En pos de la lucha colectiva Vivimos en una época en la que el grueso de la producción artística -ya ni siquiera vale la pena hacer diferenciaciones entre el cine, la música, la literatura, el teatro, etc.- decide obviar descaradamente la multitud de problemas sociales, económicos, culturales y políticos que caracterizan a un capitalismo cada día más volcado a las mentiras mediáticas, el hambre y una represión que aparece tanto bajo la forma del viejo aparato policial de siempre como disfrazada de nuevas técnicas de identificación individual de índole virtual orientadas a limitar aún más la libertad de sujetos que suelen celebrar al explotador y condenar al explotado porque hacen suya la ideología de las clases dominantes, cortesía de una manipulación masiva bien burda aunque eficaz gracias a la ignorancia consuetudinaria de la humanidad de fines del Siglo XX y estos comienzos del Siglo XXI, siempre dispuesta a imitar/ envidiar el sustrato más reaccionario y pusilánime de las oligarquías empresarias, sus ídolos culturales de plástico, el capital financiero que pulula por detrás y finalmente sus socios en toda la estructura mafiosa estatal, las redes sociales y los operadores económicos. La Guerra Silenciosa (En Guerre, 2018) es por lejos el mejor film del director y guionista francés Stéphane Brizé, conocido por las correctas Une Affaire d’Amour (Mademoiselle Chambon, 2009), Algunas Horas de Primavera (Quelques Heures de Printemps, 2012), El Precio de un Hombre (La Loi du Marché, 2015) y Una Vida, una Mujer (Une Vie, 2016), ahora retomando la sociedad con su actor fetiche Vincent Lindon y apostando a un planteo narrativo muy crudo símil Ken Loach de influjo documental, con resonancias naturalistas y mucha cámara en mano que marcan un constante devenir batallante acorde con el tópico de fondo, la lucha encarnizada por conservar el trabajo, no sólo el propio sino también el de todos los compañeros a la deriva. La obra, si bien pone en el centro de la escena a Laurent Amédéo (Lindon), un admirable sindicalista de izquierda, en realidad es de impronta coral porque gira alrededor del cierre de una fábrica autopartista en la ciudad de Agen propiedad de Perrin Industrie, un conglomerado local que a su vez está en manos del grupo alemán Dimke, otro enclave fantasmagórico de empresas encabezadas por Hauser (Martin Hauser). Con 1100 trabajadores a punto de quedar en la calle y luego de un acuerdo firmado hace dos años en el que la compañía se había comprometido a mantener la actividad por cinco años y los operarios a renunciar a todos los bonos salariales y a trabajar 40 horas semanales pero cobrar sólo 35, el frente de batalla es el mismo que se reproduce en prácticamente todo el globo por la sustitución generalizada del trabajo con la especulación financiera en tanto productora de gigantescas ganancias: por un lado tenemos a un conjunto de sindicatos que sólo se unen en situaciones límites como la presente, y encabezados por delegados de base como Amédéo que sí están en contacto con las urgencias cotidianas y las representan con fervor, y en segundo lugar están la empresa y sus patéticos tecnócratas y esbirros burgueses varios, siempre alegando baja de rentabilidad o pérdida progresiva de competitividad cuando todos saben que las entradas en los balances son cuantiosas/ van en ascenso y lo que en verdad se pretende es relocalizar la fábrica en naciones con mano de obra semi esclava o más barata y/ o simplemente licuar el patrimonio para especular en el mercado financiero. El Estado, como burocracia deshumanizadora e hipócrita al servicio de los poderosos, simula mediar aunque en realidad no hace nada para que los trabajadores no caigan en la indigencia y busca cualquier excusa con el objetivo de abandonar la mesa de negociación y así dar el asunto por ganado al grupo económico francés/ alemán, pretexto que por supuesto no tarda en llegar porque los ánimos comienzan a caldearse con el transcurso de los meses, el triste empantanamiento, la influencia caníbal de los medios de comunicación -apoyando permanentemente a la derecha explotadora- y ni hablar de los entreguistas del sindicalismo cobarde y oportunista que da por perdida la fábrica, le sonríe a la compañía y prefiere la indemnización antes que defender los puestos de trabajo en una zona -y un entramado capitalista- donde el desempleo es angustiante y suele ser terminal en casi todos los casos. El guión de Brizé, Olivier Gorce y Xavier Mathieu denuncia la apatía miserable de buena parte de la población, el accionar de los infaltables esquiroles y la inmunda complicidad de la justicia, que desestima el recurso de anulación del cierre de la planta industrial de Agen. Más allá del excelente desempeño de Lindon, sin duda el mejor de su carrera, todo el elenco está perfecto y aporta la dosis exacta de desesperación a la vorágine retratada, una que pone de manifiesto la apremiante necesidad de organizarse colectivamente para que los marginados del sistema -en suma casi todos los ciudadanos de a pie, por más que estemos rodeados de lobotomizados por los mass media funcionales a las oligarquías mafiosas- puedan unirse y combatir como es debido con vistas a frenar la pauperización social extendida, la corrupción en todas las esferas del poder público y esa soberbia polirubro que vive inventando enemigos internos o externos bien ridículos a los cuales transformar en chivos expiatorios de las barrabasadas cometidas por los ineptos que nos gobiernan y los grandes magnates adeptos a la inequidad más salvaje y execrable. La Guerra Silenciosa es una convocatoria a no caer en el eje de los héroes individuales ya que cada uno en su islita poco puede hacer por fuera de llamar la atención en torno a las injusticias, manotazos de ahogado cuando el egoísmo de los colegas, la desidia del Estado y el maquiavelismo de las empresas arremetieron contra aquellas voluntades que no se dejaron someter ni esclavizar por esa mugre fascista hegemónica que sólo conoce la ley de la cosificación y el dinero…
