Intensidad e ironías del corazón Y Philippe Garrel continúa haciendo exactamente lo que se espera de él: Amantes por un Día (L'Amant d'un Jour, 2017) viene a cerrar la denominada “trilogía del amor” del parisino, esa que está compuesta además por las igualmente amables Jealousy (La Jalousie, 2013) y A la Sombra de las Mujeres (L'Ombre des Femmes, 2015), todos trabajos en blanco y negro y encarados desde ese romanticismo elegante tan característico de los galos. Aquí una vez más el director y guionista, uno de los pocos con vida cuyo pasado profesional se remonta a nada menos que los inicios de la Nouvelle Vague, deja bien en claro que su horizonte artístico para analizar el amor sigue siendo el cine de François Truffaut, tomando como referencia a Jules y Jim (Jules et Jim, 1962), La Piel Suave (La Peau Douce, 1964) y la pentalogía de Antoine Doinel, en especial Antoine y Colette (Antoine et Colette, 1962). En cierto sentido se podría afirmar que la película que nos ocupa es la más minimalista de la trilogía, lo que ya es decir mucho porque todas son muy despojadas a nivel formal y se mueven gustosas en un registro -entre naturalista y semi poético- en el que lo único rimbombante son las emociones de los protagonistas, las cuales por supuesto siempre giran en torno a los vaivenes más honestos del corazón, esos que hoy por hoy casi no encuentran representación dentro de los confines del séptimo arte. De hecho, qué desahuciado estará el ámbito cinematográfico contemporáneo en materia de historias mínimas de calidad que Garrel, un típico “autor de segunda línea” de antaño, viene experimentando un revival moderado desde la década anterior que permite que sus obras se estrenen en geografías tan inhóspitas como la Argentina y hasta se lo invite al BAFICI, como ocurrió recientemente. Ahora la trama gira alrededor de tres personajes principales, el profesor universitario Gilles (Éric Caravaca), su hija veinteañera Jeanne (Esther Garrel) y la novia del primero Ariane (Louise Chevillotte), otrora una de sus estudiantes. Todo comienza cuando Jeanne se aparece en el departamento de Gilles porque su pareja Matéo (Paul Toucang) la echó del hogar compartido, pidiéndole asilo por el momento a su padre entre lágrimas. La muchacha descubre de inmediato que Gilles está en una relación con Ariane, una chica que tiene prácticamente su misma edad y que vive con el hombre. La convivencia resulta llevadera y sobrepasa las suspicacias iniciales, generando secretos dolorosos entre las mujeres que deciden ocultar a Gilles: Jeanne es rescatada por Ariane de un intento de suicidio (pretendía saltar por la ventana por no poder soportar el calvario provocado por la ruptura) y Jeanne a su vez se topa en un kiosco de revistas con Ariane desnuda en la portada de una publicación (la joven se sometió a una sesión de fotos pornos simplemente porque necesitaba el dinero). Como siempre en el caso de Garrel, las verdaderas complicaciones llegan de la mano de las infidelidades y de una falsa actitud de tolerancia -clásica de los burgueses- que se hace añicos porque la tendencia a la monogamia es más fuerte que cualquier planteo orientado a mostrarse abierto ante los caprichos del deseo: los repetidos encuentros sexuales de Ariane con diversos hombres hacen que Gilles termine de estallar. Por otro lado, Amantes por un Día juega asimismo con la ironía que trae a colación el vínculo de Jeanne con Matéo, ya que lo que parecía roto de a poco se reconstruye en clara contraposición con la relación entre Gilles y Ariane, un enlace que parecía firme al principio y progresivamente se desvanece. Sin llegar a ser una maravilla pero portadora de momentos de una verdad sutil acerca de la intensidad amatoria, la película es interesante por derecho propio a condición de que se acepte que no aporta nada original y que funciona como un “retro relato” que pretende duplicar -con un éxito más que respetable- el trasfondo de la Nouvelle Vague…
Postrimerías del amor En la interesante Las Estrellas de Cine Nunca Mueren (Film Stars Don't Die in Liverpool, 2017) coinciden tres vertientes del cine contemporáneo, a saber: en primer lugar tenemos el viejo recurso narrativo del melodrama con destino trágico a lo Love Story (1970), ese que nos muestra el nacimiento y desarrollo de una relación para luego rematarla con una enfermedad funesta, en segunda instancia está el tópico de las parejas con una diferencia de edad más que significativa, temática que ha sido trabajada en muchas oportunidades desde Lolita (1962) y Harold & Maude (1971) hasta Perdidos en Tokio (Lost in Translation, 2003) y Venus (2006), y en tercer término se ubica el sustrato de las biopics, una mega obsesión del mainstream actual que en esta ocasión se mira a sí mismo desde un personaje y/ o perspectiva lateral en sintonía con Mi Semana con Marilyn (My Week with Marilyn, 2011), Hitchcock (2012), El Sueño de Walt Disney (Saving Mr. Banks, 2013) y Life (2015). Ahora la estrella de turno del séptimo arte es la relativamente olvidada Gloria Grahame, una actriz norteamericana que tuvo un período de auge en su carrera