Tras su paso por el BAFICI 2016 se estrena esta ópera prima de ficción de un director con amplia experiencia en el rockumental. Difícil obtener un dato que lo valide, pero el modelo narrativo de Antes del amanecer debe ser uno de los más replicados en las últimas dos décadas. Primer largometraje de ficción del realizador Mariano Goldgrob, que había codirigido los rockumentales Mono y ¿Qué sois ahora?, un documental sobre Pequeña Orquesta Reincidentes, Vapor es la historia del reencuentro de una ex pareja durante una tórrida noche porteña. El relato comienza con el encuentro casual de un hombre y una mujer (Julia Martínez Rubio y Julián Calviño) en la puerta de un velatorio. Ellos fueron pareja durante varios años, hace un largo tiempo que no se ven, y no tardará en surgir la idea de compartir una charla. El film muestra el derrotero de ambos en medio de una Buenos Aires realista y nocturna digna de la etapa germinal del Nuevo Cine Argentino. Lejos del cada vez más deslocalizado cine mainstream local, Goldgrob apuesta por cargar al espacio de particularidades. Allí, entre viajes en subte, cervezas en vasos de plástico y cigarrillos compartidos, la ex pareja irá poniéndose al día, develando progresivamente sus capas sentimentales más profundas. Vapor encuentra sus picos más altos en las interpretaciones de sus actores, que hacen de las miradas y la gestualidad dos elementos comunicacionales fundamentales. Hay por momentos un apremio narrativo generalizado que evidencia las costuras del relato, pero el resultado es una película amable, sincera y noble. Igual que sus protagonistas.
Un muy digno exponente del cine de género argentino. Pablo Benavidez (Guillermo Pfening) es un escultor y docente que tiene la desgracia de haber seguido el rumbo profesional de su padre, un reputado artista ya fallecido que, para casi todos, era mucho mejor que él. Para colmo su mujer (Paula Brasca) es una ex alumna que amenaza con superarlo, hecho que desata su explosión psicológica. Dirigida por Laura Casabé y basada en el cuento homónimo de Samanta Schweblin, La valija de Benavidez se convertirá rápidamente en un thriller psicológico. Sucede cuando Pablo llega hasta el caserón de su psicólogo (Jorge Marrale) en busca de asistencia, lugar donde rápidamente terminará formando parte de un particular experimento para inspirar artistas que el especialista comanda junto a una crítica de arte (Norma Aleandro). El film logra sostener un interés creciente gracias a un guión que dosifica no sólo la información, sino también entremezcla sus distintas vertientes con frescura y sapiencia. Sátira al snobismo del mundillo artístico, película de terror cuyo malvado es un psicólogo, comedia negra sobre un vínculo amoroso en quiebra, tenebrosa y, en sus mejores momentos, perversa, La valija de Benavidez es un digno exponente de un cine argentino que entiende -y se divierte con- los géneros.
Esta mirada impiadosa a la burguesía italiana expone de manera demasiado evidente sus intenciones (y lecciones). Hay películas cuyas ideas y opiniones sobre el mundo son consecuencia de las acciones –impuestas o voluntarias– de sus personajes, y otras en las que se da al revés. A este último grupo, usualmente conocido como “películas de tesis”, pertenece Nuestros hijos, del italiano Ivano De Matteo. El guión es implacable con sus protagonistas, a quienes empuja una y otra vez (y cada vez con más fuerza) hasta sus límites éticos, morales e incluso sentimentales. Sucede incluso desde su primer conflicto, desatado cuando un médico atiende a un nene baleado por un policía de civil a raíz de una discusión de tránsito, y su hermano (un abogado con pocos escrupulosos a la hora de hacer su trabajo) es el encargado de defender al acusado. Pero hay más, porque sobre la mitad del relato los hijos adolescentes de ambos dejan en coma a una indigente (¡!) después de molerla a trompadas y patadas a la salida de una fiesta. Sin testigos ni pistas concretas, la duda de la familia pasa por si es conveniente denunciarlos o no. Basada en un libro de Herman Koch, Nuestros hijos se propone como una exploración de los secretos sucios detrás de la aparente pasividad y confort de la burguesía italiana. El problema es que el film está demasiado preocupado porque se noten sus intenciones, y los quiebres de guión, sumado al carácter deliberadamente antipódico de sus cuatro personajes centrales, no hacen más que evidenciar los hilos de un relato menos preocupado por contar que por decir.
