El placebo liberador No hace falta dar demasiadas vueltas para descubrir que películas de cinematografías alternativas como Una Semana y un Día (Shavua ve Yom, 2016) funcionan como el ideal estándar que pretende alcanzar Hollywood desde la década del 80 en adelante -fallando miserablemente una y otra vez, por cierto- en el terreno de las comedias de “pareja despareja”. Esta propuesta israelí es el ejemplo perfecto de todo lo que se debe hacer para que el tren cómico no descarrile y llegue a destino con dignidad y convicción: utilizando la fórmula de un hombre maduro y severo que termina compartiendo momentos algo bizarros con un personaje de menos años y rasgos vinculados a los bufones más naturales que autoconscientes, el film ofrece un retrato de transformación/ apertura espiritual que le escapa a los facilismos de los relatos mainstream dignos de los manuales de autoayuda. La trama gira en torno a Eyal Spivak (Shai Avivi), un cincuentón que está lidiando con el dolor causado por la muerte de su único hijo, y se centra en el último día de la shiva, léase el duelo del judaísmo, y la jornada posterior a esa semana de luto. A diferencia de su esposa Vicky (Evgenia Dodina), quien se la pasa deambulando en una especie de estado de shock a la defensiva, el protagonista se entrega a algunos comportamientos erráticos: primero va al hospicio donde estuvo internado su hijo para recuperar una manta, como no la encuentra se lleva consigo un paquete de marihuana medicinal que le habían recetado al muchacho y finalmente, al no poder armar los cigarrillos, llama al vástago de un matrimonio vecino, Zooler (Tomer Kapon), a su vez un joven descontracturado que para fumarse unos porros con Eyal simula/ finge un accidente de moto ante su patrón del local de sushi donde trabaja. Por la maestría que demuestra el director y guionista Asaph Polonsky cuesta creer que esta sea su ópera prima en el campo de los largometrajes, ya que en esencia hablamos de un trabajo muy interesante y ameno que jamás cae en el típico atajo narrativo norteamericano relacionado con el hecho de que Zooler cumpla la función de “reemplazo” del hijo fallecido, volcándose en cambio hacia una amistad -en sus primeros pasos- entre Eyal y un chico cuyas únicas preocupaciones son escuchar música, competir en un campeonato de air guitar, pretender jugar con la mesa de ping pong que posee el protagonista y divertirse en general con lo que tenga a mano, a pura espontaneidad y alegre estupidez. El realizador apuesta a la dialéctica del placebo liberador, evitando al mismo tiempo la seriedad de tono fúnebre y la parodia y siempre administrando con perspicacia un sustrato de comedia negra. Como si se tratase de un opus de los hermanos Joel y Ethan Coen, aunque más minimalista y con una dosis mucho menor de sadismo hacia los personajes, Una Semana y un Día incluye escenas francamente muy logradas como la de la cachetada a la madre de Zooler, la de la pelea con el vecino, todo el segmento de la air guitar, la de la “cirugía” en el hospicio encabezada por el dúo y una nena que merodea el lugar, la de Vicky en el odontólogo y el desenlace propiamente dicho. Otro punto a favor del film es la banda sonora, llena de canciones extraordinarias de rock indie sensible y/ o bien poderoso que apuntalan con eficacia determinados estados de ánimo y actitudes para con la vida. A pesar de su simpleza y que responde a un engranaje narrativo tan antiguo como el cine mismo, la obra de Polonsky es una epopeya disfrutable con un corazón enorme que no ofrece respuestas claras para la catarsis pero deja entrever que la imaginación y el despliegue creativo colaboran mucho en un período extremadamente difícil en el que, en vez de permanecer todo el tiempo en “modalidad miserable”, se puede luchar con la angustia desde el caos…
El capitalismo de la información Como ocurre con gran parte del cine de nuestros días, el problema que arrastra El Círculo (The Circle, 2017) se resume en su tibieza discursiva/ política, como si en su pretensión de dejar contento al mayor número posible de espectadores y al mismo tiempo tratar temas de candente actualidad, la primera meta terminase por imponer su poder y en última instancia generase un desbalance muy pronunciado en el interior de la obra en cuestión a nivel retórico. Bajemos la sentencia previa a la película: si bien esta propuesta se nos presenta como un análisis de las implicancias de los oligopolios del ámbito digital y la convergencia tecnológica contemporánea, en el fondo el film termina convalidando el paradigma bajo la excusa de “así son los tiempos que nos tocan vivir” y en simultáneo compensa lo anterior señalando la hipocresía de los profetas del marketing web, la publicidad y demás pavadas. La realización está basada en una novela de Dave Eggers, la cual a su vez funcionaba como una relectura light de clásicos de la distopía absolutista como 1984 de George Orwell, Un Mundo Feliz (Brave New World) de Aldous Huxley y Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, ahora con la variación de una jovencita que comienza a trabajar en la compañía del título, una empresa responsable de un software/ plataforma inmensamente popular en el mundo entero que garantiza la condensación en una sola cuenta de todas las identidades en Internet de cada usuario alrededor del planeta, circunstancia que en términos prácticos la convierte en el baluarte