Mujeres de distintas edades comparten silencios y charlas en sus casas y lugares de trabajo, en el contexto de una serena población cordobesa. De eso se trata Otra madre: de describir con delicadeza ese universo íntimo en el que lavarropas, máquinas de coser, tareas escolares y cremas para la piel mantienen ocupadas a estas madres, hijas, hermanas o amigas, todas deteniendo en algún momento su mirada en algún punto lejano, pensativas, transmitiendo una conmovedora melancolía. Salvo una noche distendida en un bar con música de fondo, el resto son instantes de soledad y pequeñas o grandes preocupaciones (que casi no se dicen pero se intuyen). El joven realizador cordobés Mariano Luque ya había mostrado interés por el mundo femenino en Salsipuedes (2012), pero acá da un paso adelante, encuadrando los ambientes como recortándolos sutilmente de la realidad y aprovechando las posibilidades que el paisaje cordobés puede ofrecer cuando aparece alejado de los clisés turísticos. Esa creación de un estado anímico marcado por la congoja (hasta cuando dos de las mujeres mantienen una cordial conversación mientras comen helado asoma una música que baña la situación de tristeza) se sostieotra_madrene en la expresividad de Mara Santucho, Eva Bianco y las otras actrices, así como en el excelente trabajo de Eduardo Crespo como director de fotografía. Fernando G. Varea
Los años vividos y por vivir. Esta comedia agridulce de la directora francesa Blandine Lenoir bien podría ser una película de Juan Taratuto o Marcos Carnevale, aunque con mayor calidez, menos estridencias y una absorbente protagonista que ronda los cincuenta años (rasgo este último bastante difícil de encontrar en cinematografías como la nuestra). La Aurore del título original es madre de dos hijas jóvenes, está separada y busca empleo. No es mucho más que eso lo que sirve de base para esta liviana exploración por los sentimientos y temores de una mujer de su edad, con varios personajes secundarios interviniendo para deslizar frases ocurrentes, plantear prejuicios que suelen ser rebatidos o, simplemente, agregar chispazos de comicidad. Las situaciones no ofrecen nada demasiado conflictivo: los efectos de la menopausia, la posibilidad de convertirse en abuela, las charlas con una consuegra o una amiga extrovertidas, algún piropo imprevisto por la calle, una reunión con ex compañeros de colegio. Si el film sobrevuela temas embarazosos lo hace sin dejar de ser amable con el espectador. Contribuye la atmósfera límpida y placentera, con exteriores luminosos y casas que transmiten cercanía, sin sobresaltos angustiantes. Hay partes típicas de un cine de fórmula, como mostrar a Aurore bailando sola (o acompañada de sus recuerdos) un tema de Nina Simone en su casa, o un tramo final forzado a cumplir con los códigos de la comedia romántica. La dependencia de Aurore de rearmar su vida a partir del entendimiento con un hombre y la relativa facilidad con la que enfrenta diferentes trabajos –nada gratos, por otra parte– revelan en el film un costado algo conservador. Del mismo modo, aunque ocasionalmente la protagonista se imagina a sí misma cantando o atravesando una situación exitosa, no queda muy claro qué le apasiona en la vida: parece haber algo de medianía y de conformismo en su personalidad. A pesar de ello, cierta sensibilidad recorre 50 primaveras y la aleja de tantos rústicos productos con personajes o conflictos similares. Determinados gags que recuerdan al humor probado por grandes cómicos del cine de todos los tiempos (como el de Aurore enfrentando una puerta de vidrio corrediza) levantan la puntería. En un momento, en una de sus varias búsquedas laborales, Aurore se topa con un grupo de ancianas que conviven juntas en una casona. Allí asoman algunas de las mejores secuencias de 50 primaveras, vislumbrándose la posibilidad de una transgresión, de un tipo de vida diferente, de enfrentar con calma e imaginación el paso de los años. Ligeramente caricaturizados, casi todos reconocibles, los personajes ofrecen una galería de tipos humanos con los que Aurore se las arregla como puede, experimentando las luces y sombras propias de su edad madura. Encarnándola, Agnès Jaoui (actriz y directora de Como una imagen y El gusto de los otros) demuestra que, sin exhibir una simpatía arrolladora ni una belleza singular, sabe seducir con su positiva expresividad. Por Fernando G. Varea
