Un thriller indeciso para Clooney El ocaso de un asesino atiende menos a la acción que a la observación psicológica y así se torna solemne El ocaso de un asesino es un film tan enigmático, meticuloso, contenido y distante como su protagonista. Quiere ser un thriller, pero atiende menos a la acción y a las intrigas de la trama que a la observación psicológica, quizá porque se propone revelar la angustia existencial que acosa al personaje. De éste ni siquiera se sabe su nombre verdadero (Jack, Edward o Mr. Butterfly, según quien sea su interlocutor); sólo que está dispuesto a abandonar pronto su sofisticada ocupación (se dedica a adaptar armas y proyectiles según las necesidades de sus clientes, asesinos profesionales de muy alto nivel, como él), y que por ahora, hasta que concrete su última entrega y ya que su oscuro pasado lo ha convertido en blanco de múltiples e inidentificables enemigos, debe permanecer escondido en un pueblito de los Abruzos. "No hagas amigos", lo previene su jefe, pero él -renovada versión del clásico matador solitario, silencioso e inmutable- se vincula con un sacerdote que adivina su honda crisis interior y con una bella prostituta que alcanza a percibir los restos de un fatigado corazón detrás de la máscara impasible del hombre. Se habla del pecado, del paraíso, se insinúa alguna forma de salvación, se cita a Sergio Leone, cuya influencia es notoria en los largos pasajes que detallan la minuciosa labor manual del protagonista. El film, he ahí el problema, se toma demasiado en serio. Quiere ser profundo y se pone solemne. La confusa intriga del thriller languidece -muchos puntos quedan oscuros-, y a sostenerla poco ayudan un personaje por el que es imposible experimentar alguna adhesión (elección más que curiosa tratándose de un actor carismático como Clooney), un libro que abusa de los enigmas y un lenguaje narrativo que hace poco por resultar inteligible. Eso sí; el holandés Anton Corbijn es un gran fotógrafo y sabe sacar provecho de las bellezas de la región italiana donde se rodó el film y de la voluptuosidad de Violante Placido, hija del actor y director Michele Placido. Algo es algo.
Un gigante romántico y su bella historia de amor Adrián Biniez sorprende con un film de raro encanto Ni tan grande como podría sugerir el título ni tan pequeño como aparenta ser por la sencillez de su anécdota y por la modestia de su tono, Gigante es un film de raro encanto. Habla de gente común, la muestra en su rutina cotidiana sin altos ni bajos y discretamente se asoma a su íntima soledad y a sus modestos sueños. Pero hace algo más: coloca al espectador en la posición de un voyeur que sigue los movimientos de otro voyeur: el protagonista del cuento, vigilador nocturno en un supermercado montevideano. Grandote, taciturno y bonachón, Jara pasa la mayor parte de su jornada frente a los monitores que registran la actividad en cada ángulo del local: el movimiento de los repositores, las tareas de limpieza; nada que le exija demasiada atención, más allá de alguna esporádica ratería. Tampoco hay mucha animación en el resto de sus horas, ni siquiera cuando en los fines de semana su figura le basta para imponer autoridad en la entrada de un club de heavy metal. Su vida social se reduce a las visitas de un sobrino con el que comparte juegos. Pero cuando en la pequeña ventana por la que cada noche se asoma al mundo descubre a la bella Julia, del servicio de limpieza, todo cambia. Jara la rastrea en sus monitores, no le pierde pisada. No se atreve a acercársele, aunque la obsesión lo lleva a seguirla, de lejos, cuando sale del trabajo; a sentarse unas filas atrás cuando ella entra en un cine, a ser testigo de la cita que la mujer mantiene con otro y hasta a buscar vincularse con ese desconocido para saber algo más del objeto de su deseo. Timidez y sinceridad Si el film genera algún suspenso no es porque se tema por la seguridad de la chica (el tono es siempre liviano, a veces risueño), sino porque se ignora si alguna vez este oso tímido y enamorado será capaz de mostrarse como el galán romántico que en el fondo es. Biniez emplea pocas palabras y adopta el mismo ritmo calmo del personaje, cuya interioridad Horacio Camandule desnuda con asombrosa variedad de matices, sin buscar una adhesión emotiva que se gana a fuerza de sinceridad. Claro que detrás de la cámara hay un ojo sensible, uno que sabe cómo y dónde mirar, aunque lo que desfile frente a su lente sea casi siempre una serie de situaciones tan banales como desabridas, y también sabe transmitir cómo se ve el mundo desde la perspectiva de un alma solitaria. Con esa sensibilidad y suma delicadeza le basta para hacernos ver cómo nace y crece esta pequeña pero muy bella historia de amor.
