Si hace décadas que Hollywood ama el cartelito “basada en hechos reales” al comienzo de una película, la tendencia se viene acentuando en los últimos años, al punto que ya ni siquiera tiene que haber transcurrido un tiempo prudencial que permita una mínima perspectiva histórica de los sucesos narrados. El escándalo cuenta un episodio ocurrido hace apenas cuatro años, en 2016, durante la campaña que llevó a Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos: las denuncias por acoso sexual que dos de las conductoras estrella de la cadena de noticias Fox News hicieron contra su CEO y fundador, Robert Ailes. Es una de las tantas películas gestadas, entre las buenas intenciones y el oportunismo, al calor del MeToo y el Time’s Up. Su gran acierto es el tono, similar al de La gran apuesta, que también contaba un “hecho real” -el estallido de la burbuja inmobiliaria de 2008-, y ese parentesco tiene su explicación en que fueron escritas por el mismo guionista (Charles Randolph). Mientras que Jay Roach, un director con experiencia tanto en comedia (Austin Powers, La familia de la novia) como en biopics (Trumbo), supo tocar un tema urticante sin perder jamás el sentido del humor. Estos dos hombres contaron con un power trío femenino para llevar adelante el juego de la tragicomedia. Margot Robbie -nominada al Oscar a mejor actriz secundaria- y Nicole Kidman son ideales para montar los dos extremos de ese subibaja que va de la risa a las lágrimas y de la gravedad a la liviandad una y otra vez (en cambio, Charlize Theron no justifica su candidatura a mejor actriz protagónica). Estos dos hombres contaron con un power trío femenino para llevar adelante el juego de la tragicomedia. Margot Robbie -nominada al Oscar a mejor actriz secundaria- y Nicole Kidman son ideales para montar los dos extremos de ese subibaja que va de la risa a las lágrimas y de la gravedad a la liviandad una y otra vez (en cambio, Charlize Theron no justifica su candidatura a mejor actriz protagónica). Para terminar de atraer, la historia suma una alta dosis de suspenso y una cuasi antropológica inmersión en el mundillo conservador de Fox News, ejemplo de la cloaca en la que se ha convertido gran parte de los medios periodísticos masivos de unos años a esta parte. El escándalo crea empatía con sus personajes y muestra cómo el machismo atraviesa toda la sociedad: es ejercido desde las más altas esferas (con Trump en primer lugar) y es padecido hasta por mujeres en apariencia poderosas. Sus momentos más flojos son aquellos en los que se vuelve demasiado didáctica: de hecho, hay una explícita intención panfletaria, con uno de los personajes rompiendo la cuarta pared y animando a las mujeres del público a denunciar. Pero mientras se siga cuestionando a las víctimas -¿por qué no hiciste nada? ¿por qué tardaste tanto en contarlo? y demás etcéteras- tal vez haya que tolerar estos trazos gruesos. Quizá con el tiempo, cuando el paradigma de género haya cambiado, ya no exista la necesidad de seguir machacando con moralejas y enseñanzas.
Creado por el británico Hugh Lofting en la década del ‘20, el doctor Dolittle es un médico que -como el rey Salomón- tiene la habilidad de entender el lenguaje de los animales y ser entendido por ellos. A lo largo de una quincena de libros, este querible personaje se convirtió en un clásico de la literatura infantil y, como tal, ya tuvo sus encarnaciones cinematográficas: Rex Harrison lo interpretó en un musical de 1967, y Eddie Murphy lo hizo en las dos primeras entregas de una franquicia de cinco películas lanzadas entre 1998 y 2009. Ahora es Robert Downey Jr. -también productor ejecutivo- el encargado de darle vida en este intento de relanzamiento de la serie. Un intento por demás problemático: varias partes volvieron a ser filmadas luego de la floja respuesta en las proyecciones de prueba. El emparche -a cargo ya no del director, Stephen Gaghan, sino de Jonathan Liebesman- no funcionó o no alcanzó: hasta qué punto será desangelada esta película que ni siquiera la gracia y el carisma del hombre que fue Iron Man aparecen para sacarla adelante. Como en gran parte de los libros de Lofting en los que está basada, la aventura consiste en un viaje. Dolittle debe abandonar la reclusión en la que permanece desde la muerte de su amada al ser convocado desde el Palacio de Buckingham: la joven reina se está muriendo. Y la única manera de salvarla, diagnostica Dolittle, es dándole una fruta que crece en una isla remota. Hacia allí parte, acompañado por un niño y sus amigos animales: un gorila, un avestruz, una ardilla, un papagayo, un oso polar y algunos más. A esta altura, ya nadie se sorprende por las proezas tecnológicas que permiten dotar de realismo y expresividad a criaturas generadas digitalmente (y acompañadas por las voces, en su versión original, de algunos actores de primera línea, como Emma Thompson, Rami Malek, Ralph Fiennes o Marion Cotillard). En ese aspecto, Dolittle es impecable y seguramente atraerá a los más chiquitos. Pero a este tipo de productos suele ocurrirles que el árbol de los efectos les tapa el bosque de la historia. El mayor pecado de Dolittle es la insipidez. Que esté, en apariencia, destinada a niños no mayores de nueve años no justifica que la mayoría de los chistes carezcan de gracia y que prácticamente no exista tensión dramática alguna. Tal vez sea una vara demasiado alta, pero las dos Paddington prueban que -más allá de Disney- estas películas también pueden ser disfrutables.
