El nuevo largometraje del director Diego Fried es un rape & revenge (violación y venganza) polémico, pantanoso, que así como carga con el mismo grado de intensidad anímica, sufre varias asperezas narrativas que elige pasar por alto. El día previo a su casamiento, Laura (Jazmín Stuart) y Daniel (Esteban Bigliardi) arriban a la casona del padre de ella, León (Gerardo Romano), para relajarse horas antes de la celebración que tendrá lugar ahí mismo. Lejos de descansar, la futura esposa discute con su pareja y se va de la casa-quinta sin destino. La errancia termina al toparse con una fiesta electrónica donde las personas bailan mientras escuchan la música con auriculares. Entre el nerviosismo por lo que sucederá mañana, y una necesidad desahogo, Laura se suma a los jóvenes y descarga todas las tensiones acumuladas. Primero bailando, luego con un chico, hasta que del beso apasionado, la imagen va a corte y la vemos en la oscuridad caminando entre lágrimas. Con tal de tironear la narración al festín de venganza desenfrenada que es lo que exige el subgénero y, al fin y al cabo, lo único que realmente le interesa a la película, se saltean algunos trámites cruciales de guion como si fuesen obstáculos que hay que desmalezar para no perder tanto el tiempo. Ya la decisión impulsiva de irse a caminar sin rumbo está vagamente justificada por una embriaguez que nunca vemos. Si desde que llegan a la estancia Laura se presenta como una mujer con carácter, aguerrida y con cierta alteración interna por el evento del día siguiente, las copas de más que le señala Daniel no parecen modificar en nada su comportamiento. De la misma forma que entre el shock post-traumático y su impulso reaccionario casi no hay puntos medios. Laura regresa angustiada a la casa y a las horas, sale de nuevo, ahora con el arma cargada en la mano lista para inaugurar la cacería. Esta primera mitad no tiene otra razón de ser que poner en evidencia las conductas patriarcales que encapsulan a la protagonista y eso no está mal. De hecho, está muy bien siempre y cuando se tenga el tiempo para desarrollar todas esas micro-violencias que se suponen silenciosas (algo que en Los sonámbulos de Paula Hernández -2019- se resolvió con más sutileza que erupción), en vez de quedar reducida a la planicie de un poderoso cabeza de familia que le dice “princesita” a su hija y “cuidamela” a su yerno, el mismo yerno que inmediatamente después de la violación la presiona en la cama para tener sexo. Lo que nos queda entonces es que en el comprimido lapso que va de la tarde a la noche, Laura es víctima de todo lo que una mujer puede llegar a sufrir, y si el tecnicismo suntuoso de la cámara lo acompaña, no habría nada capaz de detener la implosión de la furia femenina. Sin embargo, no se le permite ni eso, de modo que los que van a encargarse de la venganza son su padre y futuro esposo, ambos amparados bajo la lógica machista de que el cuerpo violentado les pertenece, y por ende, la justicia por mano propia debe correr por su cuenta. Así es como los directores aprovechan para subrayar otra vez la opresión masculina, ahora sí con un sentido dramático no tan tosco, poniendo a su vez a prueba Laura que queda desplazada a la pasividad. Es cierto que el rape and revenge al sostenerse bajo una estructura esquemática que va de un punto A a un punto B obliga, por el nivel de intensidad de ambos elementos, a tener que dar por entendidas algunas cuestiones. Históricamente, la distancia de clase explicaba sin mucha vuelta el porqué de la violación. La víctima concentraba para el atacante un doble deseo prohibido. No solo se apoderaba de un cuerpo femenino, sino de uno femenino y de una clase social superior, inalcanzable. La fuente de la doncella (Ingmar Bergman, 1960), Perros de paja (Sam Peckinpah, 1971), o hasta La Patota (Santiago Mitre, 2015)-que lleva con polémica hasta el extremo esta problemática dejando inconclusa la segunda pata del género al reemplazar venganza por perdón- son ejemplos claros. En este sentido, en un primer momento La fiesta silenciosa le escapa a este prejuicio al instalar su relato dentro de una geografía económicamente acomodada, de quintas inmensas y chicos bien que hacen lo que quieren cuando los papis no están en casa. Sin embargo, según la película, el que viola a Laura de ninguna manera puede llegar ser el carilindo con el que se estaba besando. Al principio, los flashbacks que sacuden a la protagonista no ayudan a entender bien el porqué de la angustia. Si es por haber engañado a su marido horas antes de casarse o porque el joven se propasó. Luego se revela que en realidad hubo un tercero en escena y que el violador era uno de los amigos, el anfitrión de la fiesta y como no podía ser de otro modo, el chico gordo que al no ser atractivo, el único método que encuentra para estar con una chica es violándola. Digamos entonces que lo que no tiene de prejuicio de clase, lo tiene de gordofobia. La intención de fondo pudo ser otra, un discurso contra la obligación por responder a cierto mandato masculino, pero de nuevo, el personaje de Maxi -que junto al resto de los chicos esta extraviado sin encontrar el camino de regreso a Proyecto X (Nima Nourizadeh, 2012)- queda como la única bestia en este lío. El suspenso arrolla con todo y no hay tiempo para andar reponiendo nada por lo que resulta más fácil teñir las zonas grises de rojo sangre y ya. