Misterios de la libido Y pensar que hubo una época en la que tuvimos una verdadera legión de films de terror y ciencia ficción en los que el sexo constituía una parte central del desarrollo conceptual, siempre vinculado a la dinámica de poder de los personajes o a la violencia latente o simplemente a una suerte de instinto que desconoce las máscaras sociales que las personas suelen construir con el objetivo de agradar al otro. La Región Salvaje (2016) es en esencia un producto concebido para el circuito de festivales cinematográficos internacionales ya que pondera un ritmo cansino y una fotografía preciosista por sobre la efervescencia del gore y el coito, lo que por cierto nos deja con una obra que no agrega nada nuevo en su rubro aunque por lo menos resulta pasable, pudiéndose además festejar el mismo gesto por detrás de pretender recuperar algo del erotismo y ese extrañamiento narrativo de antaño. Desde el vamos conviene aclarar que esta película mexicana es una remake no oficial de Posesión (Possession, 1981) y hasta está dedicada -entre a otras personas- a Andrzej Zulawski, el realizador polaco responsable de aquella extraordinaria propuesta en la que se cuestionaba la sustentabilidad del matrimonio, un contexto social opresivo y el amasijo de los celos y sueños rotos acumulados a caballo de la rutina. Aquí también la insatisfacción y la ley del deseo son los ejes del relato: Alejandra (Ruth Ramos) posee dos hijos pequeños y está casada con Ángel (Jesús Meza), quien tiene un affaire homosexual con el hermano de la mujer, Fabián (Eden Villavicencio), un enfermero que conoce en su trabajo a Verónica (Simone Bucio), una joven que a su vez mantiene relaciones con un monstruo espacial lleno de tentáculos que está en una granja al cuidado de una pareja de personas mayores. Como el engendro/ máquina del placer suele cansarse rápido de sus amantes, Verónica se siente en la obligación de buscar un reemplazo para ella misma y así lleva a Fabián a la finca, pero el encuentro íntimo deriva en que poco después se descubra al enfermero desnudo y con su cráneo fracturado en un pantanal, ya en coma. Alejandra se entera por el celular de Fabián de la infidelidad de Ángel, lo que provoca el arresto del hombre como sospechoso del ataque sexual y los golpes contra el enfermero convaleciente. Por supuesto que eventualmente Verónica termina acercándose a Alejandra y llevándola con el prodigio amatorio símil molusco, generando una nueva adicción a una cópula que cuando sale bien es celestial pero cuando sale mal desemboca en una buena tanda de porrazos que pueden matar, metáfora del deleite de la promiscuidad y asimismo de su peligrosidad para la vida. Más allá de que La Región Salvaje sigue al pie de la letra los tópicos de Posesión, a decir verdad se enrola en una extensa seguidilla de películas que utilizan a la violencia sexual o a la cacería lisa y llana -sirviéndose del cuerpo como cebo- como un factor más o menos importante dentro de su estructura narrativa, pensemos para el caso en Humanoides del Abismo (Humanoids from the Deep, 1980), Galaxia del Terror (Galaxy of Terror, 1981), Inseminoid (1981), El Ente (The Entity, 1982), Xtro (1982), Con la Bestia Dentro (The Beast Within, 1982), Especies (Species, 1995) y Under the Skin (2013). El director y guionista de turno, Amat Escalante, construye un opus que se ubica en el mismo terreno del “shock festivalero” de su trabajo anterior, la también potable Heli (2013), una dupla que supera a sus dos primeros y bastante flojos films, Sangre (2005) y Los Bastardos (2008). Entre CGIs muy interesantes y un desarrollo previsible aunque atractivo, la trama examina los misterios de la libido y su régimen conceptual, en donde el roce y la penetración excluyen cualquier atisbo de igualdad, corrección política o preocupación por dimensiones como la familia, el trabajo o los amigos, todos pesos muertos para la ansiosa genitalidad…
El empoderamiento femenino Francamente Lady Macbeth (2016) resulta toda una sorpresa ya que a pesar de que se trata de una película basada en una novela corta de 1865 del escritor ruso Nikolái Leskov que en esencia retoma muchos de los elementos de la famosa tragedia shakesperiana, el film consigue despegarse con inteligencia de su sustrato de base y redondear una propuesta retórica con personalidad propia y una energía de lo más inusitada que se juega de lleno por el influjo amoral de la narración para dejar de lado en buena medida todos los detalles de antaño relacionados con la culpa de los personajes: dicho de otro modo, la trama cambia sutilmente el eje de la obra británica, reemplazando la ambición en el seno de las cúpulas dirigentes por una especie de emancipación por parte de la protagonista principal, y de paso nos ahorra toda la escalada de corrupción subsiguiente para concentrar sus esfuerzos en un retrato minimalista de los efectos de nuestras decisiones y la valentía para llevarlas a cabo. En esta ocasión no tenemos un barón escocés que recibe la profecía de que un día será rey cortesía de un aquelarre aunque sí el asesinato posterior del monarca del momento y el ascenso al trono, todo de manera trastocada y un tanto tangencial. Estamos en la Inglaterra rural de 1865 y el núcleo de la acción es una señorita reconvertida en señora, Katherine (Florence Pugh), quien -palabras más, palabras menos- fue “comprada” por Boris Lester (Christopher Fairbank), el acaudalado dueño de una finca, para que la chica se case con su hijo Alexander (Paul Hilton), el cual dobla en edad a Katherine, y le dé un heredero. El proyecto pronto se viene abajo porque Alexander no está interesado en la joven y