Delicada coreografía con bailarines parcos Al espectador convencido de que el cine que vale es sólo el que emociona y exalta, el que es capaz de inquietarlo con una intriga detectivesca y tranquilizarlo con una moraleja final, seguramente le costará reconocerle méritos al cuarto largometraje de ficción de Martín Rejtman (1961, Buenos Aires). Es que la propuesta de Dos disparos pasa por otro lado. El comienzo, con su protagonista adolescente, Mariano (Rafael Federman), bailando envuelto en las luces intermitentes de una discoteca, parece invitarnos: bailemos, juguemos, el movimiento es lo que importa. Después de verlo ingresar solo a su casa, cumplir con una rutina veraniega y hallar un revólver escondido, iremos descubriendo que el crescendo narrativo y el costumbrismo son reemplazados aquí por un delicado movimiento de piezas en cada plano, por la musicalidad con la que son coreografiados pequeños gestos, por el divertido cruce de personajes que se expresan con parquedad e interactúan como alelados. No queda claro –y no debería importar– si estamos ante un drama o una comedia: si es un drama (a eso parecen llevar algunos conflictos que se desatan y la inalterable seriedad de sus actores), es suave y desapasionado; si es una comedia, es de las que están hechas para despertar sorpresa y sonrisas antes que sonoras carcajadas. El film despliega su gracia a través de un uso inteligente del fuera de campo (los misteriosos e insólitos “dos disparos” que ejecuta Mariano sobre su cuerpo), la minuciosa elección de los encuadres y construcción de los planos fijos (hay sólo dos o tres travellings, uno en la bella escena del coche acelerando a orillas del mar), la elección y caracterización de los actores respondiendo a tipos físicos cercanos a personajes de un comic (los adolescentes con su encanto neutro, los adultos con sus tics algo ridículos), la manera con la que Rejtman entrelaza y relaciona hechos triviales (los aparatos telefónicos que no se encuentran o suenan cuando no deben, los pedidos al delivery, los encuentros en un local de comidas rápidas, la búsqueda del perro), los pudorosos destellos de un humor sutil (Liliana/Daniela Pal, con sus modales bruscos y su físico poco glamoroso, aclarando que sus tres hijos son del mismo padre aunque sabemos que dos de ellos son mellizos; la joven pareja que dice estar “separándose” desde hace años; los módicos problemas que le depara a Mariano el andar por la vida con una bala instalada en su cuerpo; las idas y vueltas del cuarteto de flautas y sus discusiones en medio de los ensayos). En algunos gestos de Dos disparos pueden encontrarse ecos de Buster Keaton, Robert Bresson o algunos cineastas más cercanos en el tiempo (Hal Hartley, Wes Anderson). Sus personajes de inconfundible clase media –con sus características distracciones y limitaciones económicas– parecen, sin embargo, piezas de una maqueta armada con detalles diversos, elementos de un atemporal cuadro de situaciones. La fotografía de Lucio Bonelli y la música barroca interpretada mansamente por Mariano junto a sus esquivos compañeros y su profesor Peter (Walter Jacob, de Historias extraordinarias y Los paranoicos), conducen a sensaciones agridulces, lejos del efectismo y la incitación a emociones predigeridas. Es cierto que podría haber (¿por qué no?) un grado mayor de disparate y una resolución más ingeniosa, cerrando con mayor sagacidad el entramado de enredos. Pero Dos disparos exhibe todo el tiempo esa lógica curiosa, esa frescura, esa belleza límpida y sencilla que son el sello de Rejtman, quien (a diferencia de otros directores de lo que algunos han llamado “nuevo cine argentino”) sigue manteniéndose fiel a su estilo, sin especulaciones.
