La destrucción familiar A la par de las otras óperas primas norteamericanas que pudimos ver recientemente, Ingrid Goes West (2017) de Matt Spicer y Thoroughbreds (2017) de Cory Finley, El Legado del Diablo (Hereditary, 2018), debut del realizador y guionista Ari Aster, es también una propuesta muy interesante que hoy por hoy se sirve de una fórmula antiquísima del cine de terror -vinculada al pesar por la pérdida del ser querido, la clásica sesión espiritista y la dialéctica de las posesiones- para trastocarla sutilmente desde el apartado formal con el objetivo de brindarle al espectador un soplo de aire fresco. Dicho de otro modo, el director opta por conservar los resortes de siempre del subgénero sobrenatural pero los despoja de los artificios insoportables del mainstream de nuestros días y asimismo los combina con un desarrollo pausado, meticuloso y atento a la sensibilidad de los personajes y las durísimas transformaciones psicológicas que van experimentando a lo largo de un relato de una gran carnadura, capaz de entrelazar nervio pulsional, tragedias varias y un verosímil muy astuto. Definitivamente el elemento aglutinador del film es la destrucción familiar, la cual aquí aparece bajo la forma de un enemigo interno que termina corrompiendo a toda la parentela gracias a una manipulación enraizada en secretos de un pasado lacerante. El fallecimiento de Ellen Taper Leigh a los 78 años constituye el inicio de la trama: conocida como una mujer fría y reservada que a su vez arrastró tras de sí una verdadera catarata de suicidios y muertes de distinta índole entre los miembros del clan, a la susodicha la sobrevive su hija Annie Graham (Toni Collette) y su prole, léase su esposo Steve (Gabriel Byrne) y los dos hijos del matrimonio, el adolescente Peter (Alex Wolff) y la nena freak de 13 años Charlie (Milly Shapiro), sin duda la persona más apegada a Ellen. Justo cuando la convivencia volvía a la normalidad, Charlie perece en una salida con Peter, quien debe abandonar una fiesta para llevarla en auto a un hospital -producto de una asfixia por alergia- y así termina decapitándola accidentalmente contra un poste cuando la niña saca la cabeza por la ventana. Mientras que las esperables apariciones de las finadas no tardan en suscitarse de manera esporádica en el caserón bucólico de los Graham, Annie de a poco conoce a Joan (Ann Dowd), una mujer que dice recordarla de asistir a reuniones terapéuticas para allegados de individuos que han fallecido: pronto la convence de presenciar una invocación espectral en lo que será el puntapié para que una Annie algo “inestable” intente conjugar a Charlie en su propio hogar con la colaboración de Steve y Peter. Por supuesto que los resultados son desastrosos y a pesar de que las copas movedizas y el fuego autoinducido transformarían en creyente hasta al más cínico, cuando la matriarca tome conciencia de lo hecho ya será tarde para revertirlo porque el acoso será absoluto. Como decíamos antes, Aster demuestra un inusitado virtuosismo ya que consigue aprovechar con inteligencia y circunspección la premisa -vista hasta el cansancio en una infinidad de opus similares- volcándola hacia un costumbrismo tan prodigioso como fatalista y apesadumbrado que exprime cada situación. En vez de impostar el suplicio que atraviesan los personajes y recurrir a latiguillos huecos para rápidamente pasar a los sustos cronometrados de siempre de ese horror comercial facilista de la década del 80 al presente, el cineasta se inclina por lo que podríamos definir como una suerte de artesanía melodramática que ejercita su fortaleza a través de los detalles, los datos al paso y los callejones sin salida con los que Annie y los suyos se topan en el fluir de la pesadilla, ahora articulada al devenir narrativo en su condición de ardid orientado a encauzar -o a veces sublimar- el dolor tanto por el óbito como por las cuentas pendientes y la desconfianza mutua. Lo curioso del caso es que a la película no se la puede enrolar dentro de la vertiente indie del género ya que resulta demasiado clasicista en su idea de unificar por un lado la encerrona desesperante de El Bebé de Rosemary (Rosemary's Baby, 1968) y por el otro la obsesión con mantener un contacto con lo supraterreno de A Dark Song (2016) y aquel paganismo excelso y ascético de La Bruja (The Witch, 2015). Como en este último par de representantes contemporáneos del rubro paranormal y/ o satánico, El Legado del Diablo pone el acento en la dimensión humana del pánico, el alcance de las creencias de cada individuo -sean estas del tenor que sean- y cómo terceros desde un control subrepticio aunque poderoso pueden llegar a torcer la voluntad para que los que ponderan su autonomía terminen comportándose como esclavos inconscientes al servicio de entidades con una agenda bien maquiavélica; lo que desde ya trae a colación uno de los engranajes favoritos de los thrillers sobrenaturales, hablamos de la inversión de roles y la manifestación de un mundo patas para arriba como corolario de un “exceso de amor propio” que impide ver al enemigo oculto en el umbral doméstico. Con actuaciones brillantes de Collette, Byrne y Dowd, el film ofrece un desenlace y una experiencia general memorables que así como subrayan que todo sacrificio para serlo necesita de sangre y lágrimas, de igual forma las recompensas para los devotos parecen ser muy satisfactorias…
