La hipocresía de siempre Si bien la necedad de las comedias del mainstream hollywoodense se instaló durante la década del 80, cortesía de los primeros ejemplos de una idiotez burguesa que celebraba su ideología de la no ideología, a decir verdad recién en las décadas siguientes se terminó de afianzar como una fórmula desde la cual se construyen prácticamente todas las “comedias livianas” que genera la industria, productos tan horrendos que por lo general mueren en la taquilla norteamericana y no llegan a exportarse (precisamente por ello cada año vemos menos y menos de estos esperpentos). Incluso así a veces nos topamos en nuestro sur con alguna de estas obras, en especial cuando las figuras protagónicas se consideran de por sí lo suficientemente convocantes y/ o cuando ya el mismo título aclara la premisa de base, no vaya a ser que la familia menuda no encuentre ese espejo tan anhelado en donde reflejarse. El esquema es más o menos siempre el mismo: tenemos unos energúmenos de clase media -y algún que otro lumpen para condimentar el asunto- que se comportan como subnormales entregándose al consumismo, las groserías gratuitas, el chauvinismo, los estereotipos adolescentes, las tonterías por las tonterías en sí, el machismo o el feminismo de cotillón (depende del sexo de los personajes centrales), un conservadurismo bien de derecha que se maquilla con todo lo anterior y finalmente un “mega cinismo” que no se juega por absolutamente nada y siempre termina reafirmando los valores más regresivos y simplones de la familia, el mercado capitalista, el estado, los organismos educativos o cualquier otra institución de control atravesada por una crisis terminal desde hace mucho tiempo. Todo sabe a rancio, light y decadente en este tipo de productos del capitalismo retro marketinero. Guerra de Papás 2 (Daddy's Home 2, 2017) es un representante por antonomasia de la vertiente en cuestión, con un título que nos aclara desde el vamos el trasfondo y con la presencia -confirmada por todos los posters- de Will Ferrell y Mark Wahlberg como las dos figuras paternas de un clan fragmentado, quienes a su vez deben padecer durante la víspera navideña a sus respectivos progenitores, interpretados por John Lithgow y Mel Gibson. Más allá del hecho de que uno ni por un segundo puede dejar de sentir lástima y vergüenza ajena por el elenco, sobre todo en lo que atañe al genial Lithgow, lo cierto es que cada supuesto chiste se anuncia a kilómetros a la distancia y para colmo cuando llega se parece a mil latiguillos similares que pretenden beber del manantial de la comedia física, la familiar, la romántica, la irónica y la correspondiente a las festividades de fin de año y sus miserias. Lejos de cualquier mínimo indicio de sátira social o de inteligencia al momento de retratar los vínculos entre los protagonistas de turno, la película cae en todos los lugares comunes posibles, no incluye ni una idea original, resulta chabacana y mediocre a más no poder, es asimismo sumamente torpe y como si fuera poco aburre con sus múltiples redundancias y su falta de compromiso para con su propio planteo narrativo. No es una sorpresa que el realizador y guionista sea Sean Anders, responsable de las espantosas Manejado por el Sexo (Sex Drive, 2008), Ese es mi Hijo (That's My Boy, 2012), ¿Quién *&$%! son los Miller? (We're the Millers, 2013), Quiero Matar a mi Jefe 2 (Horrible Bosses 2, 2014) y la primera parte del presente mamarracho, Guerra de Papás (Daddy's Home, 2015). En la línea de la eterna inmadurez bobalicona de Adam Sandler o Judd Apatow o cualquier otro oligofrénico de la industria, el film derrapa tanto por su intrascendencia total como por un oportunismo trasnochado que deambula perdido entre las feel good movies, una epopeya familiar vintage y la hipocresía fascistoide de siempre que celebra la lobotomía acrítica…