a lo sumo la utiliza para masturbarse desde lejos, lo que intensifica el ninguneo y maltrato típicos que padecían las mujeres en la Europa del Siglo XIX, consideradas “cosas” al servicio de los hombres y sin ningún atisbo de autonomía, ni siquiera puertas adentro del caserón de turno. Un día la protagonista encuentra a los asalariados de la propiedad divirtiéndose con Anna (Naomi Ackie), una empleada doméstica negra (denigrándola y a punto de violarla, a decir verdad), y en ese contexto le echa el ojo a uno de ellos, el pícaro Sebastian (Cosmo Jarvis), al cual transforma en su amante aprovechando que tanto su esposo como su suegro se encuentran fuera de la vivienda por negocios. Eventualmente Boris regresa ya enterado del affaire, golpea a Sebastian y lo encarcela en el establo, ella de inmediato le exige que lo libere y frente a la negativa envenena su comida, lo encierra en una habitación y espera a que muera mientras charla tranquilamente con Anna. El vejete amargo sucumbe, Katherine lo entierra sin sospechas y Anna se queda muda del miedo y por la frialdad de la patrona, la cual reanuda su romance con el muchacho rústico hasta que Alexander también vuelve al hogar. En este caso se desarrolla una pelea entre los tres involucrados que deriva en el asesinato del recién llegado por parte de Katherine con un atizador, el entierro del cuerpo en el bosque y hasta el sacrificio del caballo del finado para que nadie se entere del hecho. Por supuesto que la serie de homicidios no se queda allí y el asunto se vuelve más tétrico con el transcurso de los acontecimientos futuros. Recuperando lo que decíamos al inicio, la película sorprende para bien -entre otros factores- por la osadía de incluir un episodio de verdadero empoderamiento femenino en el que no hay nubarrones de remordimiento en el cielo porque ella sabe lo que quiere y no se detiene ante nada para materializarlo, incluso llevándose puestas a otras mujeres que se cruzan en su camino o resultan funcionales a sus planes: en este sentido, Lady Macbeth toma la forma de un análisis muy astuto de una psicópata maravillosa y con las ideas bien claras que se rebela contra sus opresores, quienes a su vez son retratados como patéticos, cobardes y con una soberbia de cotillón que les termina jugando en contra ya que lo último que esperan es que la menudita Katherine se alce contra ellos. Desde ya que la evolución de víctima a victimaria trae alguna que otra consecuencia psicológica pero la desazón va a parar a Anna primero, representante de las féminas de estómago muy blando, y a Sebastian a posteriori, a quien ella realmente ama. Si a lo anterior le sumamos que estamos ante la ópera prima del director William Oldroyd y la guionista Alice Birch y apenas el segundo trabajo en el séptimo arte de la propia Pugh, terminamos de tomar conciencia de lo bien que está encauzado el relato a través de un ritmo lento aunque meticuloso, planos fijos, la casi inexistencia de música incidental y una rigurosa economía en materia de diálogos, dejando que las imágenes y las acciones de los personajes hablen por sí mismas bajo un manto de parodia social preciosista a lo Stanley Kubrick (aquí se destaca en especial la fotografía de Ari Wegner). Se podría argumentar que uno ya sabe de antemano hacia qué regiones perfilará la historia pero eso no quita que el viaje valga la pena porque los 89 minutos constituyen el metraje exacto para la fábula de intrepidez y envilecimiento que se desea construir y porque el desempeño de Pugh es en verdad extraordinario, ya que la muchacha de 22 años se banca los desnudos y exprime al máximo su semblante glacial para esta antiheroína que no se conforma con lo establecido como sí lo hacen tantas otras mujeres que abrazan su lugar en la “sacrosanta” familia…
El arte terapéutico Las películas sobre esquizofrénicos, discapacitados y autistas en general son toda una institución dentro del mainstream hollywoodense porque permiten apelar a la sensibilidad del público desde una facilidad más que evidente, concepción que suele olvidar que el cliché detrás de todo el asunto -en términos narrativos- deriva en cansancio y la anulación de esa pretendida empatía automática de fondo. Un Nuevo Camino (Please Stand By, 2017) es un exponente indie del rubro que cae en la esperable mediocridad pero por lo menos no llega a despertar la vergüenza ajena de tantas otras propuestas semejantes centradas en el padecimiento de la o el protagonista y en algún objetivo social o individual autofijado que habilite al personaje a probarse a sí mismo en un entorno que nunca está dispuesto a aceptar al diferente o aunque sea tratar de interpretarlo/ entenderlo en sus problemas y necesidades. En esta ocasión la paciente de turno es Wendy (Dakota Fanning), una chica con Síndrome de Asperger, una variante del autismo relacionada con la ansiedad, la depresión, el carácter irascible, el comportamiento compulsivo y diversas dificultades para la comunicación y la interacción social. La joven vive en un hogar especial al cuidado de Scottie (Toni Collette), trabaja en una cadena de reposterías y tiene como única familia a su hermana Audrey (Alice Eve), quien a su vez tuvo una beba llamada Ruby a la que Wendy aún no conoce por su disposición emocional un tanto impredecible y su tendencia a exaltarse, a gritar y a hacerse daño. Luego de una visita de Audrey que provoca un episodio violento de Wendy, la muchacha decide trasladarse hasta Los Ángeles para entregar un guión de su autoría con motivo de un concurso de Paramount Pictures centrado en Viaje a las Estrellas (Star Trek). Adoptando el formato de las road movies, esta obra del