Psicodélica Star Durante la primera hora de Había una vez... en Hollywood ((Once Upon A Time in Hollywood, 2019), Tarantino planea caprichosa y lúdicamente sobre muchos temas que parecen estar allí menos que para presentar a los protagonistas (un actor de westerns de cine y televisión, interpretado por DiCaprio y su doble de cuerpo, en la piel de Brad Pitt) que para darse unos cuantos gustos seguidos. El año es 1969, la música, la tele y el cine pueblan una Los Ángeles mítica en la que hippismo y psicodelia están más en plano que la guerra de Vietnam. Del spaghetti western a la aparición de Sharon Tate, el acento creciente en figuras conocidas, puede hacer pensar que por allí irá la cosa, pero no. Respeto la voluntad (o la estratagema) de Quentin y no abundar en detalles de la trama. Sólo advierto que cabe tener presente que a Tarantino, como en Bastardos sin Gloria, le gusta re-escribir la historia. En otros tiempos (menos violentos que los actuales) una película de Tarantino podía ser un blockbuster. No hay más, en el mundo, lugar para tanques para un público adulto. Preocupa por eso el plato único y continuado de la sucesión de super héroes ad infinitum. ¿Cuántos espectadores puede hacer Había una vez... en Hollywood si es un exitazo? ¿300.000? ¿500.000? Dudo que más y no porque la película no lo merezca. Quizás, de manera más salvaje porque esa es la tendencia en todos los ámbitos, con este tipo de cine pase lo que al western con el spaghetti: su depuración y éxito es el comienzo de su declinación. Las películas que homenajea, cita y ama Tarantino eran populares; las que hace, no. Paradojas que se repiten: su reconocimiento por parte de lo que se considera Cultura (la mayúscula no es un error de tipeo) implica un paso más hacia su confinamiento en salas de museo o, peor aún, al final del camino las plataformas (su requerimiento de que las proyecciones fueran, como lo han sido, en 35mm parece el último estertor de un triste e inmodificable rumbo).
Mi vida en el cine No soy de aquellos a quienes el “basado en hechos reales” le añade algo de valor a una película; incluso tampoco si esa conexión con la realidad tiene que ver con la propia vida del realizador. De hecho, le escapo a los biopics y tampoco me interesa demasiado el cotilleo o lo que tiene que ver con la vida personal de la gente de cine, más allá de la pantalla. Poniendo en pantalla retazos de su deriva vital un realizador puede hacer buenas o malas películas (más allá de que en todas, de una u otra manera ello aquella impronta o influencia estará siempre presente). Basta pensar en otra película de Almodóvar en la que la auto-referencia era bien clara, La mala educación (2004), y su casi unánime rechazo por parte de la crítica (soy de los pocos por aquí que la ha defendido y sigue haciéndolo), para verificar que esa relación, que ese vínculo, es solo un dato al que puede prestársele o no atención, pero nada indica sobre las bondades o méritos de la obra. Si Dolor y gloria (2019) entra directo al podio de las mejores películas del director de La ley del deseo, Tacones lejanos y Todo sobre mi madre, no es en modo alguno por demérito de una obra que en su totalidad resulta valiosa, personal, interesante, sino porque logra ser indisoluble, intrínsecamente almodovariana, sin recurrir a esos artilugios con los que el sello del autorismo sirve para ocultar la reiteración, la autocomplacencia y la comodidad del plagio a sí mismo. La historia está contada en dos tiempos. En la actualidad, el director de cine protagonista de la narración, aquejado en sus actuales cincuentitantos por múltiples dolencias, está un poco alejado de todo; la Filmoteca está por estrenar la copia restaurada de una película suya de hace 30 años, y eso le permite volver a ponerse en contacto con el actor de ese film, con quien está peleado desde entonces. Por otra parte, ya desde el inicio, en el que la ensoñación de un flotario lo remonta al pasado, vemos apuntes de su niñez, sus primeros deseos y (quien sabe) el germen de otra película. Cine y teatro, placer y sufrimiento, sexo y drogas, el amor y la potente presencia de la madre, todos tópicos perennes en el cine de Almodóvar en un remolino que (como sucede siempre con él) es casi imposible de enumerar. Hay algo menos de delirio en las vueltas de tuerca (quizás por esa relación con “los hechos reales”), pero sólo un poco; ya sabemos que en la España donde el surrealismo y el esperpento forman parte del cotidiano, aquel delirio asumido con tanta resignación como gracia es tan natural como el respirar. Por eso mismo no tiene sentido reseñar la trama. Con lo dicho creo que uno puede hacerse una idea. Por lo demás, siempre nos interesa más el cómo que el qué. La elegancia con la que Almodóvar combina tiempos y colores, y la maestría para dirigir actores (Antonio Banderas y Penélope Cruz están simplemente perfectos; y son actores, que salvo cuando son dirigidos por Almodóvar, casi nunca lo están) nos dejan literalmente en un estado parecido al éxtasis. La composición de Banderas permite que suframos con él sus dolencias, su amaneramiento nunca resulta excesivo y si bien la barba entrecana hace que en algún perfil adivinemos el del Gran Pedro, lo suyo no es la mímesis estúpida ni intento superficial de imitación. Una gran película que cuando termina hace que uno tenga la sensación de que recién empieza, que se quede con ganas de más, que podría seguir viendo una hora más, y otra, y otra. Así de buena es Dolor y gloria.
