Los unos y los otros. Aunque cuando el film comienza no se sospechan las derivaciones que tendrá la trama, ya aparecen delineadas varias coordenadas. A través de esa familia que vive en un sucucho bastante revuelto, aceptando módicos trabajos para sobrevivir y recibiendo imprevistamente los efectos de una fumigación destinada a insectos de la ciudad –mientras intenta aprovechar el wi-fi del vecino–, se revela como eje de la película la humillación a la que conduce la desigualdad social y económica, no únicamente en Corea. Como en anteriores películas de Joon-ho (Mother, The Host), hay un punto de partida realista que va desviándose hacia algo más lúdico y excesivo, logrando en este caso algo parecido a una fábula negra o una sátira endiabladamente divertida, con la violencia y el suspenso combinándose con un disfrutable sentido del humor y progresivas peripecias. Joon-ho no es Buñuel, desde ya: en sus films la visión mordaz sobre la sociedad se confunde con los códigos de la cultura popular de estos tiempos (el comic, el cine gore, la estética de la publicidad), lo cual incluye su merodeo por distintos géneros. Parasite es muchas cosas al mismo tiempo, sin que eso atente contra su vivacidad y su precisión narrativa. En principio, es una película sobre las diferencias de clase. La ropa, las comidas, los modales e incluso los olores marcan esa oposición, que no resulta burda porque los privilegiados, aunque viven en su limbo, no dejan de brindarles ciertos beneficios a sus empleados, quienes a su vez aprovechan cualquier oportunidad que se les presenta para sacar tajada (en este sentido, hay dos momentos en los que se dice mucho con pocas palabras: cuando la madre habla de la amabilidad de los ricos y cuando su hijo se admira por cómo lucen siempre, dudando poder integrarse a ese grupo social). Los mecanismos por los que las injusticias generadas o permitidas por el sistema capitalista pueden conducir al enfrentamiento de pobres contra pobres, mientras los miembros de la clase alta hacen la suya, se insinúan en Parasite sin expresiones admonitorias, mientras entretiene con sus sobresaltos. Es también un film sobre el engaño, casi un un juego de máscaras con personajes que mienten, falsifican documentos y representan roles cambiantes sin que eso afecte demasiado sus rutinas; sobre la arquitectura, con Joon-ho llevando de las narices al espectador por las calles, los túneles y los diversos ámbitos que atraviesan una gran ciudad (confrontando, en un momento, la moderada preocupación que puede provocar una tormenta en la vida de una familia adinerada con los catastróficos efectos que produce en los habitantes de un barrio); sobre la modernidad, con teléfonos celulares, computadoras y visores asimilados a la vida cotidiana; sobre la familia, núcleo de contención y alienación, al mismo tiempo; y, finalmente, sobre la mirada: son muchos los momentos en los que se mira con atención un dibujo, una piedra, un lugar o una persona tratando de controlar, de entender o de aprender, entre la desconfianza y la curiosidad. Los desplazamientos de cámara, el trabajo de edición, el uso de la música, las locaciones sagazmente elegidas o diseñadas: todo resulta funcional para esta provocadora montaña rusa. Si hubiera que dar un ejemplo de solidez, basta recordar la ajustada coreografía de movimientos tras el inesperado llamado de la dueña de casa anunciando con displicencia su regreso. Es notable cómo –a diferencia de lo que suele verse en el cine argentino– la desigualdad se expresa sin personajes fascinados con el robo o el dinero, y, asimismo, cómo el guión, escrito por el propio Joon-ho junto a Jin Won Han, adopta sin complejos la visión de la familia de clase media-baja, siguiendo especialmente al joven y bienintencionado Ki-woo (Woo-sik Choi, visto anteriormente en Invasión Zombie). Como es de esperar, la tensión implosiona en determinado momento: a quien cuestione el desenlace de esa secuencia habría que recomendarle ver o rever La ceremonia (1995, Claude Chabrol), por ejemplo; en todo caso, puede objetarse que el estallido no derive en un tipo de ataque más original. Si en ese último tramo Parasite se trivializa un poco, resulta más que oportuno su cierre. En ese último plano no hay un propósito neciamente conciliador ni una descarga vengativa, sino la ilusión, el deseo o la necesidad de creer que, sólo con buena voluntad, es posible ascender en la pirámide social. Por Fernando G. Varea https://www.parasite-movie.com/home/