Retratos en los que cabe la vida de una mujer Un film que aborda conflictos familiares y artísticos Una cámara fotográfica está en el centro de esta historia de una familia de trabajadores suecos en las primeras décadas del siglo XX. En el origen del matrimonio, su propiedad ha sido objeto de amable disputa entre los cónyuges: ella la ganó en un sorteo con el número que él eligió. Después, pasó años -años de poca felicidad y mucha penuria dentro de casa y de turbulencias varias fuera de ella-, olvidada en un armario, hasta que en un momento de extrema necesidad se la desempolvó para canjearla por dinero. Felizmente, la venta no se concreta porque hay quien descubre que la protagonista tiene el raro talento de saber ver el mundo a través de la lente y le enseña a aplicarlo; entonces la cámara se convierte a veces en auxilio económico para una familia creciente e inestable y casi siempre en refugio donde la mujer encuentra oxígeno para aguantar los repetidos maltratos de un marido demasiado débil para negarse al alcohol, demasiado rápido para resolver todo a golpes y demasiado tosco para entender que la sensibilidad de su esposa espera otros gestos de amor bien distintos de sus violentos reclamos sexuales. La cámara está, en fin, en la propia estructura episódica de este relato elegante que combina el pequeña y cambiante epopeya familiar con la evocación de un tiempo histórico y una cultura y con el retrato de un personaje -la matriarca-, que es el nexo que mantiene unida a la familia, tolera deslealtades, sacrifica su amor casto por otro hombre y resiste todos los infortunios, sólo por seguir el mandato de que el hombre no debe separar lo que Dios unió. Algo incomprensible para la mayor de los siete hijos, Maja, que es quien evoca con honestidad la historia de Maria (podría ser la de cualquier mujer de su época y su clase) como quien hojea el álbum de fotos que conservan los momentos del título, dichosos o amargos. Clásico en su estilo, refinado en lo visual, admirablemente interpretado, el de Troell es un film sereno, que sugiere calladamente el conflicto entre el sacrificio y la realización personal. El arte (Maria es sin duda una artista) no es un camino hacia el éxito sino la secreta pasión que le da fuerzas para sobrellevar con cierta dulzura la vida que eligió.
Film no apto para claustrofóbicos El director español Rodrigo Cortés cumple con las expectativas del relato Puede ser la peor pesadilla para quien sufra de claustrofobia y la oferta más irresistible para quien disfrute de una hora y media de suspenso sostenido y creciente, apenas aligerado por unas cuantas escenas de negrísima sátira que en el fondo también multiplican el clima de horror. Todo un hallazgo del autor del guión, Chris Sparling, y una verdadera proeza del director español Rodrigo Cortés, que conciben y concretan el relato entero en un solo escenario, probablemente el menos apto para una filmación: el interior de un ataúd. Por la repercusión que obtuvo en Sundance, se sabe ya bastante acerca del contenido del film. El desafío al espectador comienza temprano: la pantalla permanece a oscuras durante un tiempo inusualmente largo antes de que algunos sonidos empiecen a llegar desde la banda sonora y más tarde se haga la luz -la muy tenue luz-, gracias a la llama de un encendedor. Hay un hombre -el único que aparecerá en toda la película-, tendido, amordazado y atado de pies y manos, y está encerrado en un espacio que apenas le deja mínima libertad de movimientos. Algunos datos más irán conociéndose de a poco en los minutos que siguen. Es un camionero norteamericano -pertenece a una compañía contratada para realizar trabajos de reconstrucción en Irak-, ha sufrido una emboscada y ahora acaba de despertar: se encuentra enterrado vivo dentro de un cajón y, a juzgar por la fina lluvia de arena que se filtra por las hendijas, en