Pop vacuo prefabricado En Vox Lux (2018) el norteamericano Brady Corbet, en esencia un actor reconvertido en director y guionista y aquí entregando su segunda película detrás de cámaras, reproduce el esquema de su ópera prima The Childhood of a Leader (2015), léase un andamiaje narrativo de naturaleza episódica y algo lúgubre basado en segmentos más o menos interconectados a nivel temático y en lo que atañe a los personajes en general: así como antes teníamos el retrato de la niñez de un caudillo fascista durante las postrimerías de la Primera Guerra Mundial y la firma del Tratado de Versalles, hoy tenemos otro ego que nace del dolor y se va desarrollando de manera malsana, específicamente el de Celeste (Raffey Cassidy de adolescente, Natalie Portman en su faceta adulta), la sobreviviente de una masacre en un colegio que se transforma en un ícono del pop industrial prefabricado. El responsable de matar a una profesora, sus compañeros y hasta sus propios padres es el joven psicópata Cullen Active (Logan Riley Bruner), quien un buen día decide cargarse a todos y luego suicidarse en la escuela secundaria de turno. Celeste, que asistía al mismo curso que el victimario, sobrevive a la ráfaga de la ametralladora de Cullen pero queda muy malherida y en el velatorio masivo -rodeada de una multitud de representantes de los medios de comunicación- tiene la idea de entonar una canción que compuso junto a su hermana mayor Eleanor (Stacy Martin), lo que derivará de inmediato en catalizador de un contrato discográfico y una carrera musical muy exitosa al amparo de su manager (Jude Law) y su publicista (Jennifer Ehle). La primera parte abarca la carnicería y el período adolescente de la protagonista, 2000/ 2001, y la segunda una adultez centrada en el 2017. Convertida en una veterana del negocio, Celeste se transforma en una artista paranoica, narcisista, promiscua, drogadicta, soberbia y con una mala relación tanto con su hija Albertine (Cassidy de nuevo), a la que tuvo siendo una jovencita, como con su hermana, a la que basurea a más no poder y no le da ningún crédito por ser la principal compositora de su repertorio y por haber criado a Albertine; a lo que para colmo se suma que viene de un escándalo judicial/ mediático por atropellar a un peatón, insultarlo con apelativos raciales y tener que arreglar todo el asunto con un acuerdo de 13 millones de dólares para la víctima. En la previa de un mega concierto en un estadio con ánimos de revancha/ autoafirmación, un aparente grupo de terroristas dispara a mansalva en una playa de Croacia -matando a 14 personas en total- mientras vestían máscaras de un famoso videoclip de Celeste, Hologram. Corbet recupera con inteligencia ingredientes varios del acervo arty furioso -cercano a Stanley Kubrick, Michael Haneke y Gaspar Noé, entre otros- como esa escena semi completa de créditos del inicio, inserts ominosos contextualizadores con música a todo lo que da, cámara rápida para determinados momentos descriptivos, una profusión de tomas fijas y/ o largas secuencias dialogadas, cortes repentinos que instauran cierta violencia retórica, y en especial una narración muy literaria y florida a cargo de un Willem Dafoe en off que logra lucirse aportando datos que terminan enfatizando el sustrato paródico de la segunda mitad de la trama, suerte de contracara de la tragedia y la inocencia del primer capítulo, cuando esta adalid de la “sinceridad dolorosa” aún no había sido atrapada por las fauces de la corrupción más bobalicona del espectáculo inofensivo/ castrado para las masas. Por supuesto que el realizador no está descubriendo la pólvora en eso de subrayar que hablamos de productos oportunistas de la industria cultural pensados al dedillo y siempre en función de una retroalimentación sadomasoquista con la prensa amarilla y un público infantilizado y tan vacuo como la intérprete, no obstante Corbet consigue superar el trasfondo previsible del comienzo, sustentado en la púber dando sus primeros pasos en el negocio de la música, con la aparición de una en verdad despampanante Portman que sabe moverse -desde una destreza y una sublime naturalidad- en la frontera entre la tragedia y la comedia negra implícita sin saltar de cabeza en esta última en ningún momento. Es precisamente por esa hora final, y por los interesantes intercambios que la protagonista mantiene con su entorno de lambiscones, que Vox Lux levanta la puntería y sin duda logra convertirse en un pantallazo limitado aunque atractivo alrededor de los engendros egoístas, ciclotímicos y autodestructivos que suele generar el capitalismo actual del entretenimiento.
