Un castillo de naipes algo inestable. Resulta paradójico que una película donde se hacen varias referencias a la verosimilitud tenga problemas en hacer creer su historia. Más apoyado en la oralidad que en las imágenes, el opus dos del barcelonés abusa de los cambios temporales y las vueltas de tuerca. “La verosimilitud está en los detalles”, le dice –y lo volverá a hacer varias veces, como para que quede bien en claro que es importante– la avasallante preparadora de testigos Virginia Goodman (Ana Wagener) a Adrián Doria (Mario Casas) y también a los espectadores de este thriller de la vieja escuela llamado Contratiempo. A fin de cuentas, la idea central del segundo largometraje como realizador del guionista barcelonés Oriol Paulo es justamente esa, que la verosimilitud pasa menos por fotocopiar la realidad que por construir un relato plausible dentro de una lógica interna propia, independientemente de que pueda o no vincularse con lo que suceda de este lado de la gran pantalla. Por eso mismo los cuestionamientos no deberían venir por el grado de verdad de lo que se cuenta –que es nulo–, sino por la viabilidad de esas acciones dentro de las coordenadas planteadas por el guión y, sobre todo, por las elecciones de un realizador que confía más en la oralidad que en las imágenes. Lo que en el cine puede ser un problema. Y aquí, por momentos, lo es. Da la sensación de que Paulo ideó su opus dos después de haber visto toda la filmografía de Brian De Palma, de quien bebe, sin demasiada preocupación por ocultarlo, su fascinación por la duplicidad y lo reflejado, además de los recurrentes cambios de punto de vista. El juego del doble atravesará el relato de principio a fin, incluyendo un desenlace totalmente absurdo pero que, pequeño mérito del film, adquiere cierto gramaje de coherencia cuando se lo circunscribe al contexto previamente construido. O con una parte, porque Contratiempo es como un castillo de naipes que se arma, se sopla y se vuelve a armar una y otra vez. Todo empieza con Doria esperando ansioso a quien le vendieron como su última esperanza: una mujer con dominio absoluto del arte de la retórica con la que, en apenas un par de horas, deberá preparar una defensa sólida que lo salve de una condena casi segura por asesinato. No es una tarea fácil: él fue encontrado junto al cadáver de la víctima (Bárbara Lennie, la vecina bonita del protagonista de El apóstata) en la habitación de un hotel trabada desde adentro y con ventanas sin manijas, por lo que difícilmente alguien pueda creer en la teoría de un tercer involucrado. Soria, además, es un poderoso empresario de probados vínculos con el poder, lo que magnifica su caso en los medios y, de paso, encuadra al film en la nómina de producciones españolas de aspiraciones comerciales que agregan elementos críticos de la coyuntura a sus habitualmente clásicos núcleos argumentales. A partir de esa premisa, Contratiempo irá multiplicando sus capas temporales, yendo desde el pasado más reciente del protagonista junto a esa mujer que supo ser su amante hasta las posibles formas de llenar los (en principio pocos) agujeros negros de la teoría oficial. En uno de esos flashback habrá un hecho trágico que no conviene adelantar pero que incluirá al potencial tercero en discordia, permitiéndole a Oriol ofrecer el primero de varios –¿decenas?– de quiebres narrativos, siempre explicitados desde la oralidad de sus personajes en off. Después, quizá ese tercero nunca haya existido. O sí pero fue otro. O todo pudo haber sido exactamente al revés. O nada de lo anterior. Contratiempo es, entonces, un film rocambolesco y pasadísimo de rosca en gran parte de sus aspectos, desde el tono interpretativo de prácticamente todo el elenco hasta el abusivo uso de la música incidental, pasando por su aglomeración de vueltas de tuerca en los últimos veinte minutos y su capacidad para ponerse a sí misma en abismo. Pero también uno con un convencimiento profundo en lo cuenta y en las particularidades sus reglas y lógicas de juego. Que sean “reales” es lo de menos: si “la verosimilitud está en los detalles”; la verdad, aquí, importa poco.
