The winners are... las biopics y la autocelebración Algo queda claro tras ver las ocho películas nominadas este año al premio Oscar: la predilección de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood (y del público estadounidense) por las biopics tanto como por las historias que dejan al descubierto miedos y ambiciones en el mundo del espectáculo. Es que, más que volver a indignarse por la dudosa calidad de lo que esta legendaria e influyente organización propone como lo mejor del año en materia de cine (ya habíamos expresado nuestras dudas sobre la importancia de los premios y recabado opiniones al respecto, en una nota que puede leerse aquí), parece más provechoso analizar brevemente lo que hay detrás de ese puñado de elegidas. La mitad de ellas son biopics y confirman la predilección por este género, especie de resumen de la vida de una persona pública, que no sólo implica una sucesión de incidentes intensos en un crescendo dramático que suele concluir con una lección moral digna de aplauso, sino que, además, empeñándose en la reconstrucción de época y el parecido con el original, despliega un abanico de esfuerzos que permite la multiplicación de nominaciones y premios (a mejor vestuario, maquillaje, dirección artística, etc.) En la ceremonia del Oscar del año pasado, por ejemplo, los auténticos Capitán Philips y Philomena estuvieron presentes, reflejando esa afición y confirmando, al mismo tiempo, que se trata siempre de biografías autorizadas. La teoría del todo, de James Marsh, y El Código Enigma, de Morten Tyldum, pueden verse como el triunfo del freak: un astrofísico postrado por una enfermedad degenerativa (Stephen Hawking) en el primer caso, un matemático hábil pero solitario y esquivo (Alan Turing) en el segundo. Las dos películas exudan oficio: hay que reconocer que Hollywood sabe hacer estos recorridos biográficos creíbles, emotivos y entretenidos (baste pensar cómo le cuesta al cine argentino cada vez que lo intenta). Pero tratan al espectador adulto como si fuera un chico, con paternalismo didáctico –con los personajes hablando entre ellos sólo para informar determinados datos, como al descuido mientras comen o hacen bromas– y resolviendo situaciones con tics gestuales, estereotipos y música melodramática. Temas complejos (discapacidad, homosexualidad, espionaje) son expuestos sin incomodar, con los protagonistas sacando fuerza de la debilidad junto a estoicas partenaires femeninas. Cubierto de una pátina refinada, con encuadres puramente decorativos (mostrando sin justificación dramática desde una ventana a un personaje cuando cae, o desde abajo cuando alguien sube por una escalera caracol), La teoría del todo sólo desliza un elemento discordante cuando incorpora a un tercero en discordia que termina casi integrado a la familia, desviándose hacia los intereses de la mujer de Hawking (tal vez porque el público de este tipo de films suele ser femenino, o porque resulta más cómodo que el espectador se identifique con el personaje sano y no con el lisiado). La decisión adoptada por el protagonista en relación a la medalla entregada por la Reina levanta un poco la puntería de este largometraje pulcro y lustroso como un alhajero, al que ni la sonrisa y el esfuerzo físico de Eddie Redmayne ni la belleza inexpresiva de Felicity Jones logran insuflar de emoción. Marsh hace que su film –más allá de un curioso replay hacia el final– luzca fuertemente convencional, apelando a previsibles escenas de baile y fuegos artificiales, a un afectado reencuentro en una iglesia o a la ópera en un teatro para cargar de intensidad un momento clave, recursos no necesariamente cuestionables si no fuera que la nominación al Oscar lo ubica en un pedestal inmerecido. La película de Morten Tyldum es, de alguna manera, más conflictiva, al centrarse en un analista criptográfico que se involucra en secretos vinculados al Poder durante la II Guerra Mundial, ocultando asimismo misterios relacionados con su complicada vida personal. El Alan interpretado con tenacidad por Benedict Cumberbatch es un freak triste, por momentos egoísta, con serias dificultades para los vínculos afectivos (consecuencia de maltratos sufridos en su etapa de estudiante, según flashbacks a los que el film recurre ocasionalmente). Es un personaje de esos que se recuerdan –da la impresión que cuando se nomina a un actor o actriz al Oscar es más por la simpatía o el impacto emocional que depara su personaje que por su actuación en sí–, movido no por un principio humanitario o una convicción política sino por una necesidad personal: “agnóstico respecto a la violencia” se considera esta especie de Schindler, y eso parece bastar para transformarlo en una buena persona. Los hechos históricos son en El Código Enigma una buena excusa para desplegar artimañas propias del thriller, balanceándose un logrado clima de época (con imágenes documentales de la guerra fundiéndose con la ficción) y algunas entrelíneas sobre el valor del trabajo en equipo, con una música omnipresente y caracterizaciones modeladas a partir de lugares comunes. De vez en cuando asoma Keira Knightley, dándole algo de vida al calculado armazón argumental. Aunque no llegó a estar nominada como Mejor Película (sí Bennett Miller como Mejor Director), Foxcatcher también ronda en torno a un freak que existe o existió: un tal John du Pont, millonario paranoico amante del deporte, obsesionado con un joven atleta igualmente solitario. Acá, la cámara deteniéndose en profusos planos generales, la dosificación de la acción y la actuación reconcentrada de Steve Carell y Channing Tatum, y el cruel final incluso, apartan la biopic del acostumbrado recorrido por escenas significativas, depositando el dramatismo en el lento proceso de maceración de los sentimientos ocultos de ambos personajes. Muy bien narrada, la enturbia la caracterización exterior de Mark Ruffalo y la conservadora moraleja que –en torno al dinero y la familia– el film parece dejar como sedimento.