El robo a la sucursal Acassuso del Banco Río fue, más que un crimen, una obra de arte destinada a convertirse, tarde o temprano, en película. Además de llevarse un botín de entre 8 y 25 millones de dólares sin disparar ni un tiro, ese 13 de enero de 2006 la banda de Mario Vitette Sellanes empezó a escribir, con sus actos, el guión que ahora se transformó en El robo del siglo, esta entretenida comedia policial. Con tono ligero pero respetando a grosso modo los hechos, Ariel Winograd cuenta cómo se gestó y se concretó El robo del siglo, y lo que ocurrió después. Experto en importar el lenguaje de la nueva comedia americana y adaptarlo al paladar nacional (Sin hijos, Permitidos, Mamá se fue de viaje), aquí Winograd narra ese genial asalto con la agilidad del cine de género hollywoodense, pero sin desdeñar un humor muy argentino. Y si de humor argentino hablamos, no podía faltar -por más que algunas almas sensibles se horroricen- Guillermo Francella. Que aquí, en el papel de “el hombre del traje gris”, Vitette Sellanes, combina la faceta dramática que empezó a mostrar desde El secreto de sus ojos con la picardía de aquel viejo Francella televisivo. Es decir que vuelve el Francella que le gusta a la gente, pasado por el tamiz de la moderación. Pero el mejor papel recayó en Diego Peretti: a él le tocó interpretar al ideólogo del robo, Fernando Araujo, que no por casualidad figura en los créditos como coguionista junto a Alex Zito (también productor). A Araujo se lo presenta casi como un hombre del Renacimiento, artista plástico y experto en artes marciales, un bohemio colgado que en un par de epifanías canábicas se ilumina y pergeña uno de los atracos más audaces de la historia argentina. Este porrero de Peretti que comparte sus planes criminales con su psicólogo y aquel ladrón profesional de Francella forman una dupla magnética, que realza el atractivo de una historia de por sí fascinante. Así, la película no se inscribe sólo en la tradición de Hollywood de los heist films -sobre asaltantes y asaltos que suelen terminar mal-, sino también en la de las buddy movies -películas de amigos- y las comedias fumonas. Si los asaltos a bancos suelen ser vistos con simpatía, en este caso la tranquilidad de saber que en la realidad no hubo muertos ni heridos y que los damnificados fueron compensados permitió que, sin remordimientos, se dotara de un romanticismo aún mayor al golpe. Y a todos los personajes, ese grupo heroico de antihéroes que concretó la Capilla Sixtina de los robos.
