Dilemas de la protección En su nuevo largometraje, La Vida Secreta de tus Mascotas 2 (The Secret Life of Pets 2, 2019), secuela del film del 2016, Illumination se recupera de la fallida El Grinch (The Grinch, 2018) y regresa a un nivel cualitativo más cercano a la saga que comenzó con Mi Villano Favorito (Despicable Me, 2010) y a la misma película original de la hoy también franquicia: el estudio de animación, propiedad de Universal Pictures, suele combinar la obsesión con los colores pasteles de Pixar y el fetiche con el humor y las secuencias de acción de DreamWorks, amén de un clasicismo narrativo que remite a Disney aunque apostando a un sustrato más sardónico que permite un mayor número de ironías a nivel de los diálogos entre los personajes. Como casi todos los productos de la factoría, la propuesta no es una maravilla pero tampoco es mala porque consigue momentos aislados inspirados. En primera instancia tenemos el viaje de Max (Patton Oswalt), un Jack Russell Terrier, junto a su amigo Duke (Eric Stonestreet), un gran Terranova, a una granja comandada por Rooster (Harrison Ford), un Perro Pastor Galés, que le enseñará a no ser tan sobreprotector con Liam (Henry Lynch), el pequeño hijo de la chica con la que vive, Katie (Ellie Kemper), quien asimismo recientemente se casó con Chuck (Pete Holmes); después está la misión de rescate del tigre albino Hu a cargo del conejo Snowball (Kevin Hart) y una Shih Tzu llamada Daisy (Tiffany Haddish), un dúo que se fija como objetivo salvar al felino de las garras del dueño malévolo de un circo, Sergei (Nick Kroll); y finalmente tenemos el intento de recobrar el juguete preferido de Max por parte de su vecina Gidget (Jenny Slate), una Pomerania que está enamorada de él y que lo extravió en un departamento lleno de gatos. La trama especialmente resulta toda una rareza ya que esquiva el único hilo argumental estándar del mainstream y se anima a un relato coral -bastante ambicioso dentro del rubro infantil- con un fuerte dejo de los dibujos animados seriales de antaño, ahora explorando tres líneas narrativas que se desarrollan en simultáneo y terminan unificándose en el desenlace. En esta oportunidad Chris Renaud repite como director, aquel de Mi Villano Favorito, su primera continuación del 2013 y Lorax: En Busca de la Trúfula Perdida (The Lorax, 2012), y por suerte el guionista Brian Lynch también se mantiene firme controlando la historia para evitar que se pierda la esencia de la saga, vinculada al respeto por los animales y la construcción minuciosa de las características de cada personaje. Ahora bien, el que sí fue reemplazado fue Louis C.K., la voz de Max en el opus de 2016, por Oswalt debido a las denuncias de acoso sexual sobre el primero, acciones admitidas por él mismo. Así como antes el núcleo conceptual era la necesidad de una tenencia responsable basada en el afecto y la consideración hacia el amigo animal, más allá de jugar con la idea de qué ocurre cuando los hombres abandonan sus viviendas y las mascotas se quedan solas, hoy el eje retórico son los dilemas varios de la protección, abarcando toda la sociedad y no sólo la relación entre los humanos y la fauna de la que gustan rodearse: Max viene a representar la faceta sobreprotectora fanática, incluido un tic nervioso por su preocupación con respecto a lo que le podría suceder a Liam en las muy agitadas calles de New York, después Snowball simboliza la disposición de ayudar al prójimo y Gidget la dialéctica de la responsabilidad, ahora enmarcada en que se comprometió ante su querido Max en eso de cuidar a su juguete para luego perderlo en medio de una fantasía romántica. La Vida Secreta de tus Mascotas 2 es un producto poco original pero digno e hilarante, sobre todo tratándose de una secuela…
Aquella chica de Sri Lanka Por suerte todavía se producen documentales musicales que evitan los estereotipos del mainstream y Matangi/ Maya/ M.I.A. (2018) es un claro ejemplo de estas interesantes desviaciones: en vez de la típica concert movie con escenas intercaladas de backstage o del clásico repaso histórico por la carrera de turno con entrevistas a conocidos del músico en cuestión, esta ópera prima de Steve Loveridge es un retrato poliforme y multicolor de la cantante y compositora del título construido a partir de los videodiarios que la misma grabó desde la década del 90 hasta el presente, con la ayuda de diversos familiares, amigos y personas cercanas. Es precisamente el título el que marca el desarrollo del film, empezando con su nacimiento en 1975 en Londres bajo el nombre de Mathangi Arulpragasam y la mudanza familiar al norte de Sri Lanka, continuando con la vuelta al Reino Unido en 1986 y la adopción por parte de la chica del nombre Maya como precaución ya que el padre, Arul Pragasam, comenzó a militar en 1976 en un movimiento armado de resistencia estudiantil vinculado a los Tigres de Liberación del Eelam Tamil, un grupo militar separatista étnico que pretendía edificar un Estado autónomo tamil en Sri Lanka, y finalizando con el ascenso progresivo a un estrellato basado en su amistad con Justine Frischmann, la vocalista de Elastica, y la edición de sus dos obras maestras discográficas, Arular (2005) y Kala (2007). Mediante saltos en el tiempo vamos recorriendo la progresión artística que atravesó la mujer desde su primera vocación como documentalista y artista plástica hasta la eclosión de su talento musical durante el Siglo XXI, planteo que Loveridge vincula con el origen tamil de la chica vía su linaje, su condición de refugiada y su militancia política, dimensiones que se cuelan en sus letras y sus acciones dentro y fuera del aparato musical occidental: los tamiles, un