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Existen pocas cosas tan cinematográficas como la noche de una gran ciudad en movimiento. Velocidad, oscuridad y luz artificial. Elementos que arman una imagen hipnótica, propia de una experiencia, a esta altura de los tiempos, trasnacional. El sol cae, las luminarias se encienden y todas las metrópolis, en algo, se empiezan a parecer. En el nuevo largometraje de Eryk Rocha, hay un paisaje que se reconoce universal: autopistas ligeramente alumbradas, edificios que se erigen como paredones y un ronquido sostenido que se escucha desde cualquier punto del mapa. La Río de Janeiro de Breve miragem de sol nada tiene que ver con la postal balnearia y turística que todos conocemos. El registro que el realizador hace de las calles cariocas son imágenes vivas, salvajes, que buscan captarlas con todo el espíritu trepidante que llevan dentro. A esa veta documental, interesante por su sentido sociológico y por la intención de examinar una geografía en constante cambio, se le agrega una ficción minimalista pero útil para dirigir el punto de vista. La ciudad entonces la percibimos desde la mirada Paulo, un hombre recientemente divorciado que comienza a conducir un taxi para así poder pagar la manutención de su hijo al que se ve obligado a acariciar agrandando y deslizando sus fotos en la pantalla fría de su smartphone. Mientras escribía el guion de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), el concepto que movilizaba a Paul Schrader era el del automóvil como “un ataúd de metal”, “símbolo de la soledad humana”. En Paulo (Fabrício Boliveira), el vehículo se vuelve extensión más de su cuerpo. Lo usa para trabajar, para descansar y hasta para tener sexo. Pero lo que en Travis era vagabundeo motorizado, acá es una necesidad de primer orden: conseguir dinero para vivir y no perder la tenencia de Mateus. Esto lo obliga a lidiar con algunos pasajeros que pierden de vista que conducir un taxi durante la noche es un laburo como cualquier otro, por más desincronizado que esté del resto. Paulo vuelve a su departamento cuando los demás van a trabajar. Trata de dormir cuando el ruido urbano es más intenso que nunca. “Duermo y parece que no descanso” le comenta Katrina (Bárbara Colen), amante del conductor y única persona con la que se le permite al protagonista compartir los escasos momentos de felicidad que hay en toda la película. Rocha va a retratar la rutina nocturna del taxista a través de un uso cada vez más opresivo del primer plano. Se va a ir acercando al rostro de Paulo hasta terminar exprimiéndole en dos o tres ocasiones algunas lágrimas que alcanzan a transmitir todo un malestar de bronca e impotencia. El llanto es reacción a las contingencias económicas y a la distancia que lo separa de su hijo, dos caras de una misma moneda. Pero también es reacción al universo al que debe introducirse cada noche en la que agarra el volante. En este sentido, la relación que se arma entre el adentro y el afuera es permeable. A través de la radio y los mensajes de voz que recibe a su celular por parte de sus colegas, el mundo externo invade violentamente el interior del taxi con comentarios sobre el estado del tráfico, accidentes, delitos, muertes y hasta la advertencia de un huracán categoría 1. La cartografía de Río de Janeiro se amplía en una especie de espectro infinito que hiperestimula al individuo a una velocidad abismal. Los límites físicos desaparecen, los sonidos son difícilmente localizables mientras que la violencia adquiere un carácter omnipresente como algo que puede surgir en cualquier momento y lugar. Por eso, rara vez la cámara va abandonar el vehículo. Cuando Paulo obliga a que un grupo de jóvenes borrachos se bajen del auto, situación que termina con un forcejeo en la vereda, vemos todo desde la zona segura del asiento. La asfixia del encierro se convierte en cautela. Breve miragem de sol se vive como un thriller inconcluso, en completo estado de alerta. Uno cree estar ante una persecución al oír sirenas de policías aturdiendo fuera de campo y una imagen oscura, enterrada, que no consigue revelar los cuerpos en la sombra. Se respira la sensación de que algo malo está por suceder cuando es la fatiga, el insomnio y la precarización laboral que golpea al protagonista sin tocarlo, lo que ya está ocurriendo. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Pareciera ser tarea fácil traducir un género nacido y criado en el corazón estadounidense como es el western a nuestras tierras. No solo porque lo paisajístico esté tan a mano; solo habría que reemplazar cactus por matas y el desierto de Texas por alguna estepa inhóspita de esas que abundan a lo largo del territorio, sino porque la historia que esconde el suelo argentino no difiere demasiado de la del país del norte. Nadie puede negar que el racismo en Argentina es un virus que existe desde su origen y que hasta el día de hoy sigue circulando impune por sus venas. Uno de los grandes logros de Tamae Garateguy está entonces en su capacidad de traer esas tensiones genealógicas al interior de un relato actual y no tanto, la acción mecánica de rellenar moldes con ingredientes autóctonos. Pero hay otros elementos que vuelven a Las Furias atractiva dejándola por encima de la media de las pocas películas nacionales de género que se estrenan. Por un lado, el gran poder visual, que guste o no, llama la atención, y por el otro, cierto gesto irreverente que la acerca al explotaition de esa camada de road movies noventeras adictas a las armas, a la ruta y a la fuga, y que le permite expandir a su modo y su capricho las fronteras genéricas. Como herederos criollos del romance fugitivo de Bonnie y Clyde (Arthur Penn, 1967) el destino de Leónidas (Nicolás Goldschmidt) y Lourdes (Guadalupe Docampo) también está signado por la tragedia desde el momento en que ambos jóvenes rechazan los mandatos familiares. Mientras que él rompe con el linaje y la tradición del pueblo Harpe, ella se vuelve una herejía para su padre, un terrateniente machista y abusivo caricaturizado por un Daniel Araóz en plan patter family norteño. Es en esta tensión de clase donde Garateguy encuentra el espacio para hablar de temas que reverberan en la actualidad como son el arrebato de tierras a los pueblos originarios, la violencia de género y la represión policial. Envueltos entonces en una especie de amor shakesperiano, a la pareja no le queda otra que abandonar el pueblo pero en el intento Leónidas es sentenciado por un crimen que no cometió. La película va a comenzar ahí donde termina la condena para después ir reconstruyendo desde extensos flashbacks las piezas faltantes de la historia. Ni bien lo vemos salir de la penitenciaria, inmediatamente el universo de la película adquiere un tono cobrizo y eléctrico, anticipando un escenario marcado por la sed de venganza. Entre pasado y presente hay siete años y un misterio que entre enredos y desvíos se va a ir revelando hasta llegar al porqué de la furia de Leónidas y Lourdes para con unos hombres que los persiguen. No van a pasar ni diez minutos que la hemoglobina ya enchastra la pantalla. Una muerte en clave gore descoloca y al no retomarse; salvo por una escenita más con cráneo destrozado por puerta de auto y hueco narrativo groso, da la sensación de estar ahí para satisfacer el antojo sangriento de la directora. Sin embargo, habrán otras decisiones como el conjuro místico indígena que toma prestado de Asesinos por naturaleza (Oliver Stone, 1994) o la coloración irreal de los cielos, que lejos de ser desvarío estéticos, cargan a Las Furias de un espíritu libérrimo y vuelven único a este western asfáltico y nacional. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Barbijos, góndolas vacías, filas en farmacias, paranoia, hipocondría, ansiolíticos para calmar el sistema nervioso. ¿Suena familiar? Tóxico del director Ariel Martínez Herrera podría pecar de oportunista si no fuese porque el guion comenzó a escribirse en 2008, inspirada más en la coyuntura de la gripe A que en una búsqueda premonitoria. Por suerte, el universo planteado está bastante más alejado que nuestra circunstancia actual y cercana a un contexto apocalíptico, irreversible, donde la única solución es escapar hacia algún lado, no importa dónde. El germen acá es una epidemia de insomnio. Se contagia como la gripe y convierte a las personas en una especie de zombies ojerosos que más que mantenerse en estado modo avión, viven en un completo ataque de nervios. Un futuro distópico al que se le suman el descontrol social, una escalada fogoneada por las fuerzas de seguridad y una tasa de suicidios en constante aumento. La atención entonces recae en la fuga de Augusto (Agustín Rittano) y Laura (Jazmín Stuart). Una pareja que partirá a bordo de un motorhome a una casa en el medio del campo donde, se supone, se encontrarán a salvo. Tóxico responde a la lógica de la road movie donde van apareciendo personajes secundarios con comportamientos tan inusuales y extraños como la sensación que