Pagando con sangre Dentro de la cartelera anual del terror hay constantes que período a período se mantienen sin importar hacia donde soplen los vientos comerciales del momento, ya que el género de por sí soporta con una sorprendente facilidad la estrategia de recurrir una y otra vez a las mismas premisas -apenas maquilladas- de siempre. Uno de estos regalitos infaltables de cada año es el film que reflota alguna de las variantes de la lógica de los deseos que acarrean graves consecuencias para el desprevenido que osa aventurarse en el enclave del destino y sus corolarios irónicos: ya sea que hablemos de los genios/ djinns que conceden un número fijo de caprichos personales, de los pactos faustianos con entidades diabólicas o de una adaptación más o menos explícita de La Pata de Mono (The Monkey's Paw, 1902) de W.W. Jacobs, eventualmente se termina imponiendo la dialéctica del desastre egoísta. En el caso de la película que nos ocupa, 7 Deseos (Wish Upon, 2017), nos topamos con una colección de elementos de las tres vertientes mencionadas en sintonía con una de las metas centrales del mainstream de las últimas dos décadas, léase la pretensión de lanzar productos aniñados e higiénicos, siempre orientados a “desvirgar” a los adolescentes en materia de horror, lo que genera que los espectadores adultos/ más avanzados en años queden de inmediato fuera del convite. El título en castellano aclara de qué va todo el asunto, sólo resta decir que la protagonista es Clare Shannon (Joey King), una morocha buena y freak que en su colegio secundario sufre el acoso de la rubia mala y popular Darcie Chapman (Josephine Langford). La chica tiene su propio grupo de amigos y a su vez está enamorada de Paul Middlebrook (Mitchell Slaggert), un joven que -como era de esperar- ni la registra. La excusa para que se acumulen los cadáveres pasa por el hallazgo por parte de Jonathan (Ryan Phillippe), el padre ciruja de Clare, de una caja musical china, la cual termina regalando a su hija. En función de las inscripciones en el objeto que apuntan a unos “7 deseos”, la muchacha pide primero que Darcie se pudra, luego que Paul se enamore de ella y como tercer anhelo que su tío rico le deje toda su fortuna. El guión de Barbara Marshall, responsable de la también floja Viral (2016), habla directamente de “pagar en sangre” cada uno de los caprichos del sujeto que desea, lo que nos sitúa frente a una serie de decesos hogareños y bizarros en la línea de sus homólogos de la saga iniciada con Destino Final (Final Destination, 2000). La obra es relativamente entretenida pero derrapa hacia muchas redundancias del terreno adolescente, incluido el suicidio de la madre de la protagonista. Si el opus del director John R. Leonetti, otro especialista en “mediocridad prolija” símil sus trabajos previos Annabelle (2014) y Wolves at the Door (2016), se salva de caer en el tedio es porque a nivel general consigue sacarle un poco de partido a dos esquemas narrativos que complementan al eje principal de los antojos: hablamos de la dinámica de los objetos malditos que van controlando al supuesto dueño y esa típica escalada de corrupción moral en la que el personaje que comienza siendo una víctima de su propia estupidez termina transformándose en un ser mucho más oscuro, lo que por cierto deja entrever la enorme capacidad de adaptación de los humanos a casi cualquier circunstancia (maquiavelismo de por medio). Más allá de un puñado de muertes amables y el reencuentro con la bella Sherilyn Fenn de Twin Peaks en un rol secundario, aquí interpretando a la vecina de Clare, 7 Deseos es un film desinspirado que ni siquiera puede superar a productos clase B de otros tiempos -y del mismo rubro- como por ejemplo El Amo de los Deseos (Wishmaster, 1997).