La gran bestia del apocalipsis A diferencia de esa fosa séptica llamada cine tradicional hollywoodense de superhéroes, el resultado de dos décadas de un proceso conjunto de repetición y banalización ad infinitum de lo mismo, las dos adaptaciones de Guillermo del Toro de 2004 y 2008 de Hellboy, el querido cómic creado por Mike Mignola, se abrieron paso como obras de arte íntegras y de una enorme coherencia, capaces de conjugar los engranajes de la fantasía símil cuento de hadas y la figura de los antihéroes verdaderos, esos que arrastran penas y culpas que nunca pueden curar/ pagar del todo. Si bien esta nueva traslación, ya con el mexicano de lado, se nos presenta como un reboot, en realidad es una remake camuflada compuesta de los films previos en una especie de 2x1 que no llega al nivel de calidad de antaño aunque tampoco pasa vergüenza porque sustituye la magia gótica por una efervescencia truculenta sin freno. Un componente adicional que nos permite disfrutar de Hellboy (2019) es que constituye en sí el regreso al cine de Neil Marshall, una de las grandes promesas del cine de horror y acción de la década pasada luego de entregar las muy adictivas Dog Soldiers (2002), El Descenso (The Descent, 2005), Doomsday (2008) y Centurión (2010), una serie de trabajos que se vio cortada por una mudanza de nueve años al ámbito televisivo por encargo: su presencia fue definitivamente crucial para que el protagonista titular, esa “gran bestia del apocalipsis”, no sufra el típico y patético lavaje del mainstream con vistas a agradar a la legión de oligofrénicos que adoran la corrección política, la idiotez y el eterno refrito de clichés de los tanques multitarget de nuestros días, apuntalando en cambio una fiesta gore permanente en la que dominan masacres sinceras y un tono narrativo lúdico bien aceitado. La historia vuelve a pasar por la condición de Hellboy (David Harbour reemplaza con carisma y eficacia al genial Ron Perlman) de arma que puede ser utilizada por los hombres en la agencia paranormal de turno o por la fauna subrepticia de la oscuridad en sus intentos esporádicos de vengarse de la humanidad a raíz del “detalle” de siempre, resumido en la costumbre de los bípedos de explotar y/ o aniquilar a cualquier entidad que califiquen como “diferente”. Ahora la villana es Nimue (una esplendorosa Milla Jovovich), bruja que siglos atrás fue traicionada por el Rey Arturo y Merlín y que hoy es traída de vuelta por Gruagach (Stephen Graham y Douglas Tait), un humanoide porcino que a su vez se la tiene jurada a Hellboy por haberlo privado de una vida normal. Junto a la médium Alice (Sasha Lane) y al agente Ben Daimio (Daniel Dae Kim), el rojo intentará detener la catástrofe que se avecina. El guión de Andrew Cosby no es precisamente la apoteosis de la originalidad porque en esencia retoma el hiper trabajado mito de Excálibur y lo acopla a la idiosincrasia irónica y mundana/ callejera del cómic de Mignola, logrando una aventura entretenida y feroz que hace propios los estereotipos narrativos y las leyendas anglosajonas -de hecho, casi todo el film transcurre en el Reino Unido- al no tomarse en serio a sí misma y plantearse desde el vamos como un cuento sardónico acerca del equivalente a un lumpen trabajando para burócratas burgueses y sintiéndose un traidor para con los suyos, paria entre los humanos y “bicho raro” entre todos los bichos raros. Aquí por suerte las secuencias de acción no son interminables y muy redundantes, como sucede en los bodrios de Marvel y DC, ya que están orientadas a condimentar el relato más que a suplirlo con ampulosidad boba gratuita. Como decíamos antes, Marshall no se muestra remilgado como tantos otros realizadores e impone sin medias tintas su amor por el grotesco sanguinario, la evisceración, el humor negro y las amputaciones al paso, a sabiendas de la potencialidad sarcástica del personaje central y su mismo carácter de sicario maquillado especializado en amenazas de enormes proporciones. Este sustrato de “clase B con presupuesto” que juega a dos puntas, entre la algarabía del terror y el derrotero mitológico freak, es el que consigue rescatarnos una y otra vez del tedio estándar del cine comercial norteamericano para llevarnos al campo de lo remanido disfrutable que por un lado no desdibuja el espíritu de las películas de Del Toro y por el otro sabe cómo balancear el delirio, la pompa, el melodrama, la comedia y hasta un humanismo de fondo que apuesta a la igualdad y se planta contra los fanáticos homicidas…
La imaginación no todo lo puede El cine de animación mainstream, como gran parte de los productos culturales para el consumo masivo de nuestros días, es bastante pobre y está caracterizado por una pereza creativa insoportable que se condice tanto con la deficiente formación de muchos directores y guionistas del rubro (ni siquiera es un problema generacional porque personas de todas las edades trabajando en la actualidad demuestran que no se les cae ni una idea novedosa o -aunque sea- una clásica bien repensada) como con los criterios estupidizantes marketineros en función de los cuales se construyen casi todos los tanques actuales (la reducción del ámbito cultural a testeos de mercado elimina la riqueza potencial de la cultura, optando siempre por marcos conservadores y remanidos desde un temor risible a la novedad y la paciencia narrativa, dos recursos que brillan por su ausencia en nuestra contemporaneidad). Salvo alguna que otra cosilla del Pixar reciente y alguna que otra franquicia portentosa que milagrosamente fue encarada desde una iconografía de términos autorales, como por ejemplo la correspondiente a Cómo Entrenar a tu Dragón (How to Train Your Dragon), la animación hollywoodense continúa enterrándose sola gracias a productos por demás anodinos e intercambiables como el que nos ocupa, Parque Mágico (Wonder Park, 