La igualdad puede ser un circo La Batalla de los Sexos (Battle of the Sexes, 2017) respeta a rajatabla los leitmotivs de los dramas históricos hollywoodenses que trabajan sobre terreno políticamente ganado desde hace tiempo, aunque por suerte en este caso el tópico elegido esconde diferentes capas, algunas mucho más valiosas que otras. En términos concretos la película utiliza como excusa un episodio muy menor del deporte mainstream estadounidense del siglo pasado para examinar la discriminación y la falta de respeto que subyacen en nuestras sociedades en materia de géneros sexuales, circunstancia que abarca tanto la clásica desigualdad entre el hombre y la mujer como -mucho más importante- la persecución contra los gays y en especial contra las lesbianas, un tema que aún hoy lamentablemente continúa vigente por el accionar de determinados sectores hiper reaccionarios, ignorantes y necios del todo social. Este nuevo trabajo de los directores Jonathan Dayton y Valerie Faris constituye su tercer opus interesante al hilo, luego de Pequeña Miss Sunshine (Little Miss Sunshine, 2006) y Ruby, la Chica de mis Sueños (Ruby Sparks, 2012): ahora se proponen retratar el juego de exhibición/ circo mediático de 1973 protagonizado por dos luminarias del tenis del país del norte, Bobby Riggs (Steve Carell) y Billie Jean King (Emma Stone), un match que fue promocionado como “la batalla de los sexos” por el discurso machista y estrafalario del primero, un señor de 55 años ya prácticamente retirado del circuito profesional, y la exigencia de igualdad de condiciones de la segunda, una mujer de 29 años en la cúspide de su carrera que -como todas las féminas durante aquella época- debía soportar contratos que le otorgaban un rédito comercial muy inferior con respecto a las ganancias de los hombres. Sin duda el punto fuerte del film pasa por su estructuración dramática y carnadura a la hora de analizar a los protagonistas y su círculo íntimo. La primera mitad del metraje construye con eficacia por un lado el trasfondo lésbico de King, mediante la relación que inicia con la peluquera Marilyn Barnett (Andrea Riseborough) mientras estaba casada con Larry (Austin Stowell), y por el otro el carisma/ verborragia de Riggs, algo así como un “chanta querible” al que abandonó su esposa Priscilla (Elisabeth Shue) por su adicción a las apuestas. En lo que atañe a la segunda parte del convite, aquí el eje se vuelca hacia la estrategia de retratar al partido en sí y sus entretelones, definitivamente tomándose la “licencia poética” de amplificar su significancia histórica en el campo del movimiento de liberación femenina con el objetivo de justificar la misma existencia de la película en su conjunto. A pesar de este detalle tirado de los pelos, la obra hace un buen trabajo autoconvenciéndose de la importancia del encuentro más allá del show oportunista/ publicitario/ marketinero que motivó todo el asunto en primera instancia, el cual por cierto salió de la mente de Riggs, quien en el relato toma la forma de un representante -bien payasesco pero lleno de vida- de ese olvido que padecen las personas mayores y que suele estar empardado con la exclusión. Si bien la intervención de Stone es correcta, los que en verdad se llevan las palmas son Carell y Riseborough, dos actores maravillosos que aprovechan cada escena para transmitir humanidad e inteligencia interpretativa en direcciones casi opuestas, ella con sensualidad y miradas sutiles y él dando rienda suelta a su inefable histrionismo, hoy a su vez combinado con chispazos de solitaria introspección (tampoco podemos ignorar el excelente desempeño de Shue y de Bill Pullman como el conservador Jack Kramer, otra conocida figura del tenis norteamericano). Ahora bien, hay que reconocer que si no fuera por el componente lésbico de King y su homólogo etario de Riggs estaríamos ante otra película del montón del rubro de las biopics destinadas a ganar premios, lo que habilita una segunda salvedad relacionada con el hecho de que gran parte de la competencia suele ser muy floja y remanida y La Batalla de los Sexos es bastante más eficaz en todos los aspectos. Quizás poco original pero astuta a nivel retórico, la propuesta sabe exprimir el tópico en cuestión, no se pierde en los callejones del melodrama de “élites con problemas” y hasta nos convence de la necesidad de algún golpe de efecto promocional como el aquí retratado para apuntalar un reclamo social justo y urgente… y -desde ya- para también obtener unos cuantos billetes en el trajín.