Medianías Si algo puede decirse a favor del segundo largometraje de Gustavo Taretto (1965, Buenos Aires) después de Medianeras (2011), es que no es ambicioso ni tiene ínfulas de nada. La duda es hasta qué punto esa liviandad, esa falta de aspiraciones, no implican cierta endeblez o pereza. Tomando como punto de partida un corto propio del mismo título (premiado en el Festival Latinoamericano de Video de Rosario años atrás), Las insoladas registra las conversaciones de un grupo de amigas mientras toman sol en la terraza de un edificio porteño. Tan simpáticas como superficiales y algo ingenuas, las chicas en cuestión se doran divagando en torno a un deseado viaje a Cuba y trivialidades varias, desde los recuerdos de infancia de una o las invitaciones de la pareja de otra hasta cierta confusión en torno al nombre del Che Guevara y el goce que deparan los alfajores de una conocida marca marplatense (especie de publicidad confundida con los diálogos). No habrá mucho más que eso, sin grandes revelaciones, momentos dramáticos ni gags excepcionales. El hecho de ubicar la acción en los ’90 permite deslizar no sólo comentarios sobre costumbres de la época sino, también, una mirada ligeramente irónica sobre la Argentina menemista, atravesada por el culto por las apariencias, el dinero que no alcanza y la corrupción como atajo. No hay demasiadas quejas, sin embargo, y el film no llega nunca a ser cruel ni perturbador. Esa amabilidad hacia el espectador podría celebrarse si Las insoladas contuviera chistes más estimulantes y soluciones visuales y dramáticas que la apartasen del cruce de cuerpos y palabras imaginable en un escenario teatral. Hay dos películas argentinas que se le parecen, al menos en la idea de acompañar el ocio de un grupo humano en los altos de un edificio: La terraza (1963, Leopoldo Torre Nilsson) y El asadito (1999, Gustavo Postiglione). La primera estaba sembrada de tensión sexual, arduos conflictos y alegorías capciosas, con esa soltura tan propia de su director en busca de cierta belleza enrarecida; la otra –realizada en un momento en que el cine argentino ansiaba salir de su solemnidad– apostaba al humor cómplice y los guiños machistas. A diferencia de aquéllas, Las insoladas es híbrida y colorida. Si bien durante hora y media sólo da voz a seis mujeres y un perro, no exhala aires feministas, aunque tampoco se muestra reaccionaria: los comentarios sobre un director de cine porno (admirador de Scorsese, astuta referencia) despiertan, por ejemplo, reacciones diversas entre las mujeres, y lo mismo ocurre con referencias al paso en torno a capitalismo y comunismo. Evidentemente el film de Taretto se cuida de no adoptar posiciones tajantes para no excluir espectadores, un poco como lo hace también Relatos salvajes (2014, Damián Szifrón), aunque en este caso sin solazarse con los fracasos y broncas de los argentinos. Las insoladas se sostiene, más que nada, por la belleza y la gracia de sus actrices, si bien Carla Peterson, Violeta Urtizberea y Marina Bellati repiten sus personajes de casi siempre, y Luisana Lopilato pone más entusiasmo en bailar y hacer fonomímica que en darle vida a su decorativo personaje.
Jugando a reconstruir el pasado Es saludable que nuestro cine siga sumando abordajes más informales y elásticos de los tiempos de ardorosa militancia política y conatos revolucionarios en nuestro país, que –es esencial recordarlo– en aquellos convulsionados años ’60 y ’70 reflejaban y refractaban otros países de Latinaomérica y el resto del mundo. Sin énfasis ni solemnidad, y sin poder (o sin querer) eludir cierta mitificación del período, Seré millones, el mayor golpe a las finanzas de una dictadura juega a reconstruir un singular episodio de ese pasado. Dirigida, escrita y editada por Omar Neri, Fernando Krichmar y Mónica Simoncini, la película intenta recrear la historia de un robo delirante con final feliz y propósitos que hoy parecen insólitos: sin un plan demasiado complejo ni recurrir a la violencia, seis jóvenes militantes del Partido Revolucionario de los Trabajadores lograron alzarse (en la madrugada del 29 de enero de 1972) de diez millones de dólares depositados en el Banco Nacional de Desarrollo, muy cercano a la Casa Rosada, como una manera de confiscar dineros mal habidos por la dictadura militar de entonces y destinarlos a la causa. Tal vez lo más asombroso sea que lo hicieron evadiendo a la Policía, que no pudo encontrarlos ni castigarlos después. Seré millones recurre a dos de los protagonistas de aquél hecho, Oscar Serrano y Ángel Abus, hoy hombres mayores de apariencia humilde aunque entusiasmados para recordar y contar su aventura. El film los hace interactuar con jóvenes actores que deben interpretarlos, recorrer los lugares de entonces, e incluso opinar sobre los resultados provisorios del proceso de pre-producción y rodaje. Allí se encuentra el mayor atractivo de este divertido semi-documental: Serrano y Abus caminan por el mismo banco (situación que recuerda a los ancianos recorriendo el mercado devenido shopping en Abasto, el documental de Néstor Frenkel), reconociendo y rememorando sitios del pasado, buscando junto a los directores soluciones adecuadas para escenificar situaciones, o desempeñándose casi