LA CIÉNAGA DEL TIEMPO. La esperanza ¿es un sentimiento noble o encubre un conformismo humillante? ¿Somos prisioneros de lo que deseamos? ¿Podemos ser plenamente libres? ¿Dependemos siempre de decisiones de los demás? ¿A dónde puede llevarnos la falta de perspectivas? ¿Somos lo que creemos que somos o lo que los demás ven en nosotros? Preguntas como éstas dispara la visión de este esperado regreso de Lucrecia Martel al cine, tras dejar atrás una versión cinematográfica de El Eternauta y complicaciones varias. La riqueza de Zama la convierte en una pieza perspicaz, surcada de entrelíneas que circulan como pócimas bullendo silenciosamente por vasos comunicantes. El espectador podrá detenerse en la soledad del protagonista Don Diego de Zama, funcionario americano de la Corona española a fines del Siglo XVIII esperando una carta que no llega, lo que lo impulsa finalmente a sumarse a una partida de soldados en busca de un peligroso bandido. O dejarse seducir por el clima misterioso, hecho de figuras elusivas y siluetas que se recortan detrás de puertas o ventanas o que asoman en el fondo del plano. O rendirse ante ese universo rebosante de sensaciones, tensión sexual, opacas rutinas, malestar apenas disimulado, orgullos varios, pelucas, decadencia y muerte, espacio que –partiendo de datos históricos pero sin sujetarse obsesivamente a ellos– crea el film. Y a propósito: recorriendo más de un siglo de cine argentino, cuesta encontrar otra película que transmita tan vívidamente la vida cotidiana en tiempos del Virreinato, sin que importe el desfile de trajes sino la húmeda impresión de formar parte de aquél tiempo en medio de privaciones, modales afectados y salvajismo a cada paso. Apenas puede encontrarse algo de eso en los dos primeros episodios de De la misteriosa Buenos Aires (1981, Fischerman/Wullicher/Finn). Este retrato de América colonial envuelto en trastos y temores, diferenciado de tantos lustrosos films de época, es uno de los hallazgos de Zama. La incomodidad se advierte incluso cuando el protagonista habla de la nieve, las pieles y los perfumes de algún lejano país, evidenciando la necesidad de imaginar sitios más acogedores. Por otra parte, la directora salteña ha señalado su intención de alejarse del patrón del cine histórico con héroes viriles de a caballo, y de hecho su Diego de Zama es más un hombre meditabundo, que no sabe qué hacer con la progresiva sensación de fracaso que va cercándolo, que aquél “pacificador de indios con honores del monarca” que sostiene su fama. Mucho de eso está, claro, en la novela original de Antonio Di Benedetto, de cuyo ánimo general Martel supo apropiarse. Es posible que al espectador habituado a las fórmulas del cine de entretenimiento (que también incluye biopics y films de época) le cueste internarse en el impar estilo del film, con sus planos fijos que a veces se suceden como esclusas con un elaborado movimiento interno, sus momentos de violencia fuera de campo, sus personajes de emociones contenidas, su etérea música incidental. La breve gresca de Zama con Ventura Prieto, por ejemplo, está excelentemente resuelta, pero no de la manera con que lo haría un film clásico de acción. A su vez, el desempeño de los intérpretes (el mexicano Daniel Giménez Cacho, la española Lola Dueñas, el brasileño Matheus Nachtergaele, los argentinos Juan Minujín, Rafael Spregelburd, Manuel Fernández y otros) es de gran precisión, pero sin el énfasis melodramático al que nos tiene acostumbrado cierto cine. Quienes conocen la obra de Lucrecia Martel, en tanto, así como los cinéfilos o simplemente los espectadores más atentos, disfrutarán de las digresiones (ese acompañante que imprevistamente piensa en voz alta), los arrebatos sombríos (el gobernador manipulando las negruzcas orejas de un muerto), la sinuosa caracterización de personajes (hombres ligeramente afeminados, muchachas no tan frágiles como lo sugiere su apariencia), la atmósfera afiebrada (con los valiosos aportes del portugués Rui Poças en la fotografía y del equipo responsable de cargar el ambiente de sonidos lejanos, zumbidos de insectos y crujidos), las sutiles pinceladas de humor (“Ha comprado su libertad y ahora la pierde” dice una dama de su esclava negra que va a casarse). Entre las muchas lecturas que permite la Zama de Martel, resultan saludables las que propician el análisis de la historia de nuestro país. “No tenemos quien trabaje ahora” es el motivo por el que una mujer lamenta la matanza de indios en la zona, recibiendo como consuelo una frase de Zama: “Indios nunca van a faltar”. Asimismo, la posible publicación de un libro despierta desconfianza en las autoridades y una sensación de redención en su joven autor. Hay allí coordenadas que parecen resonar hasta hoy, como sucede en las películas que recrean el pasado sin congelarlo. Finalmente, los niños que aparecen en la secuencia final –teniendo en cuenta su mirada, su actitud y sus palabras– bien pueden representar la generación, la raza o la clase en la que la esperanza puede cobrar, por fin, algún sentido. Por Fernando G. Varea
UNA ESPECIE DE LOCURA. El sonido hipnótico del parabrisas en movimiento en el interior de un coche, luces de la calle adoptando formas inasibles, un fondo sonoro de tormenta: el comienzo de este film (sobre una mujer madura que procura adoptar un niño corriéndose de ciertos límites legales) resulta sugestivo, inquietante. Una melodía que a los cinéfilos nos remite inmediatamente a alguno de los primeros films de Leonardo Favio completa el prólogo prometedor. Lo que sigue mantiene ese clima tenso, si bien los brillos de la realización van imponiéndose por sobre la irregular convicción dramática de la historia: el trabajo del fotógrafo polaco Wojciech Staron es tan exquisito que, por momentos, atrae tanto o más que las peripecias que esta mujer debe enfrentar para intentar salirse con su objetivo. Cabe señalar que los obstáculos no son únicamente las exigencias de turbios interlocutores (incluyendo un médico dudosamente amigable, encarnado por Daniel Aráoz) o las imprevisibles reacciones de la madre que debe entregarle su bebé, sino también las propias dudas de la protagonista, su inquietud constante, su inestabilidad emocional. No se sabe bien por qué desestimó las formas lógicas de adopción, pero lo cierto es que el camino elegido la introduce, desde el primer momento, en una cadena de circunstancias arriesgadas que derivan en una suerte de calvario al que contribuyen su desesperación y su capricho. Una rara forma de locura parece interponerse en su conducta, y si es causa o consecuencia de su angustiada travesía es cuestión a ser debatida posteriormente por los espectadores. Precisamente, como en su anterior Refugiado (2014) –y a diferencia de lo que fue su ópera prima Tan de repente (2002), que jugaba más con la provocación e incluso el humor–, el director Diego Lerman parece interesado en poner sobre la mesa un tema de discusión. Esa intención, evidentemente prioritaria, debilita la propuesta, forzando a sus personajes a determinadas acciones que parecen pensadas con ese fin. Los permanentes contratiempos hacen que el melodrama que anida en Una especie de familia se desvíe ocasionalmente hacia el policial, con ciertos dilemas morales latentes. Resulta provechoso que no se desperdiguen datos precisos, indudablemente innecesarios: los lugares donde transcurre la acción, por ejemplo, mutando los cielos húmedos y la tierra roja a áspero territorio montañoso sobre el final. Como espectador, se agradecen varios planos generales admirablemente resueltos (como el utilizado para cerrar el film) y la elusión con la que son trabajadas algunas figuras, recortadas por puertas o intersticios en pasillos, así como la inteligencia con la que se insinúan en un segundo plano circunstancias que sirven para ambientar o completar la historia pero que si cobraran mayor importancia distraerían, como un baile tradicional que la atribulada