Triste, solitario y final. No debería discutirse lo necesario que resulta el cine del inglés Ken Loach (1936, Nuneaton) en estos tiempos de egoísmo cínicamente envuelto en anuncios de modernidad, en distintos países de Europa y América Latina: el veterano realizador se ha caracterizado por poner siempre su mirada en las víctimas de calamidades diversas (guerras, desigualdad económica, discriminación social, desocupación), con ánimos de denuncia, dejando a lo largo de su filmografía varios momentos recordables por su intensidad y soplo humanista. Sin embargo, Loach –quien, si bien viene haciendo cine y televisión desde hace más de cincuenta años, entre los argentinos tuvo especial repercusión en los años ’90 con Riff Raff (1991), Como caídos del cielo (1993), Tierra y libertad (1995), La canción de Carla (1996) y Mi nombre es todo lo que tengo (1998)– conduce su último film hacia una pendiente de lugares comunes, con un cierre que invita más al lamento que a la resistencia. Yo, Daniel Blake empieza despertando expectativa en torno a la suerte de Dan (Dave Johns), carpintero viudo que, orillando los sesenta años, debe luchar para mantener sus beneficios sociales después de quedar sin trabajo por deficiencias cardíacas. Testarudo, poco carismático y algo arisco para dejarse ayudar, el hombre se muestra, de todos modos, solidario con vecinos y ocasionales compañeros de desgracia. Como Katie (Hayley Squires), joven que acarrea dos niños y espera, como él, que el Estado le ofrezca algún tipo de paliativo a su desamparo. La acción apenas sale del interior de comedores populares, oficinas teóricamente destinadas a ofrecer contención a gente como ellos y los departamentos (modestos, aunque nunca miserables) que habitan, junto a otras familias obreras e inmigrantes. Un problema del film (Palma de Oro en Cannes el año pasado, premio que el director ya había ganado diez años antes con El viento que acaricia el prado) es que, a medida que avanza la historia (escrita por Paul Liverty, no sólo autor de los guiones de varias películas de Loach sino también de otras como También la lluvia), se vuelve previsible: que alguien pasado de hambre intente robar en un supermercado, que un chico se vuelva sociable gracias a la empatía con el flamante amigo de su mamá, o que un personaje perseguido por la policía encuentre el apoyo de gente anónima que lo aplaude, son fórmulas que ya no sorprenden. El final, de hecho, puede sospecharse apenas iniciado el film. Hay, asimismo, mucho dato declamado, por ejemplo en secuencias como la de Dan recordando a su mujer y Katie al padre de sus hijos. Su estructura misma se acerca más a la de un emotivo telefilm que a una fábula negra como La noche del Sr. Lazarezcu (2015, Cristi Puiu). Casi sin música, Yo, Daniel Blake expone los contratiempos de sus personajes tiñendo de gris ese ambiente geográfico y humano. A cada paso que dan, la burocracia y el dudoso funcionamiento de las instituciones van llevándolos hacia un camino sin salida. Ahora bien: ¿no hay, efectivamente, salida a esos problemas? En tanto sindicatos y antiguos compañeros de trabajo de Dan permanecen fuera de campo, quienes circulan por el film mendigando trabajo no se agrupan y prefieren arrojar su queja al voleo. “Busco y exijo mis derechos, quiero que se me trate con respeto” escribe en un momento el protagonista, pero no sabe mucho qué hacer en pos de esos fines. La escena en la que estalla escribiendo su nombre y alguna otra cosa en las paredes, despertando sonrisas cómplices en la gente, parece una idea sacada del cine de otra época. Bombita Rodríguez, el polémico personaje de Ricardo Darín en Relatos salvajes (2014), parecería un buen compañero de aventuras de Dan, al menos en momentos como ése. Hasta el pronombre (“Yo”) con el que Dan comienza el texto que estampa espontáneamente en un muro callejero (trasladado al título de la película) pareciera estar agregando a esa oposición estéril cierto grado de egocentrismo y aislamiento.
