Asesinos con poco estilo y mucha menos gracia Al cabo de un rato de proyección, uno se pregunta si Catherine O´Hara (puesta en los zapatos de la madre de la protagonista) anda casi siempre con una copa en la mano porque así se lo exige el personaje o porque es el mejor paliativo que encontró para sobrellevar con algo de ánimo el compromiso de participar en una historia tan insulsa, aburrida y falta de chispa como la que aquí propone Robert Luketic. El director de origen australiano, que se dice admirador de viejos cultores de la comedia como Blake Edwards, Frank Tashlin o Richard Quine, parece haber olvidado lo poco que aprendió de ellos y que apenas mostró en Legalmente rubia (2001): a su film no solo le falta el brío que él no puede inyectarle; también le falta un guión con alguna coherencia y un mínimo de ingenio. Lo poco que resta, además de algún escenario atractivo, queda a cargo de Ashton Kutcher y Katherine Heigl, que pueden ser muy fotogénicos y a veces bastante simpáticos, pero carecen del contagioso espíritu juguetón que les ha permitido a otros comediantes salvar del naufragio a otros proyectos tan desdichados como éste. Así y todo, son ellos -además de O´Hara, que mantiene el buen humor- los que sostienen el exiguo interés del cuento. La intención es insertar una intriga de espionaje en medio de una comedia doméstica: ella está de vacaciones (con sus padres), tratando de recuperarse de un fracaso sentimental en la Costa Azul cuando lo conoce a él, que es una especie de 007 con flequillo, tan dado a lucir sus pectorales como a desembarazarse por cualquier medio de enemigos y sospechosos. Tiempo después (él ya ha dejado el oficio del que ella nunca se enteró) ya están casados, con casa propia y siempre rodeados por la familia, cuando una voz del pasado (la voz de una central de inteligencia) vuelve para complicarles la vida hasta convertirlos en blancos móviles. Al desenlace sólo le cabe un adjetivo: ridículo.
Amor delicado y melancólico Une affaire d´amour disecciona el romance entre una maestra y un hombre casado Todas las historias de amor se parecen y sin embargo cada una podría ser contada de mil maneras. Stéphane Brizé elige la menos manifiesta, la más sutil: quiere acercarse a la interioridad de sus criaturas para percibir -a través de sus palabras, pero sobre todo a través del lenguaje de sus cuerpos, de sus gestos, de sus titubeos, de sus silencios- el lento germinar de un sentimiento que crece entre ellos calladamente, sin que lo busquen y aunque hagan lo posible por ignorarlo. Ese aparente despojamiento expresivo -quizá sería más justo aquí hablar de minimalismo-, y el demorado transcurrir de las acciones tiñen de emoción las imágenes engañosamente distantes de Une affaire d´amour y alimentan su pequeño, contenido suspenso. El cuento es simple: Jean, tipo noble, reservado, buen marido, buen padre y buen albañil, conoce un día a la maestra suplente de su hijo (la solitaria y algo misteriosa señorita Chambon del título original). Motivos profesionales los acercan en una serie de encuentros sucesivos. La música (ella toca el violín) destapa alguna secreta conexión entre ellos; la tensión amorosa se percibe, pero ninguno quiere dar un paso hacia el abismo. Admirable Cada situación que el film narra, cada elemento en la imagen tiene su porqué: el admirable comienzo en familia pinta a Jean y su mujer, y define el carácter de su matrimonio; el intercambio de miradas en las dos escenas en que la maestra toca el violín (sobre todo la de la fiesta, donde se luce Aure Atika como la esposa), explican lo que pasa mejor que mil palabras; la devoción del hombre por su padre queda expuesta en dos o tres momentos, uno de ellos bastante sombrío; un breve mensaje telefónico sugiere algún dato sobre el carácter de la protagonista; la música de Elgar o la canción de Barbara en el final coinciden con el tono tenuemente dulce y melancólico del film. Con su ternura sin efusiones. Una partitura tan delicada, tan llena de matices intraducibles en palabras como la que propone el guión -finamente elaborado por la realizadora y Florence Vignon sobre una novela de Eric Holder- es inseparable de los intérpretes que la ejecutan. El film entero depende del finísimo hilo de su sensibilidad, su transparencia, su compromiso emotivo y aun de su elocuencia corporal. De Vincent Lindon y Sabrine Kiberlain (que ya fueron pareja en la vida real) baste decir que vuelcan tanta verdad en sus personajes como para que se los juzgue sencillamente irreemplazables.