pueblo que profesa el hinduismo, son la principal minoría de Sri Lanka y en general sufren la discriminación del gobierno central del país, el cual está controlado por las mayorías cingalesas, un enclave étnico que responde al budismo. Desde 1976 hasta 2009 se dio una cruenta Guerra Civil en la nación entre los Tigres de Liberación del Eelam Tamil y las Fuerzas Armadas locales que se caracterizó por repetidas operaciones de limpieza étnica, violaciones masivas y masacres focalizadas de diversa índole por parte del ejército de Sri Lanka. M.I.A., siendo la única tamil que llegó a ser conocida en el contexto hermético del Primer Mundo, alzó la voz desde el inicio de su trayectoria para denunciar este triste panorama y sólo recibió ninguneo, burlas y ataques a manos de los representantes de los mass media de Estados Unidos y el público conservador promedio del mainstream, esos descerebrados condicionados a celebrar la ideología posmoderna de la “no ideología”. Así las cosas, mientras que por un lado tenemos el generoso éxito de los comienzos por ser la “gran novedad” del momento, hermanada a la inusual mixtura que proponía la intérprete (hip hop + electrónica + rock alternativo + música asiática + avant-garde), a posteriori va asomándose su militancia y esto repercute en su llegada popular y en una censura intra industria bastante evidente, la cual pasa a inventar polémicas alrededor de su persona desde el costado más reaccionario y banal de la sociedad yanqui (tenemos la controversia en torno al videoclip de Born Free, en donde presentaba una matanza de pelirrojos que hacían las veces de los tamiles negados, luego vienen sus declaraciones denunciando el acoso salvaje y los fusilamientos que las Fuerzas Armadas de Sri Lanka realizaban sobre el pueblo tamil, lo que llevó a que fuera acusada por los fascistas anglosajones de fomentar el “terrorismo”, y finalmente está el revuelo que se armó por su “fuck you” a cámara durante un show con Madonna y Nicki Minaj en el Super Bowl del 2012, desencadenando una demencial demanda de 15 millones de dólares de la Liga Nacional de Fútbol Americano). La misma Madonna también cae en la volteada, demostrando que de mayorcita se transformó en otro producto más completamente controlado por el mainstream y encima bastante cobarde, soltándole la mano a M.I.A. en el instante más álgido de las embestidas contra la inglesa. Loveridge tampoco es cien por ciento condescendiente para con la protagonista porque no esquiva críticas camufladas como la que destapa -primero- el artículo de Lynn Hirschberg para la revista dominical de The New York Times y -segundo- un segmento televisivo paródico de Saturday Night Live, señalando en esencia la contradicción de llevar una vida acomodada de pop star y al mismo tiempo abrazar causas rebeldes/ revolucionarias/ contestatarias, eterna paradoja de gran parte de los artistas en algún punto de sus carreras. Si bien el documental a nivel macro no pone el acento en la música en sí de M.I.A., el director y guionista centra buena parte de la carga emotiva -y su propio interés- en Arular y Kala, intitulados por el padre y la madre de la cantante respectivamente, dando a entender que allí está lo más valioso de su producción: efectivamente los tres discos posteriores, Maya (2010), Matangi (2013) y AIM (2016), sólo ofrecieron chispazos de la genialidad de antaño, un sutil estancamiento creativo que -junto al boicot mediático, desde ya- la llevó a anunciar hace poco que planea retirarse de la industria de la música. En suma, Matangi/ Maya/ M.I.A. es un análisis íntimo y atractivo de una artista muy valiente que optó por confrontar contra las elites en línea con el punk británico de los 70 antes que resignarse a callarse la boca y facturar millones como hacen tantos colegas de su misma categoría…
La descomposición pragmática Resulta muy difícil en el cine contemporáneo llevar adelante un proyecto como Lo que Fuimos (What They Had, 2018) porque requiere paciencia y delicadeza, dos características que suelen faltar en casi todo lo que llega a la cartelera global de nuestros días. Sin embargo este debut de la directora y guionista norteamericana Elizabeth Chomko logra balancear los diferentes elementos que conforman un relato coral y así crea un interesante retrato de una familia en franca descomposición debido a que la madre de turno, Ruth (Blythe Danner), padece el Mal de Alzheimer. En esta oportunidad el film evita el enfoque esencialmente atribulado de -por ejemplo- Siempre Alice (Still Alice, 2014) para abrazar en cambio una combinación de lágrimas y risas en un derrotero bien heterogéneo que nos pasea por el sentir de cada miembro del clan y sus distintos dilemas en torno a la situación. Cuando Ruth, una ex enfermera que se dedicó durante 30 años a la geriatría en Chicago, sale de su casa sola en la víspera navideña, su desaparición alerta al resto de la parentela acerca del empeoramiento de la enfermedad y el sustrato sinceramente imprevisible de su comportamiento, el cual pone en peligro su vida (pensemos en el frío invernal y el mismo riesgo de ser atacada). Su esposo Burt (Robert Forster), un católico prepotente que la quiere con locura y considera que el amor es sinónimo de compromiso firme en las buenas y en las malas, no desea aceptar el agravamiento y se niega a la propuesta de su hijo Nick (Michael Shannon), el dueño de un bar, de internarla en un hogar de la tercera edad para que esté cuidada todo el día, optando por hacerse cargo él mismo a pesar de que el veterano tiene sus propios problemas, léase fallas coronarias que lo llevan a no poder agitarse demasiado. Nick llama por teléfono a su hermana Bridget (Hilary