Intriga internacional. El ejercicio de estilo puede tornarse contraproducente dentro de una obra, a tal punto que termine desorientando las intenciones de su realizador por más buenas que sean. En De Amor y Dinero el iraní Hossein Amini (otro realizador foráneo atrapado por el gigante hollywoodense) opta por seguir el protocolo hitchcockiano al pie de la letra pero sin llegar al punto de verse limitado por esta condición. Amini se toma un descanso de los guiones por encargo (siempre le estaremos agradecidos por esa anomalía noir que es Drive) y hace su debut tras las cámaras con un opus que emula al género clásico y de paso le suma una astuta cuota de nervio. Contextualizados en los sesenta, tenemos a la pareja casual de Chester (un Viggo Mortensen añejo) y su esposa Colette (Kirsten Dunst intentando ser una señora) vacacionando por las ruinas de Grecia cuando conocen a Rydal (el ascendente Oscar Isaac), un guía turístico bilingüe que saca toda ventaja lucrativa de sus clientes. Atraído por la ostentosidad de estos y convirtiéndose en su traductor asignado, Rydal entabla confianza y se apega a ambos. La inoportuna aparición de un investigador privado tras los pasos de Chester devela que este también es un chanta, dando por consiguiente un crimen (el macguffin del asunto) a manos de Chester y en el que Rydal, sin comerla ni beberla, pasará a ser cómplice. El de Hitchcock era un cine que exploraba las bajezas y obsesiones sociales de personajes ordinarios frente a situaciones extraordinarias. Pero lo de Amini no es un copiar y pegar suntuoso para sacarse de encima un thriller vintage barato. Mientras maneja ese tributo constante delineado por la puesta en escena, la película va serpenteando las maniobras psicológicas que envuelven a los personajes masculinos centrales. Acá no se barajan instintos eróticos sino la patología paternal que confronta y al mismo tiempo atrae a Chester (el padre celoso ante un hijo muy mimado) y Rydal (la distancia que tomó de su familia le remuerde la conciencia). Esta paradoja que incluye broncas y reproches reprimidos es el musculo imperante de la trama y que buscará en algún punto de la fuga redimirse o consumarse. Frente a la inevitable disputa amorosa, Amini se corre de todo histeriqueo pasional y encara hacia el conflicto masculino punzante con un dinamismo envidiable. De esta manera, el personaje de Dunst se ubica en un segundo plano como medio conductor (la mujer como objeto de garantía), ya que el lazo que aqueja a estos individuos es el verdadero leitmotiv y la ambigüedad de ambos (Mortensen de finura agreta y Isaac de elegante sport) su ingrediente maestro. Ilustrada por una fotografía soberbia, De Amor y Dinero es una película de atractivos que no se precipitan, sabiendo dosificar los valores compenetrados y demostrando así que Amini sabe muy bien cómo ser todo un romántico.
