El juego de las lágrimas. Lo que genera tantas sospechas en Nick Dunne (otro Ben Affleck comprador), es su carácter inexpresivo y desinteresado ante la misteriosa desaparición de su esposa Amy Elliott (la flamante Rosamund Pike), una reconocida escritora de libros infantiles, el mismo día que cumplen su quinto aniversario de bodas. El hecho no tardará en generar revuelo, implicando una búsqueda exhaustiva por parte de toda la comunidad de Missouri. Sin develar el paradero de Amy, diremos que de a poco Nick se convierte en el principal acusado de la investigación, mientras los medios construyen la imagen frívola de un hombre al que consideran un asesino, sin siquiera haber encontrado el cuerpo de la víctima. Basada en la novela homónima de Gillian Flynn (quien también se hace cargo del guión), Perdida explora la debacle del romance en los matrimonios contemporáneos, producto de la alienación, la inestabilidad económica y el miedo social; y cómo a la larga deriva en angustias, infidelidades y violencia domestica. El encargado de llevar la adaptación a buen puerto no podía ser otro que David Fincher, todo un arquitecto a la hora de barajar diferentes categorías dentro de una misma historia. Entre sus últimos trabajos cabe destacar el relato pictórico de El Curioso Caso de Benjamin Button, el capitalismo geek en La Red Social y el dark tech de La Chica del Dragón Tatuado. Fincher siempre abaló modismos visuales pretenciosos que se valen tanto de lo orgánico como de lo digital para estilizar desarrollos densos sin descuidar a sus personajes (el choque de opuestos frente a una investigación pesimista en Pecados Capitales, los jugadores desplazados en el puzzle obsesivo de Zodíaco), pero con Perdida pone especial énfasis en homenajear al cine de género (en este punto comparte varios matices con Efectos Colaterales de Steven Soderbergh), sin perder el pulso argumentativo y el atractivo fotográfico que lo caracteriza, además de volver a confiar en el ambient pecho frío de Trent Reznor y Atticus Ross para dimensionar atmósferas. Valiéndose de un discurso quirúrgico, Fincher alcanzó a lo largo de toda su carrera productos de elaboración compleja a los cuales les siguieron pedidos o proyectos de transición con los que fue amortiguando dicha ambición (piensen en el montaje anárquico de El Club de la Pelea que luego deriva en la claustrofobia humilde de La Habitación del Pánico), y fue en este pasaje que abandonó el abuso de travellings cliperos por fotogramas clasicistas. Desde ese plano inicial majestuoso contemplando la cabellera rubia de Pike que se revela directo hacia el lente de la cámara, queda claro que el poderío de Fincher alcanza acá su pico de expresión. Con todos estos recursos, Perdida pasa de ser un drama suburbano a una sátira negra sobre la manipulación mediática (la teoría del asesinato que deviene en reality show inescrupuloso), la derecha norteamericana (cuando el caso se vuelve trending topic y se inicia la caza de brujas) y el flagelo feminista (en el cine de Fincher suelen ser las mujeres quienes se imponen con preponderancia ante una masculinidad vulnerada). Sin perder el ritmo movedizo de la intriga, Fincher condensa minuciosamente un thriller psicológico en evolución hasta desenmascarar el costado macabro del sueño americano. Una obra tan retorcida como cautivante, reforzando el talento de un realizador que no para de enaltecerse. Humille maestro.