Volante melómano a sueldo Si bien es innegable que las mejores películas de Edgar Wright continúan siendo Muertos de Risa (Shaun of the Dead, 2004) y Arma Fatal (Hot Fuzz, 2007), y que las dignas Scott Pilgrim vs. los ex de la Chica de sus Sueños (Scott Pilgrim vs. the World, 2010) y Bienvenidos al Fin del Mundo (The World’s End, 2013) cayeron unos cuantos escalones debajo, hoy la nueva obra del director y guionista británico, Baby: El Aprendiz del Crimen (Baby Driver, 2017), se ubica cómoda en un terreno cualitativo intermedio entre esas dos puntas, ya que por un lado no llega a ser tan refrescante y pareja como las dos primeras y por el otro sí logra superar aquellos esquematismos narrativos -y esa falta de inspiración y verdadero desparpajo- que caracterizaron a las dos segundas y que el señor maquillaba mediante una catarata de artificios visuales destinados a extasiar el ojo mas no el corazón. Desde el vamos conviene aclarar que el film es muy disfrutable dentro del contexto del cine contemporáneo por dos sencillas razones: en primera instancia, debido a que es entretenido, lisa y llanamente, y en segundo término, en función de un combo conformado por una premisa de hierro, escenas de acción old school eficaces y una suerte de disposición narrativa/ musical que no se siente arbitraria en ningún momento gracias al hecho de que la profusión constante de canciones complementa el devenir de los personajes vía una edición bastante certera. El opus de Wright toma asimismo la estructura de las heist movies y focaliza el relato en el ardid del “conductor especializado en huidas”, un puntapié retórico clásico -del subgénero de los asaltos más difíciles- que dio forma a unas cuantas propuestas que van desde The Driver (1978), de Walter Hill, a Drive (2011), de Nicolas Winding Refn. Lejos del retrovideoclipismo noventoso y el montaje esquizofrénico de buena parte del cine mainstream actual, Baby: El Aprendiz del Crimen se concentra en el protagonista del título, interpretado por Ansel Elgort, un joven que padece tinnitus y lo contrarresta escuchando música todo el tiempo con auriculares y leyendo los labios de todos a su alrededor. La primera media hora del metraje nos presenta sus últimos dos “trabajitos” como chófer para Doc (Kevin Spacey), un cabecilla que organiza atracos con diferentes subalternos y le viene cobrando a Baby que le haya robado un auto tiempo atrás (de todas formas, siempre le tira unos billetes después de cada saqueo). Considerando que su deuda con Doc está paga, el muchacho se relaja e inicia una relación con Debora (Lily James), una mesera de un bar que frecuenta, y hasta empieza a trabajar como delivery de pizza siguiendo el consejo de su padre adoptivo sordo, Joseph (C.J. Jones), quien se hizo cargo del joven luego de la trágica muerte de sus padres en un accidente automovilístico. Desde ya que las cosas no serán tan fáciles para Baby porque pronto Doc vuelve a solicitar sus servicios para otra arriesgada faena, ahora amenazándolo sutilmente con asesinar a Debora y Joseph si no conduce el vehículo de entrada y salida que llevará al equipo encargado de asaltar una oficina postal, léase Bats (Jamie Foxx), Buddy (Jon Hamm) y su hermosa esposa Darling (Eiza González). Hay que ser sinceros y afirmar que la película cae en mayor o menor medida en dos de las obsesiones más insoportables de la industria cinematográfica de nuestros días, hablamos de esa típica pose canchera/ cool/ graciosa y la presencia de actores carilindos en todos los benditos papeles, no obstante lo compensa con el sustrato musical de la historia, que va más allá de la berretada que se agota en la cita (pensemos en los últimos films de Quentin Tarantino o James Gunn), ya que resulta realmente funcional al planteo de fondo (Baby necesita en serio de la música, no sólo debido a los acúfenos sino también porque forma parte de su idiosincrasia y su modo de relacionarse con el resto de los mortales). En lo que atañe a las secuencias de acción, son todas muy interesantes pero se sitúan lejos de sus homólogas de las cumbres del género pistero, léase Bullitt (1968), Vanishing Point (1971), Two-Lane Blacktop (1971) y Contacto en Francia (The French Connection, 1971). Quizás los puntos más flojos residen en algunas actuaciones repletas de tics, como por ejemplo las de Foxx y Spacey, y en algunos facilismos del guión del propio Wright, como el encuentro forzado en el bar entre Debora y el equipo de Doc y el recurso del “villano indestructible” al momento de la refriega final, aun así esta fábula en torno a un volante melómano a sueldo resulta satisfactoria a nivel general porque transmite convicción, energía y astucia…
