La vida en torno a un hombre público. Las películas de jóvenes realizadores sobre sus padres, madres o abuelos son ya casi un subgénero. Ha habido casos comprometidos y emotivos, como Algo quema (2018, documental con el que el joven boliviano Mauricio Ovando se enfrenta dolorosamente a la historia de su abuelo militar) y reflexiones valiosas como las de Albertina Carri, Nicolás Prividera y otros realizadores argentinos, así como también producciones en las que se eluden las dudas o cuestionamientos (como las citas de Luis Ortega en algunos de sus films a su padre cantautor, productor, director de cine y político). En este sentido, La vida dormida es un film curioso, oscilante entre cierta timidez o indefinición y un interés sincero por descorrer velos en torno a una de las tantas familias ligadas al universo público de la convulsionada Argentina de los años ’70 en adelante. Tras un texto sobreimpreso casi esotérico con palabras de Isabel Perón, el film de Natalia Labaké comienza a desplegar registros realizados con una cámara de video en los que se ve a su abuelo Juan Gabriel (abogado y dirigente peronista, que pasó de sus contactos con la última mujer de Perón a una participación activa durante el menemismo) y, sobre todo, a su abuela Haydeé, espontánea videasta y fiel compañera de su marido sin abandonar nunca su sonrisa y enormes lentes. Yendo un poco a los saltos de una época a otra y sin explicar demasiado, se va revelando quiénes son esas personas que aparecen en las imágenes. Cuando en determinado momento surge Carlos Menem, a quien Juan Labaké compara con Dios (“salvando las distancias”, aclara), queda claro que estamos ante los pliegues del grupo familiar de un dirigente “histórico” del peronismo, capaz de defender a Isabel como “una dulce joven” que necesitaba “un hombre maduro en el exilio”, de discutir con buenos modales en un programa televisivo y de asistir a misa así como a playas, fiestas y reuniones familiares diversas. Aunque no se trata de una ficción, algunas secuencias con los Labaké y amigos divagando en el sopor de una siesta bajo un quincho o en los alrededores de una piscina trae el recuerdo de La ciénaga (2001, Lucrecia Martel). Hacia la segunda mitad, empieza a advertirse la intención de prestar atención a las mujeres de la familia: la abuela casi indiscutida, una tía medio perdida, la madre que parece tomar conciencia del relegamiento en el escenario familiar, la hermana angustiada. En medio de todo ello, quienes se supone son el centro de las políticas del peronismo, apenas asoman: mozos, empleados de hotel, limpiavidrios. Como puede sugerirlo su título, el film de Natalia Labake funciona como un sueño, en el que instancias de disfrute, discusiones y contradicciones son como retazos de las vidas de integrantes de una familia, que –como de alguna manera ocurría en Papirosen (2014, Gastón Selnicki)– son expuestas con ánimo de provechoso catarsis.
Gary y Alana, en colores y en movimiento. En medio de los preparativos para unas fotos en su colegio, Gary, rubicundo adolescente, vislumbra a Alana, una joven delgada y morocha, de encanto no convencional y con aires de autosuficiencia, de la que queda prendado. Se acerca y hablan mientras caminan, expresándose con un largo plano secuencia –y la voz de Nina Simone sonando de fondo– el dinamismo de ambos personajes y el bullicio en el que se mueven. Alguien podría decir que todo lo que sucede después es la sucesión de problemas (admiración, celos, desconfianza, acercamientos, discusiones) que van afectando esa relación, pero en realidad no es lo más importante de Licorice Pizza. En principio, porque se trata de un quinceañero y una chica diez años mayor, que se quieren sin definir su vínculo –los argentinos diríamos que son claramente amigovios– y no sufren por presiones ajenas sino por sus propias dudas (sobre todo de ella, ante ese pibe emprendedor). No es (como en las telenovelas o en muchas películas de fórmula) el demorado encuentro sexual o el casamiento el objetivo último: si están profundamente enamorados, si desearían compartir un momento de intimidad pero no se animan o si lo suyo es una hipnótica