Después de su auspiciosa opera prima, Cómo funcionan casi todas las cosas, Fernando Salem se embarcó en La muerte no existe y el amor tampoco, la adaptación de Agosto, la segunda novela de Romina Paula. Una difícil tarea, porque el libro está escrito en primera persona, en ese vibrante lenguaje coloquial que es la marca de estilo de la autora. Es el relato que una joven le hace a su mejor amiga sobre su regreso al pueblo donde crecieron juntas. El detalle es que la segunda está muerta, y la ceremonia de esparcimiento de sus cenizas es el disparador del viaje de la narradora. ¿Cómo traducir eso al lenguaje cinematográfico? Salem y su coguionista, Esteban Garelli, eligieron sabiamente evitar lo que hubiera sido una insufrible voz en off. Decidieron quedarse con los aspectos más visuales de la novela y mantener casi todas las peripecias, pero desprovistas de la fuerte carga subjetiva que tenían en el relato literario. En el camino, la historia perdió gran parte del humor y el sarcasmo que transmitía esa narradora cómplice. Lo que quedó fue la melancolía, sin atenuantes. Porque esta es la historia de un adiós. O varios adioses. Cuando decide aceptar la invitación del padre de Andrea para participar del ritual fúnebre, Emilia se embarca en un viaje al pasado. Alguna vez se fue de la Patagonia para estudiar en Buenos Aires y nunca más volvió. Este retorno es para despedirse de su amiga, pero también de toda una etapa de su vida. Cerrarle la puerta a ese pasado y dejar atrás a su padre, con quien casi no tiene contacto; a los padres de Andrea, que prácticamente la criaron; a Julián, ese primer amor que se desvaneció. La desoladora estepa patagónica y las buenas actuaciones le dan sostén a este drama introspectivo. En esta excursión a su historia, Emilia se encuentra con preguntas que hacen tambalear su presente y quedan resonando en el aire: cuánto dura el amor y en qué se va transformando; cuántas vidas podemos vivir; cuán definitiva es la muerte.
Ya desde su título en castellano, queda claro que El acoso es uno de los tantos cauces de expresión que, de un tiempo a esta parte, la ola feminista viene encontrando en el cine. Esta película bien podría funcionar como bandera de los reclamos de las mujeres, porque expone un caso de acoso sexual desde el grado cero y, con el ejemplo, responde didácticamente a casi todas las preguntas insidiosas que suelen plantearse ante cada nueva denuncia. ¿Por qué no renunciaste? ¿Por qué no lo denunciaste antes? ¿Por qué no se lo contaste a nadie? ¿Por qué él haría algo así, si tiene dinero y puede conseguir a cualquier mujer? La israelí Michal Aviad adopta el punto de vista de la víctima y consigue una empatía que nos hace comprender la mezcla de miedo, impotencia y vergüenza que puede sentir una mujer que es hostigada por una figura con poder (en este caso, su jefe). Un cóctel paralizante que es la respuesta para gran parte de las objeciones que suelen aparecer en estos casos. A diferencia de las protagonistas del MeToo, Orna es una mujer anónima de clase media, que necesita trabajar para mantener un hogar que incluye marido y tres hijos. Con este planteo, Aviad mata dos pájaros de un tiro y, de paso, pone en escena otro de los reclamos feministas históricos: la problemática de las madres trabajadoras. Que en este caso es compartida en parte por el marido, tan trabajador y padre como ella. Además de ser pedagógica -la directora también es docente universitaria-, El acoso tiene una alta carga de suspenso, que va más allá de su previsibilidad: sabemos -o creemos saber- lo que va a pasar, pero no en qué momento. Si no se trata de una gran película, es tal vez porque en su camino instructivo abandona la complejidad moral y, además, cede a la tentación de un final tranquilizador.
Equipo que gana no se toca: el éxito que hace dos años tuvo Jumanji: En la selva hizo que esta secuela volviera a contar con el mismo director (Jake Kasdan), misma columna vertebral de guionistas (el propio Kasdan más Jeff Pinkner y Scott Rosenberg) y, por supuesto, los mismos protagonistas. No es llamativo, entonces, que el resultado sea muy parecido. Para bien o para mal, según la estima que se le tuviera a la anterior película de la franquicia. La -débil- excusa para volver a meter a los cuatro adolescentes dentro del infernal videojuego es que uno de ellos se siente mal consigo mismo y quiere volver a sentir el poder de su avatar (el Dr. Bravestone de Dwayne "La Roca" Johnson). Ante su desaparición, los otros activan la semidestruida consola para ir a rescatarlo. Una de las escasas diferencias con la aventura anterior es que también son chupados al videojuego dos personajes nuevos, a cargo de Danny DeVito y Danny Glover, que estaban circunstancialmente cerca del aparato. También aparece un nuevo avatar, interpretado por la ascendente Awkwafina, reciente ganadora del Globo de Oro a mejor actriz de comedia por The Farewell. La otra novedad es que ahora la acción ya no se desarrolla sólo en la selva, sino también en el desierto y en montañas nevadas, con un nivel de efectos digitales y animación computarizada que refleja los 125 millones de dólares de presupuesto. Ese cambio de paisaje es lo que apenas justifica el título El siguiente nivel, porque todo lo demás es como haber empezado un nuevo partido en el mismo videojuego que nos aburrió hace dos años. La experiencia -al menos para los adultos- es igual de tediosa, lo peor que se puede decir de un producto que apuesta a la combinación de aventuras y comedia. Otra vez el chiste principal pasa por el contraste entre los personajes reales y sus avatares. Esta vez, con el acento puesto en los viejos: el abuelo de DeVito es La Roca y Glover es Kevin Hart. Si los escasos momentos de los veteranos comediantes en pantalla son lo mejor de la película, la pareja dispareja de viejos gruñones a lo Walter Matthau y Jack Lemon que hacen Johnson y Hart es francamente agotadora.
