La risa irreverente Hace bastante tiempo que no nos topábamos con una película como Las Aventuras del Capitán Calzoncillos (Captain Underpants: The First Epic Movie, 2017), una obra cuyo carácter rudimentario y delirante en vez de restarle méritos artísticos, termina sumando desfachatez y coraje al resultado final, un esquema que además toma la forma de un retrato inusualmente salvaje de la niñez masculina y su falta de respeto a la autoridad. De hecho, la perspectiva que domina en el convite es la de la formación escalonada de los hombres, pero no bajo el manto del insoportable coming of age norteamericano sino más bien abrazando una descripción detallada de ese período de la vida, comprendido en lo que en la Argentina sería el colegio primario y en Estados Unidos las elementary y middle schools. El humor escatológico, el cual casi siempre está muy mal utilizado en los productos del país del norte, aquí se acopla a la perfección con la actitud irreverente y los chistes de la infancia. La premisa de base es muy simpática: George Beard (Kevin Hart) y Harold Hutchins (Thomas Middleditch) son dos niños -amigos desde el jardín de infantes- que se la pasan haciendo bromas a costa de los aburridos/ pedantes docentes de la escuela a la que asisten, aunque el verdadero eje de sus travesuras es el director del establecimiento, Benjamin Krupp (Ed Helms), un individuo amargo que disfruta de aguar toda posibilidad de alegría de los alumnos y que desde hace tiempo está detrás de alguna evidencia para poder castigar al dúo protagónico. Un día la prueba finalmente llega gracias a la intervención de Melvin Sneedly (Jordan Peele), el nerd/ buchón oficial del colegio, quien filma a George y Harold saboteando el Turbo Toilet 2000, en esencia un inodoro robotizado que construyó Melvin para la convención escolar de inventores, un evento creado por Krupp para arruinarles los sábados a los estudiantes obligándolos a asistir para ver el desfile de pavadas de siempre. Así las cosas, como sanción el director asigna a los protagonistas a cursos distintos, lo que ellos consideran el fin de su amistad, por lo que como última opción deciden hipnotizar a Krupp con un anillo de plástico “made in Chica” que le vino de regalo a George en una caja de cereales. Los muchachos utilizan la oportunidad para convertir al hombre en el Capitán Calzoncillos, un superhéroe de lo más bizarro que ellos mismos diseñaron en una serie de historietas artesanales, un paladín que lucha por la verdad y la justicia vestido sólo con una capa roja y un calzoncillo blanco. Desde ya que la esquizofrenia inducida de Krupp, quien vuelve a la normalidad cada vez que mojan su rostro, está complementada vía la presencia de un villano, el Profesor Poopypants (“Profesor Pantalonescagados”, literalmente), un psicópata alemán/ suizo que desea suprimir la función cerebral de la risa como parte de una cruzada difusa contra todos aquellos que alguna vez se burlaron de su estrafalario apellido. El film puede ser leído desde diferentes ópticas: los chicos de seguro se identificarán con las referencias a todos los “productos” que salen de los orificios corporales de los seres humanos (hablamos de la clásica fascinación infantil con los componentes vedados del lenguaje), los adultos en general pueden interpretar a la propuesta como una parodia light de las patéticas películas de superhéroes de los últimos años, en sintonía con Los Increíbles (The Incredibles, 2004), Kick-Ass (2010) y otros opus similares (aquí la mordacidad viene homologada al sustrato mundano -y profundamente absurdo- de todo el planteo a nivel macro) y finalmente los espectadores más escépticos se sorprenderán con la riqueza del relato en el apartado formal (tenemos un hilarante catálogo de recursos que incluyen interpelación a cámara, mini pasajes de los cómics de Harold y George, fantasías sobre situaciones concretas, números musicales irónicos y algún que otro flashback esporádico). Más allá de su idiosincrasia descarada, esa que aprovecha con perspicacia el proverbial sadismo de los pequeños para con aquellos que se perfilan como representantes de las instituciones de control social, a decir verdad Las Aventuras del Capitán Calzoncillos nunca termina de alcanzar todo su potencial subversivo y ello se debe a la mediocridad del realizador David Soren y el guionista Nicholas Stoller, una dupla que no consigue traspasar la efervescencia y los designios blasfemos que de por sí ya estaban presentes en los trabajos literarios originales de Dav Pilkey, uno de los pocos autores que impulsan explícitamente a los jóvenes a desobedecer las jerarquías (a favor de Soren y Stoller -casi como un consuelo- se podría afirmar que por lo menos no coartan la esencia de la obra de Pilkey). Aun así, la película es una de las mejores propuestas de DreamWorks en muchos años, un estudio que venía de capa caída, porque más que concentrarse en los clichés, las secuencias de acción y la velocidad, aquí lo que prima es la infinita ridiculez de la dimensión hogareña, los personajes que la habitan y esas pequeñas alegrías que le dan sentido, con la amistad y la rebeldía como principales banderas cotidianas frente a los diletantes de la uniformidad…