Las buenas intenciones como escudo. Como los personajes de su película, los autores de El robo del siglo también procuraron satisfacer sus intereses y obtener dinero sin dañar a nadie: tanto la historia en la que se basa como la ficción creada a partir de la misma parecen ganadas por las buenas intenciones. El robo a un banco en Acassuso catorce años atrás no debe haber sido el único caso en la historia en que delincuentes lograron salirse con la suya desorientando a las fuerzas de seguridad y sin provocar demasiados perjuicios, pero es el más cercano y resultó ideal para esbozar esta historia policial con ribetes amables. Coproducida por MarVista Entertainment, AZ Films y Telefé (que asegura una exuberante promoción), y dirigida por Ariel Winograd (Cara de queso, Vino para robar, Mamá se fue de viaje y otras), El robo del siglo es un pasatiempo sencillo, técnicamente pulido y correctamente interpretado por un elenco mayormente masculino. Pueden advertirse algunas decisiones formales antojadizas y canciones que no siempre encajan a la perfección, e incluso una estética cercana al universo televisivo, pero el film divierte, con flashbacks bien encastrados y un cierre ligeramente creativo. Hasta Guillermo Francella (como el líder de la banda) y Luis Luque (como negociador del Grupo Halcón) aparecen contenidos. No es poca cosa que –a diferencia de lo que suelen prodigar las producciones de Cohn/Duprat– no haya cinismo ni crueldad. El robo es abordado como una aventura en medio de contradicciones morales, sin que falten alusiones a Robin Hood o a una famosa frase de Bertolt Bretch, y aunque se cuele cierta dosis de misoginia, las referencias a la Secretaría de Derechos Humanos como espacio donde poder quejarse por un supuesto maltrato policial (de alguna manera, señal del período de gobierno en el que transcurre la acción) o a políticos como parte de alguna leyenda urbana (chivos expiatorios antes que culpables de todos los males) se agradecen dentro de lo confuso, o abiertamente reaccionario, que suele ser nuestro cine mainstream. El robo del siglo deja, de todos modos, y a pesar de sus méritos, un par de inquietudes. Por un lado: ¿por qué será que el cine argentino de ficción más exitoso destinado al público adulto, en los últimos años, es tan poco adulto? La caracterización de los personajes, por ejemplo: el de Diego Peretti en este film tiene su encanto, pero no hacía falta convertir su hippón solitario capaz de mirar con interés las estrellas casi en una caricatura, de la misma manera que podían emplearse tópicos del western sin que la música, ocasionalmente, remarcara esa intención. En algún punto, el film de Winograd tiene más del cine de los superagentes que de los policiales de Aristarain; de hecho, al final se expone graciosamente qué ha sido de la vida de cada personaje tal como solían hacerlo aquellas películas que en los ’70 entretenían al público preadolescente, con el Mario de Francella como un equivalente del Mojarrita que interpretaba Julio de Grazia. Asimismo, como en La odisea de los giles (2019, Sebastián Borensztein), no sólo se reprime cualquier atisbo de complejidad, sino que todo conduce a que el final sea, sí o sí, optimista. Un aniñamiento cuyo opuesto no serían producciones más truculentas, como algunas recientes de Pablo Trapero o Luis Ortega, sino , en todo caso, otras como Un oso rojo (2003, Adrián Caetano) y El aura (2005, Fabián Bielinsky). Y a propósito del film de Borensztein, la otra pregunta sería: ¿por qué de los hechos históricos recientes nuestro cine de ficción sólo se interesa por los vinculados a robos y estafas? Por Fernando G. Varea
Ambiciones y clasicismo. La precisión narrativa y el clasicismo casi fuera de época –los tiempos calibrados, los encuadres, movimientos y planos concebidos sin vértigo, el dramatismo sosegado– convierten, indudablemente, a esta versión de Martin Scorsese del libro del ex fiscal estadounidense Charles Brandt I Heard You Paint Houses en una obra relevante. Bastaría con señalar el modo (escueto pero significativo) con el que se va informando cómo terminaron sus vidas algunos personajes que atraviesan la trama, el estilo con el que se plasman los ásperos y fugaces estallidos de violencia, el clima de inquietud (sin énfasis alguno) que va generando el viaje de Frank (Robert De Niro) en el último