El ocaso de un imperio Por esas curiosidades que depara la impredecible (y por momentos inexplicable) cartelera porteña, cinco años después de su paso por el Festival de Cannes y el Bafici llega el estreno comercial del opus dos del chino Wang Chao, Ri ri ye ye (2004). Con la oralidad prácticamente ausente en el relato, la narración avanza gracias al lenguaje gestual y corpóreo de sus protagonistas. El punto de partida es simple: Guangsheng (Liu Lei) es, además del amante de su mujer, el discípulo laboral de Zhongmin, mandamás de una mina de carbón a orillas del Río Amarillo cuya extinción se vislumbra tan próxima como inexorable. La monotonía impera, la rutina pisa fuerte. Pero la tragedia sucumbe al pequeño pueblo: una explosión destroza los cimentos del túnel y el jefe fallece ante la impotencia de su empleado, auto inculpado por el desastre. A partir de allí, el atribulado victimario comienza la lucha por remontar la mina mientras sus empleados reciben ayuda del Partido Comunista, siempre presente en la filmografía coreana actual, para emigrar hacia las grandes urbes, tierras de supuestas oportunidades. Como su coterráneo Jia Zhang Ke, Whang Chao muestra el daño que sufren las poblaciones marginales, faceta que el régimen ejecutivo se esmera por ocultar –son mundialmente conocidos los intentos del presidente Ju Hintao por bloquear las conexiones a Internet y silenciar a los opositores-, producto de los últimos treinta años de crecimiento constante de la economía china, hoy tercera en importancia mundial (superó a la alemana hace pocos meses) detrás de la de Estados Unidos y Japón. La economía de palabras y sonidos es otra característica de ambos directores. Así como el relato de Still Life (2006) o Useless (2007) se articulaba mediante la preponderancia de lo visual por sobre lo auditivo y lo sensorial por sobre lo narrativo, en Ri ri ye ye los personajes no hablan sino con movimientos y gestos, signos inequívocos de sus fluctuantes estados emocionales. Película acerca de sentimientos universales expresados mediante una lenguaje poco común para el paladar occidental, Ri ri ye ye es una apuesta hacia un cine absolutamente distinto al que inunda nuestras salas.
Hace varios días que vi Igor, creo que cinco o seis, quizás más, quizás menos, y hoy me enfrento a ese mal que aterroriza a todos los que en mayor o menor medida ejercemos el noble oficio del periodismo: la hoja en blanco. Confieso que la génesis de este texto me encuentra rezándole a la Divina Providencia para que ilumine mis dedos y me permita construir un texto cohesivo y coherente. Ya di todo de mí, entregué la totalidad de mis sentidos a la búsqueda de un enfoque atinado donde medianamente se haga un juicio valorativo acerca de la última película de este tal Anthony Leondis, anteriormente director de la secuela directo a DVD de Lilo & Stitch. Pero nada, no le encuentro la vuelta: pienso en el punto de vista que propone, y no. Pongo el ojo en la animación, normalita y correctita, y las ideas siguen de franco. Rememoro la visualidad de las imágenes, pero ese árbol hermoso y oscuro de reciente reestreno en 3D que es El extraño mundo de Jack tapa la totalidad del bosque cinematográfico y me impide vincularla con un dispositivo audiovisual previo. Analizo los personajes, la visión del mundo (y la ciencia) que Igor propone a través de ellos, pero el grillo sigue ocupando la sonoridad de mi cabeza. Relaciono la construcción de una criatura a imagen y semejanza de su creador, un pequeño Igor de abundante bonhomía que estuvo durante la totalidad de su vida bajo la sombras de un malvado científico, y las referencias no sobrepasan la obviedad de Frankenstein. Si es una comedia, debería pensarla como tal. ¿Es cómica? No demasiado, apenas algún que otro personaje secundario gana cuando apuesta al slapstick y al one-liner. ¿Es irónica? ¿Tiene la suficiente grandeza para dar una visión cosmopolita acerca de…no sé, algo? No al cuadrado. Quizás deba hacer una análisis ontológico del meollo. ¿Por qué siento este vacío creativo?¿Es inoperancia del redactor o ineptitud de Igor? Quizás no es una buena película, pero tampoco es mala. Simplemente es. Su metraje discurre indiferente: da lo mismo quien muere y quien vive; quien ama y quien no. Y eso es peor: no existe mayor pesar para el cinéfilo avezado que una película no despierte absolutamente nada, que ver una historia no como tal sino como una sucesión de cuadros inconexos, que los protagonistas espeten los diálogos, que la llegada de los créditos sea sólo el paso previo para el retorno la cotidianidad de nuestras vidas. Amén.