La nostalgia bien entendida La obsesión con la belleza y la juventud por parte de los medios de comunicación y la enorme mayoría del mainstream de la industria cultural ha generado que durante las últimas tres décadas casi todos los productos audiovisuales destinados al supuesto “gran público” estén protagonizados por adolescentes y/ o jóvenes adultos, una estrategia que tiende a empobrecer la riqueza discursiva y la multiplicidad de facetas de las obras en pos de nivelar hacia abajo, léase hacia el simplismo, la corrección política y los típicos lugares comunes narrativos que suelen aplaudir los espectadores más anestesiados y conservadores, esos que adoran ver cien veces la misma historia y no desean que los problemas reales se aparezcan de sopetón en el arte masivo. Un corolario de lo anterior es la desaparición de la vejez, ya ni siquiera como sinónimo de experiencia sino como “destino” de nuestro presente/ futuro. Prácticamente el único enclave que sigue trabajando el tema es el arty/ festivalero, por lo que debemos celebrar anomalías como Por Siempre Jóvenes (Forever Young, 2016), un opus de Fausto Brizzi que sin llegar a ser una maravilla por lo menos consigue tratar con dignidad e inteligencia el tópico del paso del tiempo y los descalabros que suele provocar en la vida de las personas. Hablamos de una comedia italiana bien light de enredos -con toques dramáticos y costumbristas- que desde el mismo título aclara que su eje será un grupito de “pendeviejos” que no terminan de aceptar su edad y que cuando finalmente lo hacen, el abanico de reacciones es tan variado como diferentes somos los seres humanos los unos de los otros. Con un clima de feel good movie de acento realista, aquí el director se burla de la gama de clichés sociales a la hora de sopesar a los cuarentones y la tercera edad. Más que enumerar a los protagonistas de este relato coral en el que todos los personajes tienen algún tipo de lazo en común con el resto, lo que conviene en esta oportunidad es señalar que el guión de Marco Martani, Edoardo Maria Falcone y el propio Brizzi se pasea por el catálogo de las crisis -o aspectos, si se quiere- que la acumulación de años trae consigo: de este modo tenemos la sombra de la jubilación, la hipocresía otoñal de decir algo y hacer lo contrario, el retiro profesional forzoso por reemplazo, las distancias en materia de vivencias con los hijos, las dificultades al momento de conseguir un nuevo trabajo, la fatiga deportiva y su homóloga sexual, los problemas de salud, las diferencias de edad en las relaciones románticas, la soberbia vía el conocimiento, la infidelidad por curiosidad y/ o fastidio, las mofas de los jóvenes y esas gestas autoimpuestas que hoy duelen mucho más. El tono es mundano y sencillo no obstante el realizador saca el mejor partido posible de cada situación, siempre despertando risas a partir de protagonistas que se mueven por instinto y corazón (definitivamente tiene mucho que ver la extensa labor del susodicho en tanto guionista de cine y televisión). Como él mismo es una “palabra autorizada” en el rubro cómico y ronda la edad promedio de los personajes, a Brizzi le resulta fácil exprimir el costado más patético de esa pose melancólica contemporánea y al mismo tiempo lograr un balance mordaz entre el saberse descolocado en el contexto actual (a ojos de los adultos mayores) y el sentirse eterno y con muchos sueños (la perspectiva de los personajes de menos años). De hecho, Por Siempre Jóvenes entiende bien a la nostalgia porque en vez de sucumbir en ella, simplemente la roza y se concentra en las opciones disponibles para superarla, en especial el no entregarse a la tristeza y la soledad con el objetivo de todavía dejarse sorprender por las vueltas de la vida, sus delirios varios y el amor que nos espera…
Maquiavelismo para expertos La voracidad de la mayoría de la clase política, su bancarrota moral, la suciedad que suele esconder bajo la alfombra y sus clásicos atropellos mafiosos constituyen los ejes principales de La Cordillera (2017), el tercer largometraje de ficción de Santiago Mitre, uno de los poquísimos realizadores argentinos con la capacidad de examinar los entramados del poder, desde el más micro hasta el más macro. De hecho, el film en muchos sentidos puede leerse al mismo tiempo como una remake encubierta de su ópera prima, la también prodigiosa El Estudiante (2011), y como una secuela -muy lejana, por cierto- de esa misma obra: mientras que aquella película nos presentaba la formación de un dirigente universitario a través de un trayecto que iba desde la inocencia hacia la génesis de un carácter despiadado, ahora lidiamos con las consecuencias de una carrera política que llegó a lo más alto de la administración pública de la mano de una corrupción intrínseca y completamente asentada. Superando el buen nivel general -aunque algo decepcionante- de La Patota (2015), en esta oportunidad Mitre multiplica su ambición al edificar un thriller psicológico/ político que gira en torno a una cumbre de presidentes y la figura del mandatario argentino en particular, Hernán Blanco (Ricardo Darín), un ex gobernador de La Pampa. En el contexto de un encuentro sudamericano para la conformación de una alianza petrolera que promete encabezar Brasil ya que es el único país con una empresa estatal fuerte en el sector, el recién asumido Blanco es visto como un hombre débil en función de los spots publicitarios que lo llevaron al poder, los cuales lo pintaban como una “persona común”. El evento se complica por la amenaza que representa una posible denuncia de desvío de fondos públicos para una campaña de hace 10 años, circunstancia que se agrava aún más por la identidad del artífice de la acusación, el esposo de la primogénita de Blanco, Marina (Dolores Fonzi). Desde el primer momento sabemos que los alegatos son reales porque así lo confirma el círculo íntimo del dignatario, léase Luisa Cordero (Érica Rivas) y Castex (Gerardo Romano), por lo que Blanco manda a traer a Marina a la sede de la cumbre, en una zona aislada de Chile, para indagarla sobre su marido. La chica demuestra poseer un estado mental muy frágil cuando pasa de la calma a arrojar una silla por la ventana del lujoso hotel donde transcurre casi todo el relato. El cineasta, también autor del guión junto a Mariano Llinás, copia