22º BAFICI: cine argentino, a pesar de todo. Chispazos similares a los de López, aunque en un terreno más cercano al mundo infantil (acorde con la persona de la que se ocupa), desprende El universo de Clarita, documental de Tomás Lipgot que integró el apartado Baficito. En este caso, el deseo de una niña rosarina por ser astrónoma resulta una invitación a contagiarse de su curiosidad, su entusiasmo y su alegría. Sucesivos viajes de esta afectuosa Mafalda por CABA, La Plata, Chaco y San Juan, permiten sumergirse en un remolino de inquietudes y sorpresas en el que caben estrellas y meteoritos, la cultura de pueblos originarios y el deslumbramiento ante la ciencia, Georges Méliès y Harry Potter. Más allá de unos toques spielbergianos (efectos especiales, ampulosa música) que parecen innecesarios, el film de Lipgot puede verse como modelo posible de un cine argentino familiar o para preadolescentes, con un plus en la visita a un penal juvenil, donde los pibes presos dicen sentirse mejor después de mirar el cielo y exteriorizan, ante una estrella fugaz, un previsible pedido: la libertad.
22º BAFICI: cine argentino, a pesar de todo. El Gran Premio de la Competencia Argentina fue para Implosión, tercer largometraje como director de Javier Van De Couter (de importante experiencia como actor). Situada en la actualidad, la película acompaña a dos jóvenes en viaje de Carmen de Patagones a La Plata, impulsados por el deseo de hallar al autor de la masacre ocurrida en una escuela secundaria de la ciudad del sur bonaerense en 2004. El propósito del realizador (y autor del guión junto a Anahí Berneri) fue generar una ficción a partir de elementos reales, comenzando por los protagonistas, partícipes directos de aquel trágico episodio, pero su juego se dispersa llevado por cierta improvisación. Cobra interés cuando afloran destellos de verdad: imágenes reales del hecho (enrarecidas, enrojecidas), un accidentado debate en una escuela secundaria actual, el dramático estallido de los recuerdos en determinado momento. El resto se acerca demasiado a las fórmulas de cierto cine celebrado en festivales como el BAFICI, asomando –en medio de puteadas, skates, birra y faso– arrebatos de violencia indicadores de turbias conductas internalizadas, incluyendo la caza de animales. Entre los méritos vale señalar la música de Nahuel Berneri.
Festival sin mar y con buen cine argentino. Puede discutirse si un festival de cine lo sigue siendo cuando queda afuera el gozoso trajín que incluye encuentros presenciales y proyecciones en óptima calidad en inmejorables salas, pero el hecho de haber llevado a cabo el 35º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata de todas maneras, con películas en competencia, estrenos y charlas, resulta plausible. Seguramente los films –a los que se pudo acceder gratuitamente desde la página del festival– ganarían viéndose en funciones con público, con el silencio tenso, las risas o los comentarios en voz baja complementándolos: es de desear que 2021 permita reencontrarnos con esa posibilidad. Pero, al margen de que los encuentros vía youtube con directores como Walter Hill o Albert Serra hicieron extrañar la oportunidad que el festival ofreció en sus últimos años de tener a Jean-Pierre Léaud, Vanessa Redgrave o Vittorio Storaro no detrás de una pantalla sino ahí nomás, en persona, y más allá de la opinión que se tenga sobre los premios entregados (el principal se lo llevó El año del descubrimiento, documental español más valioso por los matices que desprenden sus testimonios que por la forma adoptada por su director Luis López Carrasco para volcarlos durante poco más de tres horas), el festival permitió confirmar que el cine argentino, pese a la pandemia y la crisis económica, goza de buena salud. Entre las posibles objeciones puede mencionarse la ausencia en la programación de cine argentino previo a los años ‘60 (apenas en un libro presentado en el marco del festival, en el que tuve el gusto de participar, puede encontrarse un rescate de figuras como Manuel Romero o Luis Saslavsky), teniendo en cuenta que en los últimos tiempos Mar del Plata supo combinar espléndidamente la historia del cine con lo más nuevo e innovador (y a propósito: resulta curioso que el nombre de quien fuera su director artístico hasta hace dos años, Fernando Martín Peña, no haya formado parte de alguna de las charlas, libros o jurados). MENOS ES MÁS. Si ver en algunas de las películas a personas compartiendo el mate o subiendo a un colectivo por la puerta de adelante causaba una sensación extraña, al mismo tiempo se demostró que es posible hacer cine en circunstancias como las que nos atraviesan durante este año trágico: aunque se hayan realizado antes de la pandemia, varios trabajos evidenciaron cómo la manipulación creativa de material de archivo o la