Arte y pedagogía en tiempos de crisis En el cine contemporáneo el viejo y querido campo de lo “no dicho”, otrora un enclave retórico muy visitado, por lo general ya casi no es tomado en cuenta porque hoy por hoy lamentablemente el grueso de la industria está obnubilada con las fórmulas narrativas más explícitas y literales, lo que deriva -en la mayoría de las ocasiones- en un exceso de explicaciones que definitivamente destrozan ese mínimo halo de misterio que debería enarbolar todo relato para despertar la curiosidad del espectador de turno. Por supuesto que esto se condice con una transformación progresiva de los criterios de consumo cultural orientada a relegar al circuito festivalero a las películas que exigen “un poco más” al que ve, al mismo tiempo condenando a esas propuestas a una salida comercial bastante limitada si la pensamos en relación al resto de los estrenos (nos referimos al mainstream, aunque gran parte del indie y los ejemplos arties asimismo se suman a esta pereza en el desarrollo). Quizás el film que nos ocupa, Niñato (2017), no sea el mejor representante en términos cualitativos del rubro de las insinuaciones narrativas, no obstante por lo menos nos sirve para subrayar la falta de obras de estas características en la cartelera actual: entre el drama social y el documental de observación, esta ópera prima del español Adrián Orr, asistente de dirección en las interesantes La Isla Mínima (2014) y El Apóstata (2015), analiza la rutina de los Ransanz, una familia de clase media venida a menos cuya cabeza, David, es un MC treintañero de hip hop que no tiene trabajo estable y vive con sus padres junto a tres niños que cría como propios, dos nenas y un varón llamado Oro (nunca se aclara del todo el lazo concreto entre los personajes en pantalla). Es precisamente el chico el que le genera más dilemas a David porque, como si se tratase de un juego de dobles, está más interesado en obviar los clichés sociales y seguir su propio camino que en realizar las tareas escolares. La película es una suerte de ampliación/ secuela de un corto previo de Orr, Buenos Días, Resistencia (2013), y en esencia duplica los engranajes formales de antaño: aquí tenemos una serie de tomas secuencia que giran alrededor de la intimidad y la dinámica afectiva del clan, respetando la lógica de la acumulación de escenas que si se ven de manera aislada parecen fútiles pero que en la suma de todas las partes van pintando el retrato deseado, haciendo foco sobre todo en las herramientas artísticas y pedagógicas de las que dispone el protagonista para enfrentarse a los berrinches de Oro a la hora de las “obligaciones” que demandan las instituciones de uniformización social. De hecho, debajo de la superficie doméstica existen dos dimensiones escondidas, la primera relacionada con el conflicto entre vocación y familia y la segunda vinculada a la misma crianza de niños y la posibilidad de hacerse escuchar en una coyuntura de crisis cíclicas como las de España o Latinoamérica. Si bien la propuesta no ofrece nada en verdad novedoso dentro del terreno de la sencillez expositiva y hasta por momentos puede resultar un poco redundante debido a la repetición de determinados latiguillos/ situaciones a lo largo de la primera mitad del metraje, de todas formas Niñato se las arregla para examinar el proceso creativo de David, la conexión que entabla con Oro y finalmente su faceta más personal, en sintonía con los instantes que comparte con su novia. El máximo logro de la obra sin duda pasa por recalcar que se puede atravesar con dignidad y astucia la triste adecuación que nos impone el mundo exterior bajo la fachada de un ninguneo y/ o una indiferencia que suele llevarnos a la conformidad más automática, lo que desde ya implica renunciar a nuestros sueños y aspiraciones. La marginación asoma su cabeza a cada minuto aunque en simultáneo está contrarrestada vía los enigmas e incertidumbres que subyacen en un porfiar cotidiano valioso y muy austero…
Sobre las asimetrías cotidianas Gran parte del Hollywood cínico de nuestros días no sólo ha dejado de lado las propuestas de corazón sensible de antaño, aquellas destinadas al público familiar y que solían incluir un mensaje de integración y respeto un tanto light, sino que además hoy el grueso de la industria ha decidido volcar sus pocos esfuerzos en el rubro hacia los bodrios cristianos, todo un enclave embanderado en una hipocresía y un maniqueísmo espantosos que para colmo pretenden ganar adeptos para la derecha fascistoide e hiper conservadora de Estados Unidos. Extraordinario (Wonder, 2017) nos retrotrae precisamente a esas feel good movies del pasado en las que la interrelación entre la comedia y el drama daba por resultado un esquema amable sustentado en una dialéctica de golpes bajos sutilmente compensados con instantes de algarabía lacrimógena, por lo general vinculada a la introspección y el cariño. Este opus de Stephen Chbosky, quien viene de entregar la también interesante Las Ventajas de Ser Invisible (The Perks of Being a Wallflower, 2012), administra con bastante astucia los ingredientes de la fórmula retórica y consigue un producto muy eficaz que se ubica