Apoteosis del desastre Y una vez más nos topamos con una película industrial cuya idiosincrasia profundamente conservadora le termina jugando en contra porque en el revoltijo fundamentalista de géneros, todos tratados con un respeto homologado a falta de ideas novedosas, sólo es posible vislumbrar el mismo esquema repetitivo de siempre que ya conocemos de memoria desde hace décadas. En este contexto la ejecución, ese gran bálsamo que a veces logra torcer los estereotipos hacia el terreno de la calidad a través de las manos maestras de los responsables detrás de cámaras, tampoco nos salva del peor delirio de todos, el reaccionario que en vez de por lo menos encontrarle el “costado jocoso” a la catarata de clichés, lo único que hace es tomarse demasiado en serio a sí mismo como si los protagonistas no fuesen caricaturas y el film en cuestión no fuese otra oportunidad desperdiciada por el mainstream. Huracán Categoría 5 (The Hurricane Heist, 2018) invoca al mismo tiempo las películas de acción ochentosas, el cine catástrofe y las heist movies centradas en las minucias de un mega atraco, y lo curioso del caso es que lamentablemente no se luce en ninguna de las tres ramas retóricas ni tampoco sabe articularlas de manera coherente para que el asunto caiga en un ridículo ameno o mínimamente entretenido. La historia -como si hiciera falta explicitarla con semejante título- gira en torno a un robo a una de las delegaciones de la Reserva Federal de Estados Unidos por parte de un comando compuesto por agentes del tesoro y policías corruptos durante el acecho de un gigantesco huracán, utilizado a la vez de tapadera y como mecanismo para “facilitar” la fuga posterior. Desde ya que las cosas no salen según lo planeado porque los susodichos no consiguen abrir las puertas de la bóveda. El opus de Rob Cohen, director de unas cuantas propuestas lastimosas de acción, combina ingredientes varios de Duro de Matar (Die Hard, 1988), Twister (1996) y Violencia en la Tempestad (Hard Rain, 1998), entre otras tantas, para justificar una montaña rusa de CGIs bastante flojos, secuencias seudo vertiginosas y un montón de diálogos que dejan mucho que desear. A falta de un solo John McClane, aquel personaje interpretado por Bruce Willis cuya única obsesión parecía ser el evitar que los piratas del asfalto despojasen a los pobres oligarcas capitalistas, banqueros y/ o miembros de la alta burguesía, aquí tenemos tres copias al carbón en simultáneo: el meteorólogo Will (Toby Kebbell), la agente del tesoro Casey (Maggie Grace) y el hermano de Will y ex marine Breeze (Ryan Kwanten). Del otro lado del mostrador encontramos a Perkins, el malvado cabecilla de los rateros, compuesto por Ralph Ineson, un actor británico con larga experiencia televisiva que ya pudimos ver en la extraordinaria La Bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015), de Robert Eggers. Entre una clase B que no se asume como tal y unas buenas intenciones de fondo que se difuminan por ese sustrato bien retrógrado de casi todo el cine de acción desde la década del 80 hasta el presente, en el que cualquier elemento que se escape a la lógica sacrosanta del sistema capitalista y su marco jurídico autolegitimante se transforma en un enemigo a perseguir, hoy Huracán Categoría 5 por lo menos ofrece buenas actuaciones por parte de un elenco que hace lo mejor que puede con el estrafalario y muy poco inspirado guión de Scott Windhauser y Jeff Dixon, los cuales se la pasan construyendo situaciones sin sentido, frasecitas un tanto patéticas e insólitos baches en la acción que perjudican todavía más la impronta pasatista del trabajo. El film ni siquiera aprovecha del todo las excusas de Will y Casey para atosigar a Perkins (el primero tiene a su hermano rehén de los ladrones y la segunda posee el código para abrir la bóveda), resolviendo muchos planteos narrativos de manera apresurada y vía facilismos que apenas justifican esta apoteosis del desastre…
El opio del pueblo Al igual que en los casos de las también disfrutables Soy tu Aventura (2003), Pájaros Volando (2010) y Por un Puñado de Pelos (2014), la nueva película de Néstor Montalbano es una comedia absurda que examina el ADN de la argentinidad, lo que en términos prácticos significa coquetear tanto con las alegrías como con las miserias de esta vasta tierra que habitamos. No Llores por mí, Inglaterra (2018) es sin duda su propuesta más ambiciosa porque se mete con el período colonial en general y la Primera Invasión Inglesa de 1806 en particular, circunstancia que trajo aparejada la necesidad de una más que importante reconstrucción de época -tanto a nivel material como en lo que atañe al enclave digital- que resulta inusual para nuestro país, redondeando un trabajo bastante potable en el rubro que sin llegar a maravillar deja en claro lo que debe haber sido un esfuerzo enorme. La historia gira en torno a Manolete (Gonzalo Heredia), una suerte de proto empresario/ organizador de encuentros de catch que termina preso cuando uno de sus peleadores no acepta el resultado arreglado de antemano para la contienda y el asunto deriva en batalla campal. El hombre se salva de la condena cuando las tropas británicas invaden Buenos Aires, lo que deja a cargo de la ciudad a la máxima autoridad anglosajona, Beresford (Mike Amigorena), quien para apaciguar los ánimos de los pobladores locales les presenta al fútbol, un deporte nunca antes visto por estas pampas que pretende