elaboración de una historia de ficción con pocos actores y restringidas locaciones pueden ser suficientes para materializar un cine provechoso. La película argentina que se llevó los premios más importantes fue Isabella, de Matías Piñeiro (de la que ya opinamos aquí): Mejor Dirección y Mejor Interpretación de la Competencia Internacional, en la que también participaron la nueva obra de Nicolás Prividera, Adiós a la memoria (de la que escribimos aquí), premiada por Mejor Guión, y Nosotros nunca moriremos, debut en la ficción de Eduardo Crespo (a quien entrevistamos aquí) que, más allá del premio que recibió de la EDA por el montaje de la casildense Lorena Moriconi, merecía una recompensa mayor. Hubo un film que –tal vez inesperadamente– fue cosechando comentarios entusiastas en redes sociales y terminó ganando el Premio a Mejor Dirección de la Competencia Argentina: Esquirlas, de la cordobesa Natalia Garayalde. Cierta agitación provoca ver este documental que recuerda el estallido de la Fábrica Militar de Río Tercero (pcia. de Córdoba) en noviembre de 1995, el cual, además de provocar siete muertos y centenares de heridos, desnudó oscuros intereses en juego, políticos y empresariales. Recuperando material audiovisual registrado siendo niña, al que suma breves reflexiones en off, Garayalde logra un modesto pero potente ejercicio sobre la memoria y el dolor colándose entre las mezquindades que campearon en los ’90. Si al comienzo asoman inocentes estampas familiares y marcas reconocibles de la época (Cablín, MTV, la pasión por el VHS, una inefable noticia al pasar sobre Zulemita Menem), tras las estremecedoras imágenes de las explosiones y el posterior desastre Esquirlas va adoptando una visión crítica y lúcida sobre ese “lamentable accidente”, tal como lo define en un momento un sonriente y atildado Carlos Menem. El film va entonces de un juego infantil remedando un noticiero hasta significativas declaraciones de los pobladores a auténticos periodistas. “¿Qué poder tiene la gente para tomar decisiones ante tanta acumulación de poder económico?” es un interrogante que formula el padre de la directora y que resuena, una y otra vez, mientras algunas personas se enferman sospechosamente y los juicios no prosperan. El segmento reservado por Garayalde para el desenlace es, indudablemente, uno de sus grandes aciertos. Como Adiós a la memoria y Retiros (in) voluntarios, de Sandra Gugliotta –que tuvo su estreno fuera de competencia y sobre la que escribimos aquí–, Esquirlas es también un film sobre la figura paterna y la fragilidad de la sociedad civil ante los poderes económicos, no sólo en Argentina. En la Competencia Argentina pudo verse además 1982, documental de Lucas Gallo que se limita a reunir partes de la cobertura periodística en TV de la guerra en Malvinas, sin agregar datos ni comentarios (salvo algunos para contextualizar el film, al comienzo y al final). Su propuesta se diferencia de lo que suele hacer la televisión actual con material de ese tipo, ya que no ironiza ni subraya lo que los archivos dicen por sí solos. Aún para quienes hemos vivido ese fatídico año y no nos enfrentamos por primera vez con esas imágenes, provoca escalofríos recordar aquélla Argentina ganada por militares que improvisaban una guerra con la anuencia de la ciudadanía. Ver y escuchar a periodistas como José Gómez Fuentes (afirmando que la guerra le permitiría a los jóvenes soldados “hacerse adultos”) o Pinky (hermosa y afectada como siempre, rechazando con arrogancia dichos de la BBC), aplausos a una marcha militar en un estadio deportivo o íconos culturales como Gardel y Maradona enredados con los efluvios bélicos, sorprende y angustia. Lo discutible de 1982 es que podría haber hecho un recorte más provechoso: ¿por qué Susana Rinaldi interpretando el Himno y no el grupo de artistas populares (de Libertad Lamarque a Norma Aleandro) cantándolo en otro momento del mismo programa televisivo? ¿Con qué objetivo se le da espacio a una misa en Malvinas y no se menciona el discurso ligeramente antibélico de Juan Pablo II durante su visita a nuestro país? DIVERSAS MUJERES. Dentro de la Competencia Argentina obtuvo una Mención Especial Las ranas, con la que Edgardo Castro construye una ficción con espíritu documental, apegado a un realismo descarnado y seco, como en La noche (2016). En este caso, el actor y director sigue los pasos de una joven del conurbano bonaerense que va a visitar a un preso: los preparativos en su casilla atiborrada de cosas, sus viajes en tren y en colectivo, la informal venta de medias en la calle para obtener unos pesos, son registrados por Castro como solazándose con ese ambiente lumpen con olor a asado, porro y cerveza. Fugaces imágenes de un preso alzando a su pequeño hijo en brazos, o de la protagonista fumando y bebiendo una gaseosa en