Un estreno español que daba más para un cortometraje que para un largo. La idea de El cadáver de Anna Fritz es lo suficientemente perversa como para llamar la atención: la chica del título es una hermosa actriz española que acaba de morir en la picota de su éxito, y su cuerpo ahora está en una morgue a la espera de una autopsia. Uno de los empleados del lugar y dos conocidos de él no tienen mejor idea que entrar para tener sexo con ella, sin saber que, en realidad, ¡está viva! No hay explicaciones ni motivos que justifiquen tamaña quiebre argumental y, a partir de ese momento, el film del español Héctor Hernández Vicens se vuelve un típico juego de poder entre ellos tres, con la mujer en pleno regreso al mundo de los vivos como botín. Los personajes repiten parlamentos y el relato gira sobre su propio eje una y otra vez, coqueteando así con el absurdo y marcando que el ínfimo suspenso de esta propuesta hubiera funcionado mejor en un cortometraje que en un largo de 75 minutos.
Sobre la pasión, la sangre y la carne. El director de Corazón valiente reincide en el melodrama con seguridad y firmeza. Su fábula de superación personal pone el foco en Desmond Doss, objetor de conciencia en la II Guerra Mundial. Hay una delgadísima línea que separa lo bueno de lo malo, la relectura de la copia, el homenaje del plagio, lo moral de lo inmoral, y también la rigurosidad histórica de la licencia narrativa. Todo esto podría sonar a obviedad para cualquier artista habituado a la creación de mundos ficticios, salvo, claro, para el inefable Mel Gibson, quien ya había demostrado en La Pasión de Cristo y Apocalypto que su interés pasa menos por anclar sus películas en coordenadas reales que en esculpirlas como una replicación perfecta, fotográfica de lo real. Con tres nominaciones para los Globos de Oro, entre ellas las de Mejor Película y Director, y con otras tantas pronosticadas para los Oscar, Hasta el último hombre es otra de las supuestas verdades absolutas que el también actor viene a revelarle al mundo entero, un film que, a diferencia del díptico compuesto por La conquista del honor y Cartas desde Iwo Jima, de Clint Eastwood, no genera preguntas sino que entrega las respuestas envueltas con moño para regalo de Reyes. Tanta fe se tiene el otrora Mad Max en su cruzada verista, que no incluyó la clásica leyenda “basada en hechos reales” en los créditos iniciales, sino otra aún peor: “Una historia real”. El director de Corazón valiente es quizá la figura menos progre y más pública y orgullosamente religiosa del star system norteamericano, alguien que, por si fuera poco, ha resistido con estoicismo el rechazo generalizado de la industria para terminar saliéndose siempre con la suya: basta recordar que, ante la negativa de todos los estudios para financiar La Pasión de Cristo, absorbió los costos de la producción de su propio bolsillo. Es, entonces, un hombre convencido de su Verdad y su credo, pero también, y aquí está la buena noticia, del poder del relato y, sobre todo, de las herramientas cinematográficas para llevarlo adelante. Es en ese sentido que la historia de su quinta incursión en la dirección de largometrajes le cae como anillo al dedo, sirviéndole para narrar una Pasión -en el sentido más bíblico del término- que tranquilamente podría ser la propia. Desmond Doss entró en la historia grande de la Segunda Guerra Mundial al convertirse en el primer objetor de conciencia en obtener una Medalla de Honor después de haber salvado a más de 70 soldados de una muerte segura. La particularidad es que lo hizo sin empuñar un arma. Esto porque Dios dice con bastante claridad que matar es pecado, y el pibe, devoto adventista, asistente fiel a la iglesia del pueblo y con cuanta iconografía bíblica exista empapelando las paredes de su casa, está dispuesto a todo con tal de cumplirlo. Allí estará, entonces, el pobre Desmond (Andrew Garfield, el actor con más cara de buen tipo de Hollywood) bailando de lo lindo durante el entrenamiento, soportando las burlas y ataques