veterano Ben Lewin se dedica a retratar el atribulado periplo de Wendy en pos de acercar el guión y -en simultáneo- el “intento de rescate” encarado por su hermana, Scottie y el hijo adolescente de esta última, Sam (River Alexander). La protagonista tiene la mala idea de llevar con ella a Pete, su encantador chihuahua, lo que deriva en que la bajen del micro cuando el perrito orina el interior. A partir de ese momento los infortunios se acumulan uno tras otro: luego le roban gran parte de su dinero, la tratan de estafar en una tienda, entabla conversación con una anciana que la convence de subirse a otro ómnibus y así termina formando parte de un accidente en la carretera y acabando en un hospital, del cual se fuga aunque no sin antes perder muchas páginas de su guión en el trajín, todas volando en el viento gracias a la prisa. En el fondo se agradecen las buenas intenciones del film y el catálogo de referencias old school a la querida serie de Gene Roddenberry del guión de Michael Golamco, basado asimismo en su propia puesta teatral, no obstante la experiencia resulta algo pobretona y carente de verdadera imaginación porque si bien el desempeño del elenco es muy bueno, el sustrato conceptual jamás va más allá de remarcar el porfiar de Wendy -más vinculado a una simple compulsión de su enfermedad que a una gesta ideológica intensa- con vistas a entregar en mano su trabajo (la excusa es que faltan dos días para el cierre del concurso y no habrá retiro de correspondencia porque uno es domingo y el otro un lunes feriado). Lewin privilegia un naturalismo sádico y evita los finales felices facilistas de hoy en día pero lo cierto es que desperdicia la oportunidad de profundizar en la capacidad terapéutica del arte, en este caso la literatura, ya que opta por entretenerse demasiado con las minucias de una odisea en la que Pete termina siendo mucho más interesante que la protagonista…
La revolución puede ser un acto solitario La tarea que se autoimpone Godard Mon Amour (Le Redoutable, 2017) más que difícil es directamente imposible: nada menos que retratar la metamorfosis de Jean-Luc Godard de fines de la década del 60/ comienzos de los 70 de cineasta avant garde a militante político full time. ¿Por qué el proyecto está condenado al fracaso desde su génesis? Debido a que el francés -entre tantos otros artistas y figuras populares claves- constituye una de las cumbres innegables del zeitgeist de aquel período caracterizado por el auge del hippismo, la contracultura, el pacifismo y las manifestaciones pro derechos civiles encabezadas por una juventud radicalizada como nunca se había visto y como nunca más se volvería a ver desde entonces. Cualquier intento en pos de examinar el abandono rotundo del mainstream por parte de Godard siempre caerá en el terreno de lo limitado, anecdótico y/ o esquemático, especialmente teniendo en cuenta la misantropía y el afán crítico hiper impiadoso del señor. Aclarado el punto anterior, ya el mismo hecho de que Michel Hazanavicius, responsable de las interesantes El Artista (The Artist, 2011) y La Búsqueda (The Search, 2014), se decidiese a analizar el tópico genera algo de simpatía por ese encanto difuso que despiertan las causas nobles/ perdidas. Hoy el asunto está encarado desde la perspectiva romántica que ofrece la relación de Godard (Louis Garrel) con Anne Wiazemsky (Stacy Martin), quien se convertiría en su segunda esposa en 1967 luego de la separación de Anna Karina de 1965. El mismo Hazanavicius escribió el guión a partir de las memorias de Wiazemsky, una actriz precoz que se hizo conocida a los 18 años gracias a su legendario debut en el séptimo arte, Al Azar Baltasar (Au Hasard Balthazar, 1966), bajo la dirección del genial Robert Bresson, y que a posteriori desarrollaría una carrera de manera entrecortada con opus a cargo de distintos realizadores como Pier Paolo Pasolini, Philippe Garrel y André Téchiné. Se podría decir que el trabajo de Hazanavicius es relativamente digno y cubre todos los sucesos fundamentales de la etapa: las reacciones negativas que genera La Chinoise (1967), primer indicio de la militancia maoísta de Godard y primera colaboración profesional con Wiazemsky, la participación del director en los acontecimientos del Mayo Francés de 1968, su decidida intervención en la suspensión de la edición de ese año del Festival de Cannes, la fundación junto a Jean-Pierre Gorin del colectivo artístico maoísta Grupo Dziga-Vertov, su pelea con Bernardo Bertolucci, al cual acusa de traicionar sus ideales marxistas por seguir filmando historias bajo el manto narrativo burgués, y finalmente la actuación de Wiazemsky en The Seed of Man (Il Seme dell’Uomo, 1969) de Marco Ferreri, circunstancia que deriva en un episodio de celos por parte de Godard, su supuesto intento de suicidio y un largo y lento camino hacia la separación definitiva del dúo, la cual llegaría recién en 1979. En una jugada entre polémica y sumamente naif, Hazanavicius emplea el dispositivo tradicional godardiano para retratar este devenir romántico/ social de lo más agitado, lo que implica que a lo largo del metraje tenemos “intervenciones artísticas” vía juegos varios en el montaje, la fotografía, la música, los intertítulos, los movimientos de cámara y el voice-over, un planteo formal que desde ya está vaciado de la efervescencia ideológica de antaño y apunta más a ese típico homenaje -algo vacuo y oportunista, es cierto- que pulula en el cine de nuestros días. Considerando el generoso bagaje de impedimentos de todo tipo y prejuicios con los que se toparía la película a priori, la verdad es que Hazanavicius se las ingenia para salir bien