plena noche con ladridos de perro de fondo, son breves pausas en el recorrido por situaciones triviales a las que no se les saca lustre. Bordeando la sordidez (en una secuencia la cámara se detiene a exhibir cómo la mujer guarda un teléfono celular en su propio cuerpo), y sin ahondar en las connotaciones del estado de precariedad que reproduce, con su tercer largometraje Castro vuelve a mostrar cierta marginalidad urbana o suburbana sin un estilo propio. Más vital es Las mil y una, de la joven directora correntina Clarisa Navas, que ganó cuatro premios de los jurados independientes. Filmada enteramente en un barrio de monoblocks de su ciudad (Las Mil Viviendas), acompaña a una adolescente algo reservada y amante del basquet durante su convivencia con dos amigos varones (hermanos entre sí), familia y vecinos. La fluidez del plano secuencia con la que comienza se mantiene casi todo el tiempo en el transcurso de dos horas, durante las cuales la atmósfera taciturna y húmeda del lugar se contrapesa con la frescura de las conversaciones y el desprejuicio con el que se habla (y se intenta vivir) la sexualidad. El film pendula entre la vida que logran insuflarle sus travellings y sus actores/actrices (destacándose el trabajo contenido y ajustado de la protagonista Sofía Cabrera) y cierta tendencia a los estereotipos (esos adultos desmañados, la audacia inquietante de la vecina), más algunas indecisiones formales. En medio de la programación (que abarcó homenajes a Manuel Antín, Fernando Pino Solanas, Edgardo Cozarinsky, María Luisa Bemberg y Rosario Bléfari, y films nuevos como Edición Ilimitada, del que ya nos habíamos ocupado aquí), fueron bienvenidas las pinceladas cómicas, o en todo caso tragicómicas, de Las siamesas, el más reciente largometraje de ficción de Paul Hernández (Herencia, Los sonámbulos), estrenado fuera de competencia. Basado en el cuento homónimo de Guillermo Saccomano, se centra en dos mujeres que viajan juntas a Necochea por una herencia. Son madre e hija, y el dato no es menor, ya que los chispazos de la relación entre ambas son el eje de la película, que podría considerarse una road movie si no fuera que casi no salen del micro. Sinuosamente posesiva la primera, pendiente una de la otra, sus recuerdos y discusiones van desviándose peligrosamente hacia un grado de incomprensión o sometimiento no por habitual (pasa en las mejores familias, suele decirse) menos angustiante. Aunque puede resultar extraño que en el micro pasen una película de Campusano para distraer a los pasajeros, y a pesar de que en el tramo final las acciones se precipitan en busca de un cierre concluyente –menos sombrío que el del cuento original–, Las siamesas evidencia la competencia de Hernández para desplegar la historia de esas mujeres recurriendo a planos de objetos y gestos, o desarrollando charlas graciosas y reveladoras, ayudada por la capacidad de Rita Cortese y Valeria Lois –más Sergio Prina (El motoarrebatador) en un papel secundario– para hacer verosímiles a sus personajes.
Perdedores (casi) permanentes. Hay expresiones que señalan diferencias sociales o problemas laborales con sólo enunciarlas: bien parecen saberlo los jóvenes realizadores tucumanos Ezequiel Radusky y Agustín Toscano al elegir como títulos para sus películas Los dueños (2013), El motoarrebatador (2018, guión y dirección de Toscano, que por algo no fue llamada El motochorro), y ahora Planta permanente, primer largometraje a solas de Radusky, que recurre a un término que puede ser la gloria para quienes buscan ganarse la vida como empleados de una repartición oficial. El nombre es más que adecuado, además, porque se corresponde con la escasez de adornos formales o melodramáticos que caracteriza al film. Los principales personajes de Planta permanente son mujeres: Lila (empleada de limpieza algo crédula y buenaza), su compañera de trabajo Marcela (un poco más joven y desconfiada) y la nueva directora de la dependencia de Obras Públicas cuyos pasillos y oficinas son para las dos primeras como un segundo hogar. Aunque no son las únicas, es en torno a ellas que la película va desplegando sus conflictos, con el sostén de las actrices que les dan vida: respectivamente Liliana Juárez, Rosario Bléfari (en su último trabajo para el cine) y la uruguaya Verónica Perrota (si bien Juárez fue, con justicia, premiada como Mejor Actriz en la última edición del Festival de Cine de Mar del Plata, la distinción bien podrían haberla compartido las tres). La película, escrita por Radusky y Diego Lerman, es, por un lado, un verosímil retrato de rutinas, vínculos, temores y modestas ambiciones de un grupo humano que comparte horas de trabajo en un ámbito gris –en medio de enormes aparatos de aire acondicionado, extinguidores, viejos armarios, carpetas y biblioratos–, y por otro, una suerte de