medio del desierto. Hasta aquí el planteo inicial. El clima claustrofóbico ya está instalado; de ahí en adelante no hará más que crecer cuando el hombre ponga en juego toda su imaginación y asegure hasta donde pueda el control de sus nervios para intentar -ya que no una salida, más que improbable en tales condiciones-, un modo de pedir socorro. Tiene -ahora lo sabe-, un teléfono celular que le han dejado sus captores para negociar su rescate, pero la batería se agota tan rápido como el oxígeno que queda en su fatídico estuche de madera. El suspenso, como se ve, se alimenta de distintas fuentes. Incluso de las kafkianas comunicaciones -con su empresa, la policía, el Pentágono o el presunto comité oficial sobre crisis de rehenes-, que suman un apunte burlón de amarga sátira política. Las hazañas de la cámara, la iluminación, el montaje y la interpretación -Reynolds afronta un compromiso demoledor con increíble convicción e infinita variedad de recursos- no deben opacar otros méritos fundamentales del film: la precisión con que se gradúa el suspenso, la inteligencia con que se evitan las reiteraciones, el rigor que ha guiado la tarea de los autores (apenas afectado por un par de trampitas y una apelación emotiva) y la contundente eficacia del desenlace.
Consistente relato de un tema muy actual Sin retorno, sólida ópera prima de Miguel Cohan Sin efectismos, sin apelaciones a la emoción fácil, sin discursos aleccionadores, sin subrayados, sin maniqueísmo en la pintura de personajes. A veces, como en el caso de este apreciable debut de Miguel Cohan en el largometraje, conviene empezar por señalar todos los peligros que un film ha sabido sortear a pesar de que la historia que aborda (los accidentes de tránsito y sus consecuencias) se prestaba al sensacionalismo, la demagogia y la solicitación lacrimógena, como lo prueban día a día casi todos los noticieros de TV. Sin retorno se limita a desarrollar dramáticamente una historia similar a muchas que abundan en la crónica mediática: alguien atropella con su coche a un joven ciclista y, creyéndolo muerto, huye e intenta hacer desaparecer cualquier elemento que pueda incriminarlo, incluido el auto, al que denuncia como robado por desconocidos. No hubo testigos: nadie pagará por el delito. Pero el azar se interpone: el atropellado fallece a los pocos días, su desconsolado padre, sin respuestas satisfactorias de parte de la Justicia, recurre a la TV para exigir castigo y la presión mediática, sumada a algunas pruebas poco relevantes y a un par de testimonios irresponsables, termina por acusar a un inocente: un modesto artista de variedades que se gana la vida como ventrílocuo. Una familia que titubea, pero al fin prefiere encubrir al culpable, una policía que actúa con demasiada ligereza, un corrupto agente de seguros que olvida sus bien fundadas sospechas por una buena suma, una justicia excesivamente sensible al reclamo público: todo se combina para que el caso siga adelante y el ventrílocuo termine entre rejas. Casi cuatro años. Como en casi todo el film, Cohan ciñe su narración a lo esencial: no importa tanto mostrar en detalle cómo suceden los hechos principales -el accidente, el ocultamiento, la condena, la cárcel- sino las conductas que los generan y las marcas que dejan en los personajes, tan indelebles como los tatuajes con los que la víctima se ganaba la vida. El elaborado guión (quizá demasiado elaborado y demasiado atento a la reacción que busca suscitar en el espectador, sobre todo con la lección ética del final), habla de la culpa, la hipocresía, el individualismo, la irresponsabilidad y otras manifestaciones que revelan el estado actual de nuestra sociedad. Lo hace con una claridad expositiva que también admite segundas lecturas y muestra firmeza para conducir un elenco sólido en el que Sbaraglia y Slipak asumen las partes más comprometidas.