Logística del repliegue Ya sabíamos de antemano que Dunkerque (Dunkirk, 2017) no iba a ser una típica odisea bélica de Hollywood, tanto por la misma presencia detrás de cámaras del extraordinario Christopher Nolan como por el simple hecho de que el británico ya había aclarado que el proyecto -de su propia cepa- le interesó en primera instancia porque involucraba un episodio algo olvidado de la Segunda Guerra Mundial en el que no intervinieron las tropas estadounidenses y que de por sí implicó una derrota monumental de las fuerzas aliadas frente al ejército alemán. No obstante existe otra dimensión que debemos considerar, que a su vez se erige como el núcleo de la película en su conjunto: el relato examina los detalles de la Operación Dínamo de mayo/ junio de 1940, una evacuación de soldados ingleses y franceses que abarcó unas 300.000 almas aliadas en total, circunstancia que en términos prácticos nos sitúa ante una de las pocas propuestas bélicas de la historia del cine centradas no en una avanzada sino en una mega retirada a raíz de la victoria germana frente a Francia. La obra resultante es un verdadero prodigio de intensidad que por un lado funciona como el film más circunspecto de Nolan en materia narrativa y por el otro profundiza ese inefable “efecto bola de nieve”, léase la escalada de acontecimientos en secuencia que suele ocupar el tercer y último acto de sus realizaciones, hasta el punto de englobar la estructura del convite y marcar a fuego al desarrollo en su totalidad. Los 106 minutos del metraje combinan -siempre de manera fragmentada/ interconectada- los rasgos principales de la evacuación: primero tenemos al grueso de la milicia que espera en las playas francesas del título (un rescate que se extiende a lo largo de una semana), luego vienen los barcos que acuden para llevar a los soldados a Inglaterra (período que en la trama equivale a un día) y finalmente está el apoyo de la fuerza aérea británica para repeler los ataques de los aviones nazis, los cuales pretenden evitar la huida (aquí el cerco que traza la historia termina de cerrarse vía el accionar de los pilotos durante un lapso que no supera la hora de combate). Como si lo anterior fuese poco para el paupérrimo cine mainstream contemporáneo de aventuras, acción y géneros aledaños, la propuesta va un paso más allá del simple relato coral porque cada uno de los personajes adquiere la forma de un arquetipo de su clase y así viene a representar a un grupo mucho más numeroso que el conformado por el sujeto en cuestión y sus compañeros inmediatos, esos que vemos en pantalla. Es decir, el guión del propio Nolan continuamente pasa de la desesperación de los militares en tierra, en eterna espera a ser recogidos por sus compatriotas, al ímpetu y la valentía de los civiles que intervinieron en la operación, cuyas embarcaciones fueron decomisadas/ requeridas por el estado inglés, y a los enfrentamientos propiamente dichos por aire, el único verdadero frente de batalla ya que -como señalábamos con anterioridad- el eje de la película es la logística macro de un repliegue militar que bajo la óptica del realizador se transforma en una misión de corte humanitario destinada a la melancolía del fracaso que se sabe digno. Si bien la obra cuenta con un gran elenco que combina actores jóvenes (Fionn Whitehead, Damien Bonnard, Aneurin Barnard, Barry Keoghan, etc.) y estrellas de vasta trayectoria (Mark Rylance, Tom Hardy, Kenneth Branagh, Cillian Murphy, etc.), cada intérprete es funcional a esta dialéctica colectiva que en buena medida recupera aquellas narraciones de los comienzos del séptimo arte, en las que los pueblos eran los protagonistas excluyentes de la faena y los únicos verdaderos artífices de los cambios: precisamente por ello, Nolan jamás muestra en pantalla a Winston Churchill y su camarilla, en consonancia con su intención de mantenerse firme junto a los que padecen el sufrimiento, y asimismo obvia el recurso de demonizar a los alemanes, a quienes tampoco vemos en ningún momento en lo que podemos definir como la estrategia más arriesgada de todas las concebidas por el director para el film (aquí no hay despersonalización del enemigo sino un apuntalamiento de la sensación de un peligro exasperante que acompaña a los personajes en cada segundo). En Dunkerque el británico hace maravillas con la angustia de la espera y la incertidumbre del no saber dónde caerán las próximas bombas, cuándo llegará el bando opuesto a la costa y desde qué flanco comenzarán a sonar los disparos de los fusiles, logrando un retrato muy complejo del ser humano bajo la presión de un entorno que no puede controlar y que amenaza con estallar -literalmente- por el aire. Aquí esa gloriosa edición caótica/ anárquica/ desprolija marca registrada de Nolan deja lugar a un montaje más sosegado que se corresponde con la calma antes de la tormenta, una que se vuelve visceral y pasa a estar enfatizada mediante la música inusualmente minimalista de Hans Zimmer, la fotografía esplendorosa de Hoyte Van Hoytema y una puesta en escena general casi desnuda de artificios digitales y basada en la inmensidad de los espacios abiertos y las aglomeraciones de hombres agobiados por el conflicto. En una época donde la mayoría del cine comercial es conservador, hipócrita y banal, el opus que nos ocupa patea el tablero regalándonos sinceridad, inconformismo y comprensión para con los ribetes de las tragedias populares y esa solidaridad que surge en los instantes menos pensados (el elogio de los civiles del final rankea en punta como otra de las tantas anomalías que incluye Dunkerque). Nolan se aparta del canon que él mismo había trazado y -contra todo pronóstico- vuelve a entregar una pequeña obra maestra que instaura su propia lógica a medida que avanza, desconociendo el cancherismo y la estupidez nostálgica que la circunda en la industria hollywoodense para posicionarse como una de las mejores y más logradas películas bélicas del nuevo milenio…