durante la década del 50 interpretando a vampiresas del film noir, hasta ganando un Oscar por Cautivos del Mal (The Bad and the Beautiful, 1952), y cuya trayectoria se fue apagando debido a querer dar de baja el encasillamiento (eligió/ la eligieron para películas que poco tenían que ver con el policial negro que la hizo famosa), a alguna que otra pelea en el ambiente que la llevó a volver al teatro (su primer amor en materia profesional) y en especial al hecho de haberse enamorado de su hijastro, Anthony Ray, vástago de Nicholas Ray (Gloria y Anthony a posteriori se casaron en México en 1960 y tuvieron dos hijos, divorciándose en 1974). La obra adopta la óptica de su último amante, el actor veinteañero Peter Turner (Jamie Bell), para retratar los años finales de la vida de la mujer, ya actuando y viviendo en Inglaterra. El correcto guión de Matt Greenhalgh, un especialista en biopics luego de haber escrito Control (2007) sobre Ian Curtis, Nowhere Boy (2009) acerca de John Lennon y The Look of Love (2013) sobre Paul Raymond, utiliza una estructura -innecesariamente compleja- de flashbacks y flashforwards continuos para pasearnos entre dos líneas temporales, la primera centrada en el encuentro de Turner y Grahame, allá en Londres en 1979, y la segunda en el agravamiento de la salud de Gloria, en 1981 en Liverpool, en función del regreso de un cáncer de mama que parecía haber entrado en remisión. Annette Bening es la encargada de componer a la protagonista y la verdad es que su desempeño es excelente considerando que la Grahame real era una persona retraída y muy delicada en su hablar y forma de ser, lo que obligó a una Bening casi siempre aguerrida/ avasallante a actuar en “pose afectada” a lo largo de todo el film, una experiencia insólita y extraordinaria que vale la pena presenciar. Ahora bien, más allá del enorme trabajo de la actriz y de un Bell que también arremete con toda su destreza y oficio, la realización en sí no aporta demasiado a la temática principal, alarga algunas escenas más de lo debido y se vuelve algo repetitiva en su segmento final con la dialéctica de un Peter que no la quiere dejar ir y una Gloria que ve venir lo inevitable y curiosamente le pide mudarse a la casa de su familia, en esencia encabezada por su madre Bella (Julie Walters), lo que dispara paulatinamente una serie de conflictos entre los distintos integrantes del clan Turner en torno a qué hacer con Grahame y su triste deterioro progresivo. El opus de a poco termina desdibujándose como retrato de una celebridad ya mayor, no obstante adquiere fuerza como un análisis sutil y humanista de las postrimerías del amor, concentrándose en el cariño compartido sin darle tanta importancia a las razones concretas del punto final de la relación (la enfermedad, la distancia en años, los fantasmas del pasado, las familias de cada uno, la desaparición del fulgor inicial, etc.). El director Paul McGuigan, artífice de una carrera de lo más errática que promedia obras por lo general afables, no logra que Las Estrellas de Cine Nunca Mueren llegue a descollar como pudiera haberlo hecho pero por lo menos sabe redondear un melodrama inteligente de pérdida que coquetea con el suicidio solapado a raíz del cansancio para con una vida que se extingue…
Cicatrices del tiempo Y el cine industrial argentino lo hizo de nuevo: teniendo los recursos que les faltan -o se les niegan- a las otras ramas del enclave nacional en un movimiento pendular que acompaña a los caprichos de la logia televisiva y gubernamental de turno, no consigue redondear un producto que esté a la altura de lo que el mercado global contemporáneo del séptimo arte reclama. Aquí reaparecen una vez más problemas de siempre que se resumen en diálogos excesivamente declamativos y en un desnivel pronunciado en cuanto a las actuaciones, una combinación que con los años logró atenuar sus efectos nocivos a fuerza de una progresiva profesionalidad en materia de los rubros técnicos, no obstante estos inconvenientes se resisten a morir y el hecho parece estar vinculado a una cuestión cultural que -por más que el modelo general sea el cine yanqui y europeo- impide un verdadero desarrollo de fondo. Perdida (2018), una coproducción nada menos que con España, tampoco llega a ser mala como sí lo fue por ejemplo la reciente y espantosa Los Olvidados (2017), otro exponente de género que pretendía salir a pelearle a los norteamericanos en su propio terreno -una meta siempre noble- y que terminaba cayendo aún más bajo en lo que respecta a los resultados. Este opus de Alejandro Montiel es una adaptación de una novela de Florencia Etcheves que retoma un esquema clásico del horror y el policial negro, el de dos personajes centrales que comparten una amistad y luego se separan vía algún acontecimiento traumático que los lleva a estar en veredas opuestas, planteos éticos contrastantes de por medio. La trama sigue al pie de la letra el formato y la supuesta construcción de suspenso pasa del “misterio” principal -ese que descubrimos de inmediato- al sutil acecho del esbirro violento de turno. Ahora la debacle emocional se