Intrincada trama en un eficaz thriller francés No se lo digas a nadie , best seller bien llevado al cine Denso, intrincado y colmado de sorpresas, No se lo digas a nadie es uno de esos thrillers que basan su atractivo en la acumulación de giros inesperados, aunque para obtener el efecto sorpresa más de una vez deban sacrificar algo de verosimilitud. Es cierto que en la vertiginosa sucesión de hechos que a cada momento renuevan la intriga e imponen a la acción repetidos cambios de rumbo, el relato no deja mucho margen para detenerse a pensar si lo que se está viendo es creíble: la acción empuja siempre hacia adelante, la meta que hay que alcanzar es la explicación del misterio. O de los misterios, porque a los que Harlan Corben sembró en su best seller, los adaptadores añadieron algunos más. No hace falta advertir que, tratándose de una ficción tan enmarañada, hay que estar muy atento desde el principio: la sólida construcción narrativa de Guillaume Canet aprovecha cada imagen para sembrar datos significativos que se concertarán -a veces con naturalidad, a veces un poco forzadamente- cuando se arribe a la demorada explicación final. Ya que el principal atractivo del film está en sus giros sorpresivos (quizá demasiados), conviene revelar muy poco de la anécdota. Apenas que el protagonista, un pediatra que perdió a su esposa ocho años atrás, aparentemente víctima de un asesino serial, recibe vía correo electrónico un mensaje que sugiere que la mujer, su amor desde la infancia, puede estar viva. Casi al mismo tiempo, la aparición de otros dos cuerpos en el lugar próximo a un lago donde se produjo el asesinato, deriva en la reapertura del caso y convierte al protagonista en sospechoso. En el complejo laberinto que se arma en torno del médico se mezclan desde la amiga y confidente que es a la vez pareja de su hermana; el suegro policía; dos investigadores que no le pierden el rastro; un político millonario; una abogada de prestigio; un hampón que, por gratitud, le ofrece protección con su pandilla y debe vérselas con otro grupo de matones profesionales; una perversa torturadora, etc. Canet transita por el género con llamativa autoridad (su relato tiene nervio y buen ritmo y es admirable la secuencia de la corrida por París), aunque a la historia de amor que está en el origen y le da sentido a todo el cuento le falta convicción y temperatura. El elenco -al frente del cual François Cluzet se luce en un papel exigente y físicamente agotador- es de lujo.
El regreso del gurú de las finanzas En Wall Street 2 , Oliver Stone acierta en el ritmo pero falla en el tono dramático Veintitrés años después, y nada casualmente cuando el mundo todavía intenta sobreponerse a los nefastos efectos de la última burbuja financiera, Oliver Stone vuelve a Wall Street y trae consigo a un Gordon Gekko devaluado y envejecido, pero aparentemente recuperado gracias a los años que pasó reflexionando en la cárcel, mientras purgaba la pena que mereció por sus maniobras fraudulentas. Las cosas han cambiado bastante: la codicia ya no sólo es buena -como él mismo proclamaba en los viejos tiempos-: ahora es también legal. Y así andan sus ex colegas (o los herederos de éstos), enceguecidos por una voracidad que no les deja ver mucho más allá de su nariz y empleando cualquier estratagema, cuanto más inescrupulosa mejor, para deshacerse de cualquier competidor y asegurarse el manejo del dinero de todo el mundo. Mientras, Gekko (Douglas, a sus anchas), procura recobrar su lugar y su prestigio en el mercado. Todavía no se ha producido el crack que en 2008 generaría la crisis global que ha dejado maltrechas tantas economías, pero él la ve venir: lo dice en el libro que escribió tras el encierro y comprueba que si bien ha perdido sus afectos (su hijo murió trágicamente, su hija Winnie ni le habla), conserva la astucia y el carisma. Entre quienes resultan seducidos por su inteligencia está precisamente el novio de Winnie, también hombre de Wall Street, pero convencido de que puede triunfar promoviendo el desarrollo de energías alternativas. El muchacho (Shia LaBoeuf, verdadero protagonista), bien puede ser el puente para el reencuentro de padre e hija. Stone aplica el vértigo del thriller al vértigo de la Bolsa, convierte las áridas discusiones sobre finanzas en diálogos dramáticos, atiende al melodrama familiar (otras relaciones padre-hijo se ventilan en el relato), intercala aquí y allá su habitual dosis didáctica (incluidas animaciones tipo Power Point) y cuenta con un magnífico trabajo de Rodrigo Prieto en la cámara (son admirables las imágenes aéreas de Manhattan). Pero si el nervio de la primera parte -descriptiva de intrigas y venganzas en un mundo gobernado por el poder y el dinero- atrapa la atención aunque no diga nada demasiado nuevo, el brío declina cuando se centra en los vaivenes del drama íntimo, que resulta francamente ingenuo y forzado cuando llega la hora de arribar a un desenlace tranquilizador.