Francotirador sigue los días del mencionado tirador compulsivo sin analizar (ni siquiera someramente) las motivaciones y consecuencias de la guerra/invasión a Irak, ni problematizar demasiado los conceptos de heroísmo y patriotismo. Apenas aparece de adulto en pantalla, Kyle se muestra con actitud de cowboy, pero en el film no se advierte ese fulgor mítico del western que describía Bazin. Algunos sostienen que se ha respetado el punto de vista de Kyle, pero el problema es el punto de vista de Eastwood: ¿qué cuenta, qué quiere decirnos, qué ve en él? Un muchachón entrenado para matar pero en el fondo buen amigo, buen esposo y buen padre, que se delecta con la violencia sin mostrarse nunca agresivo con sus seres queridos. No hay nada sombrío en el retrato que Eastwood hace de este militar convencido (nadie menos sombrío que el rubicundo Bradley Cooper, que encarna al personaje), y se descuidan personajes secundarios que podrían haber sido interesantes, como el hermano o el psicológo, y ni hablar de la mujer (Sienna Miller, también esposa de Ruffalo en Foxcatcher), que todo el tiempo ríe nerviosamente y hace reclamos que parecen salidos de un mal teleteatro. El hecho de haber utilizado un evidente bebé de plástico en ciertas escenas confirma el estilo chapucero de Francotirador, así como su final con banderas y música sensiblera deja en evidencia la condescendencia de Eastwood. Dejando ver, de paso, que las películas nominadas al Oscar siempre tendrán que ver con lo que le importa o le preocupa a la sociedad estadounidense (el libro escrito por Kyle poco antes de su muerte fue un éxito), y más aún si fueron realizadas por un actor-director como Eastwood, que en el país del Norte es poco menos que un prócer.
The winners are… las biopics y la autocelebración Algo queda claro tras ver las ocho películas nominadas este año al premio Oscar: la predilección de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood (y del público estadounidense) por las biopics tanto como por las historias que dejan al descubierto miedos y ambiciones en el mundo del espectáculo. Es que, más que volver a indignarse por la dudosa calidad de lo que esta legendaria e influyente organización propone como lo mejor del año en materia de cine (ya habíamos expresado nuestras dudas sobre la importancia de los premios y recabado opiniones al respecto, en una nota que puede leerse aquí), parece más provechoso analizar brevemente lo que hay detrás de ese puñado de elegidas. La mitad de ellas son biopics y confirman la predilección por este género, especie de resumen de la vida de una persona pública, que no sólo implica una sucesión de incidentes intensos en un crescendo dramático que suele concluir con una lección moral digna de aplauso, sino que, además, empeñándose en la reconstrucción de época y el parecido con el original, despliega un abanico de esfuerzos que permite la multiplicación de nominaciones y premios (a mejor vestuario, maquillaje, dirección artística, etc.) En la ceremonia del Oscar del año pasado, por ejemplo, los auténticos Capitán Philips y Philomena estuvieron presentes, reflejando esa afición y confirmando, al mismo tiempo, que se trata siempre de biografías autorizadas. La teoría del todo, de James Marsh, y El Código Enigma, de Morten Tyldum, pueden verse como el triunfo del freak: un astrofísico postrado por una enfermedad degenerativa (Stephen Hawking) en el primer caso, un matemático hábil pero solitario y esquivo (Alan Turing) en el segundo. Las dos películas exudan oficio: hay que reconocer que Hollywood sabe hacer estos recorridos biográficos creíbles, emotivos y entretenidos (baste pensar cómo le cuesta al cine argentino cada vez que lo intenta). Pero tratan al espectador adulto como si fuera un chico, con paternalismo didáctico –con los personajes hablando entre ellos sólo para informar determinados