Pinceladas de poesía en un retrato de familia Un film impresionista que impacta por su sabiduría Un film impresionista, hecho de pequeñas pinceladas que sólo en el conjunto revelan el carácter elegíaco del retrato de familia, otra muestra de la sabiduría cinematográfica y la sensibilidad poética de Hirokazu Kore-eda, un cineasta que, como pocos, merece ser llamado humanista. Esta delicada joya le fue inspirada por la muerte de sus padres -o más exactamente por el pesar que le dejó sentir que no había estado lo suficientemente cerca de ellos en los últimos años-, pero ni es autobiográfica (aunque sí rescata algunas de sus vivencias personales) ni está cargada de tristeza. Todo lo contrario: como en su memorable After Life , este japonés universal parte de la muerte para hablar de la vida. Que, como sugiere el título, siempre continúa su marcha aunque haya desgracias, contratiempos, conflictos y desdichas. Por eso se ciñe a veinticuatro horas en la vida de una familia, precisamente en uno de esos escasos días, como el Año Nuevo o el Festival de los Muertos, en que la tradición invita a reunirse: el aniversario de una pérdida. En este caso, la del hermano mayor, que murió años atrás cuando se arrojó al agua para salvar a un muchacho que estaba ahogándose. Es una ausencia que se siente: al padre médico lo dejó sin heredero profesional; la madre, figura tierna y dominante, aún espera que su espíritu vuelva transmutado en mariposa; el otro hijo varón, que se ha casado con una divorciada y es quien recuerda el día en familia -según sugiere el conmovedor epílogo-, es el protagonista que todavía debe tolerar el disgusto paterno por no haber seguido sus pasos y la constante comparación con el hermano modelo. Están también la hija mujer con su marido bonachón y sus ruidosos hijos. Muy poco sucede en la superficie: no habrá al cabo de la jornada cambios, choques ni conflictos, pero en cada segundo, mientras se repiten los rituales domésticos y se avivan recuerdos (la receta de tempura trae los olores de la infancia) el ojo sensible de Kore-eda sabe hallar en los rostros, en las palabras, en los silencios y hasta en los objetos señales de las tensiones que corren por debajo y que son similares a las que pueden percibirse en cualquier familia de cualquier origen: pequeñas traiciones, alguna crueldad, callados rencores, pero también una cálida corriente afectiva. La admirable puesta en escena -humor incluido- cuenta con actores que son pura espontaneidad e imágenes que responden a la sutil y conmovedora mirada poética del autor. Lo dicho: una joya.