la estructura de El Estudiante yendo de la efervescencia de los primeros actos a la ruina moral del último tramo del metraje, no obstante ahora en vez de estar frente a una historia de adaptación a los manejos espurios del ámbito gerencial, nos encontramos ante la aparición de marcas ocultas ya incorporadas al esquema de acción y las estrategias de lucha del protagonista, todas afines a un maquiavelismo que desconoce la ética y las ideologías. Entre las parábolas de acumulación de poder símil El Ciudadano (Citizen Kane, 1941), que ponen de manifiesto las intersecciones de las esferas pública y privada, y esos dilemas psicológicos -en sintonía con Cuéntame tu Vida (Spellbound, 1945)- que se transparentan a partir de la escena en la que el psiquiatra convocado para tratar a Marina, Desiderio García (Alfredo Castro), hipnotiza a la mujer, la obra propone un análisis muy inteligente de los engaños y el ventajismo de la cúpula gubernamental mediante la excusa de un desacuerdo alrededor de la posibilidad de incorporar a Estados Unidos, lo que a su vez implicaría permitir la entrada de empresas privadas al pacto multilateral. México apoya la moción por su genuflexión ante el vecino del norte y Brasil se opone porque comprometería su preeminencia: así Blanco es tironeado por ambos bloques para “desempatar” este conflicto, impulsado por la insistencia estadounidense y sus deseos de explotar los pozos petrolíferos. Una vez que la mutación que diagrama el film está completa y finalmente descubrimos la verdadera naturaleza del presidente, cuando el susodicho muestra sus dientes, Mitre termina de acercarse a la putrefacción que acompañó a gran parte de los dirigentes de nuestro país, asimismo vinculando todo el desarrollo a esos retratos descarnados de la impunidad y la alienación del poder que caracterizaron a los trabajos de Gillo Pontecorvo y Costa-Gavras. El director humaniza a Blanco aunque esquiva la típica ingenuidad del cine norteamericano del rubro porque aquí la ambivalencia de la faceta privada no se traduce en simpatía para con el personaje de Darín sino en la extracción de las sucesivas capas de esta cebolla bautizada Blanco, una figura tan turbia, antidemocrática, hipócrita y profundamente vacía como Cristina Fernández de Kirchner, Sergio Massa, Mauricio Macri o cualquier otro adalid de la “nueva política” sustentada en el marketing, las redes sociales y las encuestas. La madurez de la propuesta y la decisión de fondo de llamar a las cosas por su nombre -sin desviar el foco hacia el campo del melodrama o las ironías cancheras- se condicen con la excelente labor de todo el elenco latinoamericano, destacándose en especial lo hecho por Darín, Romano, Castro, Daniel Giménez Cacho (en el rol de Sebastián Sastre, el presidente de México) y Christian Slater (quien interpreta a Dereck McKinley, el negociador de Estados Unidos). Como si se tratase de una versión severa de la óptica farsesca de El Candidato (2016), hoy resulta admirable la perspectiva inconformista de izquierda de Mitre al momento de sopesar la colección de traiciones y barbaridades que expertos de la mentira como Blanco van atesorando en su camino desideologizado hacia la cima estatal, de allí la metáfora que esconde el título de la película: en el mismo instante en el que alcanza la gran cúspide de su carrera política, una que le permite sentarse en una mesa con el diablo del imperialismo del norte, el protagonista se enfrenta a sus arcanos, matufias y cadáveres del pasado/ presente, todo gracias a esa proverbial sensación de omnipotencia que disimula inseguridades y carencias de variada índole… empezando por sus relaciones afectivas, continuando por sus colegas en el arte del desfalco y la manipulación masiva, y terminando en ese oportunismo berreta tan argentino, el cual -como si fuera poco- suele ir de la mano de un egoísmo extremo que niega el bien público, siempre a sabiendas de la ignorancia en la que vive el grueso de la población (esa que una y otra vez vota a la misma plutocracia dirigente, cuya impiedad y falta de preparación sólo es comparable con su deshonestidad).
Ridículo a conciencia Considerando que las últimas películas protagonizadas por el sexagenario Bruce Willis que llegaron a la cartelera argentina fueron la lamentable El Gran Golpe (Marauders, 2016) y los desastrosos eslabones contemporáneos de la saga iniciada con Duro de Matar (Die Hard, 1988), una franquicia en la que sólo podemos rescatar a la original y las dos primeras secuelas, la verdad es que Secuestro en Venice (Once Upon a Time in Venice, 2017) está bastante bien. Hablamos de una propuesta que sin ser una maravilla por lo menos se las ingenia para recuperar aquel tono light de las comedias de acción de las décadas de los 80 y 90, aunque ahora todo el asunto está más volcado a la dinámica estándar del film noir. El otro contrapeso con el cual podemos juzgar al convite son los productos del Hollywood reciente en este rubro “cómico policial”, la mayoría de los cuales son francamente nefastos. La obra crea una linda ensalada de situaciones como no veíamos desde hace tiempo: Steve (Willis) es un detective privado -algo maltrecho- de Los Ángeles que tiene de asistente a John (Thomas Middleditch), al cual le encarga hallar a Nola (Jessica Gomes), una joven que escapó de su hogar. El muchacho la encuentra, se la lleva a Steve y como él se acuesta con la señorita, despierta la ira de los hermanos que pagaron por localizarla, circunstancia que deriva en una persecución nocturna por las calles de la ciudad con el protagonista desnudo arriba de un skateboard. El problemita lo arrastra a pedir refugio en lo de Tino (Adrián Martínez), quien a cambio de ayuda le solicita que recobre su auto robado, el cual está en manos de Spyder (Jason