en la tradición de las inefables El Chico de la Burbuja de Plástico (The Boy in the Plastic Bubble, 1976) y Máscara (Mask, 1985), aquellos cimientos del subgénero centrado en personajes con alguna característica física que provoca un desajuste/ resquemor en relación a los parámetros que la sociedad considera comunes y por ello “aceptables”: recordemos que mientras que la primera analizaba el devenir de un adolescente -interpretado por John Travolta- con un sistema inmunológico deficitario que lo condenaba a vivir en una burbuja estéril, la segunda nos presentaba a un joven Eric Stoltz con una deformidad en su rostro. A decir verdad Extraordinario funciona como una “remake no oficial” de Máscara porque toma la arquitectura dramática del trabajo de Peter Bogdanovich y simplemente baja la edad del protagonista, traslada la acción a Nueva York y abre un poco el abanico de la familia en cuestión. Hoy el catalizador del relato es el padecimiento de August Pullman (Jacob Tremblay), un niño que ha tenido que someterse a muchas cirugías en su cara para sobrevivir a malformaciones congénitas, un martirio que lo ha dejado con un aspecto que lo avergüenza. Sus padres Isabel (Julia Roberts) y Nate (Owen Wilson), y su hermana Olivia (Izabela Vidovic), lo acompañan en el duro período de transición desde la educación hogareña a por fin comenzar a asistir a una escuela, un trance que enfrenta al pequeño con la discriminación, el bullying y los primeros chispazos de la incesante violencia del mundo. Definitivamente el elemento que diferencia a la película de otras obras similares pasa por la decisión del guión de Steve Conrad, Jack Thorne y el propio director -a partir de una novela de R.J. Palacio- orientada a construir un pantallazo inesperadamente complejo en torno al círculo íntimo del clan Pullman en general y no sólo de August, detalle que nos lleva a conocer las historias de Miranda (Danielle Rose Russell), la ex mejor amiga de Olivia, y de Jack Will (Noah Jupe), el nuevo compinche de August. Más allá del excelente desempeño del elenco, encabezado por un Tremblay maravilloso que ya pudimos ver en La Habitación (Room, 2015) y Somnia: Antes de Despertar (Before I Wake, 2016), lo en verdad valioso de este melodrama de marginados es el equilibrio narrativo y la profundidad que se le concede a cada personaje en particular, a lo que se suma el hecho de que August no toma la forma del típico purrete caprichoso e indulgente de nuestros días ya que si bien tiene reacciones clásicas de los chicos, la trama le permite momentos de sabiduría que asimismo se condicen con la fortaleza y el porfiar de sus padres. Así las cosas, Extraordinario es en última instancia un retrato del campo simbólico de la sociedad actual, poniendo el acento en las asimetrías y los prejuicios que podemos encontrar en todos lados, frente a los cuales sin duda debemos subrayar la voluntad de comprensión/ entendimiento recíproco dentro del enrevesado marco de las injusticias cotidianas, las emociones y sus múltiples repiqueteos…
La indeterminación Vivimos en una época mayormente dominada por el cinismo y la falta de compromiso de toda índole, un esquema que a su vez suele trasladarse al arte en general y al cine en particular mediante un continuo bombardeo con películas -más o menos interesantes, eso ya casi no importa- que no se juegan ideológicamente por nada o celebran su propia banalidad o -en el peor de los casos- refuerzan los criterios más regresivos del mercado, sobre todo el inflar los mismos estereotipos de siempre y nunca apostar por algo en verdad novedoso. Desde ya que hay excepciones que intentan recuperar esa levedad de antaño vinculada a una inocencia que hoy brilla por su ausencia, no obstante resulta hilarante que tantas veces los responsables no consigan ni siquiera eso, el redondear un producto escapista tradicional relativamente potable para ser consumido más allá del contexto histórico que lo vio parir. Dos Amores en París (L'Embarras du Choix, 2017) es precisamente un film simplón pero entretenido a la vieja usanza, sin mayores pretensiones que el exprimir aquel arquetipo retórico del triángulo amoroso, clásico de clásicos del melodrama rosa y las comedias románticas como la presente. Como suele suceder en el cine europeo retro de género, aquí tenemos una amalgama entre la ingenuidad de una premisa que todo el mundo conoce hasta el hartazgo (llevada con simpatía y personajes queribles, dicho sea de paso) y una serie de referencias que se condicen con las características del entorno contemporáneo (en este caso vía los secundarios, los cuales introducen detalles irónicos que pretenden aggiornar el planteo de la propuesta). La obra en cuestión no es una maravilla ni mucho menos aunque logra sacarnos un puñado de sonrisas aisladas gracias al muy buen desempeño del elenco. Mientras que en las comedias norteamericanas similares todo el asunto termina volcándose hacia el sustrato bobalicón de nuestros días, los europeos en cambio tienden -por suerte- a marcar claramente la preeminencia del componente naif de las historias, lo que por cierto nos ahorra una catarata de insultos, estupideces pueriles y situaciones