Mar del Plata 2016: casas, fantasmas, fugas y rebeldías. El documental de Frenkel es una divertida indagación sobre la diversidad de premios de dudosa categoría que mantienen activos y entusiasmados a sus organizadores y beneficiarios, a lo largo y ancho del país, pero el hecho de detenerse repetidamente en personas poco agraciadas o alejadas de ciertos cánones de elegancia y modales institucionalizados (sin un manto de afecto felliniano, digamos), despierta sospechas. En un momento, el viejo conductor de un programa radial dice al aire “Me olvidé los CD en mi auto, los voy a buscar”, despertando las risas de los espectadores: ¿pasaría lo mismo si Andy Kusnetzoff hiciera ese mismo comentario en una FM cool con auspiciantes caros? En otro, el público ríe al ver a una señora arrastrando ruidosamente una silla por un salón de fiestas: ¿resulta gracioso que una mujer mayor arrastre una silla porque no puede levantarla? Frenkel aclaró que para él los premios de los que se ocupa Los ganadores no son más ridículos que los del festival de Mar del Plata, pero en su documental se ocupa sólo de galardones entregados en competencias poco o nada prestigiosas. Curiosamente, cuando finalmente ganó el premio DAC, la conductora de la ceremonia Andrea Frigerio (actriz de El ciudadano ilustre, film con el que Los ganadores tiene puntos en común) le preguntó jocosamente qué haría con el dinero. “Pagar deudas” contestó Frenkel, dubitativo, como si estuviera recibiendo de su propia medicina.
La mirada de los otros. La tendencia a encontrar Grandes Temas en el argumento de toda película respetable llevó a que críticas y gacetillas destinadas a difundir el tercer largometraje de Julia Solomonoff (1968, Rosario) hablaran insistentemente de inmigración ilegal, desarraigo, soledad, búsqueda de identidad e imposiciones sociales. Es cierto que Nadie nos mira se ocupa, y con lucidez, de esas cuestiones, pero su eje pareciera ser otro, sin embargo: la inseguridad de su protagonista y los caminos que va encontrando para superar su crisis. Actor argentino de relativo éxito gracias a una telenovela cuyo nombre (Rivales) no parece casual, Nico (Guillermo Pfening) dice estar en Nueva York para progresar en su profesión, pero sus más íntimos saben o sospechan que ha llegado allí escapando de su relación con Martín, un posesivo productor televisivo (Rafael Ferro). Mientras cuida el bebé de una amiga y trabaja de mozo, se ilusiona con proyectos que fracasan e intenta convencer a los demás –y convencerse a sí mismo– que sus deseos se cumplirán de un momento a otro, triunfando prontamente como figura internacional tal como le augura (consolándolo y/o presionándolo) su madre (la siempre eficaz Mirella Pascual). Si necesita algo, se las rebusca para pedirlo prestado o para robarlo; si se le vence la visa, fantasea con un casamiento; si los planes empiezan a malograrse, simplemente evita pensar en el futuro próximo. Algo de esa negación asoma ya en una de las primeras escenas, cuando Nico habla por teléfono diciendo que se encuentra en una fiesta y la cámara se encarga de poner en evidencia que no está allí precisamente como invitado. Su estadía en la gran ciudad estadounidense estará signada por incidentes nunca extraordinarios, como la visita inesperada de un colega argentino o el rechazo en un casting por no responder al estereotipo de actor latino. Si Nico es una víctima, no lo es únicamente de su profesión ferozmente competitiva y del desdén con el que el Estados Unidos de la era Trump trata a los inmigrantes: es también víctima de sí mismo, de su inmadurez y su frágil personalidad. No sabe decir que no y se resiste a aceptar la verdad de algunos hechos que van acorralándolo, escudándose en su natural simpatía. No es su sexualidad lo que le provoca conflictos, sino asumir la ingenuidad con la que encaró el viaje a ese país pensando que sería la solución a sus problemas. Es una buena decisión de las guionistas (Solomonoff y Christina Lazaridi) no llevar los fracasos de Nico hacia una pendiente de marginalidad y adicciones. Si bien el joven no se anda con vueltas para apropiarse de alguna cosa sin pagarla o para salir en busca de un amante ocasional (con cierta agresividad larvada emergiendo, en algunos casos), va tanteando con dignidad, sin desmoronarse, una