usar como herramienta de control social/ político/ bélico. Pronto Beresford le pide a Manolete que organice un partido entre los barrios opuestos de Desembocadura y Rivera (Boca y River), el primero comandado por Sanpedrito (Diego Capusotto) y el segundo por un cónclave de oligarcas. Una vez más todo termina en lucha y justo cuando el protagonista estaba por irse a Brasil con su novia Aurora (Laura Fidalgo), Beresford le propone un encuentro deportivo entre los criollos, luego rebautizados Argentina, y un equipo de británicos, dando pie a que la trama se unifique con los esfuerzos de los rebeldes -con Santiago de Liniers (Fernando Lúpiz) a la cabeza- para expulsar a los invasores y recuperar la ciudad para la monarquía española. Gran parte de los chistes del film están condensados en las anacronías en lo referido a la jerga de los personajes, las situaciones planteadas y los latiguillos actuales del microcosmos del fútbol trasplantados al pasado remoto, lo que genera una película por momentos muy hilarante y en otras ocasiones apenas simpática, cuyo modelo definitivamente es -allá a lo lejos- el cine de los Monty Python y sus prodigiosas parodias ácidas y semi costumbristas. Sinceramente sorprende el excelente desempeño de Heredia y Amigorena, los dos grandes protagonistas de la odisea, la cual sin embargo depende mucho del siempre genial Capusotto para infundir algo de esa anarquía y ese delirio que tanto necesita una obra que está bien trabajada a escala narrativa aunque carece de verdadero desenfado, lo que de todas formas da por resultado un producto popular un poco maniatado pero entretenido y bastante cumplidor en cuanto a su premisa de base, orientada a subrayar el vínculo entre la oligarquía local (los burgueses repugnantes de Rivera), los lúmpenes explotados (los habitantes de Desembocadura) y en especial el fútbol como “opio del pueblo” utilizado por los poderosos -ya sea en el colonialismo de antaño o el neocolonialismo de hoy, bajo una apariencia de libertad y autonomía democrática- para despertar antagonismos ridículos, vender palabras vacuas como “pasión”, ganar muchísimo dinero y mantener anestesiada a la población con el objetivo de que el deporte se coma a los problemas reales del país como la pobreza, la inequidad y la presencia de esa oligarquía cuyos socios foráneos son más o menos siempre los mismos, léase cualquiera que les permita perpetuar la especulación…
Jugando con muñecas Pascal Laugier es uno de los pocos verdaderos autores del cine de terror del nuevo milenio con un bagaje de características propias que se pueden resumir en el preciosismo formal, la visceralidad de la narración, comentarios sociales muy perspicaces y una vocación por confiar en el espectador, a quien deja la interpretación última de lo visto, ya sea en lo que atañe a determinados pasajes del relato o a gran parte del film en cuestión. Sus primeras tres películas nos brindan un fiel testimonio de ello: Saint Ange (2004) fue una interesante aunque despareja reformulación de los cuentos góticos de espectros, en la que se destacaba un desenlace prodigioso, Martyrs (2008) constituyó una de las epopeyas centrales del extremismo europeo, regalándonos una crónica tétrica sobre la depravación humana y los delirios místicos de la alta burguesía, y finalmente The Tall Man (2012) fue una propuesta brillante sobre una vieja “idea” de los fascistas, “¿qué tal si les quitamos los hijos a los pobres y se los damos a familias pudientes?”, lo que generó un thriller de misterio genial. Hoy tenemos ante nosotros su cuarto largometraje y su segundo opus en inglés, Pesadilla en el Infierno (Ghostland, 2018), un trabajo decididamente inferior a The Tall Man pero aún atractivo y portador de un poderío retórico bastante inusual en el mainstream lavado de nuestros días, casi siempre orientado a la asepsia de los fantasmas o una corrección política que coarta el mismo núcleo del horror, un enclave volcado a molestar al público a través del inefable arte de apelar a los instintos más básicos -o crueles/ perversos- del ser humano. En esencia la película es un slasher con una fuerte impronta psicológica que nos entrega la historia de las hermanas Beth (Emilia Jones) y Vera (Taylor Hickson), dos adolescentes que junto a su madre Pauline (Mylène Farmer) se trasladan a una inhóspita casa de una tía fallecida fanática de las muñecas. La mala fortuna pronto toca a la puerta y se presenta bajo la apariencia de dos intrusos, una travesti y un retrasado mental fornido, que las atacan de manera salvaje, no obstante Pauline ofrece resistencia y termina matando a los psicópatas. Los años pasan y Beth, que siempre admiró al gran H.P. Lovecraft y la literatura de terror, efectivamente se convierte en escritora y cosecha varios bestsellers. Una llamada telefónica de su hermana solicitando ayuda a los gritos, quien permaneció con su progenitora en la casona de los hechos, la hace regresar y así descubre que Vera habita un jaulón de madera en el sótano y que revive una y otra vez la noche del encuentro con los chiflados… aunque por supuesto no todo es lo que parece. La trama unifica la dialéctica de la flagelación corporal más brutal de las décadas del 70 y 80 con ese sustrato de tormento emocional al que el director y guionista es tan adepto y que ya había utilizado en sus films previos, un combo que le permite crispar los nervios con mano maestra, poner en acción