Swank) para que lo ayude en eso de intentar convencer al anciano no obstante la mujer, que vive en California, cae en la casa de los padres con su hija adolescente Emma (Taissa Farmiga), una joven que está a punto de dejar la universidad porque no se halla en el estudio. Entre un Nick algo cínico que se siente sobrecargado con toda la situación luego de años de velar en soledad por Ruth y Burt y una Bridget que no es feliz en su matrimonio con Eddie (Josh Lucas), un típico burgués aburrido que se maneja más por las apariencias que por la verdad, la convivencia familiar con el Alzheimer dará lugar a roces, discusiones y reproches varios que sacarán a relucir la idiosincrasia cambiante de cada individuo y sus intereses de base como seres humanos. Chomko se impone como una realizadora muy intuitiva que administra desde la sencillez y la franqueza cada secuencia, logrando que la interrelación entre los personajes se sienta siempre natural ya que subraya la impronta tragicómica de la vida y sus vueltas cotidianas. Tópicos infaltables de todo melodrama de pérdida como la distancia, la responsabilidad, el sometimiento, la culpa, el egoísmo, la desesperación y la dinámica de las relaciones intra clan aquí están en primer plano mediante una historia con un ritmo narrativo ágil -cercano a la comedia- que hasta incluye un semi affaire de Bridget con un ex compañero de la secundaria, Gerry (William Smillie), toda una curiosidad para este tipo de propuestas. Lo que Fuimos, por otro lado, también está sostenida en el excelente trabajo actoral de Forster, Shannon y Swank, a su vez acompañados por unas eficaces Danner y Farmiga, un elenco que en conjunto funciona a la perfección en cada una de las temáticas fundamentales que atraviesan a la película, ya sea que hablemos de la paternidad, el destrato cíclico, la vejez, la ausencia de “chispa” en la pareja o la recurrencia -tan clásica de estos tiempos- a un pragmatismo romántico vinculado no tanto al disfrute con el prójimo sino a un concepto vago de una seguridad social/ estabilidad económica que por cierto nunca llega del todo…
Vocaciones frustradas La franquicia de Toy Story ha conseguido mantener un buen nivel a lo largo de las décadas y siempre hay que reconocer ese detalle en un entorno industrial experto en dilapidar de modo progresivo sus principales productos vía la compulsión a realizar más y más secuelas hasta secar de ideas lo que otrora resultaba fresco o novedoso, ofreciendo a fans sumisos el mismo catálogo de referencias por demás quemadas: la película original de 1995 fue la que patentó la fórmula de Pixar, eso de ennoblecer a los personajes desde un sutil humanismo concienzudo, la primera continuación de 1999 consiguió superar a la anterior en términos cualitativos y la tercera parte del 2010 ya correspondía al período histórico en el que el estudio fue absorbido en un cien por ciento por la Disney, sin embargo el trabajo aún poseía algo del encanto de antaño por más que la trama se pasaba por momentos de estrambótica. El cuarto eslabón de la saga es sin duda el más flojo aunque todavía conserva la fuerza y una importante dosis de dignidad creativa a pesar de en esencia refritar las premisas -y buena parte del desarrollo- de las realizaciones anteriores, ahora con John Lasseter obligado a renunciar por supuesto acoso sexual repetido, nada menos que la cabeza de la factoría Pixar y director y/ o guionista de todas las entregas: el relato se centra de nuevo en las inseguridades de Woody (Tom Hanks), siempre demostrando ser un tanto fundamentalista en su vocación de hacer felices a los niños y compartir instantes con ellos, y en un viaje de rescate bien peligroso, en este caso detrás de Forky (Tony Hale), un juguete armado por la niña Bonnie (Madeleine McGraw), la nueva propietaria de Woody y Buzz Lightyear (Tim Allen), de la que el pobre Forky pretende escapar porque se considera a sí mismo “basura”. Los puntos a favor vuelven a ser más o menos los mismos de siempre, en suma esa bella vulnerabilidad emocional de los protagonistas al momento de entrar en crisis por diversas frustraciones, la estructura cómica coral que evita ridiculizar constantemente a un solo personaje, el análisis correcto de la niñez en tanto etapa de cambios radicales que marcarán -para bien y para mal- toda la vida posterior, y cierto subrayado inteligente en la trama sobre el costado tétrico del ser humano cuando se pone a idear “grandes planes” desde ese egoísmo que todos conocemos. En cuanto a lo negativo se asoma la falta de verdaderas novedades, algunos discursos demasiado solemnes que en el pasado estaban más acotados, un déficit de escenas graciosas que no recurran a situaciones ya largamente explotadas por la franquicia, y la ausencia de un villano en serio capaz de contrarrestar tanta dulzura freak. Así como la supuesta mala, la muñeca Gabby (Christina Hendricks), termina siendo otro ejemplo de conflicto psicológico que se soluciona rápido en el desenlace, Forky se impone como el personaje más interesante de la película gracias a que este tenedor de plástico con manos y pies permite una reformulación simpática -no compleja pero simpática- de la gran obsesión de esta serie de films, léase la sombra de la obsolescencia de los implementos lúdicos una vez que los niños crecen y los abandonan, sustrato aquí repensado con ironía a través de un juguete que fue improvisado por la nena en la orientación al jardín de infantes y que no se cree tal, sino simple desperdicio (en Pixar hasta la basura siente alegría y dolor, posee sentimientos). Si recordamos que hablamos de una cuarta parte -y esperemos que sea la última- a decir verdad esta nueva Toy Story es amena y no traiciona el espíritu original…