del capitalismo de la información y su tendencia a la explotación de los datos privados sin ningún tipo de miramientos legales o “doctrina ética” que se precie de tal (el control sobre los individuos vía la vigilancia de sus actividades es su objetivo excluyente). El guión del propio Eggers y el también director James Ponsoldt plantea bien este clásico cuento del esclavo que defiende la causa del amo y luego termina apostatando, no obstante extiende demasiado las escenas sin necesidad, los diálogos redundantes poco ayudan y para colmo aquí nos reencontrarnos con la peor versión de Emma Watson, la encargada de interpretar a Mae, la protagonista. De hecho, la británica venía de superar esta clase de personajes adolescentes/ jóvenes adultos en Colonia Dignidad (2015) y Regression (2015), y en El Círculo se la ve incómoda en un rol que por un lado la regresa a la ingenuidad de sus primeros trabajos y por el otro reclamaba otro tipo de actriz, con mayores recursos y una presencia escénica más potente que le permita sobrevivir a los momentos que comparte con Tom Hanks (el cual compone a Bailey, CEO de la firma y villano principal del relato). Otro que también se siente en parte fuera de lugar es el realizador, quien posee experiencia en el indie pero no logra acoplarse del todo a la agilidad mainstream ni aporta una perspectiva más jugada en lo que respecta a la condena de un “estado de cosas” irrisorio considerando que el vendaval digital se limita a los sectores de ingresos medios y altos de los países centrales y la periferia, con una masa gigantesca de pobres sumidos en la miseria que se pasaron de largo la promesa noventosa de aquella supuesta democracia horizontal que iba a traer Internet y que nunca llegó por la dinámica voraz del propio capitalismo y sus socios políticos, esa que desde hace mucho tiempo sustituyó al trabajo por las finanzas y que vive consagrada a la especulación, el parasitismo, la mezquindad y las crisis cíclicas vinculadas a la expulsión ininterrumpida de seres humanos y su reemplazo por máquinas. Aun así, la película termina siendo necesaria porque por lo menos -como señalábamos con anterioridad- pone de manifiesto que los adalides de la libertad irrestricta y el acto de ventilar la vida privada en la web y las redes sociales son los primeros en ocultar sus chanchullos y en financiar grupos de lobby que representen sus intereses en las altas esferas del poder gubernamental en general y el legislativo en particular. La historia podría haberse ahorrado unos cuantos clichés dramáticos y hasta se podría decir que está un poco tirada de los pelos la reconversión de Mae de diletante del conglomerado informático a una suerte de “denunciadora” de su costado más nocivo, sin embargo el film se abre camino como un pantallazo -esquemático e incompleto aunque también decidido y explícito- por los peligros de una preeminencia total de las corporaciones que cada día se acerca más a la realidad…
Sobre el desmembramiento familiar Todos aquellos que vimos en su momento Krisha (2015) -es decir, los pocos que la vimos- nos quedó la sensación de que el director y guionista debutante Trey Edward Shults prometía obras interesantes a futuro, ya que sinceramente aquel melodrama cassavetiano de adicciones y maltrato era una rareza absoluta porque estaba filmado cual película de terror, con detalles de música concreta y una intensidad arrolladora incluida. Su segundo trabajo es el corolario lógico de la susodicha, léase un exponente en el ámbito de los sustos ya sin ningún tipo de ropaje contextual: el resultado es una propuesta formidable que hace de la fotografía, la escenificación, las actuaciones y la dosificación progresiva del suspenso sus armas principales, un esquema de índole clasicista/ hitchcockiana que ratifica el talento del realizador y pone de manifiesto que aún se pueden construir opus poderosos y minimalistas. Como si lo anterior fuese poco, el film en cuestión se mete con un formato hiper utilizado desde hace por lo menos una década, el de los apocalipsis urbanos que obligan a un éxodo masivo hacia los suburbios y el campo, una plataforma que durante los últimos años ha generado una amplia gama de variaciones que van desde la vertiente descarnada/ nihilista símil The Survivalist (2015), pasando por la escalonada de impronta fraternal a la Into the Forest (2015), hasta la volcada directamente a las fábulas cristianas en la línea de Z for Zachariah (2015). De hecho, Viene de Noche (It Comes at Night, 2017) llega al nivel de excelencia de The Survivalist ya que redondea un retrato -sin maquillaje, estereotipos o estupideces mainstream- de un conjunto de personajes bajo constante amenaza, aunque ahora en un entorno familiar que a su vez nos remite a Hidden (2015) y Extinction (2015). La historia nos presenta en primera instancia los efectos de una epidemia que se transmite por aire y contacto físico entre individuos, la cual diezmó a la población de las ciudades, y en segundo lugar tenemos el verdadero eje del relato, la convivencia entre dos familias de sobrevivientes en una casa lindante a un bosque. Por un lado está el clan dueño de la propiedad, encabezado por Paul (Joel Edgerton), esposo de Sarah (Carmen Ejogo) y padre del adolescente Travis (Kelvin Harrison), y por el otro lado se ubica la parentela de Will (Christopher Abbott), quien está casado con Kim (Riley Keough) y tiene un pequeño