produce por la desaparición de una tal Cornelia en un viaje escolar a la Patagonia, lo que marca la vida de todas sus compañeras adolescentes y en especial la de Manuela (Luisana Lopilato), su mejor amiga, quien por supuesto 14 años después se transforma en policía y decide reabrir el caso a raíz de la insistencia de la madre de la joven, que se niega a aceptar que la susodicha esté muerta porque nunca encontraron el cadáver. Ya desde el inicio, cuando vemos que una inescrutable mujer -la cual luego descubriremos que responde al nombre de Nadia (Amaia Salamanca)- se presenta en una misa en honor a Cornelia, comprendemos que el enigma duró lo que un soplido y que nos tenemos que conformar con las andanzas del sicario/ socio de la señorita, quien pretende evitar a toda costa que Manuela dé con la verdadera identidad de Nadia y su trágico pasado. Sinceramente la experiencia podría haber sido mucho peor porque a la poca presencia escénica de Lopilato como agente de policía se suma el hecho de que varios de sus colegas son directamente de madera, ante lo cual la mínima eficacia de la actriz protagónica logra que el barco no se hunda (de todas formas, el mejor desempeño es el de la española Salamanca, una profesional que se mueve en un rango que nadie del elenco argentino alcanza jamás). El apenas correcto guión de Jorge Maestro, Mili Roque Pitt y el director nos va contando el devenir de Nadia vía flashbacks que corren en paralelo a la pesquisa de Manuela, tratando con solvencia -y desde el realismo más crudo- la temática de la trata de blancas. Lamentablemente las buenas intenciones no nos salvan de un desenlace muy flojo que deja muchos cabos sueltos, resulta tan estandarizado como el resto del relato y en suma no está a la altura de las cicatrices del tiempo que arrastran las mujeres, frente a las cuales la película recurre a soluciones narrativas un tanto erráticas que carecen de imaginación…
Entre el amor y la manipulación Buena parte de las películas europeas que se estrenan en Argentina responden a distintos estereotipos de los principales países del viejo continente: así no es de extrañar que una y otra vez nos topemos con la efusividad española e italiana, la frialdad de los alemanes y británicos y esa región anímica intermedia que suelen monopolizar los franceses. Estos lugares comunes nacionales obedecen a lo que podríamos definir como un “cine popular” dentro de las fronteras en cuestión, de allí que la fórmula se repita a más no poder a lo largo de décadas y décadas que fueron asentando un piso fijo de exportación para dichos productos. De una forma similar a lo que ocurre con el acervo estadounidense promedio, las obras independientes y las que van a contrapelo de la industria no llegan a estrenarse de manera comercial en casi ningún otro país más que en el de origen (si es que se estrenan). Más allá de la dialéctica del esquema remanido y la pereza de los circuitos de distribución mundial que viven adquiriendo el mismo modelo de film ad infinitum, lo cierto es que un gran número de estos opus son comedias dramáticas que resultan cualitativamente muy superiores a lo que Hollywood tiene para ofrecer desde los 90 al presente (recordemos que las comedias de hoy en día del mainstream yanqui rankean entre los productos más grasientos, vacuos e insignificantes del panorama contemporáneo). Monsieur & Madame Adelman (2017), otra epopeya romántica que coquetea con el límite entre las risas y las lágrimas, pretende ser una propuesta mucho más ambiciosa que el promedio de su rubro pero a decir verdad se queda en el catálogo de recursos de siempre del enclave galo, bien cómoda en todas las “idas y vueltas” del corazón que corresponden a las parejas longevas. Si tomamos en consideración que la obra es la ópera prima como realizador de Nicolas Bedos, hasta ahora un actor y guionista especializado en convites livianos, y que el señor escribió el guión junto a Doria Tillier, con quien comparte pantalla en casi todas las escenas porque de hecho el dúo compone a los Adelman del título, uno puede inferir que la empresa debe haber sido intimidante para ambos ya que además el relato se centra en un período de 45 años de relación, empezando en 1971 y llevando el metraje a nada menos que dos horas, una eternidad tratándose de un drama encarado desde el registro narrativo/ actoral de la comedia. Todos los detalles infaltables en esta clase de historias dicen presente: pareja burguesa, él un escritor paranoico y egoísta, ella una mujer anodina que evita los conflictos, etapa de gloria luego de unos cuantos histeriqueos, consolidación del vínculo, despegue de la carrera del hombre y fama, casamiento, dos hijos (un varón insoportable y una nena inteligente), estancamiento, celos e infidelidad, separación, regreso sutil a la soledad, etc. Si hay algo que debemos concederles a los franceses en general es que no maquillan las miserias del cariño, mirando de frente a los problemas sin necesidad de encontrar esos chivos expiatorios externos del melodrama tradicional: a pesar de que Monsieur & Madame Adelman utiliza muchos clichés del cine galo (elogio de la pasión inicial, entorno bohemio, infortunios buscados por los personajes, diálogos hirientes entrecruzados, situaciones exacerbadas de frustración o venganza, una ciclotimia que nos pasea por la algarabía y la insensibilidad), por lo menos el relato nos mantiene todo el tiempo concentrados en la dinámica de la propia pareja vía la triada de siempre, esa compuesta por el ascenso del amor, una estabilidad transitoria y el inevitable declive. Como decíamos antes, al film le sobra una media hora de duración y no aporta nada novedoso en sí, no obstante se abre camino como un ejercicio correcto en el campo de las minucias del afecto y su contracara, una manipulación que aquí aparece vinculada a la creación artística más autoindulgente…