Servilismo hasta la muerte Al cine mainstream actual le encanta hacer películas para todos los públicos y al mismo tiempo respetar la estructura narrativa clásica -hoy francamente vetusta, considerando que vivimos en el más complejo y peor de los mundos posibles- de los “héroes” que llevan adelante su tarea con convicción y sacrificio, una mixtura que una y otra vez crea productos muy contradictorios a nivel ideológico que terminan quedando a merced de ataques desde cualquier óptica ya que esta liviandad conceptual maniquea se presta a la ridiculización con una enorme facilidad, casi como invitándonos a subrayar que las víctimas nunca son héroes porque no luchan desde un ideario propio sino más bien siguen un instinto de supervivencia que poco y nada comparte con los verdaderos combatientes que se alzan contra un poder concentrado que juzgan autoritario o injusto, autor de genocidios vía políticas de estado o acciones de empresas privadas que responden a ese oligopolio del capitalismo occidental. Hotel Mumbai (2018) es un ejemplo paradigmático de lo anterior: hablamos de un intento de relato testimonial más en la tradición de Paul Greengrass y Kathryn Bigelow que en la línea de Costa-Gavras y Gillo Pontecorvo, aunque a decir verdad este opus del australiano Anthony Maras, su ópera prima, no logra ir más allá del arte de balancear el realismo multifacético del primer dúo de cineastas (una descripción descarnada que no menosprecia a ninguna de las partes del incidente a retratar porque apuesta al caos coral de la trama) y todas esas payasadas del heroísmo versión hollywoodense y/ o de los medios masivos de comunicación contemporáneos de cualquier punto del globo (los “buenos” son aquellos que bajan la cabeza y hacen lo que se les dice contra un “malo” que parece haber surgido por generación espontánea y no es en pantalla lo que en realidad es, otro producto del accionar de los jefes de los “buenos” en distintas partes del planeta en pos de satisfacer su codicia). El film retrata la cadena de atentados de noviembre de 2008 en Bombay en general y el ocupamiento de un famoso hotel en particular, el Taj Mahal Palace, establecimiento hiper lujoso que desde principios del Siglo XX es utilizado por las oligarquías del Primer Mundo para alojarse en sus visitas a la India, en términos prácticos uno de los hoteles más caros del mundo y situado en la ciudad más poblada de uno de los países más pobres y desiguales del planeta. Aquí tenemos una crónica cruda de los hechos, lo que implica que por suerte las masacres son sinceras y ocurren en primer plano, que humaniza tanto a los atacantes como a los blanquitos ricos que estaban hospedados en el Taj Mahal Palace (está el padre de familia que interpreta Armie Hammer y el militar putañero de Jason Isaacs) y a los siervos/ empleados/ esclavos del hotel que arriesgan su vida para salvar a los burgueses porque “el huésped es Dios” (tenemos el camarero de Dev Patel y el chef arrogante de Anupam Kher). Maras construye una película correcta hasta ahí nomás que no escandaliza a nadie, ni a los que prefieren un thriller de acción o de encierro y les importa un rábano el sustrato político ni a los que se indignan con el ensalzamiento de las virtudes de los vasallos que defienden a la clientela del establecimiento sin poder distinguir entre los intereses del patrón explotador y los suyos. Hotel Mumbai tampoco abusa demasiado de la supuesta “intrepidez” del personal del lugar porque se propone esquivar los estereotipos norteamericanos en cuanto al adalid individual que de repente se transforma en cabecilla de una mini avanzada de contraataque, optando en cambio por una progresión narrativa adusta que echa mano del suspenso y no ofrece ninguna sorpresa dentro del rubro de los rehenes. Como ocurre en gran parte del cine actual, la obra se concentra tanto en el incidente concreto que jamás se molesta en contextualizarlo en serio, lo que genera que la cruzada de los terroristas termine siendo mucho más interesante que la de las víctimas o los patéticos policías y autoridades hindúes, quienes nunca pudieron identificar del todo a los responsables y su procedencia, si eran de Pakistán, de los sectores en disputa de Cachemira o de la misma India profunda…
Desilusión y ocaso Diversas contradicciones de por medio, la última película de Paolo Virzì es uno de los trabajos más ambiciosos y desparejos que haya dado el cine italiano de los últimos tiempos, uno que para colmo se propone explorar la época de oro de la propia industria cultural italiana aunque desde la perspectiva mordaz que aporta el cinismo estándar de nuestros días, ese mismo que genera obras tan paradójicas como la que nos ocupa, Notti Magiche (2018). Virzì, uno de los grandes realizadores de su país de la actualidad y responsable de joyitas como El Capital Humano (Il Capitale Umano, 2013), Loca Alegría (La Pazza Gioia, 2016) y The Leisure Seeker (2017), escribió un guión junto a dos colaboradores habituales, Francesco Piccolo y Francesca Archibugi, que no se anda con chiquitas ya que traza de manera explícita una analogía entre el colapso del cine italiano durante los 90, cuando los grandes referentes de las distintas generaciones del neorrealismo comenzaron a desaparecer y no dejaron sucesores claros, y la desazón popular autóctona con motivo de la Copa Mundial de Fútbol de 1990, símbolo del preludio de la toma del poder por parte de Silvio Berlusconi y la ruina moral subsiguiente vinculada al neoliberalismo desvergonzado. De hecho, la historia comienza la noche del 3 de julio de 1990, cuando en las semifinales Argentina expulsa a Italia del certamen por tiros desde