hijo, Andrew (Griffin Robert Faulkner). Con la excusa de que Will irrumpe en la morada de Paul y el asunto deriva en que eventualmente ambas familias cohabiten juntas, la película analiza con mucha sutileza la desconfianza, los temores y las necesidades involucradas en el hogar. En un contexto cinematográfico como el contemporáneo en el que predominan los clichés y los facilismos retóricos en todos los géneros, francamente resulta maravilloso el hecho de que se haga difícil describir la estrategia implementada por el director a partir de ese núcleo básico: Shults juega con una extraordinaria serie de travellings, tomas simétricas y cámaras en mano en la tradición de Stanley Kubrick para crear nerviosismo en el espectador mientras nos pasea por las dubitaciones e inquietudes de Travis -casi nunca verbalizadas del todo- en torno a su atracción para con Kim, su miedo a contagiarse y el recuerdo de su abuelo Bud (David Pendleton), víctima de la misteriosa peste a los pocos segundos de comenzado el metraje. Aquí no encontraremos nada relacionado con zombies, balaceras eternas, viajes hacia el páramo o sacrificios cronometrados de conocidos y seres queridos. Definitivamente la inteligencia de Shults se condensa en la decisión de apostar por un naturalismo de pulso humanista apuntalado por completo en la puesta en escena, la sombra omnipresente de la muerte, las incursiones mínimas hacia el bosque y la dinámica de un posible desmembramiento familiar por agentes internos y externos (paranoia, aburrimiento, paternalismo, desesperación, descuido, egoísmo, encierro compulsivo, etc.). Si bien el desempeño del elenco en general es magnífico, sin duda sobresale Edgerton, una de esas “bestias sagradas” de la actuación de nuestros días que se sitúa al nivel de Tom Hardy, Michael Fassbender o Javier Bardem, hoy mostrándose como un padre afectuoso y transmitiendo toda la firmeza que su Paul reclama al momento de proteger a los suyos. Viene de Noche es un ejemplo perfecto del poderío y la astucia que residen en esquemas a priori agotados, pero que bajo el control del artista adecuado permiten superar por mucho al promedio hollywoodense y sorprendernos gracias a su insólita potencialidad dramática…
La pasión es el catalizador La tradición del cine en lo que atañe a las carreras automovilísticas suburbiales es más que frondosa y en su período posmoderno tiene a Bullitt (1968) de Peter Yates, Vanishing Point (1971) de Richard C. Sarafian, Carretera Asfaltada en dos Direcciones (Two-Lane Blacktop, 1971) de Monte Hellman, Contacto en Francia (The French Connection, 1971) de William Friedkin y The Driver (1978) de Walter Hill como pivotes fundamentales de las distintas vertientes de esta especie de subgénero del campo de los policiales, los thrillers y/ o de las películas de acción explícitas, con todas las letras. Lamentablemente con el tiempo el inconformismo de aquellas obras ha ido licuándose a medida que los grandes estudios hollywoodenses -a partir de las décadas del 80 y 90- decidieron volcar la producción hacia blockbusters muy aniñados, siempre propensos a privilegiar la pompa por sobre el discurso. Así las cosas, lo que en el pasado funcionaba como un equilibrio entre un realismo sucio de índole contracultural y una bella colección de secuencias de acción sobre ruedas, de a poco fue transformándose en banalidad consumista y un montón de persecuciones delirantes en línea con las que podríamos hallar en cualquier aventura del inefable James Bond/ 007. Como suele ocurrir en estos casos, lo insoportable del asunto no es tanto la estupidez de fondo sino la tendencia a multiplicarla ad infinitum dentro de la industria, generando clones que no se diferencian en casi nada entre sí: hoy estamos ante otro de esos productos que pretenden hacerse de unos dólares en un nicho del mercado controlado por franquicias ya ampliamente finiquitadas en términos creativos como las iniciadas por Rápido y Furioso (The Fast and the Furious, 2001) y la simpática El Transportador (The Transporter, 2002). En esta oportunidad la excusa para las secuencias desenfrenadas es un poco más naif si se quiere, hablamos del amor: Casey Stein (Nicholas Hoult) es un norteamericano que se dedica a vender drogas en los boliches de Colonia, en Alemania, hasta que conoce a su media naranja, Juliette Marne (Felicity Jones), una chica que necesita un costoso trasplante de riñón con urgencia, razón por la cual el joven acepta el encargo de su jefe Geran (Ben Kingsley) en pos de robarle un camión lleno de cocaína a Hagen Kahl (Anthony Hopkins), a su vez proveedor del anterior. Persecución al Límite (Collide, 2016) juega con la pasión como doble catalizador del relato, ya que por un lado Casey hace todo lo que hace para salvar la vida de su amada Juliette y por el otro Geran traiciona a Hagen Kahl debido al desaire de este último, quien le negó de plano la posibilidad de ser socios en partes iguales. Si bien el film ofrece un puñado de escenas sobre asfalto más que interesantes, sostenidas especialmente en el recambio constante de autos destruidos por nuevas unidades, a decir verdad Kingsley y Hopkins están muy desperdiciados por un guión con problemas serios en las líneas de diálogo de estas dos leyendas de la actuación, quienes -se nota demasiado- no saben bien qué hacer con la pobreza/ ineficacia del material de base (los dos se la pasan profiriendo pavadas a lo largo del metraje, el primero porque su personaje es un drogón consumado y el segundo porque el suyo es un “capo mafia” supuestamente atemorizante). Hoult y Jones corren con mejor suerte y su relación se ubica más cercana al terreno del naturalismo, lo que no termina de salvar a este opus vertiginoso escrito y dirigido por Eran Creevy, un británico que por momentos cae en varias incongruencias a nivel narrativo…