2019), un opus infantil que sigue la estela del último eslabón de Toy Story en eso de quedarse sin la máxima autoridad detrás de cámaras por haber sido despedido a raíz de múltiples denuncias de acoso sexual (en el caso de la cuarta entrega de los muñequitos sensibles el echado fue el guionista y productor -y realizador de las dos primeras películas de la serie- John Lasseter, aquí es el director Dylan Brown, quien fue reemplazado por tres colegas). La historia se reduce a una nena, June (Brianna Denski), que junto a su madre, la Señora Bailey (Jennifer Garner), crean el parque de atracciones imaginario del título a través de un montón de juguetes y dispositivos varios dentro de la casa burguesa de turno, no obstante cuando la progenitora se enferma la chica se olvida del reino de la fantasía y debe crecer de golpe. Al cuidado de su padre (Matthew Broderick) mientras la madre está siendo tratada lejos del hogar, la nena eventualmente termina escapando de una salida educativa y descubriendo en un bosque que el Parque Mágico existe y que está bastante abandonado/ destruido por el accionar abstracto de unas nubes amenazantes de tormenta conocidas como La Oscuridad. Así June y los anfitriones del lugar (un oso, un jabalí, un par de castores, un puercoespín y un mono que simbolizan juguetes de la protagonista) tratarán de devolverle la vitalidad al parque y sobrevivir a los ataques de los antiguos peluches del “gift shop”, hoy transformados en un ejército de pequeños zombies malévolos con forma de chimpancé. Como salta groseramente a la vista, la propuesta combina la premisa de base de La Historia sin Fin (Die Unendliche Geschichte, 1984), sustituyendo a La Nada por La Oscuridad y al varón por una nena, el devenir macro de Intensamente (Inside Out, 2015), caracterizado por un recorrido por el propio intelecto y las emociones de la adalid principal, y finalmente diversas secuencias psicodélicas de acción/ aventura muy en sintonía con sus homólogas de la muchísimo mejor Lluvia de Hamburguesas (Cloudy with a Chance of Meatballs, 2009), en esta oportunidad para colmo llevando a la velocidad retórica al extremo del cansancio y acumulando momentos tan vertiginosos como intrascendentes y lelos. De hecho, Parque Mágico es tan genérica, repetitiva e insustancial que más que reforzar su moraleja de fondo, léase “la imaginación todo lo puede”, se termina convirtiendo en una buena prueba de la sentencia exactamente opuesta. Como casi todos los exponentes hollywoodenses actuales, el film se obsesiona con el apartado visual y descuida trágicamente el núcleo narrativo…
La belleza del ring La encantadora Luchando con mi Familia (Fighting with my Family, 2019) acumula tres lecturas posibles y de todas sale sorprendentemente airosa, a saber: en primer lugar es una película que retrata la idiosincrasia parca británica, sobre todo ese humor negro e irónico basado en diferencias de clase, en la confrontación y en cierta algarabía contenida; en segundo término hablamos de una obra de una fuerte impronta familiar, lo que desde ya implica la dinámica contradictoria de un cariño que puede derivar en celos, peleas y frustraciones de diversa índole; y finalmente -aunque no menos importante, para nada- tenemos esa dimensión deportiva que aporta en gran medida el núcleo fundamental de la propuesta en su conjunto, léase la defensa tierna y cortés del mundo del catch/ lucha libre y su sinceridad de fondo, poniendo siempre el sustrato ficcional de los combates en primer plano en una jugada que ridiculiza de paso al resto de los deportes masivos organizados bajo criterios del mercado capitalista, todos igual de fingidos y “arreglados” de antemano. La excusa que utiliza el opus para construir una odisea naturalista de ascenso al estrellato pasa por la vida real del clan Bevis/ Knight en general y el devenir de Saraya-Jade Bevis en particular: la chica, interpretada por la extraordinaria Florence Pugh, nació en Norwich en una familia de atletas profesionales ya que tanto su padre Patrick (el genial Nick Frost) como su madre Julia (Lena Headey) fueron contendientes de catch, casi siempre luchando bajo el apellido Knight, y ahora brindan espectáculos autofinanciados y hasta encabezan una academia con alumnos a cargo de Saraya y su hermano Zak (Jack Lowden), mientras un tercer hermano, Roy (James Burrows), se encuentra en prisión por problemas con la ley. Zak y la joven consiguen una prueba ante un entrenador de World Wrestling Entertainment, la compañía que controla el negocio de la lucha en Estados Unidos, pero en la demostración el susodicho, Hutch Morgan (Vince Vaughn), elige a Saraya, quien respeta la tradición familiar en el ring, y descarta a Zak, que sí abraza al catch como su aspiración de siempre. A partir de ese momento la película combina los problemas que atraviesa el muchacho en Gran Bretaña por el desaire profesional y una flamante paternidad con su pareja Courtney (Hannah Rae), lo que deriva en alcoholismo y una apatía importante, y las dificultades de Saraya -que cambia su nombre a Paige- en el centro de entrenamiento de NXT en Florida, suerte de división de la WWE especializada en nuevos talentos que luego son explotados en otras marcas más populares de la empresa, como por ejemplo Raw y SmackDown, dos shows televisivos con fans muy fieles. Entre la dureza de las exigencias de Morgan y los desajustes con otros compañeros menos experimentados de NXT, la chica de 18 años deberá hacer frente a la envidia de su hermano, las esperanzas que sus padres depositan en ella y su propia identidad, esa que está en pleno proceso de formación mientras todo cambia a su alrededor. El director y guionista inglés Stephen Merchant, de amplia experiencia en comedias televisivas, construye una trama balanceada y coherente que saca partido de la interrelación entre personajes paradójicos y