Icon de Gibson para evitar que la propuesta fuera estrenada, alegando que no se les permitió finiquitarla, no resultó a favor del señor y por más que él y su testaferro de turno hicieron todo lo posible para boicotear el opus y no promocionarlo, hoy lo tenemos delante nuestro: más allá de esta telenovela industrial y la lucha de egos y dinero invertido entre productores y realizadores que se confunden entre sí, sinceramente la película es bastante floja porque en esencia recae primero en uno de los problemas más comunes del cine pomposo contemporáneo, léase una duración excesiva que no se sostiene casi nunca desde una narración fofa y de pocas ideas, y segundo en esa serie de inconvenientes que a veces caracterizan al Gibson director, hablamos de su tendencia a la exageración heroica clasicista -sobre una base de redención de tipo cristiana- que puede ser intermitentemente interesante o francamente ridícula en sus fatuas ínfulas. El libro de Winchester en el que está inspirada la historia retrata la relación entre James Murray (Gibson), el editor del Oxford English Dictionary desde 1879 hasta su muerte, y William Chester Minor (Sean Penn), un cirujano del ejército estadounidense y veterano de la Guerra Civil de su país que enloqueció progresivamente y -producto de su paranoia- mató en Londres a un hombre llamado George Merrett (Shane Noone). El errático guión de Safinia, con correcciones varias de Todd Komarnicki a expensas de Voltage Pictures, se toma demasiado tiempo -y demasiados flashbacks, vueltas y apuntes innecesarios- para por fin llegar al encuentro de ambos protagonistas promediando el metraje, con ese Murray políglota y erudito autodidacta que trata de ayudar a un Minor que está encerrado por su crimen en el Hospital Broadmoor, quien a su vez auxilió a James enviándole miles de términos para sumar al diccionario, el más voluminoso y mejor documentado de la lengua inglesa y reemplazo práctico de su rudimentario homólogo de Samuel Johnson de 1755. A pesar de que se agradecen la denuncia del carácter deshumanizador de la psiquiatría y el cuidado en lo que respecta a los personajes, a decir verdad todo el episodio de la relación romántica entre Minor y Eliza Merrett (Natalie Dormer), la viuda de la víctima del anterior, no agrega nada al desarrollo y enfatiza la estrategia recurrente de Gibson -y de Hollywood en general- de tomar acontecimientos históricos reales y exagerarlos para construir una coctelera que deje contentos a todos vía un melodrama profesional/ psicológico/ épico/ institucional/ sensiblero volcado a las proezas y una infaltable superación personal que no convence a nadie por fuera de los lelos fanáticos de los manuales de autoayuda, la literatura rosa y todos esos latiguillos redundantes del marketing disfrazado de cultura, aquí paradójicamente convirtiendo a la filología más en una condena que en un factor redentor. Vale aclarar que la obra de Safinia no llega a ser un desastre porque incluye chispazos de brío y honestidad que pasan a complementar las buenas actuaciones de Penn y Gibson…
Tentaciones navideñas Peter Hedges se hizo conocido en el ámbito internacional primero al firmar los guiones de Un Gran Chico (About a Boy, 2002), Mi Mapa del Mundo (A Map of the World, 1999) y ¿A Quién ama Gilbert Grape? (What's Eating Gilbert Grape?, 1993), y después pasándose a la dirección -a la par que retenía el control sobre las historias- en films como Fragmentos de Abril (Pieces of April, 2003), Dani, un Tipo de Suerte (Dan in Real Life, 2007) y La Extraña Vida de Timothy Green (The Odd Life of Timothy Green, 2012), todos trabajos que sin ser maravillas del séptimo arte lo posicionaron como un artesano atendible preocupado más por los personajes que por los latiguillos quemados industriales. La