a trompada limpia de sus compañeros, perdiéndose el casamiento con la enfermerita que lo corresponde y enfrentándose a una Corte Marcial de la que es salvado por una carta entregada por papá –redención para un personaje hasta ese momento detestable– justo cuando el martillo del Juez se aprontaba a golpear el escritorio. Todo lo anterior suena a culebrón, y en parte lo es. Gibson navega las aguas del melodrama con seguridad y firmeza, amarrando en cada uno de los mecanismos habituales del género y exigiendo, igual que en Apocalypto, a su obcecado protagonista hasta el límite de su resistencia física y psicológica. Que suene como candidata para los Oscar es síntoma de que alguna de esos mecanismos toman el cauce que tiene al Dolby Theatre como destino máximo. Es, a fin de cuentas, una de las tantas fábulas de superación personal, y sobre todo burocrática, que tanto gustan a los académicos, e incluye, entre otras cosas, una traumita familiar de esos que valen su peso en nominaciones (casi mata al hermano de un…ladrillazo), alegorías que de tan obvias se vuelven risibles y un protagonista patriota, éticamente intachable y que para colmo exuda agua bendita por los poros. Ya con el film situado en la isla de Okinawa, donde se libraría una de las batallas fundamentales para la caída del imperio japonés, el doctorcito entra en acción –sin armas, obvio–, y la película también. Amante hasta lo patológico de la destrucción de la carne, el director saca su Mr. Hyde de entre la capas de sacarina para poner la cámara donde nadie y entregar las escenas bélicas más crudas, impactantes y convincentes que se recuerden, construyendo así una película física, rabiosamente analógica, sangrienta y palpable: pocas veces el polvo, la humedad y la certidumbre de la muerte se vuelven una experiencia tan sensorial como en Hasta el último hombre, película que guarda para su desenlace una escena que podría sonrojar a más de uno, pero que, sin embargo, es un cierre justísimo, acorde a un director que, como Doss, asciende aquí a su propio paraíso.
Disney produjo y lanza esta película basada en la historia real de una jugadora de ajedrez ugandesa dirigida por la realizadora de Salaam Bombay!, Mississippi Masala y La boda. No hay una razón muy clara para explicar por qué el cine puede interesarse en un deporte eminentemente mental como el ajedrez. Quizás porque el arquetipo de jugador solitario y misántropo permita tematizar cuestiones como la obsesión y la locura, además del temple y la perseverancia que subyace en toda película sobre una competencia. En Reina de Katwe el “juego ciencia” importa poco aun cuando ocupe el centro del relato: lo que en realidad interesa aquí es la superación y el carácter inspiracional, dos de los pilares fundamentales de la filmografía del estudio Disney. Basado en el libro de La princesa de Katwe, del norteamericano Tim Crothers, el film de Mira Nair narra la historia real, con las consabidas licencias del caso, de Phiona Mutesi, una jovencita nacida en uno de los barrios marginales de Uganda –que es lo mismo que decir en la parte más pobre de un país de por sí pobre– que encontró en el arte de mover peones, caballos y alfiles un camino para convertirse en uno de los máximos referentes de su país. Reina de Katwe desanda los caminos habituales en este tipo de relatos, desde la llegada de Phiona al ajedrez y la constante superación de adversidades, pasando por un maestro/tutor noble y bondadoso hasta la resistencia de la madre y el paulatino ascenso en los peldaños rumbo al éxito, todo con el habitual profesionalismo narrativo y técnico del cine norteamericano. Lo más parecido a algo original hay que buscarlo en una puesta en escena que no estiliza la pobreza, sino que la vuelve cruda y auténticamente pestilente. Reina de Katwe es, entonces, un film convencional, autoconcientemente afincando en su carácter inspirador, que entretiene con dignidad y sin demasiados sobresaltos. No es mucho, pero para sacudir la modorra pos-Navidad es suficiente.