Delicada aproximación al sentimiento infantil El encuentro, eje del film franco-japonés Yuki & Nina El bosque que el abuelo dibuja sobre el papel ante la atenta mirada de Yuki es el bosque encantado de los cuentos, donde todo es posible para quien cree en sus poderes mágicos. Para la francojaponesita de 9 años, podrá ser escondite y refugio cuando la conducta de sus adultos se revele incomprensible y amenace con separarla de Nina, su amiga más querida; puede enseñarle el camino hacia la reconciliación, ayudarla a descubrir su propia voz y hasta conducirla, como un puente mágico, hasta el campo japonés donde también su madre jugaba en la infancia y a ella la esperan nuevos encuentros. Entre la Yuki que observa cómo el abuelo traduce la luz del sol entre los árboles con su lápiz amarillo y la que en el final -teñido de delicada melancolía- recoge pequeñas orquídeas cerca de un río han sucedido algunas peripecias imaginadas por el consagrado Nobuhiro Suwa y por el actor (debutante en la dirección) Hyppolite Girardot, con el deliberado propósito de acceder a la percepción (y la comprensión) del mundo que se experimenta desde la mirada infantil. Esa doble autoría se replica en los mundos que se reencuentran, en las dos culturas, en las dos visiones (la real y la fantástica) y en los dos momentos que presenta el cuento. Hay una primera parte urbana, realista, en la que las amiguitas, frustrado ya su sueño de pasar las vacaciones juntas, se empeñan en forzar la reconciliación de los padres de Yuki, cuyo divorcio traerá como consecuencia la mudanza de la chica a Japón. No comprenden las conductas adultas (los padres de Nina también están separados) ni las conforman sus explicaciones: parecen reclamarles mayor responsabilidad. Después, cuando la realidad es inmodificable, se impone la huida, lo que lleva a una segunda parte donde cambia el paisaje y prevalece el elemento fantástico, aun desde antes de que las pequeñas aventureras decidan internarse en el bosque de Fontainebleau. Aunque concibieron juntos el guión y es presumible que la mano de Girardot haya pesado un poco más en la primera parte, donde hay escenas tan logradas como la de la lectura del "anónimo" firmado por El Hada del Amor, casi todo el film adopta el estilo del cineasta japonés ( Una pareja perfecta ), con su sentido plástico, sus largos planos contemplativos, sus silencios y sus improvisaciones. El film habla de reencuentros y del alma infantil sin maniqueísmos ni sensiblería; no le hacen falta porque la púdica ternura que transmite proviene de los actores y en especial de Noé Sampy (Yuki), desde cuyo punto de vista se plantea casi toda la narración.