parado mediante una simpática catarata de detalles autoparódicos, antojos demenciales y diálogos cargados de jerga revolucionaria que intentan quitarle el velo al “misterio Godard” para dejar al descubierto diversos rasgos de su personalidad. Así las cosas, y por obra del maravilloso desempeño de Garrel y Martin, tenemos el Godard que abandona la narración clásica para abrazar la retórica experimental (en sus ojos equivalía a renunciar a un mainstream que lo estaba sofocando y volcarse a la libertad creativa absoluta que prometía el indie europeo de aquellos años), el que quería articular su arte con la posibilidad concreta de llevar a cabo una revolución social (su idiosincrasia solitaria y nihilista lo conduce a sabotearse de manera cíclica ante casi cualquier trabajo de impronta colaborativa), el militante en favor de los movimientos estudiantiles y obreros de los 60 (la paradoja es que despreciaba en general a sus fans, justo como los universitarios lo terminaban despreciando a él por su carácter egoísta y su discurso político contradictorio y cada vez más enrevesado) y el Godard amante que siempre rozaba la misoginia (la paranoia de los celos y sus ausencias caprichosas se unificaban a una idea del matrimonio vinculada a la posesión lisa y llana que habilitaba el maltrato y la crueldad cuando lo considerase necesario, ya que las mujeres -según su óptica- en esencia son adictas a autovictimizarse). Previo a los “años video” de la segunda mitad de los 70, el mediocre regreso a la palestra internacional de los 80, su mega proyecto Histoire(s) du Cinéma de los 90 y su segunda vuelta al candelero con Elogio del Amor (Éloge de l’Amour, 2001) y la excelencia posterior, Godard Mon Amour nos presenta un retrato liviano aunque atrapante de una etapa de transición de una figura mítica del cine, la cual estaba dejando atrás el éxito de la gloriosa revolución artística que sobrevino con Sin Aliento (À Bout de Souffle, 1960), Una Mujer es una Mujer (Une Femme est une Femme, 1961), Vivir su Vida (Vivre sa Vie, 1962), El Soldadito (Le Petit Soldat, 1963), Los Carabineros (Les Carabiniers, 1963), El Desprecio (Le Mépris, 1963), Alphaville (1965), Pierrot, el Loco (Pierrot, le Fou, 1965), Masculino Femenino (Masculin Féminin, 1966), Made in U.S.A. (1966) y Dos o Tres Cosas que yo sé de Ella (Deux ou Trois Choses que je sais d’Elle, 1967), para finalmente orientarse a una revolución fallida en la praxis cuyos dos primeros exponentes fueron La Chinoise y Week End (1967), esta última funcionando como la despedida del período de oro de su carrera…
Sobre la negación recíproca Y finalmente François Ozon volvió al thriller, sin dudas la vertiente más atractiva de su producción dentro de las muchas que ha explorado el prolífico cineasta a lo largo de los años: recordemos que el parisino se paseó por la comedia, el drama, la fantasía, los relatos románticos y hasta las creaciones que funcionaban a nivel esencial -en un tono muy autoindulgente aunque profundamente sincero- como un homenaje implícito a distintos films y colegas de antaño (el espectro fue amplio y abarcó a realizadores como Rainer Werner Fassbinder, Federico Fellini, Luis Buñuel, Alfred Hitchcock y Ernst Lubitsch, entre otros). De hecho, a posteriori de la lubitschiana Frantz (2016) ahora tenemos la muy hitchcockiana El Amante Doble (L’Amant Double, 2017), una propuesta interesante que sin llegar a lo mejor de su carrera, por lo menos logra satisfacer las expectativas acumuladas. Uno como cinéfilo versado ya le conoce todos los trucos a Ozon, lo que por cierto no quita que la película en cuestión no sea otro de sus convites eficaces y sumamente prolijos a nivel estético, ubicándose apenas debajo de opus que coquetearon desde diferentes latitudes con el suspenso, léase En la Casa (Dans la Maison, 2012), La Piscina (Swimming Pool, 2003), Bajo la Arena (Sous le Sable, 2000), Los Amantes Criminales (Les Amants Criminels, 1999) y Regarde la Mer (1997). Hoy la trama se centra en Chloé Fortin, interpretada por Marine Vacth, quien ya había trabajado con Ozon en Joven & Bella (Jeune & Jolie, 2013), aquella endeble reformulación de Belle de Jour (1967). La muchacha, una ex modelo que consigue un trabajo como guardiana de un museo, arrastra problemas psicológicos por el abandono de su madre que derivan en una somatización vía un eterno dolor en el vientre. Tomando elementos de Pacto de Amor (Dead Ringers, 1988) y del tópico en general del “doppelgänger”, con una extensa tradición tanto en la literatura como en el cine, el guión de Ozon -a partir de una novela original de Joyce Carol Oates- gira en torno al triángulo que se forma entre la protagonista, su terapeuta Paul Meyer y el hermano gemelo de este último, Louis Delord, también psicólogo y distanciado del anterior (ambos están compuestos por Jérémie Renier, actor fetiche de los belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne). Todo a su vez está atravesado por la desconfianza de Chloé hacia ambos, por instantes oníricos que retratan su frágil estado mental y por una buena tanda de secuencias que juegan con el cine erótico y el desconocimiento de los dos hombres con respecto al hecho de que frecuentan a la misma mujer. Desde ya que la eventual investigación de Fortin la llevará a descubrir los secretos enterrados del conflicto de fondo entre los hermanos y su exasperante negación recíproca. El director se las ingenia para siempre mantener la tensión y cuenta con la inteligencia suficiente para no incluir giros baratos que transformen de la nada a Chloé en una pobre víctima incomprendida, enfatizando continuamente su histeria de la misma forma en que se remarca la manipulación masculina. Tanto Vacth como Renier están a la altura de sus personajes y de las escenas sexuales, a lo que se suma una pequeña participación de la siempre radiante Jacqueline Bisset. Por el otro lado, tampoco se puede negar que la obra de Ozon no agrega ni un detalle novedoso que no se haya visto en el pasado en innumerables thrillers similares en la veta “film noir sexy” de Cuerpos Ardientes (Body Heat, 1981), Doble de Cuerpo (Body Double, 1984), Bajos Instintos (Basic Instinct, 1992) y La Última Seducción (The Last Seduction, 1994). Aun así, la película es un ejercicio relativamente “jugado” por parte del francés dentro del marco conservador y retrógrado del cine actual…