El director de Código Enigma rodó esta película que va del existencialismo a lo metafísico y lo romántico para luego derivar en el cine catástrofe. Despertarse en plena madrugada, pispear el reloj y darse cuenta de que aún quedan unas cuantas horas de sueño es un alivio, siempre y cuando sea posible volver a dormirse. Caso contrario, las vueltas en la cama se vuelven norma, y el tiempo parece dilatarse hasta niveles desesperantes. Lo que les sucede a Jim (Chris Pratt) y Aurora (Jennifer Lawrence) es, entonces, una de las peores pesadillas posibles. Pasajeros comienza con el despertar de Jim después de un estado de inconciencia que se prolongó por lo que él cree que fueron 120 años, tiempo que la nave espacial Avalon demoraría en recorrer la distancia entre la Tierra y el nuevo planeta en el que la humanidad plantea dar una vuelta de página y empezar una nueva vida. El problema es que en realidad fueron “apenas” 30, y despertó debido a una falla mecánica irreparable de su cápsula: es –y será– el único ser vivo dentro de Avalon durante 90 años, ya que está programado que el resto del pasaje despierte cuando falten dos meses para llegar a destino. Como en Misión a Marte o un Robinson Crusoe espacial, Jim deberá lidiar con la soledad de la mejor manera posible. Lo hace, primero, intentando solucionar los problemas (un mensaje a la Tierra demorará unas cuantas décadas, entre ida y vuelta), después disfrutando las bondades de las lujosas instalaciones y, por último, investigando la historia personal del resto del pasaje. Ahí descubre a Aurora, a quien, debate interno mediante, decide despertar fingiendo otro desperfecto. Ella, claro, no lo sabe, y entre ambos iniciarán una relación forzada que después devendrá en un vínculo romántico. El film del noruego Morten Tyldum (El Código Enigma) podría definirse en su primera mitad como un híbrido entre el existencialismo de En la Luna, de Duncan Jones, y un carácter metafísico propio del cine de los hermanos Wachowski para después virar hacia una suerte de exponente del cine catástrofe, en línea con Gravedad, cuando descubran que el desperfecto afecta a bastante más partes que las cápsulas de hibernación. Si todo suena a cocoliche se debe a que lo es. Por momentos confusa y derivativa, hay algo sin embargo magnético en la ambición de un relato que va por todo y se anima a coquetear con el ridículo sin caer en él. Pratt y Lawrence, por su parte, son los capitanes de esta nave que, gracias a su capacidad, logra amarrar en buen puerto.
