Mar del Plata 2016: casas, fantasmas, fugas y rebeldías. Una vez superada cierta debilidad inicial –incluyendo una discusión familiar resuelta de manera convencional–, El silencio va desenvolviendo un secreto con pudor y sutileza, hasta arribar a un final muy emotivo, en el que no sobran gestos ni palabras. En el medio, la rutina de trabajo por la que van comprendiéndose o conociéndose los personajes de Alberto Ajaka (notable) y el debutante Tomás del Porto (conmovedor en las escenas en las que llora en silencio) es un ejemplo de cómo pueden expresarse sentimientos con sobreentendidos y sin subrayados. El film de Castro Godoy (venezolano residente en Santa Fe), que dejó a los espectadores sensibilizados, trae a la memoria, por momentos, el film de Pablo Giorgelli Las acacias (2011).
Mujeres al borde. Jackie acompaña la angustia de Jacqueline Bouvier (1929/1994) en los días posteriores al asesinato de su marido John F. Kennedy (1917/1963), presidente de Estados Unidos. A diferencia de lo que casi toda biopic provee, no hay flashbacks de la infancia, idealización de una historia de amor, una banda sonora efectista ni un director artístico engolosinado con vajillas y muebles de época. De hecho, es probable que algunos espectadores esperen ver a la actriz principal entregada a una performance melodramática, luciendo al mismo tiempo glamorosos trajes que acostumbraba usar la joven mujer de Kennedy: por el contrario, en el film dirigido por Pablo Larraín (1976, Santiago, Chile) se habla casi todo el tiempo en voz baja, los lujos propios de la vida de la Primera Dama se diluyen en un tono mortuorio (al que contribuye la música de Mica Levi) y el film todo termina expresando más el estado de ánimo de una mujer ante la pérdida de un ser querido que una historia de amor y poder en ambientes envidiables. “Debí casarme con un hombre feo, vulgar y perezoso” le dice en un momento Jackie (Natalie Portman) a un sacerdote (¡John Hurt!), pensamiento que se opone a tantas películas (sombras oscuras asoman por ahí) en las que un hombre apuesto y adinerado es presentado como ideal romántico. Larraín integra planos fijos con otros cercanos, con la cámara en ligero movimiento acercándose a los rostros de los personajes hablando o discutiendo, y pausados travellings hacia adelante o hacia atrás. Si no resultan novedosas las secuencias resueltas con plano-contraplano de las conversaciones con el periodista (Billy Crudup), asoman acertadas las inserciones de fragmentos documentales que se camuflan con la recreación dramática, la cual tiene mucho de invención también. Narrativamente algo vacilante (tal vez una marca de fábrica del director de No y Neruda), la película no se priva en un momento de una cruda descripción de la muerte de Kennedy, aunque opta por no representarla en imágenes. Es cierto que el recorrido de Jackie por el interior de la Casa Blanca podría recordar a las producciones fotográficas de revistas como Caras, pero el film toma distancia de la tentación de parecerse a una telenovela, desgranando reflexiones estimulantes sobre temas difíciles y centrándose en la congoja de su protagonista antes que acumular incidentes. La Jackie de Portman deambula por los ricos ambientes sin perder la elegancia pero casi trastabillante, como cargando con la soledad y la incertidumbre de los dolorosos momentos que debió vivir.