datos, como al descuido mientras comen o hacen bromas– y resolviendo situaciones con tics gestuales, estereotipos y música melodramática. Temas complejos (discapacidad, homosexualidad, espionaje) son expuestos sin incomodar, con los protagonistas sacando fuerza de la debilidad junto a estoicas partenaires femeninas. Cubierto de una pátina refinada, con encuadres puramente decorativos (mostrando sin justificación dramática desde una ventana a un personaje cuando cae, o desde abajo cuando alguien sube por una escalera caracol), La teoría del todo sólo desliza un elemento discordante cuando incorpora a un tercero en discordia que termina casi integrado a la familia, desviándose hacia los intereses de la mujer de Hawking (tal vez porque el público de este tipo de films suele ser femenino, o porque resulta más cómodo que el espectador se identifique con el personaje sano y no con el lisiado). La decisión adoptada por el protagonista en relación a la medalla entregada por la Reina levanta un poco la puntería de este largometraje pulcro y lustroso como un alhajero, al que ni la sonrisa y el esfuerzo físico de Eddie Redmayne ni la belleza inexpresiva de Felicity Jones logran insuflar de emoción. Marsh hace que su film –más allá de un curioso replay hacia el final– luzca fuertemente convencional, apelando a previsibles escenas de baile y fuegos artificiales, a un afectado reencuentro en una iglesia o a la ópera en un teatro para cargar de intensidad un momento clave, recursos no necesariamente cuestionables si no fuera que la nominación al Oscar lo ubica en un pedestal inmerecido. La película de Morten Tyldum es, de alguna manera, más conflictiva, al centrarse en un analista criptográfico que se involucra en secretos vinculados al Poder durante la II Guerra Mundial, ocultando asimismo misterios relacionados con su complicada vida personal. El Alan interpretado con tenacidad por Benedict Cumberbatch es un freak triste, por momentos egoísta, con serias dificultades para los vínculos afectivos (consecuencia de maltratos sufridos en su etapa de estudiante, según flashbacks a los que el film recurre ocasionalmente). Es un personaje de esos que se recuerdan –da la impresión que cuando se nomina a un actor o actriz al Oscar es más por la simpatía o el impacto emocional que depara su personaje que por su actuación en sí–, movido no por un principio humanitario o una convicción política sino por una necesidad personal: “agnóstico respecto a la violencia” se considera esta especie de Schindler, y eso parece bastar para transformarlo en una buena persona. Los hechos históricos son en El Código Enigma una buena excusa para desplegar artimañas propias del thriller, balanceándose un logrado clima de época (con imágenes documentales de la guerra fundiéndose con la ficción) y algunas entrelíneas sobre el valor del trabajo en equipo, con una música omnipresente y caracterizaciones modeladas a partir de lugares comunes. De vez en cuando asoma Keira Knightley, dándole algo de vida al calculado armazón argumental. Aunque no llegó a estar nominada como Mejor Película (sí Bennett Miller como Mejor Director), Foxcatcher también ronda en torno a un freak que existe o existió: un tal John du Pont, millonario paranoico amante del deporte, obsesionado con un joven atleta igualmente solitario. Acá, la cámara deteniéndose en profusos planos generales, la dosificación de la acción y la actuación reconcentrada de Steve Carell y Channing Tatum, y el cruel final incluso, apartan la biopic del acostumbrado recorrido por escenas significativas, depositando el dramatismo en el lento proceso de maceración de los sentimientos ocultos de ambos personajes. Muy bien narrada, la enturbia la caracterización exterior de Mark Ruffalo y la conservadora moraleja que –en torno al dinero y la familia– el film parece dejar como sedimento.