Al presentar su última obra en una enorme sala llena, en el marco de la sección Panorama de la Berlinale, Santiago Loza calificó a Breve historia del planeta verde como una película frágil. Y creo que tiene razón si no tomamos tan estrictamente lo que la Real Academia Española dice que significa ese término. En efecto, esta breve historia que no es “LA del planeta verde” sino una (otra, de las tantas tan hermosamente distintas que existen) que sucede en este planeta, en modo alguno es quebradiza o fácil de hacerse pedazos. No es débil, ni puede deteriorarse con facilidad. No es caduca; no es perecedera. En cuanto a la tercera acepción que decreta la Real Academia Española (que cae fácilmente en el pecado, especialmente contra la castidad), creo que no resulta del todo pertinente… En fin, que a donde pretendo ir es que esta amorosa historia de amistad, que se disfraza un poco de película de aventuras de los ochentas del siglo pasado (alienígenas incluidos), sólo puede considerarse frágil en cuanto a lo difícil que resulta alcanzar el balance, la sutileza, el agridulce equilibrio que requiere una producción como esta. Lo frágil, en todo caso, es aquello que constituye la esencia de la película. La fragilidad es la del trío de protagonistas; la fragilidad es la de la amistad y el humanismo. Quizás por eso es tan difícil llevarlos a la pantalla grande con herramientas sensibles y sinceras. Y ello es lo que logran el bello trío de protagonistas un poco extraterrestres (Romina Escobar, Paula Grinszpan y Luis Soda), a los que se suma un verdadero alienígena (¿de carne y hueso?). Se percibe, además, una sintonía de lo que la película propone que nace del guión y la dirección pero que también se imbrica con delicada elegancia con el diseño de imagen y sonido de la película. En un film que abraza también algo del espíritu clase B (quizás también impuesto por los modos de producción a los que debemos acostumbrarnos en esta parte austral del planeta, por qué negarlo), esa coordinación y sintonía no son tan habituales. Esos momentos en los que el humor o el amor simplemente se sienten son pequeños milagros, ellos sí frágiles en la primera de las acepciones referidas. Película orgullosamente trans y alienígena, Breve historia del planeta verde es tan frágil pero también tan poderosa como lo son la amistad y el amor. Y está bien que así sea.
En su anterior corto Nosotros solos (estrenado en el BAFICI 2017 y con posterior paso por los festivales de Toronto y Rotterdam), Mateo Bendesky había demostrado una sensibilidad especial para construir relaciones entre hermanos adolescentes de un verismo y carnadura ciertamente poco habituales. También quedaba claro una manera muy inteligente de dosificar la información, de jugar con lo elidido, con el fuera de campo. Entramos a las historias en el medio de la acción y el realizador confía en que unos pocos elementos, más aludidos que mostrados o explicados, bastan para que la empatía con los personajes vaya creciendo. El tono y el vocabulario que utilizan Gilda (Laila Maltz) y Lucas (Tomás Wicz) es tan real o creíble como funcional a la dosificación de la información. Sabemos que los hermanos están solos en una casi vacía e indeterminada ciudad balnearia de la costa argentina durante el invierno; sabemos también que están atravesando el duelo de la muerte de su madre. Que la muerte ha sido trágica o en circunstancias confusas, que los hermanos han estado distanciados, que una cosa así como una mala racha viene acompañando a la familia es algo que se percibe desde el comienzo mismo de la narración y que pequeños detalles irán confirmando. En una road movie en la que mucho no se viaja (el paro de transporte que los deja varados en la costa deja eso bien en claro), Bendesky sabe eludir la lógica duelo-sanación propia del psicologismo o la auto-ayuda. La referencia a distintos tipos de creencias (por disparatadas que sean), la aparición de lo mágico o lo onírico, apuntan a otro tipo de sensibilidad que sabe que la falta de certidumbre es consustancial con la vida. Es emocionante el trabajo de Tomás Wicz y Laila Maltz tratando de aferrarse a algo en un momento tan difícil. Si la adolescencia en sí misma tiene una fuerte dosis de dolor e inseguridad, el duelo por la muerte de la madre multiplica esos elementos que le resultan comunes. Coming of age y duelo no parecen territorios tan distantes y Bendesky los conjuga con una elegancia tal que le permite incluso contrabandear unos cuantos elementos que en otras manos podrían ser vistos como extremos (la llegada a la costa de los hermanos tiene que ver con intentar cumplir con el deseo materno de que sus cenizas se tirasen al mar cuando la ausencia de un cuerpo, al menos de la parte humana de él, hace que ello sea imposible). Y si ese prodigio se logra es por el cariño puesto en la construcción de esos personajes que, por más que los conozcamos sólo por esos retazos a los que podemos acceder, terminamos sintiendo que tienen vida más allá del rectángulo de la pantalla grande.