ronda en el aire. Sin embargo, a diferencia de como suele ocurrir en el género automotriz, el exterior no se vuelve nunca una zona segura y liberada de las tensiones urbanas. El afuera es tierra de nadie, es peligroso y va encorsetando cada vez más la narración hasta reducirla a un drama conyugal en el interior de la casa rodante. De este modo, la epidemia no es más que un reflector caliente que funciona para iluminar las fisuras de esa relación amorosa. Más allá de lo anecdótico y profético que pueda llegar a ser el estreno de esta película, la elección del absurdo en lugar de lo que podría ser un thriller de catástrofe con efectos especiales y emociones de alto voltaje es una apuesta más que interesante. Más aún, la adecuación a la comedia tipo deadpan, donde el humor aparece desde la sequedad, sin énfasis ni expresión. Martínez Herrera busca la risa a partir del desfasaje que resulta al ver personajes inexpresivos y sobrepasados por la situación que los rodea. No sorprende entonces ver como la sombra del realizador sueco Roy Andersson se filtra en algunos planos abiertos, de gran profundidad y brillantemente encuadrados. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Un sueño hermoso es el claro ejemplo de que cuando una historia es de por sí buena, rica y atrapante, puede sobrevivir a cualquier organización narrativa por más convencional y clásica que ésta sea. El mérito entonces del director Tomas de Leone está en la curiosidad insistente de aquel que navega en su computadora a altas horas de la madrugada buscando entender, resolver y reconstruir un suceso. En este caso, la vida de Alejandra Podestá. ¿Pero quién fue esta persona? El documental asume la ignorancia del público general por lo que elige tomar como puerta de entrada a la figura de María Luisa Bemberg. Fue la reconocida directora de cine, aquella que hablaba de feminismo en una televisión que se inquietaba mucho más que hoy al escuchar esa palabra, la que decidió hacer de Podestá una princesa. Sin experiencia actoral, cursando sus últimos años de secundaria, la joven llegó al casting de De eso no se habla porque precisaban un personaje femenino con enanismo. Ella no solo cumplía los requisitos, sino que estaba necesitada por escapar de su realidad. Un padre abandónico que se fue del país ni bien nació y una madre que en su sobreprotección ocultaba el sentimiento frente a la desgracia. Era una oportunidad única, de esas que pasan una vez en la vida. Así terminó viviendo adentro de un sueño nada más ni nada menos que junto al mismísimo Marcello Mastroianni. Lo que ocurrió después de la película es lo que el documental busca descifrar a través de los diversos testimonios de las personas que tuvieron contacto con ella durante aquel rodaje de 1993. Desde el equipo técnico, como la productora Lita Stantic y el asistente de dirección Alejandro Maci quienes recuerdan a Podestá como alguien muy cuidada por la propia Bemberg. Hasta un grupo de actores con enanismo que participaron como extras en una de las escenas que confiesan como la presencia de ellos en el set incomodaba tanto a la actriz protagonista al punto de no querer salir durante varios días. Como si la cercanía con sus similares reafirmaba su condición física que tanto le perturbaba. Su estrellato no duró más que algunos meses. Una exposición fugaz que una vez terminada la devolvió tal y como vino a su casa del barrio de Agronomía. Y ahí comenzaron los problemas. Sin ánimos de spoilear mucho, el relato construye su tono crudo y melancólico a partir del trágico final de la joven, quien de un día para el otro había decidido encerrarse en su propia casa y no salir nunca más. Ahora la princesa volvía a enjaularse en su torre. De esta manera, Un sueño hermoso arroja una doble dimensión donde además de reconstruir la figura de esta estrella fugaz, dispara una reflexión social en torno a qué lugar ocupan en la sociedad las personas que difieren a los parámetros normales y establecidos. Es difícil no pensar que las intenciones críticas y con fines esperanzadores que propuso Bemberg en su última película terminarían convirtiéndose en un agravante más para el triste final de Podestá. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Hay largometrajes en los que el paisaje donde transcurre la historia adquiere un papel fundamental para sostenerla. El espacio deja de ser un mero telón de fondo para participar como un personaje más o como metáfora de los estados internos de los protagonistas. Pienso en la road movie o para ser más obvios, en las películas de supervivencia en la naturaleza. Pero hay veces en los que la simbiosis entre exterior-interior falla por asimetría y el entorno natural termina devorándose cualquier atisbo dramático. La creciente de la dupla Franco González y Demián Santander navega por esta delgada línea entre el exceso contemplativo y una narración que en varias instancias parece estar siempre al borde de plancharse. Con el delta del Paraná como escenario, los directores arman un thriller de pocos elementos en lo que podría definirse como una versión litoraleña de algún western situado en Louisana o cualquier otra tierra igual de pantanosa. Una persona nada en el agua, sale y se vuelve a poner la remera. Al rato, pasa una lancha frente a la costa y se oculta rápido entre unos matorrales. ¿De qué se esconde? Nunca lo sabremos. La poca información que se nos revela es que se llama Matías y que no es de ahí. Es decir, un forastero con aires de fugitivo. Será el Correntino, un tipo de gran injerencia en la zona, quien le ofrecerá laburo en su terreno ayudando en el transporte de ganado y en la tala de árboles para leña. Sin embargo, cuando Matías comienza un romance con Gaby, la joven que vive con el Correntino más por necesidad económica que por afectividad amorosa, las tensiones irán encaminándose muy lentamente a un drama que hasta ese entonces quedaba opacado por el hipnotismo que provoca el paisaje y las manualidades del trabajo rural. González y Santander traducen el ritmo cansino del Litoral en sus personajes. Ninguno dirá más de tres frases seguidas antes de que venga un corte y los calle. Esto, por un lado propone un distanciamiento que hace que la naturaleza muchas veces se imponga sobre el accionar silencioso de estas personas. Y por el otro, lleva a que la cámara esté más atenta en hacer que el brillo del sol contornee la figura de su retraído protagonista para impregnarlo de una épica que al no coincidir con la intensidad de la trama peca de caprichosa. De todos modos, es subrayable el espíritu que rescata la película de esa geografía que, sin estar tan alejada de los grandes cascos urbanos, maneja sus propios tiempos, sus propios códigos, donde la definición de la ley está sujeta al orgullo sensible y el sentido de propiedad de estos hombres de piel dura. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Un hombre se corta el pelo en una peluquería. A continuación, esta persona ligeramente renovada agarra el volante y se adentra en alguna ruta argentina. En medio del trayecto, se detiene a la vera del camino, enciende una vela y un cigarrillo que deja como ofrenda en un altar del Gauchito Gil. El hombre, siempre solo, cena en una parrilla al paso, hace noche en un hotel y retoma al día siguiente la ruta que, ahora con su estepa a ambos lados, nos sitúa ya en alguna zona de la tan cinematografiada Patagonia y nos hace preguntarnos: quién es este tipo, a dónde va y por qué tan lejos. Pero, mientras el cine argentino ha construido alrededor de las tierras sureñas todo un imaginario que va desde un lugar de reencuentro, de nuevas oportunidades, un destino al que huir o simplemente como la contracara del universo urbano; la secuencia inicial que podría haber encajado perfecto con la débil etiqueta de road movie patagónica se agota en el instante en que el conductor llega a la casa de sus padres en Comodoro Rivadavia a donde viaja por unos días a pasar las fiestas, dando la impresión que los casi 2000km realizados representa apenas un viaje ordinario, algo que realiza anualmente. El hombre en cuestión es el mismo Edgardo Castro, director, escritor y, otra vez, encargado de ponerle el cuerpo a una de sus películas. En este caso, Familia, su segundo largometraje. Su debut fue La Noche (2016), una pieza polémica, donde el actor se entregaba a una errancia nocturna y arriesgada por los tugurios más sórdidos del barrio del Once profundo en busca de sexo, merca y más sexo. Aquel largo sorprendió mucho por la franqueza con la que Castro se exponía en carne propia, haciendo de su cuerpo un depósito de descarga y recarga infinita de fluidos y sustancias; y en especial, por la manera en que introducía al cine nacional ese costado oculto de la gran ciudad donde las personas solas, quebradas y lesionadas espirituales, vagan y se encuentran convirtiendo a la noche en un estado mental. Familia entonces se nos presenta como un fuerte contraste con su ópera prima. Más reposada, alejada del salvajismo urbano, pero que responde -como un virus que el protagonista no puede evitar- a la misma idea de soledad. No es muy difícil pensar que ese hombre canoso, con rostro de trasnochado o desempleado o de alguien al que la vida no le ha resultado una experiencia placentera; que atraviesa medio país para visitar a su familia es el mismo que, duro y borracho, se dejaba mear la cabeza en el baño de un albergue transitorio. Sin embargo, en esta nueva entrega lo autobiográfico se impone con más fuerza y el límite entre ficción y documental, que desde el uso de la cámara en mano y la ausencia de banda sonora