El heroísmo en tiempos de chicos sobreestimulados Desde que el público infantil se convirtió en la gallina de los huevos de oro de la industria cinematográfica las películas de dibujos animados se suceden en la cartelera casi sin diferenciarse, una tras otra. De todos modos, vale la pena detenerse en un caso como el de Grandes héroes para pensar un poco cómo es el cine y cómo son los chicos hoy. Primera película animada de Marvel distribuida por Disney, codirigida por Chris Williams (Bolt) y Don Hall (Winnie the Pooh), el protagonista de Grandes héroes es Hiro, un pibe cuya pasión por las riñas callejeras de robots es rápidamente desviada por Tadashi, su hermano mayor, hacia la necesidad de unirse a un grupo de estudiantes universitarios llenos de ideas y buenas intenciones. Una circunstancia trágica provocará que Tadashi desaparezca de la historia, por lo que Hiro comenzará a encontrar un inefable compañero en un robot blanco y esponjoso inventado por su hermano. Como en el cine de Disney de décadas atrás, hay huérfanos, música sentimental, héroes y malvados. Pero es interesante apreciar cómo esos elementos si se quiere conservadores (y que de ninguna manera deberían considerarse indispensables en el cine infantil) aparecen dominados por toda la artillería de intereses, principios morales y progresos tecnológicos de esta época. En tiempos de Dumbo (1941) o Pinocho (1940) se vivía con más serenidad y seguramente los pequeños disfrutarían que les contaran una historia con tono paternalista y aleccionador. En Grandes héroes los personajes son chicos que –como los espectadores a los que va dirigida– reciben contención y cariño de familiares distraídos u ocupados y de amigos falibles, encontrando motivos de alegría en invenciones propias y mostrándose familiarizados con juguetes ultramodernos, selfies y chips. Que el objetivo ansiado en la película sea ingresar a una universidad, que los héroes en cuestión sean solitarios muy listos (“laboratorio de nerds” le llaman al lugar de encuentro) y que cuando estalla la necesidad de venganza surjan dudas y se imponga la convicción de que eso “no soluciona nada”, deja en claro que el vértigo de sobresaltos que Grandes héroes prodiga, sobre todo en su segunda mitad, no es un meneo hueco. La surtida reunión de directores, productores y guionistas dejó a salvo, por suerte, algunas ideas transparentes, y entonces no será ya, como antaño, una moraleja para justificar la obediencia a los mayores, sino la valoración del conocimiento y de las herramientas que la ciencia ofrece para superarse, al mismo tiempo que la fidelidad a los amigos y el heroísmo bien entendido. Es cierto que la conversión del grupo en super héroes, cada uno de ellos con características propias, no se destaca por su originalidad (permite claramente, además, una continuación), pero tal vez sea allí donde se encuentre la zona más imaginativa del film: es posible que los chicos no se transformen sino que sólo sueñen o deseen hacerlo. El robot en cuestión, cuya misión es –nada menos– curar a quien se queje de dolor, es otro de los hallazgos del film, que exhibe creatividad en la manera con la que arma una ciudad inexistente a partir de dos reales (San Fransokyo) y en alguna explosión surrealista de color, hacia el final. Le suman méritos toques de afilado humor, como las impagabales expresiones del policía y el impertérrito mucamo. Grandes héroes es un entretenimiento seductor y un fenomenal negocio, pero también un signo de los tiempos que corren, con chicos más excitados, avispados e independientes.
Comienza con actores nacionales y extranjeros involucrados en una especie de aquietado western patagónico a fines del Siglo XIX, casi como el Guerreros y cautivas de Cozarinsky. Cierto envaramiento y la dudosa convicción de los intérpretes argentinos hacen que el misterio tarde en adueñarse del film, hasta que la búsqueda que emprende el protagonista (un capitán danés encarnado por Viggo Mortensen) la dispara hacia un terreno fantasmagórico, hacia otra dimensión quizás. Terminada en formato de cuadro pequeño, con secuencias de una belleza lírica desacostumbrada en el cine actual (todos los planos en los que aparece la bella hija del capitán alcanzan singular fulgor), Jauja no deja de ser, sin embargo, algo antojadiza.