protagonista no está en condiciones de detenerse a contemplar. Al gato de la mujer, en cambio, cámara y guión le dan una relevancia poco justificable, en tanto de la fugaz invasión de langostas puede desprenderse una alusión bíblica algo antojadiza. Otro logro de Lerman es el rendimiento de sus intérpretes: aunque sin poder acreditar la trayectoria de Bárbara Lennie (la actriz española de La piel que habito, Magical girl y El apóstata), quienes encarnan a la abogada, a la enfermera jubilada, a los policías y al resto de los personajes secundarios lucen beneficiosamente creíbles. De alguna manera, con su sinceridad opacan los esfuerzos de Lennie, tan efusiva en su sufrimiento, tan representativa de ciertos valores de la clase media acomodada (es digno de análisis la importancia que ocupa en el film su costoso automóvil). De entre todos ellos, se destaca especialmente Yanina Ávila (como la madre que debe entregar a su niño), cuya imagen va creciendo en la película hasta cobrar una fuerza inesperada en una escena de discusión, portando la verdad de su rostro y su capacidad para expresar la angustia ahogada de tantas mujeres de su condición social, resignadas a cumplir, casi inexorablemente –tanto en la sociedad como en el cine–, un rol secundario. Por Fernando G. Varea
De los estudiantes a los Andes. ¿Qué cuenta exactamente esta lustrosa coproducción argentino-franco-española? ¿Cuál es su mirada sobre el Poder, sobre la intimidad de un dirigente político o sobre los secretos que se agitan detrás de los protocolares encuentros entre presidentes latinoamericanos? No está muy claro a qué apunta este tercer largometraje dirigido por Santiago Mitre, con el que –después de El estudiante (2011) y La patota (2015)– parece ingresar decididamente al terreno de un cine más ambicioso y costoso. Algunos elementos (como la hitchcockiana música de Alberto Iglesias, habitual colaborador de Pedro Almodóvar) insinúan un clima de thriller, pero el film no busca generar suspenso ni prodiga sobresaltos. A su vez, el hecho de imaginar una reunión de líderes en un sitio alejado de los transitados por los ciudadanos de a pie podría sugerir una alegoría (un poco como Todo Modo, el film de Elio Petri sobre novela de Leonardo Sciascia), pero acá el tratamiento es eminentemente realista y la Cumbre aparece interferida por un episodio familiar algo insustancial. A decir verdad, La cordillera parece encontrar su sentido sólo como ejercicio de guión atravesado por una forma de extrañeza, creando expectativas para después torcerlas caprichosamente. Algo similar ocurría en La patota, en la que el sufrimiento y la necesidad de justicia de una joven violada terminaban diluyéndose a favor de reacciones más antojadizas. El despliegue de competencias incluye una suerte de dream team de actores hispanoamericanos, comenzando por el argentino Ricardo Darín y siguiendo por los chilenos Paulina García (vista no hace mucho en Little Men) y Alfredo Castro (Tony Manero, Neruda), Daniel Giménez Cacho (protagonista de la inminente Zama) y otros, encarnando a distintos mandatarios, sumándose la española Elena Anaya (Hable con ella, La piel que habito) como una bella e insistente periodista. Pero el diseño de ese cuadro tiene algo de caricaturesco, completándolo Christian Slater encarnando a un emisario del gobierno estadounidense de razonamientos y procederes bastante obvios. Como en las anteriores películas de Mitre (siempre con Mariano Llinás como coguionista), en La cordillera los personajes discuten mucho. En este caso, las conversaciones en torno a intereses políticos no conceden sorpresas: habrá quien apueste a un concepto de lo americano más amplio y quienes consideran conveniente aliarse únicamente con países hermanos. Pero esas deliberaciones no revelan demasiada complejidad, como si fueran el eco de algunos unitarios que nuestra TV prodigaba años atrás. En tanto, las apariciones de la hija del Primer Mandatario argentino (Dolores Fonzi, a quien Mitre le dedica numerosos primeros planos, incluso mirando a cámara) comienzan interesando por traer conflictos más cotidianos a esa Cumbre