salida posible al laberinto de su vida en Nueva York. Alguien le señala la dificultad de aprender castellano, ya que, a diferencia del inglés, ser y estar son expresiones diferentes (“Ser es permanente, estar es circunstancial”), en tanto una productora le recomienda no mostrarse tímido ni arrogante: de éstos y otros apuntes perspicaces se vale el guión para darle sentido a relato y personajes. En este aspecto, resulta significativa la forma que lleva al vanidoso actor porteño (Marco Antonio Caponi) a tener un buen gesto con Nico, o, en sentido contrario, la reacción de la amiga (Elena Roger) al sentir la integridad de su pequeño hijo en riesgo: ambas situaciones se resuelven con rapidez, evitando sentimentalismos. Esto responde, evidentemente, a la intención de no hacer de los personajes seres unidimensionales, aunque no le hubiera venido mal al film jugar alguna carta más a la emoción. Al respecto, la secuencia de la separación de Nico y Martín (expuesta en un flashback, casi al comienzo), es ejemplar: pocas palabras y tres o cuatro planos muy simples que finalizan con un momento de llanto que conmueve. A diferencia de su anterior película El último verano de la boyita –que desenvolvía mansamente una tierna historia de amor mientras develaba un secreto–, en Nadie nos mira Solomonoff recurre a un estilo nervioso, planos cortos y la cámara inquieta siguiendo siempre de cerca al protagonista. Un procedimiento que, si bien hace extrañar la tersura narrativa de aquélla, resulta atinado para expresar el inestable ritmo de vida del joven actor y la ansiedad de sus pensamientos. Allá eran la calidez y los sonidos del campo entrerriano, acá los recovecos de un universo urbano. El apremio constante e informalidad de Nico encuentran, de esa manera, un sostén formal adecuado (más allá de algunos planos suyos frente a la ciudad, de espaldas, compuestos de manera algo decorativa, como el utilizado para el afiche), sumándose la sensación de control en tierra ajena que sugiere el ocasional registro de las cámaras de seguridad de los comercios. Asimismo, como en su film anterior, Solomonoff sabe captar la verdad de conversaciones casuales, poniendo capas de cine documental dentro de la ficción, y vuelve a mostrarse sensible trabajando con niños. Hay, finalmente, una óptima elección y dirección de los actores, con la presencia casi excluyente de Guillermo Pfening (premiado por su labor en Tribeca), cuya fotogenia y expresividad están al servicio de la película, y no al revés. Como en Hermanas (2005) y El último verano de la boyita (2009), sobrevuela también aquí un misterio oculto que alguien debe cuidarse de no descubrir, y, como en el film anterior de Solomonoff, en un pre-final se responde con silencio, durante un momento de descanso, a la presión de otro personaje (silencio que puede suponer un signo de madurez): si en El último verano… era la niña ante su hermana, aquí se trata de Nico ante alguien que le dice la frase que da título al film. Ambigua, significativa frase: como todo actor, Nico necesita ser mirado por muchos y, como todo ser humano, evita ser visto cuando se siente en infracción; sin embargo, cuando le dicen Nadie nos mira permanece con los ojos cerrados, como si en ese momento sólo estuviera preocupado –por fin– en mirarse a sí mismo. Por Fernando G. Varea
La amenaza blanca. De situar a negros en personajes temibles a ofrecerles roles independientes del color de su piel, para, finalmente –y después de demasiado tiempo–, dar vuelta el tablero y presentarlos como víctimas de ciudadanos blancos de buenos modales y opiniones razonables: resultado de ese recorrido es este film de suspenso, que se alza sin retórica en una fábula sombría sobre el racismo. Ópera prima del exitoso actor televisivo Jordan Peele (1979, New York, EEUU), sus intenciones iniciales no se hacen explícitas, desenvolviendo situaciones típicas de un relato romántico en el que el joven se prepara para conocer a los padres de su novia, con el aditamento de que él es afroamericano a diferencia de ella y su familia. Inclusive al arribar al lugar, el confort y la afabilidad no permiten esperar sobresaltos. Ciertas pistas, sin embargo, van evidenciando que algo extraño late en ese ámbito aparentemente cálido: un susto en la ruta y algunos personajes que van