el punto penal, circunstancia que coincide de sopetón con un automóvil cayendo en el Río Tíber desde un puente de Roma y el inmediato descubrimiento de un cuerpo dentro, el de Leandro Saponaro (el inmenso Giancarlo Giannini), un productor cinematográfico de renombre del período. Lo que sigue a continuación es un extenso racconto ante las autoridades policiales de los tres principales sospechosos del caso, Antonino Scordia (Mauro Lamantia), Luciano Ambrogi (Giovanni Toscano) y Eugenia Malaspina (Irene Vetere), un trío de jóvenes guionistas que resultaron finalistas del Premio Solinas, galardón que concede dinero en efectivo y la posibilidad de que sus trabajos se materialicen en pantalla. Este catalizador funciona a nivel práctico como una excusa para plantear el choque entre por un lado las nuevas generaciones de artistas que se asomarían desde aquella década del 90 y en el Siglo XXI, y por el otro las figuras ya ampliamente consagradas que pasan a explotar, ningunear o manipular a los muchachos desde una egolatría y una soberbia mayúsculas que tienen mucho de avaricia corporativista. Disparando un sinfín de referencias a cineastas de la etapa comprendida entre los 40 y los 80, Virzì lleva las discordancias hasta el extremo porque el registro dramático que utiliza es -nada más y nada menos- que el propio de aquella “commedia all'italiana”, una comarca genérica hoy extinta apuntalada en constantes sobreactuaciones, diálogos entrecruzados confusos y un vitalismo de fondo hermanado a lo heterogéneo caótico y los conflictos superpuestos de toda índole; siempre dando a entender que lo que predomina en la vida no es precisamente el quietismo, esa fantasía del existencialismo burgués, sino un desorden en el que nada permanece estable por mucho tiempo. Los arquetipos de los que echa mano Virzì para delinear a los protagonistas no son novedosos pero satisfacen las exigencias del relato: Antonino es algo así como el intelectual del trío, un joven sumiso con mucho talento y muy entusiasmado por el medio que recién está descubriendo, Luciano también viene del interior de la nación italiana pero es mucho más desfachatado y anhela retratar sus orígenes familiares proletarios, y finalmente Eugenia pertenece a un clan acomodado romano aunque su carácter introvertido la deja muy presa de sus inseguridades, sueños y adicciones varias. Los dos problemas fundamentales del film se resumen en su extensión y su óptica general: los 125 minutos se hacen por momentos demasiado largos en función de una dialéctica tragicómica que ameritaba ser más sucinto y cortar unas cuantas escenas descriptivas que sin duda están de más, y en lo que atañe a la idiosincrasia del relato en sí se puede decir que Virzì en unas cuantas ocasiones del metraje parece regodearse en el facilismo ideologico que otorga el paso del tiempo y en cierta tendencia a caricaturizar a los artistas veteranos al acusarlos de “cosillas” -vanidad, individualismo, pedantería, maquiavelismo, estupidez, etc.- que tranquilamente se pueden extender a sus homólogos actuales, con la salvedad de que en el pasado esos señores y señoras -aun con sus múltiples rasgos negativos- producían un gran número de obras valiosas por año y sus sustitutos del presente casi nunca logran llegar a ese nivel cualitativo y a esa cantidad de propuestas interesantes. El mismo título remite socarronamente a Un'estate italiana/ Un verano italiano, la canción oficial de la Copa Mundial de la FIFA de 1990, un leitmotiv celebratorio de la emoción que brinda el deporte -con música compuesta por Giorgio Moroder y letra en italiano de Gianna Nannini y Edoardo Bennato- que aquí muta en himno involuntario de esta derrota social/ cinéfila/ cultural que retrata la película recuperando los ecos difuminados de un lenguaje que pasa a ser homenajeado y ridiculizado sin piedad en iguales proporciones. Más allá de este manojo de contradicciones, Notti Magiche por un lado unifica la desilusión de los adalides bisoños y el ocaso de un sistema productivo que supo encabezar el séptimo arte a escala planetaria, y por otro lado consigue entregar chispazos de genialidad, algunos momentos entrañables y sentencias cáusticas inspiradas que compensan los traspiés con firmeza y sutil inteligencia, ofreciéndonos en suma una experiencia errática pero fascinante en su atribulado devenir…
La comedia en bancarrota Uno de los problemas centrales del mainstream contemporáneo es su constante apelación a fórmulas que en otras épocas motivaban algún tipo de rédito cualitativo por la sencilla razón de que había un cariño, una elocuencia, un dinamismo, un misterio y una paciencia en el entramado narrativo de aquellos productos que hoy están completamente ausentes debido a la ridícula obsesión de la mayoría de los ejecutivos y artistas de las “grandes ligas” hollywoodenses con recurrir a un tono neutro escuálido que sin duda retoma las peores versiones -las más anodinas, infantiles y paupérrimas- de los formatos trabajados, lo que para colmo se maximiza en géneros como la comedia que dependen en un cien por ciento de la “pata humana” de la realización y no del gigantesco armazón tecnológico de tantas obras pretendidamente masivas de nuestro presente, ese patético suplemento ortopédico. Siempre que este tipo de películas amagan con intentar decir algo sobre lo que sea terminan demostrando lo que son: contenido deficitario de relleno que no satisface ni siquiera el mínimo requisito fundamental de estos casos, el entretenimiento. Tomemos por ejemplo el film que nos ocupa, Ni en tus Sueños (Long Shot, 2019), un “coso” que funciona como una versión posmoderna de La Dama y el Vagabundo (Lady and the Tramp, 1955) pero