queribles, sin descuidar los chispazos de comedia sardónica familiar y el retrato de fondo del deporte en cuestión y su peligrosidad. De hecho, Luchando con mi Familia hace honor al doble significado de su título porque explora tanto las desavenencias intra parentela como esta responsabilidad/ privilegio/ carga de seguir los pasos de nuestros progenitores en aquello que les ha dado de comer, detalle que en cierta forma toma a la lucha libre como una metáfora de la vida misma en eso de que está arreglada -pautada de antemano- aunque de falsa no tiene nada porque las lesiones que pueden producirse durante las performances sí que constituyen un enorme riesgo para la salud de los atletas. Merchant logra un desempeño excelente por parte del elenco, sabe que trabaja con una estructura narrativa estereotipada y hasta se las ingenia para meter en el relato a un Dwayne “The Rock” Johnson productor y hoy haciendo de sí mismo en tanto figura paternal que entrega algo de sabiduría al personaje de Pugh, aquella de la interesante Lady Macbeth (2016). Más allá de los clichés y las clásicas “licencias” hollywoodenses con respecto a los hechos verídicos, la propuesta cuenta con un corazón y una autenticidad que se agradecen en tiempos como estos, en los que la belleza y honestidad de los puños -ya sea en el boxeo o el catch- funcionan como un antídoto contra los deportes basura de equipos…
El alma no resucita Tanto Cementerio de Animales (Pet Sematary, 1989) como el gran libro original homónimo de 1983 de Stephen King constituyeron más una reflexión sobre las distintas formas de lidiar con la muerte que una simple historia acerca de cadáveres que vuelven a la vida luego de enterrarlos en determinado campo santo indígena, a lo que se agregaban formulaciones complementarias vinculadas al hecho de que el ser humano nunca aprende la lección (así se tropieza incansablemente -una y otra vez sin cesar- con la misma piedra) y al problema de tener que relacionarse con la familia de la pareja cuando la susodicha está… viva (el sustrato melodramático de desavenencias en el centro del clan se mezclaba con los ardides fantásticos clásicos de La Pata de Mono alias The Monkey's Paw, el archiconocido cuento de 1902 de W.W. Jacobs sobre el trágico devenir de los sueños cumplidos y sus correlatos). Por más que la película original no era perfecta y funcionaba mejor en términos alegóricos que narrativos, sinceramente nadie pedía una remake pero al Hollywood actual de muy pocas ideas esto nada le importó y aquí tenemos una flamante traslación de la novela de King, quien por cierto había firmado el guión del opus de 1989 de Mary Lambert: los directores a cargo de la faena, Kevin Kölsch y Dennis Widmyer, aquellos de la gratificante Starry Eyes (2014), redondean un trabajo bastante digno que modifica algunos ítems de la propuesta original aunque consigue respetar el espíritu deliciosamente tétrico y morboso de base, lo que en la praxis significa que ahora es la hija -y no el nene/ bebé- del matrimonio protagónico el que muere y que se refuerza la poderosa idea de fondo de la destrucción familiar mediante un desenlace un poco más cáustico que conserva lo “no dicho” de antaño. La trama vuelve a girar alrededor de la llegada de una parentela de burgueses de buen pasar a una casa inhóspita de Maine, compuesta por el padre médico Louis Creed (Jason Clarke), la madre ama de casa Rachel (Amy Seimetz), la alumna de primaria Ellie (Jeté Laurence) y el crío pequeño Gage (Hugo y Lucas Lavoie). Cuando fallezca el gato del clan, Church, atropellado por los camiones que circulan a toda velocidad por una carretera muy cercana, el hombre terminará siguiéndole la corriente a un vecino, el veterano Jud Crandall (un John Lithgow perfecto), en eso de enterrar al animal en una superficie específica y bien árida con el objetivo de que resucite y así ahorrarse el tener que encarar la eventual depresión de Ellie, la dueña de la mascota. La tentación de aplicar el “milagro” a su propia hija será muy grande luego de que la nena perezca en otra triste fatalidad vehicular un tanto predestinada. El muy correcto guión de Jeff Buhler incluye las advertencias desde el más allá de Victor Pascow (Obssa Ahmed), ese muchacho atropellado al que Louis trata de salvar y pronto muere por sus heridas en la cabeza, sin embargo les asigna menos importancia porque hoy resulta primordial las perspectivas contrapuestas -en cómo enfrentar a la parca se refiere- de las figuras masculina y femenina del clan, con el padre eligiendo aceptarla sin esperanzas de paraíso/ cielo y con la madre substrayéndose en la colección tradicional de delirios religiosos porque arrastra el trauma de haber visto fallecer de niña a su tenebrosa hermana Zelda (Alyssa Brooke Levine), enferma crónica de meningitis espinal. En el medio se encuentran esos zombies malévolos de Church y Ellie que niegan ambos puntos de vista, indicando que algo hay después de la muerte pero que de celestial o utópico no tiene nada. Clarke es un muy interesante reemplazo del de por sí eficaz Dale Midkiff y lo mismo ocurre con Lithgow en relación a Fred Gwynne, pero Seimetz cae un poco por debajo de Denise Crosby porque no es tan buena actriz ni tiene la presencia de aquella. Quizás lo más atractivo de esta remake/ readaptación es que esquiva en gran medida la aceleración narrativa estándar de nuestros días y se toma su tiempo para construir a los personajes -al igual que la obra previa- con el objetivo de que la andanada de golpes anímicos del último capítulo se sientan más. Este concepto bien nihilista de un dolor cíclico que nos hace inventar excusas para volver a caer en la corrupción se unifica con el miedo eterno a que el alma, esa noción que engloba la personalidad y los recuerdos de los sujetos, desaparezca para siempre a raíz del óbito, frontera insondable que todos algún día llegaremos a cruzar…