en la que todos parecen piezas de un ajedrez en penumbras. Pero pronto su personaje empieza a oscilar entre comentarios triviales y un desvarío por el que –hipnosis mediante– fantasías, temores o verdades ocultas parecen surgir sin pedir permiso. Formalmente, La cordillera se circunscribe a cierta sobria elegancia, sin demasiado vuelo ni un aprovechamiento dramático cabal de los Andes nevados que sirven de marco. El Mal existe dice el eslogan, pero ¿qué es el Mal, según esta película? ¿Quién lo representa o lo ejerce aquí? ¿Acaso la decisión última del Presidente argentino está signada por esa fuerza misteriosa? Un equívoco que termina resultando arriesgado: el pueblo, por ejemplo (todos los que no forman parte de ese grupo de dirigentes poderosos y sus séquitos), es mantenido en un olímpico fuera de campo. Hasta cuando le leen los diarios al Presidente se le da importancia a lo que opinan los periodistas (periodistas con poder mediático, desde ya; de hecho uno de ellos tiene la voz de Marcelo Longobardi) o los presidentes de otros países, pero no partidos opositores, sindicatos u organizaciones sociales. Los anónimos trabajadores que aparecen al comienzo apenas hablan, y el único personaje de peso que no forma parte del gobierno es la confundida hija del Presidente, cuyas complicaciones provienen únicamente de estado de salud y su vida sentimental. Cuando la periodista española asegura llevar años estudiando “a quienes deciden el destino de tanta gente” (sin que nadie refute ese comentario después) cabe preguntarse si no se está ubicando a la gente en un rol pasivo o decorativo, como si, en buena medida, no dependiera de sus esfuerzos, sus decisiones y sus luchas el destino de una comunidad. De esta manera La cordillera (ensayo de guión más que película), parece ceder, encandilada, a la seducción de los personalismos. Por Fernando G. Varea
BAFICI 2016: de noches, viajes y búsquedas. Esta película dirigida por Giralt (una de las dos que presentó en el BAFICI, la otra –Primavera– formó parte de la Competencia Argentina) es lo más parecido a una fantasía gay: dos jóvenes glamorosamente informales e incomprendidos viven juntos una serie de experiencias vitales (viajes, sexo, confesiones, contemplación de la naturaleza), sin mayores preocupaciones ni necesidad de trabajar (les van apareciendo oportunidades de comida y alojamiento de la nada). No faltan la madre frívola, ni una amiga trans cuya casa enmarcada de flores parece salida de un cuento, ni un simpático amigo de rulos que durante algún tramo comparte la intimidad de la pareja en cuestión. Hay referencias cinéfilas (James Dean, Pasolini, Van Sant) exhibidas con poco disimulo, diálogos y monólogos de cursilería casi paródica, erotismo soft y actuaciones desparejas. Es evidente la capacidad de Giralt para componer buenos encuadres y encontrar locaciones adecuadas, pero su road movie -innecesariamente dividida en capítulos- no excede el posible atractivo que puede deparar una serie de postales ingenuamente transgresoras. La redime, en parte, su buena música.
BAFICI 2017: películas para celebrar y discutir. Un refugiado sirio intentando sobrevivir en Finlandia se cruza con un vendedor que decide instalar un restaurante sin demasiados conocimientos para ello: de ese encuentro derivan situaciones tragicómicas, sumándose otros personajes. Kaurismaki cuenta su historia desplegando sus recursos habituales: planos fijos, reducida gama de colores, actores de expresiones lacónicas, ocurrentes elipsis, sorpresas narrativas, economía de gestos. El drama muta en humor y éste en drama de nuevo, con infortunios actuales (guerra, racismo, discriminación) presentados desde una perspectiva solidaria y sin permitir que moralejas sustituyan la importancia de la puesta en escena. El encuentro con el film de Kaurismaki (El hombre sin pasado, El puerto) en el marco del festival fue un disfrute, afortunadamente compartido por muchos espectadores (entre quienes pudieron verse a Martín Rejtman y Rodrigo Moreno, realizadores razonablemente interesados en el cine del finlandés). Una lección de cine y de humanismo.