sin ser graciosa, entrañable, inteligente o llevadera, ejemplo perfecto de la incapacidad del cine popular de nuestros días para entregar un producto olvidable pero ameno; circunstancia que nos ubica en la orilla de enfrente, teniendo que soportar una película interminable, repleta de clichés, con diálogos que parecen escritos por un oligofrénico, situaciones inverosímiles, cero originalidad, muchísima torpeza en su desarrollo y hasta protagonistas intrascendentes. La premisa de fondo pasa por un acercamiento romántico entre Charlotte Field (Charlize Theron), la Secretaria de Estado en funciones y precandidata a la presidencia yanqui, y Fred Flarsky (Seth Rogen), un supuesto periodista de izquierda -o algo así- que está enamorado de ella desde que lo cuidara siendo ambos adolescentes. Por supuesto que los devaneos azarosos del relato los hacen reencontrarse y trabajar juntos, con él escribiéndole los discursos a ella luego de que renunciase al periódico donde se desempeñaba como redactor cuando un magnate de los medios de comunicación, Parker Wembley (Andy Serkis), compra el diario con vistas a transformarlo en otro brazo del aparato propagandístico de las elites económicas. El guión de Dan Sterling y Liz Hannah da demasiadas vueltas para hacer avanzar la estereotipada trama y la condimenta con latiguillos hiper quemados a nivel de los secundarios, los “focos de conflicto” y los semi sketchs que plantea la obra de tanto en tanto desde la más absoluta impericia en cuanto a las risas o una mínima sonrisa esporádica. Como en casi todos los productos en los que participa el infradotado de Seth Rogen, aquí cualquier influjo sincero en materia de secuencias y personajes desaparece en pos de dejar espacio a chistes verdes y puteadas de estudiantina sin ideología de por medio, ya que el convite no es ni de izquierda ni anticoncentración capitalista ni proambiental, como parece indicar el leitmotiv (él la convence de una “agenda verde” y los villanos, el Presidente Chambers -en la piel de Bob Odenkirk- y Wembley, la presionan para que dé marcha atrás). Para colmo al director Jonathan Levine, cuyas únicas películas potables siguen siendo Todo por Ella (All the Boys Love Mandy Lane, 2006) y Mi Novio es un Zombie (Warm Bodies, 2013), no se le cae idea alguna que nos saque de un tedio que desaprovecha ingredientes que nos podrían haber acercado al delirio contracultural como una revolución en Manila y una toma de rehenes, reconfirmando de sopetón la lamentable bancarrota de la comedia hollywoodense y la vergüenza ajena que da ver a Charlize Theron en medio de todo esto…
Sobre el arte de sobrevivir Si bien por supuesto a lo largo del cine hubo muchos casos de relatos corales, la verdad es que el medio tiene un fetiche desde siempre con las epopeyas individuales por la sencilla razón de que son más fáciles de estructurar a nivel narrativo. Dentro del rubro en cuestión el género más antiguo son las aventuras, una comarca cuyas dos principales vertientes, las epopeyas bélicas y la supervivencia, se fueron desmarcando la una de la otra con el transcurso de las últimas cuatro décadas: el séptimo arte versión hollywoodense se encargó de que las gestas monumentales estén cada vez más vinculadas a la fantasía adolescente y las propuestas de supervivencia queden en el reino del terror y/ o el drama minimalistas, en sintonía con films como Mar Abierto (Open Water, 2003), Enterrado (Buried, 2010), 127 Horas (127 Hours, 2010), Muerte Bajo Cero (Frozen, 2010) y 12 Feet Deep (2017); un lindo surtido de exponentes de esta tendencia a exacerbar conceptualmente los engranajes de fondo y de paso vincularlos a sociedades cada día más cínicas y paranoicas que ven en cualquier actividad más o menos cotidiana -como el turismo, por ejemplo- una gran fuente de peligros de toda índole que esperan agazapados a que el ingenuo de turno se descuide. Dentro de este panorama general los viejos y no muy queridos accidentes, las debacles diminutas y los corolarios trágicos varios de la estupidez humana, al fin y al cabo los casos más tristemente recurrentes en lo que a desgracias prosaicas se refiere, fueron apagándose de modo paulatino en el cine para dejar lugar a lo anteriormente señalado y su pomposidad de base. El Ártico (Arctic, 2018), ópera prima del brasileño Joe Penna, nos devuelve de manera gloriosa esa estructura retórica paradigmática del género símil Robinson Crusoe, la célebre novela de Daniel Defoe de 1719 que hoy regresa aunque sin aquel colonialismo nauseabundo de su época: el protagonista excluyente es H. Overgård (el genial Mads Mikkelsen), tripulante de una aeronave que se estrelló en medio de la espesura nevada y que fue transformada por el hombre en un refugio contra las duras inclemencias climáticas. Completamente solo, las rutinas del protagonista consisten en mantener despejado un gigantesco S.O.S. que supo trazar en el suelo emblanquecido, chequear sus diversos hilos de pesca, visitar la tumba que le hizo a un compañero con piedras, y dedicar horas y horas a encender una baliza de socorro con una dínamo para ser ubicado y eventualmente salvado. Un día se asoma un helicóptero por el horizonte y parece divisar al susodicho desde lo alto, no obstante se termina estrellando como consecuencia de una tormenta de nieve y así el piloto (Tintrinai Thikhasuk) fallece y su acompañante, una mujer joven (Maria Thelma Smáradóttir), resiste a duras penas con un corte profundo en su abdomen. Overgård lleva a la sobreviviente a su avión/ campamento y ayudado por un mapa de los otros accidentados comienza a planear un viaje hacia una base estacional, ya cansado de esperar un rescate que no llega y urgido por el declive