ya estaba puesto en jaque, queda difuminado al incluir como elenco a sus propios padres y hermanos. Se podría decir que lo que viene a traer este trabajo de Castro es cierta universalidad a la hora de centrarse en la familia. El hijo que llega no trae ningún mensaje, ninguna noticia, no hay ninguna cuestión detrás de la visita más que el cumplir con el rol que le toca. Si lo que había en La Noche era una saturación de los vínculos, donde las prácticas sexuales se volvían cada vez más violentas, acá el vaciamiento afectivo acontece por repetición. La institución familiar se asume como una costumbre más, un estado rígido y criogenizado, y no hay nada que se pueda hacer para cambiarlo. A su vez, si bien todo ocurre en los espacios comunes: cocina, comedor y living, la charla es nula. Más que alguna cordialidad y comentario al pasar, es como si el tiempo mismo hubiese erosionado cualquier lazo pero sin haberlo cortado por completo y eso es algo interesante que propone la película. La falta de trasfondo, de secretos o de conflictos que aunque sea sirvan para encender la chispa de una discusión, los convierte en un puñado de desconocidos que lo único que comparten es la sangre. La familia que presenta Castro no es disfuncional ni tampoco conflictiva, sino más bien una común y corriente. La suya en algún sentido refleja la de todos. Acá tenemos una madre que abusa de los fármacos y no suelta el celular, un padre entrado en años que se está quedando un poco sordo, la hermana adulta que todavía no dejó el hogar y dos hermanos que aparecerán para la cena navideña y se irán. Frente a esa mesa, donde el padre sentado en la cabecera es una pieza ausente que no oye ni habla y cuya degradación despierta risas cómplices entre madre e hijo, se ubica el último miembro y no menos importante: el televisor. A lo largo de la película, el aparato se vuelve un personaje más que se traga toda la atención y que de tanto en tanto sopla algún tema banal para estimular algo cercano a una conversación. El cierre lo da la cena de vísperas de Navidad al que se suman a la mesa los dos hermanos restantes con sus hijos. Comen, brindan, miran los fuegos artificiales con una sonrisa en una imagen robada a una publicidad de Coca Cola y vuelven a entrar. Mientras todos duermen, el protagonista sale a fumar a la vereda, tira humo y desaparece de cuadro como una silueta sacada de un film noir, llevándose consigo su misterio, su soledad e intuyo, una ligera satisfacción por haber cumplido otro año más con la misión. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Estamos todos de acuerdo en que la historia de amor entre el amo afligido y la sirvienta soñadora es tan conocida como los obstáculos que impiden el desarrollo de ese romance. Lo poco que viene a traer la nueva película de la realizadora india Rohena Gera es justamente la oportunidad de que un público extranjero, occidental, que por desinterés o por falta de estrenos no frecuenta el cine de este país, sepa como la aparente universalidad de un género archiconocido como el romántico pueda verse afectada por la idiosincrasia y costumbres de su lugar de origen. Intentando no entregarse por completo a la denuncia explícita, aunque eso parezca un desafío inútil desde el momento en que el punto de vista está puesto en la joven Ratna (Vivek Gomber), Querido Señor aborda su conflicto focalizándose de lleno en las injusticias que provoca el llamado sistema de castas. La unión entre personas de clases diferentes no es en sí ilegal, las bases de la cultura india están construidas bajo esta jerarquización y cualquier desliz suele conducir por defecto, a la sanción social. Con este trasfondo tan asfixiante, el relato ocurre en su mayor parte puertas adentro, en la casa de Ashwin (Tillotama Shore), un joven profesional, con chofer, cierta tranquilidad económica y una experiencia como periodista en New York, pero que en su comportamiento taciturno esconde la tristeza de haber sido plantado a metros del altar. Solo y soltero, la única compañía que tiene en ese entonces es la circulación periférica de Ratna, la empleada doméstica que luego de enviudar con tan solo 19 años, abandonó su pueblo para buscar una mejor vida en la ciudad y así poder enviar algunas rupias a su familia. La trama es directa, no pretende distraerse, pero se toma todo el tiempo del mundo para crear una tensión afectiva -y porque no sexual- que corresponda con la opresión cultural en la que se ven envueltos. Cualquier otra película romántica no podría sostenerse sin que haya lagrimales húmedos o discusiones de alto voltaje. Como si las historias de amor debiesen volcarse al melodrama, o bien, invocar a la risa para descontracturar la tensión. Querido Señor logra tejer el vínculo emocional de una manera exageradamente sutil, lo que nos