La torpeza sin fin Se podría pensar que Michael Bay es inimputable luego de tantos años de entregar films deficitarios y aburridos, no obstante no nos dejemos engañar: su típica colección de clichés dramáticos -esos que van desde lo reaccionario/ militarista a lo políticamente inofensivo- y desprolijidad formal -no la de la orgullosa clase B sino la de los tanques de 200 millones de dólares- suele incluir los mismos “deslices” que otros ejemplos recientes del mainstream como Guardianes de la Galaxia Vol. 2 (Guardians of the Galaxy Vol. 2, 2017) y del indie como The Bad Batch (2016), una trilogía que resume lo peor del cine de los últimos meses. Particularmente doloroso es el caso de The Bad Batch, una cruza impresentable de El Topo (1970) y Mad Max (1979), porque es la segunda propuesta de Ana Lily Amirpour, conocida por Una Chica Regresa a Casa Sola de Noche (A Girl Walks Home Alone at Night, 2014). Por supuesto que Transformers: El Último Caballero (Transformers: The Last Knight, 2017) tiene más puntos en común con Guardianes de la Galaxia Vol. 2, ya que la supremacía de la fanfarria digital enturbia cada escena y genera despersonalización en lo que atañe a los protagonistas, logrando que todo luzca exactamente igual en términos de diseño como si la faena fuese una versión empobrecida de una película de animación en vez de un exponente en live action. Mientras que James Gunn, el artífice de Guardianes de la Galaxia Vol. 2, construyó un producto saturado de secuencias de acción interminables y de un colorinche infantil que retrasa muchos años, recordemos para el caso la maravillosa Dick Tracy (1990) de Warren Beatty, Bay por su parte sigue creando opus desmesurados que funcionan como un videoclip de una banda del glam pedestre de las décadas del 80 y 90. Si bien al californiano siempre le gustaron los travellings innecesarios, la edición caótica, la mezcla de sonido hiper ruidosa, la cámara lenta símil publicidad, los chispazos de comedia atolondrada, los protagonistas unidimensionales, el chauvinismo y la masculinidad ante todo, el reciclado de tópicos clásicos, los paneos sin fin y las sentencias redundantes en el apartado de los diálogos, en la franquicia de los Transformers se le fue la mano a niveles insospechados (aun para los estándares que él mismo había establecido en el pasado). Para colmo esta quinta entrada es la peor de toda la saga porque demuestra un cansancio terminal en lo referido a personajes, secuencias de acción y progresión de la historia, otra vez con un “coso” que los héroes deben buscar para evitar la destrucción del planeta y que encima se remonta a los lejanos tiempos del Rey Arturo, nuevamente una gran excusa para bombardearnos con escenas de combates y desperdiciar a un elenco que incluye en papeles secundarios a Anthony Hopkins, Stanley Tucci y John Turturro, entre muchísimos otros. Todo lo anterior pone de relieve cuánto se perdió en el trayecto que va desde la creación de la línea de juguetes y la serie animada televisiva de los 80 hasta estos esperpentos que dirigió Bay de la manera más rudimentaria posible: si bien siempre estuvo en el seno de la franquicia el enfrentamiento -tan antiguo como las fábulas humanas- entre el bien y el mal, representados por los Autobots y los Decepticons, por lo menos antes la marca contaba con un mínimo desarrollo de personajes y hasta supo derivar en una propuesta bastante digna para la pantalla grande que todos los que crecimos en aquella etapa tenemos en el recuerdo, Transformers: La Película (The Transformers: The Movie, 1986), la cual no deja de engrandecerse a medida que estas encarnaciones contemporáneas de los robots gigantes continúan cayendo en el abismo de la torpeza narrativa más anodina, hueca e imprudente. Con un presupuesto que supera los fondos totales anuales destinados por muchos países a fomentar su cine, es increíble que aún se produzcan obras tan fallidas como la presente…
Secretos de familia Así como gran parte del cine contemporáneo -tanto el mainstream y el indie como todo lo que se ubica entre esos dos extremos- tiende hacia una preocupante homogeneización temática y formal, en términos generales se puede decir que cada cinematografía nacional suele ofrecer algún que otro elemento distintivo que vuelque la propuesta en cuestión hacia la “sensibilidad” propia del país productor. La estrategia tiene un doble objetivo ya que por un lado busca regalar al público autóctono algo con lo que identificarse y por el otro lado aporta una mínima idiosincrasia frente al mercado internacional, en una lógica similar a la del turismo y la invitación a visitar/ conocer rasgos culturales foráneos. A veces la jugada arroja resultados positivos y en otras oportunidades no suma mucho al convite, como es el caso de La Novia (Nevesta, 2017), un opus ruso que desperdicia el tic folklórico de turno. El prólogo está divido en dos partes: la primera nos informa acerca de las características que tomó en Rusia la tradición global de la fotografía post mortem, comentándonos que se les dibujaban ojos en los párpados a los difuntos antes del retrato correspondiente porque se consideraba que el negativo condensaba el alma del fallecido y la dejaba a disposición de los parientes que lo sobrevivieron; y la segunda nos presenta la historia de uno de esos fotógrafos especializados en cadáveres, quien ante la muerte de su amada primero le saca una foto y luego la somete a un ritual para que reencarne en una pobre chica de la región, circunstancia que lo obliga a resistir el embate del pueblito en el que habita y a enterrar a la desafortunada junto al cuerpo sin vida. Por supuesto que la ceremonia no