Se podría decir que la historia es simple: Rubén, un camionero con treinta años de experiencia, tiene que llevar desde Asunción hasta Buenos Aires, por pedido de su jefe, a Jacinta, una mujer paraguaya y a su pequeña hija, Anahí. Como cualquier road movie (película de viaje), la mayor parte del tiempo los personajes están viajando. Pero esta no es cualquier road movie. Las Acacias no es tan simple como lo indicaría una breve síntesis de su argumento. En tiempos del 3D, la película de Pablo Giorgelli entiende que el volumen pasa más por descubrir la textura y la profundidad de los personajes que por un despliegue embrutecedor de efectos especiales. Las Acacias es un verdadero desafío para el ojo adormecido por la sobrecarga visual y sonora que propone el cine de estos tiempos. A los que crean que es otra de esas películas en las que “no pasa nada” se los invita a sumergirse un poco más, a mirar más detenidamente la enorme potencia que tienen los pequeños gestos. Porque si de algo se trata esta película es de todas aquellas cosas que suceden cuando uno no está mirando o hablando. La ópera prima de Giorgelli se asienta en sus silencios más que en sus diálogos, a pesar de que estos, cuando aparecen, son contundentes y enriquecen el camino transitado. El universo de esta historia, que poco a poco se revela como un posible romance, se despliega dentro de la cabina de un camión. El contraste que se genera entre el espacio reducido y la lejanía con la que Rubén mira a Jacinta no es otra cosa que la puesta en marcha de una tensión sutil, en un relato mínimo pero gigante a la vez. Las Acacias transita con ritmo cansino pero seguro por las rutas de un cine que conmueve con pocos recursos y que nos deja pidiendo más.
Enoch, un joven de diecisiete años que parece un muñeco de torta, ingresa a un funeral. Observa con distancia todo lo que ocurre y escucha, también con distancia, los discursos de despedida. Sólo unos segundos después descubrimos que no lo une ninguna relación con el difunto. El joven encuentra a otra intrusa; Annabel, una chica de aproximadamente su misma edad, vestida como para acompañarlo en la cúspide de la torta. Ambos son turistas y pasean por funerales sin ninguna razón clara, como indagando una experiencia lejana. En esta primera secuencia, la película presenta distancias enormes, tanto de los personajes frente a lo que sucede en su entorno como de los personajes entre sí. Sin embargo, Enoch y Annabel empiezan a pasar más tiempo juntos y descubren varias cosas del otro. Hace un tiempo, Enoch perdió a sus padres en un accidente de tránsito y ni siquiera pudo despedirse. Annabel sufre una enfermedad que, según los médicos, es irreversible y la va a matar en pocos meses. La distancia inicial se rompe y encuentra otros riesgos, posibles atajos narrativos que podrían terminar en un mal melodrama. Sin embargo, Gus Vant Sant sale airoso una vez más y entrega un relato que se ubica en la distancia justa, mérito también de un trabajo actoral medido y de una música casi omnipresente que instala un clima melancólico. Cuando llegamos a esta instancia resulta casi imposible no remitirse a los universos creados por el director en los últimos años. Al menos en tres de sus mejores películas, los protagonistas son jóvenes que se relacionan con la muerte de diferentes maneras. Desde Elefante -su obra maestra-, en la que hacía desfilar a los personajes por eternos planos secuencia mientras se acercaban a un final prematuro, pasando por Los últimos días, la versión retorcida de un Kurt Cobain que habitaba la muerte antes de morir, hasta Paranoid Park, la historia de un chico que accidentalmente mataba a un guardia ferroviario y decidía no contárselo a nadie. En Restless ocurren cosas parecidas. Enoch no puede superar la muerte de sus padres y Annabel no puede comprender que está cerca de ella. La dificultad de relacionarse con la muerte parece insuperable y los suspende fuera del espacio y del tiempo. Ese es el gran mérito de la película y de aquellas mencionadas más arriba. Son obras que no se asientan nunca sobre la tierra sino que construyen una suerte de universo paralelo y que, como en Restless, tienen una lógica emocional y distante a la vez. En la última escena, cuando ya esta todo dicho, Gus Vant Sant nos regala un rostro callado y nos dice que sólo queda escuchar The fairest off de seasons cantada por Nico, una mujer que tampoco pertenece al pasado, ni al futuro, ni al presente, sino a la dimensión desconocida que algunos llaman cine.