Contra el olvido cultural El rock en Argentina, como cualquier otra manifestación artística que intenta abrirse paso en una sociedad en esencia empobrecida/ rapiñada desde el poder y con urgencias de todo tipo, corrió una suerte de lo más dispar que siguió la senda de los vaivenes institucionales del país, su ciclo de crisis de nunca acabar, los prejuicios de un entramado cultural por demás retrógrado y fundamentalmente la falta de un circuito comercial extendido en el que los músicos de turno puedan desarrollarse y -por supuesto- ganar lo suficiente para vivir de su profesión (o mejor dicho, para vivir de lo que desean que algún día se convierta en su profesión). Incluso dentro de la marginalidad del sector, siempre en lucha con otros géneros por hacerse de una mínima difusión y reconocimiento, hay distintas capas que nos hablan de una primera línea de popularidad canonizada por los medios masivos de antaño y un segundo conjunto de artistas que han quedado en el olvido o jamás alcanzaron su apoteosis. Si bien resulta innegable que las primeras verdaderas agrupaciones de rock pesado de Argentina -en el sentido más estricto del término, concentrándonos en la idiosincrasia paradigmática del género- fueron Riff y V8, de la misma forma no podemos obviar que una de las bandas que sentaron las bases para el crecimiento posterior del rubro fue El Reloj, una agrupación maravillosa de la década del 70 que por un lado coqueteó con los cuelgues psicodélicos y sinfónicos del período y por el otro -en algunos pasajes musicales, por lo menos- jugó a acercarse a la furia que luego sería denominada “heavy metal”. Oriundos del Oeste del Gran Buenos Aires, los otrora muchachos constituyen el eje de Alguien más en Quien Confiar (2018), un muy interesante documental de Matías Lojo y Gabriel Patrono, quienes analizan el derrotero histórico recorrido por la banda mediante un atractivo combo de entrevistas, material de archivo y collages visuales que sorprenden por su imaginación. Como cabía esperar, gran parte del metraje está dedicado a la génesis, los shows iniciales y los dos primeros y mejores álbumes de los señores, El Reloj (1975) y Al Borde del Abismo- El Reloj II (1976), la primera una placa símil hard rock modelo Deep Purple y la segunda cercana al rock progresivo de Jethro Tull. Con la primera separación de 1977, en plena cúspide compositiva, se repite la crónica de tantos grupos argentinos cuya promesa de desarrollo quedó en la nada, en este caso desbandándose la formación más celebrada de la banda, esa que incluía a Willy Gardi en guitarra y voz, Osvaldo Zabala en segunda guitarra, Eduardo Frezza en bajo y voz, Luis Valenti en teclados y voz y Juan “Locomotora” Esposito en batería. El tiempo traería muchas realineaciones, algunas produciendo nuevos discos y otras no, pero ninguna lograría recuperar la magia, fuerza y creatividad de aquellos comienzos, ni siquiera el regreso de la formación original de mediados de la década del 90. Con la muerte posterior de Gardi en 1995, la de Valenti en 2004 y la de Esposito en 2016 se terminó de cerrar el arco histórico del grupo, y a pesar de que Zabala y Frezza actualmente siguen tocando temas clásicos, lo cierto es que ya resulta imposible reconstruir la dinámica del pasado con otros músicos. La militancia independiente, el porfiar ante todo y el amor por el arte desinteresado siempre constituyeron los horizontes de El Reloj, una banda que ha sido injustamente suprimida dentro de la “historiografía oficial” del rock vernáculo, situación que Alguien más en Quien Confiar se encarga de revertir a pura inteligencia y desde el cariño inclaudicable del fanático que vio transformada su vida cuando entró en contacto con la obra en cuestión. Más que a favor de la memoria, el documental funciona como un alegato en contra del olvido por parte del enclave cultural argentino de unos muchachos muy talentosos que patearon el tablero allá en los 70 y desde entonces sufrieron un triste ninguneo de la mano de una prensa ignorante y un público rockero apático que no se condice con la importancia de aquellos dos gloriosos discos y el poderío del quinteto en vivo, hoy recapturado a través de un excelente y bello trabajo de antropología musical…