sale del todo bien debido al hecho de que “lo que vuelve” no es precisamente su pareja sino algo más tétrico. Resulta desconcertante la decisión por parte del realizador y guionista Svyatoslav Podgayevskiy en pos de torcer el relato -de allí en más- hacia la amenaza que representa la presencia espectral de la susodicha, olvidándose en buena medida del asunto de las fotografías post mortem como si todo se tratase de una reincidencia desganada en el terreno del J-Horror modelo Hollywood a expensas de lo que podría haber sido una vuelta de tuerca mucho más interesante hacia el campo de los retratos fúnebres y aledaños. Tampoco se puede decir que la táctica deriva en un bodrio al 100% porque a lo largo del metraje la propuesta consigue un par de escenas inquietantes utilizando de excusa el viaje -en nuestros días- de Nastya (Victoria Agalakova) y su novio Iván (Vyacheslav Chepurchenko), descendiente de ese clan maldito, a la casona familiar del muchacho, ahora habitada por su hermana Liza (Aleksandra Rebenok), sus dos pequeños vástagos y el padre de los adultos. Podgayevskiy sostiene su film mediante jump scares muy poco originales -y subrayados a lo bestia desde la banda sonora- y a través de un popurrí de tomas centradas en la cara de pánico de la bellísima Agalakova, una joven actriz que se carga la película al hombro y la termina de rescatar del tedio al que estaba condenada si dependiese exclusivamente de las buenas intenciones del director y su falta de preocupación a la hora de conectar lógicamente las secuencias y resolver unos cuantos “detalles” de la trama que aglutinan incoherencias y preguntas en el tintero, dentro de un entorno dominado por los estereotipos más repetidos del subgénero de las casas embrujadas, las maldiciones y esos posesos de siempre. Recién llegando el desenlace el realizador se acuerda de las fotografías de los finados, pero para ese instante la encerrona de la familia de Iván para con Nastya está tan avanzada que los secretos ya fueron revelados y el interés del espectador se desvaneció hasta desaparecer…
Familia de neuróticos Y una vez más Cristi Puiu vuelve a entregar una película que sobrepasa holgadamente las dos horas, como viene siendo la constante en su carrera desde que se hiciera conocido en el ámbito internacional con La Noche del Señor Lazarescu (Moartea Domnului Lãzãrescu, 2005), definitivamente su obra maestra y una de las propuestas que ayudaron a poner de manifiesto la vitalidad del cine rumano del nuevo milenio. Si bien Sieranevada (2016) es una creación correcta y en muchos sentidos interesante, asimismo denota que el director y guionista está al mismo nivel cualitativo de su compatriota y colega Radu Muntean y que ambos a su vez se ubican por debajo de los superiores/ más parejos Cristian Mungiu y Corneliu Porumboiu, el primero responsable de 4 Meses, 3 Semanas, 2 Días (4 Luni, 3 Saptamâni si 2 Zile, 2007) y el segundo de Bucarest 12:08 (A Fost Sau n-a Fost?, 2006). En esta ocasión Puiu ofrece un trabajo que combina elementos vinculados a la intimidad de los opus de reuniones a plena claustrofobia, como La Celebración (Festen, 1998), Un Dios Salvaje (Carnage, 2011) y Agosto (August: Osage County, 2013), e ingredientes y recursos diversos de los films centrados en un solo escenario, en sintonía con La Soga (Rope, 1948), 12 Hombres en Pugna (12 Angry Men, 1957) y ¿Quién le Teme a Virginia Woolf? (Who’s Afraid of Virginia Woolf?, 1966). Ahora la excusa para bombardearnos con más de ese naturalismo lacónico rumano de impronta documental es la conmemoración de la muerte reciente del patriarca de una familia de lo más variopinta y conflictiva, la cual se da cita en un departamento que desde el comienzo se transforma en la sede de una infinidad de discusiones avivadas por la frustración, la paranoia, las mentiras entrecruzadas y la traición. A lo largo de 173 minutos el convite nos regala una colección de tomas secuencia que apenas si se valen de algún que otro corte esporádico y una puesta minimalista para crear un retrato cassaveteano de un clan destinado a implosionar por cuentas pendientes que involucran a todos los miembros. En este sentido debemos aclarar que -más allá del marco coral de la película y el excelente trabajo del elenco en su conjunto- la historia en buena medida gira alrededor de Lary (Mimi Branescu), hijo mayor del difunto y algo así como el soporte sardónico de la trama en los instantes más álgidos por la simple razón de que se la pasa riendo gracias al trasfondo tragicómico de la mayoría de las situaciones (algunas son divertidas, otras tediosas, unas apasionantes, algunas intrascendentes, otras aguerridas y el resto se mueve en una escala que va desde lo imprevisible hasta lo francamente olvidable). Contra todo pronóstico, el realizador logra en parte superar el hecho de que al metraje le hubiese venido muy bien perder unos cuantos minutos en la sala de edición y en general consigue que los tiempos muertos, la contemplación y el ritmo aletargado característicos del cine rumano hoy queden relegados frente a un dinamismo narrativo sorprendente si consideramos la duración del film. A pesar de que estamos ante la mejor obra de Puiu desde La Noche del Señor Lazarescu, ya que Sieranevada aventaja por mucho a la fallida Aurora (2010), en el fondo termina demostrando que la promesa detrás de aquella película se desinfló con el tiempo. Aquí el costumbrismo descarnado de siempre deja entrever que los protagonistas son unos neuróticos tremendos, con los hombres a la cabeza actuando como tristes cobardes y las mujeres como unas histéricas con tendencia a victimizarse…