El agujero en la pared y un desencuentro inevitable El hombre de al lado y la batalla por el rayo de sol En el comienzo, el rectángulo de la pantalla está dividido en dos: en la superficie negra de la derecha una maza golpea repetidamente y va abriendo un boquete, mientras en el sector blanco de la izquierda asoman grietas y se desprenden los primeros escombros. Esa imagen -las dos caras de una misma pared- introduce la idea del film y anticipa algunas de sus virtudes: su poder de síntesis, su sagacidad para percibir las múltiples facetas que pueden extraerse de un planteo sencillo y su claridad para exponerlas. Sencilla es la historia de Leonardo y Víctor. Uno es un arquitecto y diseñador prestigioso que acaba de ser premiado en Estocolmo, tiene una esposa burguesa que da clases de yoga, una hija adolescente que vive aislada con su música y su baile y una vivienda de privilegio -la Casa Curutchet, de Le Corbusier-, que corresponde a la imagen de esa vida perfecta. De Víctor se sabe algo menos: sólo que pertenece a una clase más modesta, que está lejos de cualquier sofisticación, que sus modales y su forma de expresarse son rústicos y groseros y que necesita un poco de ese sol que el arquitecto suizo-francés tan generosamente proporcionó a su vecino. De ahí el boquete que hace abrir en la medianera: quiere tener una ventana que a él le dará luz, pero invadirá la intimidad de la familia del arquitecto y destruirá la perfección de su casa-símbolo. Nace el conflicto (entre dos mundos inconciliables) y la tensión va in crescendo, aunque entre el aire bonachón pero avasallador de Víctor y la pusilanimidad de Leonardo el trato parezca cordial, y aunque en la superficie del relato prevalezca el ácido humor generado por el desencuentro entre el mundo grasa de uno y la arrogancia snob del otro. El film no ahorra mordacidad (en el fondo, lo más grave es que los dos tienen algo de razón) y es algo ambiguo respecto de sus simpatías, pero deja que los hechos que el guión imaginó, y que hacen progresar la acción más allá de algún titubeo ocasional, intensifiquen la sorda violencia hasta que en el patético giro final cada uno revele su verdadera cara. A la notable pulcritud formal (la casa es protagonista) y las certeras ironías que destapan sutilmente todo lo que hay de veras en disputa, hay que sumar el excelente trabajo del elenco, en especial el de Daniel Aráoz, un Víctor irreemplazable.
Un ex triunfador en imparable decadencia Este hombre ya maduro que cada mañana se despierta solo en su enorme cama matrimonial, desayuna una aspirina y sale a demostrarle al mundo que sigue teniendo el empuje y la vitalidad de un self made man , se parece bastante a Gordon Gekko, el personaje más famoso de Michael Douglas. No es un as de Wall Street, pero alguna vez fue un triunfador de esos que tienen al éxito como objetivo primordial y que a veces ascienden a la consagración en la portada de la revista Forbes . Todo el mundo conocía su nombre -Ben Kalmen, el mismo que llevaba el imperio que fundó como vendedor de autos usados- y su rostro resultaba familiar gracias a los avisos de su empresa que animaba por televisión. Pero algo -quizá las irregularidades descubiertas en sus negocios, las que lo pusieron en el umbral de la prisión y le hicieron perder el crédito y las amistades- lo empujó a esta espiral descendente en la que se encuentra ahora y que no es sólo económica sino también moral. Cínico, carismático, aprovechador, mentiroso y perseguidor compulsivo de toda clase de mujeres -jóvenes preferentemente, pero también, por conveniencia, ricas divorciadas o viudas-, Ben ha perdido también a la que fue su novia en la universidad y la madre de su hija, y con ésta la relación tambalea. Aun así, todavía parece creer que podrá recuperar su reputación: confía en su espíritu emprendedor y su poder de seducción. En El hombre solitario todo gira en torno de ese personaje al que Michael Douglas retrata con visible atención al detalle exterior pero también enriquece con pequeños matices que traducen su conflictuada interioridad. El guión describe minuciosamente sus conductas autodestructivas, pero demora en revelar su motivación hasta el final, quizá porque ésta es tan débil e inconvincente que pone en duda toda la lógica interna del relato. Parece más un recurso al que apeló el autor para sostener la estructura dramática que la base sobre la que se construyó la historia, y conduce a revisar otras incoherencias que el cuento contiene y que quizá han pasado algo inadvertidas en medio de una acción que progresa casi sin desmayos y bajo los destellos de un diálogo que ha sido quizá demasiado elaborado pero resulta un placer oír en voces tan autorizadas y expresivas como las de Susan Sarandon, Jenna Fisher, Jessse Eisenberg, Imogen Potts o Danny De Vito, por sólo nombrar a los más destacados en un elenco magníficamente seleccionado.