cuarta faena del señor como director, Regresa a mí (Ben Is Back, 2018), respeta esa senda y hasta la vuelca hacia el costado más dramático de su obra, hoy eliminando aquellos chispazos de comedia. La película se mueve en el mismo terreno de No te Preocupes, No Irá Lejos (Don't Worry, He Won't Get Far on Foot, 2018) y Beautiful Boy (2018) ya que su horizonte retórico se condensa en la descripción de las penurias de todo tipo que atraviesan los adictos para tratar de recuperarse y retomar una relación más o menos normal con sus respectivas familias, con el constante fantasma del maltrato, el robo y hasta la muerte en tanto consecuencias de una posible recaída. El núcleo de la trama es el vínculo entre Ben Burns (Lucas Hedges), un adicto y ex dealer en recuperación, y su madre Holly (Julia Roberts), una mujer que crió al muchacho, su primer vástago, y a su hermana Ivy (Kathryn Newton) en soledad luego de que el padre los abandonase, lo que derivó en una segunda relación con un afroamericano, Neal Beeby (Courtney B. Vance), con el que tuvo otros dos hijos más, hoy niños pequeños. Cuando el susodicho deja el centro de rehabilitación donde está internado y se aparece en el hogar familiar de manera imprevista en la víspera navideña, su presencia desencadenará fricciones entre Ivy y Neal por un lado, quienes no le perdonan a Ben comportamientos pasados, y Holly por el otro, una mujer que disfruta cada instante con su vástago y pretende que siga sobrio sí o sí a lo largo de las próximas 24 horas. El asunto se complica no sólo por la permanente tentación de volver a consumir -lo que sea, heroína, cocaína, pastillas, etc.- sino también porque en una salida de compras con su madre es reconocido en un mall por otro adicto y de este modo pronto desaparece el querido perro del clan, Ponce, el cual fue determinante para salvarle la vida en su última “casi” sobredosis mortal. El guión nos presenta el muy peligroso recorrido nocturno de madre e hijo en pos de recobrar al animal. Regresa a mí es una propuesta correcta y sincera que no exagera ninguna de las situaciones planteadas y respeta lo que en la praxis es una intentona de recuperación en la alta burguesía, asimismo condimentada por el melodrama familiar de fondo, el sentimiento de culpa del muchacho por haber introducido en la droga a su ex novia, la fallecida Maggie, y esos detalles símil policial negro vinculados al pasado cercano de Ben como traficante y a su principal empleador, el caponarco Clayton (Michael Esper). Otro ingrediente atractivo es la denuncia de la complicidad de las repugnantes figuras de autoridad en la adicción, como por ejemplo ese médico que le recetó a Ben unos analgésicos de niño por un accidente con una tabla de snowboard, recomendando aumentar la dosis, y ese profesor del colegio que le entregaba las drogas de su madre, una paciente oncológica, a cambio de favores sexuales. Si bien Roberts está perfecta y por supuesto acompaña en el fluir narrativo con sabiduría y experiencia interpretativa acumulada, esas que también dejó entrever en Extraordinario (Wonder, 2017) y en la interesante serie Homecoming, a decir verdad son los dos Hedges, Peter y Lucas, padre e hijo en la vida real, quienes sostienen al film y le otorgan una esplendorosa honestidad por más que sea de lo más derivativo para con otras propuestas semejantes. En este sentido, la película sirve sobre todo para reconfirmar a Lucas Hedges como uno de los mejores representantes de la nueva camada de actores de los últimos años, basta con pensar en lo hecho recientemente por el neoyorquino en Corazón Borrado (Boy Erased, 2018), Tres Anuncios por un Crimen (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017), Lady Bird (2017) y la bella Manchester junto al Mar (Manchester by the Sea, 2016).