El recambio generacional Mal que le pese a quien le pese, ya podemos confirmar que la franquicia iniciada con Cars (2006) rankea como una de las más innecesarias del Hollywood reciente, no porque sea mala ni mucho menos sino debido a que los eslabones de la saga en su conjunto son un tanto olvidables por una mediocridad modelo “Pixar controlada por esa máquina de generar secuelas -explícitas e implícitas- conocida como la factoría Disney”. La película original era una simpática fábula bucólica sobre la búsqueda de la belleza en las pequeñas cosas que nos rodean, el primer corolario del 2011 sorprendió a todos con una estructura que remitía a los thrillers de espionaje más disparatados, consiguiendo superar al film previo por mucho, y finalmente los spin-offs Aviones (Planes, 2013) y Aviones 2: Equipo de Rescate (Planes: Fire & Rescue, 2014) funcionaron como relatos súper tradicionales de competencia y heroísmo respectivamente, reforzando la idea de que la saga nunca tuvo un horizonte claro. Ahora bien, Cars 3 (2017) vuelve a torcer el volante narrativo en consonancia con una estrategia retórica que retoma elementos de la obra del 2006 y en general se vuelca de lleno hacia la parábola de los boxeadores veteranos que comienzan a percibir sus desventajas en los combates con colegas más jóvenes, lo que eventualmente fuerza el retiro y quizás una metamorfosis a “consejero” de esa nueva camada de profesionales. En esta oportunidad Brian Fee, un animador y encargado de storyboards hasta hace poco, reemplaza en la silla del director a John Lasseter, cuyos trabajos en realidad nunca estuvieron a la altura de los de Pete Docter, Andrew Stanton y Brad Bird, sus colegas históricos de Pixar. En cierto sentido se puede decir que el convite que nos ocupa se ubica al mismo nivel que el original porque sale relativamente airoso en su pretensión de reincidir en aquella dialéctica mentor/ discípulo con el objetivo de profundizarla en función del recambio generacional propuesto. Mientras que antes era Doc Hudson (Paul Newman) el experimentado corredor de carreras que transmitía su saber al bisoño y egoísta Lightning McQueen (Owen Wilson), ahora es éste último quien le pasa la antorcha a Cruz Ramírez (Cristela Alonzo), una especialista en entrenar a vehículos deportivos con el anhelo oculto de convertirse ella misma en una máquina pistera. El correcto pero poco imaginativo guión de Kiel Murray, Bob Peterson y Mike Rich da demasiados rodeos para apuntalar una premisa tan vieja como el cine: un Lightning McQueen ya maduro es opacado cada vez más por una nueva generación de corredores con el presuntuoso Jackson Storm (Armie Hammer) a la cabeza, un diletante de la última tecnología, circunstancia que a su vez se combina con la venta de su equipo competitivo a Sterling (Nathan Fillion), un empresario que quiere forzar su retiro para transformarlo en una marca de productos masivos. McQueen le ofrece en cambio un trato/ apuesta centrada en una próxima carrera en Florida y en el hecho de que si él gana podrá continuar compitiendo en el circuito, pero si pierde abandonará voluntariamente las carreras para siempre. Allí es cuando le asignan a Ramírez para que lo entrene, aunque -por supuesto- lo que ocurrirá es exactamente lo contrario en este drama de “vuelta a las raíces”. Si bien la película es bastante lerda, termina ganando el cariño del espectador por un detalle imprevisto que de a poco va tomando un protagonismo inusitado en una obra mainstream de este tipo: hablamos de una nostalgia vinculada a la tristeza y al observarse extraviado, todos sentimientos que se asoman en Cars 3 a medida que la competencia entre veteranos y novatos va dejando su lugar al fantasma cada vez más grande del personaje de Newman, esa pieza faltante en la vida de Lightning McQueen y a quien el protagonista más extraña en un tiempo en el que se debate entre el esfuerzo desmedido para superar a los corredores jóvenes y una jubilación que siente muy prematura y que lo condena a no saber bien cómo reaccionar. Esta es la faceta más interesante del opus de Fee, ya que por un lado nos acerca a las luchas en pos del devenir pasional y por el otro nos aleja del patético “clink, caja” del capitalismo deportivo, gracias a la obsesión de McQueen con seguir compitiendo y dedicarse a un entrenamiento old school bajo la sombra de su mentor Hudson (Newman, fallecido en 2008, aparece vía flashbacks y descartes vocales de la primera propuesta). El film es respetuoso para con su propia idiosincrasia y se las arregla para poner de manifiesto que la docencia tardía puede ser tan movilizadora como la práctica profesional clásica…