Masacre tranquila vale por dos Por obra de esos misterios insondables del Hollywood contemporáneo, hoy tenemos ante nosotros una secuela de Los Extraños (The Strangers, 2008), aquella pequeña maravilla indie que si bien respetaba la arquitectura paradigmática de los slashers de las décadas del 70 y 80, a decir verdad tenía más puntos en común con los thrillers secos y sádicos de nuestros días en línea con lo más accesible de Michael Haneke. El realizador de la película, Bryan Bertino, demostraría con sus dos trabajos siguientes, las también muy interesantes Mockingbird (2014) y The Monster (2016), que es un autor inusual dentro del horror actual tendiente a los lugares comunes porque apunta más a un ritmo sosegado, in crescendo y sumamente atento a la sensibilidad de los personajes. Bajo la excusa de tres psicópatas que aterrorizaban a una parejita, el director y guionista analizaba la violencia fatua del presente. Diez años después nada puede permanecer igual y Los Extraños: Cacería Nocturna (The Strangers: Prey at Night, 2018) lo deja en claro ya que este no es un exponente indie ni mucho menos, más bien se asemeja a lo que sería una “solución negociada” entre la tranquilidad de la masacre del opus de Bertino y la efervescencia de cualquier franquicia tradicional hollywoodense de terror: a pesar de que la propuesta se engolosina un poco en su segunda mitad con diversos homenajes un tanto estereotipados en lo que podemos definir como otro de los rasgos por antonomasia del mainstream reciente, pensemos en las citas a Christine (1983) y La Masacre de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, 1974), por lo menos gran parte del desarrollo previo obedece a la fórmula narrativa de antaño y así el fluir de la carnicería está bastante bien llevado por el ahora realizador Johannes Roberts. El guión de Ben Ketai -quien modificó un borrador de Bertino- reproduce el del film del 2008, hoy con un matrimonio, Mike (Martin Henderson) y Cindy (Christina Hendricks), y sus dos hijos adolescentes, Kinsey (Bailee Madison) y Luke (Lewis Pullman), yendo a pasar un “tiempo en familia” en el inhóspito parque de casas rodantes de sus tíos antes de enviar a la rebelde Kinsey a un internado, un plan que por supuesto queda en la nada cuando descubren que tres loquitos enmascarados ya se cargaron a unos cuantos residentes y ahora andan detrás de ellos sin ninguna razón en particular, sólo por el gusto de matar a otros seres humanos. Jugando con los silencios, los espacios abiertos y una mundanidad imperturbable que aquí es sinónimo de tensión más que de una histeria constante, aun así la quietud se va transformando de a poco en una faena bastante más agitada en consonancia con lo que el mainstream considera que pretende el espectador impaciente contemporáneo. Al director Roberts hay que concederle que fue progresando permanentemente desde aquellos primeros bodrios clase B sin talento hasta llegar a las dignas The Other Side of the Door (2016) y en especial A 47 Metros (47 Meters Down, 2017), sin duda el primer opus en verdad potable de su carrera. Por supuesto que si los productores hubiesen querido en serio mantener el espíritu del trabajo original no hubiesen introducido muertes entre el trío de homicidas para dejarlos tan impolutos e imparables como lo eran antes, no obstante hay que reconocer que la película de por sí es otra cosa y no pretende respetar al pie de la letra el esquema quirúrgico precedente: juzgándola dentro de su propio territorio y abrazando esas desviaciones, Los Extraños: Cacería Nocturna resulta una obra entretenida y disfrutable que acumula un puñado de escenas logradas en torno a una oscuridad acechante que no muestra piedad alguna cuando se trata de pasar el rato derramando mucha sangre al azar…
Asimilando al opuesto Si bien cae unos escalones debajo en términos de calidad con respecto a las excelentes Un Dios Salvaje (Carnage, 2011) y La Piel de Venus (La Vénus à la Fourrure, 2013), las obras previas de Roman Polanski, Basada en Hechos Reales (D’Après une Histoire Vraie, 2017) es una película igualmente apasionante que crece en el espectador apenas finalizada la proyección, a medida que uno se replantea lo visto y la amplitud de su alcance discursivo: el legendario director y guionista deja atrás el “teatro filmado” de sus opus anteriores y retoma una narración más cinematográfica que a su vez recupera diferentes tópicos de uno de sus mejores thrillers recientes, El Escritor Oculto (The Ghost Writer, 2010), hoy por hoy volcando las vicisitudes del mercado literario y los inconvenientes que afrontan los autores hacia la inestabilidad subjetiva/ emocional, sin duda la gran obsesión retórica del polaco. La propuesta está inspirada en una novela de 2015 de Delphine de Vigan, no obstante desde el punto de vista general parece servirse de tres fuentes artísticas principales: en primera instancia tenemos las historias de manipulación progresiva y subliminal de la maravillosa Patricia Highsmith, con El Talentoso Sr. Ripley (The Talented Mr. Ripley, 1955) como mojón insoslayable, luego viene el halo perturbador de El Sirviente (The Servant, 1963), una joya de Joseph Losey a partir de un guión de Harold Pinter acerca de un esquema de poder que termina patas para arriba, y finalmente está la influencia de un par de clásicos del formato “batalla dialéctica/ actitudinal” como lo son Juego Mortal (Sleuth, 1972) y Trampa Mortal (Deathtrap, 1982), los cuales asimismo estaban inspirados en una obra maestra de Alfred Hitchcock sobre las intrigas de la intimidad y sus correlatos, La Soga (Rope, 1948). Aquí en esencia todo gira alrededor de la relación entre Delphine Dayrieux (Emmanuelle Seigner), una famosa autora que acaba de convertir a la enfermedad y el padecimiento final de su madre en un exitoso bestseller, y Elle (Eva Green), también una escritora aunque en este caso fantasma y especializada en memorias para celebridades de la política, el deporte y el espectáculo. Ambas mujeres se conocen en un evento de firma de libros de Dayrieux y pronto desarrollan un vínculo apuntalado sobre todo en el misterio que rodea a Elle y en el hecho de que Delphine la considera mucho más interesante y sofisticada, lo que deriva en una convivencia eventual que coquetea con la frontera entre la amistad y el lesbianismo. El afán controlador de Elle -bajo la