El señor de los cielos. El influjo permeable de Hayao Miyazaki es célebre por conjugar melodramas infantiles con concientización madura por medio de aventuras simbólicas y fantásticas. Los estratos de su impronta acuden a la ética ecologista, el desacuerdo bélico y la defensa feminista, además de afianzar la técnica animada arcaica que se posiciona indistinta al mercado digital y los intereses comerciales. Luego de repartirse autorías junto a Isao Takahata durante añares al frente de los míticos estudios Ghibli, Miyazaki comunica su retiro del negocio fílmico con Se Levanta el Viento, donde opta por entregarnos un relato adulto de apertura general que repasa ciertos aspectos autobiográficos a través de una figura histórica real y sin olvidar su imaginario tradicional. Jirô Horikoshi es un apasionado ingeniero de la aeronáutica que, incapacitado para volverse un piloto debido a su visión reducida, ambiciona con modelar aviones resistentes para el transporte público; pero la trastienda bélica palpitante en Japón, previa a la Segunda Guerra Mundial, lo condiciona a desarrollar naves de combate para la fuerza aérea japonesa que logren resistir el ataque enemigo. La devoción de Jirô puesta en su disciplina es atravesada por un romance incidental con una joven artista a la que conoce durante el terremoto de Kanto y con quien mantendrá una relación a distancia pero apasionada. Entre influencias ensoñadas y conflictos técnicos, Jirô insiste con alcanzar el prototipo idealizado para Mitsubishi sin abandonar sus principios pacifistas. Aunque se trate de una biopic ficcionalizada, el sello de Miyazaki se divisa en todo momento, como el recurso de la metáfora fantaseada en cada uno de los encuentros que Jirô mantiene con el genio diseñador Giovanni Battista Caproni o el desconcierto de personajes entrañables frente a tragedias naturales, como la secuencia del terremoto; aunque Se Levanta el Viento está lejos de unos trazos ilusorios a lo Porco Rosso. La historia, por su parte, no profundiza en los sucesos del período y prefiere atestiguar la contienda social desde la inocencia del siempre correcto Jirô, como cuando le toca razonar sobre la malaria económica del país o los intereses armamentísticos de sus superiores. Anunciada como la despedida oficial de Miyazaki dentro del rubro cinematográfico para volver a concentrarse en los mangas que lo iniciaron, podemos asegurar que Se Levanta el Viento reafirma el convenio estilístico del autor con la animación clasicista. Así lo demuestra la poética melancólica de los escenarios, acompañada por las dulces composiciones de Joe Hisaishi. Incluso la simpleza del contenido invita a encandilarse con personajes entradores gracias a un realismo atractivo en los paisajes y en las secuencias más comprometidas. Su cordial desenlace lo convierte en el cierre espléndido para coronar el legado intachable de un artista monumental.
Recalculando. Los relatos de superación personal tienden a inflar un intelecto lacrimoso que suele derivarse de testimonios verídicos para enaltecer con fundamento una moraleja popular que ayude a concientizar. Este tipo de formato permite que en el cine se contemple un efecto provocador capaz de satisfacer al receptor sensibilizado promedio y amortiguar la demanda de caracterizaciones profundas para abrazar estatuillas. Jean-Marc Vallée es un realizador admirado por remarla con dramas notorios que se barajan entre crisis ficcionadas y adaptaciones respetadas con vista a asimilar realidades. En Alma Salvaje el director propone basarse en las memorias testimoniales de Cheryl Strayed (otro perfil serio a manos de Reese Witherspoon), la mochilera estrella que allá por los noventa decidió iniciar una caminata en solitario desde el desierto de Mojave hasta la frontera con México sin preparación física ni conocimientos de supervivencia, en pos de evadir adicciones y descartar malas influencias. Vallée se entromete en la cotidianidad sacrificada de una ciudadana corriente que toca fondo a consecuencia de una separación sentimental bastante angustiosa y la repentina muerte de su madre, después de contraer cáncer de pulmón. A falta de ese cable a tierra que la contenga y la pérdida del soporte maternal, que enérgicamente encarna Laura Dern, asistimos a una metamorfosis emocional en la apaleada vida de nuestra protagonista. Devenida en una empleada promiscua que recurre al escapismo silvestre como método para alcanzar la sanidad espiritual, Cheryl concentra en la aventura árida el terreno propicio para tonificar el carácter, abandonar el conformismo material, abstenerse de los vicios citadinos y fortalecer el instinto de defensa ante la sensación de amenaza. Entre el pasado perpetuado por una actitud rabiosa y el periplo actual que la encuentra indefensa ante tanta testosterona rondando a lo largo de todo el circuito, se intercala un continuado de flashbacks que saturan el contexto y abalan un montaje de breves planos recortados. Así se encadena un drama fraccionado pero ligero (el guión corre por cuenta del melómano Nick Hornby) que sortea estrategias redundantes (el contacto con desconocidos, los baches en solitario, las desventajas de no