En tiempos de un cine hollywoodense pasteurizado, amoldado a un público familiar sea cual fuere el tema que aborde, el primer mérito de Manchester junto al mar es ser una ficción con adultos sufriendo conflictos del mundo adulto. De hecho, comienza mostrando a su protagonista trabajando, y no de una manera particularmente glamorosa: Lee (Casey Affleck) es portero de varios edificios, soluciona como puede los problemas que le presentan distintos vecinos y no oculta la inquietud de no estar ganando suficiente dinero. Tampoco se lo ve muy cordial ni sociable, a diferencia de tantos personajes que suelen ganarse la simpatía inmediata del espectador. Esa hostilidad tiene su razón de ser, sin embargo, y responde a su historia personal, que el film irá desplegando sin ostentaciones. No conviene adelantar por qué Lee anda por la vida con más de una cruz a cuestas, ya que el interés de este drama dirigido por el dramaturgo y realizador estadounidense Kenneth Lonergan (1962, Nueva York, con dos películas anteriores que no tuvieron estreno comercial en cines argentinos) pasa, en buena medida, por la dosificada manera con la que van asomando las piezas del rompecabezas. Lee sube el ascensor junto a un médico, o mira distraídamente por la ventana mientras le habla su abogado, y los recuerdos surgen, sin guiños musicales o efectos que fraccionen de manera tajante presente y pasado. De a poco vamos conociéndolo, comprendiéndolo, compadeciéndolo. Aunque se lo ve solitario, hay (o hubo) familiares con quienes generar un circuito cerrado de ocasionales alegrías, sostén emocional, dudas, culpas y convivencia con dificultades. Está la joven esposa, molesta por cierta inmadurez de Lee, hasta que un trágico hecho imprevisto la da vuelta por completo (Michelle Williams, esposa sufrida también en Secreto en la montaña y Blue Valentine). Está el hermano confiable, de quien recibirá ayuda y a quien auxiliará también, según las circunstancias de la vida (Kyle Chandler, el marido de Cate Blanchett en Carol). Y también los pequeños hijos, un impaciente sobrino adolescente, una ex cuñada algo inestable, y varios amigos. Los días de este grupo humano alternan apacibles jornadas de pesca y momentos de intimidad familiar con otros de preocupación en pasillos de hospital y comisarías. El marco: la ciudad nevada, con sus blancos veleros meciéndose al viento. Algo de esa opacidad, de esa pasividad (del ámbito geográfico y de la personalidad de Lee) se transmiten a la realización. Planos fijos de los melancólicos parajes son casi el único medio, en términos visuales, al que echa mano el director para plasmar su historia, demasiado dependiente de los diálogos –a veces ásperos– y el desempeño de sus actores. Lo destacable, en todo caso, es su contención dramática: están resueltas de manera muy sobria, por ejemplo, las secuencias en las que a Lee y a su sobrino se les comunica la muerte del mismo familiar, con las personas que los rodean sobrellevando el nerviosismo lo mejor posible. Escasos gestos, algún abrazo, ningún subrayado. Esa discreción hace que no parezca efectista una repentina reacción de Lee, con la intervención de un arma: la película no sería la misma sin ese desesperado estallido, por el cual el protagonista demuestra que su dolor y su culpa son ciertas, que lo suyo no es frialdad sino angustia ahogada, que padece más de lo que podría pensarse. Es el único fragmento del film en el que la música subraya los sentimientos. El efecto en el espectador es razonablemente demoledor. Puede discutirse si el dramatismo sosegado de Manchester junto al mar y su estilo casi anacrónico (no hay cámara en mano, ni planos detalle con criterio publicitario, ni montaje paralelo que desvíe el drama hacia el suspenso) son méritos suficientes para cosechar tantos reconocimientos, incluyendo varias nominaciones al Oscar. Probablemente, su valor dependa más de sus resonancias psicológicas y su eficacia como reflexión sobre el modo en que los seres humanos estamos obligados a convivir con la tristeza y a relacionarnos con la muerte. Un aporte indudable a esos fines es el desenvolvimiento general de los intérpretes, exceptuando la inestable credibilidad de Lucas Hedges (el sobrino que forzosamente saca al protagonista de su cómodo letargo) y sobresaliendo la delicadeza del trabajo de Casey Affleck. A diferencia del tipo de actuaciones que suelen ser reconocidas por la industria del cine –en las que valen las transformaciones físicas y los disfraces–, Affleck hace que cobre vida su Lee apelando a mínimos recursos. El deambular cansino, cierto desaliño, sus expresiones de abatimiento o enojo, sus vacilaciones al hablar, delinean la necesidad permanente de su personaje de procurar reprimir y, al mismo tiempo, soltar su tristeza.
Mar del Plata 2016: casas, fantasmas, fugas y rebeldías. Para la función de apertura fue una buena elección Neruda, del director chileno Pablo Larraín (Tony Manero, No). El astuto guión de Guillermo Calderón esboza aspectos de la vida del poeta chileno jugando con la figura de un detective que lo persigue, que podría ser un personaje imaginado por el escritor. Si bien hay una música que subraya la importancia del film, y la caracterización de Neruda (a cargo de Luis Gnecco) recuerda un poco la caricatura regordeta que había hecho años atrás Anthony Hopkins para Hitchcock, el maestro del suspenso, Neruda retrata con cariño a la figura histórica permitiéndose contradicciones, con más dinamismo que frescura, prevaleciendo el humor a la épica. Coproducción de Chile con varios países (incluyendo Argentina), en esta biopic salida de los cauces habituales aparece, ceñido a su rol, Gael García Bernal como el perseguidor de Neruda, en tanto, en una actuación sin sorpresas, Mercedes Morán encarna a la mujer del escritor.
