En la cabeza de un maestro del cine. Como corresponde a una obra que intente retratar los instintos e inspiraciones de un realizador anómalo, el documental que llega casi en combinación con el regreso de Twin Peaks elude las formas típicas, y apenas si exhibe fotogramas de sus films. La sola enunciación del estreno de un documental que incluya el nombre de David Lynch en su título genera la salivación descontrolada en la boca de más de un fanático. Sobre todo si se produce en vísperas del esperadísimo regreso de Twin Peaks, que 25 años después de la película que continuó las dos primeras temporadas volverá a la pantalla chica con una nueva tanda de 18 capítulos a emitirse desde el próximo 21 de mayo en Estados Unidos (aún no sabe si se verá “oficialmente” en la Argentina). A esos babeantes debe aclarárseles que si se arriman hasta la sala del complejo BAMA –único espacio de proyección en el país– buscando anécdotas coloridas, explicaciones, detalles, intimidades de rodajes o pistas sobre la suerte de algunos de los personajes más emblemáticos de su universo, David Lynch: The Art Life no es su película. Porque, en realidad, es bastante más que la acumulación de datos que ellos podrían esperar. Es, en todo caso, un intento de desenredar la mata de motivos detrás de la mirada alucinada, de ensoñación deformada, que el responsable de Terciopelo azul y Mulholland Drive viene mostrando en la pantalla hace ya casi cuatro décadas. Estrenado mundialmente en la última edición del Festival de Venecia, y exhibido en una de las secciones paralelas del de Mar del Plata, el documental de Jon Nguyen, Rick Barnes y Olivia Neergaard–Holm se nutre de un buen caudal de videos y fotos personales sin que esto implique caer en el tono entre evocativo y didáctico habitual en el subgénero “historias de vida”. Como si quisiera hacerse cargo del carácter anómalo de su protagonista, la primera escena es casi observacional, con Lynch sentando y fumando el primero de decenas de cigarrillos mientras clava la mirada en el horizonte. Después se sabrá que es la misma posición que adopta para analizar las obras de su autoría que descansan en el atelier privado, dado que Mr. Lynch tiene una amplia trayectoria en las artes plásticas. Y también en la música: más allá de que The Art Life no haga hincapié, la banda sonora se compone enteramente por partituras de su protagonista. En ese inicio se lo escucha, en off, teorizando sobre las infinitas posibilidades de reinterpretación que genera volver a pensar en pequeños detalles del pasado. Esa idea es quizá una de las principales claves de lectura para sus trabajos, y también un adelanto de lo que hará durante The Art Life en los ochenta minutos restantes: recorrer la cronología básica deteniéndose menos en la precisión enciclopédica que en la subjetividad y los recuerdos a priori minúsculos que, sin embargo, contaminaron su forma de ver el mundo incluso antes de que él supiera a qué se dedicaría. Eso recién llegaría en la adolescencia gracias al padre de un amigo, un pintor en cuyo taller encontró el llamado vocacional definitivo. Antes hubo una infancia tranquilísima en la que todo “estaba en las dos cuadras del centro del pueblo”, según dice, y unos padres que siempre, más allá de algunas peleas menores, lo apoyaron en todo. Lo que más recuerda de aquellos años, afirma, es la sensación de extrañamiento y parálisis cuando, de chico, vio a una mujer desnuda y “altísima” caminando por la calle. Extrañamiento es también lo que transmiten sus cuadros y esculturas, casi todos dominados por tonalidades oscuras y texturas viscosas, que el trío de realizadores observa con minuciosa atención. Por momentos demasiada, volviendo el recurso “voz en off de Lynch + imágenes de su obra” reiterativo aunque siempre efectivo en su intento de mostrar el sinfín de similitudes entre lo que él filma y lo que pinta, moldea o arma. Claro que para ver un fotograma de una de sus películas habrá que ir a otro lado, ya que la carrera audiovisual ocupa una porción ínfima de metraje, y apenas se habla únicamente y muy por arriba de Eraserhead, que en 1977 marcó su debut en el largometraje. Ubicar su cine fuera de campo es una decisión lógica: después de todo, se trata de una historia conocida.