apareciendo progresivamente, sobre todo una mucama de sinuosa sonrisa, otros criados negros y el hermano de la novia, algo sacado. Es así como se llega al último tercio de la película, cargado de agitación y brillantemente concebido. La estructura es clásica, con posibles referencias a maestros del género (ese barrio ominoso del comienzo parece remitir a Halloween, los sueños que se confunden con la realidad y ciertos toques gore traen recuerdos de distintos momentos de las filmografías de Carpenter o Brian De Palma). No falta el habitual amigo que, lejos del lugar de los hechos, comienza a preocuparse por el destino del protagonista, además de aportar dosis de humor que se agradecen. Pero ¡Huyen! no se destaca sólo por el buen uso que hace de esas fórmulas ni por la pertinente decisión de incorporar los teléfonos celulares a la trama, sino también por la viscosa sensación que transmite en algunos momentos en que hipnosis, pesadilla y culpa arremeten casi sin diferenciarse. La complicidad entre los negros, que aflora por encima de todo, y la desconfianza en instituciones muy respetadas en el país del Norte (la Policía, la Ciencia, la familia, el matrimonio) suman posibilidades de interpretación. Por circunstancias que es mejor no detallar aquí, los actores se ven obligados a sutiles cambios de registro, saliendo todos maravillosamente airosos: desde el expresivo y simpático Daniel Kaluuya en el rol principal hasta la siempre convincente Catherine Keener (recordada por películas como Hacias rutas salvajes, Capote o ¿Quieres ser John Malkovich?), capaz de agregar a su sonrisa confiable el inefable estremecimiento del tintineo de su cuchara en el interior de una taza de té.
Esta curiosa comedia que va tomando forma de liviano thriller transcurre totalmente en el interior de una estancia, en la que vive el hijo de un empresario (exitoso aunque de pocas luces) que busca abrirse camino en la política. La reunión con un grupo de diseñadores y publicistas para idear la campaña será el punto de partida para disparar ironías y desembocar, finalmente, en un clima de amenaza y persecución. Como guionista y director, Hendler –tras el antecedente de la discreta Norberto apenas tarde (2010)– se muestra hábil, proponiendo un film con varios momentos eficaces, aunque hubiera resultado deseable más velocidad en los tramos humorísticos y un ritmo que generara mayor tensión en su última parte. Hay profesionalismo y astucia, buenos desempeños actorales (ajustadísimo Diego De Paula como el candidato en cuestión, excelentes Ana Katz y Verónica Llinás); de todas formas, algunos elementos no parecen encontrar el tono justo: la fotografía de Lucio Bonelli, por ejemplo, que priva de presagios al lugar, o la caracterización de Matías Singer como un adolescente ingenuo y sin posición tomada ante los hechos (sólo reacciona, en un único momento, para defender a su novia). Sus mayores méritos están en el logro de divertir moderadamente sin apelar a recursos gruesos y de llegar a ese fin burlándose de ciertos tópicos del momento político actual. Fernando G. Varea
Mar del Plata 2016: casas, fantasmas, fugas y rebeldías. Otra buena película de las exhibidas fuera de competencia fue Personal Shopper, del francés Olivier Assayas, invitado por el festival (ver nota anterior), en torno a una joven que, inmersa en un frenesí de trabajo y responsabilidades constantes como asistente, vive obsesionada por su hermano mellizo recientemente fallecido, de quien espera señales. Lo que podría ser el drama de una mujer angustiada por la muerte o por el desdoblamiento de su personalidad con ecos de Ingmar Bergman, se desvía por momentos hacia el thriller y el terror fantasmal sin prejuicios, con esa energía con la que Assayas sabe seguir a sus heroínas. Si hay ropas y ambientes glamorosos, algún desnudo o un crimen inesperado sobre el final, la cámara registra todo con cierto desdén, poniendo énfasis en la sensación de movimiento continuo. La protagonista (muy convincente Kristen Stewart) nunca posa, no se detiene, va y viene por ese mundo de viajes y computadoras que le sirven sin darle felicidad. La inquietud que le provocan distintos hechos –mensajes de un desconocido en su celular, vasos que se mueven– es el motor de un film que es, también, una reflexión sobre el miedo.