La pesadilla del asistencialismo Ken Loach es uno de esos realizadores que vienen filmando -detalle más, detalle menos- la misma película desde sus trabajos televisivos de la década del 60 hasta nuestros días, lo que en términos prácticos constituye un ejemplo de coherencia e impetuosidad política como ya casi no existe en nuestra apática contemporaneidad, siempre controlada por una industria cultural y una prensa burguesa idiota que construyen un modelo de representación de la realidad vinculado a mantener el estatus de esa clase media alta que se desinteresa de todo lo que no sea ella misma y que para colmo se la pasa avalando a los gobiernos encabezados por una oligarquía reaccionaria e inhumana. La militancia de izquierda del director siempre estuvo orientada a retratar el devenir y los padecimientos del proletariado inglés (pobreza, marginalidad, falta de perspectivas a futuro, etc.) y todo ese conjunto de barbaridades que llevan a cabo las administraciones conservadoras en el poder (represión, flexibilización laboral, deshonestidad, prebendas hacia los sectores del capital concentrado y salvaje, etc.). Continuando con su estrategia de revertir la invisibilidad a la que están condenados los humildes en el ámbito artístico actual, Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake, 2016) es otro glorioso capítulo en la cruzada de Loach en pos de denunciar la complicidad del Estado en el sostenimiento y expansión de la desigualdad detrás de un sistema económico que sentencia a la miseria a buena parte de la población. Desde que en los 70 los activos financieros reemplazaron al trabajo como eje de la cadena de valor, los antiguos obreros se transformaron en lúmpenes y la burguesía de servicios en una portavoz lobotomizada de los intereses hegemónicos, un cuadro de situación que a su vez se completa con un régimen asistencialista que suele enarbolar una idiosincrasia de naturaleza y ribetes kafkianos. Precisamente, es ese manojo laberíntico, pesadillesco y demencial el núcleo de la historia que nos ocupa, una que vuelve a servirse de un desarrollo semi neorrealista apuntalado en el slang de los suburbios, un ritmo sosegado, fundidos a negro entre las escenas y mucho inconformismo de barricada. El protagonista al que hace referencia el título es un carpintero de Newcastle de 59 años que debido a un infarto no puede volver a trabajar por el momento, circunstancia que lo lleva a solicitar una ayuda estatal que poco a poco se convierte en un martirio inexplicable de trámites, categorizaciones, delirios varios, recategorizaciones y pérdida progresiva del respeto propio como ser humano. Daniel Blake queda atrapado en una red burocrática tan insensible como impersonal que trata a los excluidos y sus familias como simples números y no da soluciones concretas en ningún momento, más bien todo lo contrario: el esquema hace de la perversión su precepto rector porque eventualmente obliga al hombre, cuando los tests reduccionistas de turno lo descalifican como beneficiario del seguro por enfermedad, a buscar trabajo para recibir un magro subsidio mensual a pesar de no estar en condiciones de volver al ruedo. El círculo de la desesperación sólo encuentra un atenuante cuando Daniel traba amistad con Katie, una madre soltera con dos hijos en un estado similar de abandono. Mientras que por un lado el director reutiliza los recursos del documental para apegarse a los hechos con vistas a construir un caso testigo de tantos otros a lo largo y ancho de Gran Bretaña y el globo en general, por el otro -y sobre todo en esta oportunidad- pone de manifiesto el sadismo sin precedentes que ejercen los esbirros de las dependencias gubernamentales vía acción u omisión, siempre más atentos a los tecnicismos expoliadores, el autoritarismo y los planteos ridículos que a resolver el problema de fondo u ofrecer una respuesta en verdad satisfactoria. La misma esencia del asistencialismo aparece desnuda en la película gracias al señalamiento de esta característica central de toda la estructura, la de reproducir las injusticas y los desajustes sociales en el tiempo a través de paliativos cuyos requisitos para su obtención parecen ideados por uno de los funcionarios del fascismo en su versión/ parodia orwelliana (en nuestro Tercer Mundo las formalidades son más laxas, no obstante el cúmulo de menesterosos sobrepasa en proporción a sus homólogos de Europa). En un capitalismo orientado a la timba financiera, la corrupción, la vulgaridad mediática, una economía uniforme y no diversificada, un cuadro fiscal regresivo y la destrucción del empleo, la vieja fórmula -venida a menos- de la masa adormecida del extinto Estado de Bienestar hoy por hoy continúa vigente aunque aggiornada mediante la hipocresía retórica de los tecnócratas y sus secuaces asociados a un empresariado de índole explotadora. La propuesta se basa en el excelente desempeño de Dave Johns como Daniel y Hayley Squires como Katie para hacer del naturalismo su principal arma política y el signo irrevocable de su integridad, esa que la crítica cinematográfica burguesa no llega a comprender en su banalidad consumista solventada por un mainstream que tiende a celebrar la cultura de la irresponsabilidad social y el desinterés por el prójimo, como si todos fuésemos islas en el océano de la utopía mercantil del neoliberalismo. Yo, Daniel Blake es un film extraordinario que llama a la solidaridad y la resistencia contra la derecha putrefacta que nos gobierna…