Grupo de familia marcado por la culpa. El tercer largometraje del director de Arizona sur y La mala verdad entrelaza una vertiente policial con otra más intimista, vinculada con el proceso de un duelo signado por el pasado y la reflexión de una compleja relación padre-hijo. Maracaibo pertenece a un tipo de cine argentino que hace años busca consolidarse bajo la denominación de “industrial mediano”. Se trata de un cine de aspiraciones relativamente masivas aunque sin la envergadura del coproducido por los canales de televisión ni del respaldado por alguna distribuidora extranjera. Y que apunta sus cañones a un público adulto y está hecho con la solvencia técnica y la suficiente capacidad creativa para tematizar cuestiones universales –aquí es, de forma bastante evidente, la paternidad– mediante un relato que coquetea con modelos narrativos consolidados, en este caso el drama familiar y el thriller de tintes policiales. A esto se le suma la presencia de dos muy buenos (y reconocidos) intérpretes en los roles centrales como Jorge Marrale y Mercedes Morán. Pero el cine no se hace sólo con buenas intenciones, y el resultado final termina dejando un retrogusto positivo aunque de insuficiencia, el mismo que se siente cuando nadie redobla el truco y se gana la tercera mano con el ancho de espada. La tercera incursión en el largometraje de ficción de Miguel Ángel Rocca (Arizona Sur, La mala verdad) tiene cartas para unos cuantos puntos más de los que finalmente obtiene porque relega varios de sus pliegues. Se trata, entonces, de un film que elige quedarse en una zona de confort temática en lugar de ir un poco más allá, de ramificarse, de profundizar sus aristas más complejas. El relato empieza en un bosque durante una jornada de caza entre padre e hijo que no termina muy bien: el veinteañero Facundo (Matías Mayer) apunta pero no puede –no quiere– disparar, e inmediatamente después, Gustavo (Jorge Marrale) no tiene mejor idea que gatillar y acertar justo en el blanco. Ese contraste se hará aún más evidente en las elecciones profesionales y académicas de cada uno: el primero aspira a convertirse en artista audiovisual y el segundo es un reputado cirujano en vísperas de un importante ascenso a la jefatura de área. Una de esas noches, Gustavo encuentra a Facundo con un compañero de facultad en la habitación, y no precisamente estudiando o haciendo un trabajo práctico. Hay algo sosegado en la reacción del personaje de Marrale y en el tono de la charla posterior con su mujer (Morán) que muestra la buena materia prima para el drama familiar contenido que anidaba en el núcleo de Maracaibo. Lo cierto es que su reacción es la de un hombre dolido menos por la elección de su hijo que por el ocultamiento con que la llevó adelante. Le seguirán un par de encuentros atravesados por una frialdad que recién se cortará cuando un intento de robo termine con Facundo herido de muerte y mamá y papá sumidos en crisis. Este último también con una pesada carga de culpa sobre sus espaldas, quizá el sentimiento que más y mejor lo motive a indagar en la vida del asesino (Nicolás Francella), a quien visitará unas cuantas veces dentro del penal con el objetivo de saber quién era su cómplice. Maracaibo entrelazará esa vertiente policial a otra más intimista, vinculada con el proceso de un duelo signado por el pasado y la reflexión de la relación padre-hijo. El problema es que esas partes no terminan de unirse más allá de los paralelismos propuestos por el guion. Como por ejemplo la relación de Gustavo con su mujer. En algunas escenas compartidas entre Morán y Marrale –perfectos los dos– Rocca construye una tensión basada en silencios y miradas entrecruzadas que transmiten infinidad de acusaciones mudas.