El dolor en voz baja. Mejor que esperar de Maracaibo los sobresaltos de un policial como promete, de alguna manera, su eslogan publicitario (“¿Cuándo termina una venganza?”), es apreciarla como un drama contenido sobre un hombre cuyos conceptos de éxito y hombría trastabillan tras una tragedia familiar. El film, escrito por Miguel Ángel Rocca (1967, Buenos Aires) y Maximiliano González (1972, misionero formado en Rosario y Buenos Aires), y dirigido por el primero, se centra en el desconcierto que le provoca a un prestigioso médico enterarse de la homosexualidad de su único hijo, hasta que la muerte de éste en circunstancias dramáticas lo confronta con la culpa y afecta la relación con su esposa, que hasta entonces parecía perfecta. Rocca procura expresar el dolor ahogado del profesional (Jorge Marrale) y su mujer (Mercedes Morán) sin elevar nunca el tono. Las civilizadas discusiones y la casi ausencia de estallidos dramáticos se sustentan con un montaje sin sacudimientos, una luz que atenúa el brillo de la lujosa casa donde transcurre la mayor parte de la acción y ciertos procedimientos más comprensibles que otros: dejar a algunos personajes fuera de foco en el fondo del plano, por ejemplo, parece pertinente para formular aturdimiento; la alternancia de planos durante los diálogos en la cárcel, en cambio (insertando un plano de perfil en medio del clásico plano-contraplano), no parecen justificados. Esa represión de los sentimientos, palpable en conversaciones y ambiente, lleva a templar secuencias que hubieran podido brindarle al espectador un alivio de calidez, como el momento en que el protagonista detiene su coche a un costado de la ruta y se refugia en un bar a descargar su tristeza con un desconocido (Tito Gómez), o el mismo final, que se resuelve con dos o tres planos encuadrados e iluminados de manera tal que se contemplan como decorativas postales. Por esa representación de los problemas entre grave y sosegada, sin un estilo que le dé un encanto distintivo, Maracaibo termina pareciéndose a un cine argentino que ya no se hace, con los intérpretes tomándose unos segundos y buscando los ojos de su interlocutor antes de pronunciar cada frase. Si la película progresa despertando interés es porque, al mismo tiempo, aparecen pliegues que permiten otras lecturas. En este sentido, la amistad del médico con un colega y su acercamiento al asesino van adentrándose en una zona ambigua, despertando interrogantes: el grado de confianza con el primero y la rara mezcla de fascinación con instinto paternal que le genera el segundo, parecen sacarlo de su coraza. Algo de tensión sexual parece sobrevolar esos vínculos. Son acertadas algunas decisiones del guión para explicar la personalidad del médico (su empecinamiento en arreglar una herramienta de trabajo de su mujer odontóloga) y para ir sembrando de traspiés su seguridad y su deseo de cerrar heridas (el hecho de que el hombre a quien el protagonista agrede en la calle reciba rápidamente la atención de su pequeño hijo no parece casual). Lucen más exteriores los personajes de la mujer (que pareciera no tener amigas) y del delincuente encarnado por Luis Machín. El tono amenazante con el que se recubre el barrio en el que éste vive resulta discutible, pero debe reconocerse, al mismo tiempo, que tampoco se alza el bienestar económico del matrimonio en cuestión como ideal envidiable, embestido por sensaciones de soledad, culpas y miedo. Finalmente, el recurso de la revelación que depara un corto animado en el último tramo de la historia, resulta –empleando la misma palabra que utiliza en un momento la mujer– un poco básico. Los actores saben sostener en sus miradas el peso de sus personajes, lo que vale tanto para los sólidos Marrale y Morán (que ya habían trabajado juntos en Cordero de Dios, de Lucía Cedrón) como para los jóvenes Matías Mayer y Nicolás Francella, este último con el mérito adicional de entregar la única escena de llanto espontáneo de la película. Por Fernando Varea