El rehén y el burgués psicótico Al igual que Gastón Duprat con Mi Obra Maestra (2018), en esta oportunidad Mariano Cohn se corta solo para 4x4 (2019), abriéndose del que fuera su socio en la dirección -que ahora pasa a los roles de productor y coguionista- en las excelentes El Artista (2008), El Hombre de al Lado (2009), Querida, Voy a Comprar Cigarrillos y Vuelvo (2011) y El Ciudadano Ilustre (2016), todos neoclásicos de la casi siempre raquítica ficción argentina en términos de calidad y profundidad retórica. La premisa es tan sencilla como poderosa: un ladrón de poca monta ingresa a una lujosa camioneta 4x4 para robar el estéreo/ centro multimedia pero queda encerrado detrás de vidrios blindados y a merced del oligarca dueño del vehículo, un psicótico que comienza a torturarlo a la distancia controlando los servicios de a bordo y llamándolo por teléfono a la línea de la camioneta con el objetivo manifiesto de “desquitarse” por haber sido víctima de una andanada de asaltos a lo largo de su vida. El protagonista excluyente es Ciro (Peter Lanzani), padre de familia y ladrón de gallinas experto con un extenso linaje de atracadores en su familia, y su contraparte es el médico Enrique Ferrari (Dady Brieva), un enfermo de cáncer al que le queda poco tiempo de vida y que decide cobrarse las atenciones recibidas en el pasado por terceros -como buen burgués resentido y odiador compulsivo que se la pasa canalizando su mugre psicológica desde la cobardía y la imbecilidad- con un Ciro sin carga en la batería del celular, con un tiro en la pierna por un rebote contra un vidrio, sin poder comunicarse con el exterior -porque el vehículo está insonorizado- y desesperado por el encierro y la falta de agua y alimentos, martirio que se prolonga en total cinco días en los que bebe el líquido limpiacristales del aspersor de la luneta y su propia orina. Recibiendo constantes llamadas para amedrentarlo de parte de Ferrari, su única compañía es un grillo al que decide no comer por sutil piedad. La película constituye una interesante reflexión acerca de la obsesión/ pantomima burguesa y mediática alrededor de la “inseguridad”, eufemismo utilizado desde los centros de poder capitalista para no hablar de la enorme exclusión social, la inoperancia cómplice de las fuerzas policiales y la aún más gigantesca brecha entre ricos y pobres aquí en Argentina y en prácticamente todo el planeta, suerte de patética convalidación tácita de un sistema económico y cultural que en la praxis funciona como una máquina imparable de generar miseria, corrupción, inequidad, mega estupidez y atropellos represivos de todo tipo y color, un baluarte plutocrático que para colmo es festejado por unas mayorías que eligen a sus verdugos de derecha, los artífices de una pauperización y una lobotomía masivas tendientes a garantizar que el pueblo adopte -desde la ingenuidad y el más deplorable analfabetismo político- la ideología de la clase hegemónica hambreadora como propia, como su identidad. La primera parte de la trama respeta el andamiaje estándar de muchos relatos recientes de claustrofobia en sintonía con Phone Booth (2002), Panic Room (2002), Buried (2010) o hasta Locke (2013), aunque tomando prestado el catalizador de la genial Stuck (2007), el último largometraje de Stuart Gordon, una obra muy austera en la que un pobre hombre menesteroso, Thomas Bardo (Stephen Rea), terminaba incrustado en el parabrisas de una burguesa cuya única preocupación era garantizar su impunidad, Brandi Boski (Mena Suvari). Durante el desenlace el devenir narrativo tuerce el volante hacia una parodia en torno al circo de los mass media y la ignorancia popular sobre el tema, una sátira camuflada que recuerda -salvando las distancias- a Tarde de Perros (Dog Day Afternoon, 1975) en esa interrelación entre los oficiales a cargo, el público espectador/ metiche y un negociador, Julio Amadeo (Luis Brandoni), el cual es convocado cuando el asunto se complica bastante. A pesar de que el planteo no es de por sí original, tanto la fotografía de Kiko de la Rica y la música de Dante Spinetta como la actuación de Lanzani y la mano firme de Cohn detrás de cámara son en verdad excelentes y ayudan a redondear un thriller comunal furioso y eficaz destinado a generar polémica ya que no justifica a ninguna de las partes pero por supuesto pone su corazoncito del lado del pobre que roba, señalando desde el vamos que no pasa de ser un rehén más de una sociedad injusta avalada por un Estado que gobierna para los ricos y no hace nada para redistribuir la riqueza, a veces hasta fogoneando la autovictimización risible de los burgueses y unas capas privilegiadas nauseabundas que adoran mantenerse alejadas del resto de la sociedad en countries, oficinas fortificadas y estos mismos vehículos blindados todo terreno. 4x4 destruye el fetiche actual con la vigilancia y la venganza por mano propia, invitando a sopesar las verdaderas causas de tanta violencia y locura social…