apariencia de ayuda y consejos- al inicio se complementa a la perfección con la delicadeza y vulnerabilidad de una Dayrieux atrapada en su melancolía. Precisamente, en lo que se luce Polanski es en el retrato de la sutil dinámica del dúo a nivel cotidiano: el personaje de Seigner atraviesa un bloqueo creativo, es ninguneada por sus propios hijos y no cuenta con el apoyo de una pareja masculina ausente, François (Vincent Pérez), un periodista que para colmo se la pasa entrevistando a escritores; por otro lado el personaje de Green sobrevivió con entereza a varios suicidios entre sus allegados, posee un carácter mucho más fuerte y parece llevar muy bien el injusto anonimato al que la condena su profesión de “negro literario”. El guión de Olivier Assayas y el mismo realizador pasa de una primera parte orientada al análisis de la sumisión escalonada de Delphine hacia Elle, a una segunda mitad que da vuelta la estructura cuando la primera se consagra a un proceso de asimilación de su opuesto femenino exacto, con vistas a ficcionalizar/ fagocitar su vida. El cineasta evita todo artificio pomposo y se concentra permanentemente en la dimensión humana de la relación, ofreciéndonos detalles muy inteligentes de los entretelones de alcoba y el juego de las apariencias, con una Elle que en un primer instante parece querer tomar posesión de la identidad de Dayrieux para luego defenderse cuando su “amiga” pretende hacer lo propio con lo que ha sido su devenir hasta la fecha, uno que guardaba para sí y que de a poco comienza a revelar vía momentos compartidos. A pesar de que el opus es algo derivativo y no agrega nada particularmente novedoso al eje temático de las mentiras y las poses convenientes, lo cierto es que el polaco aquí nos regala un minucioso desempeño por parte de Seigner y Green y vuelve a demostrar que es un maestro absoluto en el examen del origen contextual de la locura, su repercusión en el fluir artístico, la destreza de quien necesita manipular para subsistir y finalmente la línea divisoria entre un entramado anímico/ psicológico que se cae a pedazos y un entorno social que ni se entera…
Sobre desniveles retóricos Como le ha ocurrido a tantos otros directores antes, la carrera del realizador australiano Greg McLean se ha tornado bastante errática desde que pisó por primera vez Hollywood: recordemos que el señor se hizo conocido en el ámbito global -y especialmente dentro del enclave del horror- por sus primeras tres películas, las interesantes El Cazador de Wolf Creek (Wolf Creek, 2005), Rogue (2007) y Wolf Creek 2 (2013), todas propuestas que exprimieron con astucia ese cliché internacional con respecto a la rusticidad de la geografía de su país y las supuestas “sorpresitas tétricas” que les aguardan a los turistas que osen aventurarse por territorios indómitos. Luego la racha se cortó de repente con The Darkness (2016), su debut en Estados Unidos, un film de lo más insulso sobre una entidad espectral que ni siquiera conseguía redimirse gracias a la presencia del siempre eficaz Kevin Bacon. Por suerte The Belko Experiment (2016) volvió a levantar el nivel de calidad con una comedia negra anticapitalista bien gore que retomaba aquella premisa de “matar o morir” de Batalla Real (Batoru Rowaiaru, 2000). Su última obra, la propuesta que hoy nos ocupa, viene a ubicarse en una región intermedia entre las dos previas, sin llegar a ser fallida pero tampoco logrando alcanzar la bonanza de la película inmediatamente anterior: Jungla (Jungle, 2017) cuenta la historia de un caso verídico de supervivencia en medio de la selva boliviana durante 1981 que en esencia sigue esta lógica bipartita reciente ya que la primera mitad del convite es atrapante y la segunda parte cae en un catálogo de problemas que dilapidan los puntos a favor acumulados hasta el momento, lamentablemente dejando pasar la oportunidad de superar ese registro meloso yanqui símil Náufrago (Cast Away, 2000). La trama gira alrededor de Yossi Ghinsberg (Daniel Radcliffe), un joven israelí que luego de tres años de milicia decide salir a recorrer el mundo para evitar los estereotipos sociales vinculados a la familia y un trabajo aburrido estable, lo que lo conduce a Bolivia, donde conoce a Marcus (Joel Jackson), un docente suizo en pleno año sabático, y el amigo de este último, Kevin (Alex Russell), un norteamericano que se dedica a la fotografía profesional y se la pasa explorando el planeta. Bajo la insistencia de Ghinsberg, el trío se sumerge en un viaje a través de la jungla de la mano de Karl (Thomas Kretschmann), un austríaco que el muchacho conoció en la calle y que parece estar desde hace mucho tiempo en el país, prometiendo llevarlos a una comarca salvaje como nadie ha visto antes, mucho oro y una tribu ignota de por medio. Durante la odisea nada sale según lo planeado porque Marcus se lastima severamente los pies y eso lentifica el periplo, lo que provoca una pelea en torno a continuar o no el viaje en una balsa vía un río de lo más agitado: Karl y Marcus terminan separándose para realizar la travesía restante a pie y Kevin y Yossi prueban navegar el río. Por supuesto que la fuerza de las aguas deriva en desastre distanciando a los hombres, con Kevin siendo encontrado por los bolivianos al poco tiempo en una orilla y Ghinsberg perdido en la selva durante semanas caracterizadas por la inanición y una semi locura. Como decíamos antes, aquí el mayor problema se reduce a la disparidad retórica entre la primera mitad centrada en el grupo unido y la segunda parte en Yossi en solitario, mientras Kevin lo busca primero con las autoridades y luego a caballo de sus propios esfuerzos: el