amistad no le importa mucho a nadie. Al finalizar el film algo puede cambiar entre ellos, o no; mientras tanto, resulta saludable que las piezas aptas para armar una previsible comedia romántica se escapen un poco de las convenciones, incluso por el hecho de que Paul Thomas Anderson haya desestimado a figuras de moda para encarnar a Gary y Alana, prefiriendo la sinceridad que son capaces de transmitir Cooper Hoffman (que parece una versión algo desmañada del Patrick Fugit de Casi famosos) y Alana Haim (quien con este trabajo seguramente pasará, por mérito propio, de integrar con sus dos hermanas la banda Haim a recibir nuevas propuestas como actriz). Por otra parte, la acción transcurre en 1973, en el Valle de San Fernando, California, y tanto Gary como Alana transitan ámbitos vinculados al espectáculo, la música y la exposición comercial, todo lo cual permite introducir al espectador en un universo pletórico de colores y movimiento, con citas a películas y expresiones culturales de la época que no son tanto guiños para iniciados sino elementos para dar forma a un fresco palpitante. De alguna manera, a lo largo de poco más de dos horas, el clima de Licorice Pizza es el de una fiesta juvenil: se ríe, se come y se bebe, se conoce gente, sobreabundan la música y los encuentros casuales, las conversaciones son interferidas por diversos contratiempos, hay alegría y resaca, tensión sexual y confusiones, aflorando ocasionalmente algunas formas de agresividad. Tal vez por esto mismo el film narrativamente es desparejo, con secuencias que crecen en interés y en extensión junto a otras que se diluyen sin llegar a desarrollarse en términos dramáticos, así como las apariciones de algunos actores conocidos (Bradley Cooper, Sean Penn, Tom Waits) son como personajes más o menos excéntricos que llegan y se van de la fiesta. A diferencia de las que probablemente sean sus dos mejores películas, Embriagado de amor (2002, de líneas narrativas que no se dispersaban a pesar de su estilo muy suelto) y El hilo fantasma (2017, donde todo estaba en su punto justo salvo las emociones de los personajes), aquí Anderson vuelve a mostrarse brillante como director pero maniobrando un guion algo disgregado. Entre los momentos graciosos, los gags provocados por caídas y contratiempos con una moto o un camión son mejores que ciertos diálogos (como la discusión sobre la pronunciación del apellido de Barbra Streisand), y entre los aciertos cabe destacar la intervención de la política, sobre todo por los empeños de un joven candidato a alcalde (encarnado por Bennie Safdie, actor y codirector junto a su hermano Josh de la notable Good Time), para quien comienza a trabajar Alana. A diferencia de, por ejemplo, Había una vez… en Hollywood (2019, Quentin Tarantino), aquí asoman problemas reales y responsables con nombre y apellido (la escasez de combustible por las medidas del gobierno de Richard Nixon), en tanto el mencionado candidato, inexperto pero amable y de nobles intenciones, debe lidiar con el lado turbio de las pujas políticas. En ese segmento, Alana se enfrenta también a una realidad que, más que asustarla la conmueve, como lo demuestra el emotivo abrazo que le dispensa a quien para ella es casi un extraño, uno de los varios gestos de solidaridad a lo largo del film. Vale agregar, de paso, que si Gary y Alana se desenvuelven con independencia no es por obra y gracia del destino o porque sus familias sean adineradas: trabajan, de lo que pueden y como pueden, sufriendo más de una desilusión. Aunque los argentinos no tenemos la posibilidad de ver Licorice Pizza en 70 mm (como se ha exhibido en varias ciudades europeas), se disfruta compartir las idas y vueltas de sus queribles protagonistas, registradas en 35 mm y sin la injerencia de crueldad alguna. Por Fernando G. Varea