Tenso juego de supervivencia. Ni una reflexión sobre la locura, la ambición y la muerte como puntos de partida y de llegada de toda guerra (Apocalipsis now, La delgada línea roja), ni un cuestionamiento al militarismo (Kubrick), ni una parodia (Altman, Tarantino), ni la recreación didáctica de un episodio histórico: lo que Dunkerque procura es que el espectador experimente la desesperación de estar en el frente de batalla, luchando denodadamente por preservar la propia vida. Es por ese camino, ya emprendido por Spielberg, Eastwood y algún otro, que transita Christopher Nolan (1970, Londres, Inglaterra); claro que lo suyo es menos sanguíneo y de una exaltación del héroe anónimo más fría, podría decirse que más inglesa. En Dunkerque hay tres instancias argumentales que se cruzan todo el tiempo, en el marco de la Segunda Guerra Mundial: las penurias de un joven soldado (el inexpresivo Harry Styles, cantante de One Direction) huyendo a duras penas de los ataques del enemigo nazi en el pueblo francés que da título al film; la travesía de un hombre (Mark Rylance, el ganador del Oscar por Puente de espías), su hijo y un amigo de éste intentando colaborar con la causa desde una embarcación civil; y la proeza de un piloto británico (Tom Hardy, que apenas muestra la cara) aliado de los franceses. Textos sobreimpresos indican cuánto dura cada suceso (una hora, un día, una semana), aunque la sutileza de igualar esos espacios de tiempo se diluye con el montaje paralelo por el que se va alternando entre unos y otros personajes. Las referencias históricas e intereses en juego aparecen desdibujados, con un comandante (Kennet Branagh) deslizando en voz alta algunos datos sueltos. Los territorios por los que se mueven cada uno de ellos también son distintos: la tierra, el mar, el cielo. El recorrido del combatiente casi adolescente, sorteando bombardeos y peligros varios, está expuesto con gran tensión y un despliegue de elementos (extras, decorados) a los que nunca se les cede el protagonismo: importan el miedo a cada paso, la cercanía del fuego y las balas, los vínculos esquivos en medio del caos. Los arriesgados planeos del aviador llevan a adoptar su punto de vista, a menudo torciendo el plano y acercándose a la estética agitada de un videogame (la primera secuencia de la película tiene también bastante de eso). La aventura de los tres hombres surcando un mar embravecido y celeste tiene una dosis mayor de humanidad, tal vez por el simple hecho de que se trata de civiles bienintencionados implicándose, casi desprotegidos, en esa cruel batalla; de todos modos, dos o tres sucesos que interfieren en su trayecto y que podrían haber permitido la exteriorización de emociones legítimas, se resuelven con planos cortos y dureza en los actores. Permanentemente se percibe el miedo a resultar herido, al dolor, al sufrimiento, pero los escasos recuerdos familiares de los que se habla están vinculados a la idea del honor y el heroísmo militar. Tampoco hay manifestaciones de afecto, niños ni mujeres en el universo medio inmutable que propone el film. Esto último responde a esa cualidad de Nolan (Batman, el caballero de la noche asciende, Inception, Interestelar) de estar más atento a la perfección de los movimientos maquinales que a las personas. Aviones y barcos ocupan espacios privilegiados en Dunkerque, que funciona casi como un mecanismo o un engranaje por el que los hombres circulan rápida, exasperadamente. La fotografía distante, obra del sueco Hoyte Van Hoytema (de notables trabajos para películas como Her y Déjame entrar), y la música de Hans Zimmer (que parece integrar ritmos marciales con la respiración agitada de los contendientes), responden a ese modelo de cine que debe su fuerza a la brillantez técnica, las ambiciones de grandeza, el lustre de sus formas y la severidad de sus máscaras.