algo de ese gore marca registrada y nuevamente jugar con las expectativas del espectador casual porque cuando los rasgos formales parecen apuntar hacia determinada comarca, el señor suele dar vuelta el asunto con el objetivo explícito de profundizar una vertiente narrativa alternativa. Aquí en especial el realizador traza un muy interesante contrapunto entre la idiosincrasia opuesta de las dos hermanas, con Beth propensa a la pasividad y a la dependencia para con su madre y Vera mucho más enérgica y hasta en cierta medida un poco prepotente con Beth, cuyos mundos imaginarios poseen más entidad que la realidad que la circunda. Mientras que casi cualquier otra obra semejante contemporánea hubiese volcado el devenir hacia el melodrama más burdo y facilista, Laugier en cambio apuesta por un verosímil coherente y sumamente honesto, destinado a subrayar que las heridas siempre dejan marcas en la piel -o en la psiquis- que no pueden ser borradas (el trauma está trabajado desde un respeto muy sutil) y que el infantilismo en los adultos es peligroso porque tiende a la cosificación y el sadismo (se agradece el paralelo entre las muñecas de la tía y las mismas protagonistas, convertidas en juguetes con vida por el dúo de dementes, a su vez ejemplos de una sexualidad alimentada por un suplicio también insólito en el cine de nuestros días). El francés nos propone una montaña rusa maravillosa que por primera vez no incluye los comentarios sociales de antaño, ahora compensando el faltante con una exploración bien astuta en torno a los mecanismos reflejos de los seres humanos para sobrellevar situaciones límite de diversa índole que nadie quisiese atravesar pero que pueden llegar a suscitarse…
Clasicismo para las masas Luego de dos propuestas fallidas, Rogue One (2016) y Star Wars: Los Últimos Jedi (Star Wars: The Last Jedi, 2017), y sopesando que a esta altura ya parecían un accidente los logros de la disfrutable Star Wars: El Despertar de la Fuerza (Star Wars: The Force Awakens, 2015), sinceramente nadie esperaba demasiado de Han Solo: Una Historia de Star Wars (Solo: A Star Wars Story, 2018), el último eslabón de lo que promete convertirse en una cadena de montaje infinita desde que la Disney compró Lucasfilm Ltd. y por ende la franquicia estrella de la empresa, aquella que empezó con la hoy distante La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977). Así las cosas, a decir verdad esta flamante entrega es un producto bastante digno que reflota el trasfondo clasicista del opus de J.J. Abrams de 2015 para inyectable una dosis de “legitimidad” a una saga que se volvió errática y redundante. Por supuesto que continuamos en terreno conocido, sobre todo considerando que hablamos tanto de un spin-off centrado en el afamado personaje del título como de una suerte de precuela del film original de George Lucas de la década del 70: la historia es sencilla a más no poder y gira alrededor de un joven Solo (Alden Ehrenreich), quien termina separado de su amor Qi'ra (Emilia Clarke), uniéndose a las tropas imperiales y después desertando para formar una alianza con el cazarrecompensas Beckett (Woody Harrelson) con la vaga idea de reunir dinero, comprar una nave espacial y volver a rescatar a su pareja. Poco sale según lo planeado y de este modo se ve obligado a trabajar para Dryden Vos (Paul Bettany), jefe de una organización criminal en la que encuentra a la propia Qi'ra como lugarteniente, la cual lo ayudará en una misión orientada a robar un combustible no refinado muy valioso. Desde el vamos se nota mucho que la realización fue encarada por tres veteranos del cine, el director Ron Howard, el guionista Lawrence Kasdan y la productora principal Kathleen Kennedy, profesionales con una enorme experiencia encima que hoy por hoy decidieron apostar al modelo retórico de los westerns y dejar de lado el fetiche con los CGIs y toda aquella estratagema política/ bélica mal desarrollada de las precuelas de Lucas y las dos obras precedentes. Precisamente, esta “bajada a tierra” beneficia mucho a la película porque por un lado el sustrato aventurero pasa al primer plano y por el otro la interrelación entre los personajes se siente más natural y menos forzada, sin esa obsesión contemporánea con las múltiples subtramas, las secuencias de acción más grandes que la vida misma y esa insoportable introducción de nuevos personajes que no se “acoplan” bien con los antiguos. Como decíamos con anterioridad, el opus de Howard es extremadamente simple y en este caso -tratándose de un mega tanque de Hollywood- no podemos más que agradecer los diálogos afables, un devenir lineal y vertiginoso y el buen corazón de una odisea que en esencia retoma con gracia y altura la típica premisa de los spaghettis centrada en una serie de mexicaneadas superpuestas en torno al tesoro de turno, el combustible. No hace falta ni aclarar que la obra en cuestión está muy pero muy lejos de la trilogía original y que el pobre de Ehrenreich no llega ni a los talones de Harrison Ford, sin embargo el convite logra incorporar con espontaneidad a futuros cofrades históricos como Chewbacca (Joonas Suotamo) y Lando Calrissian (Donald Glover) y es innegable que podría haber sido mucho peor si tenemos en cuenta el cine chatarra que nos enchufa actualmente el mainstream yanqui, el cual -por lo menos en esta ocasión- se dignó a empaquetar un producto que resulta tan concienzudo y retro como entretenido y ascético a la vieja usanza, cargado de objetivos mundanos, antihéroes ambivalentes y traiciones que enfatizan la importancia del relato en sí por sobre los fuegos de artificio digitales y los estereotipos más insípidos…