Vidas atravesadas por el teatro. El teatro –con su bagaje de juego y simulaciones–, la dificultad de definir una vocación, los chispazos de los vínculos familiares, el acogedor paisaje cordobés: si estos elementos relacionan el último largometraje de Matías Piñeiro (Todos mienten, Viola, Hermia y Helena) y el debut como director del montajista y productor Martín Sappia, ambos son, a su vez, bien diferentes. Con Isabella (parte de la Competencia Internacional del 35º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata), Piñeiro vuelve a armar un delicado tablero de cruces y enredos entre personajes interesados en repetir o representar textos de grandes autores. Aquí se trata de Medida por medida, de Shakespeare, la pieza teatral que dos amigas y el hermano de una de ellas intentan desentrañar, entre ensayos, idas y vueltas. Esto último es casi literal, ya que las jóvenes suelen conversar andando por soleados parajes cordobeses (incluso acarreando un cochecito con un bebé, de cuyo padre nada llega a saberse), y porque narrativamente Isabella toma forma a partir de un astuto engranaje, con la ficción teatral confundiéndose ocasionalmente con los sentimientos de los personajes. La belleza parece ser el eje: en las palabras, en la bifurcación de los tiempos, en imágenes que siempre se ofrecen serenas, radiantes, encantadoras. Sin dudas, el trabajo de fotografía de Fernando Lockett ayuda a que la manipulación de piedras y papeles de colores, planos como los de pies descalzos bajo el agua cristalina de un arroyo cordobés, los fragmentos de un film portugués (que pudo haber sido cierto o soñado) y los preparativos de los fulgurantes decorados para una función teatral, conformen un conjunto visualmente cautivante. Y aunque algunos diálogos sean expresados con esa mecanicidad habitual en el cine de Piñeiro, María Villar, Agostina Muñoz y Pablo Sigal saben restarle solemnidad, imponiendo su fresca presencia. Un flanco débil de este juego de espejos es que el artificio termina excluyendo posibles acercamientos a la realidad: Mariel (Villar) dice dedicarse a cuidar chicos y escribir para una página “sobre temas generales” y necesita pedirle dinero a su hermano aduciendo “Tengo que organizarme, no tengo suerte”. Atribuir problemas económicos a la falta de organización o de suerte resulta insatisfactorio en un film argentino actual, objeción que no podría hacérsele, por ejemplo, a La vendedora de fósforos (2017), de Alejo Moguillansky. Mucho más melancólico es Un cuerpo estalló en mil pedazos (que integra la Competencia Argentina en el mismo festival), documental que sale tras las huellas del artista y arquitecto cordobés Jorge Bonino de manera singular: no hay fotos ni imágenes documentales del mismo hasta que asoman algunas en el desenlace, quienes lo conocieron dan su testimonio sin aparecer ante la cámara (sólo se escuchan sus voces en off), se acompaña el periplo de Bonino sin limitarse a ilustrar lo que se cuenta. Ya desde su movilizador comienzo –con un largo travelling mientras se arroja el duro dato de cómo Bonino terminó sus días–, se advierte el cuidado de Martín Sappia para abordar los matices de una vida compleja. La acariciante voz en off de Eugenia Almeida va contándonos hechos, dudas, anécdotas: “Dicen” repite una y otra vez, provocando la sensación de estar contándonos una historia, leyendo en ciertas ocasiones textos escritos por el propio Bonino (en notas que se escuchan mientras se ve un plano dentro de otro, o también en cartas enviadas a amigos). Sin abandonar nunca el blanco y negro, Un cuerpo estalló en mil pedazos recorre fulgores y angustias de este “Jacques Tati argentino”, como alguien lo define. Cuando no hay certezas sobre un incidente reúne las distintas versiones sin darle un cierre al enigma, como su repentina zambullida en el río Sena. Tal vez haya cierto exceso de palabras o de duración, y se desestime alguna referencia valiosa (su fugaz actuación en Piedra libre, de Torre Nilsson, brindó uno de los sacerdotes más desvariados que se han visto en el cine argentino, más allá de lo que debió decir en esas breves escenas), pero el honesto trabajo de Sappia tiene méritos de sobra, uno de los cuales es su perspicacia para vincular la información con diversas imágenes y sonidos. Como cuando se nos cuenta de sus dubitativos pasos al volver a Córdoba mostrando a chicos entrando y saliendo de las aulas de una escuela, o cuando se oyen vidrios rotos mientras comienzan a asaltarlo problemas psiquiátricos.