Nac & Pop. El cine argentino que se cosecha por estas pampas para aflorar durante vacaciones de invierno suele arengar una movida de prensa objetiva, fruto del interés lucrativo que motiva a sus productores, expectantes de una devolución cuantitativa reflejada en cifras y que pocas veces (por desinterés artístico o el simple hecho de abaratar costos) denota cintas a la altura de las circunstancias. Este año, uno de esos caballitos de batalla es Socios por Accidente, que viene a ocupar la vacante de tanque argento, barajando condimentos de tinte humorístico y aventurero pero rebajándose a lo pasatista, al mero entretenimiento en el que toda la familia pueda asistir. Su argumento se aboca al de las buddy movies (temática ya refritada, de la que Tiempo de Valientes supo dar cátedra hace casi diez años atrás), y que presenta como cómplices a José María Listorti y Pedro Alfonso, reconocidas figuras del prime time televisivo; lo que significó que más de uno ponga el grito en el cielo. La historia toma como punto de partida a Matías (Listorti, todo un slapstick en sí pero que acá se contiene) un traductor de lengua rusa divorciado y con un estilo de vida desapasionado, en el que no consigue conectarse con su hija. Contratado por un grupo de agentes gracias a sus habilidades con el idioma, descubre que deberá colaborar con Rody (Alfonso, que se defiende como puede), actual pareja de su ex y de quien descubre trabaja para Interpol en un caso de espionaje internacional. Motivado para impresionar a su hija y ganarse el respeto de Rody, Matías acepta el encargo a pesar de los riesgos que eso conlleva. Claro que las diferencias entre ambos y el temor de Matías frente al peligro darán pie a una serie de situaciones, si se quiere decir, hilarantes. Proyecto elaborado a partir de un interés estratégico, el encargo cayó en manos de Nicanor Loreti, realizador de tinte tarantinesco y autor de esa comedia criolla que es Diablo; y Fabián Forte, mas de corte fantástico, quien entre varios trabajos se adjudica el reciente thriller La Corporación. Es para destacar la labor de ambos directores, que de género saben bastante y quienes consiguen solventar un trabajo técnicamente eficaz. Prejuicios de lado, la película se permite ver por su dinámica antes que por empatía con sus personajes (falta espontaneidad en el elenco y se huele lo diagramado que están los remates) y por el hecho de que en ningún momento cae en ridiculeces exuberantes (entorpecer a los personajes, exponer pura misoginia). Socios por Accidente es una película que los grandes ya vimos una y otra vez, pero que si se la contempla en familia, tampoco merece que se le sobre exija alcanzar las ambiciones de un blockbuster. Gasolera, pero sabiendo ajustarse a su condición.
Espejito, espejito. Asustar o no asustar, esa es la cuestión. Todo espécimen terrorífico que haya surgido de la factoría norteamericana de los últimos años parece haber perdido el sentido de atemorizar audiencias, dejando que su accionar se tornara predecible e inofensivo. A falta de originalidad, el género revisitó sus clichés, resonando en clave de remake, reboot, sátira o mera explotación, y desde entonces tiende a ver hacia atrás, alterándose con algún que otro recurso simpático como el ya agotado found footage. Dentro del semillero que contempla a las nuevas promesas se destacó con honores el malayo James Wan, realizador que formuló una actualización del susto con intelecto. Wan es un revisionista de guante blanco, dado que las mieles del éxito (dio el puntapié para el redituable e insoportable torture porn con El Juego del Miedo) le permitieron un status de producciones mas mainstream pero no por eso carentes de virtuosismo. Tómese como ejemplo El Conjuro, donde podía estirar el viejo recurso de la puerta crujiendo cuantas escenas quisiera y así nunca abandonar el desarrollo de sus personajes y sostener el nudo argumentativo. No tan sobredimensionado como Wan, pero igual de interesante, el nombre de Mike Flanagan atrapó a más de un desprevenido con su humilde y atractiva Ausencia. Un perturbador melodrama sobrenatural alrededor de una familia acechada por presencias del más allá. De la mano de Oculus, Flanagan retoma algunas cuestiones esparcidas en Ausencia, como son el cruce de dimensiones, el desarraigo hogareño y las interrupciones fantasmagóricas; todo mientras pone en funcionamiento una temática tan arcaica como la de objetos poseídos. El centro de atención son dos hermanos; él recientemente dado de alta de una institución psiquiátrica tratando de superar los recuerdos de un pasado trágico y ella, con un mejor presente, está empecinada en retomar ese pasado oscuro para hacerle frente. Las sospechas apuntan a un antiguo espejo con fama de haber causado la muerte de todos sus propietarios. La idea es atrincherarse en aquella casa de la infancia donde ocurrieron una serie de sucesos insidiosos que les valió la vida a sus padres y desentrañar los obstáculos psicológicos que lleva a cabo este espejo maligno. A saber, este puede alterar la realidad y desorientar la conciencia de sus víctimas. Y basta de spoiler. Pero Flanagan no se conforma con una narrativa en línea recta, por eso interactúa entre los hechos que iniciaron el dilema, con aquellos niños que son acosados, a la par de quienes ahora, ya crecidos, intentan cazar al ente. En este sentido la película no se entorpece y el espectador sale airoso del entramado. Pero su punto débil reside en otros aspectos.