El peso ya gastado de una saga. Quince años pueden no ser demasiados, pero sí lo fueron para el cine de terror estadounidense, que en ese periodo recorrió un amplio espectro que abarcó desde los slashers tardíos de fines de los 90 y principios de los 2000 hasta la actual consideración de varios de sus directores contemporáneos como auténticos autores, con James Wan como caso emblemático. En el medio hubo una breve ola de remakes de títulos del llamado J-horror, de la cual sobresalió una reversión de Ringu (Hideo Nakata, 1998) titulada The Ring y conocida aquí como La llamada (2002). Aquél era un universo ya clausurado que difícilmente ameritaba otra visita, pero Hollywood volvió no una sino dos veces. La última de ellas, a cargo del andaluz F. Javier Gutiérrez (Tres días, editada hace unos años en DVD), replica gran parte de los mecanismos de su predecesora pero apuntando ahora al público adolescente. Claro que el reajuste etario es apenas una lavada de cara tecnológica: aquel VHS con imágenes surrealistas cuya visión causaba la muerte siete días más tarde, ahora es un archivo de video con efectos similares. El resto es más o menos lo mismo, con una parejita –y no una madre– intentando procurar el descanso pacífico de Samara, el fantasma asesino. La llamada 3 se toma sus buenos minutos para empezar, y no precisamente por una búsqueda poética o estética, sino por un guión al que le falta una última pulida. Recién sobre la media hora, después de una larga introducción a bordo de un avión, dirigida a que los espectadores ingresantes a la saga no se pierdan nada de lo que lo vendrá, y la presentación de rigor del trío protagónico, queda en claro cuál será el hilo del relato: la chica de larguísimos pelos negros –y ahora visiblemente digital– se viraliza en un grupo de investigación universitario timoneado por un profe (Johnny Galecki) que compró una vieja videocasetera y no tuvo mejor idea que poner play. El “pasó” la maldición compartiendo esas imágenes con un tercero, y desde entonces se dedica a ver de qué se trata. Una de los integrantes del grupo y su novia lo ven, pero el archivo de ella contiene una serie de fotogramas que los otros no, excusa ideal para que salgan a la ruta a investigar. Lo que sigue es un film de manual, con personajes pintados a brocha gorda, previsible en su desarrollo narrativo y con algún que otro susto generado a puro oficio, pero siempre sobrevolado por el peso del pasado ya gastado de la saga. En un elenco poblado por ilustres desconocidos brilla la figura del enorme Vincent D’Onofrio, que con su interpretación de un ciego que sabe bastante más que lo dice le insufla una dosis extra de inquietud y misterio a un relato que, sin él, sería todavía más rápidamente olvidable.
Cine de acción puro y autoconsciente. La secuela mantiene el desprejuicio de la original y le adosa comicidad para resaltar el absurdo de la propuesta: el asesino a sueldo retirado es obligado a volver al ruedo otra vez, ahora para matar a la hermana de un viejo socio italiano. Internet da para todo. Hace unos meses circuló por redes sociales una infografía con “estadísticas” sobre la asombrosa performance de John Wick en Sin control (2014). La placa aseguraba, entre otras cosas, que ese asesino a sueldo retirado y obligado a volver a raíz del robo de su auto y el crimen de su perrito (¡!) había usado ametralladoras, pistolas, revólveres, sogas, cuchillos, bombas e incluso un lápiz, y disparado 163 balas (122 de las cuales dieron en el blanco y casi una cincuentena en cabezas ajenas) para apilar un total de 77 cadáveres. Este cronista no llevó adelante un conteo similar, pero puede asegurar que el promedio de víctimas por minuto de John Wick 2 es cuanto menos similar. También que mantiene su desprejuicio, una estilización deliberada y le adosa una comicidad que evidencia el carácter absurdo de la propuesta. Es, entonces, cine de acción puro, duro y rabiosamente autoconsciente. Lo particular es que esa autoconciencia también se manifiesta no mediante guiños o elementos metadiscursivos (para eso están los superhéroes y su universo a cada película más clausurado y endogámico), sino desde la clarificación de su forma: acá la cámara está donde tiene que estar, en el momento que tiene que estarlo. Otra vez con el ex doble de riesgo Chad Stahelski en la dirección y Keanu Revees en el protagónico, John Wick 2 –que aquí se estrena con el jamesbondiano subtítulo de Un nuevo día para matar– hace lo que deberían hacer todas las secuelas: expandir en lugar de replicar. El film continua edificando sobre bases ya solidificadas un mundo con reglas propias, funcionamientos particulares e incluso códigos de convivencia. En ese sentido, el Wick de Revees –actor que sigue siendo de madera: acá mueve todos los músculos menos los de