fábula sobre quienes anhelan una salida a ese laberinto de hábitos repetidos, enfrentándose a un destino de perdedores quizás inexorable. En tanto, en los intersticios aparecen alusiones a prácticas usuales en organismos estatales: desde el uso y abuso de espacios públicos con fines más o menos inofensivos, hasta sospechas en torno a las designaciones del personal. “Los contratados son carne de cañón, más si vienen de una gestión anterior” se escucha decir por ahí, y también “Siempre echan más gente de la que entra, es para guardarse contratos para después”. Entre los perspicaces apuntes que cruzan el relato está todo lo que desprende la figura de la nueva directora, dudosamente confiable y enfrascada en sus propios intereses (cuando al principio se escucha sólo su voz en off, parece que hablara la ex gobernadora María Eugenia Vidal, aunque otros matices contribuyen igualmente a la semejanza, un poco como ocurría con Mauricio Macri respecto a El candidato, la película de Daniel Hendler). Como director, Radusky no sacude innecesariamente la cámara ni se prende a los rostros de sus actrices y actores con criterio televisivo: prefiere en general planos generales y fijos, en los que todo lo que rodea a los personajes importa para comprender situaciones y completar lo que no se cuenta en voz alta sobre sus vidas, con su carga de resignación y expectativas. Sabe cómo introducir imágenes de mensajes de whatsapp en un teléfono celular únicamente cuando el recurso resulta adecuado, o exponer sencillos encuentros en un bar al paso o un asado en una casa de barrio sin alzarlos como estereotipos costumbristas. A diferencia de lo que suele prodigar el cine de Juan José Campanella, Marcos Carnevale y otros, no hay gritos ni personajes caricaturizados, y la música (de Maximiliano Silveira) asoma, sobria, en contadas ocasiones. Es cierto que en el último tramo algunos hechos se precipitan, pero, por encima de sus posibles imperfecciones, el film de Radusky –honesto y contenido– ofrece sobrado material para la discusión posterior, evidentemente procurando algo más que conmover al espectador, como lo demuestra el elocuente plano final.
Una búsqueda demasiado confortable. Ficciones que hayan tenido como eje a una joven de privilegiada posición económica decidida a salir tras las huellas de un secreto familiar ha habido muchas: el hecho de que una historia de ese tipo transcurra dentro del universo de una familia pudiente no sólo es válido sino también oportuno, por las zonas oscuras que puede haber detrás de la armónica apariencia y los modales amables. El caso de Karakol, sin embargo, es problemático, ya que nada demasiado turbio parece empañar el periplo de la protagonista. El film de Saula Benavente (productora de Secuestro y muerte y, junto a Albertina Carri y Diego Schipani, de Bernarda es la Patria) comienza con la aparición de Mercedes (Dominique Sanda, que ya registra trabajos previos en el cine argentino, como Yo, la peor de todas y Garage Olimpo) conversando con sus hijos en su luminosa casona de paredes blancas, seguida del despliegue histriónico de Soledad Silveyra –a un paso de la sobreactuación– encarnando a una tía efusiva que, en determinado momento, le regala a la sirvienta un prendedor como si estuviera dándole un vuelto. Ese gesto y alguna referencia aislada a un portero y a una mujer paraguaya son los únicos atisbos de la indiferencia hacia los personajes de otra clase social con otras preocupaciones en el transcurso de Karakol, en la que se habla todo el tiempo de viajes, aviones, vestidos y preparativos para una boda. Está claro que en el seno de esa familia puede anidar una doble vida o una traición y que esto genera dudas en Clara (Agostina Muñoz, actriz de varias películas de Marcelo Piñeyro e Inés de Oliveira Cézar), pero hasta cuando visita una biblioteca o una librería en busca de información todo luce demasiado impostado, demasiado elegante. El viaje la lleva a territorios majestuosamente desolados –el título de la película, con resonancias a marca de ropa o a glamoroso bar, resulta ser precisamente el nombre de una ciudad–, donde tendrá oportunidad de reencontrarse con cierta persona que se traslada hasta allí sin sobresaltos, para luego dialogar ambos serenamente, entre tazas de té finamente decoradas y almohadones refinados. ¿De qué sirve develar el secreto profundo de quien uno ama? es una de las inquietudes que plantea la promoción de Karakol, pero el film no genera el desasosiego o melancolía que tal interrogante despierta. La búsqueda no crece en tensión y el film avanza con más vocación turística que agitación dramática. De hecho, tras compartir algunas cavilaciones con el confidente en cuestión en una esplendorosa Estambul, la angustia de Clara se convierte en preocupación por comprar perfumes y recuerdos de su viaje.