tercio de la película, e incluso la sobriedad de Joe Pesci en la caracterización de su Russell Bufalino, para que no queden dudas que se está ante un film de calidad desacostumbrada. Dicho esto, van a continuación algunas observaciones. Aunque la temática, la intención de recorrer zonas de la historia estadounidense, las ambiciones (lo que incluye claramente la duración), dos de sus actores principales y hasta algunos escenarios y decisiones formales remiten a El Padrino y El Padrino II, hay que decir que la muy digna El irlandés no llega a la altura de esas obras maestras que Francis Ford Coppola realizó durante la primera mitad de los años ’70. En aquéllas, el aprendizaje y la asimilación de códigos mafiosos mientras la juventud devenía madurez y ocaso resultaban creíbles por el desempeño de sus actores jóvenes, mientras que acá, con resultados discutibles, se recurre ocasionalmente a rejuvenecer con efectos especiales a Pesci, De Niro y Al Pacino (los dos últimos eficaces pero lejos de la expresividad que los instaló como grandes intérpretes en otros tiempos). Las noticias que aparecen en televisores encendidos puede ser una estrategia un poco perezosa para contextualizar la historia (lo mismo puede decirse del relato en primera persona en off, que Scorsese utilizó mejor en otras ocasiones): la información de la muerte de Kennedy, por ejemplo, es expuesta de manera algo elemental, así como agotar las referencias a la Revolución Cubana con algún comentario al pasar y la aparición de Fidel Castro en un televisor suena a poco, al menos en comparación con lo que había hecho el inspirado Coppola. Está claro que el de El irlandés es un universo masculino, como también lo eran las películas de Coppola con guión de Mario Puzzo, pero la energía que tenía en aquéllas el personaje de Diane Keaton apenas asoma aquí en la hija de Frank (Anna Paquin), quien, de adulta, expresa su desconfianza sin pronunciar palabra (menos rescatable es el decorativo personaje de la esposa, cuya pulsión por fumar deriva en un previsible final). Finalmente: en aquéllas piezas de los ’70 había un aura mítica, una concepción dramática y formal que, por encima de épocas y circunstancias, convertía a esos mafiosos y sus familias en equivalentes a los protagonistas de una tragedia (tal vez un signo de mucho cine estadounidense de la década, como lo demuestran las propias películas que Scorsese hizo en esos años). La última media hora de El irlandés, muy elogiada por los críticos, sorprende porque no apabulla con vueltas de tuerca o golpes de efecto sino que, por el contrario (sin ánimos de spoilear), se desarrolla contenida y melancólica. Si Kane añorando su Rosebud deseaba volver al territorio de inocencia de su infancia, acá aflora algo más turbio, parecido a un sentimiento de culpa; el propósito, claramente, es recordar cómo el poder (de las armas, del dinero) cede ante la evidencia de la enfermedad, la vejez y la muerte. Recurso dramático válido aunque un poco facilista y hasta incómodo, desde el momento en que lleva a compadecerse por la decadencia física de alguien que traicionó y mató, pasando de su experiencia como soldado en la Segunda Guerra Mundial a las huestes de un clan mafioso (¿qué diríamos los argentinos si una película nos invitara a sensibilizarnos con quien fue responsable de la desaparición de un sindicalista? ¿por qué no insinuar que, más allá de la visión crepuscular de estos jefes en declive, las mafias siguen tomando otras formas?). Scorsese es, junto con Clint Eastwood, uno de los pocos realizadores del viejo Hollywood que ha sobrevivido a las modas y sigue haciendo el cine en el que cree, a veces con resultados mejores que otros (La isla siniestra probablemente sea la mejor de sus películas de los últimos años). Esto le ha servido para ganarse los favores de Netflix y despertar enormes expectativas en torno a El irlandés: lo bueno es que, más allá de las objeciones apuntadas, se trata de un buen producto. Finalmente, respecto a su reticente estreno en salas por exigencias de la cada vez más poderosa empresa de contenidos audiovisuales, pocos parecen recordar que dos largometrajes de ficción de Scorsese nunca tuvieron estreno comercial en salas de Argentina: La última tentación de Cristo (1988) y Kundun (1997). Aunque, en esos casos, los motivos fueron otros que los que impone –para expresarlo con uno de sus títulos– el color del dinero.