Progreso o mediocridad Si hay una temática que le fascina a Hollywood desde sus inicios es la centrada en genios incomprendidos por un contexto social que siempre les termina haciendo pagar un generoso “derecho de piso” para ajustarse a las condiciones de vida que comparte la mayoría de la población. A partir de la década del 80, a la par de la simplificación psicológica de gran parte de los productos del mainstream, todo el asunto se homologó a las personas con algún tipo de discapacidad física o cognitiva y el sustrato en general se fue volcando cada vez más hacia la fábula de autosuperación (en muchísimos casos) o directamente al intento de rescate de la mano de un benefactor externo (en esta vertiente se suele subrayar la violencia que provoca el rechazo y la necesidad de poner “paños fríos” sobre la cuestión). Salvo rarezas como la maravillosa El Código Enigma (The Imitation Game, 2014), casi todos los exponentes del rubro cayeron en el terreno de la decepción y el maniqueísmo emocional. En este sentido podemos afirmar que Un Don Excepcional (Gifted, 2017) funciona como una pequeña y exitosa anomalía en un enclave en donde muchos opus han fracasado de la manera más estrepitosa, pensemos para el caso en todas esas realizaciones que año a año compiten durante la temporada de premios y buscan rejuvenecer el formato “historia de vida”, por supuesto colocando el acento en la variedad de problemas/ desajustes entre el protagonista y la sociedad que lo circunda y lo limita. Aquí tenemos el mismo conflicto pero la perspectiva resulta novedosa porque en vez de seguir la dialéctica del mártir hacia la cruz y el conjunto de estereotipos relacionados, el film se juega por un enfoque tangencial centrado en una lucha por la custodia del prodigio de turno, Mary Adler (Mckenna Grace), una “nena genio” para las matemáticas y con una tradición familiar que la avala en ese campo, con mamá y abuela también especialistas en números, ecuaciones y demás yerbas. Precisamente, la madre de la niña, Diane, se suicidó cuando ella era una beba y así Mary quedó a cargo de su tío Frank (Chris Evans), con quien convive desde entonces junto a un gato tuerto llamado Fred. El hombre a los siete años decide enviarla al colegio pero las diferencias con sus compañeros de curso pronto saltan a la vista, lo que eventualmente alerta primero a su profesora Bonnie (Jenny Slate), luego a las autoridades de la institución y finalmente a la abuela de la pequeña y madre de Frank, la testaruda Evelyn (Lindsay Duncan), la cual considera que condenar a la nena a asistir a una escuela normal minimiza sus posibilidades de progreso y por ello anhela llevársela a vivir con ella con el objetivo de que concurra a un colegio para niños dotados y/ o que superan la mediocridad promedio. Si bien la disputa entre Frank y Evelyn en torno al futuro de Mary llega al ámbito judicial, no es un duelo encarnizado modelo melodrama barato, sino un desacuerdo de tono humanista. La inteligencia del director Marc Webb y el guionista Tom Flynn pasa -de hecho- por apostar al naturalismo sutil, no enloquecerse con la dinámica del estrado y dejar que el retrato de la pluralidad de personajes tome mayor protagonismo que la típica argucia de señalar los buenos y los malos del relato. Dentro de una estrategia inusual para los cánones reduccionistas del Hollywood contemporáneo, en Un Don Excepcional los miembros de la familia Adler disfrutan de una dimensión psicológica bastante bien trabajada que evita demonizaciones y permite leer en relativa paz la óptica de cada uno: mientras que Frank quiere ofrecerle a Mary una vida tranquila porque considera que las exigencias desmedidas de Evelyn para con Diane jugaron un papel fundamental en su suicidio, la abuela de la nena no desea que el talento de su linaje se vuelva a malgastar y en el fondo pretende que Mary adquiera el reconocimiento académico que merece, ese que Diane no pudo obtener en vida. A pesar de sus elementos a favor, la película dista de ser perfecta debido a que el final es medio “tirado de los pelos” y la obra no consigue ir más allá del caso particular para hablar de un sistema educativo y de legitimación intelectual bastante injusto (se podría haber profundizado el suicidio de la madre de Mary para ahondar en los sacrificios económicos/ profesionales que reclaman las universidades en Estados Unidos, por ejemplo). Aun así, la propuesta es más que digna y nos regala buenas actuaciones por parte de Duncan, Evans, Slate, Octavia Spencer en el rol de una vecina de Frank y la joven revelación Mckenna Grace. Un Don Excepcional toma algún que otro ítem de los 70 (el complejizar el devenir emocional de los personajes sin estigmatizarlos), de los 80 (Frank termina entablando una relación amorosa -y de pulso lúdico- con Bonnie) y hasta del indie de los 90 (los inserts musicales esporádicos así lo confirman), redondeando un trabajo ameno y muy sensato…