enfrenta a un agridulce suspenso por querer ver de una vez por todas el deseo consumado. Lo logra agregando dos o tres frases de más a la conversación coloquial entre patrón y sirvienta o mostrando lo bondadoso que puede ser Ashwin al darle el permiso de anotarse en un curso de costura. La directora confía en que es en la repetición de una misma acción donde surge el cambio. Así, en la rutina de cocinar, poner la mesa y doblar las sábanas; si bien, el intercambio de miradas crece, los diálogos se alargan y la seducción aumenta, lo interesante es como se van difuminando esos roles sociales. Si antes ella era la encargada de abrirle la puerta a su patrón, ahora él es quien la deje pasar primero. A Gera se le puede ir un poco la mano con la forma aleccionadora y facilista en que nos remarca que Ratna es la víctima y que los malos son los amigos de Ashwin que le dan órdenes, la desprecian y maltratan, como así también cae en el vicio de incluir, entre muchos otros, el cliché de la pared separadora y la vista de las luces de la ciudad desde la terraza. Si superamos esos aspectos, podemos reconocer que lo que la hace salir ilesa es el gran valor documental que nos deja: la posibilidad de explorar una sociedad tan distante a travésde una de las historias más arquetípicas. Por Felix De Cunto @felix_decunto
Jaime (Juan Carlos Maldonado) llega a la cárcel con la cola entre las patas después de asesinar a sangre fría a su amigo el Gitano, en un ataque de celos por haberlo visto bailar con otro. Jaime es un animal indefenso metido en un terreno salvaje y ajeno a su mundillo adolescente. En la celda conoce a un grupo liderado por “El Potro” (Alfredo Castro), un antiguo convicto, conocido entre los pasillos, con quien establecerá una intensa relación ordenada por la lealtad y el padrinazgo. Con el tiempo, lo incontrolable de la pasión irá carcomiendo los bordes y el rol de cada uno en esa relación de poder sufrirá un enroque. Si en principio “El Potro” ocupa el papel de ese padre que educa a su hijo a los golpes, una vez que Jaime –ahora bautizado como “El Príncipe”- entiende que su belleza (una belleza puramente física, narcisista y vacía) puede ser un arma tan o más poderosa que los años de antigüedad en la prisión, las cosas empiezan a cambiar y los celos, el despecho, la posesión del otro, se vuelven una moneda que va pasando de mano en mano hasta quedar manchada con sangre. En este punto, no deja de ser llamativo como la violencia pareciera ser el único combustible capaz para la construcción de una relación entre hombres. Lo mismo ocurre con el sexo. Hay una insistencia por parte del director Sebastián Muñoz en mostrar lo genital que termina no solo alejándolo de cualquier intento de erotismo sino acercándolo al morbo más llano. Por ejemplo, una de las únicas apariciones en escena que tienen los guardia cárceles los muestra introduciéndole a un personaje una cachiporra en el culo. La atención que le brinda el director al vínculo entre los dos protagonistas -un vinculo intenso, tóxico y evidentemente necesario para el autodescubrimiento de la sexualidad del pequeño efebo- lo beneficia a la hora de concentrarse en lo que quiere contar. No hay motines, no hay peleas en los comedores, los patios, ni en las duchas y cuando estos roces aparecen están siempre atravesados por un impulso amoroso, pasional o de despecho. Incluso, uno podría pensar que la cárcel consiste en apenas una celda, un pasillo y un baño donde se alojan solo prisioneros homosexuales. En este sentido, no hay dudas de que El Príncipe como drama carcelario (porque además de eso es también una coming of age, una buddy movie y un melodrama) explota al máximo la cuestión de la asfixia. Una vez que Jaime cae preso, el exterior desaparece por completo. Apenas la voz de un noticiero radial nos ubica en tiempo y espacio: Chile, principios de los años 70, meses antes de la asunción de Salvador Allende. Los cuerpos se mueven entre las sábanas, las pieles se pegan bajo el agua de las duchas, los presos se amontonan en los cuartos como si no hubiese espacio para todos. Hay encierro y mucho, tanto que hasta parece posible sentir el olor. Así es como una vez que Jaime cae preso, la película jamás saldrá de esas paredes. Y si pretende hacerlo estará obligada a interrumpir sí o sí el presente del relato a través de una serie de flashbacks caprichosamente insertados (nunca se sabe si son recuerdos del protagonista o se lo está contando a alguien) que explican cómo este joven sediento, confundido y guiado por su instinto más profundo y animal, degolló con una botella partida a su mejor amigo para terminar convirtiéndose en un príncipe sin corona, ni territorio, pero con la seguridad de ser propietario de sí mismo. Por Felix De Cunto @felix_decunto