Como Crepúsculo, pero en serio Víctima de una engañosa campaña publicitaria, con afiche que promete "una de las mejores películas de terror de todos los tiempos" incluido, la multipremiada Criatura de la noche (Let The Right On In, 2008) es una historia donde el terror es apenas un elemento más de un complejo retrato del crecimiento, el amor y la identidad. La película de Tomas Alfredson es el reverso genérico de Crepúsculo (Twilight, 2008), con perdón a la producción escandinava. La criatura del título no es un torneado adolescente ávido de hemoglobina sino una doceañera siempre noctámbula, Eli (Lina Leandersson). Ella es la nueva vecina de Oskar (Kåre Hedebrant), un estudiante lacónico y solitario, objetivo predilecto de los embriones de pandilleros juveniles que tiene de compañeros de curso. Ambos establecen una relación que comienza amistosa y, al igual que en la primera parte de la saga de Stephenie Meyer, deviene en amor. Al igual que Marley y yo (Marley & Me, 2008) o Viviendo con mi ex (The Break-Up, 2006), melancólicas reflexiones sobre la convivencia y la maduración que sucumbieron ante la crítica y el público gracias al envoltorio de película descartable que implica la rotulación de “comedia pasatista” con que sus campañas publicitarias la presentaron, el encuadre de Criatura de la noche dentro del género del terror que proponen sus sinopsis oficiales y material fotográfico no sólo soslaya gran parte de su potencia artística sino que resulta escaso, insuficiente y por momentos hasta incorrecto. Sí, la protagonista y sus larga cabellera renegrida remite a los distintos exponentes del J-Horror que se adocenaron a comienzos de la década y la escena de la pileta mixtura el cinismo y la truculencia propia del gore. Pero esas premisas son sólo construcciones narrativas de una historia donde también están presentes elementos del drama romántico o del relato iniciático: del primero, la conflictiva ambivalencia entre las necesidades físicas vampíricas y los sentimientos humanos producen en Eli; del segundo, la maduración y el descubrimiento de la sexualidad de Oskar. Ambientada en los gélidos y desaprensivos suburbios de Estocolmo, con una narración alejada de los cánones habituales de las grandes producciones, el aspecto más rico de Criatura de la noche no es la búsqueda del susto ni la utilización de efectos sonoros sino la dicotomía entre del amor-alimento, también presente en la más superficial Crepúsculo. Es la certidumbre de que el gran amor de la vida puede ser también la colación de media tarde.