Momoa), un narcotraficante de temer. Luego de disfrazarse de delivery man de pizza, Steve consigue recuperar el vehículo… aunque un tanto abollado. A partir de este punto, la trama se divide en dos: por un lado tenemos la investigación que lleva adelante John para dar con el responsable de unos graffitis sexuales en el contrafrente de un edificio que tienen de protagonista a Lew, el Judío (Adam Goldberg), un propietario inmobiliario que necesita vender precisamente ese complejo, y por el otro lado está el inconveniente que se genera cuando unos drogadictos roban a Buddy, el perro de Steve, lo que lo lleva hacia el dealer, el susodicho Spyder, quien a su vez le propone no matarlo por lo del auto y devolverle el perro a cambio de cuatro mil dólares en primera instancia y luego de un maletín lleno de cocaína que fue sustraído por una de las chicas del propio Spyder. El relato es sinceramente muy entretenido porque ofrece constantes giros -de impronta tan lúdica como sencilla- vía el entramado de las relaciones entre los personajes. Desde ya que alrededor del cincuenta por ciento de los chistes son potables, no obstante es un buen promedio si tenemos presente -como señalábamos con anterioridad- los bodrios que viene entregando el mainstream en materia de “entretenimiento pasatista” y los problemas que tiene Willis para conseguir guiones que alcancen el nivel de eficacia de décadas previas. En esta oportunidad los responsables principales son los hermanos Mark y Robb Cullen (el primero es director y guionista, el segundo sólo guionista), dos profesionales con una experiencia televisiva que se nota en el fluir de los enredos y en personajes algo unidimensionales pero coherentes y funcionales a la estructura propuesta, cercana a lo que sería un ridículo a conciencia basado más en las salidas bizarras de las situaciones y el desarrollo de la historia que en las escenas de acción o los remates de turno de los diálogos (dos facilismos que el film suele evitar con insospechada solvencia). Secuestro en Venice es una película simple aunque cumplidora que además incluye en su elenco al gran John Goodman en el rol de Dave, el amigo de toda la vida de Steve, y hasta se permite una “secuencia homenaje”/ parodia a Tiempos Violentos (Pulp Fiction, 1994) en general y a aquella intervención de Willis en particular, todo un episodio que involucra a un travesti negro -o a muchos travestis, depende del punto de vista- que resulta hilarante dentro del manojo de delirios que brinda la historia y el sustrato irrefrenable que plantea…
Miserias de la aristocracia Si bien para el grueso de los lectores la figura de Guy de Maupassant está relacionada con la ironía social de Bola de Sebo (1880) y el terror psicológico de El Horla (1886), sus dos cuentos más famosos, o con la descripción de la degradación del gigoló protagonista de Bel Ami (1885), su novela más adaptada a la pantalla grande, lo cierto es que el francés fue uno de los adalides del naturalismo y la prosa sutil y sencilla aunque poseedora de la potencia suficiente para delinear los rasgos principales -y sobre todo, la hipocresía- de la sociedad de su tiempo. De hecho, su primera novela, Una Vida (1883), es una de sus obras capitales porque adquiere la forma de un eco de Madame Bovary (1856), de Gustave Flaubert, en el campo del retrato de las condiciones de opresión que sufrían las mujeres de buen pasar en la Francia del siglo XIX, lo que nos lleva a imaginar las penurias del resto de las féminas. La película que nos ocupa, Una Vida, una Mujer (Une Vie, 2016), es precisamente una traslación de ese trabajo literario de Maupassant: si pensamos al opus sólo en términos cinematográficos, podemos afirmar que unifica tres características clásicas de los dramas franceses, léase los relatos ambientados en contextos campestres, las historias de amor autodestructivo y el análisis del costado menos luminoso de las clases acomodadas, estén estas condensadas en los sectores burgueses o en la aristocracia bucólica, como en este caso. Para aquellos que no lo sepan, vale aclarar que hablamos del periplo de Jeanne (Judith Chemla), una joven llena de ilusiones que se casa con Julien (Swann Arlaud), un hombre miserable y abyecto que será el primer mojón en una serie de catástrofes personales para la mujer que involucran a las leyes sociales en torno a la familia, la religión y el matrimonio. El director y guionista encargado de la adaptación, Stéphane Brizé, conocido en especial por las relativamente interesantes Une Affaire d'Amour (Mademoiselle Chambon, 2009) y El Precio de un Hombre (La Loi du Marché, 2015), redondea un film digno que sin embargo no llega al majestuoso nivel de la novela, quedándose en una versión un tanto esquemática de lo que podría haber sido una obra más aguerrida sobre los atropellos sistemáticos que el género femenino debía soportar en aquella época. Aun así, el cineasta enfatiza la entereza de Jeanne frente a este mundo controlado por los títulos nobiliarios y la fauna masculina mediante diversos contrapuntos entre los pasajes de felicidad de la vida de la protagonista, previos a los conflictos que genera la convivencia y las infidelidades de su esposo, y la angustia de Jeanne ante el rumbo que va tomando su atormentada existencia. Definitivamente la responsable excluyente del éxito de la propuesta es Chemla, una actriz excelente capaz de transmitir todo el desencanto, las frustraciones y los pesares de Jeanne a través de su rostro, columna vertebral de la arquitectura dramática de Brizé y su obsesión con los primeros planos de cada uno de los personajes (casi se podría decir que esta decisión formal, volcada mayormente al lirismo, viene a reemplazar/ tratar de equiparar los párrafos ensoñados del libro de Maupassant, por cierto lográndolo sólo de a ratos). La caída en desgracia de la protagonista, en esencia por la acción de terceros, los problemas amorosos y la desaparición de la fortuna, constituye el pivote de un relato -por momentos etéreo, por momentos descarnado- que en su conjunto funciona como un pantallazo certero por las miserias e injusticias de la aristocracia, muchas de las cuales pueden extrapolarse a nuestros días vía la eterna presencia de rasgos como la hipocresía, la abulia y esos tristes facilismos acríticos que tantos individuos tienen incorporados en su ADN social/ familiar…