La bruja mala del este Situándose en las antípodas con respecto a la formalmente similar aunque fallida Nunca Digas su Nombre (The Bye Bye Man, 2017), el último trabajo del británico Caradog W. James, el mismo de la interesante The Machine (2013), es un intento exitoso en pos de retomar los engranajes narrativos del terror basado en leyendas urbanas, esa dimensión de la mitología moderna que reclama que algún pobre infeliz haga -o deje de hacer- algo para desatar un vendaval de sucesos extraños, acoso y muerte. No Toques Dos Veces (Don't Knock Twice, 2016) funciona como un nuevo mojón dispuesto a colaborar en la buena salud de un horror contemporáneo que continúa diversificándose de una manera prodigiosa gracias al hecho de que un importante número de realizadores ha decidido empezar a dejar de lado los estereotipos quemados del mainstream y beber de fuentes más añejas y valiosas. La trama gira alrededor de la relación malograda entre Jess (interpretada por la siempre eficaz Katee Sackhoff, una veterana de la televisión y los sustos en general) y su hija Chloe (la también hermosa Lucy Boynton): mientras que la primera es una escultora y adicta en recuperación que está casada con Ben (Richard Mylan), un ejecutivo bancario, y que tuvo que renunciar a su hija hace nueve años por miedo a lastimarla por su enfermedad, Chloe es una joven que se ve obligada a recurrir a su madre cuando ella y su amigo Danny (Jordan Bolger) deciden tentar a la suerte tocando dos veces en una casa supuestamente habitada por una bruja, lo que deriva en la desaparición del muchacho y el hostigamiento a cargo de la susodicha para con Chloe. La leyenda de turno dice que el primer golpe en la puerta despierta a la hechicera devoradora de niños y el segundo la levanta de entre los muertos. Con el fin de no adelantar demasiado sólo diremos que la película coquetea con algunos elementos del J-Horror pero nunca cae en la parafernalia de los fantasmas vengadores y los jump scares cronometrados porque prefiere jugar en simultáneo con un misterio en torno al suicidio de la habitante original de la tétrica morada, Mary Aminov (Ania Marson), una investigación que llevó adelante años atrás el Detective Boardman (Nick Moran) sobre el secuestro de un niño y la posibilidad de que todo tenga que ver con Baba Yaga, una entidad paranormal del este europeo que necesita de esclavos humanos para poder alimentarse de pequeños y demás actividades non sanctas. Dicho de otro modo, No Toques Dos Veces posee la astucia suficiente para vincular el sustrato de base de las leyendas urbanas con una intriga bien desarrollada conectada asimismo con las fábulas macabras de tiempos remotos. ¿Pero exactamente cuál es el secreto del film para redondear una experiencia mínimamente enriquecedora dentro de los parámetros del terror? De hecho, el enigma es muy sencillo de resolver a nivel discursivo y lo que suele faltar es valentía y convicción por parte de los cineastas: el opus de James no pierde tiempo con escenas introductorias larguísimas que trabajan sobre clichés y opta en cambio por adentrarse de inmediato en la invocación del engendro del infierno y sus ataques vía secuencias bien administradas, con momentos de verdadera angustia. Desde ya que hablamos de una especie de “versión popular” -y por demás inferior- de La Bruja (The Witch: A New England Folktale, 2015), no obstante lo realizado por el director y los guionistas Mark Huckerby y Nick Ostler alcanza para que estemos ante una obra cumplidora que aprovecha los resortes e intersecciones del género…
Frituras bajo el sol La movida hollywoodense centrada en intentar resucitar a Baywatch, una de las series más trash y autoconscientes de la televisión de la década del 90, sin lugar a dudas es -valga la redundancia- otro de esos manotazos de ahogado a los que el mainstream más pomposo de la industria cultural de nuestros días parece estar condenado por iniciativa propia, en la línea de los bodrios de superhéroes y las sagas adolescentes eternas. Aquella amalgama de ingenuidad narrativa, secuencias de acción y cuerpos bronceados no se condice del todo con esta reinterpretación en pantalla grande, la cual si bien va tachando cada uno de los ingredientes de la fórmula a lo largo de su desarrollo, al mismo tiempo no termina de entender que el “encanto” y el éxito de la serie original residían en la ridiculez de la trama promedio del show y la estética videoclipera de la época, no en el cancherismo bobo actual. Incluso así vale decir que Baywatch (2017) reemplaza el hechizo grasiento de la tira con otro paradigma retro que se amolda un poco mejor al cinismo contemporáneo, el de las comedias atolondradas de los 80. De este modo descubrimos que estamos frente a una especie de “investigación” del grupo protagónico para detener a los malvados de turno, un catalizador que funciona como excusa para toparnos con distintos arquetipos del formato que responden al fortachón bueno, el inexperto que debe pagar derecho de piso, el típico debilucho dedicado al onanismo, una figura de autoridad bien payasesca, algún interés romántico femenino y finalmente toda una flamante colección de tetas y culos destinados a contonearse bajo el sol. Sinceramente la experiencia podría haber sido mucho peor pero tampoco llega a convencer por la tibieza y empecinamiento detrás de tanto refrito cruzado. Ahora es Dwayne Johnson el que se pone en