La vida es una herida absurda. Desde un comienzo, algo parece desviar las acciones hacia el absurdo, hacia zonas de desconcierto asumidas sin dramatismo. Las viñetas de la vida cotidiana de Sebastián (joven de mirada triste, cierta indolencia y paciente voluntad para ir encauzando su vida momento a momento) se enrarecen, pero no porque se las cubra de música ominosa: la espontánea reunión de un grupo de vecinos entrechocándose con sus paraguas, la charla en la que se cuestiona amablemente que el protagonista asista a su lugar de trabajo acompañado por su perra, o el hecho de que se lo vea de pronto predisponiéndose a vivir en el campo –recibiendo indicaciones de un amigo vestido con un insulso poncho– alteran el realismo. Por algunos elementos no resulta aventurado hablar de ciencia ficción, aunque no haya efectos especiales y apenas unos breves fragmentos animados expresen abiertamente la posibilidad de lo fantástico. Todo el film de Ana Katz –que compite en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata– es en blanco y negro, lo que favorece la sensación de melancolía de su personaje principal, así como también la idea de transitar un mundo que es el que conocemos pero diferente, alterado por cierto caos o desvarío. A pesar de que entre los personajes se cruzan saludables gestos de cariño, confianza y solidaridad, la enfermedad va ocupando el terreno (enfermedad que bien puede ser contaminación por agrotóxicos o abatimiento provocado por la falta de trabajo). En algún momento se habla de burbujas, de protocolo, de antigua normalidad: si bien El perro que no calla fue pensada y realizada casi en su totalidad antes de la pandemia del Covid-19, resultan sugestivas esas alusiones, como si se hubiera anticipado a las derivaciones que pueden tener las anomalías que van integrándose a la vida diaria (nos liberamos, en todo caso, de la obligación de caminar agachados, como ocurre aquí). Como guionista y directora, Ana Katz sabe ser crítica o sarcástica sin ser cruel, como lo demuestra, por ejemplo, Mi amiga del parque (2015). En esta ocasión, la muerte de un animal es eludida y las personas que rodean a Sebastián en distintas circunstancias son, en general, amables. La secuencia en la que se topa con gente empujando un camión con verduras y otra en la que su madre aparece dialogando con compañeras docentes, son ejemplares en cuanto a la sinceridad y vitalidad que transmiten; en ambas, además, se habla de cooperativas y lucha sindical, algo en sí valioso si se lo agrega a la ocasional intervención de un vendedor de bolígrafos en el subte, el deseo de comer un sándwich abandonado en uno de los asientos (de la misma manera que en Pizza, birra, faso alguien comía con gusto restos de pizza dejados en un mostrador) y a las dificultades para conservar el trabajo. A su manera –con timidez pero seguridad– El perro que no calla habla de carencias, de luchas, de necesidades insatisfechas y del mundo del trabajo. Los cambios de ocupación y cortes de pelo de Sebastián (encarnado por Daniel Katz, hermano de la directora) van indicando saltos en el tiempo. Esto permite jugar con la posibilidad de que las referencias levemente disparatadas o extrañas del film pertenezcan a un futuro que ya es presente o quizás pasado, a temores o incluso a la imaginación de Sebastián, quien, después de todo, parece ser o haber sido escritor y diseñador gráfico. Deseando un espectador activo y con espíritu lúdico, dispuesto a transitar una historia que avanza o retrocede como si se saltaran casilleros de un juego de mesa, El perro que no calla le huye a la solemnidad y suma frescura con las episódicas intervenciones de Valeria Lois, Carlos Portaluppi, Lide Uranga, Mirella Pascual y Julieta Zylberberg.