La fábula del ascenso social El encanto detrás de una película como Madame (2017) no recae en su originalidad o en su destreza particular para destacarse dentro de su enclave, sino más bien en el desempeño de los intérpretes de turno y en el sustrato inoxidable de la obra que le da sentido y -de hecho- constituye su razón de ser, nada menos que La Cenicienta, cuento de hadas antiquísimo cuyas versiones más conocidas son la del francés Charles Perrault y la de los hermanos alemanes Jacob y Wilhelm Grimm. El film utiliza los recursos de la comedia de situaciones y la sátira social para analizar tanto las bondades como las miserias de los seres humanos, en especial la tendencia de las clases alta y media a tratar como esclavos y en general despersonalizar a todos a su alrededor y la propensión de los estratos bajos a acatar órdenes sin una verdadera perspectiva crítica de por medio, conformándose con las migajas que vienen de arriba como si el mundo de las asimetrías del capitalismo fuese el único posible. La historia se centra en un matrimonio norteamericano narcisista y soberbio compuesto por Anne (Toni Collette) y Bob Fredericks (Harvey Keitel), quienes están alquilando un caserón en París y un buen día se les ocurre organizar una cena para agasajar a doce amigos pretenciosos del ámbito internacional. Como de repente se aparece Steven (Tom Hughes), el hijo de Bob, para sumarse a la velada, una supersticiosa Anne decide evitar el número trece e invitar -más bien, obligar- a una de las sirvientas/ empleadas domésticas, María (Rossy de Palma), a que los acompañe en la mesa. A pesar de su oposición a la patraña, a María no le queda otra opción que aceptar interpretar el rol de una “amiga española” de Anne. La pantomima se complica aún más cuando Steven le dice jocosamente a uno de los invitados, el dealer de arte David Morgan (Michael Smiley), que María en realidad es una condesa prima de Juan Carlos I de España, lo que dispara un flirteo inmediato entre ambos. Por supuesto que todo el asunto a su vez deriva en una relación post cena, para angustia y escándalo de una Anne que se siente traicionada por su criada: confusión verbal mediante, María cree que David conoce su trabajo real y que la acepta por lo que es y no por lo que hace, David avanza creyendo que efectivamente está saliendo con una representante de la monarquía y finalmente Bob y Anne por el momento no le dicen nada al hombre porque el primero está en plena tratativa para vender un cuadro de Caravaggio, una antigua posesión familiar que está siendo autenticada por David (Bob necesita desesperadamente el dinero de la pintura ya que tiene encima una ejecución hipotecaria de la que su esposa no sabe nada, encerrada en un estilo de vida de la alta burguesía que en cualquier instante puede caerse a pedazos). Aquí la sutil fábula del ascenso social se mezcla con el romance, los engaños y la frontera difusa entre el sentimiento verdadero y la falsedad/ el ardid por mera conveniencia. La realizadora y guionista Amanda Sthers termina demostrando ser mejor directora de actores que constructora de diálogos, ya que el trabajo del elenco es parejo y muy bueno (todos se mueven en un registro cercano a la farsa sobreactuada pero a la vez sensible y con los pies sobre la tierra) y el guión en general no aporta nada novedoso a un formato tan explotado como el presente (de todas formas, se remarca con inteligencia la hipocresía de los burgueses enfatizando que la relación de Bob y Anne se ubica en un punto muerto y que ambos están detrás de amantes que los saquen de la monotonía, para colmo el caso de Anne es aún peor porque la mujer ni siquiera sabe lo que es el amor y osa opinar acerca de la vida privada de María). Ahora bien, la fuerza matriz de la propuesta es sin duda la prodigiosa De Palma, una ex “chica Almodóvar” que se come la película componiendo a una protagonista sincera que es tironeada desde todos lados y víctima de un sainete que ella no originó, a lo que se suma que Steven, el otro responsable del embuste, es un escritor berreta que sólo reproduce lo que ve a su alrededor y en vez de subsanar o corregir la mentira la termina transformando en una novela. Mención aparte merece el desenlace, toda una sorpresa para el tono de melodrama rosa sarcástico del film, logrando un final anticlimático que resulta una verdadera anomalía dentro del rubro en cuestión porque unifica la realidad con la toma de conciencia por parte de María, evitando de paso el remate edulcorado/ naif de siempre…