Mar del Plata 2016: casas, fantasmas, fugas y rebeldías. Moonlight (Barry Jenkins) es un drama parcialmente autobiográfico, con un pibe que crece sufriendo humillaciones de sus amigos, problemas familiares e indefinición sexual. Con actuaciones medidas, miradas cargadas de preguntas, escenas tensas e interferencias musicales que suman fuerza emotiva (hasta Caetano Veloso asoma por ahí), el film avanza manipulando a sus personajes (¿por qué el protagonista no encuentra ayuda en casi nadie? ¿se justifica la venganza violenta como el único camino?). El actor estadounidense Mahershala Alí, conocido sobre todo por sus trabajos en TV, mereció el Premio a Mejor Actor.
De una película anterior de Mendonça Filho, Sonidos vecinos/O som ao redor, decíamos que parecía una telenovela que todo el tiempo se desvía y enrarece; no es muy distinta Aquarius, con la diferencia que acá hay un personaje central con una actitud de resistencia y rasgos que lo hacen claramente seductor para los espectadores: se trata de una mujer madura pero todavía bella, madre comprensiva de sus hijos jóvenes, suerte de burguesa con actitud hippie, que arrastra sufrimientos (enfermedad, viudez, soledad) y sabe disfrutar de la playa y de la música. Su lucha por permanecer en el departamento que habitó desde su juventud pese a la creciente presión de una empresa que ansía apoderarse del edificio la convierte en una heroína con agallas, agregándose elementos que, en el mejor de los casos, sirven para conocerla mejor, y en el peor, distraen. La intensidad del film pasa indudablemente por la presencia de Sonia Braga, que se muestra tan tierna como salvaje, maternal y temeraria. La película está a su servicio, y para demostrar que el director se deja llevar por su magnetismo basta el momento en que la muestra saliendo del mar como una diosa, mirando desafiante al espectador. Ovacionada tras la primera función de prensa, Aquarius es un melodrama con algunos diálogos certeros y momentos fuertes, pero desparejo. Imposible no sentir empatía por la protagonista y sus ocasionales ayudantes (incluyendo un par de obreros que la alertan sobre una irregularidad de la empresa, algo ebrios y sin involucrarse después), aunque el suyo es un acto de rebeldía solitario e impulsado por intereses personales, sazonado con condimentos varios.
BAFICI 2016: de noches, viajes y búsquedas. Un hombre de mediana edad y clase media va encontrándose con distintas personas a lo largo de una noche en la que se suceden encuentros sexuales, periplo que lleva adelante con más desapego que placer. La cámara en mano, el sonido real y cierta desprolijidad deliberada permiten que el espectador se involucre emocionalmente con el personaje, de quien nada se sabe: los universos de la familia y el trabajo permanecen olímpicamente fuera de campo. Su realismo semidocumental (el propio Castro encarna al protagonista) parece reversionar el estilo que cierto cine argentino viene desplegando desde Pizza, birra, faso (1998) en adelante, transmitiendo sensaciones contradictorias e imponiendo -por entre el morbo y la incomodidad- una persistente atmósfera de abatimiento y desolación. Mostrar a una travesti comiendo una pizza sobre la cama de una pensión mientras el televisor desprende su habitual griterío artificioso, o a una pareja pasando el rato en un bar sin nada importante de qué hablar, llevan a ese efecto de melancolía, esbozando las coordenadas de un micromundo desangelado, desprovisto del glamour con el que suele adornarse a personajes noctámbulos. Las recurrentes escenas explícitas de sexo oral y desnudos (más algún aditamento escatológico), sin la mediación de cuerpos esbeltos, transcurren de la misma desentendida manera con la que hombres y mujeres se mueven por este círculo vicioso: no habría por qué ver un mérito en esto, y al respecto vale la pena recordar el inteligente uso que han hecho de escenas de sexo explícito, por ejemplo, los franceses Patrice Chéreau (en Intimidad, 2001) o Alain Guiraudie (en El desconocido del lago, 2013). Aunque válido como experiencia, La noche resulta un film tan indeciso, marginal y falto de magia como su protagonista.