en la salud de su flamante colega en el martirio helado. El periplo viene bien hasta que se topan con una formación rocosa en ascenso que no estaba en el mapa y que el protagonista no puede sortear con la camilla improvisada en la que lleva a la fémina, por lo que opta por una ruta alternativa más larga y peligrosa, incluidos el ataque de un oso polar, otra tempestad de nieve, el riesgo de congelamiento, la falta progresiva de alimentos, el desgaste físico y hasta una caída imprevista en un foso. El film es una de esas mini proezas humanistas que se sustentan más en el lenguaje corporal y la hermandad sobreentendida que en los típicos diálogos, con él hablando danés e inglés y ella islandés. Penna cuenta con la inteligencia suficiente como para saber que en estas coyunturas de aislamiento menos es más y que el suspenso en torno al “show de un solo hombre” necesita de una figura que soporte semejante peso sobre su espalda, por lo que la elección de Mikkelsen no podría haber sido mejor ya que el legendario actor de Pusher (1996), Bleeder (1999), Flickering Lights (Blinkende Lygter, 2000), Corazones Abiertos (Elsker dig for evigt, 2002), Pusher II (2004), Casino Royale (2006), Flame & Citrón (Flammen & Citronen, 2008), Valhalla Rising (2009), La Reina Infiel (En Kongelig Affære, 2012), La Cacería (Jagten, 2012) y The Salvation (2014) es un ejemplo de talento y presencia escénica de esos que ya casi no existen en la actualidad internacional. En este sentido la prácticamente muda El Ártico no sólo redondea un retrato tan majestuoso y bello como desesperado y minúsculo del arte de sobrevivir sino que además logra aprovechar todo lo que el danés tiene para ofrecer en materia interpretativa, con la cámara permanentemente combinando su rostro con el trasfondo nevado y dejando entrever lo que implica el verdadero heroísmo tracción a una perseverancia y una obstinación construidas desde la honestidad por el director y guionista, quien aquí obvia los artilugios exagerados de tantos convites hollywoodenses similares en pos de apuntalar un realismo sensato que nos obliga a acompañar las penurias cotidianas del dúo de desvalidos, cuya misión es tan primigenia y rústica que elimina cualquier otro objetivo que no sea el mantenerse con vida o morir con el menor dolor posible en este caminar errante por un desierto sin fronteras ni seguridades…
Melancolía al piano A diferencia de Bohemian Rhapsody (2018), la película sobre Queen y Freddie Mercury, en esencia una biopic tradicional que utilizaba la voz original del mítico cantante y reservaba para los pasajes en vivo o en estudio las canciones en sí, Rocketman (2019), el repaso por la carrera del gran Elton John, es un musical estándar a lo Hollywood repleto de segmentos abstractos/ surrealistas destinados a explorar episodios del devenir del artista, sus estados de ánimo y el catálogo de sus frustraciones, aunque con la enorme salvedad de que son los propios actores los que entonan los temas con todo lo que ello implica, léase la posibilidad de defraudar a los fans históricos del señor de la mano de la triste ausencia del ingrediente fundamental de la experiencia en su conjunto, la voz de una de las figuras emblemáticas del genial glam inglés de David Bowie, T. Rex, Roxy Music y los mismos Queen, entre otros. Como era de esperar, la trama se centra en la génesis de John, nacido bajo el nombre de Reginald Dwight (Matthew Illesley lo interpreta en la niñez y Taron Egerton como adulto), y en ese subibaja emocional que atravesó a lo largo de su vida privada y su trayectoria profesional; dimensiones caracterizadas por arrebatos depresivos, adicción a las drogas, malas decisiones en cuanto a sus compañeros de cama, algunos intentos de suicidio, unas cuantas insatisfacciones por el mismo sustrato caníbal de la fama, y principalmente la idea de no sentirse querido ni por su adusto y frío padre, Stanley (Steven Mackintosh), ni por su rígida y bastante hipócrita madre, Sheila (Bryce Dallas Howard). Por supuesto que también está muy presente la amistad que lo une desde fines de la década del 60 con Bernie Taupin (Jamie Bell), el letrista y socio de siempre del artista en su camino hacia la consagración. El desempeño detrás de cámaras de Dexter Fletcher, aquel que reemplazó a Bryan Singer en -precisamente- Bohemian Rhapsody, es relativamente correcto y si bien ninguna de las secuencias musicales es en verdad memorable, por lo menos la realización es prolija y cumple a nivel general con su objetivo de ofrecer un resumen sucinto de las idas y vueltas del querido Elton y su impronta melancólica y tímida al extremo, suerte de contracara de su faceta rimbombante arriba del escenario en consonancia con ese personaje que creó para armarse de valor y dar rienda suelta a su creatividad todo terreno (justo como ocurría con Mercury, las aventuras de John no se apartan del periplo paradigmático del pop y el rock y esto pesa mucho al momento de construir una historia de cadencia cinematográfica debido a que el adalid es una persona introspectiva sin el carácter bien demencial de otros colegas). Si pensamos en el repertorio empleado, gran parte de las canciones obedecen al período de oro inicial y esto también puede no caerle del todo simpático a los admiradores que el señor se ganó luego de aquellos gloriosos 70, ya que hay muy poca representación de hitazos posteriores y gemas por descubrir o redescubrir. Egerton no pasa vergüenza cantando la andanada de himnos de turno sin embargo no tiene nada que hacer con el Elton original, algo que también se extiende al resto de los intérpretes ocasionales según el capricho símil “melodrama pomposo” del equipo responsable de la faena. Más allá de estas licencias, las cuales incluyen además el apelar al antiguo truco -siempre verídico- del manager villano, definitivamente el mayor éxito de Rocketman se ubica a escala conceptual: el opus de Fletcher redondea un retrato complejo y sufrido del hombre real y su majestuoso piano…