como directores de casting. Es notable cómo ese juego hecho de desdoblamientos, imitaciones, pruebas y disfraces consigue que esos hechos perdidos en la memoria se materialicen, y que el espectador pueda percibirlos cercanos, más allá de que suenen desatinados y que tanta agua haya pasado bajo el puente. Las mismas discusiones permiten intuir el acaloramiento de aquellos momentos, junto a la mirada sorprendida o fascinada (si es o no auténtica no importa demasiado, por las características del film) de los actores que no vivieron la época. La cámara en mano siguiendo los pasos de los testigos-actores-personajes provoca que, circunstancialmente, asomen el micrófono o los propios directores, con repentismo televisivo. Asimismo, la emoción de algún reencuentro y los chispazos de humor barrial (asado incluido) demuestran la falta de ambiciones intelectuales del film y de sus retratados. Estimulante como experiencia antes que brillante como película, Seré millones tiene por ahí algo de ejercicio teatral y hasta de reality show. Escenas de Espartaco (1960, Stanley Kubrick) y de cortos de Raymundo Gleyzer (1941/1976) le dan valor simbólico e ideológico a lo que, por momentos, parece una simple travesura que terminó milagrosamente bien. Los testimonios y la historia –que se muestran algo recortados– de Serrano, Abus y sus compañeros de militancia (incluyendo el propio Mario Santucho), llevan a repetir alguna terminología discutible, como cuando en un texto sobreimpreso se menciona el “ajusticiamiento” de alguien (no importa quién) en “un acto heroico”. Al mismo tiempo, al revelar que el robo contó con la colaboración de empleados del banco que eran militantes del ERP, sumamente respetados y queridos por sus compañeros, Seré millones devuelve la sensación extraña de una época de menos individualismo e ideales colectivistas. El film de Neri, Krichmar y Simoncini rescata elementos que incentivan el debate, sacude con habilidad la memoria y ayuda a que vuelva a cobrar vida aquella historia increíble pero real.
El ardor del paisaje Es notable cómo algunos directores que hace poco más de una década revitalizaron el cine argentino con sus primeros largometrajes (Pablo Trapero, Lisandro Alonso) han comenzado a filmar coproducciones con actores de renombre internacional y acercándose al cine de género. Es lo que hace Pablo Fendrik (1973, Buenos Aires) en su tercer largometraje, que –más allá de sus valores ciertos y también de sus defectos– luce estética y temáticamente como un prototipo del cine latinoamericano que se espera ver en los festivales internacionales. En El ardor hay un joven misterioso (Gael García Bernal), supuesta criatura mítica, probable encarnación de un animal, que deambula por la selva misionera. Tanto los mercenarios con los que se enfrenta como el grupo familiar que defiende (el cual comprende a una linda muchacha interpretada por la brasileña Alice Braga, que viene de Ciudad de Dios, Elysium y otras) son personajes estándar. Igualmente previsibles son los intereses en juego. La combinación de salvajismo, sensualidad, abuso de poder e injusticia social responde, precisamente, a cierta visión que se tiene de nuestra región: por eso la película parece más un producto calibrado que una espontánea visión de su guionista-director sobre un tema en particular. El estilo de El ardor es diferente a las anteriores El asaltante (2007) y La sangre brota (2008). Aquí no está la cámara acompañando y acosando a los personajes sino que, la mayoría de las veces, los observa acomodándose reposada, parsimoniosamente. Con encuadres esmeradísimos, fundidos encadenados y delicados movimientos, Fendrik envuelve y abstrae al espectador. Respecto a su obra previa su trabajo de dirección es más preciso, aunque también impersonal, sin eludir clisés como el ralenti en el momento en que un personaje es asesinado. El instinto que deriva en forcejeos violentos, los baños en el río, los encontronazos pasionales en medio de la selva, remiten a tantos ejemplos de cine argentino sexplotation con Isabel Sarli o Libertad Leblanc, claro que no sólo Alice Braga es menos exuberante (y muestra sólo la espalda) sino que, además, hay aquí una elegancia formal y aires de importancia que aquellas no tenían. Por otra parte, la recurrencia a mitos litoraleños –que se hace explícita con leyendas que aparecen al comienzo y al final del film– asoma sin la riqueza de títulos como La hora de María y el pájaro de oro (1975, Rodolfo Kuhn) u otros más recientes de Gustavo Fontán o Paulo Pécora, por ejemplo. A El ardor debería vérsela, en realidad, como una historia de aventuras y supervivencia plasmada con profesionalismo, y así pueden encontrársele valores. El artificio (efectos especiales incluidos) funciona y los guiños al western no incomodan. Pero la solemnidad, los gestos circunspectos, las frases afectadas y la música excesiva no le sirven para adquirir densidad dramática o mayor trascendencia. Tal vez lo mejor que pueda hacer el espectador de El ardor sea rendirse ante la belleza salvaje del paisaje, sus colores encendidos, el roce con la frondosa vegetación y el asedio del sol y de la lluvia, que Fendrik registra con delectación y se perciben más allá del exotismo for export.