curtir el ámbito) e instancias reveladoras (la catarsis efusiva, los planteos existenciales, la redención del ser), persistiendo tan solo un muestrario de acciones amables y modismos novatos de supervivencia. Los consejos medicinales tan comunes en este tipo de propuestas es lo que se superpone en la historia pero sin opacar la atención de sus personajes. Toda la travesía se sostiene por las actuaciones pulidas de Witherspoon, como la víctima reventada que repele toda presencia del género masculino, y Dern, encarnando a esa consejera delicada, triste y derrumbada. El canadiense dirige una biopic apacible en comparación con la realidad cruda de la previa El Club de los Desahuciados, donde el martirio premiado de Matthew MacConaughey resaltaba la interpretación hollywoodense del tormento social junto a un móvil de denuncia en función del negocio codicioso de las instituciones dedicadas a la venta de barbitúricos. El feminismo suavizado de Alma Salvaje revela un trayecto decorado por diálogos económicos para sugerir méritos actitudinales y permitirle al espectador desatarse emotivamente frente a la pantalla. La película alterna entre el calvario físico y la meditación paisajista para montar un drama introspectivo, pero a falta de instancias comprometidamente sólidas termina redondeando una crónica voluntaria respaldada únicamente por los desempeños de Witherspoon y Dern para llegar a buen puerto. Zafaste, Vallée.
Alta comedia. El absurdo descontrolado y el simbolismo polisémico presentes en Birdman hablan de una jugada atípica en el imaginario de un Alejandro González Iñárritu que decide cambiar la poética cruda de sus melodramas contemporáneos por una ironía naif sobre el trasfondo artificial latente en la industria norteamericana. El martirio lacrimógeno del director muda su piel y se permite varios delirios surrealistas para fomentar una parodia inusual en el mainstream. Ante semejante viramiento, una sinfonía de ladridos desmesurados opta por acusarlo como un border en estado grandilocuente que atenta contra su propia faena y que en una táctica desesperada por reinventarse, termina alimentando una película ciclotímica con tecnicismos precarios (un falso plano secuencia que divaga por la trastienda de una obra teatral y que cuando quiere sale al exterior) y desenfundando un lenguaje sarcástico que no le corresponde. Birdman trabaja como una epopeya codificada pero no por eso llega a ser la anomalía que desvirtuase el esquema tradicional de su autor. Al romper con el patrón amargo que alumbra sus producciones y testeando una risotada burda, se conciben unos acotados chistes de salón, repartidos dentro del ambiente caldeado que intentan emular (un ensayo fatídico y las miserias que se soportan en bambalinas). Este trato cargoso con el calvario hipócrita del espectáculo sirve para evidenciar la posición externa (tengan en cuenta que detrás de esta idea hay varios latinos) frente al clima conservador que afecta al mercado cinematográfico actual. Esta es la base que dirige Iñárritu para difamar el caretaje contaminante en los artistas (el protagonista es acosado por la voz de un superhéroe parido en un blockbuster al que interpretó tiempo atrás), pero quien la liga con énfasis es todo el rejunte de Broadway. El realizador mexicano genera una apuesta extravagante para mojarle la oreja al mismo sistema que actualmente le da de comer mientras de paso saca a la superficie el lado oscuro de todos sus implicados (desde el público hasta el sindicato no se salva nadie). Otra referencia básica del sello Iñárritu como es el reparto étnico a lo largo de una historia, esta vez decide volcarse específicamente a estrellas nativas norteamericanas. Así tenemos al enorme Michael Keaton alardeando con su caripela de culto como Riggan Thomson, el actor frustrado que lucha por encausar su carrera, aunque soportando una dilatada autoestima y las deudas financieras que se le fueron generando. La idea es representar sobre el escenario What We Talk About When We Talk About Love de Raymond Carver, pero una serie de eventos desafortunados le complican la existencia a Riggan, mientras que es secundado de cerca por los comics reliefs de su rival (la pedantería sarcástica de Edward Norton) y su fiel manager (la acidez moderada de Zach Galifianakis). En el apoyo logístico se lucen Amy Ryan y Emma Stone, conformando el entorno puro de un artista vapuleado por la prensa esnobista y abandonado por los productores. Los valores locales de Armando Bo y Nicolás Giacobone desempeñan un guión de apertura física y mental encausado a ser una apuesta arrogante en su fusión de carisma new age y sketchs improvisados. Birdman se convirtió en una obra galardonada y de modismos avalados por el gusto académico, pero ciertos fundamentalistas obstinados en adoptar una pose canchera condicionan su accionar y ningunean su propósito. Hablamos de la difamación chabacana que le busca el pelo al huevo para despuntar el vicio persecuta en palabras de detractores verborrágicos y sus malas lenguas. Mucha palabrería exótica para marcar tendencia, ya que a falta de un argumento sincero para con la obra, se insiste en defenestrar su envoltorio.