21º BAFICI: En busca de la experiencia del cine. Dentro de la Competencia Argentina, dos películas destacables fueron Breve historia del planeta verde (Santiago Loza), que ganó una Mención Especial, y La vida en común (Ezequiel Yanco), premiada por Mejor Montaje. Pronto se publicará en Espacio Cine mi entrevista a Loza en torno a su curioso largometraje, suerte de fábula sobre la fraternidad entre seres diferentes. En cuanto a Yanco, su largometraje echa una mirada serena a costumbres y ritos cotidianos de un pueblo sanluiseño. Casi sin adultos (apenas una que otra maestra y alguna abuela), con voces en off de pibes de distintas edades mientras se trepan por las barandas de la escuela, juegan con sus teléfonos celulares, bailan o conversan con frescura, asoman referencias a la luz mala, a un puma que ronda por la zona e incluso a la leyenda de Nazareno Cruz y el lobo, representada por algunos de los chicos en una encantadora secuencia (seguramente la primera vez que el cine argentino retoma la leyenda más de cuarenta años después que la abordara Leonardo Favio).
La furia del humillado. Cuando Lucrecia Martel, como presidenta del jurado del Festival Internacional de Cine de Venecia, leyó los argumentos que justificaban el León de Oro para Joker, hizo referencia a “una reflexión muy valiosa sobre los antihéroes, donde los enemigos no son los hombres sino el sistema”. Allí está, precisamente, el principal valor de esta curiosa apropiación del personaje del Guasón –el exuberante enemigo de Batman–, devenido víctima de injusticias varias que lo conducen a estallidos de irracional violencia. “¿Me parece a mí o afuera las cosas están cada vez peores?”, le dice Arthur (Joaquin Phoenix) a su terapeuta al comienzo, mientras Ciudad Gótica aparece desbordada de basura por una huelga de los recolectores de residuos. Pronto se quedará sin su terapia, por recortes del gobierno en los servicios sociales, y sin su trabajo de payaso, por un incidente ocurrido mientras intenta animar a chicos internados en un hospital (uno de los mejores momentos del film). Pero si el Estado parece desligarse de su situación de desprotección, tampoco ayudan mucho quienes lo rodean, empezando por su familia, por motivos que no conviene adelantar aquí. Sólo en unas pocas personas (un amigo enano, una vecina negra), y en su fantasía, encuentra algo de alivio a una vida durísima. Para colmo, desea destacarse en un programa de TV como standupero y hasta la madre le dice “¿Para eso no deberías ser gracioso?” Obstáculo con el que cualquier mortal puede sentirse identificado, el de esperar vanamente el éxito con una actividad que podría deparar dinero y respetabilidad. El sueño americano, como quien dice, aunque aquí dado vuelta como un guante. La progresiva trasformación de Arthur en Joker (o Guasón) implica, de algún modo, la del brote de algunas formas de resistencia, de reacción, de ajuste de cuentas, también (y fundamentalmente) de locura desbordada. Como ya muchos vienen señalándolo, la estética de Joker tiene menos de los abundantes productos actuales con superhéroes dirigidos al público infanto-juvenil que del cine estadounidense de los años ’70. Si bien asoman referencias no específicamente vinculadas a esa época (Blow out y Zorro, the Gay Blade en una marquesina, un plano de la mirada del protagonista similar a la de Antnoy Perkins en el cierre de Psicosis), mucho de Joker remite a films de Martin Scorsese, Sidney Lumet, Walter Hill o Sam Peckinpah, mientras ropa, televisores y teléfonos ambientan la acción en aquellos agitados tiempos. No debería importar demasiado el discutible prestigio de los trabajos anteriores del director Todd Philips: aquí hay secuencias admirablemente orquestadas, como la del ataque y defensa en el subte, o la del encuentro en una sala de cine con el odioso candidato a alcalde (que incluye una fugaz identificación de Joker con Chaplin). Hay raptos de humor que traen alivio y, aunque el guión escrito por Phillips junto a Scott Silver cae en una que otra ingenuidad (como hacer que la madre del desdichado protagonista lo llame Feliz), hay entrelíneas que permiten varias lecturas. Cuando, por ejemplo, el altivo candidato se diferencia de los delincuentes diciendo “Quienes hemos hecho algo con nuestras vidas siempre consideraremos a esa gente unos payasos” resulta inquietante la posición social desde la que habla y cómo consigue que muchos se asuman entonces, orgullosamente, como “payasos”. Si la risa del Guasón fue siempre, en series y películas previas, señal de malicia, aquí es también tic, descarga emocional, enajenación, sufrimiento. Algunas ideas sobre rebelión, desobediencia civil, venganza y líderes “apolíticos” palpitan sobre el final, estimulando la discusión. Hasta el destino que sufre el showman interpretado por Robert de Niro –teniendo en cuenta el peso del actor en el cine de los ’70– puede ser objeto de distintas interpretaciones. La angustiosa música, interceptada por canciones varias, y la luz áspera, aportan lo suyo en este film que, aún sin la madurez de Taxi Driver (1976, Martin Scorsese) o The Warriors (1979, Walter Hill), derrocha casi en todo momento solidez y energía. En cuanto a la composición de Joaquin Phoenix como Guasón, cabe señalar que tuvo entre manos uno de esos personajes que invitan al exceso y la divertida adhesión de los fans (como había pasado ya con Heath Leadger en Batman – El caballero de la noche asciende); a su favor, hay que reconocer que el dúctil actor lo hace creíble y turbador. Y al respecto vale agregar un dato: en el mismo Festival de Venecia donde recibió este año, junto a Phillips, el premio principal, su hermano River había sido premiado también, en 1991, como mejor actor por su recordado Mike –otro marginado del sistema, aunque menos peligroso y estridente– en Mi mundo privado.