La supremacía del villano Como cualquier otro de los tantos caprichos comerciales de ese mainstream asentado en el facilismo de aprovechar una marca ya ampliamente incrustada en el grueso del público de pocas luces de nuestros días, los films sobre superhéroes se siguen propagando como si fueran una bacteria aunque con la diferencia de que esta epidemia tiende a destruir la variedad cultural en vez del complejo organismo de los individuos. Continuando con la lógica televisiva del encadenamiento eterno de los eslabones, pero sin la calidad de los productos recientes de la pantalla chica, hoy para colmo la película que nos ocupa es la sexta entrada en la saga del Hombre Araña (Spider-Man) y el segundo intento de reboot para con el personaje en un período de apenas 15 años, contados a partir de El Hombre Araña (Spider-Man, 2002) de Sam Raimi, lo que nos habla de una saturación pronunciada. Era de esperar que Spider-Man: De Regreso a Casa (Spider-Man: Homecoming, 2017), por más buenas intenciones que tenga, no podría remar semejante nivel de insensatez/ suicidio artístico por sobreexplotación de la creación de Stan Lee y Steve Ditko, lo que encima se ve intensificado por el hecho de que la propuesta obvia por completo el arco narrativo que habían instalado El Sorprendente Hombre Araña (The Amazing Spider-Man, 2012) y su corolario del 2014, ambas dirigidas por Marc Webb, quien por cierto se las arregló para superar a aquella trilogía original de la década anterior -demasiado infantil y recargada con colorinche CGI, dicho sea de paso- mediante un tono sutilmente más adulto y oscuro. El director y guionista Jon Watts, responsable de la potable El Payaso del Mal (Clown, 2014) y de la muy interesante Cop Car (2015), cae preso de la impersonalización contemporánea. Con un guión que cuenta con la friolera de seis apellidos detrás, ahora se procura volver a los inicios del personaje en las historietas con una estrategia bien específica: aquí por un lado se maquilla en parte el sustrato digital de las imágenes y por el otro se retoma a pleno la fórmula que acompaña al protagonista desde siempre, apuntalada en los problemas de la adolescencia, el interés romántico ocasional y la aparición de un villano a detener. Los inconvenientes se condensan en el agotamiento del personaje de por sí (lo cual está vinculado al estado terminal que atraviesa todo el cine basado en cómics) y en lo poco que puede hacer Tom Holland, el elegido para interpretar al héroe arácnido, que ya no hayan hecho Tobey Maguire y Andrew Garfield (esta versión es más aniñada que las previas, un esquema que nos acerca al terreno de los chistes sobre los altibajos de la vida estudiantil). Lo peor que se puede decir de la película es que el villano, Vulture (gran trabajo de Michael Keaton), termina opacando al mismo Hombre Araña, una circunstancia que no sería trágica si hubiese algo de novedad de fondo, si el opus de Watts contase con alas propias y si la catarata de escenas de acción no fuesen tan pomposas y ridículas en lo que respecta a las calamidades que el muchacho debe evitar, cuando aparentemente la intención en primera instancia era “bajarlo a tierra” y limitarlo a conflictos un poco más humanos (pensemos en las barrabasadas gigantescas de los otros exponentes cinematográficos de Marvel). Resulta algo patético que lo único que escape al cliché y la repetición ad infinitum de lo mismo sea el personaje de Keaton, un padre de familia que montó una pyme centrada en el tráfico de armas, más allá de alicientes complementarios como el bienvenido regreso de Jon Favreau y la presencia de una bella Marisa Tomei como la Tía May, la figura materna del protagonista. Hollywood debería dejar de bombardearnos con artilugios tecnológicos que adquieren la forma de comodines narrativos en prácticamente todas las secuencias (las máquinas explican todo y son capaces de todo, aunque por cierto no tienen el encanto de las “baticosas” del Batman de los 60), para en cambio enfocarse más en faltarle el respeto a las recetas de postres empalagosos que probó todo el mundo hasta el hartazgo… quizás en esa coyuntura logre volver a entusiasmar a un público cautivo que parece más condicionado a consumir estos productos -cual androides- que a disfrutarlos a nivel emocional/ individual.
Funebrero de profesión Al cine argentino independiente le encanta los relatos existenciales que se mueven en espiral, con un personaje que deambula perdido entre los detalles de un contexto que no logra comprender ni mucho menos estabilizar del todo (suponiendo que ese sea el inefable “sentido de la vida”, el alcanzar una especie de autoconocimiento que viabilice la paz), en una jugada que por supuesto trata de obviar la dinámica de la narración clásica en pos del apuntalamiento de lo que podríamos definir como una andanada de retazos más o menos coherentes de un entorno general mucho más vasto e inaprehensible. La fórmula, a su vez influenciada por el cine europeo de las décadas del 60 y 70 y la Nouvelle Vague en particular, suele habilitar un armazón que va desde lo ficcional estático hasta el docudrama tradicional, ese que se sirve de los recursos del registro directo para señalar su autenticidad. La película que nos ocupa, Casa Coraggio (2017), es un ejemplo paradigmático de este último grupo, el que se siente cómodo coqueando al mismo tiempo con la fábula y la realidad, confundiéndolas para generar el típico extrañamiento de algunos productos del cine arty destinados a difuminar fronteras y estilos: como si se tratase de una versión argenta de Six Feet Under, aquella recordada serie de HBO sobre las minucias del “negocio de la muerte” a través del devenir de una familia que administraba una funeraria, el film en cuestión también se centra en un clan del rubro mortuorio pero con la diferencia de que aquí se hace foco en un único miembro, Sofía, una treintañera que es interpretada por Sofía Urosevich, quien efectivamente forma parte de una familia vinculada a los féretros en la ciudad de Los Toldos, en el norte