Cuando la naturaleza no se puede controlar En la vida de las personas a veces ocurre: un hecho fugaz y fortuito dispara los pensamientos hacia alguna verdad hasta entonces semioculta, desviando lo que se tenía por seguro, distrayendo hasta quitar el sueño. Es lo que les sucede a Ebba y Tomas, dispuestos a pasar junto a sus pequeños hijos unos días de vacaciones en un enorme hotel en los Alpes franceses, hasta que una avalancha que no causa más que un susto pone en evidencia la actitud que ambos adoptan ante el peligro, haciendo tambalear la armonía familiar que, seguramente, venía dañada de antemano. Coproducción entre Francia, Suecia, Noruega y Dinamarca dirigida por Ruben Östlund (Styrsö, Suecia, 1974), ganadora del Premio del Jurado en la sección Un certain regard del último Festival de Cannes, Force majeure se detiene una y otra vez en esa sensación de zozobra con el imponente paisaje nevado como inquietante marco natural, insuflando al melodrama familiar de las tensiones propias de un film de suspenso y aventura. Película adulta, intensa, discretamente misteriosa, está narrada en forma cronológica y sin flashbacks, siguiendo día a día la estadía del grupo familiar en el lugar en cuestión. Si bien hay dos o tres incidentes en ese centro de esquí (empezando por el ya mencionado desprendimiento de nieve), son los sentimientos en conflicto y las dudas que afloran entre los personajes los elementos que despiertan la atención del espectador. Las miradas de los actores (notables Johannes Kuhnke y Lisa Loven Kongski, además de quienes encarnan a parejas amigas), sus risas nerviosas y sus gestos, son registrados generalmente en planos fijos, a veces con alguno de ellos total o parcialmente fuera de cuadro, alejándose del cómodo plano-contraplano televisivo y poniendo a los espectadores en un rol similar al de un empleado del hotel que suele observar lo que ocurre desde lejos, con curiosidad. “Tienen todo controlado” se autoconvence Tomas, cuando el desmoronamiento no parece tan inocuo. El film reflexiona, precisamente, acerca de cómo preferimos creer que todo puede estar bajo control hasta que las fuerzas de la naturaleza o del instinto terminan sorprendiéndonos y desestabilizándonos. Por otra parte, los esquiadores deslizándose silenciosamente y alguna luz lejana en medio de la noche azul aportan una belleza extraña, como si nada allí fuera del todo seguro aunque tampoco demasiado desagradable (tal vez como en el seno de toda familia): por momentos, los personajes parecen muñecos en una enorme maqueta cubierta de telgopor blanco y algodón. Por esa elaborada planificación cubierta con música de Vivaldi podría peligrar la carga emocional del film, pero Östlund sabe cómo lograr verismo o inquietar recurriendo, por ejemplo, a un festejo de cumpleaños en el fondo del cuadro mientras dos parejas dialogan en el bar del hotel, o haciendo aparecer sorpresivamente un juguete volador. Se suman dos o tres situaciones en el tramo final como provechosas codas, agregando piezas al dibujo psicológico de los personajes y, en definitiva, a la discusión. Es que, explorando las relaciones humanas con un dejo irónico pero sin crueldad, Force majeure compromete al debate posterior. El final recuerda a El discreto encanto de la burguesía (1972, Luis Buñuel), y seguramente no es casual: Force majeure altera con lucidez el espacio confortable del matrimonio burgués y otras certezas.
Cuando la presentó en la función de apertura del 27° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata (acompañado de parte de su equipo), Javier Rebollo pidió al público que “no la tomen demasiado en serio; tampoco nosotros nos tomamos muy en serio la película mientras la hicimos”. Es que esta recorrida de Santos, un asesino enfermo (José Sacristán), por distintos puntos de la Argentina, deslizando comentarios perspicaces sobre la siesta de los santiagueños, el color del río Paraná u otras cuestiones más delicadas, podía no ser comprendida por los expectantes espectadores, sumado al hecho de que se trata (como las películas anteriores de este director) de una obra imprevisible, a veces ácida, ocasionalmente graciosa.