Un digno exponente de terror con zombies y excesos gore de origen danés. El cine de terror no sabe de calendarios ni de festividades, y las películas de ese género siguen lanzándose una tras otra. En este caso se trata de Ellos te están esperando, una producción proveniente de Dinamarca dirigida por Bo Mikkelsen sobre una familia de clase media de un apacible barrio escandinavo que de buenas a primeras debe enfrentarse a algo que ellos no saben muy bien qué es. Sucede cuando, por razones que el guión elige omitir, un ¿virus? empieza a propagarse sin control, obligando a las Fuerzas Armadas a declarar el Estado de Sitio y a poner la ciudad en cuarentena. Es en ese contexto que Gustav debe dejar de lado las internas familiares y, junto a unos vecinos, iniciar una lucha por sobrevivir contra una horda de zombies hambrienta. No hay nada demasiado original en un film que apuesta menos a la grandilocuencia que a un tono inquietante y ominoso. La idea de un grupo de personajes obligados a resistir en un espacio cerrado y el desconocimiento de lo que está sucediendo puertas afuera emanan un aire al cine de John Carpenter, aunque con el correr del brevísimo metraje (apenas 80 minutos) el asunto irá corriéndose hacia una auténtica cacería que cruza el espíritu de The Walking Dead con el gore más crudo. Ellos te están esperando es, entonces, un digno exponente del género que debe verse un tiempo después de haber digerido la comida navideña
Los “Doce del patíbulo” pero espaciales. El estudio Disney, ahora a cargo de la saga creada por George Lucas, propone la primera de las dos producciones derivadas del tronco original, que funciona como un relato autosuficiente y medianamente periférico a la historia central. Predomina el espíritu aventurero. Pasan las décadas, los directores, los actores e incluso el mismísimo George Lucas, y sin embargo Star Wars sigue ahí, firme junto a la grey seguidora del enfrentamiento eterno entre el lado oscuro y el lado luminoso de la Fuerza. Ya con su demiurgo definitivamente alejado de los roles creativos centrales y la aceitada lógica de explotación comercial del emporio Disney lubricándolo todo, la tercera etapa de la saga, iniciada el año pasado con El despertar de la Fuerza, se aproxima a un punto medio que recién alcanzará en 2017 con Episodio VIII, y culminará en 2019 con el IX. Para calmar la ansiedad y, por qué no, instalar definitivamente la marca entre los millennials, a quienes los efectos especiales y el tempo dramatúrgico de fines de los 70 y principios de los 80 les generan cualquier cosa menos una conexión emocional similar a la de los seguidores de antaño, el estudio de Mickey preparó dos spin-off que funcionan como relatos autosuficientes y medianamente periféricos a la historia central. Lo que no implica, claro, que una somera familiarización previa con los nombres fundamentales de este universo no sea bienvenida. La primera de esas derivaciones es Rogue One: Una historia de Star Wars, y su lanzamiento mundial –Argentina incluida– concretado hoy (la segunda llegará en 2018) será, para algunos, una grandísima noticia; para la gran mayoría, en cambio, se tratará de otro de los tanques hollywoodenses que inundan la cartelera jueves tras jueves, uno que para colmo es bastante parecido al anterior y seguramente al que vendrá. Esto porque la velocidad del recorrido narrativo, el carácter meramente funcional de sus personajes, los diálogos pesadamente escritos y la tendencia a avanzar menos por progresión dramática que por acumulación de situaciones están fechados en una contemporaneidad absoluta: basta ver el volumen y la forma expositiva y frenética con que se plantean los sucesos durante la primera hora para comprobar que, al menos en este sentido, la adaptación de la saga galáctica a los usos y costumbres del cine multitarget del siglo XXI está yendo por el buen camino. Situado en algún punto entre el Episodio III y IV, y con Gareth Edwards (Godzilla) como director, el film comienza con el secuestro de un científico colaborador del Imperio acusado de traición (Mads Mikkelsen), hecho del que su pequeña hija Jyn es salvaguardada gracias a la intervención del rebelde radical Saw Gerrera (Forest Whitaker). Un tiempo después, la nena devenida en mujer (Felicity Jones) y el soldado ya convertido en mito huirán junto a otro compañero de armas (Diego Luna) a una luna desértica llamada Jedha. Difícil atribuirle a la casualidad que allí se desarrollen un par de secuencias de acción urbana con enfrentamientos cuerpo a cuerpo dignos de una guerra de guerrillas y más cercanos a un ideario distópico que al de la cultura de los sables láser. A fin de cuentas, si el término Star Wars quedó asociado directamente a una de las etapas más álgidas de la Guerra Fría, tiene lógica que el nombre de este escenario –en el que transcurre gran parte de la primera mitad del metraje y que está, claro, gobernado por el Mal– sea el mismo de la ciudad más importante de la provincia árabe de La Meca, cuna del islamismo al que Estados Unidos viene enfrentándose, directa o indirectamente, desde el 11-S. No tiene demasiado sentido coquetear con el spoiler, en parte para velar por la integridad física del cronista, pero sobre todo porque los quiebres de guión suceden a intervalos tan cercanos como regulares. Sí vale decir que recién sobre su segunda mitad Rogue One clarifica su berenjenal de escenarios y nombres para convertirse en un relato límpido, terso en su desarrollo y con un espíritu aventurero amable e incluso estimulante. En este tramo, el director Edwards demuestra haber aprendido algo de J.J. Abrams, responsable del Episodio VII y quizá quien más y mejor comprende el actual paradigma de cine de gran espectáculo contemporáneo. Lo hace planteándole a su troupe de héroes descastados el robo de unos planos como misión, convirtiendo al film en una suerte de Doce del patíbulo que no transcurre en la Segunda Guerra Mundial, sino “hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana”.