Poco más que una lavada de cara audiovisual. Hace poco más de una semana, el productor Haim Saban afirmó a Variety que su equipo creativo tiene guardada bajo siete llaves las bases de un tratamiento argumental que permitiría extender la saga Power Rangers hasta un total de seis entregas. Eso significa que la que llega esta semana a la cartelera nacional es la germinación de un universo cuyas ramificaciones se presumen frondosas, aunque el filo de la taquilla será, como casi siempre en la industria de Hollywood, el encargado de poner límites a la expansión. Esa condición seminal se traduce en un relato que funciona como un episodio de presentación de la serie original pero de una chiclosa duración de dos horas y un par de minutos, y no mucho más. La fórmula podría reducirse al delineamiento burocrático de los personajes seguida del contexto que los lleva a convertirse en los elegidos para salvaguardar la integridad del mundo, y una media hora final reservada para el habitual despliegue de acción tan grandilocuente como vaciado de sentido que impone el subgénero de los superhéroes. Creada en 1993 y explotada desde entonces mediante series, reinicios, evoluciones y un par de largometrajes –el primero de ellos, que data de 1995, llegó a estrenarse en la Argentina–, la franquicia apuesta ahora a un borrón y cuenta nueva que, sin embargo, no va más allá de una lavada de cara audiovisual. Los protagonistas provienen, otra vez, de una típica high school movie, y se conocen durante una jornada de castigo. Igual que en El club de los cinco, pero sin la capacidad de interpelación emocional de John Hughes detrás. La galería es un menjurje de estereotipos sociales, culturales y étnicos: el mariscal de campo facherito y con capacidad de liderazgo aunque de pésimo rendimiento académico, el nerd afroamericano acostumbrado al bullying, la chica popular y divina que tiene onda con el primero, otra de ascendencia latina y con problemas de socialización (la estrellita pop Becky G.), y un último de ojos rasgados y con varios problemas familiares a cuestas. Todos ellos darán con unas piedras enterradas hace millones de años justo debajo de su ciudad, cuyo uso les permitirá adquirir poderes sobrenaturales que deberán usar para combatir las intenciones mesiánicas de Rita, tal como les explica el líder Zordon (Bryan Cranston, en otro desesperado intento por dejar atrás a su Walter White de Breaking Bad) en la cueva subacuática (¿?) que funciona de base de operaciones. Todo lo anterior sucede en la primera hora. La segunda es la práctica de esas habilidades sólo alcanzables una vez que los cinco sean francos y honestos entre ellos, excusa ideal para una puesta en común de miedos y perspectivas digna de una sesión comunitaria de autoayuda, y la peleíta entre un monstruo de oro y un robot gigante sacado de Titanes del Pacífico. El problema es que el director es un tal Dean Israelite y no Guillermo Del Toro. El sentido de aventura y la mirada de niño grande del realizador mexicano le hubieran venido más que bien a estos Power Rangers demasiado parecidos a todos los superpoderosos que ya pasaron, y seguramente a los que vendrán.
Las secuencias de danza son lo mejor de esta película sobre el ascenso de una joven bailarina. El reputado coreógrafo de danza contemporánea Angelin Preljocaj debuta en la realización de largometrajes de ficción con una historia que le cae como anillo al dedo. Basada en la novela gráfica homónima de Bastien Vivés y codirigida junto a su esposa, la realizadora Valérie Müller, Polina, danser sa vie muestra el proceso madurativo, tanto artístico como personal, de una joven bailarina clásica que aspira a ingresar al ballet del Bolshoi. El recorrido de la chica (la rusa Anastasia Shevtsova) marcará un arco que irá desde la danza clásica hasta la neoclásica. En el medio, claro, sufrirá varios inconvenientes que amenazan con truncarle sus aspiraciones artísticas. Inconvenientes que abarcan desde una deuda familiar con la mafia rusa hasta desplantes amorosos y profesores particularmente críticos: por momentos los nudos son demasiados, haciendo que el film naufrague dramáticamente. Ese contexto empujará a Polina hasta Francia, donde conocerá a una particular coreógrafa (Julliete Binoche). Gracias a ella el film encontrará su núcleo más jugoso. Los números musicales, filmados en espléndidos plano secuencias o mediante milimétricos planos detalle, adquieren por momentos una dimensión poética que opera como contrapeso de la vertiente más inspiracional –y fallida– del relato.