Clive Owen, un papá en muy serios problemas Tribulaciones de un viudo prematuro y sus hijos De este relato sobre un periodista que enviuda tempranamente y debe sobrellevar el duelo mientras aprende a hacerse cargo de las obligaciones del hogar y de la crianza de dos hijos varones, podía esperarse que examinara con alguna lucidez el mundo masculino en la intimidad doméstica, las carencias, tensiones y desequilibrios que genera en la dinámica familiar la ausencia de una figura femenina o las dificultades que afronta un hombre forzado a definir su nuevo rol. El guión de Alan Cubitt -sobre el libro de memorias de un cronista político inglés- y la dirección de Scott Hicks, en cambio, eligen casi siempre el camino más fácil. Sólo enhebran una serie de viñetas muy próximas al lugar común sobre un hogar en manos masculinas y alternan azucarados apuntes sentimentales y/o lacrimógenos con situaciones presuntamente hilarantes parecidas a las que protagonizaba el incontenible perrito de Marley y yo . En tales condiciones es casi un desperdicio que Clive Owen y los dos chicos (Nicholas McAnulty, George MacKay) doten de tanta naturalidad a sus personajes. Owen es, claro, el periodista (en este caso, deportivo), que ve derrumbarse su mundo cuando, en un momento de felicidad plena (así suele suceder en el cine) se manifiesta la fulminante enfermedad de su segunda esposa, la mujer que lo llevó a instalarse en Australia. McAnulty, el chico que a los 7 años queda huérfano de madre, no sabe cómo asimilar la ausencia y cuenta con un padre que cree compensarla dándole diversión, placeres y regalos y practicando un laissez faire que sólo aumenta su desconcierto. McKay, el fruto de un matrimonio anterior, decide, quizás en el momento menos oportuno, dejar su hogar en Londres y mudarse con el padre cuyo abandono nunca pudo superar. En fin, una suma de situaciones complejas sobre las que el film echa una mirada superficial, ocupado como está en describir el caos en que se convierte la vida cotidiana con un padre que sólo sabe decir sí; en explotar la ternura y/o la emoción que inspira la conducta infantil concebida según el estereotipo, y en intercalar algo de romance. La fórmula, con su correspondiente remate edificante (ser padre impone responsabilidades) suele tener su clientela. Acá, al menos, los actores le confieren algún calor humano.
Un relato conmovedor sobre la pérdida Dos actores admirables completan este relato centrado en seres solitarios enfrentados a la tragedia London River parte de un hecho real -los ataques terroristas que ensangrentaron la capital británica en el verano de 2005-, pero no pretende exponer los efectos políticos y sociales de los atentados ni indagar en el complejo conflicto que les dio origen, sino circunscribirse a un territorio más íntimo: el del drama humano que la tragedia deja como secuela entre quienes desconocen el paradero de sus seres queridos. Es un tiempo de búsqueda y de espera, de incertidumbre y de angustia: no queda sino recorrer hospitales, salas de emergencia, comisarías o morgues; golpear cualquier puerta en busca de información, repartir fotos y datos del desaparecido, reconstruir sus rutinas para dar con quien pueda aportar algún detalle; permanecer junto al teléfono, que puede traer la mejor noticia, o la peor. En eso están Elizabeth y Ousmane, protagonistas excluyentes de esta historia simple, sincera y profundamente humana. Ella, cristiana, viuda y campesina, ha venido de su isla del Canal de la Mancha en busca de la hija que estudia en Londres y con quien no ha podido contactarse desde los atentados. Ousmane, africano y musulmán, ha llegado en procura de un hijo al que prácticamente no conoce porque era chico cuando él se fue a trabajar a Francia como guardia forestal. A ambos los unen la incertidumbre y, en parte, el azar (se hospedan en el mismo barrio popular donde predominan los inmigrantes), pero también un libreto que les asigna caminos paralelos para que la película descubra cuántos prejuicios y desconfianzas los distancian y cuántos rasgos comunes (el actual drama que viven como padres y el vínculo con la naturaleza que les da su oficio, más otro nexo que el film demora en revelar) pueden aproximarlos. Las simetrías y los contrastes que el director franco-argelino Rachid Bouchareb (Días de gloria) busca subrayar se hacen a veces bastante obvios en su intención de promover un mensaje de tolerancia y concordia, pero la sinceridad y el calor que hay en su relato y, sobre todo, el formidable trabajo de los actores confieren al film el valor de su emoción genuina. El compromiso de Brenda Blethyn con su personaje es total: gestos mínimos le alcanzan para transmitir el conflicto interno entre la irracionalidad de su prejuicio y su recelo ante lo desconocido, y cuando llega la cumbre dramática, su expresión de dolor resulta desgarradora. Con su dignidad de príncipe africano y su economía de recursos, Kouyaté (actor y colaborador de Peter Brook fallecido hace unos meses) es su complemento perfecto. Juntos proporcionan al film otra dimensión: la del encuentro -fugaz, es cierto, pero siempre conmovedor- de dos seres solitarios.