Clásico, seguro y sin lugar para los débiles. Aunque el cine argentino reciente viene prodigando thrillers con insistencia, hay que comenzar diciendo que El otro hermano se distingue del resto por un motivo muy simple: su director es Israel Adrián Caetano (1969, Montevideo, Uruguay), de mano segura para disponer escenas de violencia y generar suspenso. Basada en una novela de Carlos Busqued, la historia es casi una excusa para construir un engranaje hecho de momentos tensos, barajando personajes (varones marginales de modales instintivos y con rencores a cuestas) y ambientes (casillas humildes, bares de mala muerte, calles de tierra) con los que Caetano se siente muy cómodo. A lo largo de casi dos horas se siguen los pasos de Cetarti, un joven con poca iniciativa que llega a un pueblo chaqueño donde su madre y su hermano –con los que casi no tenía contacto– han sido asesinados, entablando una relación de confianza/desconfianza con Duarte, perverso ex militar de apariencia afable que lo involucra en más de una artimaña. En el balance, importa más la precisión con la que se plasma ese itinerario que el sedimento que deja. Hay planos de la figura de Cetarti recortándose en una puerta frente al campo, con la cámara acercándose en lento travelling, y un duelo final extraordinariamente resuelto, que remiten invariablemente al western. El terror ante ruidos exteriores que sugieren el ataque de algo o alguien que no conviene anticipar aquí, así como el decorado mismo que enmarca el relato (chatarra, trastos viejos, muebles antiguos, polvo y herrumbre) recuerdan a cierto cine post-apocalíptico de los ’80 (Mad Max, Razorback). La astuta construcción de algunas secuencias lo acerca a maestros como John Carpenter, con parsimoniosos movimientos de cámara y una fotografía que nunca se desvía del tono buscado. La claridad y calidad de Caetano como director es algo que, como espectador, se agradece. El guión, en tanto, comprende algunos elementos más satisfactorios que otros. Ciertos detalles que parecen correr la historia un poco en el tiempo resultan curiosos, pareciendo aludir al estado de tiempo indefinido en el que se mantienen ciertos pueblos: teléfonos celulares pasados de moda, dinero que circula abundantemente sin cheques ni tarjetas a la vista, algún DNI de los de antes. La enredada trama familiar y el descuido con el que los muertos son enterrados y desenterrados se corresponden con ciertas normas que rigen la vida de pobres diablos en ciertas zonas del interior del país. Del mismo modo, la manera con la que se logra que Cetarti parezca indiferente y Duarte simpático hasta que, progresivamente, va revelándose que pueden ser capaces de algo más de lo que aparentan, resulta perspicaz. La caracterización de ambos, de hecho, va más allá de su apariencia física: Cetarti, aún dentro de su apocamiento (tutea y trata de usted indistintamente a sus interlocutores) sabe poner orden en la casa descuidada, regatea dinero, actúa en pos de un objetivo (reunir dinero para viajar) y el hecho de haber abandonado su empleo en Buenos Aires por estar cobrando sin trabajar revela en él cierto grado de honestidad; Duarte, por su parte, parece una bestia de risa falsa, procurando hacerse de dinero enfermizamente y sin importar cómo. Es cierto que El otro hermano puede verse como un recorte de la Argentina, con broncas y mezquindades condicionando la vida de seres grises sin proyectos superadores de los cuales aferrarse. Sin embargo, importan más los efectos que el argumento, esquivo a gestos de solidaridad, que otros films del director como Crónica de una fuga (2006), Un oso rojo (2002) y hasta Bolivia (2001) tenían, de alguna manera. La dupla formada por un corrupto paternal y persuasivo que se busca como cómplice a un joven inexperto no es nueva (salvando las distancias, es el modelo utilizado por Nueve reinas, El patrón-Radiografía de un crimen, y otras) y la obsesión por el dinero –y por conseguirlo sin trabajar– ya es leit motiv de las ficciones del cine argentino, al menos desde los años ‘90. Por otra parte, como suele suceder en el cine de Caetano, los personajes femeninos aparecen desdibujados: el encarnado por Ángela Molina tiene un pasado interesante y una carga dramática que se diluyen, y el de Alejandra Flechner es una víctima que, al mostrarse agresiva y desairada por su hijo, se vuelve grotesca, al punto de que pareciera merecer lo que le pasa (su agresor se sorprende, incluso, que no se resiste al ser violada). Duarte es claramente misógino, pero los demás tampoco parecen necesitar mucho a las mujeres. Aunque momentos como el ataque de un animal le dan un toque fantasmagórico, el film procura el realismo, y con ese fin Caetano muestra a sus intérpretes