Colocando productos No hay nada particularmente sorprendente en Emoji: La Película (The Emoji Movie, 2017), por lo menos en lo que respecta a la colocación descarada de productos del enclave digital en el sector infantil y/ o adolescente, o en lo referido al mismo hecho de intentar reforzar la obsesión contemporánea para con los celulares y toda esa bola de nieve de simplificación comunicacional que trae aparejada (aquí “simplificación” es por lo general sinónimo de pauperización, ya que una de sus consecuencias principales es la supremacía de la imagen más fugaz por sobre la riqueza del texto, al cual nunca complementa sino más bien reemplaza). Desde el nacimiento del séptimo arte, y la conformación de las dimensiones industriales del medio, el grueso del mainstream ha insertado publicidades de productos en films mucho peores y más huecos que el presente… aunque también en mejores películas. Ya el mismo título señala que hablamos de una gesta animada centrada en el universo de los emojis, esas versiones recargadas de los viejos emoticones: Gene (T.J. Miller) es un emoji de “meh” -léase indiferencia o aburrimiento- que vive en Textopolis, la ciudad digital del teléfono de un adolescente, Alex (Jake T. Austin), quien padece los problemillas funcionales que se desencadenan cuando Gene, de entre todos los emojis, es seleccionado para salir al ruedo en una conversación y entra en pánico, lo que deriva en un intento de borrado por parte de Smiler (Maya Rudolph), la líder “carita sonriente” del centro de texto, y una huida junto a Hi-5 (James Corden), el emoji de una mano, y la hacker Jailbreak (Anna Faris), quien promete reprogramar a Gene para corregirlo una vez que los tres logren subirse a la nube vía Dropbox, aplicación a la que deben llegar en un periplo por el celular. La realización no se anda con vueltas y decide “inspirarse” en obras similares -pero muy superiores- como Tron (1982), Ralph, el Demoledor (Wreck-It Ralph, 2012), La Gran Aventura Lego (The LEGO Movie, 2014) e Intensa Mente (Inside Out, 2015), y de paso incluye spots para nada sutiles de Dropbox, Candy Crush, YouTube, Just Dance, Instagram, Spotify, etc. El resultado final es bastante pobre aunque no llega a ser horrible porque por lo menos mantiene sin mayores modificaciones la estructura de la fábula del excluido que emprende un viaje de autodescubrimiento que termina homologándose a una reafirmación de los rasgos individuales, un sustrato narrativo que a su vez se remonta a El Patito Feo, el famoso cuento de 1843 de Hans Christian Andersen. Aquí Gene, en lugar de ser un emoji unidimensional como sus colegas, tiene la capacidad de cambiar sus expresiones a gusto. Si dejamos de lado las interpretaciones vinculadas a si la propuesta induce a la utilización de muchos emojis al mismo tiempo para “enriquecer” nuestros chats o si directamente nos invita a que tiremos todo el abecedario por la borda, lo que queda es un relato apenas amable que no se aparta ni un ápice de las fórmulas ya testeadas hasta el hartazgo, una estrategia que por cierto le encanta al segmento menos iluminado de Hollywood y a los mamertos de marketing que dominan los estudios hoy por hoy. Las representaciones animadas de las herramientas, funciones y aplicaciones que ofrece Emoji: La Película tampoco son particularmente interesantes ni consiguen crear un mundo propio en la línea de Intensa Mente, circunstancia que nos lleva a pensar que -de hecho- la dimensión artística no fue prioritaria en el armado general y que las máximas de turno pasaron por vender productos/ marcas y abogar por el viejo propósito de que los niños encuentren ellos solos su lugarcito en el mundo, consumiendo por supuesto esos productos y marcas sponsoreadas…
Instigando el asesinato En el campo de esos personajes bizarros que terminan aflorando y haciéndose conocidos por las redes sociales y las plataformas virtuales en general, sin dudas Tony E. Valenzuela es uno de los más particulares del lote: el señor alcanzó cierta notoriedad por ser el creador y el que impulsó el desarrollo de BlackBoxTV, un canal de YouTube especializado en cortos de terror y ciencia ficción que ha tenido una calurosa aceptación por parte del público. El susodicho a su vez concibió una buena tanda de productos asociados que hoy se extienden hasta La Casa de las Masacres (The Axe Murders of Villisca, 2016), su ópera prima como director en el séptimo arte, un trabajo basado en su propia experiencia visitando el famoso inmueble del título en inglés, aunque desde ya magnificando todo el asunto para sustentar un relato ficcional dentro de los parámetros del horror adolescente. Para aquellos que no sepan de lo que estamos hablando, vale aclarar que la película hace referencia a una serie de homicidios que ocurrieron el 9 de junio de 1912 en la ciudad de Villisca, en el Estado de Iowa, que dejaron la friolera de ocho cadáveres: seis miembros de la familia Moore (un matrimonio y sus cuatro hijos) y dos invitados ocasionales (dos niñas amigas de los pequeños) fueron asesinados con un hacha poco después de la medianoche. A pesar de que hubo una larga lista de sospechosos, el crimen eventualmente quedó impune y nunca se supo