Maternidad de laboratorio El Patrón: Radiografía de un Crimen (2014), aquella ópera prima en el terreno de la ficción del documentalista de larga data Sebastián Schindel, en su momento fue una verdadera sorpresa porque mediante una anécdota real muy sencilla, centrada en el asesinato de un empresario explotador por parte de su empleado carnicero del interior de la Argentina, el film conseguía no sólo un drama de exclusión social muy bien ejecutado sino también una obra que pintaba de pies a cabeza la corrupción miserable de las elites de prácticamente toda América Latina. El segundo largometraje de Schindel, El Hijo (2019), no llega a ser tan interesante aunque de todas formas se abre camino como una propuesta digna dentro del ecosistema casi siempre empobrecido del cine de género de producción nacional, ese que todavía necesita de un mayor apoyo a manos de un público prejuicioso adicto a Hollywood. La historia en esencia ha sido trabajada en múltiples ocasiones y se reduce a la fórmula del doppelgänger infantil y la condición de “loco inducido” de uno de los progenitores de la criatura en cuestión: Lorenzo (Joaquín Furriel, el que fuera el protagonista de El Patrón: Radiografía de un Crimen) es un pintor y ex alcohólico que perdió a sus dos hijas porque su pareja de antaño se las llevó a Canadá, por lo que está tratando de tener una suerte de “revancha existencial” con su nueva esposa, Sigrid (Heidi Toini), una bióloga noruega dispuesta a tener un hijo con el susodicho. Cuando ella termina embarazada pronto se hace evidente que la mujer es partidaria de prescindir de los médicos y así trae a una especie de comadrona nórdica (Regina Lamm), quien junto a Sigrid pasa a controlar por completo el destino del niño después de nacer, marginando de modo tajante e inmediato al protagonista. Schindel vuelve a presentarnos al personaje de Furriel desde el inicio tras las rejas para contarnos -vía flashbacks y en paralelo- los detalles de un proceso judicial contra Lorenzo y ese pasado que constituye el marco narrativo principal del relato, en el que el hombre va ocupando de manera progresiva el rol que en términos de los engranajes paradigmáticos del thriller y el horror suelen tener las mujeres, léase el del personaje al que todos acusan de histérico y de decir cosas descabelladas en función de una “credibilidad social” marchita por su prontuario a la fecha. El guión de Leonel D’Agostino, a partir de un trabajo literario de Guillermo Martínez, apunta al suspenso y la claustrofobia jugando con la idea del padre de que el mocoso fue sustituido por otro y que el original está siendo sometido a vaya uno a saber qué experimentos por parte de Sigrid, exponente de esos delirios burgueses new age. Como afirmábamos antes, la película de original no tiene absolutamente nada debido a que a los tópicos hiper recurrentes del doble y el aislamiento, además se suman los recursos de los diálogos en lengua extranjera no traducidos, algo que también se usó en clásicos como De Repente, la Oscuridad (And Soon the Darkness, 1970), y de los testigos externos/ internos de los insistentes conflictos del clan, en este caso una pareja amiga interpretada por Martina Gusmán y Luciano Cáceres. Sin embargo Schindel saca a flote el film gracias a su maestría a la hora de apuntalar la tensión y un verosímil muy atractivo edificado alrededor de la denuncia de la clara discriminación contra los varones en el derecho familiar, núcleo camuflado de la obra en su conjunto en sintonía con el conservadurismo oscurantista de sociedades de impronta bien católica como la argentina. Sin volcar del todo el devenir hacia lo fantástico, justo como hiciese la similar y superior The Hole in the Ground (2019), El Hijo funciona como un reloj suizo de género que compensa con su prodigiosa ejecución lo que le falta en verdaderas novedades en relación a lo ya visto tantas veces, por suerte también criticando las payasadas de la maternidad “alternativa” y/ o de laboratorio en lo que atañe a los palurdos “no vacunas” y sus tristes homólogos de “alimentación especial”, bobos peligrosos e hipócritas que ponen en riesgo a los chicos por sus creencias y que unos meses después del nacimiento se sacan de encima al crío mediante guarderías o niñeras…