la cara– es un héroe de acción contemporáneo a la vez que anacrónico en sus métodos, un tipo más digno del cine de John Woo de los 90 que de la parquedad usualmente sombría de Liam Neeson o Jason Statham. El film encuentra a su protagonista prácticamente en el mismo lugar donde lo había dejado la entrega anterior, es decir, cargándose al ejército de matones que había robado su adorado Ford Mustang. Lo hace a puro autazo, piñas y disparos, rodando el suelo, saltando y corriendo, delimitando así su terreno de juego y las coordenadas básicas de lo que vendrá: un frenesí que, a diferencia de lo que suele suceder, no es un mero revoleo de chapas y cuerpos, sino el registro de una coreografía más ensayada que un ballet del Bolshoi. Ya recuperado el auto, a Wick lo visitará un viejo socio italiano dispuesto a cobrarse un favor. El avisa que no, que todo bien pero que quiere retirarse, y como respuesta recibe un bazookazo en el comedor. Razón más que suficiente para volver al ruedo. La misión implicará boletear a la hermana del contratista y, con esto, embarrarse otra vez con la mafia. Y vaya si se embarra. El enfrentamiento posterior al de la apertura es filmado con una brutalidad salvaje mediante una cámara que sigue a su protagonista desde su espalda, dando una sensación de continuidad e inmersión absoluta, digna de quien, como Stahelski, sabe de qué se trata trabajar con los cuerpos. El realizador elige planos conjuntos que se extienden más allá del corte habitual, haciendo de las balaceras una experiencia cinética construida por el movimiento interno antes que por el montaje. Analógico y sanguinario (las cabezas explotan sangre), el film es igual de salvaje que sus asesinos profesionales. Ellos, sin embargo, tienen la extraña cualidad de saber adherirse a las convenciones sociales, decisión tan absurda como efectiva en su comicidad: allí estarán, entonces, caminando como cualquier civil por la estaciones de subte mientras se disparan con silenciadores y esperan el momento para, una vez a solas, agarrarse a trompadas.
El director de La llamada y Rango construye un virtuoso y vistoso thriller que va perdiendo fuerza a medida que avanza su trama. La cura siniestra obliga a volver a plantearse hasta qué punto un mal desenlace influye sobre la apreciación total de un film. Porque el último trabajo del ecléctico Gore Verbinski (La llamada, varias entregas de Piratas del Caribe, Rango) es un thriller psicológico de manual pero inquietante, llamativamente reposado para los cánones narrativos habituales, tan típico como disfrutable durante su desarrollo, pero que no sabe muy bien cómo ni cuándo cerrar su relato. La acción comienza en un universo deliberadamente contemporáneo: el CEO de una financiera en crisis huyó sorpresivamente a un “centro de bienestar” en los Alpes suizos, obligando a los cúpula directiva a enviar a un joven ejecutivo a buscarlo. Lo que encuentra allí es un spa en apariencia perfecto, un ámbito natural de recreación física y mental donde sus huéspedes, en su mayoría ancianos ya retirados de sus responsabilidades, la pasan bárbaro. Una situación en principio fortuita obligará al joven protagonista (Dane DeHaan) a quedarse allí más de la cuenta, descubriendo que en realidad hay un oscuro secreto escondido detrás de la supuesta benevolencia de todos los empleados, empezando por el jefe (Jason Isaacs), y que esa adolescente que circula por los pasillos (Mia Goth) es una paciente fuera de lo común. La cura siniestra se toma el tiempo necesario para desarrollar y presentar a sus personajes y situaciones. Eso explica por qué es una de las películas de terror más largas de los últimos años, con una duración que alcanza casi las dos horas y media. En el interín, Verbinski se muestra como un director con el pulso lo suficientemente firme para enrarecer la atmósfera hasta volverla un potencial síntoma de locura del protagonista, convirtiendo al film un híbrido entre La isla siniestra y una de las películas anteriores más eficaces del director, La llamada. El problema es que Verbinski se enfrasca en los enredos del joven ejecutivo bastante más allá de lo aconsejable. Sobre la última hora, el guión empieza a agujerearse para terminar respondiendo cada una de sus amenazas de clausura con una nueva vuelta de tuerca que, en realidad, sitúa al relato en el mismo lugar que antes. Lo peor es que, cuando efectivamente concreta el cierre, lo hace de una de las peores formas posibles. Prolijísimo, virtuoso e impecable en sus rubros técnicos, el film va definitivamente de más a menos, como si quedará sin fuerza para sostener la tensión que había construido con paciencia y esmero. El resultado es un cocoliche que pintaba para Scorsese y queda en la medianía habitual de ese cine de terror que se adocena en la cartelera.