sudorosos, avejentados, afeados. Daniel Hendler y Leonardo Sbaraglia son los protagonistas: si el primero está ideal como Cetarti, es probable que Duarte hubiera resultado más creíble con un actor mayor (en edad y contextura física) que Sbaraglia. En una escena recuerda hechos que parecen remitir a la represión militar en Tucumán en los ’70, pero no parece tener la edad suficiente para haber vivido esa experiencia como militar. Por momentos, el Duarte de Sbaraglia aparece más gracioso que sádico, sin que esto signifique subestimar el esfuerzo del actor –en buena medida provechoso– por resultar verosímil. El excelente Pablo Cedrón suma, a su tiempo, un soplo de humor que alivia fugazmente el infernal retrato pueblerino. En realidad, el personaje más misterioso, ambiguo y conmovedor del film es el del adolescente interpretado por Alian Devetacel (el joven de inquietante mirada que había protagonizado La tercera orilla, de Celina Murga). Mezcla de turbio encubridor y niño enojado con la vida, su interés por los documentales sobre vida animal, sus dudas en torno a la historia familiar y el fugaz entendimiento con su hermanastro le dan una humanidad que lo hacen querible en ese contexto. El final recuerda ael destino elegido por la protagonista de Leonera (2008, Pablo Trapero) y parece, asimismo, un guiño a Cuesta abajo, el notable corto que integró la primera Historias breves y con el que Caetano se revelaba ya como un gran director, veintidos años atrás.
Las musas, material de discusión. Obra singular la de José Luis Guerín (1960, Barcelona, España): Innisfree (1990), Tren de sombras (1997), la admirable En construcción (2001) y En la ciudad de Sylvia (2007) –todas de esquivo paso por las carteleras argentinas– son experiencias que juegan sutilmente con las fronteras entre el documental y la ficción, el pasado y el presente, lo sensible y lo imaginado. Los resultados son siempre tan discutibles como estimulantes, como lo es también La academia de las musas, con la que el director vuelve a solazarse observando y escuchando. En este caso, el centro de atención está puesto en un profesor universitario, su mujer, algunas de sus alumnas y algún personaje ocasional que sirve como objeto de estudio (por ejemplo, un grupo de jóvenes integrantes de un coro que intentan emular el berrido de las ovejas). Todos ellos discuten, dentro o fuera de las clases, en torno a lo que puede servir de inspiración para la poesía. La Beatriz del Dante, el amor en tiempos de internet, la idea machista-patriarcal que anida en el concepto de musa, la importancia o no de la sexualidad en el amor y de la naturaleza como fuente inspiradora, entre otras cuestiones, van surgiendo de las sobreabundantes conversaciones (en dos o tres idiomas al mismo tiempo) registradas con criterio documental, aunque por momentos la imagen se enrarece, camuflándose con los reflejos de las ramas de los árboles en las ventanas o las luces de la ciudad interfiriendo en los primeros planos. Está claro que La academia de las musas no procura ser un divertimento con sentido narrativo (de hecho, aparece fragmentado en pequeños capítulos y muchas secuencias son brevemente interrumpidas por cortes a negro), sino un provocador ensayo sobre la iluminación que lleva a los textos poéticos. En algún momento, las alumnas parecen musas reaccionando ante las reflexiones que se hacen sobre ellas; en otros –como cuando un pastor trae a la memoria un recuerdo familiar, o una de las chicas relata la importancia que tuvo para ella chatear con un desconocido mientras atravesaba una difícil situación familiar– asoma algo de emoción auténtica en medio de esa suerte de competencia intelectual, en la que todos se esmeran en llegar a conclusiones brillantes. Sin música y prácticamente sin situaciones que desvíen el debate, uno de los motivos por los que La academia de las musas se salva de convertirse en una mera clase sobre literatura es la presencia de Rosa, la mujer del profesor. Desde el comienzo, cuando afirma que “El amor es un invento de los poetas”, sus intervenciones empiezan a hacerse deseables: transitando el film (y quizás la vida) con cierta pesadumbre pero también sabiduría, Rosa le imprime una carga dramática que parece necesaria y suma, al encanto de las distintas alumnas, la gracia de sus palabras a veces filosas y la humanidad de su mirada.