Ídolo con pies de barrio. Con Roberto Fontanarrosa (1944/2007) cada uno elige su propia aventura: reírse con los chistes gráficos que publicó en distintos diarios y revistas, divertirse indefinidamente con la vitalidad del uso que hacía del idioma gauchesco su personaje Inodoro Pereyra, valorar la mirada paródica que subyacía bajo la dureza de su creación Boogie el Aceitoso, adentrarse en la lectura de sus cuentos cargados de picardía y anécdotas, reconocerse en la pasión del humorista rosarino por el fútbol y su devoción por la amistad, admirar la humildad que mantuvo aún siendo una figura pública reconocida en distintas partes del mundo… O todo eso junto. Fontanarrosa, lo que se dice un ídolo se interesó por sus relatos, encargando a seis realizadores rosarinos la tarea de representarlos. Lamentablemente, la decisión de que participaran sólo directores de largometrajes de ficción con estreno comercial (Julia Solomonoff, Rodrigo Grande y Fito Páez no pudieron sumarse) dejó afuera a jóvenes que han dado muestras de capacidad con sus cortos y mediometrajes: Federico Actis y Juan Francisco Zini, por ejemplo (que formaron parte de distintas ediciones de Historias breves con Los teleféricos y Los invasores, respectivamente), u otros, podrían haber aportado frescura. Con los cineastas finalmente reunidos, abordando cada uno un cuento diferente (salvo el segmento de animación, que se divide en tres), se obtuvo como resultado un producto simpático y desparejo, en buena medida ganado por un aire nostálgico. El espacio que transita el film tiene algo de geografía perdida en el recuerdo de los mayores, con antiguos clubes y casas de barrio, partidos de fútbol no mercantilizados y bares nocturnos sin sobresaltos. El rescate que el conjunto hace –deliberadamente o no– de esos elementos lo lleva a dar protagonismo a hombres de vidas grises y modestas, poniéndose de su lado con cierta compasión, sin subrayar su posible patetismo. Algo plausible, en principio, en estos tiempos de reconocimientos varios para una película como El ciudadano ilustre (2015, Duprat/Cohn), en la que personajes similares son claramente ridiculizados. La visión adoptada parece razonable: era lo que Fontanarrosa hacía. El humor del Negro no llegaba a ser verde pero tampoco era blanco, nutrido de chanzas que agregaban viveza a relatos que parecían salidos de conversaciones con amigos en la sobremesa de un asado. Esa mezcla de desparpajo y sensibilidad se advierte a lo largo de las dos horas de película, y puede decirse que allí reside su principal fortaleza. Al mismo tiempo, el excesivo respeto a los textos la conduce, por momentos, hacia un resbaladizo terreno cercano al conservadurismo. Sospechar de las intenciones de una mujer atractiva, inquietarse ante la probabilidad de enfrentarse con una travesti, hacer bromas con un hombre vestido de mujer o con la gordura de un pibe parecen resabios de una época en la que no se hablaba de bullying ni se alzaban pancartas con la expresión Ni una menos. El propio Fontanarrosa, con sus chistes, sabía reflejar estos cambios que atravesaban nuestra sociedad, y para muestra basta señalar aquél en que alguien se lamentaba en voz alta por la permanencia de prejuicios, al ver el cartel de una Academia de Danza que pedía bailarines asegurando “Absoluta reserva”. La película no se permite aggiornar la socarronería e idealización de ciertos tipos humanos que sobrevuelan algunos de los cuentos tomados, por eso provocan cierta incomodidad las alusiones a las provocaciones de la chica víctima de una supuesta violación (más allá de que se indique que la acción transcurre en 1980) o las penurias de un inocente muchacho con un pene desproporcionado (cuyo destino trae a la memoria lo que le sucedía al personaje de Gerard Depardieu en La última mujer, aunque en la película de Marco Ferreri el hecho no tenía nada de gracioso). “Ustedes bien saben cómo son los barrios, ese culto que existe por el machismo, por la cosa viril”, sostiene en un juzgado el amigo de este último, sin que nadie ponga en duda esos valores y como si la situación se desarrollara en un tiempo pretérito, sensación que acentúa al comentar que leyó una información en la revista Maribel. Respecto precisamente al trabajo de adaptación, así como hay modificaciones en Vidas privadas, de Gustavo Postiglione (que ensancha la revelación que el cuento se reserva para el final), y El asombrado, de Héctor Molina (que ubica como protagonista, con resultados discutibles, a un actor que supera en veinte años al de su personaje), en otros casos la sujeción al texto es tal que el mismo es directamente leído o narrado, por un