En los últimos años hubo una reverberación de películas donde la biografía de un personaje reconocido y exitoso en algún campo artístico (o no) sirve de puntapié para el desarrollo de una historia que, cercana o no a los hechos verídicos, tiene como intención última acercarnos a estas figuras desde la más alta ebullición dramática. Este tipo de biopics a las que podríamos llamar comerciales suelen responder a un armazón narrativo reconocible que pivotea por completo sobre el cuerpo del actor o la actriz protagonista. Casos como El primer hombre en la luna (2018), Bohemian Rapsody (2018) o Rocketman (2019) ejemplifican esta fórmula efectiva en la que se toma un período específico de la vida de una celebridad con la creencia de que ese retazo colmado de la mayor cantidad de hechos trágicos (porque si hay algo que manda acá es el drama) resulte significativo para abarcar la totalidad de la persona. Si hay alguien que vivió su paso por esta tierra de forma turbulenta, entre la luz y la sombra, con un pie en el paraíso artificioso de Hollywood y otro sumergido en el infierno de esa misma industria que la explotó desde muy pequeña para terminar convirtiéndola en el producto que hoy todos conocemos, fue la actriz y cantante Judy Garland. Una de las escenas que abre Judy nos muestra a una niña caminando entre grúas y paredes de cartón acompañada de un hombre grandote, quien no es ni más ni menos que Louis B. Mayer, empresario ejecutivo de MGM, una de las majors que ayudaron a constituir al cine como una de las industrias más poderosas. El señor le habla y hace una distinción entre dos tipos de personas: la gente común y corriente que tiene una vida ordinaria y muere en el anonimato; y aquellos especiales, que fueron tocados por la varita mágica del éxito y cuya misión es venderle sueños a los que pertenecen al primer grupo. A continuación, el flashback se desvanece como una fantasía y volvemos al tiempo del relato. Obligada a dar conciertos para sobrevivir y en plena disputa por la tenencia de sus hijos, Judy Garland ha dejado de ser la pequeña Dorothy y el tornado que la arrastró hasta la tierra de Oz no es nada comparado con el espiral descendente, inevitable y real en el que se ha convertido su vida. Las deudas se acumulan, los estudios no la llaman y la estrella que supo iluminar la era dorada de Hollywood comienza a titilar cada vez más lento. A esto se le suma el consumo de pastillas, iniciado en su juventud por obligación de los estudios para adelgazar, y que será una constante hasta terminar causando su muerte. La película toma como eje la gira que la llevó a Londres en 1968 con la excusa de devolver la imagen miserable y prefabricada de lo que fueron los últimos meses de la actriz. Una buena oportunidad para hacerle justicia a los golpes que recibió la actriz hubiese sido que su director Rupert Goold retome la figura con algunas rupturas a la biopic convencional en vez de entregarse al camino fácil y predeterminado que impone la industria. Otra vez la lupa está puesta en las tragedias y humillaciones de un famoso que alcanzará su falsa redención en la escena final, con el micrófono en mano y alumbrada por infinitos flashes que tan rápido como se prenden, se apagan. Por eso, si la atención está puesta en sus fracasos, como madre, como cantante, como pareja, justificado ligeramente por dos o tres flashbacks de su infancia, no es extraño que la interpretación de René Zellweger encuentre su potencial en lo corporal y no en lo psicológico. Algo similar a lo que se decía de Joaquín Phoenix en Guasón. El actor es una máscara, es un doble, por lo que solo se tiene acceso al costado más superficial de su personalidad que es a su vez, (¡oh casualidad!) su costado más amarillista. En este caso al estar el personaje reducido al insomnio, los blísteres y el maltrato hacia cualquiera que quiera darle una mano, la encarnación que hace la actriz protagónica termina apoyándose completamente en la manera en que el personaje canta y en cómo se desplaza por el escenario. Pero sobretodo, en la postura levemente inclinada que elige Zellweger para representar a una Judy que se la pasa tambaleando como un animal herido por los efectos del alcohol y los barbitúricos. Los únicos instantes en los que la película quiere que la veamos brillar son en las secuencias musicales, cuando toma el micrófono y vuelve a repetir como una autómata los mismos pasos que el público anónimo y distante quiere que haga. Por eso, si hay una escena que nos devuelve una veta de humanidad es cuando la pareja gay de fanáticos suyos la invita a cenar a su casa. Solamente ahí, cuando la estrella baja de ese cielo de fantasía y tiene contacto real con los simples mortales se nos permite ver algo más que un conjunto de golpes bajos, gritos, histeria y rímel corrido. Por Felix De Cunto @felix_decunto