Elle tiene ese estilo algo frío, pero endiabladamente divertido y sacudidor, del director Paul Verhoeven (1938, Amsterdam, Holanda), cuyos mejores trabajos estén probablemente entre los primeros (Delicias turcas, El cuarto hombre), aunque en otros posteriores, más conocidos (como Robocop, El vengador del futuro, Invasión o El libro negro), latía el espíritu de comic envuelto en colores subidos y afán provocador. En el caso de Elle, su ímpetu depende, en gran medida, de Isabelle Huppert, que da vida a Michelle con esa capacidad que tiene la actriz francesa para expresar mucho con poco. Aquí, con la ayuda de su sola presencia –que remite a los personajes que asumió para films de Haneke y Chabrol–, sabe hacer atractiva a esta mujer que se muestra a veces autosuficiente y otras ligeramente perversa, pareciendo disfrutar del juego medio demencial del que participa junto a parientes, vecinos y jóvenes empleados de su empresa. Verhoeven, Huppert y el guionista David Birke (partiendo de una novela de Philippe Djian) pueden hacer que la violación inicial derive en una relación víctima-victimario algo absurda, que algunas respuestas cínicas o crueles de Michelle resulten graciosas, que la llegada de un nieto esconda un ingrediente inesperado y rehúse la ternura, que una madre anciana se pavonee grotescamente junto a un candidato joven, o que la gravedad de tremendos recuerdos infantiles se diluya un poco con sentido del humor. Se recomienda no buscar en todas las situaciones que prodiga Elle efectos de causa-efecto: si algunas reacciones pueden parecer insólitas (que Michelle no llame a la Policía, que imprevistamente le haga bajar los pantalones a un empleado), se va descubriendo que tienen su lógica; sin embargo, mucho de lo que ocurre parece producto de un engranaje malévolo. ¿Ese organismo hecho de pulsiones malsanas será tal vez la familia? ¿O la alta burguesía, cuyos recelos se disparan para cualquier parte? Si la Jackie de Jackie transitaba la opulencia de su entorno con el desgano razonable de una mujer triste, la Michelle de Elle (con su peinado inalterable y su insípido tapado) se mueve solitaria en su mansión y su lugar de trabajo, viviendo su sexualidad de manera desapegada y esquivando las posibles muestras de cariño de quienes la rodean. Hay guiños a Hitchcock –incluyendo una escena casi calcada de Llamada fatal (1954)–, un cruce con la estética de los videojuegos en algunos momentos y una mirada sarcástica para aproximarse a temas delicados que trae ecos de Buñuel, Ferreri y otros irreverentes maestros (incluyendo ¿por qué no? nuestro Torre Nilsson). Hábil conductor de ideas turbulentas antes que artista consumado, Verhoeven logra en Elle ajustar una serie de piezas que asustan, irritan o divierten, con el eje en una mujer que mira a todos con la desconfianza que aprendió de niña, sin llorar nunca, riéndose apenas cuando su malicia se lo permite, enfrentando contratiempos con sus propios medios y fiándose únicamente de sí misma.