Hollywood y China unen fuerzas y recursos para esta superproducción dirigida por el realizador de films como Sorgo rojo, Esposas y concubinas, La maldición de la flor dorada y Regreso a casa. La gran muralla no es una gran película, pero igual pasará a la historia. Claro que lo hará por cuestiones que trascienden la pantalla rectangular: a fin de cuentas, se trata de un film angloparlante del reputado realizador chino Zhang Yimou (La casa de la casas voladoras) y debut de la productora Legendary East (filial de Legendary Pictures instalada en China con el objetivo de coproducir con otras compañías de aquel país). La acción se sitúa sobre la emblemática muralla que en sus años de gloria alcanzó los 9.000 kilómetros de extensión. Lo que hace el film es ilustrar una de las leyendas sobre los motivos de su construcción: una horda de reptiles gigantes que, cada sesenta años, amenaza con destruir el poderoso imperio. William (Matt Damon) y su amigo Tovar (Pedro Pascal) son dos mercenarios que, ante la evidencia de haber combatido a uno de esos invasores, son recibidos por los soldados defensores (encabezados por una troupe de estrellas locales como Andy Lau, Zhang Hanyu y Eddie Peng). La cuestión es que ambos son expertos en el arte del arco y la flecha, y toda mano extra es muy bien recibida para el combate. Pero ellos tienen otro plan: esperar un descuido ajeno y huir del lugar munidos con una buena cantidad de pólvora, elemento que en esos años amenazaba con cambiar el curso de las guerras. El film ha recibido varias críticas por la idea de que el gran salvador es un “hombre blanco”. Es cierto, como también lo es que el personaje de Damon proviene de un no lugar, alguien que se ufana de haber recorrido el mundo, pero que nunca manifiesta un origen concreto. En ese sentido, La gran muralla ofrece menos una lectura política que una hora y media de batallas, algunos atisbos de romanticismo y una serie de tomas (eso sí, digitales) imponentes y construidas con un gran sentido del espectáculo. El problema es justamente ese, que el desembarco “oficial” de China -ya había tenido participación importante tanto en la financiación como en el relato de Transformers 4 y Kung Fu Panda 3, entre otras- en el cine de aspiración global replica casi todos los cánones de los tanques norteamericanos. La gran muralla es, entonces, un film entretenido, correcto y sumamente eficaz a la hora de puntear las cuerdas emocionales del espectador. Las particularidades, más allá de la apelación a elementos de la cultura fundacional china, quedarán para otra ocasión.