a ciencia cierta quién fue el responsable de tamaña carnicería, lo que por supuesto no impide que el film en cuestión se juegue de lleno por la hipótesis de que el muchacho del hacha fue el Reverendo George Kelly, el ministro presbiteriano a cargo de los servicios religiosos -en la iglesia a la que solía acudir la familia- el día de la matanza. Lamentablemente, como señalábamos con anterioridad, Valenzuela se limita a reconstruir las muertes sólo en el prólogo y en el desenlace y se concentra en cambio en el derrotero de tres adolescentes, Caleb (Robert Adamson), Denny (Jarrett Sleeper) y Jessica (Alex Frnka), en su visita nocturna y clandestina a la casona sede de los acontecimientos. Como era de esperar, los chicos poseen un canal de YouTube en el que suben videos acerca de distintos episodios vinculados con lo sobrenatural, al punto de que se hacen llamar el “Instituto Paranormal Maryville” y se definen como “cazadores de fantasmas”. El guión de Owen Egerton, a partir de una historia de Kevin Abrams y Valenzuela, da forma a personajes con carnadura y se asienta en un verosímil bastante bien trabajado, no obstante la trama cae en todos los estereotipos imaginables en torno a los relatos sobre casas embrujadas y similares. Al igual que otras clase B recientes que podrían haber sido muchísimo mejores si hubiesen apostado a la desproporción o a un gore/ sustrato sexual más caudaloso, como por ejemplo Satanic: El Juego del Demonio (Satanic, 2016), Aplicación Siniestra (Bedeviled, 2016) y Buscando al Demonio (The Possession Experiment, 2016), a La Casa de las Masacres le juega muy en contra su propio conservadurismo, ese que la empuja a respetar de manera fundamentalista los resortes del terror sin el talento o la capacidad para llevarlos al extremo en un género que reclama una progresión meticulosa y en el que la mojigatería -cuando se dispone de recursos limitados- suele ser veneno. Si bien se agradecen los 78 minutos de un metraje que no se alarga innecesariamente y la ausencia de diálogos bobos símil coming of age, la obra nunca va más allá de la lógica de los posesos y la instigación del asesinato…
La culpa en el espejo Los relatos abiertamente políticos son escasos en el cine de nuestros días por la sencilla razón de que el grueso de la industria considera más “seguro” a nivel comercial apostar al lavaje olímpico de manos en lugar de militar por una causa -o serie de causas- de manera sostenida, algo que era habitual hasta no hace mucho tiempo. La mediocridad cultural, esa que nos acerca cada vez más al terreno del sustrato discursivo inofensivo, lleva a que el público esté consagrado a un entretenimiento vacuo que se encadena bajo la lógica de la televisión para ser consumido y desechado con una generosa celeridad de por medio. Por suerte aún existen algunas excepciones como por ejemplo El Candidato (2016) de Daniel Hendler, Okja (2017) de Bong Joon-ho y la presente La Hora del Cambio (L’Ora Legale, 2017), una película interesante que adopta los arquetipos de la parodia para analizar la administración estatal. En esta oportunidad los principales responsables son Salvatore Ficarra y Valentino Picone, los directores y guionistas del opus, un dúo cómico televisivo que a lo largo de su carrera se paseó por distintas variantes de la comedia (desde la costumbrista y la de situaciones, pasando por la romántica/ familiar, hasta llegar a la social y la de crisis profesional), lo que definitivamente los fue preparando para construir esta fábula sardónica y política -con todas las letras- que transcurre en el pueblo ficticio de Pietrammare, en Sicilia, el cual se debate entre seguir con el alcalde corrupto de siempre, Gaetano Patanè (Tony Sperandeo), u optar por otro candidato, Pierpaolo Natoli (Vincenzo Amato), quien promete corregir problemas como los baches en las calles, el tránsito colapsado, los excrementos de las mascotas, la basura apilada alrededor de los contenedores, la contaminación fabril, el clientelismo, etc. Cuando se descubren los últimos chanchullos de Patanè justo en el período de elecciones, Natoli sale vencedor y comienza una serie de reformas que en esencia se basan en aumentar las multas, repartirlas entre los ciudadanos y exigir permisos y habilitaciones para una infinidad de actividades comerciales del distrito, lo que por supuesto le gana el odio de los votantes y deriva en una escalada de intentos por detener los cambios. Ficarra y Picone, ambos además actores, se insertan en la historia en la piel de Salvatore y Valentino, dos amigos que tienen un pequeño negocio gastronómico y que terminan convirtiéndose en parias por haber apoyado a Natoli, quien para colmo es cuñado de Valentino. La obra es bien esquemática a nivel ideológico y presenta la oposición entre la típica mafia del poder central y la plataforma de un idealista que lleva a cabo aquello que prometió en la campaña. Desde ya que La Hora del Cambio es también muy manipuladora porque le echa toda la culpa al pueblo que vota a delincuentes como Patanè pero no termina de señalar del todo que Natoli más que una construcción extrema en función del relato, es en muchos sentidos una versión light de estos neoliberales parásitos -y tan podridos como los anteriores- cuya única forma de gobernar pasa por aumentar impuestos, suprimir derechos sociales que costaron sangre y delirar con medidas/ prestaciones gubernamentales ridículas, como si se viviese en Suiza (en Italia el representante histórico de la corrupción de la plutocracia fue Silvio Berlusconi, aquí en Argentina tuvimos a Carlos Menem y ahora tenemos a Mauricio Macri y su séquito de payasos: dicho sea de paso, la propuesta obvia las prebendas en las que suelen caer estos gobiernos enmarcados en un fascismo marketinero y obsesionado con