actor o un locutor, por lo que la gracia termina dependiendo exclusivamente del original, sin elaboración posterior. Esto no implica dejar de admitir el entusiasmo que Dady Brieva pone en su monólogo y el tono más que apropiado que Miguel Franchi le da a las Semblanzas deportivas, en este caso con los reconocibles monigotes dibujados por el propio Fontanarrosa cobrando algo de movimiento por obra y gracia de Pablo Rodríguez Jáuregui. Proyecto impulsado por el productor y realizador Juan Pablo Buscarini (1962, Rosario), es precisamente su episodio No sé si he sido claro el que ostenta mayor precisión y acabado formal, en comparación con los de algunos de sus colegas, que contienen raptos de ensoñación no expresados claramente o ambientes algo indefinidos. La aspiración de Buscarini es loable y la película exhibe valores: a los ya mencionados, pueden añadirse la inalterable eficacia del joven Juan Nemirovsky más el aprovechamiento de la simpatía de Pablo Granados y Chiqui Abecasis en Sueño de barrio (Néstor Zapata), la serenidad con la que Luis Machín se hace cómplice del espectador sin pasarse de listo en Elige tu propia aventura (Hugo Grosso), el cruce de realidad y representación de Vidas privadas (las discusiones entre personajes y el teatro han interesado siempre a Postiglione), y el cariño con el que Molina plasma en El asombrado las preocupaciones de su medroso freak sin burlarse de él. Estos dos últimos se ven beneficiados con la sobriedad de Jean Pierre Noher y los disfrutables encuentros de Darío Grandinetti con Claudio Rissi. Por Fernando G. Varea
El valor de las palabras. Lo primero que puede decirse de esta biopic de Emily Dickinson (1830-1886) es que hace honor a lo que fue su sofocada vida, que se encendía con la poesía: más allá de lo que consideren biógrafos y expertos, en principio parece coherente que la acción casi no salga del restringido universo familiar de la protagonista y que en su transcurso descuellen las palabras, que van y vienen afiladas, pulidas, fecundas. Otra certeza es que Una serena pasión –como decíamos aquí de Francofonía (Alexandr Sokurov) y Lejos de ella (Jia Zhang-Ke)– es uno de esos exponentes ya raros de un cine que pocos hacen. Con su rigurosa puesta en escena, su ritmo pausado y su buceo por temas que demandan un espectador adulto, se alza como una propuesta excepcional dentro de lo que la cartelera comercial suele ofrecer a lo largo del año. Emily no es un personaje demagógico: se expresa desafiante con el poder patriarcal de su época sin liberarse de su entorno familiar, se rebela ante el puritanismo que la asfixia encontrando una salida sólo en su afición por la escritura, se muestra afectuosa pero termina volviéndose bastante cínica y cruel. El film abarca tramos de su vida sin desdeñar el humor sagaz que se desprende de algunas conversaciones y desviando la vitalidad de su juventud hacia la cerrazón de sus últimos años. El director continúa fiel a un estilo inconfundible, que evidencian las pocas películas que realizó a lo largo de cuarenta años, y que los cinéfilos argentinos han debido rastrear (persiste en quien esto escribe el melancólico fulgor de El mejor de los recuerdos [The long day closes], exhibida en una función de Cineclub Rosario a comienzos de los ’90). La suavidad con la que la cámara se aparta del escenario de un teatro para mostrarnos a Emily, sus hermanos, su padre y su tía en un palco, así como la originalidad con la que se exponen el paso del tiempo en los personajes y la interposición en sus vidas de la Guerra de Secesión (dos resoluciones ejemplares), más la belleza de la secuencia en la que la mujer imagina a un hombre subiendo las escaleras hacia su cuarto, hablan de un realizador que sabe maniobrar con enorme sutileza sus materiales. En tanto la retórica de sus personajes aleja al film del naturalismo, el vuelo formal de momentos como ésos demuestran que a Davies le interesa auténticamente el cine y no la elaboración de un armazón lustroso por donde pasear figuras salidas de una enciclopedia. Hacia el final, la delicadeza declina, en parte, ante un par de muertes presentadas de manera convencional, con lágrimas y esfuerzos actorales de esos que acostumbra prodigarnos la televisión. Los intérpretes (especialmente Emma Bell y Cynthia Nixon, que dan vida a Emily en dos etapas distintas de su vida, y Keith Carradine como el padre, cuya voz grave ruge en la sala cada vez que exige o susurra algo) cubren el film de miradas húmedas, sonrisas entusiastas y rictus de miedo o desilusión. No es mucho lo que expresan con sus cuerpos, pero hablan y miran con inusual intensidad. Por Fernando G. Varea