Comandos azules y misóginos en acción. Podría pensarse en la falta de ideas que aqueja a Hollywood hace años, o en obligaciones contractuales que trascienden el ámbito estrictamente cinematográfico. También en la comodidad artística de partir de un universo previamente delineado o, claro, en el anhelo de que la taquilla devuelva una buena cifra de dólares. Las razones para el resurgimiento de Chips pueden ser varias, pero ninguna justifica el desgano generalizado que sobrevuela los 100 minutos de esta segunda película (hubo una primera a fines del siglo pasado) basada en aquella serie sobre dos policías de la Patrulla de Caminos de California que tuvo casi 140 episodios entre 1977 y 1983 y supo ser furor en la pantalla chica nacional. Furor que difícilmente se repita con esta versión siglo XXI, no sólo porque con el correr de los años su materia prima fue cubierta por un manto de olvido, sino porque se trata una de las comedias menos eficaces en años. Chips, que para su lanzamiento latinoamericano suma el subtítulo Patrulla motorizada recargada, toma de aquella serie apenas los nombres de sus dos figuras centrales y un aire de comedia policial ochentosa que, sin embargo, nunca termina de condensarse. Michael Peña interpreta a un agente del FBI al que le asignan una nueva identidad (Francis Llewelyn Poncherello, igual que el personaje de Erik Estrada) para infiltrarse en la policía californiana con el objetivo de desbaratar un grupo comando que asalta camiones blindados y cuyo cabecilla, se cree, pertenece a las fuerzas. Igual que diez de cada diez buddy movies, su compañero de aventuras encarna el reverso perfecto: Jon Baker (Dax Shepard) supo ser un as del manubrio en sus tiempos de estrella de motocross, y ahora busca reconquistar a su chica eligiendo la misma profesión que su ex suegro. Si la carta promete ser poco apetitosa, el plato servido es mucho peor. A fin de cuentas, el film dirigido, escrito y protagonizado por Shepard le suma a la falta de timing a la hora de los remates cómicos, un grado de misoginia insoportable, limitando a sus personajes femeninos al rol de meros objetos recreativos de los protagonistas en el mejor de los casos, o sometiéndolos a burlas y escarnios constantes en el peor. En medio de todo eso hay una trama policial resuelta con un descuido narrativo inhabitual para la industria norteamericana, llena de agujeros y arbitrariedades, además de un par de secuencias de persecución en moto filmadas con la misma despersonalización que las exhibiciones de los X-Games. Igual que en La llamada 3, otra película construida sobre la base de la fórmula y lo probado, brilla la figura del siempre inquietante Vincent D’Onofrio como el malvado de turno. Con un poco de aplomo le alcanza –y le sobra– para convertirse en el único miembro de todo el equipo que se toma en serio una película destinada al olvido.