21º BAFICI: En busca de la experiencia del cine. El catálogo del festival hace referencia al primer músico de country abiertamente gay, pero ni la música country ni las preferencias sexuales de Peter Grudzien son lo más significativo del film: lo que importa es el movilizador testimonio de una familia de desclasados en pleno corazón de Estados Unidos. Junto al músico, medio ermitaño y de esquivo éxito, asoman una hermana que parece un tragicómico personaje de ficción y un padre anciano, cuyos recuerdos de hace casi un siglo (cuando siendo niño debía trabajar sin que nadie se preocupara demasiado por sus derechos) resultan conmovedores. Vecinos y agentes de Policía son vistos como una amenaza para los tres, que han vivido y resistido como pudieron. El film lleva a conocerlos, a comprenderlos, a encontrar en ellos puntos de identificación, a preguntarse por las condiciones familiares y sociales que los condujeron a vivir de esa manera, incorporando por momentos imágenes registradas por el propio Grudzien con una cámara propia. De vez en cuando éste habla del único disco que llegó a grabar (el que da título al film), como un logro personal al cual aferrarse, en tanto ocasionales textos sobreimpresos proporcionan la información necesaria, sin subrayados sentimentales. Alguien del público les preguntó a los realizadores (ella francesa, él estadounidense) si la música había sido un medio de supervivencia para Grudzien, pero éstos aclararon que logró mantenerse sólo con la ayuda de planes sociales.
En crisis. Desde hace años, el dinero suele ser eje de numerosos largometrajes de ficción del cine argentino. También lo es en La deuda, aunque resulta notable lo que su director hace con el tema. Si en películas recientes como La odisea de los giles (2019, Sebastián Borensztein) o Animal (2018, Armando Bo) la plata suele ser motivo de fascinación, mezquindad y rencores, aquí es sinónimo de sufrimiento, de búsqueda ansiosa. No hay planos detalle de billetes ni un final en el que el acopio de capital asegure felicidad: los personajes se relacionan dificultosamente mientras el dinero les resulta algo necesario y esquivo. Nadie lo obtiene gracias a un ardid malicioso, simplemente se lo usa para pagar, se gana y se pierde, se pide y se presta. No es la primera vez que Gustavo Fontán incursiona en la ficción con actores profesionales: ya lo había hecho en su olvidada Donde cae el sol (2002, con Alfonso de Grazia) e incluso en otras de sus películas, de estructura narrativa más elástica, como Elegía de abril (2010) o El limonero real (2016). Aquí, si bien hay un relato ceñido a un personaje principal (Mónica, joven empleada que en pocas horas debe reponer una suma de dinero faltante en la oficina donde trabaja) y varios actores conocidos (a Belén Blanco, con su singular rostro y medida expresividad, se suman Marcelo Subiotto, Leonor Manso, Edgardo Castro, Waltar Jacob y Andrea Garrote en roles secundarios), la intención no pasa por la tensión que genera un conflicto a resolver, al modo de Dos días, una noche (2014), de los Dardenne. En realidad, ni el desenvolvimiento de un clima de intriga ni el planteo de un dilema moral parecen haber sido premisas del guión, escrito por Fontán junto a Gloria Peirano. Uno de los objetivos que La deuda, claramente, se ha planteado, es jugar con las expectativas del espectador, retaceando información y dejando abiertos algunos datos. El personaje de Edgardo Castro, por ejemplo, ¿es un hermano, un amigo o una ex pareja de Mónica? Y el de Leonor Manso ¿es la madre, una vecina o una compañera de jornadas compartidas en el bingo? Éstas y otras preguntas, como las relacionadas con los motivos del abatimiento de la protagonista, van generándose a medida que la acción avanza, atravesando una historia que el espectador deberá completar con su propia mirada y sus pensamientos. Al mismo tiempo, el trabajo de Fontán como director, la fotografía de Diego Poleri, la edición de Mario Bocchicchio y la angustiosa música incidental conducen el periplo de Mónica hacia algo algo extraño y pesadillesco. Las idas y venidas en auto por las calles del conurbano bonaerense, en medio de la madrugada, o las situaciones mismas en el interior de los distintos departamentos, aunque tienen una base real, se desvían permanentemente hacia algo turbio. Por ejemplo, el ingreso de Mónica al bingo –trasladada por la escalera mecánica como si descendiera a los infiernos– transmite esa turbadora sensación. Al comienzo, entre los preparativos por el cumpleaños de la hermana en el