Señales de vida en las alturas. Aunque sus escenarios expongan distintos rincones geográficos, películas como La nostalgia del centauro (2017, Nicolás Torchinsky) o La siesta del tigre (2016, Maximiliano Schonfeld) se tocan en un punto: hay en ellas una mirada respetuosa y sensible sobre zonas de nuestro país en las que la vida diaria aparece signada por la rusticidad, las rutinas invadidas por la mansedumbre y la convivencia con el cielo abierto y los espacios inmensurables. En ese tono –esquivo para un cine argentino mayoritariamente hecho y visto por ciudadanos de clase media de las grandes ciudades– se encuentra Señales de humo, que sigue a un arriero y guardaparques de una pequeña comunidad del norte intentando resolver los problemas que presentan los servicios de telefonía e internet allí, a cuatro mil metros de altura. Con excepción de algunos ligeros toques irónicos (los audios de reclamos por el mal servicio de internet, los mensajes de texto que se sobreimprimen en la pantalla en más de una ocasión, un rap final que parece innecesario), todo en Señales de humo es el detenimiento en eventualidades que parecen estirar el tiempo, como si las acciones fueran detalles insignificantes dentro del universo que las abarca. Desde cocinar o rezar hasta firmar un convenio (con papel y birome) o esculpir pacientemente en madera la figura de un animal, los habitantes de estos parajes parecen vivir de otra manera, con la piel curtida y una serenidad a prueba de amenazas climáticas o incidentes menores. Si el documental de Sampieri (realizador tucumano con varios trabajos en su haber como guionista, publicista, productor y director, en nuestro país y en España) cobra interés, no es tanto por la historia mínima que despliega ni por las conversaciones –casuales, a veces algo ininteligibles por la pronunciación cerrada de los lugareños– sino por la expresividad de sus imágenes. Planos generales de sitios maravillosos y desolados, de árboles meciéndose al viento, de cielos majestuosos cuyas nubes blancas llegan a cubrir todo el plano en alguna ocasión, se combinan delicadamente con planos fijos sobre objetos o utensilios que acompañan la modesta vida del protagonista. Sin dudas, hasta dónde y cómo llegan los progresos tecnológicos a una localidad tan apartada como ésta ubicada al NO de la provincia de Tucumán, es uno de los temas sobre los que Señales de humo procura despertar la reflexión de los espectadores; de hecho, los más jóvenes probablemente no reconozcan la radio a transistores que se ve y se escucha en determinado momento. Con la ayuda de la música, y aunque no haya armas ni un enfrentamiento heroico, puede verse a estos apocados hombres de a caballo como figuras de un western sosegado. Por Fernando G. Varea
Los claroscuros de crecer. Las imágenes iniciales del primer largometraje de Luciana Bilotti como guionista y directora son fragmentos de un informal registro familiar, sugiriendo distintos momentos del crecimiento de una niña. Cuando a esas piezas le suceden otras, más lustrosas y aparentemente actuales (aunque pronto se descubre que la acción transcurre en los años ’90), en las que la chica se dirige con sus padres de campamento a un club, pareciera que uno de esos espacios de tiempo se estirara reparando en detalles y sensaciones, coincidentes con el ingreso a la adolescencia y el descubrimiento de la desgastada relación de sus padres. En ese comienzo, la música anticipa que la ternura será el eje de la mirada sobre Estefanía, la protagonista. Lo primero que sorprende de Camping es la frescura en las actuaciones de los chicos, ya que a Estefanía (Martina Pennacchio) se suman una amiga más chica de pícara sonrisa, otra mayor y algún pibe que causará cierto revuelo. Sus charlas en medio de juegos y caminatas, o al sentir curiosidad por encender un cigarrillo, son de una espontaneidad poco usual en el cine argentino (un antecedente más o menos reciente es, precisamente, otro film mendocino con chicos, Algunos días sin música, de Matías Rojo). Este mérito abarca también, en buena medida, a los actores adultos, como el gran Diego Velázquez (visto en La larga noche de Francisco Sanctis, Familia sumergida, La reina del miedo y otras), Ivana Catanese y Patricia Christen, expresivos sin caer en desbordes melodramáticos o subrayados costumbristas, aunque en algunas situaciones esto se advierta mejor que en otras (el encuentro algo tenso del padre que compone Velázquez con un socio del club entrometido resulta más creíble, probablemente por el oficio del actor, que las miradas y sonrisas que se le escapan a la madre que interpreta Catanese frente a otros hombres). Camping es un film sin estridencias, en el que la alegría de los chicos apenas es interferida por pequeños incidentes o por las diferencias de personalidad entre los padres de Estefanía, que sugieren una desangelada convivencia. En un momento se insinúa cierta ambigüedad moral de la clase media, representada por las dos familias que comparten buena parte del tiempo en sus cabañas y carpas, tal vez una señal de quienes, en su mayoría, apoyaron y acompañaron al menemismo durante una década (un poco como, de alguna manera, sugería también Sueño Florianópolis, de Ana Katz). De miradas esquivas, de gestos nunca extemporáneos pero significativos, de la melancolía que resulta aunándose el abatimiento de la pareja adulta central con la energía de los chicos, está hecha esta producción filmada en la localidad mendocina de El Carrizal que, por encima de algún añadido innecesario –como la canción del final–, exhibe delicadeza y sensibilidad.