Hasta el infinito y más allá Escrita por el guionista de Shrek (2001), Joe Stillman, Planet 51 (2009) funciona en gran medida por la ironía y la autoconciencia para tomar los tópicos del cine clásico de ciencia ficción y construir una correcta sátira. Pero la corrección política final arruina lo que pudo haber sido: una película aún más redonda. A millones de kilómetros de la Tierra existe un planeta habitado por pequeñas criaturas verdes que, como los aliens de Toy Story (1995), tienen ojos saltones (dos, no tres), antenitas por sobre las orejas y boca pequeña. En este lugar aterriza la nave espacial comandada por Chuck Baker (voz de Dwayne “The Rock” Johnson en el inglés original), un astronauta cuya soberbia y pedantería le impiden percatarse de su existencia y cree ser el primero en pisar esas tierras supuestamente inhóspitas. Lem (Justin Long), estudiante responsable y futuro empleado del planetario, será el encargado de protegerlo ante sus coterráneos que creen ver en ese tosco y superficial terrestre un claro indicio de una invasión. Hay también una historia romántica apenas esbozada entre Lem y su vecina, una horda de personajes secundarios que, como en toda comedia que se precie de tal, funcionan de apoyo humorístico a lo largo del metraje. Pero el eje central es la revisión de los distintos exponentes, hoy legendarios que el género de la ciencia ficción cultivó desde mediados del siglo pasado. Desde La guerra de los mundos (War of the Worlds, 2005) hasta Alien: El Octavo Pasajero (Alien, 1986), pasando por 2001: Odisea en el espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), la ópera prima del español Jorge Blanco, parte del equipo creativo que diseño el popular juego de PC Commandos, no sólo no oculta sus referencias sino que las toma y las subvierte para que el espectador no empatice con el astronauta sino con Lem y sus coterráneos. Esa reversión del relato tradicional -aquí los extraterrestres no vienen a la tierra sino que nosotros vamos hacia ellos- permite un sátira que ridiculiza tanto a la construcción tradicional cinematográfica como al engreimiento militar norteamericano (cualquier similitud entre el área 9 donde encierran al astronauta con la ultra secreta área 51 en el desierto de Arizona no es pura coincidencia). Poco le importa a Chuck las repercusiones astro-físicas de la exploración de un terreno espacial desconocido. Para él sólo importa que su rostro sea tapa de las revistas y que su nombre se inmortalice en los anales de la farándula. Ese espíritu irónico se esfuma en un cuarto de hora final, donde todos se redencionan y la corrección política irrumpe en medio del la ironía, parezca más una imposición del estudio o de los productores que el deseo artístico del equipo creativo. La decisión de poblar el planeta con una sociedad similar a la norteamericana de los años 50 se relaciona, quizás, con retratar la época de máximo apogeo de la exploración espacial, cuando Estados Unidos y la Unión Soviética aspiraban a trasladar su conflicto a la lejanía de estratósfera. Blanco opta por incluir ese desarrollismo bélico en el menú y burlarse paneando un viejo depósito donde descansan inertes el Sputnik II y los trastos de distintos satélites que orbitaron durante aquellos años. Planet 51 apela al homenaje y a la sátira para construir una relato de humor e ironía que queda borroneado por un plumazo de corrección y lugar común. Mas vale irse quince minutos antes del cine. Lo que viene después definitivamente no vale la pena.
Joaquín, el grande Luego de varias postergaciones, llega Los Amantes, una historia clásica sobre desamores y soledades que consolida a James Gray como una de los mejores narradores estadounidenses de la actualidad, y a Joaquin Phoenix como un actor cuya sola presencia justifica el precio de una entrada. Él le pone el cuerpo y alma a Leonard, un treinteañero bipolar con tendencias suicidas cuyas aspiraciones amorosas quedaron sepultadas tras la ruptura con su prometida. Amable, dulce, contendora y familiera, la hija del socio de su padre, Sandra (Vinessa Shaw) se vislumbra como la reparadora de su corazón. Pero el cine sabe demasiado acerca de amores no correspondidos. En este caso, su frágil y misteriosa vecina (Gwyneth Paltrow) hará tambalear al delicado equilibrio emocional del protagonista. Hace poco más de un año, en silencio y sin rimbombancias mediáticas, se estrenaba Los dueños de la noche (We Own the Night, 2007), opus tres de un director del que ya se vislumbraba la maestría que alcanza en Los Amantes. La película protagonizada por Mark Wahlberg y Robert Duvall, menospreciada por la crítica e ignorada por el público, levantaba vuelo artístico no por la originalidad de su propuesta sino por el enorme talento del director, quien mixturaba una extraordinaria capacidad para aprehender al espectador a pesar de la nula originalidad de la propuesta: la típica historia acerca de la redención del descarriado hijo de un policía ejemplar se transforma así en una de las mejores películas de 2008. El punto de contacto entre ésta y Los Amantes, su cuarta película y tercera con estreno comercial en Argentina (La traición se editó en DVD en 2000), es la narración tan sólida como cautivante. Al igual que en Los dueños de la noche, Gray nos inmiscuye rápidamente en la vida de sus protagonistas. Tanto la escena de sexo de Los dueños de la noche como el intento de suicidio (magistral escena gris, ralentizada, de sonido aturdido y confuso: el estado emocional de Leonard en imágenes) que abren las películas son sintomáticas de las costumbres de vidas vaciadas de motivaciones, y del interés por trascender la monotonía que los envuelve: el trabajo rutinario en el negocio paterno y una familia tradicionalista y mentalmente pacata no parecen ser la forma de corromperla. Michelle maquilla con frescura y espontaneidad el alma en pena que le corroe las entrañas. Enamorada con locura de su amante, casado y con hijos, sufre por amor. Es entonces que Leonard se encuentra una posición inédita y desconocida. Así como Sandra es la encargada de contenerlo, escucharlo y acompañarlo, él debe hacer lo mismo con su vecina: el amor para Gray trasciende lo físico y lo carnal para convertirse en un acto de protección incondicional difícilmente simbiótica: es la lucha entre quien protege y quien se deja se deja proteger. Si a esta ecuación de por sí perfecta (gran director, una historia potente, hondura dramática, puesta en escena funcional con la trama) le adosamos que el personaje central es interpretado por Joaquin Phoenix, el cine está de parabienes. James Gray le exprime a su rostro pétreo e inexpresivo gestos inequívocos de una implosión siempre latente. Cabizbajo, cansino, Leonard es la desazón andante ilustrada a la perfección por un actor que se recibe de gigante. Los Amantes es una de las películas más románticas de los últimos años; no por su edulcorado desarrollo sino porque logra transpolar a la pantalla grande toda las complejidades que implican el establecimiento de una relación. Es dolorosa, compleja, triste. Como el amor mismo.
Uno, dos, ULTRAVIOLENTO! Contestatarios y rebeldes, íconos del hastío que la opresión militar provocó en gran parte de la juventud setentista, Los violadores cimentaron las bases del movimiento punk-rock nacional. Más emocional que analítico, con menos cerebro que corazón, Ellos son, Los Violadores, es un homenaje al desparpajo y anarquía artística de Pil y compañía. Desde sus comienzos en sótanos y antros cuando las manifestaciones reaccionarias estaban amordazadas por el aparato estatal, hasta la celebración de los 30 años del punk en el mítico estadio Obras, el director argentino Juan Riggirozzi reconstruye la historia de la banda y de sus músicos. En Ellos son, Los Violadores impera la autoconciencia de un movimiento signado por el espíritu libertario de sus practicantes. Las artificiosas desprolijidades formales (errores de ortografía en los epígrafes, malos encuadres y montajes) son parte de esa búsqueda constante por trascender las reglas preestablecidas del “sistema”, en este caso las de la los documentales tradicionales. De esta forma, el espectador ajeno al punk y a sus ideas permanece por momentos fuera de las acciones que ocurren en pantalla, sensación que se potencia con los testimonios de músicos (Gustavo Cerati, Wallas de Massacre, los integrantes de Cadena Perpetua, entre otros), periodistas (Eduardo de la Puente, Norberto “el ruso” Verea) y seguidores. La mayoría brindan loas hacia la banda y sus integrantes, dioses terrenales para los inconformistas sociales incapaces de poner en perspectiva al punk en general, y a la banda en particular. Esta sensación de falta de pertenencia se esfuma cuando Riggirozzi centra el relato en uno de los creadores de la banda y actual líder. Pil Trafa irrumpió en los escenarios con su elasticidad corpórea y movimientos físicos inagotables dignos del mejor Mick Jagger. Recuerda con orgullo sus enfrentamientos con la policía, su insaciable voracidad musical y su hambre de corromper la medianía social. Las imágenes de archivo que lo muestran sobre el escenario muestran a un adolescente desatado, iracundo, verborrágico y desfachatado. Hoy, a casi 30 años, se lo nota cansado, quizás finalmente corrompido por la medianía cotidiana. El recital de Volver Rock es paradigmático: Pil luce aplacado, es un ser apagado, lejos del cultor del destroce y el descontrol que supo ser. Aunque por momentos sectario y sesgado en sus tesis pro-punk, Ellos son, Los Violadores radiografía las diferencias artísticas que devienen en heridas aún sin cicatrizar, vislumbra un grupo de hombres que rozan el medio siglo de vida que pugnan por mantener el espíritu libertario de su adolescencia a través de su música.