“Strangers in the night, two lonely people...” Producida con fondos lituanos y finlandeses, Dos noches hasta mañana es un film concentrado en tiempo y espacio: la acción transcurre en menos de 48 horas en la habitación de un hotel, con esporádicas salidas al exterior. La ambición, sin embargo, es tan amplia como que se propone el menudo objetivo de abordar una cuestión tan vasta como las relaciones humanas en un contexto globalizado y de comunicación instantánea. Y lo hace mediante la interacción entre sus dos protagonistas, un hombre y una mujer en apariencia fuertes pero que en su interior esconden las fragilidades generadas por el bagaje de una vida compleja. Ella es Caroline (la canadiense Marie-Josée Croze, recordada por Las invasiones bárbaras), una reputada arquitecta francesa a cargo del proyecto de remodelación del aeropuerto internacional de Lituania y enfrascada en una relación sentimental que atraviesa un momento no precisamente bueno. Su compañero de aventuras es Jaako (Mikko Nousiainen), un DJ en plena cúspide de su éxito, acostumbrado a conciertos multitudinarios y giras kilométricas, pero aquejado por el tedio de la soledad y la monotonía. Ambos se conocen en el restaurant del hotel en el que se hospedan después de que él, ni lento ni perezoso, se acerque a la mesa de ella con un par de copas en mano. Se seducen, van a tomar algo, pasan la noche juntos, y al otro día se despiden con la idea de no volver a verse, pero el azar hará de las suyas sometiéndolos a un nuevo encuentro a partir del cual desnudarán los dobleces de sus personalidades. Claro que ese azar es en realidad el primer indicio de un guion de hierro que evidencia sus costuras aun cuando no quiera, y que guardará para sus últimos tramos un par de situaciones con olor a moraleja que obturan las aspiraciones naturalistas del relato. El tiempo compartido pintaba para convertirse rápidamente en una anécdota de viaje, en una válvula de escape ante esa realidad poco venturosa, hasta que las cenizas desprendidas de un volcán en erupción –situación que es también síntoma del peso metafórico de los elementos dramáticos– obliga a cancelar todos los vuelos, dejando a Caroline varada en la ciudad y sin lugar en el hotel. Un segundo cruce en el lobby terminará con él invitándola a quedarse en su habitación primero y a compartir un par de paseos y su recital después. Esas caminatas serán el marco ideal para una serie de charlas que irán de lo general a lo particular, de lo banal e intrascendente a lo profundo y personal, parábola que marca una creciente confianza entre ambos y el descongelamiento de un vínculo finalmente íntimo y franco. O al menos a eso aspira el director y aquí también guionista finlandés Mikko Kuparinen, porque en realidad casi todas las situaciones que ellos revelan –y sobre todo el momento en que lo hacen– responden más a una búsqueda de impacto en el espectador antes que a la apertura voluntaria de sus personajes. Cosas que pasan cuando se piensa un film únicamente como un mecanismo destinado a puntear emociones.
En el espíritu de la vieja “clase B” Un clásico relato de aventuras, que transcurre en pleno crepúsculo de la guerra de Vietnam, cuando un grupo de soldados estadounidenses entrega su última misión al servicio de la patria en una isla misteriosa donde conviven diversas criaturas fantásticas. Apenas una semana después de Logan: Wolverine, llega otro tanque con un nivel superior a la media. Uno que, a diferencia del circunspecto, oscurísimo y notable film de James Mangold, hace de la desfachatez y el desparpajo sus directrices principales, y que desde su concepción formal y narrativa entiende que lo mejor es separarse de los anglicismos que sirven de etiqueta para gran parte de las superproducciones del ala más mainstream de Hollywood. Porque Kong: La isla Calavera no es un spin-off, ni remake, ni reboot de la saga del gorila gigante. Tampoco dialoga con las entregas anteriores ni guiña el ojo al espectador entregándole en bandeja referencias gratuitas. En todo caso, encuentra apenas algunas similitudes con la imaginería visual de la versión