Que nadie vaya a buscar en Nueva York sin salida originalidad, riesgo o innovación. Al contrario: la película no se aparta jamás de los carriles convencionales de los policiales de acción. Pero juega sus cartas marcadas de tal manera que consigue su objetivo: mantenernos pendientes de la historia durante una hora y cuarenta. Por un lado, tenemos a un policía de alma: Andre Davis (Chadwick Boseman, famoso desde su protagónico en Pantera Negra), que heredó la vocación de su padre, un agente asesinado en servicio. Este detective de Nueva York es incorruptible y justo, pero no duda en tirar a matar si las circunstancias lo requieren. Un duro que forma una extraña pareja con la agente que le asignan (la olvidada Sienna Miller). Enfrente hay otra pareja dispareja, pero de delincuentes profesionales. Un inescrupuloso e irresponsable asesino a sangre fría que acostumbra salir a robar junto a un cómplice cerebral y sensible. Tienen el dato de que en cierto restorán de Manhattan hay guardados unos cuantos kilos de cocaína y van por ese botín. Pero algo sale mal y terminan con media policía de la ciudad encima. La cacería humana se desarrolla durante una noche en una isla de la que no hay escapatoria terrestre: el detective Davis consigue que durante un par de horas sean clausurados los 17 puentes y los cuatro túneles que unen Manhattan con el continente. El ritmo de la película es frenético, pero sin abusar de persecuciones automovilísticas, tiroteos o explosiones. La acción está sabiamente intercalada con el detalle de las decisiones que toman los asaltantes y las deducciones que va haciendo Davis para seguirles la pista. Claro que nada se aleja demasiado de los parámetros de los manuales de guion hollywoodenses, por lo cual los giros sorpresivos no lo son tanto (más bien lo contrario). Pero quien busque un rato de distracción, puede sumergirse en Nueva York sin salidacon confianza.
Después de las aclamadas Sonidos vecinos (2012) y Aquarius (2016), que lo pusieron en el mapa como uno de los cineastas brasileños con mayor proyección internacional, Kleber Mendonça Filho abandona Recife y los personajes de clase media para sorprender con Bacurau, una suerte de western cargado de acción que transcurre en un futuro cercano en un pueblito perdido del nordeste brasileño. Ex crítico cinematográfico, Mendonça Filho -que esta vez codirigió junto a Juliano Dornelles, uno de sus colaboradores en sus dos largometrajes previos- aprovechó para rendir varios homenajes cinéfilos. En especial a las formas narrativas del cine de género de los años ’60 y ’70 y directores como Sam Peckinpah o Sergio Corbucci, con guiños -como zooms bruscos o fundidos encadenados- que Tarantino celebraría. Pero también a Glauber Rocha y sus historias de cangaceiros, los bandoleros rurales que asolaban el sertao. Más allá de la relevancia de algunos ciudadanos ilustres, como la médica (una potente Sonia Braga), el maestro o el delincuente justiciero, este es un cuento coral, con los protagonismos individuales diluidos, a lo Fuenteovejuna, en el colectivo “pueblo”. Olvidados por el Estado, luego de la pérdida de su matriarca -la película empieza con su velorio- los habitantes de Bacurau empiezan a padecer sucesos extraños que se suman a sus penurias habituales. No tardarán en tener que organizarse para defenderse de un enemigo común. En tanto película de género, la ganadora del Premio del Jurado en el último Festival de Cannes cumple con la misión primordial de entretener. Y está cargada de detalles desconcertantes que enriquecen y compensan la previsibilidad general del gran relato. A tal punto, que por momentos camina por la cornisa de lo bizarro, con escenas y actuaciones que son de clase B en el peor sentido del término. Pero lo que termina de ubicarla un par de escalones por debajo de Sonidos vecinos y Aquarius es que aquí la bajada de línea es evidente en exceso. El político corrupto, los imperialistas sanguinarios y el pueblo oprimido tal vez pueden funcionar como metáfora de la situación brasileña actual, pero no dejan de estar delineados con un trazo demasiado grueso.