Unos petardos que se quedan sin pólvora. Los rituales navideños contaminan prácticamente todos los ámbitos de la vida occidental, y el oportunista cine de Hollywood no es la excepción. Desde allí, y para estas fechas, siempre proviene algún título que hace de la familia, la amistad, la reconciliación y cuanto sentimiento optimista exista sus nortes inamovibles, machacados en desenlaces que, de transcurrir aquí en lugar de Estados Unidos, incluirían pan dulce, turrones y alguna bebida espumante para el brindis. Fiesta de Navidad en la oficina cumple a rajatabla todos esos mandatos aun cuando en principio parezca que no. Presentado desde su tráiler y sinopsis como un nuevo exponente de ese cine destructivo y catártico que desde ¿Qué pasó ayer? se ha vuelvo norma entre los principales creadores de la comedia norteamericana contemporánea, el film de Josh Gordon y Will Speck (la misma dupla detrás de Patinando a la gloria, con Will Ferrell) arranca como para llevarse puesto todo, desde el universo corporativista hasta la mismísima liturgia navideña, y termina… bueno, igual que diez de cada diez películas que tienen arbolitos decorados, disfraces de Papá Noel y nieve como marco. La primera media hora es buenísima y parece sacada de una comedia de Mike Judge, comparación de la que la Gordon y Speck parecen hacerse cargo incluyendo en roles centrales a Jason Bateman y T.J. Miller, protagonistas de Extract y Silicon Valley, respectivamente, últimas creaciones del realizador de Beavis and Butthead e Idiocracia. Como en aquel film de 2009, el personaje del primero, Josh, pone al servicio de una empresa al borde del colapso su temple y mesura. E igual que en la serie que actualmente emite la señal premium HBO, el del segundo, Clay, es en gran parte responsable del desmadre por venir gracias a una pulsión vital por la joda en detrimento de la responsabilidad y el manejo de números, dos características indispensables para el cargo de jefe que ocupa en la sucursal de una compañía informática al borde de la quiebra que alguna vez perteneció a su padre ya fallecido, como bien le recuerda su hermana, y también CEO, Carol (Jennifer Aniston). Esa enunciación de un familiar ausente es, además, la primera luz de alerta de todo lo que vendrá cuando el metraje ya desande su última parte. La propuesta de Clay para levantar los números rojos es hacer lo que preanuncia el título e invitar a un posible socio a divertirse un rato. Gran parte del núcleo central del film estará dedicado, entonces, a esa superfiesta realizada entre escritorios, ficheros, fotocopiadoras y dispensers de agua especialmente modificados para la ocasión, elementos que servirán, a su vez, de disparadores de los mejores chistes. El problema de Fiesta de Navidad… es que circunscribe su carácter desaforado y salvaje a las partes antes que al propio relato. Así, a medida que el amanecer se acerque prácticamente todos se darán cuenta que actuaron mal, que el descontrol no conduce a nada y que no hay nada mejor, ni que tire más, que el linaje sanguíneo.