Juego de espías. La tendencia ostentosa por reivindicar universalmente biopics clásicas tiene como consigna primordial imitar la veracidad con tintes de parafernalia para así hacerse de una reputación académica que devenga en un producto galardonado. La dimensión barnizada de El Código Enigma funciona como una carcasa elegante para tunear con acento pictórico una trama agria sobre el espionaje de antaño y la creación clandestina de un aparato revolucionario por parte de un antisocial superdotado. Pero la figura pomposa de esta maraña conspirativa procesada por un aura romántica y golpes sentimentalistas no empaña el poderío de una obra que cautiva de principio a fin con un atractivo de actuaciones afiladas. Durante el régimen del nazismo, un criptólogo amanerado de una altanería paqueta llamado Alan Turing (el demoledor Benedict Cumberbatch) se ofrece como voluntario en los servicios de inteligencia británicos para ayudar a descifrar los mensajes codificados del bando enemigo. Aislado del selecto grupo prodigioso que se toma la tarea como una actividad desafiante para la mente humana, Turing busca desarrollar una maquinaria capaz de romper instantáneamente con el cifrado alemán conocido como Enigma y boicotear los ataques nazis. Rodeado de colegas masculinos y ocultando su orientación homosexual, se le presentará un conflicto científico trabado por soplones diplomáticos y teorías descartadas; todo junto a su confidente femenina Joan Clarke (la siempre atemporal Keira Knightley), quien alienta con esmero su maniático proyecto. Este encargo en manos del noruego Morten Tyldum avanza sobre una estructura fragmentada en diferentes etapas para remontarnos a tres períodos específicos en la vida de Turing. El relato parte desde la investigación policiaca que indaga su vida privada a comienzos de los años cincuenta para luego retroceder al dilema central que se sucede durante la Segunda Guerra Mundial y la instancia adolescente en donde es influenciado por el sentimiento amoroso hacia otro estudiante. Un contorno disgregado que sirve para documentar los inicios analógicos de la informática, apartándose del escenario bélico y transportándonos al interior de un campus administrativo donde se pone en práctica la resistencia, pero desde una posición intelectual que trabaja en equipo. La tracción radiante ejercida por Cumberbatch para personificar al ídolo matemático que reacciona bajo estímulos programados es de una categoría magistral. Estos síntomas egoístas constantes en su personalidad impenetrable denotan un resentimiento social que parece contradecirse con el acto heroico que finalmente ayuda a sintetizar el drama bélico y detener la matanza genocida. Paralelamente a esta paradoja moral, evidenciamos que la indiferencia institucional, el machismo de época, el prejuicio homofóbico y el clientelismo burocrático son las verdaderas denuncias discretas en el afinado guión de Graham Moore. Además del trabajo impecable por parte de Cumberbatch (que acá alterna su postura andrógina en pos de una actuación refinada), se acopla el ímpetu estilizado de Knightley y los tremendos refuerzos actorales de Matthew Goode, Mark Strong y Charles Dance. En su propuesta reconstructiva sobre el bautismo trágico y secreto de la inteligencia artificial que permitió el advenimiento de las computadoras, Tyldum maneja la risa light y el timing clasicista de forma tal que El Código Enigma no se vuelva un plomo industrial, y entendiendo cómo es esto de jugar al promotor storyteller para las grandes empresas.