El grotesco criollo La segunda película de Armando Bo como director y guionista, Animal (2018), exuda vitalidad e inteligencia como muy pocos films argentinos de las últimas décadas lo han hecho, llegando a un nivel de coherencia, profesionalidad y eficacia -en lo que respecta a la ejecución de la premisa de base y el guión en su conjunto- que compite de igual a igual con los mejores trabajos del ámbito internacional contemporáneo, un logro realmente enorme para el cine del cono sur y su promedio cualitativo por demás desparejo/ pobre. El hijo de Víctor Bo y nieto de Armando Bo, figura central del sexploitation latinoamericano de los 60 y 70 gracias a aquella serie de obras protagonizadas por Isabel Sarli, aquí emparda los éxitos alcanzados con su ópera prima, la maravillosa El Último Elvis (2012), un retrato muy preciso sobre la marginalidad de la escena artística argentina y la crisis de la mediana edad. En esta oportunidad el colapso viene por el lado del carácter más azaroso de la vida -o del destino, depende de la perspectiva de cada uno- ya que el protagonista, Antonio Decoud (Guillermo Francella), gerente de un frigorífico de Mar del Plata, ve su idílica estabilidad derrumbarse cuando uno de sus riñones comienza a fallar, circunstancia que lo obliga a someterse a sesiones de diálisis mientras espera a que aparezca un donante para operarse. Casado con Susana (Carla Peterson), una típica ama de casa burguesa cuyo principal hobby es decorar/ redecorar la cocina del caserón donde viven, y con dos hijos adolescentes y un nene chiquito, Decoud en un primer momento le pide a su vástago mayor, Tomás (Joaquín Flammini), que le done uno de sus riñones pero el joven se arrepiente a último minuto. Dos años después y ya con la sombra de la muerte detrás, el hombre comienza a desesperarse. Una noche encuentra en Internet un aviso de alguien que intercambia un riñón por una casa, lo que despierta su curiosidad y así termina entablando un “acuerdo comercial” con los responsables de semejante oferta, Elías (Federico Salles) y Lucy (Mercedes De Santis), una pareja de clase baja a punto de ser echados del inquilinato pesadillesco que habitan (ella está embarazada y él aportaría el órgano). El guión de Bo y su colaborador habitual Nicolás Giacobone, con quien ganó el Oscar por el libreto de la extraordinaria Birdman (2014), combina el drama existencial, la comedia negra y hasta el thriller psicológico porque pronto el dúo marginal muestra los dientes exigiéndole a Antonio que renuncie a su propio hogar a cambio del riñón, detalle que deriva en una situación de acoso hacia su familia y un proceso de enajenación por parte del protagonista que conduce a un éxtasis de índole bien criminal. La jugada que propone Bo en Animal es muy perspicaz ya que retoma un clásico esquema narrativo del Primer Mundo, léase la soberbia de los sectores pudientes o capitalistas y su pretensión de comprar lo que sea y a quien sea desde una repugnante sensación de poderío e impunidad, para volcarlo hacia una versión sutil de ese grotesco criollo que celebra -y al mismo tiempo condena- los componentes más bizarros de la sociedad, las ridiculeces que cada estilo de vida conlleva y el rasgo aleatorio/ causal no explícito de los acontecimientos en el trajín cotidiano, siempre generando imprevistos que arruinan nuestros más preciados planes. Lo que podría haber sido un melodrama hollywoodense de pérdida o una comedia frenética de burgués desatado o quizás un thriller de hostigamiento a lo Cabo de Miedo (Cape Fear, 1962), aquí se transforma en una exégesis cerebral de una angustia escalonada. De todas formas, el realizador no está solo en su cruzada y se sirve de manera magistral de los rubros técnicos y del elenco, con la fotografía de Javier Julia y el desempeño del protagonista a la cabeza, para construir este verdadero reloj suizo de la exasperación hecho película. Precisamente, la de Animal es la mejor interpretación de Francella, un actor que en su madurez nos ha regalado una colección de trabajos excelentes y hasta ha incorporado una dinámica profesional similar a la de Ricardo Darín para evitar el encasillamiento, apostando a cubrir diversos géneros. Bo describe desde la honestidad el revoltijo cultural argentino, un embrollo en el que las mejores reses van a parar a Europa, algunos valoran más sus posesiones que la vida de sus seres queridos, otros cargan a su propia progenie con el peso de la culpa o creen que todo está a la venta, un puñado se mueve como ventajistas y especuladores compulsivos y en suma todos se acusan recíprocamente de vagos, ineptos y estúpidos que no sirven para nada, haciendo del egoísmo y la explotación mutua las reglas fundamentales de un colectivo social en el que el recelo suplanta a la comunicación real…