Los une el espanto pero también el amor: Retiros (in)voluntarios, de Sandra Gugliotta, y Adiós a la memoria, de Nicolás Prividera (ambos parte de la programación del 35º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata), son dos documentales argentinos que bucean en algunas zonas incómodas de nuestra historia reciente desde las experiencias de los padres de sus realizadores. Gugliotta (realizadora de uno de los cortos que conformaron la primera y ya mítica edición de Historias breves, así como de algunos largometrajes de ficción) aborda en Retiros (in)voluntarios los dramas derivados de la perversa política empresarial de France Telecom y sus alcances en nuestro país. Se trata de un documental de tono periodístico, en torno a la cadena de suicidios y trágicos episodios provocados por los “retiros voluntarios” que sucedieron a la privatización de la empresa, con testimonios de ex trabajadores, familiares y personas afectadas o vinculadas al tema. La voz en off de Gugliotta –por momentos un poco cerrada– va guiando una suerte de investigación mientras se recorren sitios de Francia y Argentina (incluyendo Rosario) donde fueron quedando huellas de las inhumanas tácticas de la poderosa compañía. Se agradece que la directora no haya buscado recrear dramáticamente esas dolorosas historias ni subrayar detalles: le bastó con detener ocasionalmente la cámara ante los rostros pensativos y en silencio, sabiendo que sólo escuchar las terribles maneras con las que algunos trabajadores decidieron quitarse la vida, o las referencias a las crueles estrategias empresariales (el uso habitual de un “vocabulario de guerra”, por ejemplo, como advierte alguien), son suficientes para concientizar a los espectadores. Acercándose a su segunda mitad, Retiros (in) voluntarios crece en interés porque irrumpen la historia del padre de Gugliotta y los oscuros trazos de la Argentina menemista. En Adiós a la memoria, en tanto, el documentalista y ensayista Nicolás Prividera piensa en voz alta sobre el pasado y el presente de su padre y de la Argentina, valiéndose de filmaciones caseras, notas garabateadas en viejos cuadernos, diversos archivos audiovisuales (incluyendo fragmentos de películas como Casablanca), citas varias (desfilan Gramsci, Bacon, Benjamin, Ranciere y otros) y un torrente de reflexiones disparadas por su historia familiar (su madre fue secuestrada y desaparecida en 1976) y por la enfermedad actual de su progenitor, vinculada –angustiosa y precisamente– a la pérdida de la memoria. A diferencia del clima de apasionante pesquisa de M (2007) y de la calculada estructura de Tierra de los padres (2011), Adiós a la memoria (si bien plantea dudas y preguntas con recursos parecidos a los utilizados en su debut documental) se propone como un ensayo confesional nutrido de cavilaciones y material audiovisual variopinto, con más sinceridad que nostalgia, atravesado por ráfagas de enojo aunque también de afecto. “Siempre es otro el que nos mira desde el pasado” dice el realizador al examinar antiguas fotos y filmaciones, en las que se mezclan cariñosos juegos del pequeño Nicolás con su padre, e incluso una graciosa película de terror amateur, hasta imágenes imprecisas de ciudades conocidas o recorridas (Buenos Aires, Mar del Plata, París), como si Prividera encontrara en la belleza algo turbia de esas texturas inestables la mejor manera de expresar el torbellino de sus pensamientos. El conjunto aparece dividido en siete capítulos y un epílogo, la primera persona se alterna con la tercera y el desahogo combina lo íntimo con lo general, que se ligan muchas veces favorablemente (la anécdota de cuando el padre compró y luego rompió cierta revista, por ejemplo, o la fotografía escolar con el significativo dato del año en que fue tomada). En un momento, el realizador menciona salas de cine porteñas que ya no existen exponiendo lo que hay actualmente en esos sitios (idea similar a la de Wolf-Muñoz con los teatros y emisoras de radio de antaño en Yo no sé qué me han hecho tus ojos); en otro, acompaña un sensato señalamiento sobre el discurso neoliberal (“allí siempre desaparecen las luchas y lo colectivo”) mostrando gente durmiendo en las calles bajo la lluvia. Cuando dice que “casi no hay registros de la dictadura” parece olvidar algunos documentos valiosos rescatados en películas como Nietos (2004, Benjamín Ávila), y al comentar cómo surgió el concepto de “clase media” en la Italia de los años ’40, se pone fugazmente didáctico. Su trabajo gana cuando provoca con declaraciones polémicas (algo que, sin dudas, a Prividera le atrae), cuando pone sobre la mesa cuestiones incómodas (la militancia por la “anti política”, el rol de los medios), cuando nos hace pensar sobre la potencia de las imágenes para soslayar el olvido, o cuando su verborragia –franca, preocupada, nunca pedante– cede ante sensibles registros de su padre en la actualidad, sentado ante un piano o intentando recordar a quien tanto amó.