Miedos, deseos liberados y adrenalina Empieza y termina con energía, maneja con habilidad ingredientes de impacto seguro (suspenso, violencia, humor), seduce durante dos horas con situaciones siempre inquietantes, tiene el respaldo de un equipo de profesionales reconocidos incluso en el exterior (desde los hermanos Almodóvar en la producción y Gustavo Santaolalla en la música hasta un nutrido plantel de actores de primera línea), compitió dignamente en el Festival de Cannes: Relatos salvajes llega a las carteleras sin titubeos, segura de sus méritos. Se trata, en efecto, de un producto afinado, cuidado en sus detalles, excitante y lustroso. Un eficacísimo divertimento para adultos, un film pesimista pero disfrutable al que pueden hacérsele, sin embargo, algunas objeciones. Escrito y dirigido por Damián Szifrón (1975, Ramos Mejía, Buenos Aires), propone seis historias que, si bien giran todas en torno a la venganza, no tienen la misma duración y provocan distintos efectos. La primera, que transcurre casi toda en el interior de un avión, parte de una brillante idea, perfecta para un cortometraje, algo así como Las venganzas de Beto Sánchez (1973, Héctor Olivera) concentrada. Las siguientes –con la moza del bar de un parador de ruta enfrentada al hombre que perjudicó a su padre y dos automovilistas hostiles en un camino salteño– se agotan en los avances de uno u otro personaje, generando una tensión perturbadora pero sin pretender otra cosa que demostrar cómo una nimiedad puede desatar la espiral de la violencia. En estos dos (sobre todo en el tercero) hay ecos de Duel (1971), aunque sin el enigma que entrañaba en el film de Spielberg no ver quién (o qué) perseguía al protagonista. Ambos deslizan, por otra parte, ironías sobre los políticos, la cárcel y la policía, referencias que se agigantan en los dos relatos posteriores: en uno, un porteño bienintencionado e impaciente (obviamente Ricardo Darín) sufre abusos burocráticos que lo llevan a planificar algo que no es, precisamente, un reclamo formal en Defensa del Consumidor; en el otro, una familia rica intenta encubrir un delito desatando la codicia de quienes los rodean. La visión es mordaz, con empleados públicos, abogados y periodistas cayendo en la volteada. Es curioso cómo en estos segmentos el film de Szifrón echa leña al fuego atizado por tantos ciudadanos argentinos que consideran que corrupción y negligencia se corrigen sólo apelando a la violencia. En un país en el que los festejos por un Mundial de Fútbol terminan en una batalla campal en pleno centro porteño, suena provocador que una película remueva resentimientos. ¿Es la de Szifrón una mirada políticamente incorrecta? Parece, más bien, algo complaciente, incluso demagógica. Sería interesante, por ejemplo, analizar qué empatía generaría el personaje de Darín si se indignara y reaccionara como reacciona no por una multa que le cobran (aparentemente sin razón) sino por la pobreza en el conurbano o por un caso de explotación laboral. ¿Relatos salvajes refleja el estado de crispación en el que viven los habitantes de los grandes centros urbanos en Argentina? Probablemente, aunque ese afán testimonial queda flotando en el vacío, disipándose complejidades en pos del efecto y la sorpresa. El último episodio se diferencia un poco del resto. El objetivo parece ser sacar a la luz todo lo que esconden la hipocresía y los buenos modales durante una fiesta de bodas: los secretos ocultos, los rencores familiares, los gastos desmedidos, las agresiones, el sexo. Hay algo buñuelesco en ese frenesí transgresor, con una desatada Erica Rivas encarnando a una novia dispuesta a todo. “Lástima la inseguridad” le hace decir Szifrón a una invitada afrancesada en un momento del casamiento, dando quizás a entender que ese malestar que estalla en plena fiesta tiene que ver con otro que palpita afuera del salón. Según el film, la sociedad parece regida por la ley de la selva (sensación que refrenda su diseño de títulos), donde cada uno se defiende como puede. A pesar de esto, algunos de los que cometen infracciones son castigados de alguna forma y, si bien casi no hay gestos de ternura (tampoco los había