Voluntad de matar Así como en la película original del 2014 la excusa para la montaña rusa de acción era el asesinato de la pequeña perra del protagonista, el implacable sicario John Wick (Keanu Reeves), y el robo de su auto por parte de representantes de la mafia rusa, con Viggo Tarasov (Michael Nyqvist) a la cabeza, y en la primera secuela del 2017 la historia de turno se desencadenaba por la destrucción de su casa a manos de miembros de la Camorra y la manipulación de la que era objeto nuestro querido antihéroe para volver al ruedo y luego ser traicionado, ahora la trama retoma el final del capítulo previo con Wick transformado en un “excomunicado” cuando se le retira la membresía del poderoso y secreto sindicato internacional de criminales al que pertenece por haber matado dentro de los confines de The Continental, una enorme cadena de hoteles considerados “territorio neutral”, a Santino D’Antonio (Riccardo Scamarcio), capo mafioso neoyorquino que venía de cargarse a su propia hermana con la intención de escalar dentro de la estructura hegemónica citadina. John Wick 3: Parabellum (John Wick: Chapter 3- Parabellum, 2019) vuelve a sintetizar todo lo que estaba bien en el cine popular de otras épocas y que su homólogo de hoy en día ha olvidado casi por completo a caballo de un conservadurismo formal e ideológico que en pos de satisfacer a todos los públicos termina produciendo epopeyas para nadie: la saga dirigida por Chad Stahelski y escrita por Derek Kolstad ha sabido combinar las premisas del western, cierta impronta cercana al film noir y un desarrollo concreto vinculado al cine de acción enérgico y despiadado de las décadas del 80 y 90, aquel que hacía del desquicio homicida non stop su obsesión al punto de no perdonar a nadie y acumular cadáveres de rivales desde un mega sadismo en sintonía con los antiguos “shoot ‘em up” o los actuales “first-person shooters” del ámbito de los videojuegos. El Reeves veterano, ya con 35 años de carrera encima, encontró en Wick a la horma de su zapato porque el sustrato taciturno y lacónico de este forajido parece compatibilizar en un cien por ciento con su propia persona. Similares a la recordada secuencia del club nocturno de la primera propuesta y a las escenas en Roma y en el museo de su continuación, hoy los momentos más furiosos se concentran en la escaramuza de los cuchillos, aquella otra situada en Casablanca y el desenlace en su conjunto en The Continental, un puñado de enfrentamientos asimismo enmarcados dentro de un planteo narrativo que pasa por la necesidad del protagonista de huir e intentar arreglar el asuntillo pendiente con The High Table, el gremio en cuestión, con vistas a que eliminen el “contrato”/ recompensa sobre su cabeza, ese que hace que todos los sicarios del planeta pretendan matarlo. El devenir del relato nos pasea por las clásicas y hermosas carnicerías de la franquicia y por los encuentros de John con diversos personajes secundarios de los que escapa o a los que recurre por ayuda, lo que por cierto otra vez nos deja con un elenco excelente que incluye a Anjelica Huston, Ian McShane, Laurence Fishburne, Halle Berry, Mark Dacascos, Asia Kate Dillon y Lance Reddick, entre otros profesionales de gran peso. Sin duda las características distintivas de estas tres películas, más allá de -por supuesto- la presencia del parco y al mismo tiempo “afable cuando quiere” Reeves, son los instantes de extrema acción del metraje porque resultan sumamente disruptivos si los sopesamos según su mismo contexto industrial de producción, con un Hollywood mainstream apelando de manera permanente a toneladas de CGI semejante a plástico inerte, artilugios tecnológicos en materia de armas, un gigantismo bobalicón y necio que despersonaliza a los individuos en pantalla, una triste redundancia para con los acontecimientos en sí y finalmente a una edición apresurada y confusa que en su búsqueda de transmitir una sensación fetichizada de velocidad lo único que termina generando es tedio y ganas de abandonar el visionado: John Wick 3: Parabellum en cambio, como sus dos antecesoras, está construida alrededor de tomas fijas y sin cortes que permiten apreciar en todo su esplendor las geniales coreografías detrás de las refriegas, un gesto en verdad invaluable empardado al corazón retro del film. Precisamente, el encanto de la faena se condice con las satisfacciones que le ofrece a los espectadores que ansían entretenimiento light pero además memorable en serio, alejado del cancherismo y la soberbia insoportables de la enorme mayoría de los grandes estudios de nuestros días y su constante oferta de escapismo baladí y muy remanido destinado a los infradotados que confunden cantidad con calidad, gente a la que el arte y la cultura en el fondo -y en la superficie también- les importa poco y nada. Productos nobles de cadencia artesanal como los englobados en la presente saga ponen de relieve el hecho de que todavía se pueden entregar trabajos que eviten la corrección política imperante y se metan de lleno en esa violencia masculina siempre latente y en una voluntad de matar a los considerados “enemigos” que es tan humana como la mentira o la idiotez, dimensiones aquí llevadas al campo de un juego morboso en donde salir con vida o siquiera aspirar a la paz equivalen a romper una infinidad de cráneos, tajear cuerpos y disparar muchas balas bien mortíferas…