Thriller erótico sin conflicto a la vista. “Vos me enseñaste a amar; ella, a coger”, responde el recontramillonario Christian Grey ante el planteo de su novia Anastasia Steele por una ex amante, en lo que debe ser una de las explicaciones más extrañas y sin sentido que haya entregado el cine en décadas. Siempre y cuando, claro, se considere a esta adaptación de la segunda parte de la trilogía literaria escrita por E. L. James como una película. Fija para integrar el podio de lo peor del año a fines de 2017, la lógica de funcionamiento de Cincuenta sombras más oscuras es digna de El Coyote y el Correcaminos pero sin su gracia: los personajes podrán enfrentarse al acoso sexual del jefe, a recuerdos tortuosos del pasado, a una noche de sexo con nalgadas, a un día en un yate de lujo e incluso a la caída de un helicóptero (¡!), que siempre, irremediablemente, la escena posterior los encontrará en el mismo lugar que antes, igual que si nada hubiera pasado. A esa falta de progresión psicológica se le suma una aún peor, que es la dramática: Cincuenta sombras más oscuras no cuenta prácticamente nada, y lo poco que quiere contar lo cuenta mal. El primer film concluía con los tórtolos separados después de que ella (Dakota Johnson) se hartara de prestarse a los jueguitos sadomasoquistas de él (Jamie Dornan). Porque él, pobre, tuvo un pasado bastante jodido y ahora, en lugar de ir a un psicólogo y buscarse algún amigo para que le preste el oído, anda por la vida sodomizando mujeres. Algo de lo que ella se da cuenta recién a una película y pico de haberlo conocido. “Esto no es una relación, es sumisión”, le espeta cuando descubra que, más allá de las promesas propias de quien quiere volver, a Christian le sigue gustando el látigo y las pinzas. La cuestión es que Anastasia, unos minutos antes, aprobó el reencuentro. Aquí tranquilamente la película podría haber concluido, ahorrándole al espectador casi dos horas en las que sólo queda verlos viajar, pasándola lindo, teniendo sexo con musiquita de porno soft, comiendo afuera, peleándose por alguna nimiedad (que aparezca una ex con las venas cortadas y dispuesta a matarla, por ejemplo), volviéndose a encamar, viajando de nuevo, teniendo otra noche de gala, y así. Sin conflicto a la vista, poblada por personajes más insípidos que una hostia, dueña de una serie de diálogos imposibles y de una misoginia galopante, Cincuenta sombras más oscuras es sobrevolada, igual que la primera entrega, por el espíritu de los thrillers eróticos de los 90, con Sliver o El cuerpo del delito como máximos referentes. En ese sentido, se agradece que James Foley (director que nada casualmente tuvo su máxima productividad en aquellos años) suba levemente la apuesta en las escenas de sexo, volviéndolas al menos un poquito más sudorosas y menos culposas. Pero a no ilusionarse demasiado, porque sigue habiendo más erotismo en las rayas azules del viejo Venus codificado que en esta saga que, claro está, deja todo armado para la tercera parte. Ojalá sea la última.
La edición 2015 de la Competencia Argentina será recordada como la de los documentales, o al menos como el año en que gran parte de las películas toman como materia base lo real, aproximándose a ella de las formas más disímiles. Allí está, por ejemplo, Rosendo Ruiz partiendo del trabajo de un taller educativo en un colegio secundario para realizar Todo el tiempo del mundo y Daniel Rosenfeld poniendo en abismo el carácter verídico del particular buscador de OVNIS que protagoniza Al centro de la Tierra. Segundo largometraje de Julián D'Angiolillo después de la notable Hacerme feriante (BAFICI 2010), Cuerpo de letra filtra el mundo real a través de los mecanismos propios de la ficción, aprehendiendo como pocas películas nacionales recientes el espíritu de su tiempo. Porque, ¿qué son esos batallones que noche a noche inundan los murallones del conurbano con pintadas políticas sino uno de los tantos eslabones de la batalla discursiva y simbólica que atraviesa la Argentina? D’Angiolillo muestra un gran tacto para aproximarse a su materia prima evitando el carácter aleccionador, además de un oído siempre atento al léxico de sus protagonistas. En ese sentido, Cuerpo de letra se encuadra en una tradición neorrealista (¿ya podría hablarse de un Nuevo Nuevo Cine Argentino?) amalgamando lo político con lo social sin jamás enunciarlo, prestándose a un diálogo fluido y frontal con Mauro. Al igual que los falsificadores de billetes del film de Hernán Rosselli, Ezequiel, suerte de hilo conductor del relato, se mueve en los márgenes del sistema, casi siempre oculto por la velocidad de su trabajo: un poco de cal, un par trazos gruesos y otra vez a refugiarse en la camioneta. Dueño de una cámara cercana pero nunca asfixiante, D’Angiolillo apuesta, sobre la mitad del metraje, a complejizar a Ezequiel esfumándole su carácter robótico y develando sus anhelos artísticos y un particular oficio como asistente de un locutor de publicidades áreas que su jefe reproduce desde su avión. Publicidades que van desde carnicerías y demás comercios locales hasta, claro, propagandas políticas. Así, oscilando entre lo público y lo privado o, aún mejor, mostrando cómo lo primero condiciona lo segundo, Cuerpo de letra se convertirá más tarde en una película bélica, con pinceles y agua en lugar de balas y bayonetas.