Curso intensivo. Un tópico abundante en la oferta de exponentes que indagan los recovecos musicales se refiere a la presión institucional como el síntoma viral que perjudica la autoestima artística y potencia el grado de competencia en el ambiente profesional. Con esta base obsesiva trabaja una película como Whiplash, en donde dicha temática se va acelerando sobre la formación de un alumno que aspira a consagrarse como baterista de jazz y que en el proceso opta por aislarse del cúmulo social para poner a prueba su virtuosismo oculto y canalizar sus metas. Lo que intenta demostrar nuestro caprichoso personaje es que las tribulaciones artísticas son culpa del circuito alineado de jornadas demandantes que dañan el intelecto y responden en síntomas de estrés e impotencia inspirativa. Asentada sobre una superficie melómana e irradiando espíritu indie se lleva a cabo la historia de Andrew Neiman (el destapado Miles Teller), un acomplejado estudiante de conservatorio que busca destacarse profesionalmente en el rubro de la percusión. Intentando acoplarse a una banda de músicos prodigiosos, consigue llamar la atención del distinguido Terence Fletcher (el mala onda de J.K. Simmons que acá la rompe), un docente sumamente estricto en su disciplina que encuentra en el maltrato físico y verbal la técnica ideal y necesaria para formar a los próximos próceres del jazz. Con ánimos de someterse a este método extremo, Andrew se obstina en resetear toda interacción social durante los ensayos y tornarse un discípulo masoquista. En su segunda oda al mundo del jazz, el director Damien Chazelle trabaja sobre ambientes bien perimetrados (la escuela y el departamento como cajas de contención) para transmitir la sensación de bloqueo técnico y el aislamiento físico que Andrew experimenta para vaciarse mientras le hierve la sangre. Este modismo claustrofóbico también repercute en las relaciones que Andrew clausura al percibir que su entorno influye como un obstáculo amenazante. El amorío tortolo que pilotea con una empleada sin objetivos es un pasaje que se descarta instantáneamente, suprimiendo todo rastro pasional y rompiendo el encanto sentimental de la trama. Por otro lado, la falta de complicidad paternal puede parecer un tanto forzada, aunque este recurso sirve para evidenciar el tono directo de la película, que finalmente redondea en un nivel majestuoso. Es sumamente destacable el ritmo compacto que maneja Chazelle al ejecutar movimientos de cámara sumamente prolijos durante el montaje y un uso magistral del trasfondo sonoro que ejecuta elegantes perlitas del jazz (aquellos entendidos del género sabrán rastrear a sus intérpretes). La coordinación del desarrollo configura a Whiplash como una película mecánica pero no por eso carente de emociones (ni hablemos del laburo que se manda Simmons). Incluso su narrativa juguetona tiende a invertirse si tenemos en cuenta que al principio Chazelle parece querer fabricar un coming of age minimalista para luego volcarse a un duelo frontal entre el estratega de Fletcher y el impulsivo de Andrew, quienes se debaten en una competencia de boicots públicos. Respecto a toda la cuestión ambiciosa, usted decidirá si lo mejor es bajar un cambio o pisar a fondo.