Las presas caen por confusión No cabe duda que No Sigas las Voces (Jang-san-beom, 2017) se ubica varios escalones por debajo de las otras dos películas surcoreanas que llegaron a la cartelera argentina durante el último tiempo, las excelentes Invasión Zombie (Busanhaeng, 2016) y En Presencia del Diablo (Gok-seong, 2016), no obstante el film cuenta con méritos suficientes para seguir confiando en la cinematografía del país asiático, una de las más interesantes del espectro contemporáneo del séptimo arte gracias a su potencia discursiva y la eficaz revitalización de géneros tradicionales como el terror, el thriller y la fantasía para adultos. Quizás el gran secreto de los surcoreanos sea precisamente el tomarse en serio a todas las propuestas que encaran, algo que el mainstream norteamericano ya no hace porque prefiere apostar a una ejecución rutinaria de las mismas fórmulas de siempre sin molestarse por la integridad retórica de la realización, su idiosincrasia peculiar o siquiera el respeto hacia el espectador. En términos concretos este es el segundo opus de Huh Jung, quien cosechó un cierto éxito internacional con su atrapante ópera prima, Hide and Seek (Sum-bakk-og-jil, 2013), y ahora se sirve del “Tigre de Jangsan”, una leyenda popular de Corea del Sur, para construir una película de horror que combina los relatos de monstruos, el melodrama familiar y hasta los exponentes diabólicos de asimilación progresiva y caos identitario: el mito en cuestión está centrado en una criatura cuya anatomía es una mezcla entre la de los felinos y la de los perros, posee dientes afilados y un bello pelaje blanco, viaja con rapidez entre las montañas de la región de Jangsan y se supone que puede imitar la voz humana como un mecanismo para atraer a apetitosos bípedos desprevenidos, los cuales suelen formar parte de su dieta cotidiana. Vale aclarar desde el vamos que el film deja de lado esta representación y apunta en cambio a una figura humanoide símil posesión clásica, con algunos detalles del original. La trama gira alrededor de Hee-yeon (Yum Jung-ah), una mujer que se muda a Jangsan junto a su esposo Min-ho (Park Hyuk-kwon), su pequeña hija Joon-hee (Bang Yu-seol) y su madre senil/ demente Soon-ja (Heo Jin), con la esperanza de que esta última recupere la memoria al regresar a su distrito natal y pueda decirles qué ocurrió con el otro hijo del clan, Joon-seo, quien desapareció cinco años atrás en Seúl mientras estaba a su cuidado. La leyenda de turno entra en la historia mediante una cueva misteriosa cercana, en la que estaba encerrada una pobre mujer que termina falleciendo: la oscuridad amenazante del lugar y los susurros que todos oyen parecen vincular el pasado trágico de la anciana y el presente no menos atribulado de una nena (Shin Rin-ah) que es encontrada vagando en las inmediaciones por Hee-yeon. Mientras Joon-hee se divierte con una aplicación de su tablet que reproduce todo lo que dice, la otra niña adopta su nombre y también empieza a repetir lo que escucha en el entorno familiar, algo que Soon-ja parece no tomárselo del todo bien porque comienza a perseguirla con un cuchillo… y luego desaparece de la faz de la tierra. En general Huh administra bastante bien el suspenso y consigue atrapar al espectador a través de secuencias no muy originales pero con una carga importante de nerviosismo. Otro de los elementos a favor es el núcleo dramático principal, léase esa sustitución en la psiquis de la protagonista de Joon-seo por la nenita huérfana, un enroque que está apuntalado con sutileza y sin las escenas remanidas del cine yanqui. Lamentablemente No Sigas las Voces asimismo acumula unos cuantos pifies al paso: incluye numerosas subtramas y personajes secundarios que quedan volando en el aire sin mayor desarrollo, por momentos se nota demasiado el bajo presupuesto por la poca cantidad de tomas del monstruo en cuestión y finalmente -como señalábamos antes- lo de mezclar al tigre con una posesión satánica no termina de convencer en materia conceptual (hablamos de un espíritu perverso que se lleva puestos a los humanos vía mimetismo, confusión y manipulación sentimental). Incluso así, la obra es disfrutable por el gran trabajo del elenco y un segmento final que levanta mucho la puntería, ya aprovechando por completo la imitación vocal a cargo del bicho maligno…