Querido amigo cuadrúpedo Las expectativas acumuladas frente al nuevo proyecto de Wes Anderson eran cuantiosas desde el vamos debido a que su opus previo, El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014), fue una obra maestra extraordinaria que incluso superó a las mejores creaciones del realizador de lustros anteriores, léase Tres son Multitud (Rushmore, 1998), Los Excéntricos Tenenbaums (The Royal Tenenbaums, 2001), El Fantástico Sr. Zorro (Fantastic Mr. Fox, 2009) y Un Reino bajo la Luna (Moonrise Kingdom, 2012). El trabajo que da por terminada la espera de los fans, Isla de Perros (Isle of Dogs, 2018), no llega al nivel de calidad de El Gran Hotel Budapest pero tampoco podemos decir que defrauda ya que hablamos de una película encantadora e inteligente que combina el extrañamiento narrativo de siempre del director con otra fábula acerca de la defensa de los marginados sociales, la importancia de los seres queridos y la necesidad de luchar contra las injusticias. En esta oportunidad el norteamericano retoma el maravilloso stop motion de El Fantástico Sr. Zorro para contarnos el hostigamiento que padecen los perros en el futuro en la ciudad de Megasaki, en Japón, donde el alcalde Kobayashi (Kunichi Nomura) decreta que todos los canes deben ser exiliados en la llamada “Isla de la Basura” bajo la excusa de que los cuadrúpedos se multiplican a una tasa más que alarmante y están casi todos abichados con una gripe muy peligrosa. La trama sigue el derrotero de Atari (Koyu Rankin), nada menos que el sobrino huérfano de 12 años de Kobayashi, en pos de hallar y rescatar a su mascota guardaespaldas Spots, quien junto con los demás perros de Megasaki fue trasladado sin piedad en una jaula y depositado entre montañas de residuos humanos. Ayudado por una jauría de cuatro canes domesticados y uno callejero con quien termina entablando un tierno vínculo, Chief (Bryan Cranston), el muchacho emprende la odisea de encontrar a su amigo. Sin dudas este es el film más ambicioso a nivel temático de Anderson porque la impronta bien agitada del curioso devenir habilita diversas lecturas que variarán -y mucho- según los intereses de cada espectador: tomando el trasfondo de Los Perros de la Plaga (The Plague Dogs, 1982), aquel clásico de izquierda de Martin Rosen anti maltrato animal, y algo de las alegorías alrededor del nazismo de Maus, la genial novela gráfica de Art Spiegelman sobre un Holocausto representado vía una colección de especies animales, hoy el cineasta vuelca gran parte de lo anterior hacia el absurdo aunque manteniendo la seriedad en varios pasajes de la historia, los cuales por cierto pueden ser interpretados como una denuncia de la crueldad y los abusos de los seres humanos contra la naturaleza y/ o como un análisis sutil de esas “limpiezas” étnicas/ raciales/ religiosas/ culturales encaradas por determinados sectores en el poder contra colectivos sociales vistos como chivos expiatorios convenientes. Ahora bien, considerando la permanente aclaración a lo largo del metraje en torno a que Kobayashi fue elegido por las mayorías, también puede trazarse un paralelo entre el villano y Donald Trump, otro payaso fascistoide convalidado por el voto popular, circunstancia que nos deja al amparo de opositores individuales como Atari o de pequeñas organizaciones como la aquí encabezada por la estudiante de intercambio Tracy (Greta Gerwig), quien se planta junto a unos jóvenes japoneses contra la escalada persecutoria de Kobayashi y su “solución final” de gasear a todos los canes de la Isla de la Basura. Un elemento muy grato del convite pasa por el hecho de que los humanos hablan japonés y los perros un perfecto inglés, una jugada que no tiene nada de imperialismo cultural y que funciona como una simple oposición retórica desde el respeto que subraya que todos los seres vivos se pueden entender si quieren, más allá de los modismos y mecanismos de comunicación de cada uno. El elenco vuelve a estar plagado de muchos colaboradores habituales del realizador (Bill Murray, Edward Norton, Jeff Goldblum, Frances McDormand, Harvey Keitel, F. Murray Abraham, Tilda Swinton, Anjelica Huston, etc.) y la obra nos regala una nueva y hermosa tanda de tomas simétricas con los colores pasteles y el “diálogo” entre sujetos y fondos como ingredientes distintivos (además del stop motion tenemos segmentos animados tradicionales para las situaciones más difíciles de lograr con los muñecos, utilizando a la televisión como soporte). Anderson pierde en ocasiones la brújula narrativa y descuida un poco personajes secundarios que daban para más, sin embargo Isla de Perros es una joyita freak dentro del almidonado contexto cinematográfico contemporáneo, recordándonos que la experimentación formal y temática debería ser el horizonte del arte y que nunca debemos acostumbrarnos al delirio homicida de los engendros estatales y sus arrebatos mesiánicos…
Mírame y no me choques Una película como El Gran Robo (Overdrive, 2017), que se ubica entre lo remanido y lo olvidable al extremo, nos sirve para sopesar dos factores interconectados. El primero es el estado mismo del subgénero de los thrillers de acción centrados en las persecuciones, las carreras o cualquier tipo de actividad a alta velocidad que involucre autos, todo un enclave que en el pasado nos regaló obras tan queribles como por ejemplo Bullitt (1968) de Peter Yates, Vanishing Point (1971) de Richard C. Sarafian, Carretera Asfaltada en dos Direcciones (Two-Lane Blacktop, 1971) de Monte Hellman, Contacto en Francia (The French Connection, 1971) de William Friedkin y The Driver (1978) de Walter Hill. Nada quedó del sustrato inconformista de izquierda de aquellas y hoy lo único que tenemos es una catarata de clichés, actores carilindos y escenas rutinarias diagramadas al milímetro. El segundo