El suicidado por la sociedad Tratar de reconstruir la vida de Vincent van Gogh y/ o capturar su esencia es siempre desde el vamos un intento artístico condenado al fracaso porque su obra pictórica de por sí superará cualquier croquis historiográfico/ psicológico que pretenda resumir su sentir y su atribulado paso por este mundo. Aclarado ese punto podemos afirmar que las tentativas más eficaces en el campo de las biopics fueron Sed de Vivir (Lust for Life, 1956) de Vincente Minnelli, encarada desde la arquitectura dramática altisonante del Hollywood Clásico, Vincent & Theo (1990) de Robert Altman, enmarcada en el naturalismo semi experimental típico del realizador, y la reciente Loving Vincent (2017) de Dorota Kobiela y Hugh Welchman, una epopeya animada constituida en un cien por ciento por cuadros realizados por un centenar de artistas imitando el estilo y las diversas variantes de la inflexión estética del pintor holandés. Van Gogh en la Puerta de la Eternidad (At Eternity's Gate, 2018), la flamante adición a la lista y el último film de Julian Schnabel, cae unos escalones debajo de aquellas -todas muy buenas propuestas- pero incluso así resulta una experiencia interesante. Schnabel, un artista plástico él mismo y director de trabajos atractivos como Antes que Anochezca (Before Night Falls, 2000) y La Escafandra y la Mariposa (Le Scaphandre et le Papillon, 2007) y de opus algo escuálidos como Basquiat (1996) y Miral (2010), adopta el mismo enfoque cinematográfico de siempre en lo que atañe al devenir del neerlandés, el de centrarse en el último período de su vida en general y en su estancia en Arlés -en el sur de Francia- en particular, haciéndola suya vía una fotografía bien intrusiva/ reflexiva -hoy a cargo de Benoît Delhomme- plagada de cámaras en mano, primeros planos poéticos, tomas subjetivas desde el punto de vista del protagonista e instantes varios de quietud que pasan de repente al éxtasis doloroso. La insólita decisión de elegir a Willem Dafoe, actor norteamericano de 63 años, para interpretar a un hombre que al morir en 1890 tenía 37 años le sirve de maravillas a la película para acercarse aún más a ese tono entre abstracto y lírico que tanto busca el realizador mediante la sutil presentación de una andanada de episodios relacionados a los vaivenes emocionales y mentales del Van Gogh más ajado y crepuscular. La historia nos entrega todos los motivos clásicos del rubro como su cariñosa relación con su hermano Theo (Rupert Friend) y su tortuosa amistad con Paul Gauguin (Oscar Isaac), además de reconstruir las circunstancias de célebres cuadros o series de cuadros como La Arlesiana, retrato de Madame Ginoux (la gran Emmanuelle Seigner), esposa del dueño de un café al que solía asistir. Como todos los estudios sobre la figura del pintor, el film está fuertemente influenciado por Van Gogh, el Suicidado por la Sociedad, aquel famoso ensayo de 1947 de Antonin Artaud, una crítica muy lúcida a la psiquiatría y a la comunidad en su conjunto en lo referido al tratamiento/ incomprensión de la genialidad detrás de la locura, haciéndolas responsables a ambas de la muerte del holandés por el desprecio, la falta de reconocimiento y ese constante lavaje mental orientado a “normalizar” el intelecto fracturado del pintor; un planteo que queda de manifiesto en las escenas del encuentro con una maestra bien boba (Anne Consigny) y sus insoportables alumnos, quienes molestan al protagonista mientras pretendía trabajar tranquilo, y en las excelentes secuencias centradas en sus conversaciones con el Doctor Félix Ray (Vladimir Consigny), al que derivan porque se cortó el lóbulo de la oreja izquierda luego de una discusión con un Gauguin que deseaba abandonar Arlés, y con un sacerdote (el sublime Mads Mikkelsen), cabeza de otra de las tantas instituciones psiquiátricas en las que lo encerraron a lo largo de su vida y con el cual mantiene uno de los intercambios más atrapantes y sinceros de todo el metraje en torno a su condición de eterno mártir y la subvaloración de la época para con su producción artística. Como suele ocurrir en el cine de Schnabel, al señor se le va un poco la mano en materia de unos excesivos 111 minutos de duración que en algunas ocasiones se sienten repetitivos y algo automatizados en su catálogo de paneos minimalistas etéreos a la Terrence Malick o Víctor Erice aunque en versión “cámara hiper movediza”, varias veces sin lograr llegar al nivel de los susodichos en el terreno de la sublimación ideal de las minucias cotidianas vía el andamiaje de lo estético visual austero. Curiosamente, y a pesar de lo que deben haber sido las intenciones originales del cineasta, los verdaderos puntos fuertes de Van Gogh en la Puerta de la Eternidad son las charlas del neerlandés no sólo con los personajes ya mencionados sino también con otro paciente de un manicomio (Niels Arestrup), con el Doctor Paul Gachet (Mathieu Amalric) y sobre todo con el mismo Gauguin, un intercambio caracterizado por la idea de ambos pintores de cierto aburguesamiento tecnicista del movimiento impresionista y la necesidad de llevar el postulado de base -filtrar la naturaleza desde la matriz personal del artista- hasta sus últimas consecuencias saliendo de las tristes ciudades y recorriendo lo agreste indómito (de todos modos, el Gauguin de Schnabel le dice directamente a Vincent que los arlesianos -léase el pueblo en general- son “estúpidos, malvados e ignorantes”, por ello pretende abandonar el lugar en pos de otros aires, casi tratando de convencer al protagonista de que haga lo mismo y deje de someterse a la indiferencia popular del momento). Como Loving Vincent, la película retoma la hipótesis contemporánea -pero con más ímpetu- de que Van Gogh fue asesinado accidentalmente por los hermanos René y Gaston Secrétan, dos tarados importantes que andaban jugando con una pistola, sin embargo el trasfondo retórico continúa pegado al concepto del suicidio tácito por un cansancio producto de aquello mismo que decía Artaud: hablamos de una sociedad vanidosa, conformista y mediocre que lo empujó a dejar de luchar porque no supo comprender que el artista había alcanzado en su misantropía la plenitud de una belleza en la que el espíritu estaba por encima de la superficialidad corporal, logrando llegar a la esencia de la vida natural a partir de esas trivialidades que casi todos los mortales omiten a diario…