Con Lejos de Pekín, el misionero Maximiliano González cierra una trilogía que se inició con La soledad y La guayaba. Se supone que el punto en común entre las tres películas es la temática vinculada a cuestiones en torno a la problemática social de las mujeres en Misiones, pero en este caso el foco está puesto en una pareja porteña de clase media que viaja a esa provincia a adoptar una niña. Casi todo se desarrolla durante una noche, en el hotel en el que María y Daniel (Elena Roger y Javier Drolas) están alojados a la espera de saber si la nena que les adjudicaron se quedará con ellos o con su madre biológica, que tiene dudas con respecto a entregarla en adopción. Durante esas horas de tensión, en las que les resultará imposible conciliar el sueño, los cónyuges repasarán los inicios de su relación, algunos sueños frustrados, temores e ilusiones. Lejos de Pekín bien podría tener su versión teatral: casi todas las escenas suceden en interiores y consisten en diálogos entre dos personajes. Algunas de estas conversaciones fluyen con naturalidad y otras, la mayoría, se sienten forzadas. Lo que las une a todas es su intrascendencia, aunque se notan los esfuerzos de González por revestirlas de peso existencial. Pese al empeño actoral en contrario, las costuras artificiales del guion quedan a la vista -sobre todo, los encuentros que la pareja tiene con otros personajes fuera de la habitación- y el resultado es que en ningún momento existe una compenetración real con los sentimientos de los protagonistas. La pátina publicitaria de las imágenes termina de ahuyentar cualquier empatía. Como telón de fondo hay una lluvia que no cesa y que provoca la evacuación de parte del pueblo: una metáfora inconducente en la que se hace hincapié una y otra vez, como buscando dotar de dramatismo y emoción a una historia que carece de esas cualidades.
Si el pasaje de la niñez a la adolescencia nunca es sencillo, resulta aún más complicado transitarlo en un entorno hostil, despojado de la mínima contención afectiva. Tati es una púber de 13 años que vive con un padre que no sabe cómo tratarla y que mata el tiempo vagando al tuntún por la Isla Maciel. Una única ilusión parece sostenerla: dedicarse a navegar en uno de los botes que hacen el cruce del Riachuelo entre Maciel y La Boca. En su opera prima, Sabrina Blanco utiliza una cámara testigo para seguir de cerca los pasos azarosos de esa chica huraña por las calles de su barrio. La escuela no aparece en su horizonte como un camino posible y su padre está desconcertado por esas ganas de abandonar la casilla y salir al mundo a toda hora. Sin madre a la vista, para Tati lo más parecido a una figura materna es la mujer que maneja el merendero de la zona, en el que ella da una mano. En una edad cargada de confusión y cambios, la protagonista tiene pocos sostenes a los que aferrarse. A Tati le cuesta expresar sus necesidades y sentimientos, y a sus dificultades para comunicarse se le suma la falta de interlocutores. En caso de que quisiera, no tendría con quién compartir las angustias del despertar sexual o su enojo con el mundo. Marginada por los chicos de su edad, el resultado es una soledad casi perfecta, apenas interrumpida por los diálogos infantiles con su aniñado mejor amigo. Aun sin un conflicto dramático intenso -una carencia frecuente en el cine argentino actual-, La botera consigue atraer porque retrata la precariedad de un sector social sin caer en las maquetas de la marginalidad, sino mostrando las carencias afectivas antes que las económicas. Tati está empezando a dejar de ser niña para convertirse en mujer en un contexto adverso, en el que deberá abrirse paso a los codazos, nadie le explicará nada y todo deberá aprenderlo de sopetón.