Tierra de pesadillas. Adam (Jake Gyllenhaal en modo insomnio) es un profesor universitario con una vida monótona, sin margen para el desorden, totalmente inmotivado. Sabemos de entrada que mantiene un amorío a distancia con Mary (una seca Mélanie Laurent) y sus intenciones parecen no tener más aspiración que las de una rutina nublada y estéril. Como buen agente externo casi necesario para desestabilizar el control automático que Adam tiene sobre sí mismo, la recomendación de un colega orientada a chusmear una película intrascendente dará el puntapié inicial a favor de una anarquía in crescendo. La primera impresión de Adam, si tenemos en cuenta la cara de póker inexpresiva de Gyllenhaal durante las primeras secuencias, es que esta película le dejó gusto a nada. Un producto irrelevante, pasatista, que no le cambia la vida a nadie. Pero casi en clave de regresión se asoma una señal, un presagio que lo anima a releerla. Y así llegamos a la instancia freak, cuando nuestro protagonista encuentra en un extra de la cinta a su doble exacto, un clon calcado a medida. Adam no tardará en contactarlo, Google mediante, para que solo reste carcomerse el balero en cuenta regresiva. Y acá mejor ponemos pausa. Recurso trillado el del doppelgänger, ese del mellizo maldito que contrapone los polos e inquieta al nudo argumentativo para fastidiar un lazo atraído por la carne pero que balancea sus personalidades. Adam es un amargo, un alineado cobarde que agacha la cabeza mientras pasea por estructuras arquitectónicas de una Toronto congestionada, fundida en cemento. Pero Anthony, su mitad maligna, padece varios de los instintos que el otro no alcanza a desarrollar. El segundo en cuestión no se retrae, sino que es más irritante y perverso con las mujeres. Lo acompaña Helen (Sarah Gadon), su esposa embarazada que se pone al tanto de la situación. Avisamos que el rol del protagonista irá rotando entre el que es absorbido por los hechos y el que los aprovecha. En El Hombre Duplicado (Enemy, 2013), una coproducción entre Canadá y España, el director Denis Villeneuve revuelve las imperfecciones de la identidad ya presentes en la aclamada Incendies, tomando como base el libro homónimo de José Saramago. Todo esto sumergido en un thriller kafkiano con ánimos de ponerse surrealista. Siguiendo en la línea de referencias podemos decir que, un poco como Richard Kelly en La Caja Mortal, el canadiense se pone a jugar a La Dimensión Desconocida pero con ribetes metafísicos (“Fulci meets Lynch”) en una aventura psicológica que desemboca en un inesperado mazazo frontal. Filmada antes que la mainstream y festejada La Búsqueda pero con delay de entrega, en El Hombre Duplicado Villeneuve se toma su tiempo, tratándose de un producto más acotado y humilde, corrompiendo la cámara para denotar el aire opresivo y los colores asfixiantes. Como Cronenberg en Pacto de Amor, el disturbio psicológico oficia de motor para regalarnos un trip experimental que no llega a ser un tour de force dañino, sino más bien sugestivo, de esos que nos descolocan por un buen rato. Se pone cada vez más interesante este Villeneuve.