Retroceder nunca, rendirse jamás. Parte del folclore que impregna las bases del cine bélico ha demostrado ser fiel a dos constantes primordiales como son la lealtad patriótica que enorgullece al cúmulo de testosterona y la jerga militar que adorna la convivencia entre camaradas. Nutrirse de batallones corajudos para engañar la vulnerabilidad del frente es el factor propagandístico nato en este tipo de películas explotadas para oficiar de storyteller didáctico. Hablamos de exponentes con carga dramática artificial pero que se apoyan en el entretenimiento para apaciguar la desgracia humana, y eso es lo que busca machacar en todo momento la sólida Corazones de Hierro. Alejado de las internas policiales que caracterizan su efecto de escasa hombría moral, el director David Ayer se anima a jugar en primera con una buddy war aparejada entre el dramón verídico (el infierno que desató el nazismo) y el espectáculo pirotécnico (batallas con iluminación galáctica incluida). Previamente se había cargado la poco satisfactoria El Sabotaje, casi un conglomerado de su ímpetu por ventilar sectores corruptos del oficio uniformado. Ahora, apostando por un producto intencionalmente profesional (esta es la más mainstream de todas sus películas), el realizador maniobra una de guerra hecha y derecha; terreno que ya había tanteado, aunque amparado bajo el cargo de escritor, en la llevadera U-571. Remontándonos a las instancias culminantes de las invasiones nazis en 1945, el bloque norteamericano avanza sobre suelo alemán exterminando todo estertor enemigo, el cual resiste enviando mujeres y niños a combatir como último recurso. Con el equipo contrario en desventaja, se destaca un grupo de soldados a bordo de un tanque imbatible llamado Fury, liderado por el siempre efectivo Brad Pitt. Este quinteto de la muerte se completa con el colifa de Shia LaBeouf, el latino humilde de Michael Peña, el brutus de Jon Bernthal y el carilindo Logan Lerman, que viene a ser el novato con desanimo para curtirse. Mientras se ayuda al nuevo a integrarse para que en el proceso se haga bien macho, Corazones de Hierro visita jugadas tradicionales del género como el trato agridulce para con el civil, las ejecuciones en crudo y las relaciones fatídicas para emocionar a la platea (la secuencia de la casa bombardeada apelando al golpe bajo, por dar un ejemplo). En todo momento Ayer contrarresta el abuso del consuelo católico (los soldados que repelan con simbolismos) intercalando combates vehiculizados para no agotar el ritmo agrio de la historia. Decimos que a toda acción poética le sigue una ráfaga de fuego porque con esta fórmula Ayer intenta llegar a buen puerto, mientras deja en claro que lo último que debemos perder es la fe entre compañeros. Esta táctica de resaltar pasajes bíblicos mientras se sueltan frases académicas frente a cámara (ese simulacro filosófico en el que se le dice al espectador que los ideales son pacíficos pero la historia es violenta) invita a reflexionar sobre la locura del genocidio, siendo el motor del relato que alienta un desarrollo dramático disfrazado de acción a quemarropa. La cuota armamentística es el maquillaje carismático del cual se jacta este género para fabricar héroes efímeros y recordarnos quiénes fueron los que salvaron las papas en todo el mundo. Eso ya lo sabíamos, Ayer, aunque agradecemos la intención.