en los films anteriores de Szifrón), puede advertirse que la joven mesera y el hijo adolescente de la familia pudiente se resisten a la violencia y la mentira, así como en la última historia los amigos contienen afectuosamente a la enemistada pareja. Incluso, sin la intención de anticipar aquí demasiado, el broche final puede interpretarse como el triunfo del amor por encima del contexto. El producto exhibe, como se dijo, una solidez desacostumbrada en el cine argentino. Hay escenas de grescas, persecuciones y explosiones excelentemente resueltas, verismo en los diálogos –a pesar de varias explicaciones orales– y parejo nivel en las actuaciones, con puntos altos en los trabajos de Rita Cortese, Julieta Zylberberg, César Bordón, Leonardo Sbaraglia y Oscar Martínez. Ese profesionalismo proviene de la experiencia y la indudable capacidad de Szifrón como autor de ficciones de calidad en TV: el perspicaz trabajo de casting, la musicalización a veces sarcástica, la confluencia de la intriga detectivesca con el humor costumbrista eran sellos distintivos de Los simuladores y Hermanos y detectives, que figuran entre lo más atractivo que ha ofrecido nuestra televisión en los últimos años. Relatos salvajes, precisamente, parece responder a la mecánica de un brillante producto televisivo, sin esa riqueza, ese misterio y esa mirada personal que supone el cine.
Las aguas fluyen turbias Una anécdota sencilla diluida en un clima de tensión y misterio delicadamente articulado: en eso consiste el segundo largometraje de Paulo Pécora (1970, Buenos Aires). “Lo único que se necesita para hacer una película es una mujer y una pistola” decía Jean-Luc Godard, y Marea baja parece tomar algo de aquella máxima, aunque aquí las mujeres y las armas son más de una, y no son utilizadas como tópicos glamorosos. En tanto, el ámbito natural en el que transcurre la acción –el Delta del Tigre– no es decorado de fondo sino espeso universo que inquieta y agobia a sus criaturas. Sobre todo al protagonista (Germán Da Silva, visto en Las acacias), que llega hasta allí escapando de otros hombres y encontrándose con dos mujeres, una de voz seductora y mirada profunda (Susana Varela), la otra más joven y franca (Mónica Lairana). ¿Son sus cómplices quienes lo persiguen? ¿Intentan apropiarse de un botín que no les pertenece? ¿O acaso hay alguna otra cuenta pendiente entre ellos? ¿Las mujeres son madre e hija, hermanas o amantes? Poco importa o, en todo caso, queda en los espectadores completar o imaginar lo que el film evita explicar. Está claro que el peso está puesto en el conocimiento a medias del otro y las sospechas entre los personajes, que los lleva a estudiarse mutuamente: lo mismo hará el espectador, tratando de descubrir lo que esconden sus sonrisas nerviosas, sus gestos precavidos, sus escasas palabras. Pécora ya había revelado fascinación por el río y el paisaje del Delta en El sueño del perro (2007, sin dudas una de las películas argentinas más bellas de los últimos años) y en algunos de sus cortos como Chanáminí, realizado para Señal Santa Fe. En El sueño del perro, sin embargo, había una precisión en la composición y progresión de los planos fijos que Marea baja generalmente desestima, por ejemplo registrando al protagonista drogándose con planos algo dubitativos que no aportan nada relevante de orden estético o narrativo. Algo del encanto y el lirismo de su ópera prima pueden apreciarse aquí en recursos como la transición que permite que la luna ocupe, de alguna manera, el centro de la mesa en torno a la cual se encuentra sentada una pareja, como insinuando la fuerza de su influjo, o los travellings sobre el río que parecen viajes a las profundidades del sueño. Aunque es un film parco y adusto, ocasionalmente asoman suaves pinceladas de ternura, cuando una de las mujeres se pinta los labios frente al espejo o alguien improvisa una melodía con la armónica. Algunas muertes (como la del maleante que intenta saciar su sed al caer herido al río) son expuestas de manera más noble que otras, registradas con planos más cercanos. Hay, también, guiños cinéfilos: la lucha por la supervivencia al margen de la ley, los diálogos