las redes sociales). Más allá de su naturaleza simplista/ popular en pos de ganarse a unos espectadores que de seguro -al igual que los argentinos- gustan de mirarse en el espejo de la vergüenza, ese que les devuelve la imagen de un suicidio colectivo luego de los comicios, el film por lo menos es enérgico y aprovecha con destreza el tono narrativo farsesco gracias a la innegable experiencia de Ficarra y Picone en el rubro. Muchas situaciones y diálogos son asimismo muy hilarantes debido a que logran englobar las características más patéticas de buena parte de las grandes ciudades y las regiones suburbanas, poniendo el acento en la cultura del ventajismo recíproco, algo que también los habitantes de nuestro país podemos entender sin mayores inconvenientes (aunque en esta pampa la especulación es mucho más pronunciada que en cualquier recodo de Europa). La Hora del Cambio funciona con solvencia como un retrato de la estupidez de los votantes y los desastres a los que estamos condenados como sociedad a menos que se supere la eterna disposición a sacar provecho del poder y los privilegios…
La evolución está completa La verdad es que lo hecho por Rupert Wyatt primero y por Matt Reeves luego fue/ es un trabajo formidable desde todo punto de vista: ambos directores, el primero responsable de El Planeta de los Simios: (R)Evolución (Rise of the Planet of the Apes, 2011) y el segundo de El Planeta de los Simios: Confrontación (Dawn of the Planet of the Apes, 2014) y la presente El Planeta de los Simios: La Guerra (War for the Planet of the Apes, 2017), por un lado lograron corregir los errores de aquel mamarracho del 2001 de Tim Burton, un intento hiperfallido por rebootear la querida saga, y por el otro lado renunciaron a la pretensión de redondear una remake propiamente dicha de la legendaria película original de 1968, optando en cambio por retomar distintos elementos de la catarata de secuelas y series televisivas que la sucedieron, la mayoría de un excelente nivel tanto en lo que respecta a la expansión escalonada de la franquicia como en el acabado final de cada opus en particular. En este tercer y aparentemente último capítulo -por lo menos en lo que atañe a este arco narrativo- se honra a rajatabla la idiosincrasia antropológica de la saga, esa que siempre combina las aventuras y la ciencia ficción con el sustrato humanista y en especial el respeto por el prójimo, un concepto que por supuesto abarca a la naturaleza en su conjunto. La historia continúa el devenir de Confrontación, haciendo foco en el conflicto entre humanos y simios por la desconfianza asesina de los primeros y aquella avanzada violenta de Koba, un pobre bonobo que fue sometido a vivisecciones varias en un laboratorio y nunca pudo perdonar a los hombres. Hoy el principal antagonista es un tal Coronel (el genial Woody Harrelson), un militar fascista que pretende exterminar a los primates, en función de lo cual termina matando -en una incursión nocturna- a la esposa y el hijo mayor de Caesar (Andy Serkis), el líder de los simios, quien parte enfurecido y ensimismado en busca de venganza. Dos son los secretos centrales que atesora La Guerra para alcanzar el éxito: el film exuda inteligencia narrativa porque permite que todos los personajes crezcan (en vez de estar motivado por el cinismo y el egoísmo de buena parte de los productos contemporáneos, el desarrollo está apuntalado en el corazón y la valentía de las gestas colectivas libertarias), y hasta se da el lujo de jugar con su propia estructura para trastocar los estereotipos quemados en torno a los géneros clásicos (lo que en un principio parece un relato cercano al western de revancha, con Caesar y un grupo reducido de acompañantes adentrándose en el paisaje nevado tras el Coronel, de pronto muta en una serie de sorpresas que vinculan a la propuesta con los engranajes del cine bélico de encierro). La fuerza de la historia reside en el hecho de que desde el vamos el espectador percibe que el horizonte narrativo se amplía con una ambición -por momentos mesiánica- muy poco frecuente en el mainstream actual. A lo anterior se suma la invaluable presencia de Caesar, el protagonista excluyente de la trilogía, un defensor de la vida ante todo y una autoridad para los suyos no sólo porque fue el primer mono en rebelarse sino gracias a que su liderazgo se basa en la compasión, la perspicacia y el porfiar en pos del bien común. A partir del momento en que Caesar cae preso del Coronel y descubre para su horror que todo su pueblo fue también capturado y esclavizado en un campo de concentración, en el cual los simios son obligados a construir un misterioso muro, la trama se transforma en una epopeya de fuga/ sabotaje en la línea de El Gran Escape (The Great Escape, 1963) y El Puente sobre el Río Kwai (The Bridge on the River Kwai, 1957), aunque reemplazando aquellas caricaturas chauvinistas/ militaristas vetustas por un verdadero ímpetu de libertad y la dignidad de los que luchan por sobrevivir ante un enemigo cegado de odio y temor, esas características tan humanas como la mentira. Desde ya que los secundarios vuelven a ser fundamentales en el convite, tanto personajes que regresan (Maurice y Rocket) como otros nuevos (sobresalen Nova, una nena interpretada por Amiah Miller, y Bad Ape, compuesto por Steve Zahn, algo así como el comic relief -bien articulado y para nada forzado- del relato). Sin adelantar demasiado, podemos decir que la flamante mutación del virus que aniquiló a casi toda la humanidad, salvo algunos sujetos inmunes, funciona como un recurso muy astuto que va encauzando a la saga hacia el terreno de las referencias explícitas al opus de 1968, sin embargo por suerte con estos tres films de precedente es posible guardar esperanzas para con una hipotética relectura futura de semejante obra maestra, dirigida por Franklin J. Schaffner y escrita por Michael Wilson y el gran Rod Serling. A diferencia del resto de las franquicias cinematográficas de nuestros días, esas que viven bombardeándonos con chistecitos bobos, lucecitas de colores y una prepotencia de cotillón, aquí Reeves utiliza a los CGI para transmitir intensidad y así da forma a una apuesta artística maravillosa y extremadamente necesaria en favor del drama épico de sacrificio por ideales como la honestidad, la paz y la independencia que van mucho más allá de los caprichos individuales ya que engloban a todos los primates, quienes -por fin- se imponen como el siguiente paso en la evolución con respecto a los aberrantes seres humanos, siempre prestos para la destrucción y la idiotez…