de Peter Jackson de 2005, pero evita los senderos del gigantismo megalómano habituales en el neozelandés. Y no es lo único que evita, ya que a la habitual gravedad reflexiva le antepone un leve y burbujeante espíritu de aventura digno de un producto clase B travestido de superproducción que no se toma demasiado en serio a sí mismo. Que al plano cenital de un hombre cayendo en la boca del gorila gigante le siga, montaje mediante, el de uno de sus compañeros cargando una cuchara con comida enlatada es uno de los primeros indicios que al realizador Jordan Vogt-Roberts le importa menos la tecnificación del mito (cosa que sí le importaba a Jackson) que el establecimiento de una mirada distanciada e irónica. La presencia de Samuel L. Jackson, un actor con amplia experiencia en la construcción de personajes caricaturescos y pasados de rosca, es otro poroto en ese sentido. El afroamericano encarna a Preston Packard, la máxima autoridad militar a cargo de la exploración de la isla del título, que desde tiempos inmemoriales permanece oculta debido a la presencia de un frente de tormenta inmóvil a su alrededor. La teoría de uno de los científicos promotores de la iniciativa (John Goodman) es que allí conviven diversas criaturas fantásticas, alejadas de las de tamaño humano del resto del mundo, y que eso explicaría la desaparición de todas y cada una de las expediciones previas. El apoyo de un diputado (cameo de Richard Jenkins) marcará la luz verde definitiva para una nueva incursión en esa tierra misteriosa, esta vez acompañada por un grupo de soldados para los que, en pleno crepúsculo de la Guerra de Vietnam (el film de sitúa en 1973), significará su última misión al servicio de la patria. Durante esta primera media hora, pasada las presentaciones de rigor de los distintos personajes y los delineamientos argumentales, Vogt-Roberts juega con la iconografía visual y sonora de los films ambientados en la guerra del sudeste asiático en general y de Apocalypse Now en particular, empezando por esos operísticos planos en cámara lenta de los helicópteros y un soundtrack plagado de clásicos de Creedence, Jefferson Airplane, The Hollies y The Stooges, entre otros. Y culminando con esa pulsión beligerante de un Packard que ante la certeza de la presencia del mono gigante no duda en hacer lo que mejor sabe: bombear absolutamente todo. El grupo, compuesto por soldados, una fotógrafa (Brie Larson, ganadora del Oscar el año pasado por La habitación), un rastreador (Tom Hiddleston, el Loki de Los vengadores) y un veterano atrapado allí desde la Segunda Guerra Mundial (John C. Reilly, absurdo como en sus mejores colaboraciones con Will Ferrell), tendrá como objetivo máximo el llegar en tiempo y forma al punto de encuentro después de la dispersión inicial. Objetivo que en realidad es una excusa para un relato de aventuras clásico, con los protagonistas enfrentándose a lagartos gigantes, pajarracos prehistóricos sacados de Jurassic Park y una comunidad indígena local que, como casi todo aquí, sirve de disparador cómico.
La crueldad del paso del tiempo. Trainspotting empezaba con la huida de Renton (Ewan McGregor) después de un robo mientras su voz en off enumeraba las obligaciones impuestas por el entorno, desde elegir una carrera hasta comprar un auto y conseguir un trabajo. Era, entonces, un escape desesperado de la policía, pero sobre todo de un modelo socialmente establecido que él catalogaba, peyorativamente, como “la vida”. Realizada dos décadas después de aquel film emblemático no sólo para el cine sino también para el por entonces incipiente brit-pop, cuyo “Born Slippy” integró la banda sonora y con los años se convirtió en un auténtico himno generacional, la secuela arranca otra vez con Renton, pero ahora sufriendo un problema cardíaco mientras hace cinta en un gimnasio de Amsterdam. Justo antes de caer redondo, unos breves inserts de la película de 1996 ilustran sus recuerdos. Esa mirada hacia atrás no le genera melancolía ni nostalgia, sino la certeza de que sigue apresado en un mundo ajeno y que no comprende aunque se esfuerce. Lo mismo le sucede a