Desesperación a retazos El poderío de la danesa Culpable (Den Skyldige, 2018), dirigida y escrita por Gustav Möller e indudablemente una de las mejores óperas primas recientes de cine de género junto a Ingrid Goes West (2017) de Matt Spicer, Thoroughbreds (2017) de Cory Finley y Hereditary (2018) de Ari Aster, radica en su aparente simpleza retórica, lo que repercute de inmediato para bien del otro lado de la pantalla: en esencia estamos frente a 85 minutos de conversaciones telefónicas entre Asger Holm (el genial Jakob Cedergren), un policía que trabaja en la central de emergencias -un 112 equivalente al 911- de Copenhague, y diversos personajes a lo largo de una epopeya dolorosa y de una enorme autenticidad emocional en la que la cámara jamás sale del recinto de turno ni se despega del protagonista ni abandona el formato “tiempo real”, engranajes que obligan al espectador a imaginarse las distintas variantes del sutil infierno verbal desencadenado por una llamada de una tal Iben (Jessica Dinnage) diciendo que está siendo secuestrada por su ex esposo, Michael (Johan Olsen). Lejos de la catarata de idioteces de la formalmente similar 911: Llamada Mortal (The Call, 2013), típico producto hollywoodense en donde un comienzo interesante pronto daba paso a esos delirios rimbombantes de siempre que no sólo traicionan el espíritu inicial sino que vuelcan todo el asunto hacia la incredulidad basada en la premisa vetusta “hombre/ mujer común reconvertido en héroe improvisado”, aquí en cambio tenemos una situación bien mundana que deriva hacia el espanto dentro de los parámetros fijados por la misma profesión de Holm, la de atender pedidos de auxilio por sucesos varios que van desde una sobredosis y el robo por parte de una prostituta hasta peleas callejeras y una burguesa estúpida y borracha que se cayó de la bicicleta. La llamada central en cuestión, la que funciona como catalizador de un estado psicológico ya de por sí caldeado en lo que atañe al protagonista, gira alrededor del rapto de Iben, quien es amenazada por Michael con un cuchillo y conducida en una camioneta hacia un destino incierto durante una noche al azar. No pasa mucho tiempo hasta que descubrimos el verdadero eje de los acontecimientos a la distancia, producto del fluir de las charlas, los procedimientos estatales a seguir en la atención de emergencias y el mismo interés de un Asger exasperado que se va involucrando cada vez más en los incidentes a nivel personal: en la casa de la secuestrada quedaron los dos hijos de la pareja, una nena chiquita, Mathilde (Katinka Evers-Jahnsen), y un bebé que ha sido descuartizado, Oliver. Como ya avisó a los escuadrones de turno y en términos legales no puede más que aguardar un resultado positivo, Holm comienza a desesperarse porque -precisamente- la angustia de Iben y Mathilde es muy contagiosa y lo lleva a tratar de solucionar el embrollo controlando a los diferentes implicados, léase los integrantes de la atribulada familia, colegas del otro lado de la línea y un ex compañero de calle, Rashid (Omar Shargawi), con quien hasta hace poco patrullaba Copenhague cuando todo se vino abajo por un suceso que provocó el traslado del hombre al 112 y un “problemilla” judicial. Toda esa integridad narrativa y anímica que suele escasear en las películas mainstream contemporáneas encuentra nueva vida en las obras de cinematografías alternativas como la de los países nórdicos, la cual a su vez supera por mucho lo que suele ofrecer el resto de una Europa que gusta de copiar los elementos más pueriles del enclave norteamericano, como si la introducción de un mínimo acento local garantizase la eficacia de productos casi siempre tan redundantes como los yanquis. El realizador Möller no sólo mantiene alta la tensión desde un minimalismo exquisito, que curiosamente le escapa a las bellas argucias clase B de -por ejemplo- la recordada Enlace Mortal (Phone Booth, 2002), sino que además sabe construir un thriller abstracto y de entorno cerrado con una pata muy fuerte en el esperable trauma de base del protagonista, uno que no es tal ya que apunta a una suerte de disposición psicológica de larga data de Asger -representante de todo el aparato represivo- relacionada con el arte de trabajar bajo presión y con la impunidad al alcance de la mano. Más allá de una progresión muy lograda donde la pirotecnia está contenida y nunca se sale de cauce ni desemboca en lo inverosímil, el mayor mérito de Culpable es de hecho su talante naturalista y prosaico, cuyo objetivo fundamental está orientado a retratar tanto cómo funciona el ser humano cuando se siente agobiado como su tendencia a destruir todo lo que se interpone entre él y la paz deseada, ya sea a nivel consciente (el mismo Holm) o inconsciente (la familia de Iben y Michael). El debut de Möller enfatiza aquello de que no hace falta una colección de escenas de acción para enervar la dinámica del relato o un adalid de las “causas justas” maniqueas para despertar empatía o una serie de latiguillos caducos para justificar la redención de fondo, apenas si necesitamos un buen guión, una dirección firme y un actor como Cedergren, aquel de la también maravillosa Terriblemente Feliz (Frygtelig Lykkelig, 2008), intérprete taciturno que desparrama honestidad en cada secuencia a partir de pivotes escénicos bien austeros: el presente film enaltece la crudeza de la desesperación terrenal a retazos y pone de relieve la necesidad de recuperar el suspenso sustentado en el desarrollo de personajes y la inexistencia de eufemismos conservadores…