La destilación pusilánime La falta de imaginación es uno de los problemas centrales del mainstream reciente volcado al entretenimiento pomposo, y productos deslucidos como Rampage: Devastación (Rampage, 2018) no hacen más que confirmarlo minuto a minuto. Lo insólito del caso es que no era necesario romperse la cabeza ideando una “gran excusa” para construir una adaptación del viejo y querido Rampage, un arcade aparecido por primera vez en 1986 que se reducía a controlar a monstruos hercúleos que destrozaban una ciudad de rascacielos y se la pasaban matando a los seres humanos que se cruzaban en su camino, todo por supuesto para avanzar en el videojuego. En vez de ir al meollo del asunto inmediatamente, aquí de nuevo debemos soportar un desarrollo lerdo, personajes unidimensionales y diálogos bobos hasta llegar a una última secuencia en la que por fin reaparecen aquellos gigantes de antaño. Y para colmo de males, a lo anterior se suma el típico posicionamiento de una estrella que nadie pidió y que empantana aún más lo que debería haber sido un producto ameno de la cultura chatarra basado en refriegas monumentales sin destilación pusilánime de por medio: pareciera que la industria cinematográfica estadounidense olvidó en buena medida cómo redondear propuestas eficaces y vigorosas, en esencia debido a su apego por la corrección política, el público descerebrado familiero, los chistecitos simplones y una tanda de CGI que no agrega ni un ápice a lo ya hecho en un montón de películas similares de las últimas décadas. En esta oportunidad nos tenemos que fumar a Dwayne “The Rock” Johnson como el actor incrustado de turno, una figura que -hay que reconocerlo- viene actuando cada vez mejor aunque por sí sola lamentablemente no sostiene ninguna obra más o menos potable. Así las cosas, y retomando lo que decíamos con anterioridad, recién en el desenlace nos reencontramos en todo su esplendor con los recordados George, un gorila símil King Kong, Ralph, un hombre lobo recargado, y Lizzie, un reptil en sintonía con Godzilla, quienes ahora -desde ya, tratándose de estos tiempos higiénicos e inofensivos a nivel de la cultura de masas- son los malos sólo porque se divierten demoliendo la ciudad de Chicago. Todo se desencadena cuando un gorila, un lobo y un cocodrilo toman contacto con un “coso” de destrucción masiva que les modifica el ADN y los convierte en engendros del demonio. Johnson por su parte compone a un primatólogo que cuida de un George albino y pretende garantizar su vida a pesar del acecho de los milicos yanquis a partir del momento en que aumenta de tamaño, se vuelve irascible y escapa de la triste reserva natural en la que vive. Este opus del anodino Brad Peyton trata de ser eco friendly y hasta designa como culpable de las mutaciones a una compañía horrenda llamada Energyne, adepta a los mercenarios y a barrer debajo de la alfombra cuantos cadáveres sean necesarios, no obstante cae en el militarismo chauvinista de siempre, en muchas escenas rutinarias que no llevan a ninguna geografía retórica valiosa y en un sustrato de lo más ridículo que pretende ser “realista” y al mismo tiempo nos enchufa personajes indestructibles en medio de la devastación del título. El film no es un mamarracho sin embargo el videojuego original reclamaba una traslación mucho más alocada y no tan conservadora. Mención aparte merece la hilarante -y fuera de lugar- presencia de Jeffrey Dean Morgan como un agente del gobierno, un señor que sigue actuando con todos los tics que desarrolló personificando a Negan en The Walking Dead…
La confianza es un privilegio renovable Desde el vamos queda claro que Verdad o Reto (Truth or Dare, 2018) es el típico producto mainstream de terror de nuestros días: sigue una fórmula antigua al pie de la letra (en esta oportunidad la de los slashers de las décadas del 70 y 80, centrados en una carnicería de lo más metódica entre un grupo de jóvenes burgueses adinerados y/ o palurdos), adopta como rasgo formal distintivo una higiene que a veces puede resultar hasta contraproducente para con las mismas expectativas de los fans históricos del horror (es decir, no ofrece ni una gota de sangre ni una mísera escena con desnudos o sexo que no sea el “lavado” de influjo publicitario/ videoclipero), no agrega nada novedoso en lo que atañe al armado retórico (el fundamentalismo lo abarca todo sin que haya espacio para la sorpresa) y la película en sí pretende descansar en su “prolijidad” general (muchos dólares y profesionalidad mediante). Ahora bien, y más allá de esta estandarización símil cadena impersonal de producción, lo mejor que se puede decir de la propuesta es que sobrepasa sutilmente el umbral promedio de calidad de nuestro presente principalmente gracias a la intervención de Jason Blum, el productor de turno y especialista de larga data en construir ejercicios de terror de corazón retro aunque adaptados a los criterios de marketing que hoy predominan en el sistema de estudios, léase esa asepsia macro a la que nos referíamos antes, destinada a que los niños y adolescentes puedan ver la película en salas tradicionales. De la mano de su productora Blumhouse, el norteamericano implementa un control tenue que por lo general garantiza obras que van de lo olvidable a lo entretenido, a veces viabilizando algún que otro film de autor, como en el caso de Huye (Get Out, 2017) y los últimos opus de M. Night Shyamalan. Muy en sintonía con la anterior y también disfrutable creación de la factoría, Feliz Día de tu Muerte (Happy Death Day, 2017), la presente nos regala un esquema sobrenatural en el que una entidad bien sádica persigue a un grupito de amigos luego de unas vacaciones en México: el psicópata espectral los obliga