departamento de ésta, hay un clima distendido y agradable, pero ya allí el marido (Pablo Seijo) comenta que han echado gente de su trabajo. De todos modos, la intranquilidad va más allá de lo que ocasionalmente diga algún personaje: la ambientación, la luz enrarecida, los encuadres y sobreencuadres van descomponiendo el ánimo, asomando algunos gestos de solidaridad en medio de la desapacible noche. Esa deuda asumida de modo irresponsable, desencadenando una crisis posterior, permite una lectura por la cual el problema de Mónica puede ser general, como si representara a la sociedad argentina en su conjunto. Interpretación que ratificaría el tramo final, en el que su figura se confunde y se multiplica con las de otros ciudadanos que, al despuntar un nuevo día, salen al ruedo con su fragilidad, su miedo a cuestas y el impulso por salir a pelearla, pese a todo.
Tinieblas humanas en el espacio. Los significados que dispara esta historia de ciencia ficción y la leve tensión que rige sus coordenadas tal vez no deberían importar tanto como su desafío lúdico, el afán de la realizadora Claire Denis por mover los hilos de la ficción recurriendo a los ardides audiovisuales que ofrece el cine. Casi toda High life transcurre en el interior de una nave espacial que funciona como una cárcel o un hospital, donde un pequeño grupo de hombres y mujeres son utilizados para experimentos genéticos. Allí pasan sus días, condenados por diferentes delitos. Un jardín artificial es el único contacto con lo terreno, aunque están también los recuerdos, los miedos e incluso la cercanía física de los acompañantes, lo que (más allá de las restricciones y el control) puede derivar en algún ataque inesperado. También confinada y sometiendo a sus compañeros a turbias prácticas científicas, una doctora –con algo de bruja o hechicera ganada por el rencor– ejerce su dominio, rondando por los pasillos con su blanco guardapolvo y sus largos cabellos oscuros. Desde un principio un joven llamado Monte (Robert Pattinson), que se resiste como puede a la tortuosa doctora, lleva adelante la acción, incluso con evocaciones y pensamientos en off, aunque no siempre el film adopta su punto de vista. Se agregan ciertas particularidades, como el hecho de que en la nave el tiempo parece transcurrir de manera diferente al planeta de donde provienen. Sostenido en una banda sonora cargada de ecos enigmáticos, el film se mece entre el peso dramático de la convivencia forzosa entre personas atormentadas por su pasado y el terror, que no procede de la existencia de nada monstruoso sino, en todo caso, de lo monstruoso que anida en el interior de esos mismos seres humanos. La malicia se cruza con la amenaza y los sentimientos nobles que ocasionalmente afloran, por ejemplo en el amor de Monte hacia su hija (hasta llegar a un desenlace que abre la posibilidad de una aventura peligrosa pero también de una esperanza), mientras que, dentro de ese universo de manipulación clínica, fríos espacios y silencioso paisaje sideral, irrumpen rastros de sangre, orina, semen, leche materna, sudor. Se presiente el hedor del encierro y si alguien, en un momento, acaricia la tierra del restringido invernadero –una de las varias ráfagas tarkovskianas–, es porque parece extrañar al lejano planeta que dejó atrás. La realizadora de Bella tarea (1999) y 35 ruhms (2008) procuró, claramente, la reflexión provocadora: “Tabú” le hace deletrear Monte a su pequeña hija. La vida puesta en juego, el aprendizaje dado por la contemplación de antiguas películas en una pantalla, los ligeros flashbacks con recuerdos y el encuentro con una nave no ocupada por seres humanos, estimulan interpretaciones y pensamientos. Todo el tiempo High life corre el peligro de caer en el absurdo, más aún teniendo en cuenta que no hay fulgurantes efectos especiales detrás. Precisamente por ello, vale la pena ver cómo la directora francesa logra convertir un acto de autosatisfacción sexual en una suerte de danza temible y visualmente arrebatadora, cómo articula la secuencia de un ataque violento con admirable precisión, y cómo sabe aprovechar, en beneficio de los efectos buscados, la expresividad de Juliette Binoche (notable el momento en que alguien le recuerda los crímenes por los que fue castigada) y la disposición de Robert Pattinson para ponerse a las órdenes de realizadores audaces, como lo hizo recientemente con los hermanos Safdie (en Good time) o David Cronenberg (en Cosmópolis y Polvo de estrellas). Por Fernando G. Varea