Entre el pincel y el mármol Los llamados “art tour films” son toda una institución desde hace décadas en las tiendas de regalos/ gift shops/ bazares de souvenirs de la enorme mayoría de los museos de todo el mundo y especialmente de los de Europa, siempre invitando a los visitantes -sobre todo a los de mayor poder adquisitivo, considerando los valores prohibitivos promedio de las entradas de por sí- a adentrarse en la parafernalia capitalista de los recuerdos comprando libros recopilatorios, reproducciones varias, chucherías o las mismas películas a las que nos referimos. En términos formales los art tour films constituyen un género particular ya que suelen combinar las descripciones detalladas de los documentales expositivos con una tanda variable de ficción -a veces preponderante, en otras ocasiones con un rol sin duda secundario- orientada a la reconstrucción histórica de algún episodio singular o planteo ilustrativo relacionado con el artista, la temática o la etapa que se haya elegido explorar. Casi ninguno de estos productos híbridos logran llegar a la cartelera tradicional de ninguna parte del planeta, no obstante hoy nos topamos con el estreno comercial de un prototípico exponente del rubro, Michelangelo Infinito (2018), anomalía que se puede celebrar o ningunear según la aceptación por parte del espectador de los engranajes de un género muy volcado a un fin determinado, léase el conocimiento estético o la apreciación al detalle de obras de arte (resulta hasta hilarante que en este objetivo unidimensional los art tour films puedan ser emparentados a los manuales visuales de manualidades o al mismo cine porno, todos enclaves en los que el “enriquecimiento sensorial concreto” suplanta las clásicas ambigüedades de la ficción o los documentales). Como su título lo indica, esta propuesta de Emanuele Imbucci repasa la producción artística de Michelangelo Buonarroti alias Miguel Ángel (1475-1564), quizás el más grande artista de la atribulada historia de la humanidad. La faena combina un estudio visual minucioso en torno a las creaciones más importantes del florentino con -por un lado- monólogos teatrales a cargo de un Enrico Lo Verso que cumple con sutil dignidad en la piel de Michelangelo y -por otro lado- apreciaciones rimbombantes con pretensiones líricas/ alegóricas acerca de la obra del escultor, pintor y arquitecto en boca de un actor, Ivano Marescotti, que interpreta a Giorgio Vasari, uno de los primeros historiadores del arte y autor de Las Vidas de los más Excelentes Arquitectos, Pintores y Escultores Italianos (Le Vite de’ più Eccellenti Pittori, Scultori e Architettori, 1550), libro en el que recopiló una serie de biografías de artistas italianos de gran renombre del Siglo XVI y eje central para comprender el Renacimiento y/ o la transición entre la Edad Media y los inicios de la Edad Moderna. Haciendo foco en la escultura y la pintura, las dos ramas fundamentales de Miguel Ángel, el metraje nos pasea por muchas obras que incluyen trabajos inconmensurables como Baco (1497), la Piedad (1498-1499), el David (1501-1504), el Moisés de la Tumba del Papa Julio II (1513-1515), la Piedad Rondanini (1552-1565), la Sagrada Familia o Tondo Doni (1503-1506), y -por supuesto- los frescos de la Capilla Sixtina, desde las primeras fases hasta el mural El Juicio Final (1537-1541). Sinceramente lo más disfrutable de Michelangelo Infinito es la excelente fotografía de Maurizio Calvesi, recorriendo con cariño y paciencia los contornos monumentales del vitalismo de fondo de las obras, ya que el guión de Tommaso Strinati, Sara Mosetti y el propio director nunca va más allá de los lugares comunes en esos recitados de Lo Verso y Marescotti, cayendo en instantes de pomposidad innecesaria y en algunas redundancias que cualquiera que esté mínimamente empapado en la producción del florentino ya conoce de sobra (además, se podría decir que dichos soliloquios y/ o relatos en off están “inspirados” en el libro de Vasari porque sólo lo citan en parte de manera literal). Por supuesto que tratándose de Miguel Ángel se entiende esa exageración discursiva aunque hubiese sido más interesante una perspectiva menos inclinada hacia lo poético (para ello ya están las mismas obras, que hablan por sí solas) y volcada a lo didáctico clásico, más tratándose de una película realizada bajo el amparo de los Museos Vaticanos (la sobreabundancia en el metraje de la pata ficcional a veces no deja apreciar a las esculturas y pinturas en toda su belleza inherente). Aún así el opus de Imbucci es una experiencia gratificante que permite un acercamiento invaluable al mundo del pincel y el mármol del querido artista italiano…