Identidades en tránsito. “¡Créase o no, es un hombre!”, afirmaba escandalosamente la promoción de Testigo para un crimen (1963) para referirse a una tal Michelle, travesti estadounidense que actuaba en una escena de ese thriller erótico dirigido por Emilio Vieyra y protagonizado por Libertad Leblanc. Muchas otras referencias estigmatizantes y sensacionalistas eran habituales en esa época y en los años siguientes, en el cine, la TV y la vida cotidiana de los argentinos. Lenta, trabajosamente, travestis y transexuales fueron conquistando espacios, ganando respeto y conquistando derechos. En documentales recientes, que están dándose a conocer en distintas plataformas, dos realizadoras rosarinas abordaron la problemática, centrándose en conmovedoras historias de vida. El laberinto de las lunas, producido y realizado por Lucrecia Mastrángelo (quien desde fines de los ’90 viene volcando sus inquietudes en cortos de ficción y documentales, generalmente ligados a problemas de la sociedad que necesitan ser visibilizados, como Sexo, dignidad y muerte: Sandra Cabrera, el crimen impune), expone los testimonios de dos travestis en proceso de adopción y de la madre de una niña transgénero, a los que integra la presencia de la artista y escritora Susy Schok, con sus reflexiones y poemas. Por su parte, Canela, se vive dos veces, escrito, producido y dirigido por la joven Cecilia del Valle (quien, después de estudiar cine y teatro en Buenos Aires, realizó el corto Dilemas de un abandono en cinco fragmentos y se dedicó a la docencia y la dirección teatral), documenta la nueva vida de una mujer trans, arquitecta en actividad, satisfecha por haber decidido dejar de ser Áyax y convertirse en Canela en plena madurez, mientras duda si intervenir quirúrgicamente su cuerpo o no. El film de Mastrángelo es franco, directo y respira aire de barrio. Se habla de travas sin complejos y se muestra a esas mujeres haciendo los mandados por calles de tierra, atendiendo un humilde kiosco o compartiendo sencillas rutinas con sus hijos o parejas. Tiene también una intención claramente militante, no sólo porque de algunos testimonios se desprende información o frases que ruedan como eslogans, sino porque agrega imágenes de concurridas marchas y manifestaciones rebosantes de pancartas. En este sentido, el añadido de unos dibujos animados y niñas jugando –con una canción de fondo que habla de diversidad y de igualdad– parece innecesario, por redundante, acercando la propuesta a un film institucional. Su fuerte son las confesiones de sus retratadas, que ocasionalmente surgen mientras conversan con algún familiar o incluso entre ellas. En comparación con Gabriela (madre de la primera niña trans en obtener su DNI en nuestro país), a quien se la ve demasiado segura, tal vez acostumbrada a exponer en público sus conceptos, se ganan más fácilmente el afecto del espectador Maira, de vida y actitudes campechanas, y Karla, de clase media y serenos modales. Sus relatos deslizan anécdotas tristes o graciosas, que Mastrángelo sabe dosificar, con el plus de los dos únicos varones que cobran protagonismo en la película: el marido de Karla y el hijo de Maira. Dos grandes historias de amor asoman detrás de las elocuentes miradas y silencios de ambos. “Nos creamos a nosotras mismas” sostienen las mujeres, deseando salir de las zonas en las que la sociedad las mantuvo durante mucho tiempo: las de las crónicas policiales, las curiosidades científicas o los chistes discriminatorios. A pesar de los recuerdos amargos de algunas de ellas, en El laberinto de las lunas prima un clima festivo, como si celebraran haber ganado una batalla (de alguna manera así lo fue), por eso una de las últimas secuencias es la de Maira organizando su cumpleaños Nº 50 como si cumpliera 15. Tal vez los mejores momentos del film estén en algunos gestos de la vida cotidiana registrados sin énfasis ni exceso de palabras, como la cariñosa charla de Maira con su hijo mientras comen una tarta en su casa. A diferencia del documental de Mastrángelo, Canela, se vive dos veces se centra en una sola persona y agrega la presencia eventual de profesionales (un médico, una psicóloga), en intervenciones que no resultan forzadas y aportan observaciones relevantes. La protagonista en cuestión es una arquitecta cuya transformación física está en tránsito (“Me voy a jubilar antes de ser mujer” dice en un momento) y, mientras tanto, conversa de igual a igual con pintores, obreros o alumnos de la facultad donde da clases, especie de dicotomía que ya asoma al comienzo, cuando se la ve yendo de una ruidosa obra en construcción a