la piel de Mitch Buchannon, aquel líder de los socorristas de una playa top que fuera interpretado por el inefable David Hasselhoff. La contrafigura es Matt Brody (Zac Efron), un campeón olímpico de natación que debe postularse para ser un nuevo bañero como parte de una probation, un panorama que por supuesto genera choques con Buchannon a la par de los flirteos del joven hacia Summer Quinn (Alexandra Daddario), otra de las novatas. El componente maléfico viene por el lado de Victoria Leeds (Priyanka Chopra), una empresaria ligada a las drogas y los negocios inmobiliarios, eje de las pesquisas de Mitch y los suyos. Casi todos los chistes del film se vinculan a las características en la vida real de Johnson y Efron, dos actores egocéntricos e hiper tuneados, lo que deja poco espacio para la historia en sí y el desfile de secundarios. La película incluye algún que otro momento hilarante aunque se hace muy larga en sus 116 minutos y ni siquiera consigue compensar la catarata de estereotipos quemados/ no aprovechados con la anatomía frondosa de antaño porque ni Kelly Rohrbach -la elegida para reemplazar a Pamela Anderson en el rol de C.J. Parker- ni el resto de las mujeres del elenco están a la altura de los camiones de la Baywatch original, como por ejemplo Erika Eleniak, Carmen Electra, Yasmine Bleeth, Alexandra Paul, Gena Lee Nolin o la misma Anderson. Demasiado vulgar para ser familiar, con muy poca carne femenina para ser picaresca y carente de la energía y la convicción para abrirse paso sola sin la referencia a la serie de los 90, esta nueva Baywatch es otro de esos productos ineficaces y para nadie del Hollywood actual, al que le vendría bien menos chistes sobre escrotos y más sensualidad…
El absurdo neokafkiano Unos cuantos años pasaron desde que se dejaron de estrenar religiosamente en Argentina las películas del talentoso director y guionista surcoreano Kim Ki-duk, un romance que se inició con sus dos films más interesantes de comienzos de siglo, Primavera, Verano, Otoño, Invierno… y otra vez Primavera (Bom Yeoreum Gaeul Gyeoul Geurigo Bom, 2003) e Hierro-3 (Bin-jip, 2004), y que finiquitó por los caprichos de la cartelera argentina y los empresarios locales del sector. Lo cierto es que durante el último lustro y monedas el señor continuó con el mismo derrotero de siempre, una producción marcada por un promedio de un opus anual, lo que asimismo supuso que sus típicos desniveles cualitativos -los que lo acompañan desde sus primeros trabajos de la década del 90- también dijeran presente a lo largo de los años y en la idiosincrasia altisonante de cada una de sus aventuras en pantalla. Aclarado el punto anterior, hoy podemos afirmar que la espera no podría haber valido más la pena porque este regreso es francamente memorable. De hecho, La Red (Geumul, 2016) es una pequeña obra maestra, una epopeya humanista como el propio Kim no entregaba desde hace bastante tiempo. Más allá de la eficacia del convite en sí, en esta oportunidad suma mucho la sorpresa que genera que nos encontremos ante una suerte de drama deudor de los engranajes del thriller político y no con lo que ha sido el producto paradigmático del asiático a la fecha, nos referimos a esa conjunción de lirismo, visceralidad expresiva, detalles costumbristas, naturalismo y algo -o mucho, depende de la ocasión- de filosofía budista. Es decir, aquí retorna el minimalismo al que nos tiene acostumbrados pero en vez de estar vinculado hacia el espíritu individual, el mismo busca un espacio de alcance social. Como suele ser habitual en el cine del realizador, la premisa de La Red es sencilla y su desarrollo muy enrevesado y acorde con su pretensión de construir retratos complejos del alma humana: al pescador Nam Chul-woo (Ryoo Seung-bum), padre de una nena pequeña y casado con una mujer tan humilde como él, un día se le rompe el motor del bote que utiliza para ganarse el sustento cuando fuerza la ignición para que se libere su red de pesca de entre las hélices, circunstancia que deriva en que abandone involuntariamente las aguas de Corea del Norte, donde vive, hacia el sector surcoreano. Desde el primer momento en que toca tierra, es interpelado por las autoridades bajo la sospecha -y posterior acusación- de ser un espía enviado por el estado comunista, lo que provoca un martirio de sesiones de interrogación, más algunos detalles de tortura, para que se incrimine a través de falsedades. A partir de esta simple excusa, Kim analiza el odio enraizado en ambas naciones y cómo los dos modelos son injustos, absurdos y neokafkianos debido a su obsesión con desautorizarse de manera recíproca y substituir la confianza con mucha paranoia: como si se tratase de una propuesta testimonial de Gillo Pontecorvo o Costa-Gavras, la trama se concentra en los intercambios entre Nam y dos de sus captores, el oficial interrogador (un hombre de tendencias fascistoides y una crueldad extrema, cual militar estadounidense) y su “cuidador” personal (un joven que se solidariza con los atropellos que padece Nam y se termina enemistando con el anterior). El cineasta hace foco en la estrategia -popularizada en la caza de brujas y las purgas durante la Revolución Cultural China- orientada a obligar a la víctima de turno a redactar una y otra vez su “historia de vida” en una hoja en blanco. Con ecos lejanos de Joint Security Area (Gongdong Gyeongbi Guyeok, 2000) de Park Chan-wook, el