En el nombre del padre. Los une el espanto pero también el amor: Retiros (in)voluntarios, de Sandra Gugliotta, y Adiós a la memoria, de Nicolás Prividera (ambos parte de la programación del 35º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata), son dos documentales argentinos que bucean en algunas zonas incómodas de nuestra historia reciente desde las experiencias de los padres de sus realizadores. Gugliotta (realizadora de uno de los cortos que conformaron la primera y ya mítica edición de Historias breves, así como de algunos largometrajes de ficción) aborda en Retiros (in)voluntarios los dramas derivados de la perversa política empresarial de France Telecom y sus alcances en nuestro país. Se trata de un documental de tono periodístico, en torno a la cadena de suicidios y trágicos episodios provocados por los “retiros voluntarios” que sucedieron a la privatización de la empresa, con testimonios de ex trabajadores, familiares y personas afectadas o vinculadas al tema. La voz en off de Gugliotta –por momentos un poco cerrada– va guiando una suerte de investigación mientras se recorren sitios de Francia y Argentina (incluyendo Rosario) donde fueron quedando huellas de las inhumanas tácticas de la poderosa compañía. Se agradece que la directora no haya buscado recrear dramáticamente esas dolorosas historias ni subrayar detalles: le bastó con detener ocasionalmente la cámara ante los rostros pensativos y en silencio, sabiendo que sólo escuchar las terribles maneras con las que algunos trabajadores decidieron quitarse la vida, o las referencias a las crueles estrategias empresariales (el uso habitual de un “vocabulario de guerra”, por ejemplo, como advierte alguien), son suficientes para concientizar a los espectadores. Acercándose a su segunda mitad, Retiros (in) voluntarios crece en interés porque irrumpen la historia del padre de Gugliotta y los oscuros trazos de la Argentina menemista. En Adiós a la memoria, en tanto, el documentalista y ensayista Nicolás Prividera piensa en voz alta sobre el pasado y el presente de su padre y de la Argentina, valiéndose de filmaciones caseras, notas garabateadas en viejos cuadernos, diversos archivos audiovisuales (incluyendo fragmentos de películas como Casablanca), citas varias (desfilan Gramsci, Bacon, Benjamin, Ranciere y otros) y un torrente de reflexiones disparadas por su historia familiar (su madre fue secuestrada y desaparecida en 1976) y por la enfermedad actual de su progenitor, vinculada –angustiosa y precisamente– a la pérdida de la memoria. A diferencia del clima de apasionante pesquisa de M (2007) y de la calculada estructura de Tierra de los padres (2011), Adiós a la memoria (si bien plantea dudas y preguntas con recursos parecidos a los utilizados en su debut documental) se propone como un ensayo confesional nutrido de cavilaciones y material audiovisual variopinto, con más sinceridad que nostalgia, atravesado por ráfagas de enojo aunque también de afecto. “Siempre es otro el que nos mira desde el pasado” dice el realizador al examinar antiguas fotos y filmaciones, en las que se mezclan cariñosos juegos del pequeño Nicolás con su padre, e incluso una graciosa película de terror amateur, hasta imágenes imprecisas de ciudades conocidas o recorridas (Buenos Aires, Mar del Plata, París), como si Prividera encontrara en la belleza algo turbia de esas texturas inestables la mejor manera de expresar el torbellino de sus pensamientos. El conjunto aparece dividido en siete capítulos y un epílogo, la primera persona se alterna con la tercera y el desahogo combina lo íntimo con lo general, que se ligan muchas veces favorablemente (la anécdota de cuando el padre compró y luego rompió cierta revista, por ejemplo, o la fotografía escolar con el significativo dato del año en que fue tomada). En un momento, el realizador menciona salas de cine porteñas que ya no existen exponiendo lo que hay actualmente en esos sitios (idea similar a la de Wolf-Muñoz con los teatros y emisoras de radio de antaño en Yo no sé qué me han hecho tus ojos); en otro, acompaña un sensato señalamiento sobre el discurso neoliberal (“allí siempre desaparecen las luchas y lo colectivo”) mostrando gente durmiendo en las calles bajo la lluvia. Cuando dice que “casi no hay registros de la dictadura” parece olvidar algunos documentos valiosos rescatados en películas como Nietos (2004, Benjamín Ávila), y al comentar cómo surgió el concepto de “clase media” en la Italia de los años ’40, se pone fugazmente didáctico. Su trabajo gana cuando provoca con declaraciones polémicas (algo que, sin dudas, a Prividera le atrae), cuando pone sobre la mesa cuestiones incómodas (la militancia por la “anti política”, el rol de los medios), cuando nos hace pensar sobre la potencia de las imágenes para soslayar el olvido, o cuando su verborragia –franca, preocupada, nunca pedante– cede ante sensibles registros de su padre en la actualidad, sentado ante un piano o intentando recordar a quien tanto amó.