La mugre y la furia. Algo raro está pasando en los suburbios montañeses del interior norteamericano. O al menos es lo que el director Scott Cooper busca dejar en claro al situar La Ley del más Fuerte, su segundo opus, en un tiempo y espacio preciso. El escenario viene a ser North Braddock, un diminuto municipio de Pensilvania, en pleno recambio presidencial, con la campaña de Barack Obama en caliente y la Guerra de Irak aun en proceso. Allí, la debacle económica y el drama militar envuelven la relación entre dos hermanos que se viene a pique. Russell (Christian Bale), es un obrero metalúrgico bastante parco y humilde que está marcado por la desgracia, encargado de proteger a su hermano menor Rodney (Casey Affleck), quien luego de prestar servicios como soldado en Irak deviene en luchador clandestino para sacar a flote sus demonios antes que romperse el lomo en una acería. Todo apunta hacia esta malaria familiar, con el retocado dilema del hermano problemático que se contrasta con el honrado, en un thriller grisáceo y sobrio, al que sorpresivamente un sacado narcotraficante interpretado por Woody Harrelson le pondrá los pelos de punta. Una cinta correcta, salvaje por momentos, que sabe muy bien dónde cortar el dialogo y cuando escupir sangre.
La noticia rebelde. Algo que admiro de la comedia americana actual es la magnitud sadista que maneja respecto a los dilemas sociales y morales que uno puede tildar de delicados, en tanto consensuados por los medios. Desde cuántos chistes sobre judíos pueden meter en un capítulo de Padre de Familia, a la falta de filtro frente a referencias post 9/11. Esto me obligó a encariñarme con comediantes artísticamente psicóticos, juglares idiotizados, pero no por eso carentes de cierta bajada de línea. Viendo Al Diablo con las Noticias, la tan esperada secuela de El Reportero, aquella bizarreada del 2004 comandada por el desaforado Will Ferrell, no pude evitar festejar la cantidad de chistes racistas y misóginos que ésta dispara a quemarropa. Allí lo tenemos a Ferrell, encarnando nuevamente al conductor estrella Ron Burgundy, hablando frente a cámara con su tono canchero, advirtiendo a los ciudadanos sobre las consecuencias del crack mientras comparte una pipa en el estudio; y a la vez pienso en el Mugatu de Zoolander diciéndonos cuánto le divierte a los chicos esclavos de Malasia trabajar en las textiles. El que me regocije de la risa sin culpa se debe al atractivo hilarante que despierta Ferrell, el Hannibal Lecter sin bozal de ese semillero radical que es Saturday Night Live, y la triste realidad camuflada que alguien como Burgundy nos puede decodificar. La historia nos sitúa a principios de los ochenta, un tiempo después de los eventos sucedidos en El Reportero. Ahora Ron y Verónica (Christina Applegate) están felizmente casados, tienen un hijo y lideran el prime time de noticias de San Diego, pero luego de que el presidente del canal despidiese a Ron y ascendiera a Verónica, éstos se separan, dejando a nuestro reportero en la ruina artística. Tentado para formar parte de una nueva señal que inauguraría el formato de noticias durante 24 horas, Ron sale a reunir a su antiguo equipo de presentadores (Steve Carell, Paul Rudd y David Koechner) y no descansará hasta volver a ocupar el lugar que le pertenece dentro de los medios. Si la primera entrega resaltaba el accionar de una sociedad machista frente a la amenaza femenina en el ámbito laboral, esta secuela se permite apuntar más alto con la degradación de una mujer de color (desopilante la escena en que Ferrell no puede parar de repetir la palabra “negra”), sumando las demandas de una naciente televisión basura, fruto de la desigualdad urbana que se incrementaba hacia fines de los setenta. La ligan australianos, canadienses, el blaxploitation, y una larga lista de perjudicados. Y por si esto fuera poco, una batalla de cameos sorpresa que incluye un fantasma y hasta un minotauro. Al Diablo con las Noticias es la deformidad psicodélica de un monstruo que a Ferrell y el director Adam Mckay se les salió de control hace una década atrás, a consecuencia de una fórmula que se sabe anárquica y anabólica. Una joyita compartida entre amigos que con el tiempo se infló tanto que su contraataque no podía ser menos delirante.