grasientas que distan mucho de estar direccionadas a la sátira social y sólo se limitan a la ponderación de la pavada por la pavada en sí (lo que vendría a ser la “interpretación hollywoodense” del ideario de Estados Unidos, una lectura que deja mucho que desear). En esta oportunidad la protagonista del convite es Juliette (Alexandra Lamy), una cuarentona que trabaja en el restaurant de su padre Richard (Lionnel Astier) y sufre de un caso grave de indeterminación crónica, el cual la ha llevado una y otra vez a depender de familiares y amigas al momento de tomar cualquier decisión -por más pequeña o trivial que sea- en lo que atañe a su vida. Así las cosas, la mujer eventualmente deberá resolver su problema psicológico para elegir entre Paul (Jamie Bamber), un empleado bancario escocés, o Etienne (Arnaud Ducret), un docente de cocina natural de Francia, como ella. Como señalábamos antes, gran parte del peso cómico del relato recae en las dos compinches de Juliette, Joëlle (Anne Marivin), dueña de una peluquería y casada con una versión masculina de una ama de casa, y Sonia (Sabrina Ouazani), una ninfómana que se ríe a carcajadas a cada rato: estos dos personajes suman mucho al tono leve pero ameno de la película, complementando el carisma de Lamy, toda una experta en comedias galas a la que pudimos ver en Ricky (2009), de François Ozon. El realizador y guionista Eric Lavaine supera lo hecho en Entre Tragos y Amigos (Barbecue, 2014) y consigue un trabajo digno aunque muy olvidable, apuntalado en un desarrollo narrativo demasiado mecánico que en parte desperdicia los logros actorales…
Contra el capitalismo del cabello Definitivamente debe haber una necesidad insatisfecha de productos infantiles en las distintas subregiones del mercado global porque no dejan de llegar películas provenientes de diversas cinematografías nacionales que se apropian de las fórmulas de Hollywood para reemplazar lo que la usina norteamericana produce cada vez menos: mientras que por un lado tenemos la decisión de las últimas décadas de los estudios estadounidenses orientada a reducir el volumen de films animados para niños para ponderar unos tanques adolescentes cada vez más grandes y menos numerosos, en especial con el objetivo de ganarle terreno a la piratería y los servicios de streaming, por el otro lado está el cúmulo de propuestas “alternativas” -léase, del resto del planeta- que sustituyen a la magra oferta con productos propios que se inspiran en los esquemas de DreamWorks, Pixar y/ o aquel Disney clásico. En mercados minúsculos y pauperizados como el argentino, incapaces de siquiera producir convites con un estándar de calidad que salga a competirle a Hollywood en su campo (salvo por alguna que otra excepción anual por parte de lo que vendría a ser el “mainstream criollo”), nos tenemos que conformar con importar los ejemplos de esa misma industria sustitutiva de otros países: de hecho, El Hijo de Piegrande (The Son of Bigfoot, 2017) es una coproducción bastante digna entre Francia y Bélgica -hablada en inglés en su versión original- que combina diferentes elementos de las obras de los gigantes del país del norte. Hasta se podría decir que el opus en cuestión supera a su fuente de inspiración porque en vez de volcar gran parte de su energía narrativa a las secuencias de acción, opta en cambio por privilegiar un desarrollo de personajes que se siente espontáneo y de lo más relajado. Con semejante título no hace falta explicar quién es el protagonista, sólo diremos que se llama Adam y que es un jovencito que un día se entera que su padre no está muerto, en lo que fue una mentirilla de su mamá Shelly para protegerlo de HairCo, una corporación dedicada a los peluquines y el crecimiento capilar que anda detrás del papá del chico, un otrora científico que investigaba su inusual transformación física y hoy un refugiado peludo en el bosque. A la par del viaje de Adam para reencontrarse con su progenitor y descubrir que tiene algunas habilidades interesantes por ser su descendiente (como la ecolocalización, el correr muy rápido, la destreza de hablar con los animales, etc.), el dueño de HairCo, Wallace Eastman, ejerce su rol de malvado del relato secuestrando a la madre de Adam para ubicar a su esposo, el simpático Piegrande, y convertirlo en una “rata de laboratorio”. Precisamente, como decíamos con anterioridad, el rasgo distintivo de la película es su enorme corazón y su apego para con los personajes y sus inquietudes, por un lado sacando provecho de los arquetipos retóricos ancestrales de las historias infantiles y por el otro evitando la banalización canchera de la mayoría del cine mainstream de género de nuestros días. Los realizadores Jeremy Degruson y Ben Stassen, quienes venían de la también eficaz Trueno y la Casa Mágica (The House of Magic, 2013), construyen una fábula lúcida acerca de -y contra- esta suerte de “capitalismo del cabello” con personajes queribles que no menosprecian al espectador y una animación sumamente potable, apenas por debajo de la producida por Hollywood a partir de presupuestos mucho más abultados que el presente. La sencillez narrativa y la reconstitución identitaria de fondo se acoplan a la perfección con los dardos contra la voracidad de los oligarcas del empresariado, una casta explotadora y rapaz a la que le importa un comino los seres humanos, sus vínculos familiares y sus intereses…