una mercería. Canela no es avasalladora y, aunque las decisiones que ha tomado para sentirse bien implican no pocas dosis de audacia, se la ve relacionándose con quienes la rodean con cierto pudor, cuidando sus ademanes y riendo nerviosamente. La cámara es siempre respetuosa de su intimidad, como lo demuestra el momento en que la acompaña hasta su dormitorio sin ingresar más allá de la puerta. Cecilia del Valle acierta al ir revelando cuidadosamente aspectos de la vida del pasado y el presente de Canela. Una antigua anécdota al ver El juego de las lágrimas (1993, Neil Jordan) o la aparición de algunos familiares –no conviene aquí adelantar quiénes– permiten conocerla un poco más, lo mismo que fugaces planos de fotografías de su niñez o juventud. Canela habla con propiedad de la arquitectura en Rosario o de los problemas económicos que le traería someterse a la operación que modificaría su cuerpo, a la vez que participa de un encuentro en un precario “centro de adoración a Jesucristo” (regido por una pastora), quizás más por necesidad de afecto que por una cuestión de fe. La delicada melancolía que desprenden escenas como aquélla en la que se la ve bebiendo en soledad una gaseosa con limón en un bar, se alterna con raptos de humor, imponiéndose la ternura en la mirada sobre este personaje entrañable y singular. Canela, se vive dos veces se cierra con una canción algo ingenua y la duda de cómo seguirá su vida: no es un cierre, en realidad, sino una puerta abierta a la posibilidad de sus decisiones, en su empeñosa búsqueda de felicidad.
La culpa después de la violencia. El sinuoso comienzo insinúa –a través de una sucesión de travellings y fundidos– el regreso de Román (Lautaro Delgado Tymruk) a su pueblo, tras años de cárcel. El lento trayecto hacia el cementerio parece también una inmersión en su memoria o su conciencia. La música de Matías Sorokin, en tanto, da a entender al espectador que la historia tendrá algo de western. Efectivamente, en el retorno a un pueblo polvoriento de ese hombre misterioso (que intenta saldar cuentas con su pasado) se respira un aire a western que se funde con cierta intriga policial dosificando la información, guardándose más de un as en la manga. No siempre el pasado es un animal siniestro, como sostiene el eslogan del film, pero indudablemente sí lo es para Román. Al regresar, aunque encuentre contención en la familia de César (Claudio Rissi) y se disponga a poner algo de orden en la desvencijada casa familiar (como lo hacía Daniel Hendler en El otro hermano), algo parecido a la culpa o el remordimiento lo lleva a ser una suerte de detective de su propio pasado. Entonces, en lugar de encubrir busca, rastrea, remueve, sabiendo que esa acción será incómoda pero liberadora. Uno de los méritos del guión de La sombra del gallo, escrito por Nicolás Herzog junto a Gabriel Bobillo, es integrar al relato de suspenso una problemática angustiante y actual como la violencia de género, y aunque los personajes principales son varones, el peso del drama lo da la presencia furtiva de la víctima femenina (Rita Pauls). No hace mucho escribíamos sobre el aniñamiento que se evidencia en las ficciones argentinas más recientes destinadas al público adulto: La sombra del gallo se aparta, saludablemente, de esa anomalía. No sólo porque, sin facilismos ni demagogia, estimula discusiones sobre cuestiones candentes (violencia, machismo, corrupción institucional) sino porque, además, deja determinadas zonas libradas a la interpretación del espectador. Las apariciones de la chica o la actuación en un boliche de uno de los hijos de César (travestido con una sofisticación algo extraña en el contexto pueblerino), por ejemplo, pueden ser producto de la culpa, la imaginación, el recuerdo o el deseo. Entre posibles citas cinéfilas (Vértigo, Duel, Tesis), importa la forma empleada por el director para moldear el tortuoso recorrido de su protagonista, sustituyendo palabras por miradas desconfiadas, haciendo de ese pueblo un ámbito cargado de amenaza y apelando ocasionalmente a sobreencuadres que denotan encierro. Son aportes valiosos las actuaciones de Delgado Tymruk, con el tono justo en todo momento (incluyendo una solitaria escena de llanto), y Claudio Rissi como César, cuya cordialidad no es una máscara sino una faceta más de su turbia personalidad. Compartiendo charlas de sobremesa o un partido de fútbol, el paternalismo se confunde con la impunidad de un pacto de silencio: el padre de Román era también policía y mujeriego, el hijo de César (Alian Devetac, con su mirada siempre perturbadora) parece seguir sus pasos. Al mismo