La levedad del ser Si Boyhood (Oso de Oro en Berlín y Premio FIPRESCI en San Sebastián) es una película atendible –aunque no brillante– no es porque haya sido realizada a lo largo de doce años con los mismos actores, dejando en evidencia los cambios físicos que impone el paso del tiempo, sino por su calidez y sobriedad. Lo primero indudablemente le imprime realismo, pero debería verse como un recurso en función de lo importante: lo que procura contar o expresar. Por eso es válido preguntarse qué generaría la película si en vez de apelar a esa curiosa, demorada manera de recorrer la historia de sus personajes, lo hubiera hecho simplemente con un afinado trabajo de casting, trucos y maquillaje. O, lo que es lo mismo, qué puede sentir un espectador que no sepa que los chicos son siempre Ellar Coltrane y Lorelei Linklater (hija del realizador), y no actores de distintas edades físicamente parecidos. Lo que queda, y lo que vale, es una reflexión sobre el paso del tiempo sin estridencias ni sorpresas, en torno a un pibe (Mason/Coltrane), su hermana y sus padres; un cuadro de situaciones más o menos cotidianas, en las que el espectador (sobre todo el de clase media ilustrada) puede reconocerse, con los saltos en el tiempo y los elementos representativos de cada época (canciones, juegos, referencias a la vida cultural y política de EEUU) presentados atinadamente sin subrayados. En cierto sentido, puede decirse que Boyhood es una suerte de Forrest Gump (1994, Robert Zemeckis) mucho más sutil y menos manipuladora. El problema es que el itinerario por la vida de Mason está impregnado de una levedad que, de algún modo, conspira contra las expectativas de quienes entregamos casi tres horas de nuestro tiempo para conocerlo. Siempre será más atractiva la vida de alguien distinto que la de quien se nos muestra como el prototipo de un chico/adolescente normal. O, en todo caso, nos interesa descubrir qué tiene para contarnos un ser humano sobre su existencia que no sea lo que ya sabemos o suponemos. Aunque algo inquieto en su infancia, Mason crece siendo a todas luces buen hijo, estudiante responsable, trabajador, no adicto a nada, rubio, heterosexual, amable con los adultos, sin amigos peligrosos, algo desapasionado incluso. Lo que lo rodea tampoco escapa al estereotipo: al padre no le gusta mucho el trabajo pero es cordial y amigable, la madre es disciplinada aunque comprensiva, la hermana madura rápidamente. Todos ellos son tolerantes, políticamente correctos y apoyan a Barack Obama; en oposición, parejas y amigos lucen conservadores, frívolos o violentos. Por otra parte, los problemas económicos se superan a fuerza de voluntad y nada –casa, trabajo, estudio– parece inaccesible: aunque se desliza por ahí un comentario perspicaz sobre los intereses que activaron la guerra en Irak, se plasma una imagen de Estados Unidos bastante idílica, donde quien quiere algo lo logra y el punto de encuentro suele ser la reunión familiar alrededor de una mesa adornada con flores. Si la intención de Linklater fue representar la vida tal como es, entonces faltan muertes y enfermedades, por ejemplo. Posiblemente quiso ser amable y eso podría agradecérsele, pero teniendo en cuenta lo ambicioso del proyecto, Boyhood resulta de una liviandad improcedente. “Pensé qué habría algo más” dice la madre hacia el final, en referencia a la sucesión de nacimientos, noviazgos, casamientos, divorcios, graduaciones y mudanzas que vivió a lo largo de su existencia. Y es que, en realidad, la vida sí es algo más, salvo que se la restrinja a esos acontecimientos exteriores, que es lo que, precisamente, hace Linklater. En los melodramas la vida de un personaje también es atravesada por esos eventos, pero con una intensidad y un carácter trágico que los elevan hacia el terreno de lo excepcional e incluso de lo sobrenatural. En Boyhood la vida de Mason termina siendo previsible y pronto se sospecha que tras las primeras salidas con amigos vendrán la primera novia, la graduación, el primer empleo, etc. Tal vez por eso termina pareciéndose demasiado a un simple álbum familiar. Por otra parte, las secuencias en montañas y bosques, más algunos pensamientos dichos en voz alta y al pasar, fuerzan el mensaje que debe recibir el espectador. No dejan de ser interesantes los intentos de Linklater por discurrir sobre el paso del tiempo: es el mismo que filmó sucesivamente, y con la misma pareja protagónica, Antes del amanecer, Antes del atardecer y Antes del anochecer (experimento considerado original aunque hubo otros casos, como Peter Bogdanovich repitiendo actores y personajes de La última película en Texasville), y ahora mismo está embarcado en una “secuela espiritual” de Rebeldes y confundidos (1993). Igualmente provechosa es su afición por disparar ideas sobre la vida con toda su riqueza (Despertando a la vida). Sin embargo, como guionista y director evidencia más entusiasmo que madurez. Hay en él un niño-grande, un adolescente eterno, que no por nada para Boyhood prefirió explorar el paso de los 6 a los 19 años y no, por ejemplo, el de los 30 a los 45. Sin subestimar sus méritos (los de Boyhood, que los tiene, pero también los de su obra en general), cuesta entender la manera en que ha llegado a ser venerado por tantos críticos y cinéfilos. Quizás sea porque a través de sus películas no se lo ve como a un artista inaccesible sino como un amigo hippón y progre, con ideas e intereses que da gusto compartir.