a jugar “verdad o reto” de manera compulsiva, lo que genera una catarata de decesos entre quienes se niegan a hacer el reto de turno, quienes no son sinceros o quienes simplemente deciden abandonar el juego. El guión de Michael Reisz, Christopher Roach, Jillian Jacobs y el también director Jeff Wadlow es muy eficaz dentro del marco de los slashers porque logra apuntalar un entramado de relaciones entre los chicos interesante y sensato, recurriendo quizás a algunos facilismos como el triángulo amoroso aunque maquillándolos con diálogos y situaciones verosímiles y bien planteadas. Como si se tratase de un exploitation lejano de Destino Final (Final Destination, 2000), sin duda el origen posmoderno de esta modalidad destilada de los slashers, Verdad o Reto echa mano del viejo ardid de sembrar el encono entre los protagonistas, convencida de que la confianza es un privilegio que necesita ser renovado de manera permanente, y entrega un desarrollo curiosamente sustentado más en el suspenso alrededor de cuál será la próxima “movida” de los jóvenes que en el sustrato colorido y/ o artístico de las muertes en sí. Considerando la pluralidad de bodrios que viene generando Estados Unidos durante los últimos lustros y la cantidad que comparten la premisa de los fantasmas y maldiciones en cadena, la película en cuestión ofrece una experiencia placentera sin ningún bache ni estupidez ni secuencias tiradas de los pelos, lo que ya es decir mucho en el mainstream…
Otro muerto de la industria bélica La carrera de Richard Linklater ha demostrado ser de lo más heterogénea, abarcando un poco de todo sin demasiada coherencia ni conceptual ni estilística ni de ningún tipo: el director se movió con soltura en el indie noventoso, los relatos bien románticos, el cine de animación experimental, las propuestas de época, las comedias irónicas, los dramas de índole existencialista, el cine de denuncia y ahora también en los productos bélicos o algo así. De hecho, su última excursión en el séptimo arte es la apenas correcta El Reencuentro (Last Flag Flying, 2017), otro ejemplo de su eficacia más allá del género de turno aunque asimismo la prueba cabal de que la ausencia de una identidad propia a veces le juega en contra porque todo el asunto termina trasladándose al opus en cuestión, el que suele caer en el campo de la indecisión más bizarra y en una serie de vueltas en espiral hacia ningún lado. Para colmo la película sufre debido a las inevitables comparaciones con el pasado: el film está inspirado en una novela del 2005 de Darryl Ponicsan que funcionó como una secuela directa de su recordado trabajo de 1970, The Last Detail, la cual a su vez derivó en El Último Deber (The Last Detail, 1973), una de las obras fundamentales del período de oro del gran Hal Ashby. Ahora es el propio Ponicsan quien escribió el guión con Linklater y lo cierto es que la faena cumple con las mínimas expectativas acumuladas y no mucho más, en especial porque la estructura duplica demasiado al pie de la letra a su homóloga del convite original, porque los 125 minutos de metraje resultan excesivos y en esencia porque los involucrados hoy por hoy podrán ser profesionales extraordinarios y blah blah blah, sin embargo lamentablemente están muy pero muy lejos de los apellidos de la década del 70. En esta oportunidad se cambiaron todos los nombres de los personajes centrales -vaya uno a saber por qué- y en vez de dos miembros de la Marina (interpretados por Jack Nicholson y Otis Young) escoltando a un pobre diablo (Randy Quaid) a la prisión para cumplir unos injustos 8 años de sentencia por haber robado 40 dólares a la mujer de un superior, ahora tenemos a dos veteranos de la Guerra de Vietnam (Bryan Cranston y Laurence Fishburne en el lugar de Nicholson y Young) que en 2003 aceptan la solicitud de un ex colega militar (Steve Carell en el rol de Quaid) para que lo acompañen a reclamar el cuerpo de su hijo y enterrarlo, quien murió hace muy poco en la invasión estadounidense a Irak. Carell viene de soportar la muerte reciente de su esposa, Fishburne se convirtió en pastor y Cranston posee un bar y es el más pendenciero de los tres, lo que desde ya provoca una catarata de “roces”. Quizás el mayor problema de El Reencuentro es que nunca se decide qué quiere ser y encima no incorpora nada novedoso a las fórmulas hiper conocidas de las road movies, los relatos bélicos y las comedias dramáticas en general. Aquí nos topamos con todos los lugares comunes imaginables, aunque enmarcados en una pulcritud formal que le sienta bien a la realización: imprevistos en el viaje, separaciones, avatares un tanto ridículos, cambios de planes, confluencias en algún tramo del periplo, personajes secundarios que condimentan la acción, etc. La cuestión es que la historia avanza a paso de tortuga y sus giros narrativos se ven venir a la distancia, lo que por otro lado permite el desarrollo de personajes y el lucimiento de los tres actores principales, los cuales están muy bien en sus respectivos roles a pesar de que el guión abre subtramas que después no retoma del todo. Aclarado el punto anterior, debemos