Cazador de sueños. A diferencia de lo que comúnmente podría sugerir, Foxcatcher es una película que confabula contra su aparente premisa de biopic académica. Reconstruir el asesinato del luchador olímpico Dave Schultz a manos del perturbado millonario John du Pont es la excusa del director Bennett Miller para volver a camuflarse en los márgenes de un historiador verídico y así trabajar sobre una relación de opuestos que se asocian al confundir patologías vulnerables con beneficios superficiales. Hay matices compartidos con Capote, la opera prima de Miller, en donde un literato extravagante se acercaba por mero interés a las miserias de un desamparado social mientras se vislumbra el salvajismo inquieto de un país culturalmente impiadoso. La panorámica de unos años ochenta templados nos acerca a la rutina melancólica que atormenta al deportista olímpico Mark Schultz (Channing Tatum, en la personificación de un orangután) y la relación áspera que mantiene con su hermano mayor Dave (Mark Ruffalo, luciéndose con esmero), quien contrariamente sí goza de un bienestar anímico. Ambos se consagraron en la lucha libre olímpica, pero a Mark lo agobia la falta de incentivo nacionalista en la sociedad hasta que es tentado por el magnate John du Pont (Steve Carell y el morbo de perturbar a los comediantes), quien le ofrece servir de sponsor y alojarlo en su rancho de Pensilvania durante el entrenamiento para conseguir la medalla en Seúl 1988. Mientras siembra los indicios obsesivos de sus personajes al ritmo de un homoerotismo palpable, Miller escarba las grietas de una dinastía oligarca en los ideales de un líder mentalmente quebrado. Conforma al espectador ordinario demostrando ser prolijo para los melodramas pero especula con hacer una lectura pesimista de la turbia herencia aristocrática que rodea a du Pont y describiéndolo como un benefactor mercenario de amistades financiadas que en un brote de caprichos oprimidos planea montar un discurso chanta. La fijación en los retratos artísticos, el clientelismo con empresarios, la chamuyada hipócrita y el derroche del patrimonio son herramientas de las cuales se jacta para corromper el espíritu virginal de un huérfano pasivo como Mark y dominar sus dotes de atleta corpulento. Empleando una narrativa opresiva, Miller invita a descifrar el orgullo norteamericano, destapando los fundamentos retorcidos que sembró la riqueza bélica en su abasteciendo de armamento a todo el país. Es en esta deconstrucción que se viraliza el síndrome sectario del patriotismo y que se exprime dentro del Team Foxcatcher, el gimnasio que dirige du Pont para manipular y adiestrar bajo los efectos de la propaganda. La inspiración insulsa que domina a Mark pronto se verá desenmascarada por instancias de bajeza que dan vergüenza ajena. Un proceso de lobotomía al que de a poco se le ven los hilos. En contraposición al clasicismo profesional que decoraba los objetivos éticos estadounidenses en la previamente aclamada El Juego de la Fortuna, esta vez Miller pasa a un drama deshidratado que presiona con moderación a la audiencia, utilizando una cámara sobria para acompañar los altibajos y en su desarrollo testear eso de que la sangre es invaluable. Foxcatcher es un relato hipotérmico que delata la estafa maestra de una cultura que prevalece impune y las consecuencias de contradecir a un patriota en plena campaña.
Negocios riesgosos. Siendo prudentes es mejor si de antemano descartamos la idea de que La Entrega es una cinta netamente sobre mafiosos ya que su verdadera causa apuesta por denotar el entorno cotidianamente podrido de quienes participan involuntariamente al margen del hampa, es decir, sus perjudicados peones. Basada en una nueva adaptación del cada vez más redituable Dennis Lehane, y a diferencia de las muy elaboradas Río Místico y La Isla Siniestra, en La Entrega subyace una propuesta humilde pero no por eso carente de atractivos. Todo finamente orquestado a manos del belga Michaël R. Roskam, otro realizador externo captado por la industria después del llamado de atención que logró Bullhead, su debut del 2011 y hacedor de varios premios internacionales. La historia nace en un bar de Brooklyn que oficia de aguantadero financiero para la mafia chechena, regentado por Marv (James Gandolfini en su última mueca gruñona) y atendido por su sigiloso primo Bob (Tom Hardy en otro papel brillante). En este circuito de billetes se comienza a cocinar en párelo un histeriqueo inocente entre Bob y Nadia (Noomi Rapace haciendo bien los deberes), quienes se conocen a partir de la tenencia de un perro abandonado. Hay un intenso ex novio (el cada vez más interesante Matthias Schoenaerts) rondando a la pareja, al mismo tiempo que Marv comienza a deschabarse como un malandra que quiere sabotear los repartos de su jefe. A pesar de su desarrollo en el ecosistema neoyorkino, La Entrega no revuelve códigos callejeros a lo Ferrara ni apunta a la épica criminal de un Scorsese, sino que se esmera en coordinar un policial correcto. No es que predomine una narrativa quirúrgica, ya que tanto el guión del mismo Lehane como la dirección de Roskam se limitan a una conducción sobria (ese énfasis en el tire y afloje asexuado entre Hardy y Rapace, mientras por lo bajo se teje una bruma de conspiraciones), percatándose de no dejar agujeros narrativos (en ese sentido el rol de la policía parece un poco forzado). Un lindo quilombo en el que todos serán sospechosos hasta que se demuestre lo contrario. Lo que le interesa a Roskam es reconstruir los interiores rutinarios de estos personajes a medida que les quita la cáscara y destapa sus miserias (la voluntad religiosa del protagonista nos avisa que por alguna causa necesita redimirse). Por momentos se acerca a Cronenberg en Una Historia Violenta, revelando un pasado turbio que va dejando grietas y salpicando la pantalla de sangre lo mínimo e indispensable. Una película de tonos grises, con diálogos agrios y un ritmo dilatado que infla la intriga. Roskam se percata de dimensionar el terreno, acomodar la puesta en escena y afilar el hilo argumentativo para detonarlo al momento de promediar. La Entrega quizás sea la entrada en calor oportuna para un nuevo realizador a seguir dentro de la oferta comercial. No hay que perderle el rastro.