tiempo, en Román y en el otro de los hijos de César parece haber una necesidad de distanciarse de esos oscuros modelos. Con este debut en la ficción, Nicolás Herzog (nacido en Progreso, provincia de Santa Fe, aunque pasó una parte importante de su vida en la localidad entrerriana de Concordia, cuyas historias y paisajes lo siguen cautivando) se diferencia de sus largometrajes documentales previos, más luminosos gracias al humor o las evocaciones cargadas de ternura. Sin embargo, es posible hallar algunos puntos de contacto con aquéllos. Orquesta roja (2010) era, como el propio Herzog nos dijo cuando lo entrevistamos casi diez años atrás, “una película sobre la representación, sobre las ficciones”, y La sombra del gallo sin dudas también lo es, si bien el tono de enajenación aquí resulta, por razones obvias, menos gracioso. Por su parte, al abordar el cariño del escritor Antoine de Saint Exupéry por dos niñas entrerrianas en Vuelo nocturno (2016), se deslizaba la posibilidad de un deseo no tan platónico, como si fuera el reverso blanco de esta historia en la que otras chicas –en la misma región, muchos años después– son también acosadas, de manera mucho más inhumana y cruel. Por Fernando G. Varea
Un observador de gestos bellos y absurdos. La humorada inicial expresa cabalmente el admirable estilo del director: el enojo de un sacerdote ante quienes obstaculizan una ceremonia religiosa podría filmarse de muchas maneras, pero el tratamiento del color, la distribución de los personajes en el plano, el uso del fuera de campo y los planos detalle hacen de una simple broma algo más elaborado y disfrutable, en términos visuales y sonoros. Director y autor del guión, el palestino Elia Suleiman –de quien se había estrenado en salas de Argentina, en 2003, la notable Intervención divina– es también el actor protagonista, si bien puede decirse que se interpreta a sí mismo, viajando de su ciudad Nazaret a París y Nueva York. El motivo de ese itinerario parece ser un proyecto cinematográfico (tal vez el mismo film al que nos estamos refiriendo), pero también su interés por ver cómo se vive en otras ciudades del mundo. Ver: de eso se trata, precisamente. O mirar, mejor dicho. Como un chico tratando de comprender el mundo que lo rodea, mientras camina, bebe en distintos bares o se asoma por un balcón o una ventana, casi sin hablar, Suleiman contempla una sucesión de gestos y acciones a veces desconcertantes, que lo llevan –a él y, asimismo, al espectador– a reflexionar. Los episodios van produciéndose uno tras otro, volviéndose ocasionalmente a alguno de ellos, casi como en un juego. O como en la memoria. Suscitando pensamientos pero también sorpresa y sonrisas, esa cadena de pequeños eventos y sensaciones abarca apuntes irónicos sobre el hecho de ser ciudadano palestino, sobre cerradas tradiciones, sobre la violencia y el control en las ciudades (aviones, tanques y móviles policiales atraviesan el plano o la banda de sonido a cada momento), sobre los franceses (el glamour dulzón de sus mujeres, la limitada hospitalidad con los desamparados) y los estadounidenses (el uso de armas en la vida cotidiana, la apariencia displicente y diversa de los estudiantes), y hasta sobre las dificultades para financiar películas como ésta. Algunas situaciones, como la del vecino apropiándose progresivamente del limonero, apuestan al absurdo, con una gracia que probablemente no aprecien quienes sólo se divierten con películas en la que todo aparece sobreexplicado. Las que incluyen al actor francés Grégoire Colin y a su par mexicano Gael García Bernal no son precisamente las más estimulantes (en este último caso porque el sarcasmo es expresado en voz alta, a través de una comunicación telefónica), en tanto otras exhiben una sutileza y encanto singulares, como la imagen que reúne perspicazmente a una mujer limpiando y a un desfile de modelos, la ocurrencia para no extender con aplausos una larguísima mesa de expositores, o el repetido movimiento del protagonista apartando un pajarito que interfiere en su trabajo (como si fuera el rodillo de una máquina de escribir). El modo elegido por Suleiman para expresar sus cuestionamientos, sus temores o sus dudas lo llevó a ser comparado, razonablemente, con Chaplin, Keaton, Pierre Étaix o Jacques Tati. Vuelca lo que piensa con ingenio, sin ceder en ningún momento a consignas exaltadas o a la didáctica televisiva: bien puede decirse que en cada uno de los planos fijos de De repente, el paraíso, en la manera de articularlos o de hacerlos cruzar por personas o vehículos, o en el uso mismo de la música, hay cine auténtico.