La rivalidad no se mancha. El director paulista Fernando Fraiha asegura que eligió a uno de los protagonistas de Decime qué se siente-La venganza porque vio en él a una persona “auténtica, espontánea, ácida e irónica”. Todas esas cualidades, y varias más, brillan por su ausencia en esta aproximación cinematográfica a la histórica rivalidad entre argentinos y brasileños. Rivalidad que el film reduce a un chicaneo constante entre ambos, con los primeros atribuyéndole a su país las minas más lindas y el mejor fútbol y los segundos… bueno, los segundos más o menos lo mismo, a lo que le suman la inédita concepción de los argentinos como fanfarrones y soberbios. A ese encadenamiento de comentarios deportivos, femeninos y sociológicos –los mismos que podrían escucharse en un picado en las arenas de Copacabana o en las de Mar del Plata– se limitan las apuestas humorísticas de esta “comedia de enredos” cuyo centro narrativo gravita alrededor del viaje de dos brasileños hasta Buenos Aires con el objetivo de encamarse con cuanta mujer sea posible, todo a raíz del despecho de uno de ellos contra el género masculino nacional y popular después de encontrar a uno de sus ejemplares entre las piernas de su novia. “¡¡¿¿Argentino??!!”, le grita Vadão (Daniel Furlan) a Caco (Felipe Rocha) cuando éste vuelva con el sueño del matrimonio destruido por un tercero en discordia. Y no cualquier tercero: a su nacionalidad debe sumársele que es un chef famoso, con amplio reconocimiento internacional y mucha plata en su cuenta bancaria. La idea de estos amigotes, que trabajan como dobles de riesgo (¡!), es disputar la revancha de visitante, esto es, en Capital Federal. Road movie clásica en su construcción, Decime qué se siente presentará varias peripecias en territorio hostil (problemas en la frontera, el cruce con una novia en plena huida, rebotes en boliches), pero siempre centradas en la contraposición folclórica. Es, entonces, una película dispuesta a explotar su única idea a como dé lugar, agotándola en 20 minutos y dejando los ochenta restantes librados al tedio de la repetición. “¿Quién es el mejor jugador del mundo?”, preguntará uno de los integrantes de una banda antes de dejarlos subir a su camioneta, dando pie a la inevitable disyuntiva “Maradona o Pelé”. Disyuntiva que se escuchará no una, sino dos veces. Por ahí también sonará el cantito argento del Mundial 2014 que le sirve su título al film –al que se le dedica una escena de alrededor diez minutos– y referencias al 7 a 1 de Brasil-Alemania, el bidón de agua mágica de Bilardo en el ‘90 y las cinco Copas del Mundo ganadas por la verdeamarela, todo hasta llegar a un 9 de Julio más turística que nunca.