una película que, ante la imposibilidad de ir hacia adelante, reacciona igual que su protagonista: se cierra en su pasado, se muerde la cola, gira sobre su propio eje. Nuevamente con el británico Danny Boyle (La playa, Slumdog Millionaire, 127 horas) al mando, T2: Trainspotting seguirá con el reencuentro de Renton con sus viejos camaradas después de regresar a la casa paterna en Edimburgo. A ellos tampoco les ha ido muy bien. Más bien todo lo contrario: el sacadísimo Begbie (Robert Carlyle) está guardado en la cárcel hace ya un largo tiempo y ahora idea un plan para escapar e iniciar a su hijo, quien aspira a estudiar una carrera universitaria, en el mundo del robo; Sick Boy (Jonny Lee Miller) se dedica al “negocio” del chantajeo junto a una prostituta de Europa del Este; y el buenazo de Spud (Ewen Bremner) sigue inyectándose aun cuando trató mil veces de recuperarse. El arribo del último eslabón del grupo, lejos de alegrías y abrazos, produce el reflorecimiento de reproches y tensiones grupales apaciguadas durante años, a la vez que algunas ideas para nuevos emprendimientos que difícilmente lleguen a buen puerto. Aunque es cierto que prácticamente nada llega a buen en puerto en la vida de estos cuarentones. En ese sentido, si antes sobrevolaba una idea de no futuro, ahora lo hace una distinta y mucho más oscura, que es que hay un futuro pero nadie sabe muy bien qué hacer con él ni cómo enfrentarlo. Por eso T2 es menos festiva y arremolinada, más reposada y definitivamente triste que su predecesora, y por eso el paso del tiempo, tema antes ausente, ahora se vuelve central mediante múltiples (por momentos demasiadas) referencias al film anterior e incluso a la infancia de Renton y compañía. Los que se mantienen son los juegos visuales del director. Esos movimientos de cámara, el montaje acelerado, los congelamientos y los encuadres descentrados podían ser relativamente sorprendentes a mediados de los ’90, pero hoy, ya convertidos en marcas estilísticas, huelen a gastado.
Un western crepuscular y fantástico. El tercer film en solitario del mutante con garras metálicas de X-Men cambia la pirotecnia habitual por una dimensión humana y trágica. Logan no es tanto un superhéroe de historieta como un héroe en el sentido más clásico y homérico del término. James Mangold ya había avisado. “Si estás buscando coreografías, un desafío a la gravedad o ciudades destruyéndose, ésta no es tu película. Acá la gente se lastimará o matará cuando la desgracia caiga sobre ellas”, se leía en el margen de una de las hojas del guión de Logan, que el realizador y también coguionista compartió en sus redes sociales en octubre del año pasado. Y vaya si cumplió, porque si hay algo que atraviesa de punta a punta las poco más de dos horas del tercer film en solitario del mutante con garras metálicas de X-Men –y segundo a cargo de Mangold después de Wolverine: Inmortal (2013)– es justamente un aire de desgracia generalizado y el cambio de pirotecnia por dimensión humana. Humana y también trágica, con la cercanía de la muerte, el duelo y el padecimiento de la agonía como núcleos temáticos fundacionales. Pero, ¿no era una de superhéroes? Sí, una de superhéroes pero con nada de “súper” y todo de “héroes”, en el sentido más clásico y homérico del término. Suerte de híbrido entre las superficies polvorientas y las criaturas descastadas de Mad Max con el sentimiento de hidalguía de la Trilogía del dólar de Sergio Leone, lo más preciso sería definir a Logan como western crepuscular de tintes fantásticos. Y plenamente consciente de su linaje y también de su contexto. Que Logan construya sus múltiples capas de sentido sin descuidar la tersura del relato, que sea oscura pero no grave y que inserte con sabiduría algunas escenas volcadas al humor habla de una película hecha con inteligencia y oficio. Que también sea una que entienda que el cine, más allá de los artilugios ficcionales que puedan adosársele, refiere irremediablemente al presente, ya habla de una película no sólo cimentada sobre la inteligencia, sino también sobre el pensamiento. Es, entonces, uno de los cada vez más