sucintos y la tensión sexual provienen de las fórmulas del cine negro, así como un enfrentamiento final parece un duelo propio de un western. “A veces aparecen las cabezas en el camino, sobre todo con la marea baja” dice alguien, refiriéndose a las cabezas de caballo que se acercan flotando, cada tanto, a la orilla, y la frase suena como un mal presagio, mientras de fondo –gracias a un inteligente trabajo de Germán Chiodi y María Victoria Padilla con el sonido– se oye un eco siempre amenazante hecho de rezos ininteligibles, rumor de insectos y cantos de grillos. Como si se cruzaran Todos tenemos un plan (2012, Ana Piterbarg) con El rostro (2013, Gustavo Fontán), Marea baja combina una intriga en torno a perseguidores y perseguidos con el agreste, sinuoso mundo que rodea al río. Lejos de echar una mirada benigna sobre el lugar, insuflándolo de humo, alcohol y detalles enigmáticos (los naipes, los pequeños tesoros escondidos, las casas repletas de trastos viejos e iluminadas con velas), Pécora nos lleva a percibirlo como una turbia pesadilla, un espacio húmedo y ligeramente irreal donde la vida intenta vanamente ganarle el partido a la muerte.
Placentera nostalgia A algunas personas que vienen trabajando en el cine desde hace años ya las sentimos como de la familia: nos han hecho enojar o emocionar, los vimos envejecer, nos involucraron en sus historias. Cuando estrenan una nueva película sin dudarlo vamos a verla, dispuestos a descubrir qué tienen de nuevo para contarnos o agasajarnos. Y si no hacen genialidades los disculpamos, por afecto y porque sabemos cuánto bueno han hecho a lo largo de su vida. Algo de eso ocurre con Clint Eastwood (1930, San Francisco, EEUU), que como actor ha transitado series de TV, spaghetti westerns y numerosos films de acción, y como director ha brindado 33 largometrajes, algunos realmente notables (cada cinéfilo tendrá sus preferidos; quien esto escribe opta decididamente por El jinete pálido, Cazador blanco, corazón negro, Los imperdonables, Los puentes de Madison y Medianoche en el jardín del bien y del mal). En Jersey Boys vuelve a tratar con cariño a sus personajes y a los espectadores. Basada en una comedia musical de Broadway, es la biopic del cantante de voz aguda Frankie Valli, recorriendo su vida desde que formó con un grupo de amigos la banda Four Seasons hasta sus primeros pasos comos solista, travesía que –como suelen ofrecer este tipo de películas– abarca altercados, búsqueda de hits (“Esto no es una canción, es un hit” dice en un momento, marcando una reveladora diferencia), problemas financieros y familiares, éxitos y fracasos. En este caso resulta un cálido plus el contexto barrial en el que se mueven los jóvenes en cuestión y sus familias, incluyendo bromas y un trato bastante cordial con tramposos que Eastwood no permite que se conviertan en personajes completamente negativos. Es que, más allá de los reparos que puedan hacérsele a la película (como la apelación a algunos recursos convencionales o vetustos, como la inserción de música sentimental en cada aparición de la hija del protagonista), la caracterización de los personajes exhibe una estimable coherencia, ya que, aunque varios de ellos aparezcan esporádicamente –como las mujeres de Frankie–, se mantienen consistentes de principio a fin, como si nunca dejaran de ser personas de carne y hueso antes que marionetas del guión. Tal vez porque Frankie (John Lloyd Young) y sus compinches recuerdan bastante el despreocupado tuteo con el delito y la devoción por la complicidad masculina que recorre la filmografía de Martin Scorsese, algunos insisten en equipararlos (de hecho, en Jersey Boys esposas e hijas cumplen una función casi decorativa y la muerte de una de ellas es mostrada con cierta ligereza). Pero Eastwood es menos ambicioso y más amable. Sus personajes miran a cámara haciendo del espectador un confidente, los momentos humorísticos son siempre benévolos y se acude a la nostalgia no para lamentar tiempos idos sino para hacer de ese territorio mítico algo divertido y placentero. Si hasta el Ángelo De Carlo que interpreta el gran Christopher Walken es uno de los capos mafiosos más confiables que ha dado el cine…