Nadando en las aguas de la Historia. Alguien dice, al comienzo de esta película fragmentada de Francisco Matiozzi Molinas (Rosario, 1978), que los murales en paredes de la ciudad que algunos intentan cubrir son los únicos lugares en los que ciertas personas pueden ver a sus familiares desaparecidos: Murales demuestra –con empeño y sensibilidad– que también el cine puede hacerlos visibles, intuir sus vidas y componer algunas piezas para comprender el idealismo y las contradicciones de una época. Estrenada en una de las secciones del último BAFICI, el film crece a medida que la búsqueda de su realizador-protagonista se complejiza, abriéndose a distintas revelaciones y confidencias. Si al principio puede desorientar un poco por su autorreferencialidad, de a poco va introduciendo afectuosamente al espectador en la historia de Francisco-tío y Francisco-sobrino. Viejas fotografías, consultas en una hemeroteca y recorridos por diferentes calles encuentran como banda sonora Los muchachos peronistas (en un antiguo audio o el ringtone de un celular), comunicaciones telefónicas y sencillas confesiones de entrecasa. En una de éstas, Francisco le reprocha cariñosamente a su madre la carga de llevar el nombre de su tío fallecido poco antes de que él naciera, recibiendo una respuesta que merecería ser analizada largamente. FMM arma laboriosamente el rompecabezas familiar mientras debe atender contratiempos de su vida cotidiana –como encontrar un departamento para alquilar y mudarse– y, por distracción o deporte, se dedica a nadar. El agua lo lleva y lo trae, lo protege tal vez como un líquido amniótico, le permite avanzar con esfuerzo. Viendo films como Murales –o M (2007, Nicolás Prividera), con el que tiene algunos puntos en común–, uno se pregunta si el cine no termina cumpliendo, a veces, una función de la que deberían ocuparse, u ocuparse más, determinados funcionarios e instituciones. “Aquí está la historia de tus parientes” debería decirle la sociedad a Francisco, y no éste desplegar su película para comunicarnos a todos “Aquí está esa historia”. La ventaja, en todo caso, es que de este modo se la cuenta desde la mirada del que la vivió de cerca, con sus sentimientos y dudas a flor de piel. La manera con la que FMM elude los nombres propios a los que suele recurrirse cuando se aborda nuestra Historia, e incluso los escasos –aunque significativos– minutos que destina al juicio a los represores involucrados, dejan en claro que lo que más le importa es reflexionar sobre su familia y su pasado. Averiguando, cotejando datos, distribuyendo los elementos a su alcance, intentando reconstruir lo perdido en la memoria, el joven realizador y su equipo logran un testimonio honesto, límpido, fértil. Con muy poco del repentismo y didactismo de un documental para TV (Matiozzi Molinas puede quedarse tranquilo) y un hermoso tramo final, que moviliza y conmueve.
Mar del Plata 2016: casas, fantasmas, fugas y rebeldías. Fuga de la Patagonia se arriesga a recrear hechos históricos con el espíritu de un film de aventuras: el escape del naturalista argentino Francisco Moreno hacia 1879, tras ser tomado prisionero por un grupo de mapuches. El profesionalismo del proyecto incluye desde una fotografía que aprovecha dramáticamente los deslumbrantes escenarios hasta la labor de los actores (más eficaces cuando el guión les permite hablar con cierta informalidad, o ironizar diciendo, por ejemplo, “Somos todos empleados del Gobierno de Buenos Aires”) y la sobreabundante música (a la que no le hubieran venido mal resonancias mapuches). Es cierto que a los jóvenes directores les cuesta mantener la línea de acción, pero su ópera prima tiene momentos vivaces y suficiente nobleza, con una mirada sobre la Historia argentina algo benigna pero responsable.
Mar del Plata 2016: casas, fantasmas, fugas y rebeldías. Amateur riega de citas (personajes llamados Guillermo Battaglia o Manuel Romero, fugaces imágenes de La muerte camina en la lluvia, Sangre de vírgenes o Los muchachos de antes no usaban arsénico) una trama policial imprevisible, medianamente entretenida, pero con una iluminación plana, escenas muy gráficas y resoluciones absurdas (un cementerio al que Alejandro Awada ingresa como si fuera el dueño, un flashback que intenta justificar las conductas sádicas de Jazmín Stuart). Las simpáticas apariciones de Haydeé Padilla no parecen suficientes para salvar a Amateur, que inexplicablemente formó parte de la competencia.