Todo por un sueño (americano). Existe una disociación evidente entre los realizadores contemporáneos que definieron una postura heroica del proletariado norteamericano y la cordura desbordada del citadino oprimido que retrataron los setentas. El escenario siempre fue el de una comunidad intoxicada por el deterioro económico, los flujos inmigratorios y la rabia social, todos ingredientes inflacionarios que condimentaron un ambiente caldeado. En Primicia Mortal hay una intención perversa por revertir la versión honesta de la clase obrera mediante el asenso independiente de un oportunista freelance. El espectador asiste a la metamorfosis gradual de Louis Bloom (un Jake Gyllenhaal de físico escuálido y rostro depravado), una lacra desocupada que busca sacar ventaja de cualquier acto criminal para sobrevivir. Deambulando por los suburbios tropicales de Los Ángeles, descubre el oficio del cazador de noticias y el rédito que puede sacar por documentar accidentes viales, delitos o tragedias fatales. Siendo un paria autodidacta con devoción para triunfar, Louis planifica cómo hacer del morbo un emprendimiento acudiendo a Nina Romina (Renne Russo, bañada en maquillaje), una directora de programación televisiva sedienta de amarillismo que contrata a Lou como su proveedor de imágenes escabrosas para el noticiero matutino. En su apertura como director, Dan Gilroy, que también se carga el guión, contrasta la narrativa entre los pasajes diurnos que delatan una intimidad bipolar del protagonista y las rondas nocturnas con panorámicas desérticas de una metrópolis salvaje para darle cierto pulso vertiginoso. Primicia Mortal es un thriller minimalista (poco presupuesto, puesta en escena austera, una trama acotada) que fluye con agilidad gracias a la dinámica de las escenas y los diálogos absurdos respecto al negocio del espectáculo y su incentivo por lucrar con la desgracia. Pero lo rico está en la tensión penetrante por parte de Gyllenhaal y sus muecas psicóticas, dándole un volumen inquietante a la ambición hipnótica de Louis, en especial cuando flagela verbalmente a su asistente y manipula con hostigamiento a Nina. Gilroy hace una lectura aguda de la ética de trabajo corporativa y apunta a los medios de comunicación como canalizadores del cáncer urbano para desentrañar una cocina macabra por parte de los imperios periodísticos, burlándose del filtro xenófobo, la moral degradada y el discurso frívolo. Desmantela sus artificios (los mismos que generan el impacto dramático que transmite terror a los hogares) en manos de un antihéroe contaminado. Gyllenhaal (que brinda otra personificación demoledora mientras suma otro espécimen a su galería de freaks) se pone en la piel de un individuo carcomido por la inmundicia social que lo vació de escrúpulos. Todo un símbolo de que a la larga, la voracidad capitalista puede engendrar este tipo de monstruos.