Vladimir Durán es colombiano, pero estudió cine en Buenos Aires (es egresado de la FUC) y esta película es una coproducción con Argentina. Los personajes van apareciendo en la pantalla, extendida horizontalmente en un formato super-panorámico que resulta perfectamente funcional a lo que se narra. En esta imagen apaisada los primeros planos no pueden abarcar los rostros completos, y eso no tiene que ver tanto con el encierro como con un universo cerrado. En ese universo todo parece normal, la relación entre los hermanos combina amores y odios, momentos de paz y pequeñas rencillas, el interés por lo físico, lo banal, el descubrimiento del sexo, del amor. También hay algunas visitas de familiares y amigos (genial el personaje del colombiano persistente al que nadie parece darle demasiada bola). El pequeño detalle es que la madre de la familia nunca aparece en el plano porque vive encerrada en un cuarto y todos se comunican con ella a través de la puerta o por la ventana que une aquella habitación con un baño. Gran observación de costumbres y reconstrucción de coreografías familiares con un toque de humor extrañado en el que todos brillan, pero especialmente lo hacen Verónica Llinás y la genial Laila Maltz (figura en la también notable Kékszakállú, de Gastón Solnicki.
Los directores de la consagratoria Salvo regresan al sur de Italia para otra inquietante película que vincula el amor, lo fantástico y el accionar de la mafia. La Semana de la Crítica del último Festival de Cannes eligió como película de apertura la nueva realización de estos dos directores italianos que hace unos años habían ganado el Gran Premio de esta sección con Salvo (2013). Ya en esa, su ópera prima, sorprendían por la solidez con la que incorporaban el paisaje a su relato y por la construcción sonora que aportaba misterio a la narración (en ese caso, muy pertinente además por cuanto la protagonista femenina, raptada en un ajuste de cuentas mafioso, era ciega). Nuevamente la historia se vincula -de alguna manera- con la mafia. ¿Podría no hacerlo? Es claro que para Grassadonia y Piazza incorporar el entorno a su deriva cinematográfica implica, siempre, tener a la mafia como parte del paisaje del Sur de Italia. Lo que comienza bellamente como el encuentro sutil, temeroso, cargado de nerviosismo y tensión, entre dos adolescentes, compañeros de escuela, se transforma y va mutando en una historia de amor trágico, con componentes mágicos o sobrenaturales. Inspirada en el caso de Giuseppe di Matteo, secuestrado durante meses por la mafia en 1993 para tratar de impedir que su padre obrase como informante de la Justicia en su contra, la potente relación de la pareja de enamorados funciona como fábula que se abre a lo fantástico. Potente y lírica, lo que funcionaba perfectamente en Salvo acá se pierde un poco en la reiteración de los excesivos 122 minutos de metraje. Sin embargo, la apuesta a la abstracción (el inicio recuerda al de L’amico de famiglia, de Paolo Sorrentino) y la libertad para cruzar los géneros son datos que se agradecen en el ámbito del algo alicaído escenario del cine italiano contemporáneo.
Tras su estreno mundial en el marco de las Funciones de Medianoche del último Festival de Cannes y de su reciente paso por Mar del Plata como parte de una amplio foco y movida promocional del cine coreano, se estrena comercialmente en Argentina esta nueva película del talentoso director de Confesiones de un asesino (2012), que tiene a una misteriosa joven (Kim Ok-Vin) como una auténtica máquina de matar. Un film construido con indudable virtuosismo narrativo y formal, pero que no cae en la vuelta de tuerca innecesaria ni el regodeo caprichoso. La acción arranca de manera frenética con una joven formada en China que (todavía no sabemos por qué) se pelea y termina con la vida de varias decenas de personas que, por el atuendo, parecen mafiosos. Como en Hardcore: Misión extrema, del ruso Ilya Naishuller, la acción comienza con una larga secuencia con cámara subjetiva en la que vemos el martillo en la mano de la protagonista y los puños, piernas o el elemento del que se valga para la lucha. Así hasta que le pegan y se golpea con la cara en un espejo. Será mirarse y cambiar el punto de vista. Pero la acción no cesa. Lo que comienza como una historia de venganza, muta cuando una agencia (¿para?)estatal coreana atiende a sus habilidades para la acción y la recluta, la secuestra, a fin de someterla a un entrenamiento riguroso. Parte de la abducción tiene que ver con un estricto control que incluye una vida como actriz de teatro y una pretendida relación amorosa que no es sino una herramienta de vigilancia. Podemos imaginar cómo termina esa relación (principio básico robado de la comedia romántica), pero no todas las vueltas de tuerca de una trama que sorprende, pero no se complica innecesariamente. Tal como sucede con las peleas, en todo momento se entiende lo que estamos viendo; las sorpresas no son fruto del capricho o la traición a la lógica del relato. Otro hallazgo del cine de género coreano. Y van...