Rodeos en torno al Hollywood de 1969. "Recreación" es la palabra que mejor define el noveno largometraje de Quentin Tarantino: reconstruir artísticamente lugares y personajes para que un momento histórico cobre vida, por un lado, y proporcionar diversión o distracción, por el otro, son los objetivos que, claramente, lo alentaron a materializar este film ambicioso e irregular. Tres líneas narrativas se alternan en el transcurso de los 165 minutos de Había una vez… en Hollywood, cruzándose y relacionándose no tanto en función de un relato de progresivo interés sino para plasmar un clima de época, jugar con sus seres de ficción y rendir un homenaje al Hollywood de fines de los ’60. Lo más convincente está en Rick Dalton, actor que sufre ante la declinación de buenos papeles y el paso del tiempo. Aunque los rasgos persistentemente aniñados de Leonardo Di Caprio (además de cierta tendencia suya a la sobreactuación) limitan la imagen de un hombre con experiencia de vida, sus traspiés y caprichos divierten, transmiten nerviosismo y hablan del estado de tensión que suele rodear a los actores secundarios o de mediana edad, más aún en esos tiempos en los que el cine clásico atravesaba una profunda crisis, mutando en series de TV y producciones clase B. Tarantino también acierta en la descripción de la cultura pop en la ciudad de Los Ángeles en 1969: marquesinas, afiches, canciones, fragmentos de películas y de programas televisivos o radiales, avisos publicitarios, ropas, peinados, automóviles y muebles se integran con autenticidad mientras las cámaras sobrevuelan los estudios de filmación y los chalets con piscina. Las referencias cinéfilas –que van desde un caricaturesco Bruce Lee hasta la reproducción de tópicos del western– completan el friso. Doble de acción y amigo de Rick, Cliff, en tanto, es un personaje más interesante por las características determinadas por el guión (solitario, fiel, sospechoso de un crimen en el pasado) que por lo que logra hacer con el mismo Brad Pitt. Ciertamente, la elección del actor para Cliff parece una concesión al divismo (con sus lentes, su sonrisa ganadora y su aspecto despreocupado recuerda, por momentos, al cowboy que encarnó para Thelma & Louise veinticinco años atrás), de la misma manera que Margot Robbie termina siendo una figura apenas decorativa. Sharon Tate, a quien encarna, era, más allá de su transparente belleza, una actriz en ascenso, además de esposa de Roman Polanski (con quien había trabajado en La danza de los vampiros), pero aquí se la ve únicamente bailando como lo haría una modelo en un aviso publicitario y, más tarde, presenciando una película suya en una sala de cine con inocencia de principiante. Tarantino sumerge su film en una dispersión general que funciona si se trata de hacer partícipe al espectador de las idas y venidas por calles iluminadas por luces de neón y caminos que atraviesan las montañas, confundiéndose deliberadamente las mansiones de las estrellas y sus glamorosas fiestas con los sets de filmación y las casas rodantes en polvorientos recodos. Al mismo tiempo, resulta grotesca la caracterización de varios personajes (el productor que interpreta sin esfuerzo Al Pacino, la joven hippie, la esposa italiana de Rick), hay un perro aparentemente inofensivo haciendo monerías que parecen salidas de una comedia del montón, el clima de libertad de la época se expresa a medias (se fuma y se bebe mucho pero el sexo es eludido), de vez en cuando aparecen intempestivamente datos informativos (a través de una voz en off o textos sobreimpresos) y las referencias a la contracultura (la oposición a la guerra de Vietnam y a la violencia de las series estadounidenses, por ejemplo) asoman livianamente. Como en Bastardos sin gloria (2009), algunos hechos históricos son cambiados, demostrando hasta dónde pueden llegar las posibilidades de la ficción. Sin embargo, queda la sensación de que Tarantino se vale de la perversidad intrínseca de los nazis o del clan Manson para darse el gusto de desatar sin culpa una explosión de violencia, dejando a salvo –como en tantas películas de acción y westerns estadounidenses que admira– la imagen del (anti)héroe implacable (Cliff, recordemos, se dice que es “héroe de guerra” y odia a los hippies). Finalmente: está claro que la intertextualidad, las citas, el metacine, son plus que el público cinéfilo agradece y disfruta. Pero cabe preguntarse hasta qué punto agiganta una película, o la convierte en buena, el hecho de que su acción transcurra en el ámbito del cine o que despliegue con profusión links a films preexistentes.