factor en el que conviene detenernos es el que abarca la arquitectura formal de la propuesta y cómo están ejecutadas las secuencias de persecuciones, en términos prácticos lo que justifica de por sí el ver -o no- el film: para comprender hasta qué punto todo se fue al demonio en el mainstream actual y en productos de esta índole, debemos aclarar que estamos frente a una remake encubierta de Gone in 60 Seconds (1974), aquel delirio hiper disfrutable del malogrado H.B. Halicki, figura mítica del indie yanqui. Mientras que el clásico del rubro de robo de autos se la pasaba destruyendo una infinidad de coches durante la no trama mediante escenas que exudaban suciedad callejera e imprevistos diversos, El Gran Robo en cambio se limita a hacernos presenciar un desfile de automóviles de lujo de oligarcas y mafiosos coleccionistas que no sufren ni un solo rasguño que resulte recordable. Por supuesto que esto ocurre porque el tufo higiénico de la publicidad, los videoclips más berretones y el cine pochoclero y vacuo de las décadas del 80 y 90 se metieron con todo en el subgénero a través del éxito de la ya insoportable saga iniciada con la muy lejana Rápido y Furioso (The Fast and the Furious, 2001), una franquicia que devino en una cruza ridícula entre James Bond, el melodrama más kitsch, muchos héroes intercambiables y sin personalidad propia y una estética que sin duda no tiene nada que envidiar a la “industria reggaetonera”. No es que ya no hayan verdaderos choques, lo que sucede es que son tan pero tan de plástico y tan pero tan inverosímiles como el armazón retórico en su conjunto, llevando a constantes explosiones automáticas de los vehículos en cuestión como si dañar la carrocería fuese sinónimo de que el coche tuviese un puñado de granadas en su interior. A la propuesta no la salva ni la presencia de la hermosa Ana de Armas, vista hace poco en Blade Runner 2049 (2017) y aquí componiendo a la novia de Andrew (Scott Eastwood), quien junto a su hermano Garrett (Freddie Thorp) tienen una pyme de robo de autos de lujo, ni el pulso relativamente ameno que el realizador colombiano Antonio Negret le imprime a la historia, porque ya nos conocemos de memoria el ardid narrativo del ladrón que le hurta un tesoro a un burgués execrable que a su vez lo obliga a robar a un tercero como forma de retribuir el favor de no matarlo. Para colmo el poco inspirado Eastwood no tiene el talento de su hermana Francesca (sí, ambos son hijos del gran Clint), el guión de Michael Brandt y Derek Haas es muy flojo y en varias ocasiones se notan los CGI para derrumbes de puentes y semejantes con el fin de ahorrar dinero en este pequeño fiasco del cine castrado actual…
Sobreviviendo al suburbio Si bien Patti Cake$ (2017) se nos presenta enarbolando en primer plano su gloriosa iconografía hiphopera, en realidad estamos ante una fábula de ascenso social que responde a la tradición narrativa anglosajona basada en el retrato de las zonas marginadas de las urbes y la posibilidad de escape que brindan por un lado el trabajo propio y por el otro la misma suerte, vista como un encadenamiento de acontecimientos fortuitos que pueden resultar a nuestro favor (o no, como suele suceder). Esta ópera prima de Geremy Jasper es un representante interesante del rubro porque logra combinar con relativa eficacia un desarrollo hiper clasicista con la excentricidad de los personajes y hasta una cierta añoranza por las características que poseía la industria discográfica tiempo atrás, sobre todo durante la década del 90, aquel período inmediatamente anterior a la masividad total de Internet. La historia se centra en la chica corpulenta que le da el título al film, Patricia Dombrowski aka “Killa P” aka “Patti Cake$” (Danielle Macdonald), una bartender fanática del rap cuyos sueños de estrellato lamentablemente no se condicen con el devenir marginal de su familia en New Jersey: su madre Barbara (Bridget Everett) trabaja en una peluquería, extraña sus días de juventud como cantante de una banda de rock y en esencia se la pasa bebiendo y vomitando en inodoros aledaños, y por su parte su abuela Florence (Cathy Moriarty) está postrada en una silla de ruedas, cada vez más cerca de la muerte y generando una deuda impagable por su tratamiento médico. Los únicos instantes que rescatan a Patti de este atolladero son los que comparte con su amigo y colega MC, Jheri (Siddharth Dhananjay), un inmigrante hindú a su vez atrapado detrás de un mostrador de una aburrida farmacia. El círculo vicioso de anhelar crecer y nunca disponer de los recursos necesarios se comienza a difuminar en el momento en que el dúo conoce a Basterd (Mamoudou Athie), un muchacho de color -tan ermitaño como inconformista- que se dedica al death metal y termina desempeñándose como productor de Patti y Jheri. Rápidamente todo el asunto deriva en la creación de PBNJ, un colectivo de hip hop formado por los tres más la insólita y breve colaboración de Florence como vocalista. Jasper, nada menos que el director, el guionista y el autor -junto a Jason Binnick- de las canciones que interpreta el grupo, juega con los contrastes todo el tiempo porque gusta de poner en interrelación los estereotipos dramáticos de fondo con el porfiar y la idiosincrasia batallante de los protagonistas, quienes sobrellevan las adversidades del camino al reconocimiento con entusiasmo e inteligencia. Quizás el problema más importante de Patti Cake$ radique precisamente en su falta de originalidad y esos giros que se ven llegar a kilómetros a la distancia, más considerando que la película puede leerse como una versión femenina y freak de Ritmo de un Sueño (Hustle & Flow, 2005) y 8 Mile: Calle de Ilusiones (8 Mile, 2002), no obstante asimismo el film ofrece alicientes atractivos como la subtrama de la admiración de Patti por O-Z (Sahr Ngaujah), una estrella soberbia y execrable del hip hop que sirve para “bajar a tierra” a los ídolos de cartón que construye la industria del espectáculo, y principalmente la aceitada dinámica entre Patti, Jheri y Basterd, sin olvidarnos tampoco de la relación -a veces dulce, a veces masoquista- entre la chica y su propia madre. En términos generales podemos concluir que la ejecución del realizador es bastante buena y alcanza para apuntalar un trabajo ameno y humanista sobre los avatares que atraviesan los excluidos en las sociedades del Primer Mundo y las estrategias que los susodichos emplean para sobrevivir a la dura vida de los suburbios metropolitanos sin renunciar a sus pasiones y objetivos de máxima, hoy hermanados a editar un viejo y querido CD y conseguir una mínima difusión radial…
El supertedio de siempre Desde hace tiempo el cine de superhéroes -no confundir con las películas basadas en novelas gráficas, que es un rubro interesante de verdad- se ha transformado en una piñata para la crítica cinematográfica seria y razones no faltan porque hablamos de una catarata de productos conservadores, mediocres y totalmente intercambiables entre sí, típicos ejemplos de lo que sucede cuando el marketing y el discurso publicitario reemplazan a la creatividad y a algún tipo de talento narrativo, retórico y/ o aunque sea formal (las historias de estos “cosos” son por demás esquemáticas, no dicen nada de nada y hasta son hiper redundantes en materia de artilugios digitales, hoy presentes en toda triste propuesta pomposa del mainstream). Pero quizás lo peor de todo es que aburren con su dialéctica infantil y semi televisiva -de la TV de antaño- orientada a reproducir ad infinitum las mismas payasadas. Con este panorama no es de extrañar que hasta los exponentes que pretenden romper un par de reglas del formato terminen cayendo en el atolladero de siempre del no desarrollo de personajes, la corrección política más vetusta, el humor para nenes chiquitos, esa patética autoreferencialidad constante y una concatenación de nichos prefijados de mercado -ni siquiera es posible denominarlos subtramas- que sólo pueden apelar a una serie de individuos cooptados por la industria más aséptica, esa que desde hace un par de décadas ha decidido desentenderse de cualquier sustrato inconformista a nivel de la base ideológica de sus “juguetes”. Deadpool 2 (2018) es otro eslabón en esta cadena interminable de la nada misma (productos pasatistas que ni para pasar el rato sirven), lo que una vez más pone en evidencia la crisis de un conglomerado cultural que fetichiza los clichés más quemados. Pretendiendo ser “zarpada” para el nivel pueril del cine de superhéroes, esta secuela del trabajo del 2016 en esencia repite la fórmula de su predecesora: muchos chistecitos con puteadas inofensivas, alguna alusión sexual muy inocua, escenas de acción que la van de irónicas, interpelación cansadora a cámara y un melodrama barato de fondo que se sabotea a sí mismo porque la película -léase la factoría Marvel- no comprende que por tanta “actitud superada de todo”, tanto cancherismo berreta y tantos CGIs símil plástico, nadie puede identificarse con estos frascos brillosos pero bien vacíos salidos de una cadena de montaje oxidada e insípida. Dicho de otro modo, ni uno solo de estos exploitations de la genial trilogía de Christopher Nolan sobre Batman ha conseguido llegar a los talones de los films originales o ha logrado imponerse como una obra potable en su levedad y su pobreza. Resulta muy hilarante ver cómo el opus supuestamente apunta a un público adulto no obstante el relato se rehúsa a matar a un nenito -interpretado por el gran Julian Dennison, el joven revelación de la excelente Hunt for the Wilderpeople (2016)- o provocar dolor en serio -la insensibilidad y la apatía de los cínicos lo recubre todo gracias a una cobardía retórica cíclica- o siquiera mostrar una teta y ni hablar de dos personas teniendo sexo, otro indicio de los tiempos estériles que vivimos en los que todos endiosan la verborragia más prepotente y jactanciosa pero casi nadie hace nada, cómodos en sus burbujas de consumos repetitivos virtuales. Aquí se alza el antiguo esquema de los capados centrado en el adagio “violencia boba, impersonal y sin efectos reales sobre el cuerpo de los personajes, sí; sexo, discurso crítico e irreverencia verdadera, no”, mientras que la película en su conjunto opera sobre terreno social/ político/ simbólico ya ganado (las referencias seudo sarcásticas al racismo, la pederastia o el sexismo son inofensivas) y el supertedio lobotomizador lo ocupa todo, por supuesto dejando espacio para el fandom derechoso aplaudidor de siempre y su desconocimiento absoluto del concepto de arte masivo valioso… y pensar que todo esto empezó con trabajos con una impronta autoral hiper marcada como las queridas Superman (1978), Batman (1989) y hasta Dick Tracy (1990), un sustrato muy rico que hoy ha sido destilado al extremo en productos olvidables con muchos más dólares que neuronas detrás.