Como amigos jugando, Moguillansky y su equipo (Mariano Llinás, Rafael Spregelburd, Walter Jacob y otros) se divierten y divierten viajando por el Litoral argentino en busca de un tesoro que tal vez sea, en definitiva, la realización de una película. Perspicaz, EL ESCARABAJO DE ORO desliza ironías sobre la Historia argentina, el feminismo, el mundo del cine y los prejuicios sobre lo extranjero, apelando a una regocijante mezcla de comedia de enredos con film de aventuras y adaptando sin solemnidad, además, textos de Poe y Stevenson.
Liviano y luminoso pasatiempo Es el mismo Woody Allen (1935, New York, EEUU) pero distinto. Aunque siempre hábil para los diálogos cáusticos y el dibujo de personajes graciosamente agitados, su juvenil espíritu burlón de los ’70 (Bananas, Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo…) fue virando hacia homenajes y tragicomedias que conformaron su etapa más rica, con films más depurados (Manhattan, Zelig, Broadway Danny Rose, Hannah y sus hermanas, Crímenes y pecados), para después brindar pasatiempos olvidables, en algunos de los cuales, sin embargo, asomó algo de su brillo (Disparos sobre Broadway, Dulce y melancólico, Blue Jasmine). Magia a la luz de la luna se suma a la lista de estos últimos, módicos pero disfrutables aciertos. Con el marco esplendoroso de la Costa Azul de los años ’20, sigue los pasos de un mago arrogante que intenta poner en ridículo a una joven médium, aunque la tarea se termina complicando. En el comienzo sobreabundan las palabras, pero tras las primeras apariciones de la chica el film cobra vivacidad. La música y el vestuario de época, los jardines rebosantes de flores, las ventanas permeables a la luz del sol veraniego, llevan al espectador a un estado de confortable bienestar burgués, permitiéndole formar parte de la cotidianeidad de estos hombres y mujeres displicentes (no se ve una sola mucama ni nadie que limpie o cocine en esas deslumbrantes mansiones). Si por momentos Allen parece haberse convertido en un James Ivory sarcástico, el aprovechamiento que hace Darius Khondji de la luz natural y los colores de esos sitios le dan a Magia a la luz de la luna una calidez que se agradece. Allen evidencia aquí, más que en otras ocasiones –y hasta sus detractores deberían reconocerlo–, una notable delicadeza en la composición de los planos, con la cámara encuadrando y acompañando con precisión y elegancia. Aunque ingenua, la secuencia de la repentina tormenta y el posterior acercamiento de la pareja central en un observatorio, está resuelta con un encanto y un profesionalismo difíciles de encontrar en el cine mainstream actual. Lo mismo puede decirse del plano general de la fiesta nocturna en las afueras de la casona envuelta en un halo glamoroso, en el que el director no se regodea. Puede apreciarse incluso alguna decisión poco convencional, por ejemplo cuando se detiene brevemente en un paisaje antes de desviarse a mostrar el coche que se aproxima y, siguiéndolo, volver al paisaje, como si el camarógrafo (o el espectador) se hubiera distraído mirando las montañas. Aunque con distintas profesiones, edades y apariencias, Woody Allen suele ubicar en sus películas un alter ego: en manos de Colin Firth, el habitual neurótico con la ironía a flor de labios logra ser, en algún momento, ligeramente conmovedor. Como la joven adivina, la excelente Emma Stone (ojos, cejas, sonrisa y corte de cabello que recuerdan a Olga Zubarry joven) contribuye a restarle solemnidad al asunto. El resto –incluyendo Eileen Atkins, notable como una tía perspicaz– cumple su cometido, dentro de un film en el que Allen se luce más como director que como guionista. Es que, si algo puede reprochársele a Magia a la luz de la luna, es la puerilidad con la que aborda ciertas cuestiones: el cambio de posición ante un tema es visto como una claudicación; los antagonismos se resuelven sin demasiado conflicto; romanticismo, optimismo, fe religiosa y magia parecen ser lo mismo. Podría decirse que esa liviandad es otro signo reconocible del cine de Allen, tanto como la manera de conducir a pensamientos estimulantes por los retruécanos y chistes dichos por los personajes antes que por el sedimento dejado por una escena pensada en términos visuales.