Un personaje, una actriz. Una pequeña gran historia, una gran actriz, una pequeña película. Así podría definirse El secreto de Maró, en la que el personaje del título es vehículo para recordar el genocidio armenio de un siglo atrás, reflejar algo de la vida de quienes llegaron a Argentina huyendo de esa tragedia, y también, en buena medida, poner como centro algunas circunstancias propias de una persona adulta mayor. Que dicho personaje sea una mujer de carácter fuerte que le escapa a la sensiblería es un acierto, tanto como el hecho de suavizar sus recuerdos dolorosos con una afición por las plantas y la comida: de hecho, Maró es cocinera en un club armenio en la ciudad de Buenos Aires, cuya vida parece transcurrir sin demasiados sobresaltos hasta que la estabilidad laboral y las tradiciones comienzan a estar en peligro. Como transcurre en 2003, el film juega con la posibilidad del reencuentro de la nonagenaria mujer con algún familiar (internet comenzó a facilitar la investigación), o al menos soñar con esa contingencia. Manejando con precisión sus recursos de actriz, Norma Aleandro logra que esa anciana malhumorada y testaruda (“Si yo digo que está mal, está mal” grita en un momento) resulte finalmente querible. Se agradecen sus esfuerzos por no hacer de Maró una macchietta, en tanto tienen gracia y espontaneidad las conversaciones con sus compañeras de trabajo encarnadas por Lidia Catalano (con quien Aleandro compartía algunas escenas en La historia oficial) y Analía Malvido, sin caer en gritos o excesos. Más subrayados son los rasgos con los que se define al personaje de Manuel Callau y las situaciones en las que interviene Héctor Bidonde. La casi ausencia de exteriores y el tono aniñado de algunos diálogos hacen que El secreto de Maró pase, de a ratos, de la comedia dramática contenida con aliento testimonial al raso entretenimiento de estética televisiva. Si el lema que la protagonista repite (“Preservar la memoria”) es tan loable como cierta idea de empoderamiento que representa junto a sus amigas, resultan objetables la blandura y el paternalismo que terminan diluyendo la fuerza de la película.
Había una vez un viejo, un pibe y un gallo. 40 largometrajes en 50 años: imposible que no haya altibajos en tan nutrida producción, que tuvo sus picos de calidad en las décadas del ’80 y ’90 (El jinete pálido, Bird, Cazador blanco, corazón negro, Los imperdonables, Los puentes de Madison, Medianoche en el jardín del bien y del mal) y algunos trabajos controvertidos en el último tiempo (como el irritante El francotirador). Con envidiable pasión, Eastwood no se detiene y este año dio a conocer Cry Macho, que parte de una novela homónima de N. Richard Nash y está planteada casi como un cuento: con simpleza, candidez, personajes de atributos marcados y momentos de tensión que se suavizan con ternura. Hay una ex estrella del rodeo que, a pedido de un amigo, debe ir a México a buscar al hijo preadolescente de éste y volver con él; al encontrarlo, se entera que, distanciado de su conflictiva madre, se gana la vida gracias a un gallo de riña. En definitiva: un viejo, un pibe, animales (caballos, gallos), personajes solitarios, pequeños grandes desafíos, viaje y aventura. Con todo ello, Eastwood gestó en pandemia y con 90 años (en mayo último cumplió 91) esta película menor pero con encanto, en la que, como actor y director, transmite la calma que da la experiencia y el hecho de haberse formado trajinando estudios de cine y televisión desde los años ’50. En Cry Macho varias transiciones y resoluciones formales son como suspiros de un cine que ya casi no existe. Podría decirse, además, que lo simplón se balancea con lo valioso: si la caracterización de la madre del chico (Fernanda Urréjola) es telenovelesca y los comentarios sobre ella dejan un regusto conservador, eso se compensa con el otro personaje femenino importante, una viuda de carácter fuerte y seductora presencia (la actriz mexicana Natala Travenque, que se gana al espectador cada vez que aparece en pantalla). El chico (Eduardo Minett) no es tan salvaje como se anticipa, pero eso ayuda a que el film no centre su interés en lo que sería la difícil domesticación de un rebelde sino en la relación casi filial que entabla con quien podría ser su padre o su abuelo (y que finalmente no reemplaza al padre biológico). La música tiene momentos en los que resulta redundante (subrayando los momentos emotivos) y otros en los que asoma con brillantez, absolutamente integrada al paisaje geográfico y humano, sobre todo durante la primera mitad. Hay diálogos ingenuos entrecruzados por agridulces reflexiones en las que se expone mansamente el aprendizaje que significa aprender a convivir con el recuerdo de seres queridos y desgracias vividas, así como el estereotipado trazo de los policías mexicanos y lo previsible de algunas persecuciones no