Haz lo correcto. Reflexiva y sensible sin ser sensiblera, la película faro del cine afroamericano en el Oscar es, a pesar de su corrección política, una película en serio. Y por momentos bastante buena. Que una película sobre un homosexual de raza negra coseche ocho nominaciones al Oscar (entre ellas las de mejor film, director y guión adaptado) apenas un año después del escándalo por la ausencia de intérpretes de color en los rubros actorales, es cuanto menos sospechoso. Y si se tiene en cuenta que hay un total de 17 afroamericanos entre los candidatos a alzarse con alguna estatuilla en la noche del 26 de febrero, la catalogación de ese film como estandarte de una suerte de #Oscarsoblack que se contraponga al #Oscarsowhite de 2016 resulta inevitable. Pero Luz de luna no es el crowd-pleaser que uno podría esperar de una entidad con la corrección política siempre a flor de piel (y, al menos en esta temporada, dispuesta a hacer las paces) como la Academia de Hollywood. Tampoco el típico exponente indie que gira en derredor de un concepto y hace de la superación personal y el punteo de las emociones adecuadas en los momentos más oportunos dos normas inquebrantables. Íntima, reflexiva y sensible sin ser sensiblera, Luz de luna es, antes de todas las connotaciones políticas que quieran buscársele, una película en serio. Y por momentos bastante buena. Parte de la Competencia Internacional de la última edición del Festival de Mar del Plata, el segundo largometraje de Barry Jenkins presenta tres fragmentos de la vida de su protagonista. En el primero es Little, un nenito que atraviesa su proceso de crecimiento en los suburbios de Miami de los años ‘80. Que el film ilumine solamente sus zonas más oscuras (la primera escena lo encuentra escapando de una paliza segura) preludia un relato lleno de golpes bajos y que se regodeará en la miseria de las criaturas que lo pueblan, una suerte de una reversión genérica de Preciosa, de Lee Daniels. Y algo de eso se atisba en el recorte de Little como víctima del bullying, hijo de una madre drogadicta (Naomie Harris, nominada a Actriz de Reparto) y un padre ausente, y carente de cualquier contención emocional. La diferencia es que aquí los personajes no escupen máximas ni son arquetipos, sino que respiran, exhiben sus dobleces, son contradictorios, grises, plenamente conscientes del entorno y sus particularidades. Jenkins muestra con delicadeza y sin apremios la construcción de un vínculo si se quiere paterno entre Chiron y Juan (el también nominado Mahershala Ali, conocido por su lobista Remy Danton en la serie House of Cards), el vendedor de drogas más auténticamente humano que se recuerde. Por allí también anda Kevin, un vecino y compañero de colegio que, en la segunda parte, aquella que encuentra a Little convertido en el adolescente Chiron, servirá como objeto de deseo sexual. Porque Chiron no sólo es negro, sino también homosexual: una condición de doble minoría que invita al relato hundirse en las profundidades de la denuncia social. Jenkins es consciente del poder radioactivo del arco dramático, y antepone una férrea perseverancia en acompañar a sus protagonistas sin jamás levantar el dedo acusador ni utilizarlos como vehículo de ideas aun cuando estén en un contexto adverso, crítico, que los margina sin ofrecerles contención alguna. La tercera y última parte es la mejor por la sencilla razón de que Jenkins tiene el ojo entrenado para captar la fragilidad generalizada que anida en los silencios y miradas durante el reencuentro entre Kevin y aquel niño devenido en un poderoso dealer local rebautizado Black. Un autazo y los dientes de oro vuelven a encender las alarmas de una potencial acumulación de lugares comunes que, sin embargo, queda otra vez en eso, la amenaza de algo que finalmente no es. Como en Tangerine, de Sean Baker, película con la que el tercer acto de Luz de luna encuentra varios puntos de contacto, una cafetería servirá como espacio de revelaciones y sinceramientos, permitiéndole al registro poético del film alcanzar el máximo nivel de depuración, y a sus protagonistas desnudar sus sentimientos justo allí, donde el tiempo parece detenerse en una noche infinita.