Una misteriosa verdad Planos maravillosamente concebidos, que duran y muestran lo justo. Pocas y precisas palabras. Inteligentes elipsis. Personajes definidos a partir de trazos certeros y de la fotogenia de los intérpretes. Una luz que permite sentirse próximo a ellos e intuir sensaciones. Revelaciones dramáticas y cambios anímicos asomando como raptos poéticos. Un aliento narrativo seguro, sin aceleraciones ni torpezas, con un cierre bello y sugestivo. ¿De cuántas películas, de las que llegan a las salas de los cines en estos últimos tiempos, puede decirse todo esto? Filmada en blanco y negro y en formato 4:3, el film de Pawel Pawlikowski (1957, Varsovia) logra sortear todos los obstáculos que asalta a cierto cine europeo engañosamente valioso que transita por festivales. Ni demagogia, ni sordidez, ni aires pretensiosos: Ida cuenta, simplemente, la historia de una joven monja (la bellísima Agata Trzebuchowska) en la Polonia de principios de los ’60, quien, al conocer a su tía (Agata Kulesza, impecable como una jueza decadente arrastrando al mismo tiempo signos de debilidad y fortaleza), descubre que es judía de nacimiento y necesita saber cómo ha muerto el resto de su familia. El planteo no oculta una mirada áspera sobre actitudes asumidas por distintos sectores de su país en el pasado, sin caer en simplismos. El interior de una iglesia o de una humilde cocina, escaleras y caminos rurales, le sirven a Pawlikowski para trazar gráciles diseños con su cámara. Es prodigiosa la manera con la que filma un suicidio, y, del mismo modo, cómo integra a la trama algunas piezas musicales (incluyendo 24 Mila Baci, que también se cantaba en un modesto club en Te acuerdas de Dolly Bell?, la primera película de Kusturica) o esculpe, con la ayuda de sus actores, gestos y miradas de las que se desprenden intuiciones. El espíritu de Robert Bresson asoma en Ida, premiada en el London Film Festival, entre otras cosas, por su “lenguaje visual inmersivo que crea un impacto emocional duradero”. Efectivamente, tal como Anna/Ida en su azarosa travesía, este singular film polaco también emprende una búsqueda –desde ya fructífera– en pos de una misteriosa, inquietante, liberadora verdad.
Reciclaje con replay Hay un oficial del Ejército estadounidense sin ánimo guerrero empujado a la violencia por un superior (que pareciera encarnar el deseo de los productores del film, para quienes sin combates no habría película) y un extraño fenómeno por el cual este soldado bienintencionado muere y renace todo el tiempo, volviendo a lo que ya vivió con la posibilidad de modificarlo. Es el pretexto para divertir con un film efectivo, menos original de lo que parece. La idea del eterno retorno ya ha sido empleada en otras películas –el caso más emblemático es Hechizo del tiempo (1993, Groundhog day, de Harold Ramis)– y, de la misma manera, muchas veces hemos visto extraterrestres con la forma de bichos viscosos como los que atacan a la humanidad en Al filo del mañana. La envoltura, aquí, es una sucesión de peripecias, armamentos sofisticados, aviones que caen y furor militar, con una estética herrumbrosa y futurista que recuerda a productos como Mad Max (1979, George Miller) aunque con el vértigo de un videogame, incluyendo esa alternativa de reiniciar y mejorar el juego. Está claro que el resultado es consecuencia de un proceso de reciclaje, que apenas disimula su fruición por la vocación bélica de los países poderosos y aligera sus ambiciones con algo de humor. También es evidente que el film no sería lo que es si no tuviera como protagonista a Tom Cruise, estrella de fotogenia perenne y hábil para asimilar a su carrera de los últimos años proyectos livianos de apariencia moderna y vulgaridad esquiva (Misión: Imposible, Minority Report, La guerra de los mundos y otros). Su partenaire en esta ocasión es Emily Blunt, inevitablemente masculina y sudorosa (lo que vuelve pétreo el beso de rigor). Graciosa y menor, basada en una novela de ciencia ficción de Hiroshi Sakurazaka, Al filo del mañana ciertamente deparará dificultades cuando se edite en DVD y el menú deba dar pistas sobre las escenas a buscar.