reafirmar aquello de que Linklater no es Ashby y Cranston no es el tremendo Nicholson ni nunca llegará a ese nivel de “bestia sagrada” del cine, además la película se sumerge de lleno en varias recurrencias del rubro que la dejan mal parada ya que a las analogías con El Último Deber también se suman detalles de la superior y formalmente similar El Mensajero (The Messenger, 2009). Otro problema candente de la propuesta, luego de 50 años de guerras imperialistas por parte de Estados Unidos, es que la ideología timorata/ dubitativa a esta altura es en verdad inexcusable. Es decir, en la historia se ataca a las mentiras del gobierno pero se sigue apoyando a las tropas que marchan al extranjero por más que se reconozca que los conflictos son inventos logísticos para desviar el foco de la opinión pública de los atolladeros de la política interna y para mantener en funcionamiento la millonaria industria bélica del país del norte. En síntesis, el opus de Linklater incluye buenas actuaciones y algunos chispazos humanistas muy graciosos que terminan salvándolo del tedio al que estaba destinado desde el vamos…
El mutismo es salud De un tiempo a esta parte nos hemos encontrado con diversas propuestas provenientes tanto del mainstream norteamericano como de la vertiente indie que apuestan por un regreso a la ciencia ficción minimalista y claustrofóbica símil La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone), aunque más volcada al terror entendido en términos contemporáneos, léase alejado del gore y los desnudos y cercano al suspenso y -en mayor o menor medida- a los golpes de efecto. Si bien en esencia este repliegue tiene mucho que ver con el agotamiento de las dos fórmulas centrales de la década pasada, los fantasmas vengadores y el porno de torturas, la idea ha generado films interesantes como por ejemplo Hidden (2015), The Survivalist (2015), Avenida Cloverfield 10 (10 Cloverfield Lane, 2016) y Viene de Noche (It Comes at Night, 2017), todos trabajos que supieron aprovechar la dinámica del encierro compulsivo. Un Lugar en Silencio (A Quiet Place, 2018) constituye la última entrada en esta serie y ya se empieza a notar un cierto cansancio en el formato que -como no podía ser de otra forma, tratándose de Hollywood- viene acompañado de una profundización del sustrato meloso del convite en detrimento de algún detalle verdaderamente original o un posible incremento en la tensión de fondo. Sin embargo este opus dirigido, escrito y protagonizado por el hombre orquesta John Krasinski, fundamentalmente un actor reconvertido en realizador, nos regala una experiencia placentera que por un lado lleva al extremo la que suele ser la premisa principal de este tipo de obras, el sigilo al que están sometidos los personajes para poder sobrevivir, y por otro lado se muestra un tanto previsible en lo que atañe a los antagonistas de turno, hoy unas criaturas misteriosas y ciegas que encuentran a sus presas por el sonido. Por supuesto que gran parte de la propuesta es muda y se concentra en una familia tipo, en primera instancia compuesta por una pareja, Lee (Krasinski) y Evelyn (Emily Blunt), y tres hijos que luego del prólogo -ataque de las fieras de por medio- se transforman en dos y uno en camino (no serán las condiciones más amigables para un embarazo pero ya sabemos cómo es la humanidad cuando quiere autosabotearse, nadie la puede detener…). El guión de Bryan Woods, Scott Beck y Krasinski más que una historia en sí lo que ofrece es una colección de viñetas alrededor del duelo por el nene muerto al inicio, los preparativos para el nacimiento del que vendrá dentro de poco y el acecho permanente de los monstruos, los cuales sinceramente le deben mucho a aquellos zancudos de El Cristal Encantado (The Dark Crystal, 1982), no obstante en esta ocasión con varias hileras de dientes gigantescos, los típicos gruñidos de siempre del mainstream y una actitud bien voraz en sintonía con el xenomorfo de Alien (1979), prototipo para todos los seres animalizados postapocalípticos. Krasinski mantiene una intensidad correcta/ relativamente angustiante durante todo el metraje y sabe exprimir la necesidad de mutismo eterno a través de una cotidianeidad que se hace muy difícil a raíz de la torpeza de los chicos y su carácter inestable, por más que el clan viva en una zona rural inhóspita. Dos son los factores que separan a la película de otras aventuras de supervivencia semejantes: la actuación de una siempre maravillosa Blunt y el concepto de jamás revelar el origen de los cazadores ni dar demasiada información sobre su naturaleza en general (en tiempos como estos, donde estamos rodeados de productos que tienden a la sobreexplicación, la jugada resulta más que meritoria). Sin ser una joya del género, Un Lugar en Silencio logra atrapar al espectador y hasta consigue sobreponerse de algunos momentos de melodrama light familiero que no llegan a manchar las virtudes del relato, vinculadas al desarrollo de personajes con mínimos recursos y a esa homologación entre tranquilidad extrema y una buena salud que puede desaparecer en cualquier instante…