Un enemigo público muy sentimental. El cuarto largo del director de Argo busca su fuente de inspiración en el cine de gangsters clásico, pero su protagonista, interpretado por el propio Affleck, se rinde fácil ante rubias y morochas. Primero, fue una revelación indie a mediados de los 90, premiado con un Oscar al Mejor Guión (compartido con Matt Damon) por En busca del destino. Después, fue comidilla de la prensa amarilla y hazmerreir de la industria a raíz de su romance con Jennifer López y participaciones en títulos infumables como Pearl Harbor y Daredevil , a principios de la década pasada. Se repuso y a volvió a ser tomado en serio, en este caso como un realizador dueño de un capacidad narrativa transparente y de un dominio del espacio y la puesta en escena que sorprendieron a varios, por no decir a prácticamente todos. Y alcanzó su pico máximo con un nuevo reconocimiento de la Academia, esta vez por su dirección en Argo. Aquella noche fue quizás la cumbre de un Ben Affleck que –con su primera interpretación de Batman en la nueva etapa del encapotado y el estreno de su cuarto largometraje como director– da la sensación de haber trajinado el 2016 por la ladera descendente. Segundo título de su filmografía basado en una novela del aquí también coproductor Dennis Lehane (después de su ópera prima, la muy buena Desapareció una noche), Vivir de noche encuentra su principal fuente de inspiración en el cine de gánsters de la primera etapa del Hollywood clásico, recreando los habituales periplos dramáticos de esos bandoleros que hicieron de las suyas durante la Ley Seca. El de Affleck, responsable no sólo de la dirección sino también del guión y el peso actoral de prácticamente todas las escenas, es quizá el forajido más romántico del mundo. Carente de la habitual misoginia de los (anti)héroes de este tipo de films, y desencantado con el mundo después de su servicio como soldado en la Primera Guerra Mundial, su Joe Coughlin es tan brutal en sus métodos de “negociación” como sentimental a la hora de vincularse con las mujeres. Ellas serán, entonces, las responsables de los (demasiados) quiebres de guión que ofrece el relato, a la vez que encargadas –primero de varios puntos de contacto con Atracción peligrosa (2010)– de puntuar los estadios emocionales y marcar, con mayor o menor grado de evidencia, los límites éticos del protagonista. Con Leonardo DiCaprio en la numerosa lista de productores, Vivir de noche encuentra a Coughlin en la década del 20, cuando el control del alcohol de Boston –el lugar de Affleck en el mundo, de donde proviene y también donde filmó sus dos primeras películas– se dirime entre irlandeses e italianos. Joe tiene sangre verde, pero su nihilismo posbélico lo hace mantener un status de outsider, alguien que juega para sí mismo robando bancos con su banda. Hasta que no tiene mejor idea que involucrarse con la amante del capo de los primeros (Sienna Miller), aventura que culmina con una golpiza inolvidable y unos años guardado tras las rejas. La libertad lo encontrará con una sed de revancha que saciará poniéndose al servicio del líder italiano, quien justo en ese momento anda con ganas de expandir la producción, circulación y venta de ron ilegal a Tampa, Florida. Y allí irá, entonces, el buenazo de Coughlin, siempre con el anguloso rostro de Affleck impertérrito, listo para encarar la segunda parte de una parábola de descenso-ascenso-caída. Segunda parte cuyo punto cero será, otra vez, la aparición de una mujer, en este caso Graciela (Zoe Saldana), la hermana del socio local. A partir de allí, Vivir de noche mostrará el derrotero rumbo a la cúspide del mercado apelmazando situaciones que van desde la irrupción de los muchachos del Ku Klux Klan, a quienes no le gusta demasiado que haga negocios con negros y esté juntado con una trigueña cubana, y las momentáneas apariciones de rivales, hasta el surgimiento de una jovencita líder religiosa (Elle Fanning) que se opone a su intento de construir un casino y, para colmo, es el hija del comisario local. Todos estas situaciones serán resueltas con métodos psicológicos y físicos cada más violentos que el director contrastará, tanto desde sus elecciones formales como de guión, con el refugio que significa su vínculo amoroso. Es cierto que Affleck tiene un innegable talento para situar la cámara y maneja las numerosas elipsis con claridad y sentido narrativo, pero también que nunca quiere ir un poco más allá de la acumulación dramática. El film navega aguas poco profundas a la hora de exponer y desglosar las contradicciones de Coughlin, relegando a los estímulos externos que podrían afectar su comportamiento y poder de reflexión (el catolicismo de sus orígenes, el peso simbólico de su padre comisario, el protestantismo del entorno, el New Deal, la segregación racial) a la condición de esbozos o, en el mejor de los casos, de meros obstáculos. Sobria y convencida de la verosimilitud de sus múltiples subtramas, Vivir de noche no es una mala película; sí una fallida. Y cruda, a la que no le hubiera venido mal un último golpe de horno.