Sutileza en el retrato de una adolescente En unas pocas imágenes al comienzo, la inglesa Andrea Arnold -ganadora del premio del jurado en Cannes con este film- describe los personajes y el ambiente en que se desarrollará su historia y anticipa el estilo conciso y ceñido que adoptará el relato. Es un suburbio de Essex donde viviendas populares sobreviven entre el ruinoso panorama posindustrial y los márgenes del campo. Por allí vagabundea Mia con su gesto brusco, su desorientación y su vaga cólera lista a manifestarse ante el primer contratiempo; quizás anda en busca de algún rincón donde poder entregarse a ensayar sus modestos pasos de hip hop, la única actividad que aparentemente le da placer. A los 15 años es toda confusión y hostilidad: no hay lugar para ella en la escuela, ni entre sus pares, que la rechazan; ni siquiera en casa -la claustrofóbica pecera del título original- donde las relaciones -con una muy avispada hermanita menor y una madre alcohólica demasiado ocupada en atender su propia vida sexual- suelen establecerse en términos de violencia, aunque en cierto momento pueda intuirse que bajo la indiferencia o el desapego existe alguna conexión afectiva entre ellas, mezcla de compasión, solidaridad y pena. Arnold se interna en el mundo de Mia observando su conducta pero también buscando en el lenguaje de las imágenes (notable trabajo de Robbie Ryan) un equivalente de sus estados de ánimo. En ese sentido, puede excederse a veces en su voluntad metafórica (como en el episodio del caballo o el pez ahogándose fuera del estanque), pero a ese primer gran acierto (la pintura del ambiente de clase baja que puede remitir al cine de Ken Loach, aunque sin intención de crítica social), debe sumarse la sutileza con que expone el proceso de maduración que Mia experimenta a partir de la aparición del nuevo y apuesto novio treintañero que la madre instala en casa y que le presta una atención que nunca recibió antes. La aparente indiferencia inicial de la chica encubre su perturbación interior: la infantil necesidad de cariño se confunde en ella con el despertar del deseo: la tensión crece. Arnold la administra con maestría y destapa la vulnerabilidad de su personaje con trazos tan sutiles que el retrato resulta, aunque duro y lacónico, persuasivamente conmovedor. No se sabe si la debutante Katie Jarvis es una actriz prodigiosa o se representa a sí misma, pero su presencia es fundamental: un hallazgo de casting, lo mismo que la elección de Michael Fassbender para el papel del carismático galán. Sus labores y las del resto del elenco hablan de la mano firme de la joven cineasta como directora de actores.
Una gira terapéutica para Julia Roberts Comer, rezar, amar es un producto superficial Ya lo dijo Julia Roberts: el mismo viaje espiritual que emprende su personaje de Comer, rezar, amar para superar la honda crisis existencial en que ha caído tras un par de fracasos sentimentales se puede hacer sin salir de casa, porque se trata de una travesía interior. Pero no hay duda de que si la laboriosa búsqueda de uno mismo se complementa con unas cuantas semanas de comilonas pantagruélicas en la Roma del dolce far niente , otras tantas en una comunidad espiritual de Bombay que en medio del abigarrado festival de pintoresquismos ofrece un oasis de silencio para concentrarse en la meditación y un período final en el paraíso de Bali, donde pueden alternarse las enseñanzas de algún maestro apacible y benévolo con unos chapuzones en el mar, todo el proceso se hace más llevadero y, seguramente, mucho más vistoso. Vistoso el film es, por cierto, gracias a la variedad de escenarios coloridos o exóticos y a las estupendas imágenes de Robert Richardson. Llevadero, no tanto: el tour terapéutico-sentimental insume dos largas horas y la acumulación de clichés, así como la de sentencias aleccionadoras, ayuda poco, por mucho que se esfuerce Julia Roberts, de presencia (y sonrisa) casi constante en la pantalla. Se supone que la gira ideada por la autora del libro original (a la que le dio tan buenos resultados, por lo menos en términos comerciales), estaba destinada a alcanzar el equilibrio espiritual. Sin embargo, los objetivos que parecen perseguirse en el film tienen más que ver con la autogratificación, la autorrealización, la autoindulgencia. Si esto coincide con lo que propone libro -lo sabrá quien lo haya leído- ayudaría a explicar, quizá, su enorme repercusión. "Hay que saber perdonarse", le enseña a la protagonista un texano ex alcohólico con el que comparte algunas charlas en la India, y a la larga ella lo aprenderá, como en Italia aprendió antes a disfrutar de un plato de espaguetis y en Indonesia, a abrir su corazón al amor cuando se le cruce en el camino un galán sensible y loco por la bossa nova. Al fin, no importa dónde esté ni lo que haga -se conformará ella-, la divinidad la bendecirá lo mismo. Tal vez conforme también a alguna platea, mayormente femenina, a la que parece destinado este producto superficial, complaciente y bastante desarticulado que por algo lleva la firma del creador de Nip/Tuck y Glee.