de la Provincia de Buenos Aires, desde hace ya 120 años. Como era de esperar considerando las decisiones formales del director y guionista Baltazar Tokman, todo un especialista en documentales, la propuesta esquiva la opción de entregar una trama en el sentido habitual y opta en cambio por un conjunto de viñetas alrededor de la parentela y las amistades de Sofía, una chica que se debate entre trazar su propio camino o continuar con la actividad familiar, en especial teniendo en cuenta que su padre, el mandamás de la funeraria/ casa de sepelios, está atravesando problemas de salud y debe someterse a una cirugía coronaria. El realizador le saca partido a un elenco compuesto casi exclusivamente por individuos varios que hacen de sí mismos a lo largo de extensas conversaciones en torno al pasado hogareño en común, los recuerdos que persisten, las disyuntivas actuales y las sorpresas que cada tanto -o a veces muy seguido- plantea la vida. Quizás se podría decir que Tokman abusa del naturalismo en algunas escenas y nos expone a una colección de charlas bastante superfluas (aunque muchas de ellas derivan en instantes cargados de una interesante autenticidad) y en otras secuencias no termina de aprovechar del todo los chispazos de poesía etérea que ofrecen los recodos por los que transita la protagonista (la música de Alejo Vintrob suma mucho a la película ya que colabora en el “rescate emotivo” de los baches), no obstante la experiencia arroja un saldo positivo porque evita la impostación de buena parte del indie vernáculo y en su levedad mundana encuentra más verdad que la que hallan otras obras semejantes que pasan sin pena ni gloria por la cartelera de nuestro país. El derrotero de Sofía funciona como un pantallazo tan atractivo como caótico por una profesión que recorre a diario los límites entre la vida y la muerte…
Independencia y frustración A lo largo de los años poco ha cambiado el subgénero de los dramas históricos desde que Stanley Kubrick revolucionase su estructura y disposición discursiva con Barry Lyndon (1975), en esencia gracias a aquel glorioso realismo descarnado de cadencia preciosista, por lo que cada nuevo exponente recupera un puñado -o todos- los elementos que el norteamericano fijó en su momento. Ahora es el turno de Terence Davies, un realizador que se pasó toda su carrera entregando películas apenas correctas y no mucho más, quien en esta oportunidad nos regala un pantallazo por los Estados Unidos del siglo XIX en general y por la vida de Emily Dickinson en particular, sin dudas la gran poetisa del país del norte, prácticamente a la par de gigantes del rubro como Edgar Allan Poe y Walt Whitman. Aquí el director respeta al pie de la letra el “canon Kubrick” pero sin aquella potencia dramática. Dicho de otro modo, Una Serena Pasión (A Quiet Passion, 2016) es otro trabajo potable de Davies, un británico que bajo la excusa del famoso encierro de Dickinson durante gran parte de su existencia se engolosina a más no poder con una colección de tomas suntuosas de la casa familiar de la mujer en el pueblo de Amherst, en el Estado de Massachusetts, lo que deriva en un retrato glacial de la alta burguesía que podría haber sido mucho mejor si el cineasta no hubiese decidido -desde el vamos- combinar la fotografía refinada con la impostación teatral en cuanto a los diálogos, el desarrollo, las actuaciones del elenco y la puesta en escena. A decir verdad, en el film lo que queda de Kubrick es una versión destilada del armazón formal y poco de esa pasión que promete el título y el mismo tópico, Dickinson, porque Davies asimismo intenta emular los dramas elegantes de James Ivory. Por suerte las compensaciones para este estado de cosas son numerosas y abarcan la sutil perspicacia de los intercambios entre la protagonista (interpretada por Emma Bell en su juventud y por Cynthia Nixon en su adultez) con sus familiares y amigos, el entramado de conflictos -mayormente ficticios y/ o imaginados por Davies, aquí también guionista del convite- en el núcleo del clan, la innegable belleza en sí de muchos de los planos del hogar donde transcurre casi toda la acción, y finalmente los mismos poemas de Dickinson, los cuales son insertados en voice over con pretensiones más cercanas a la contemplación estética que al comentario de las situaciones que presenta el relato. En lo que respecta a este último punto, la historia nos pasea por el fervor religioso de su padre, la depresión de su madre, las vicisitudes de sus dos hermanos y algún que otro amor oculto no correspondido. Durante buena parte del metraje la perspectiva distante y en perpetua pose de Davies, cuyas mejores obras continúan siendo The Long Day Closes (1992) y The House of Mirth (2000), resulta exitosa por la sencilla razón de que le es funcional al retrato -entre irónico y francamente amargo- que propone en torno a la figura protagónica, una Dickinson que va experimentando una transformación progresiva desde la rebelión de sus primeros años, pasando por las frustraciones alrededor del muy poco reconocimiento profesional que disfrutó en su época, hasta su período final de ostracismo y muerte debido a la enfermedad de Bright. En este sentido, la película debe ser leída como el calvario personal de la poetisa en su búsqueda de construir -y luego defender a uñas y dientes- una independencia ajena a los ideales protestantes y al conformismo de la mayoría de las mujeres de aquellos años…