Turbias escenas de la vida conyugal Una pareja (ella arquitecta, él ingeniero) con un hijo de siete años en medio de los trámites por la venta de su casa y el reciclaje de otra donde piensan vivir: es el pretexto de Anahí Berneri (1975, Martínez, Buenos Aires) para sumergirnos en el desgaste de un matrimonio y hacernos reflexionar acerca de cuánto hay de inevitable o de enfermizo en ese histérico círculo cerrado. Charlas de entrecasa, atenciones (y desatenciones) al pequeño, remiendos en la enorme vivienda a habitar, negociaciones con albañiles o clientes, visitas a las casas de los respectivos padres, algunas improvisadas salidas nocturnas: todo suma al estado de incomodidad e inquietud constante. El resultado es una sucesión de idas y vueltas, agresiones seguidas de una sonrisa, actitudes de comprensión acompañadas por expresiones de rechazo. Un permanente sí pero no, una bomba siempre a punto de estallar. Berneri sabe tomar distancia del costumbrismo televisivo. Las casas no se ven como fríos decorados sino que tienen respiración propia, con sus livings desprolijos y cocinas revueltas. Tampoco hay poses ni aforismos artificiosos. Incluso las escenas de intimidad y desnudos en el dormitorio y en el baño están construidas con gestos de complicidad propios de una pareja con varios años de convivencia, no como chispazos efectistas iluminados para un aviso publicitario. Asimismo, la música incidental no invade en momento alguno la película; de hecho, asoma recién a la media hora para reaparecer después ocasionalmente. Está claro que, a diferencia de otras colegas (Lucrecia Martel, Julia Solomonoff, Celina Murga), Berneri es intensamente porteña: sus personajes –y sus películas– aparecen contaminados por el vértigo urbano, casi sin momentos de reflexión o serenidad y sin que nadie se detenga a observar otra cosa que no sea su propia imagen en el espejo. En Aire libre la pareja central, sus parientes y amigos son, además, de una condición socio-económica acomodada, percibiéndose cierta intención de desmitificar el estado de confort que los rodea. El film de Berneri parece decir que el bienestar material no basta o no sirve, mostrándolo asociado a preocupaciones y hastío: en este sentido, podría dialogar con parte de la obra de María Luisa Bemberg (aunque la directora de Camila seguramente no hubiera aprobado escenas como las que transcurren en el motel, visiblemente machistas). El interés de Berneri por sacudir prejuicios y enrarecer la institución familiar viene de sus films anteriores, Un año sin amor (2005), Encarnación (2007) y Por tu culpa (2010), aunque en esos casos había seres de ficción que despertaban curiosidad por algún rasgo excepcional, generándose intriga en torno al desenlace. Acá, la cotidianeidad de una desganada pareja de clase media alta puede ser poco para los espectadores que esperan algo para sorprenderse. Al mismo tiempo, el afán por dejar que los personajes se presenten por sus acciones, sin subrayados, desorienta un poco al momento de saber quiénes son o qué función cumplen en la trama algunos de ellos. Es encomiable la entrega de Leonardo Sbaraglia, con momentos brillantes junto a Celeste Cid, actriz sexy y eficaz más allá de cierta frialdad en su rostro. El pequeño Maximiliano Silva se muestra admirablemente suelto en algunas escenas, por ejemplo cuando se embadurna alegremente con pinturas junto a su abuela encarnada por Fabiana Cantilo (curiosa elección). Paradójicamente –por tratarse de un film hecho de detalles y rencores ahogados–, Aire libre se torna más convencional cuando, en su tramo final, el desgaste desemboca en escenas de violencia que parecen empujadas por una necesidad del guión. En cambio, es un acierto la última secuencia, con la institución matrimonial subsistiendo pese a todo y la historia, quizás, volviendo a repetirse.