comienzo se asemeja a la muy superior Z: La Ciudad Perdida (The Lost City of Z, 2016) y tantas otras aventuras trágicas de exploración, ahora enmarcada en una afabilidad que se va cayendo a pedazos por las discusiones y por un Karl de por sí misterioso y algo perturbado; el segmento posterior ve a McLean y al guión de Justin Monjo derrapar de a poco porque ambos van licuando el realismo en función del recurso cansador de apelar a las fantasías, recuerdos y alucinaciones del protagonista, amén de la música heroica exacerbada modelo Hollywood y una supuesta “elevación espiritual” por parte de Ghinsberg (verborragia religiosa incluida). Nadie le exige a la película que sea Aguirre, la Ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972) en cuanto al retrato impiadoso de la flora y la fauna pero por lo menos los responsables podrían haber mantenido una cierta coherencia a nivel estilístico. Incluso así, el opus no llega a ser un fracaso porque Radcliffe se entrega a full y en general la experiencia resulta satisfactoria con algunas muy buenas escenas símil terror (la del gusano en la frente y la de las hormigas son las mejores por lejos). En síntesis, Jungla es un film correcto que padece de ese sustrato higiénico e hiper cuidado del cine contemporáneo mainstream, el cual le resta vehemencia a un relato que reclamaba más visceralidad…
Tres vectores paranormales El cine argentino de terror ha venido disfrutando de un crecimiento exponencial a lo largo de los últimos años, producto del apoyo de los festivales internacionales, de un sutil incremento del volumen de los espectadores a nivel latinoamericano y finalmente del arte de porfiar cortesía de los directores locales especializados en el género, verdaderos héroes en lo que respecta a un emprendedurismo que en una economía y un sistema político en permanente crisis continúan dando lucha para viabilizar los proyectos. Todo este panorama trae aparejadas dos conclusiones: la primera está vinculada al hecho de que el desarrollo cuantitativo no ha sido acompañado del todo por una mejora cualitativa general, y la segunda tiene que ver con la necesidad fundamental de profundizar esta vertiente ya que permite diversificar una oferta artística y una industria autóctona demasiado homogéneas. Como si se tratase de una prima lejana y de bajo presupuesto de la reciente No Dormirás (2018), Aterrados (2017) es también una exploración en el campo de lo sobrenatural pero en esta oportunidad sustituyendo la arquitectura símil giallo de entorno cerrado de aquella por un andamiaje que le debe más a las “dimensiones paralelas” de la corriente paranormal norteamericana, esa que va desde Poltergeist (1982) a La Noche del Demonio (Insidious, 2010), que a las casas embrujadas de clásicos como The Innocents (1961), The Haunting (1963) y The Legend of Hell House (1973). En este muy interesante opus escrito y dirigido por Demián Rugna también se siente la influencia del J-Horror de la década previa, en sintonía con Ringu (1998) y Ju-on (2002), aunque por suerte reemplazando los motivos más asépticos del subgénero con una buena dosis de gore y una angustia insólitamente cerebral. Gran parte del encanto del film viene por el lado de que adquiere la forma de un relato colectivo sin un único protagonista absoluto. La primera mitad del metraje está orientada a describir tres vectores narrativos: una noche Juan (Agustín Rittano) ve cómo su esposa Clara (Natalia Señorales) levita en el baño golpeándose salvajemente contra las paredes, asimismo Walter (Demián Salomón), el morador de la vivienda contigua, percibe que una presencia humanoide lo acosa de manera constante, y finalmente a la vecina de enfrente de ambos, Alicia (Julieta Vallina), se le muere atropellado su pequeño hijo. Para colmo de males Clara y Walter desaparecen sin dejar rastros y el que sí regresa es el nene de Alicia, pero en formato “zombie petrificado”. El asunto pronto deriva en lo que ocurre en la segunda parte del convite, con el ex novio de Alicia, el Comisario Funes (Maxi Ghione), encabezando una especie de investigación supraterrenal a la par del forense Mario Jano (Norberto Gonzalo), su amigo, y dos colegas de este último, la Doctora Mora Álvarez (Elvira Onetto) y el Doctor Rosentock (George Lewis), un estadounidense que vino a la Argentina para encerrarse con los otros tres durante una noche en las residencias malditas. Rugna administra con mano maestra la tensión y consigue buenas interpretaciones de todo el elenco, dos elementos muy raros dentro del cine argentino en general y no sólo en el terror: los chispazos de violencia espectral están bien dosificados y sobre todo los diálogos se sienten naturales, sin la perorata explicativa del mainstream yanqui ni las declamaciones de impronta teatral de muchas películas de nuestro país, a lo que se agrega que los actores ofrecen en serio un trabajo parejo, construyendo un coro en el que nadie descuella aunque todos colaboran en pos de lograr que la obra camine más amparada en el desarrollo de personajes que en los clichés de los sustos cronometrados, las caras de espanto o alguna que otra sobreactuación al paso. En este sentido, la acumulación de incógnitas del primer acto se condice con el aprovechamiento de los espacios cerrados del segundo capítulo y un prodigioso diseño de las criaturas del averno. Desde ya que Aterrados no es muy original que digamos, no obstante ello no siempre es crucial en ninguno de los géneros más añejos del cine porque aquí lo primordial es la ejecución concreta de los arquetipos retóricos… y es precisamente en ese campo en el que se destaca la sutil y eficaz realización de Rugna.