conducen, afortunadamente, a convencionales balaceras. No queda del todo claro el motivo por el cual Eastwood decide repetir en el desenlace parte de una secuencia y una canción que habían tenido importancia un rato antes, ni tampoco por qué la acción transcurre treinta años atrás, aunque esto último tal vez sirva para justificar ciertas acciones. Los traspiés se equilibran con hermosos segmentos, como el primer encuentro con la mujer en el bar o la conversación del viejo con el pibe en la capilla. Cry Macho no es una película para aplaudir pero tampoco –salvo que se la vea con sorna o desconfianza– para denostar. Pequeña en ambiciones, ligeramente anacrónica pero noble, afable, placentera sin estridencias, como encontrar refugio una noche de lluvia o escuchar un bolero de Eydie Gormé con el trío Los Panchos. Por Fernando G. Varea https://www.crymachofilm.net/
Festival sin mar y con películas argentinas para destacar. Dentro de la Competencia Argentina obtuvo una Mención Especial Las ranas, con la que Edgardo Castro construye una ficción con espíritu documental, apegado a un realismo descarnado y seco, como en La noche (2016). En este caso, el actor y director sigue los pasos de una joven del conurbano bonaerense que va a visitar a un preso: los preparativos en su casilla atiborrada de cosas, sus viajes en tren y en colectivo, la informal venta de medias en la calle para obtener unos pesos, son registrados por Castro como solazándose con ese ambiente lumpen con olor a asado, porro y cerveza. Fugaces imágenes de un preso alzando a su pequeño hijo en brazos, o de la protagonista fumando y bebiendo una gaseosa en plena noche con ladridos de perro de fondo, son breves pausas en el recorrido por situaciones triviales a las que no se les saca lustre. Bordeando la sordidez (en una secuencia la cámara se detiene a exhibir cómo la mujer guarda un teléfono celular en su propio cuerpo), y sin ahondar en las connotaciones del estado de precariedad que reproduce, con su tercer largometraje Castro vuelve a mostrar cierta marginalidad urbana o suburbana sin un estilo propio.
Fulgores de una vida. Sin dudas, dentro del puñado de películas extranjeras que se han estrenando en salas comerciales de nuestro país desde que las condiciones sanitarias lo permiten, Martín Eden es una excepción. No tanto por ser una coproducción italiana-francesa-alemana, sin estrellas y sobre conflictos (sociales, políticos, de personalidad) complejos y nada complacientes, sino por lo que el realizador Pietro Marcello hace con ese material. En principio, el guión (escrito por Marcello junto a Maurizio Braucci, quien previamente fuera coguionista de películas como Gomorra y Reality, de Matteo Garrone, o el Pasolini de Abel Ferrara) traslada la acción de la novela homónima de Jack London de Oakland a Nápoles. El retrato de época no procura la minuciosa reproducción de un momento determinado sino que –aunque la historia transcurre evidentemente durante la primera década del siglo XX– hace del tiempo algo elástico, con fugaces momentos que se cruzan como anticipos o flashbacks, como si el relato avanzara sin desestimar los pensamientos, las intuiciones y los recuerdos del protagonista. Lo interesante es que el realizador recurre para ellos a material de archivo, filmaciones en 16 mm. o fragmentos de antiguas películas, logrando que esos segmentos transmitan (por su textura y sutileza, así como también por la musicalización) un tono como de ensueño, entre la perturbación y el lirismo. Recursos que Marcello empleaba también en su película anterior más conocida, la notable La bocca del lupo (premiada en la edición 2010 del BAFICI). Otro punto de interés, nada menor, se encuentra en las ideas que se sacuden en torno al personaje central (que hace creíble Luca Marinelli, Mejor Actor en el Festival de Venecia 2019), joven marinero que se gana la simpatía de una familia burguesa conociendo a Elena (Jessica Cressy), de la que se enamora al tiempo que descubre la posibilidad de superarse. Sus esfuerzos por brillar como escritor lo van llevando a un doble camino: por un lado cierto éxito, después de muchos tropiezos; por otro (yendo de su amistad con un bohemio socialista y su comprensión por los sufrimientos de trabajadores humildes hasta una suerte de individualismo desprendido de dogmas), el dolor de enfrentar su posición ante la vida con la realidad, lo que incluye los privilegios de clase de la familia en cuestión y sus allegados. No sabe, o no puede, o no quiere, moverse con prudencia en una sociedad en la que gestos de solidaridad se cruzan con el cinismo y la indiferencia de muchos. Por eso se llega a un desenlace tan distinto a lo que suelen ofrecer las biopics convencionales (tan parecidas a tratados de autoayuda), previsible para quienes conocen la novela original pero resuelto con sobriedad y lucidez. Por Fernando G. Varea