En el purgatorio Lo mejor que se puede decir de Feliz Día de tu Muerte (Happy Death Day, 2017) es que es una propuesta entretenida, lo que indudablemente es un elogio enorme porque nos retrotrae a un tiempo -previo a las últimas dos décadas- en que gran parte del cine industrial era simplemente eso, disfrutable en tanto escapismo eficaz sin las autoreferencias huecas de la actualidad ni la pretensión de construir sagas eternas basadas en un par de ideas que encima se ejecutan con ineptitud y falta de verdadero amor por los géneros trabajados. Esta merma de calidad de los productos destinados al público en general, vinculada desde ya a una infantilización progresiva y una neutralización de todo sustrato conceptual revulsivo, por suerte no ha calado fondo en el nuevo film como director de Christopher Landon, conocido por ser el guionista histórico de la franquicia Actividad Paranormal (Paranormal Activity). De hecho, la película que nos ocupa es su primer opus realmente potable como realizador porque sus tres intentos anteriores fueron de lo más desastrosos: aquí se redime -a partir de un guión de Scott Lobdell- ofreciendo una obra que unifica detalles varios del slasher, los dramas adolescentes y las comedias de campus universitarios; un combo que a su vez tiene por eje una estructura narrativa cíclica en sintonía con Hechizo del Tiempo (Groundhog Day, 1993), Triangle (2009), 8 Minutos antes de Morir (Source Code, 2011), Un Pasado Infernal (Haunter, 2013) y Al Filo del Mañana (Edge of Tomorrow, 2014). La protagonista es la atribulada Tree Gelbman, una chica interpretada por la hermosa Jessica Rothe, quien deberá revivir muchas veces el día de su muerte -nada menos que su cumpleaños- hasta descubrir la identidad del asesino, lo que quebraría esta espiral del espanto símil purgatorio. La trama nos deja bien en claro desde el vamos que el personaje central no es una joyita de ser humano ni mucho menos: egoísta, soberbia y gélida, Gelbman es además borrachina, un tanto promiscua y en esencia se la pasa ninguneando, basureando y/ o manipulando a todos los que la rodean, sin importar sin son amigos, compañeros, amantes, desconocidos o su propio padre. Así las cosas, la presencia amenazante de un enmascarado que la mata una y otra vez, provocando el reinicio del martirio, la pone entre la espada y la pared obligándola a reordenar sus prioridades, lo que en términos retóricos significa escudriñar la generosa lista de sospechosos y al mismo tiempo tratar de mejorar su relación con su entorno y -en última instancia- consigo misma, aflojando un poco con el canibalismo emocional que la lleva a ir por la vida a puro hedonismo y sin apegarse verdaderamente a nadie en especial. De manera continua la obra salta entre géneros con naturalidad y garantizando un fluir bastante interesante, evitando el fetiche contemporáneo centrado en abusar de la atmósfera opresiva y en alargar innecesariamente el acecho del psicópata de turno. No es que Landon sea un director talentoso ni nada por el estilo, el asunto pasa por la decisión de hacer los momentos graciosos muy graciosos y los terroríficos muy terroríficos, conjugando ambas aristas desde un espíritu clase B entre cándido/ sensible e irónico/ agresivo. Por supuesto que nada de lo anterior funcionaría en serio si no fuera por la estupenda labor de Rothe, toda una revelación que sabe cómo llevar adelante la metamorfosis de Tree, esa redención tan estereotipada como -en este caso- sutil y bien desarrollada. Lejos de la excelencia pero cerca de la astucia, Feliz Día de tu Muerte es un producto ameno que dignifica al horror…
Elogio de la militancia Durante las últimas dos décadas en el cine argentino los documentales le han ganado por mucho a la ficción en términos cualitativos, ya que mientras que los primeros suelen ofrecer heterogeneidad y una factura técnica muy buena, posibilitada por la facilidad/ bajo costo contemporáneo para el registro y la edición, las propuestas ficcionales en cambio todavía arrastran problemas históricos del cine criollo como por ejemplo las inconsistencias del guión y cierto desnivel -más o menos pronunciado- en cuanto al desempeño del elenco de turno. Si bien los documentales casi siempre están relegados a apenas un puñado de pantallas por una concentración injusta de la exhibición (avalada, dicho sea de paso, por los distintos gobiernos que se sucedieron en las cúpulas administrativas), la mayoría de los susodichos son de hecho mucho más valiosos que el resto de la producción autóctona anual. Escondido en este catálogo de pequeños tesoros por descubrir, sobresale en especial El Puto Inolvidable: Vida de Carlos Jáuregui (2016), un trabajo que -como su título lo indica- nos propone una crónica detallada alrededor de la figura de uno de los principales activistas en pos de la conquista de los derechos de la comunidad LGBT (lesbianas, gays, bisexuales y transexuales) de la Argentina, una tarea que el protagonista