La meritocracia romana. Las películas centradas en el ámbito educativo por lo general acentúan sólo una de las tres dimensiones intervinientes, léase la propia escuela (en tanto institución de control orientada a una socialización que gusta de vanagloriarse de una excelencia más etérea que real, lo que casi siempre deriva en el fracaso más rotundo y en la reproducción de los peores males de la sociedad), los docentes (por un lado tenemos a los profesionales frustrados condenados a la mediocridad, y por el otro están los maestros con una verdadera vocación pedagógica), y finalmente los alumnos (un bastión heterogéneo que combina la abulia con cierta militancia en pos del cambio y la lucidez, esa misma que en la vida adulta se irá apagando en favor del conformismo y esos callejones sin salida insertos en los diferentes estratos del trajín diario). Por suerte Enseñando a Vivir (Il Rosso e il Blu, 2012) cuenta con la cintura suficiente para ofrecer un retrato de lo más completo de las múltiples capas que se dan cita en cada uno de los tres niveles de esta dialéctica de la formación comunal, redondeando un croquis muy interesante de las contradicciones presentes en la praxis educativa. El film elige desarrollar dos historias principales en paralelo, las de los profesores Prezioso (Riccardo Scamarcio) y Fiorito (Roberto Herlitzka), complementándolas a su vez con diversas subtramas: mientras que el primero es el típico substituto lleno de bríos que termina obsesionándose con una estudiante problemática, el segundo es un docente veterano, malhumorado y nihilista que se sorprende ante la efusividad e insistencia de una ex alumna, quien anhela un “reencuentro”. En lo que respecta al régimen narrativo suplementario, en primera instancia está el periplo de una pareja de jóvenes que la van de solipsistas e incomprendidos hasta que las ironías de la cotidianeidad los terminan turbando, y luego tenemos la encantadora relación entre Giuliana Ferrario (Margherita Buy), la directora del colegio secundario de turno, y Enrico Brugnoli (Davide Giordano), un estudiante que ha sido abandonado por su madre. El realizador Giuseppe Piccioni construye desde la paciencia y la minuciosidad un relato en mosaico que analiza la idiosincrasia agridulce de los personajes, sin apelar a los facilismos de la contemplación arty a la francesa y siempre confiando en que los marcos simbólicos del aula -y su afuera- constituyen de por sí el motor de una convivencia llena de paradojas. Si bien la propuesta cae en una especie de relativismo que desdibuja sistemáticamente cada pequeña “certeza”, esta estrategia le permite cuestionar de manera cruzada los roles (el bonachón puede recurrir a la crueldad y el desapasionado puede volver a sentir placer) y además hace posible una perspectiva humanista (capaz de comprender las vueltas anímicas de cada personaje en función de su entorno). Piccioni demuestra una gran inteligencia en el arte de aunar sutileza dramática y una crítica a esa meritocracia que no sólo rige el enclave pedagógico de Roma sino también el autóctono. La insatisfacción apática del alumnado, la exclusión que viabilizan los colegios y la ausencia de una formación multidisciplinaria por parte de los docentes son distintas facetas/ estadios de la crisis educativa contemporánea…
La esquizofrenia es hereditaria. Si bien todavía falta mucho para poder afirmar que el cine de género latinoamericano está atravesando por un buen momento, por lo menos resulta evidente que las poquísimas películas que han arribado a la cartelera argentina no pasaron vergüenza ni nada parecido, pruebas irrefutables de ello fueron la cubana Juan de los Muertos (2011) y la paraguaya 7 Cajas (2012), dos realizaciones que demostraron que cuando hay interés verdadero se puede llegar a cumplimentar un esquema masivo de calidad. Más allá del poco apoyo que los cineastas especializados reciben por parte de las cúpulas de los distintos países de la región, por lo general las soluciones vienen por el lado de la coproducción o la autogestión. El fantasma hollywoodense es el otro gran obstáculo para este tipo de propuestas, en una dialéctica que funciona en primera instancia como una competencia directa y desigual, y en un segundo nivel en tanto lo que podríamos definir como una suerte de espejo del que tomar elementos y/ o recoger influencias de variada índole. Ahora bien, siguiendo con los ejemplos anteriores, una cosa es construir films desde comarcas relativamente marginales dentro del mainstream norteamericano de nuestros días, como la comedia de terror o el thriller suburbano (recordemos la obsesión con la pomposidad vacua de los superhéroes), y otra muy diferente es salir a “pelearle” a Hollywood en un subgénero hoy por hoy en auge. De hecho, esa es precisamente la estrategia por detrás de Visitantes (2014), un convite mexicano que se mete con uno de los caballitos de batalla de los gigantes estadounidenses, esa mixtura entre la tradición de las casas embrujadas y los fantasmas vengadores del J-Horror de la década pasada. Resignificando los estereotipos y las marcas formales de gran parte del ámbito contemporáneo, la ópera prima de Acán Coen no llega a ser una maravilla dentro del rubro aunque se luce en lo que respecta al desarrollo de personajes, ofreciendo una robustez anímica que en todo momento permite conectar con los protagonistas sin descuidar el engranaje de los sustos cronometrados y esa bella propensión hacia el filicidio. En esta oportunidad las maldiciones en cadena arrastran a una familia compuesta por Ana (Kate del Castillo), su esposo Daniel (Raúl Méndez), el hijo pequeño de ambos Sebastián (André Collin) y Carla (Aurora Papile), la hermana de Daniel. Por supuesto que el señor comienza a ver espectros, sufre un accidente automovilístico y cuando vuelve al hogar ya no es el mismo de antes, lo que se vincula con asesinatos de épocas remotas y un largo historial de esquizofrenia transmitida entre clanes de “características” similares. En verdad aquí sorprenden el buen desempeño del elenco, en especial de Collin, y la efervescencia de la segunda mitad de la trama, cuando los espíritus de turno expanden su rango de acción…