otro gran análisis acerca del atolladero de la partición geográfica y la animadversión entre hermanos, La Red se hace un festín con las diferencias entre el modelo capitalista (superficial, plutocrático, manipulador, delirante, plagado de inequidades, etc.) y su homólogo comunista (autoritario, burocrático, tan manipulador como el precedente, menesteroso, con una supremacía fanática del culto a la familia gobernante, etc.), sacando a relucir la triste verdad de que las miserias humanas se parecen en todos lados y que las supuestas desigualdades insalvables son en el fondo una mascarada para que los parásitos de siempre de ambas administraciones sigan enquistados en la cúpula del poder político con el fin de mantener -mediante la fuerza- la pirámide social sin la más mínima modificación. Kim logra una vez más ir del caso aislado hacia las conclusiones generales, una faena muy difícil de conseguir en el séptimo arte contemporáneo porque hoy predominan un esquema exasperante volcado al entretenimiento para adultos infantilizados y una perspectiva profundamente individualista que evita tratar las resonancias sociales de cada acción sobre nuestro presente. Esta apertura de nuevos terrenos para el director llega en el momento justo para salvar las papas del alicaído cine arty, ahora con un retrato brillante del ridículo detrás de toda la parafernalia bélica, gubernamental y de los servicios de inteligencia. El maravilloso nivel de diálogos y actuaciones nos devuelven al mejor Kim, el que sí sabe articular su existencialismo en opus de emociones a flor de piel, personajes porfiados, mucho dolor y una dosis exacta de ese preciosismo de sustrato crepuscular y casi onírico…
Sofocados por la tecnología Aquel terror clase B de antaño, ese que encontró su nicho primero en los autocines y las funciones vespertinas/ nocturnas marginales y luego en el entorno hogareño del VHS y el DVD, de a poco fue mutando hacia los servicios de streaming y el circuito de festivales internacionales del género… eso en lo que respecta a los países centrales y el así llamado “mercado formal”, porque en nuestro sur y en gran parte del planeta la única manera de ver estos trabajos es a través de la piratería lisa y llana, debido a que los canales de distribución tradicionales suelen estar cooptados por los grandes conglomerados de la industria cultural y los “estados amigos” que los benefician y los sostienen. Aún así, de vez en cuando se quiebra el patrón y algún que otro representante aterriza en las salas comerciales aunque en línea general no hablamos de los mejores exponentes del rubro, más bien todo lo contrario. Lamentablemente Aplicación Siniestra (Bedeviled, 2016) forma parte de este último grupo, el caracterizado por una clase B que no logra superar sus limitaciones presupuestarias y funcionales mediante una trama o colección de muertes en las que se identifique una mínima dosis de talento detrás de cámara. A decir verdad resulta curioso el proyecto en su conjunto ya que el oportunismo está presente desde el mismo título pero la ejecución del concepto deja muchísimo que desear: este tipo de opus tendría que jugarse por escenas de sexo y una carnicería a la vieja usanza, todo exacerbado al extremo, no obstante hoy hasta la serie Z más porfiada suele tomar el lenguaje anacrónico del mainstream de años pasados, lejos del repunte cualitativo contemporáneo, para ofrecernos un relato aséptico sin una gota de sangre y basado en fantasmas que espantan a los personajes a puro jump scare marchito. Como indica la catarata de estereotipos de turno, la historia comienza con el fallecimiento de un ataque al corazón de Nikki (Alexis G. Zall), una adolescente que cae bajo la garra de un espectro símil payaso, quien literalmente la asusta hasta morir. Desde el minuto cero queda clarísimo que el monstruo en cuestión, un tal Señor Bedevil, utiliza la aplicación del título para entrar a nuestro plano de existencia y hacer de las suyas, lo que por supuesto lleva a que luego del deceso de la chica, su novio Cody (Mitchell Edwards), su mejor amiga Alice (Saxon Sharbino) y todo su grupo de allegados reciban una invitación para descargar la app con el objetivo de que la cadena de muertes continúe su marcha. Este film escrito y dirigido por los hermanos Abel y Burlee Vang retoma aquel subgénero naif de la década anterior que mezclaba los slashers con el J-Horror y la autoconciencia a la Scream (1996). Que el producto esté mal actuado, que los diálogos sean anodinos y que el desarrollo no aporte ni un gramo de originalidad son detalles excusables dentro del contexto limitado de la película, lo que no se puede pasar por alto es el hecho de que la experiencia resulta muy aburrida porque carece de gore y verdadera efervescencia trash, como si estuviese destinada a las últimas generaciones de adolescentes y adultos bobos, impersonales y mojigatos que pululan por muchísimas esferas de la sociedad con su bandera de “no queremos ideología, sólo consumir”. Por momentos pareciera que Aplicación Siniestra pretende reflexionar sobre la obsesión actual con la tecnología y el miedo a que nos sofoque, pero todo queda en una combinación berreta de Llamada Perdida (Chakushin Ari, 2003), Destino Final (Final Destination, 2000) y Pesadilla en lo Profundo de la Noche (A Nightmare on Elm Street, 1984)… y para colmo con un villano a mitad de camino entre el Guasón y Slenderman.