El poder de la imaginación infantil No sucede mucho ni hay demasiado que hacer durante el verano en el soñoliento pueblito polaco donde vive el pequeño Stefek en la casi constante compañía de su hermana mayor y a veces también la del joven mecánico que la pretende y que suele incluirlo en sus paseos en moto. Al padre no lo conoció porque se fue hace mucho a vivir lejos, "atrapado por otra", y los abandonó a ellos y a su madre, ahora siempre ocupada en la atención de su negocio. Pero el chico de seis años, a través de cuyos ojos el polaco Andrzej Jakimowski echa una mirada entre realista y poética a la calma rutina del lugar, jamás se aburre. No le alcanzan las horas para observar lo que hay a su alrededor, y sobre todo para poner a prueba los extraños trucos capaces de torcer el destino que ha aprendido de su hermana. Basta poner concentración y perseverancia, hacer algún pequeño sacrificio y a veces ayudarse con una moneda o un soldadito de plomo (también conviene mantener cruzados los dedos) para que, por ejemplo, cambie la suerte de un vendedor de manzanas al que nadie le compra, o para que, sin mover un dedo, la bolsa que ha dejado cerca del canasto de desperdicios termine al rato dentro de él. Con tanta fe en sus poderes, no extraña que quiera aplicarlos para recuperar al padre cuando cree identificarlo en un desconocido que suele quedarse en la estación local, fumando un cigarrillo entre un tren y el siguiente. Sólo debe lograr que el viajero, con quien traba alguna relación, permanezca en el pueblo el tiempo necesario para que se encuentre con su madre. El natural encanto del mundo de la infancia no cede aquí un palmo al sentimentalismo. Una tenue y delicada poesía, el humor más diáfano y cierto aire melancólico (obra del tratamiento de la luz y de la música) envuelven tanto el sencillo cuento del chico como la pintura de la vida pueblerina y de sus habitantes, tarea en la que Jakimowski combina precisión documental, ternura y sensibilidad. Entre otros hallazgos del film hay que anotar la relación entre los hermanos, a la que mucho aporta la transparencia de un elenco (en especial Damian Ul y Ewelina Walendziak) en el que no hay profesionales.