Los Otros Dioses En una época dominada por blockbusters mainstream monotemáticos e hiperpulidos que no dejan nada a la imaginación y pretenden cerrar absolutamente todas las subtramas -si es que acaso existen- vía esa insoportable tendencia a sobreexplicar las motivaciones de los personajes y los giros de la historia en cuestión, el terror desde hace un par de añitos largos viene imponiéndose como una alternativa cada día más diversa e interesante, una jugada que se apoya en una nueva generación de realizadores con convicciones revigorizadas, conocimiento de los resortes del género y cierta impronta retro que nos reenvía a períodos mucho menos homogéneos que el presente. La excelente Conjuros del Más Allá (The Void, 2016) es otro eslabón más dentro de esta gran racha del horror, un trabajo en el que se funden la efervescencia de la clase B ochentosa, la angustia propia de los relatos de encierro, el acecho imparable de las películas de monstruos y aquellos espantos inmemoriales/ cósmicos de H. P. Lovecraft. De hecho, si hay un eje fundamental en este segundo opus en conjunto de Jeremy Gillespie y Steven Kostanski, quienes habían colaborado anteriormente en la hilarante Father’s Day (2011), un film colectivo producido por Troma, es sin duda el caos, una suerte de gloriosa confusión que va atrapando al espectador a medida que el derrotero se va complejizando al sumar capas de misterio y ansiedad a una propuesta de por sí impredecible. Hoy el prólogo nos sitúa en una casa campestre, sede de una masacre, en la que un padre (Daniel Fathers) y su hijo (Mik Byskov) le disparan a una mujer por la espalda y la prenden fuego mientras ven cómo se escapa corriendo un joven drogadicto llamado James (Evan Stern). El oficial de policía Daniel Carter (Aaron Poole) encuentra al susodicho y lo lleva al hospital local, en lo que será el comienzo de una pesadilla que involucra homicidios, automutilaciones, criaturas con tentáculos, un culto de fanáticos, alucinaciones y ceremonias muy enrojecidas. La lectura que los directores hacen del género es francamente fascinante: hablamos de un pastiche autoconsciente, serio y amorosamente ensamblado que funciona desde su propia lógica sin necesidad de homenajes explícitos ni esa colección de citas bobaliconas del indie noventoso. La obra puede ser descripta como una conjunción de lo más abstracta entre el John Carpenter de La Cosa (The Thing, 1982) y En la Boca del Miedo (In the Mouth of Madness, 1994), el gore lovecraftiano de Clive Barker, Stuart Gordon y Dan O’Bannon, la tradición de la ciencia ficción orientada a personajes engañados/ seducidos símil Galaxy of Terror (1981) y Event Horizon (1997), y finalmente el Lucio Fulci de The Beyond (E tu Vivrai nel Terrore! L’Aldilà, 1981), quizás la referencia conceptual más importante. Un mérito crucial de Conjuros del Más Allá pasa por el hecho de que ataca desde distintos frentes y no se limita a una sola línea de acción, sintetizando una amalgama de recursos cinematográficos. Si consideramos la experiencia de Gillespie como asistente del departamento artístico y la de Kostanski en maquillaje, uno comprende el cariño que ambos le pregonan a los practical effects (léase títeres, animatronics, prótesis, etc.), no obstante nadie esperaba semejante talento en el diseño y la envergadura narrativa que se les concede en la película, en especial teniendo en cuenta que vivimos en una etapa hegemonizada por los CGI industriales más aburridos e impersonales, siempre cercanos estéticamente al polietileno. Aquí las criaturas que acechan a los humanos tienen una fisicidad extraordinaria que va de la mano de la dimensión material del bello surtido de flagelaciones, metamorfosis y muertes varias, logrando que el dolor y el derramamiento de sangre se sientan en el cuerpo gracias a una identificación -para nada inofensiva, al contrario de la enarbolada por los tristes artilugios digitales- entre los que ven la carnicería en las butacas y los que la padecen en la pantalla. Hasta cierto punto podemos afirmar que el convite se ubica en un estrato similar al de la reciente La Morgue (The Autopsy of Jane Doe, 2016) de André Øvredal, otra epopeya de horror que también hacía de los arcanos del tiempo y el gore sin caretaje ATP sus pivotes, aunque por supuesto en esta ocasión el devenir se muestra mucho más deudor de El Caso de Charles Dexter Ward (The Case of Charles Dexter Ward, 1941) y En las Montañas de la Locura (At the Mountains of Madness, 1936), las dos novelas centrales de Lovecraft, y el ciclo de cuentos de los Mitos de Cthulhu en general. El guión de los realizadores juega eficazmente con la sombra gigantesca e inabarcable que ofrece el conocimiento, la alienación y las tragedias que nos preceden como sociedad, representadas en esas deidades que superan a nuestras estampitas de cotillón y prometen un plano de existencia mucho más supremo que el presente, a costo de abandonar la certeza y entregarse al saber primordial…