Obstáculos para el realismo. Que en una película de ficción que se pretende realista los personajes hablen coloquialmente diciendo, por ejemplo, “No niego lo que me generás pero ya no estoy solo” o “Aquellos ojos juveniles que tanto nos han cautivado y nos han hecho soñar hoy nos miran desde lo más profundo buscando una explicación”, resulta un escollo difícil de sortear para que su historia resulte creíble. En realidad, la elaboración de diálogos verosímiles y la dirección de actores nunca fueron méritos destacados de la obra de Campusano, aunque sus defensores consideran esas falencias como marcas de estilo. “Nuestra compañía productora nació con la idea de representar a las personas, lugares, comunidades y problemas que no son presentados por el cine dominante”, ha sostenido el director quilmeño, y la dignidad de ese propósito está fuera de discusión; el problema está en que confía demasiado en la verdad que pueden transparentar sus no-actores y la omisión de complejidades. Su decimo quinto largometraje sigue a dos personajes: Ariel (interpretado por el youtuber Wall Javier, alias La Queen), hijo homosexual del autoritario patrón de una chacra bonaerense, y Omar (Germán Tarantino), sacerdote abusador. Ambos mantuvieron alguna vez un vínculo secreto y, una vez separados, continúan dificultosamente sus respectivos caminos llevados por sus deseos, culpas y miedos. La historia va despertando interés al sumar varios personajes y conflictos, ambientada en un paisaje rural por momentos bucólico. Como en films anteriores de Campusano, en Hombres de piel dura no hay glamour ni efectismos propios del lenguaje publicitario; además (por encima de algunas innecesarias tomas con drones), exhibe profesionalismo en todos sus rubros técnicos. Sin embargo, su mirada es más indolente que acusatoria y casi no consigue transmitir emoción, suspenso ni erotismo. Muchas decisiones del director resultan discutibles. La primera conversación entre Ariel y Omar, en la que se los ve parados frente a frente en pleno campo y a la luz del día, hace desear un primer plano o algún tipo de recurso que exprese intimidad, de la misma manera que ocurre con los paneos para mostrar a un personaje y a otro, sin cortes, en el transcurso de varias conversaciones, o con más de una escena arriesgada (como la de Omar disponiéndose a abusar sexualmente de un menor), con la cámara consignando lo que sucede medio a los tumbos, como cuando se documenta un hecho inesperado con un teléfono celular. Los actores, por su parte, con excepción de Claudio Medina (el padre) y Mauro Altschuler (el borrachín buscavidas), defraudan diciendo sus parlamentos sin convicción o esforzándose por simular que están representando a una clase social a la que no pertenecen, algo que se advierte especialmente en quienes encarnan a los sacerdotes y en los personajes femeninos (la chica que aparece fugazmente integrando la barra de marginales, la prostituta y su hija). Alguna nota autorreferencial (Vil romance, de Campusano, asomando en el televisor), subrayados (un partido de fútbol de fondo mientras Ariel se maquilla, para señalar el entorno machista), el afán de denuncia resuelto con frases ingenuas o demasiado explicativas: todo deriva hacia algo híbrido, cercano a cierto cine argentino habitual en los ’80. El interés del guionista-director por hurgar en abusos y represiones –incluyendo la decisión final del protagonista renunciando a su cómoda condición de “hijo del patrón” por una elección de vida más inestable, como una suerte de moraleja– puede valorarse, pero a su propuesta le faltó madurez.