comenzó a desarrollar en la primera mitad de la década del 80 y se extendió hasta su muerte en 1996 a causa del Sida. En un país de por sí conservador, hipócrita y profundamente regresivo como el nuestro, Jáuregui se decidió a luchar contra los resabios dictatoriales que se arrastraban en la naciente democracia, los que incluían razias policiales continuas, discriminación laboral de toda índole y burla/ estigmatización cíclica desde los medios de comunicación de la época. Precisamente, este opus de Lucas Santa Ana es un documental expositivo clásico en el que Gustavo Pecoraro, coguionista junto al director y amigo de antaño del retratado, funciona como un “maestro de ceremonias” presentándonos diversos puntos cruciales de la vida de Jáuregui y realizando las entrevistas de turno a sus colegas, amigos, allegados y otros militantes en general que lo conocieron a lo largo de su derrotero político. A través de un vasto material de archivo (tomado fundamentalmente de las intervenciones del platense en programas de televisión) y un acervo de anécdotas aportadas por los entrevistados (el pantallazo que ofrece el film es realmente muy completo), aquí se analizan las técnicas de visibilización del colectivo gay implementadas por el protagonista, en esencia centradas en dar a conocer las inquietudes y el sentir de los homosexuales en una nación tercermundista. Sin dudas el elemento más significativo de la por sí interesante El Puto Inolvidable: Vida de Carlos Jáuregui pasa por su eje retórico, esto de constituir un elogio de la militancia que se lleva puesta a los componentes más fascistoides del pueblo argentino, léase las fuerzas de represión, los partidos políticos tradicionales y la Iglesia Católica. En tanto obra historiográfica que suma verdad a la memoria social, el film subraya que Jáuregui fue el primer presidente de la Comunidad Homosexual Argentina, el fundador de la asociación Gays por los Derechos Civiles y uno de los organizadores principales de la primera marcha del Orgullo Gay Lésbico en Buenos Aires en 1992, un evento que hoy por hoy reúne a miles de personas anualmente. El platense fue además el primero en utilizar la palabra “movimiento” para designar al colectivo LGBT, el artífice de la inclusión de la cláusula antidiscriminatoria por orientación sexual en la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires y uno de los organizadores del Primer Encuentro Nacional de la comunidad en Rosario en 1996; toda una serie de logros que ayudaron a apuntalar progresivamente la conciencia, el orgullo y la dignidad en un enclave social que ha sufrido acoso y persecución permanentes.
Urgencia y desarraigo La emigración forzosa a escala planetaria de enormes contingentes sociales pinta de pies a cabeza las consecuencias más horrendas de la globalización capitalista de las últimas tres décadas, período en el que se profundizaron todas las pugnas, desigualdades e injusticias de etapas previas al punto de generar una gigantesca masa de seres humanos empobrecidos, errantes y desesperados que abandonan sus hogares en pos de un sueño de asistencia y/ o progreso cada vez más inalcanzable. Precisamente, el control del destino del mundo en un puñado de corporaciones y sus testaferros políticos ha desencadenado lo que se suele denominar la “crisis de los refugiados”, eufemismo con el que los países centrales (léase Estados Unidos, Israel y Europa Occidental) pretenden lavar culpas en lo que atañe a las guerras, la hambruna y la miseria que azotan a Medio Oriente, África y América del Sur. Marea Humana (Human Flow, 2017) es un documental observacional que retrata los flujos migratorios contemporáneos a nivel general: si bien el registro del drama en cuestión constituye el corazón de este excelente trabajo de Ai Weiwei, a decir verdad el cineasta chino complementa las imágenes con epígrafes que contextualizan los hechos narrados o brindan un testimonio lírico a la Werner Herzog del parecer de los muchos protagonistas. Basándose en entrevistas varias y una fastuosidad visual sorprendente, el film ofrece un recorrido muy exhaustivo que abarca los corolarios de la rapiña y las guerras imperialistas en Medio Oriente, hoy representadas en el conflicto en Siria, los desastres del cambio climático en África por la contaminación y finalmente los cruces cotidianos -motivados por la pobreza y la concentración económica- en la frontera entre México y Estados Unidos. Los recursos tecnológicos a los que apela Ai incluyen cámaras tradicionales, celulares y hasta drones ya que su meta es construir un lienzo humanista de lo más ambicioso en el que se analicen todas las facetas del asunto y en esencia se lo visibilice a ojos de una Europa que se desentiende de su responsabilidad histórica y del problema en concreto expulsando de inmediato a los migrantes recién llegados, condenándolos a campos de mugre, escasez y aislamiento o tercerizando la estrategia xenófoba mediante el ardid de pasarle dinero a países como Turquía y Jordania que continúan la táctica del hacinamiento brutal y hasta la suelen “perfeccionar” con ninguneo, razias sistemáticas y represión lisa y llana. Como ninguna de las execrables