esporádicos tanques pensantes e inteligentes entregados por Hollywood, uno que pinta la distópica sensación de un mundo en crisis, quebrado, beligerante, egoísta, violentísimo, gris y profundamente nihilista. ¿Primera superproducción de la era Trump? Podría serlo, ya que el film prefiere posicionarse más cerca de “este” mundo que del cada vez más abstracto y fantástico que habitan la mayoría de los encapotados. Incluso podría pensarse que el uso del propio cómic como elemento fundamental dentro del relato es una declaración de esa búsqueda de distancia. El film apuesta por el despliegue sereno y progresivo de sus cartas. En los primeros minutos se ubica en la frontera entre México y unos Estados Unidos salidos de un noir tex-mex viscoso y sucio. Allí encuentra a Logan (Hugh Jackman, extraordinario) alejado del Wolverine que supo ser, devenido en chofer de limusinas y muy cerca del fin, con dolores crónicos por los efectos de sus particularidades genéticas y la certeza de ser perseguido por las mismas fuerzas gubernamentales que años atrás aniquilaron a cuanto mutante existiera. Pero en realidad no está solo, sino que al sur de Río Bravo esconde al profesor Charles Xavier (Patrick Stewart), cuya mente ha sido declarada “arma de destrucción masiva”, y al rastreador Caliban (Stephen Merchant). Hasta que el pedido del traslado de una nena a la frontera con Canadá por parte de una mujer que lo reconoce altera los planes. No es cualquier nena, sino una con capacidades sobrenaturales que Logan –el personaje, pero también la película– descubrirá cuando las ponga en práctica. Puntazo para un director que muestra los pliegues y recovecos de ese mundo futurista pero cercano mediante detalles sutiles, y define a sus personajes con acciones y no palabras. Lo que sigue es la marcha de Logan y su “encargo” hacia un lugar que no conviene adelantar. Mucho menos de dónde sale la idea de ir hacia allí. La marcha tendrá mucho de fuga hacia adelante, como la ya mencionada Mad Max, de la que también toma su vértigo, su energía y una estructura de reposo-movimiento-acción constante. Física, siempre pegada al piso y alejadísima del gigantismo, en Logan hay poco y nada de la estética cada vez más cool y bombástica de Iron Man, Thor y compañía. Tampoco de su violencia anónima y despersonalizada: aquí, como vaticinó Mangold, la destrucción es menos arquitectónica que física y espiritual. Y como tal, los cuerpos sangran, los cuchillazos lastiman y los personajes sufren por dentro y por fuera, dando como resultado un relato corpóreo, triste y con una cantidad de litros de sangre digna de una de Mel Gibson. El desenlace es tan redondo, tan preciso y emotivo, que debería servir para que los superhéroes se retiren durante un largo tiempo: la que acaba de estrenarse quizá sea la película definitiva sobre ellos.
Una joyita del documental que no merece pasar inadvertida. Hay muchos documentales sobre el paso del tiempo, pero pocos que muestren sus efectos (positivos y negativos) con la claridad conceptual y carga emotiva de Nosotras/ellas. Vista previamente en el prestigioso Visions du Reel de Suiza, entre otros festivales, la ópera prima de la cordobesa Julia Pesce circunscribe su universo a nueve mujeres que abarcan un amplio espectro generacional, desde las tías ya ancianas hasta las nietas veinteañeras. El film acompañará a este clan –al cual pertenece Pesce, más allá de su ausencia dentro del relato- durante un año. En el interín, claro está, sucederá de todo: internaciones en geriátricos, muertes, duelos, puestas en común de recuerdos, jornadas de sol y descanso, embarazos, alegrías y tristezas que la realizadora mostrará con un enorme grado de sensibilidad y pudor. Pesce maneja con solvencia las elipsis y el fuera de campo, respetando la intimidad de sus personajes y mostrando los pliegues de los vínculos que las unen mediante una cámara que siempre está en el momento justo y en el lugar indicado. También es criteriosa a la hora de elegir los retazos de esas vidas conjuntas que, como muestra un desenlace redondo y justísimo, se perpetuarán en un futuro continuo.