Masacres mecanizadas Ya era hora de que Peter Jackson volviese a la senda de la calidad que había abandonado luego de El Señor de los Anillos: El Retorno del Rey (The Lord of the Rings: The Return of the King, 2003), su último film en verdad potable: Jamás Llegarán a Viejos (They Shall Not Grow Old, 2018), el primer documental del señor en una carrera de más de tres décadas, nos permite olvidarnos de propuestas muy pero muy fallidas como King Kong (2005), Desde mi Cielo (The Lovely Bones, 2009) y la trilogía de El Hobbit (The Hobbit), todas películas pomposas y huecas que parecían haber destruido de manera definitiva aquella creatividad de antaño del neozelandés. Por suerte el presente trabajo aporta un soplo de aire fresco porque nos invita a contemplar el accionar de la enorme maquinaria cinematográfica anglosajona puesta a restaurar material de archivo inédito de la Primera Guerra Mundial. La idea por detrás del convite pasa por la atracción de siempre de Jackson hacia el conflicto a raíz de un abuelo suyo que peleó en la contienda, así eventualmente esta experiencia lo llevó a obsesionarse de tal manera que él mismo cuenta con una generosa colección sobre la guerra que fue a parar a la pantalla. El director establece un contrapunto entre el fílmico en blanco y negro para los instantes previos y posteriores, por un lado, y el color para el desarrollo en sí de los combates, por el otro, especie de dicotomía entre la ignorancia de los civiles en torno a las carnicerías y la eterna sombra de la muerte (estupidez obediente de las mayorías acríticas) y la pesadilla sanguinaria sin fin (el verde de los uniformes se unifica con el rojo de la sangre). De hecho, es ese fluir caótico mundano del soldado de trincheras del Frente Occidental el que quiere y logra reproducir un Jackson muy inspirado y lúcido. Jamás Llegarán a Viejos reconstruye con lujo de detalles el sentir de las tropas inglesas desplegadas en Francia sin ningún atisbo de nacionalismo bobo modelo estadounidense, ya que el tono del relato respeta la continuidad prototípica bélica sin artificios ideológicos que justifiquen la gesta más allá de la inocencia semi pueril de unos conscriptos o voluntarios que no se daban cuenta de que estaban participando de una catástrofe interimperialista en pos de repartirse todo el globo sin ninguna consideración por esas masas que los distintos regímenes mandaban al matadero. El equipo técnico no sólo colorea las imágenes del período sino que le agrega sonidos y ruidos incidentales y los mismos intercambios entre los militares, a lo que se suma un sinnúmero de entrevistas a combatientes que narran en primera persona los acontecimientos con una enorme honestidad símil mega epopeya coral. Si bien la Segunda Guerra Mundial llevaría la locura del genocidio mecanizado al extremo, en realidad los primeros ensayos de industria armamentista moderna a escala planetaria se dieron durante las luchas que se extendieron entre 1914 y 1918, interminable catarata de miserias, cadáveres y heridos que Jackson retrata con respeto y minuciosidad sopesando en toda su ferocidad la lluvia de balas y bombas y por supuesto haciendo un balance sobre el final que enfatiza primero el desconocimiento general acerca de los motivos detrás de las masacres y segundo la triste conclusión de inutilidad y sinsentido de base por parte de unos soldados sobrevivientes que a posteriori sufrieron discriminación en suelo británico y no fueron alzados como héroes, como ellos creían ingenuamente en un inicio. El film es un documento histórico muy crudo y de una gran fortaleza narrativa que llama a las cosas por su nombre sin romantizaciones baratas, arrebatos chauvinistas, mentiras que exoneren al gobierno en funciones o delirios xenófobos hacia los alemanes, todo en sintonía con la perspectiva insólitamente ascética del Imperial War Museum del Reino Unido, nada menos que uno de los impulsores del proyecto junto al propio Jackson y su genial investigación…