administraciones primermundistas les dan una vida digna o una solución permanente, los refugiados caen presos de la burocracia y terminan desamparados. A lo largo de un metraje de 140 minutos, el realizador pone en primer plano la urgencia y el desarraigo que padecen millones de personas por año en viajes deplorables que derivan en una existencia paupérrima en los estados anfitriones; todo asimismo mientras resurgen los nacionalismos más patéticos en las potencias globales y se acentúa la exclusión en los países pobres como nuestra simpática Argentina (en este sentido, el esquema en el Tercer Mundo es casi siempre idéntico: los burgueses tilingos se identifican con los oligarcas de los enclaves financiero y energético que controlan el territorio, los lúmpenes se identifican con los burgueses y a su vez las capas pauperizadas quieren llegar a ser lúmpenes en un delirio social de desclasados al rojo vivo). Marea Humana duele lo que debe doler porque sabe cómo mirar de frente a este catálogo de barbaridades que reclaman un cambio de dirigencias que sólo se puede dar cuando se deje de reproducir la fantochada detrás de una democracia constantemente manipulada por las élites económicas/ políticas/ sociales/ militares, esos especialistas en echar mano de cualquier excusa étnica, religiosa o nacional para mantener a los esclavos divididos y votando a los mismos delincuentes de siempre…
Para saber cómo es la soledad Desde siempre una de las temáticas favoritas del séptimo arte ha sido la soledad, un tópico que a veces pone de manifiesto una carencia de afecto y en otras ocasiones simplemente apunta a un estilo de vida que quiebra las imposiciones del sentido común social, por lo general vinculadas a la construcción de una familia tradicional en la que -por suerte- ya prácticamente nadie cree. La denuncia de este catálogo de anacronismos castradores, propios de un modelo “occidental y cristiano” que se vino abajo de manera progresiva gracias al individualismo posmoderno, suele ir de la mano del retrato de una serie de personajes que por decisión o vueltas de la vida se encuentran solos y presos de una especie de rutina que tiende a una fetichización de determinados objetos, acciones o hobbies que -al igual que casi todo en nuestra existencia- nos permite olvidar la sutil sombra de la muerte. La Comunidad de los Corazones Rotos (Asphalte, 2015) funciona casi como un tratado sobre el tema porque explícitamente analiza las distintas facetas de la melancolía, el olvido, el abandono, la misantropía o la clásica timidez en lo que atañe al arte de relacionarse con el resto de la humanidad, representaciones de un “otro diferente” que dista mucho de ser el eje de la solidaridad de antaño y que hoy se transforma en un enigma insondable o -en el peor de los casos- una amenaza potencial. El director y guionista Samuel Benchetrit logra un trabajo muy parejo y meritorio que combina tres historias que se sitúan en un edificio semi derruido de los suburbios de la ficticia Ciudad de Picasso, como si se tratase de una interpretación lírica, bien a la francesa, de los films corales de Robert Altman o aquellas primeras obras de Paul Thomas Anderson, siempre lindantes con la comedia dramática. La primera trama gira alrededor del acercamiento romántico entre una enfermera (Valeria Bruni Tedeschi) y un hombre en una silla de ruedas, Sterkowitz (Gustave Kervern), la segunda retrata la amistad entre Jeanne Meyer (Isabelle Huppert), una actriz otrora famosa, y su joven vecino Charly (Jules Benchetrit), y finalmente la tercera pone en interrelación a la Señora Hamida (Tassadit Mandi), una emigrante argelina, y el astronauta John McKenzie (Michael Pitt), quien desciende con su cápsula -luego de un desperfecto en el espacio- en la terraza del edificio. Mientras que Sterkowitz imita al Clint Eastwood de Los Puentes de Madison (The Bridges of Madison County, 1995) y se hace pasar por fotógrafo, Charly ayuda a Meyer para conseguir un papel en una puesta teatral sobre Nerón y McKenzie hace las veces de “hijo adoptivo temporal” de Hamida, cuyo primogénito real está en la cárcel. Conviene no adelantar demasiado sobre el contexto específico de cada historia porque la intención del realizador es -de hecho- crear un entramado de detalles que pinten en paralelo a todos los protagonistas, poniendo de relieve su humanidad bajo un esquema retórico de “caída de defensas” por etapas (en los tres casos tenemos a un personaje que busca acercarse y otro que desconfía en primera instancia, para luego comenzar a sorprenderse/ identificarse con su contraparte). La Comunidad de los Corazones Rotos es una película sencilla y muy dulce que examina en toda su complejidad a este puñado de extraños a los que vamos conociendo de la misma forma en que ellos se conocen entre sí, con la paciencia y el respeto que merecen los marginados, los inconformistas y aquellos que saben lo que es la soledad, un estado emocional/ existencial que garantiza paz y tranquilidad pero que de vez en cuando conviene romper para abrazar la diversidad de experiencias que nos ofrece la vida, esa que deberíamos explorar en su extraordinaria plenitud antes de que llegue el fin…