Puro entretenimiento Igualita a mí es un acierto: tiene timing cómico, buenos diálogos y divertidas actuaciones Conviene dejar atrás cualquier prejuicio. Ni Igualita a mí responde a la clásica fórmula costumbrista de Polka ni se atiene al formato televisivo que las presencias de Adrián Suar y Florencia Bertotti al frente del elenco harían sospechar ni todo se reduce a la buena idea marketinera de asociar figuras de probado arrastre televisivo para sumar sus respectivos públicos y multiplicar el negocio. Puede que haya algo de eso, pero antes que nada esta nueva producción de Patagonik, probablemente destinada al éxito, es, de verdad, una comedia. Con la ligereza que se espera del género, con el ritmo, el humor y la simpática intrascendencia que suele celebrarse en sus temas y, sobre todo, con ese timing característico que a tantos realizadores suele resultarles esquivo. No a Diego Kaplan. El film es puro entretenimiento, simpático, gracioso, accesible. Y sostenido con recursos legítimos, más allá de que la parte final acuse algún desnivel y que la apelación a lo sentimental que contienen esos tramos parezca una concesión para cumplir con la dosis de emotividad que agradecen muchos aficionados a la comedia. La historia es simple. A Freddy -el protagonista concebido a la medida de Suar- los años (ya pasó los 40) no le han hecho perder el pelo ni las mañas. Para las canas están las tinturas que sabiamente administra su peluquera de confianza; para el resto, un carácter juvenil, juguetón e irresponsable que hará renegar a su hermano-socio en los negocios pero sigue encantando a las chicas, aunque siga usando todavía el mismo discurso que le daba resultados en los tiempos de Bamboche. Madurar no está en sus planes; sólo hacer algún negocio y seguir disfrutando de su libertad y sus conquistas, noche a noche. Pero el pasado existe y un día viene a buscarlo en la persona de una señorita que dice ser su hija, fruto de un fugaz amorío de viaje de egresados. La recién llegada -de El Bolsón, hippoide, adicta al mate- tiene el fresco desparpajo de Florencia Bertotti. Las complicaciones apenas comienzan. Porque Aileen, que así se llama la patagónica criatura, no cederá hasta comprobar cuál de los tres posibles padres de los que le habló su mamá es el verdadero. Quizá sea Freddy, y entonces todo el paraíso personal que con tanto empeño se construyó el eterno adolescente empezará a tambalear. Un elenco de apoyo bien elegido (notable Claudia Fontán), diálogos chispeantes, el gancho de los protagonistas y la excelencia de los rubros técnicos sustentan el film. Todo un acierto.
Revelaciones sobre una heroína de moda Millenium 2 es más convencional que su predecesora Dura, rebelde, reservada y temeraria como siempre, Lisbeth Salander está de regreso. Se ha tomado un respiro y disfruta del sol caribeño, pero pronto volverá a aplicar su astucia, su capacidad para resolver cualquier enigma y su dominio de la tecnología para dilucidar en su nativa Suecia una escabrosa trama en torno de poderosos traficantes de sexo, tan perversos como puede esperarse de una historia de Stieg Larsson. Salander, otra vez personificada por una Noomi Rapace a la que será difícil reemplazar, es la verdadera protagonista no sólo porque ocupa el centro de la acción en gran parte del relato, sino también porque a ella apunta la principal incógnita: al cabo de la enmarañada intriga se echará alguna luz acerca de su personalidad, al conocerse algunas traumáticas experiencias de su pasado. La brutal escena de violación con que comienza el film conecta con la entrega anterior y, al mismo tiempo, instala el puente que ha de vincular, aunque por caminos paralelos, la peripecia individual de Lisbeth (inesperadamente acusada de asesinato y buscada por la policía y por los villanos) con la nueva investigación que Michael Blomkvist y sus compañeros de la revista Millenium llevan adelante sobre el mismo caso. La cantidad de personajes que aparecen involucrados en la historia, los sucesivos y constantes giros, la violencia en todas sus formas y las escenas eróticas y/o sádicas forman parte de la fórmula de Larsson, que queda aquí bastante más expuesta por responsabilidad de la dirección. Es cierto que, como segunda parte de una trilogía, la película carece de los atractivos y las sorpresas de la primera, pero además ha habido un cambio de director (Daniel Alfredson por Niels Arden Opley), lo que deriva en una narración sin demasiado vuelo. La irregularidad del ritmo, sostenido en la primera parte y bastante decaído en el estirado tramo final, deja a la vista reiteraciones y clichés. Además, no siempre resultan muy convincentes los nexos que se establecen entre los abundantes personajes, y tampoco la intriga parece construida con la misma solidez y eficacia que -aun con sus convenciones y sus reminiscencias de Agatha Christie- mostraba Los hombres que no amaban a las mujeres . Se comprende que para quien desconoce aquel antecedente el film resulte algo confuso, aunque así y todo cumpla con su función de enlace entre la tensa primera parte y el esperado final de la trilogía.