Una de las características del cine es darle visibilidad a espacios que usualmente se escapan a nuestros ojos. Santiago Loza e Iván Fund se adentran en un pueblo de Santa Fé para mostrar con gran potencia uno de esos rincones del interior a donde ni siquiera llegan las promesas. Las protagonistas son tres asistentes sociales (Noe, Coca y Luchi) de generaciones y motivaciones distintas, que viajan a la zona para hacer un relevamiento. Cuando llegan al lugar, un hombre de la municipalidad las lleva a donde van a hospedarse: un hospital en ruinas, poderosa metáfora sobre el estado del sistema sanitario en ciertos lugares del país. Desde allí, las mujeres transitarán todos los días la distancia que las separa de los asentamientos para hablar con la gente del lugar sobre sus condiciones de salud, sus hábitos de higiene y sus prácticas cotidianas. Los labios articula su relato a partir de una serie de entrevistas con personas que enumeran sus necesidades frente a la cámara. Las que preguntan son actrices, las que responden son personas reales que hacen de ellas mismas. En esta paradoja la película encuentra gran parte de su sustento. No se trata del mero ejercicio de oscilar entre la realidad y la ficción, cruce cada vez más visitado en el cine contemporáneo. En esta película el recurso logra romper la distancia que muchas veces se genera cuando un cineasta prende la cámara en una situación de pobreza o marginalidad. En esos casos pareciera que el director atiende a lo que observa desde la compasión y, por lo tanto, termina encarando una suerte de explotación de la miseria. La superación de esta distancia no es solamente mérito de las actrices sino también de los entrevistados que, con enorme conciencia del juego en el que están participando, aclaran varias veces que lo dicho es totalmente sincero. Hay en esas declaraciones una intuición que va más allá de lo que cualquier guión puede predecir y que obliga a las actrices a adaptarse constantemente. La cámara de Iván Fund se acerca a los rostros tratando de no molestar y en esa acción hay un intento claro de encontrarse con los otros. En Los labios los personajes rara vez están completamente solos, siempre están yendo hacia otros o siendo acompañados por otros. El trío protagónico experimenta sus más grandes momentos cuando forma una especie de fuerza colectiva, intensa y femenina; cuando se bañan y se maquillan entre sí o cuando caminan juntas al atardecer por las calles de tierra. Por eso incomodan tanto los planos cerrados de ellas en el hospital viejo, las caminatas durante la noche de la mujer más joven o el baile de la escena final (no es menor el hecho de que las tres protagonistas hayan sido premiadas de manera conjunta a la categoría mejor actriz en el Festival de Cannes de 2010). Gracias a esas imágenes registradas con sutileza, Los labios se aleja de cierta solemnidad que caracterizaba a las anteriores películas de Santiago Loza y constituye una obra lírica que no teme ensuciarse con el barro.
Esta notable película de Pedro González Rubio asienta su mirada sobre Natan, un niño de seis años que oscila entre dos mundos: el de su madre Roberta que vive en Italia, y el de su padre Jorge que lo hace en Banco Chinchorro (caribe mexicano). En una época los tres vivieron juntos, pero por varias razones Jorge y Roberta decidieron separarse. Antes de instalarse en Roma junto a su madre, Natan viaja a Banco Chinchorro para pasar dos meses junto a su padre y su abuelo. En ese tiempo Natan pesca, bucea y se baña en la costa. La narración es mínima: González Rubio se interesa por recuperar los rincones de este paraje que constituye la segunda barrera de arrecifes de coral más grande del mundo. Casi como un símbolo del proceso de desplazamiento que Banco Chinchorro está experimentando a causa de la urbanización, Jorge vive en un palafito, esas pequeñas viviendas que se asientan sobre pilares a centímetros del nivel del mar. Allí, Natan se contagia de una atmósfera que funciona como contraste de la vida que le espera en Italia. Al otro lado del Atlántico, Alamar presenta un espacio de convivencia. Los cuerpos semidesnudos se amalgaman con el paisaje y encuentran cierta armonía en los quehaceres cotidianos. Jorge acerca a Natan hacia el entorno desconocido para que le pierda el miedo. Las imágenes muestran una realidad donde los cocodrilos están a unos metros y eso no genera pánico ni alarma. El padre le dice a su hijo mientras este se baña en la costa: fijate que el cocodrilo se está acercando mucho. El niño lejos de escaparse lo observa, asimilando su presencia, y sigue con lo que estaba haciendo. En otro momento, una garza entra en la vivienda e inmediatamente se transforma en mascota. El animal genera una relación tan cercana con los protagonistas que por momentos adquiere la presencia de un personaje. Es por eso que la repentina desaparición del animal genera angustia en el niño y los motiva a emprender su búsqueda. La cercanía que une a los personajes-animales y los personajes-humanos en un mismo plano funciona como revelación de un espacio. Ellos están ahí, anclados en un paisaje con tiempo propio que inventa sutiles narraciones conforme pasan los días. La cámara hace lo suyo, integrándose al puente que se construye entre el pequeño espacio de la vivienda y la inmensidad azul que los rodea. El murmullo del mar impone un peso contemplativo que González Rubio absorbe confirmando las sospechas del espectador más distraído; el realizador vivió en el lugar y quiere rescatar sus rincones antes de que el cemento se las lleve. De la misma manera, la relación de Jorge y Natan no gira en torno a la despedida sino al legado que se va impregnando en el rostro del niño. “Tú pronto vas a volar a Roma con mamá, pero papá te va a estar cuidando desde cualquier lugar donde estés. No importa lo que pase, papá te va a cuidar siempre”, dice Jorge mientras Natan seca sus lágrimas. La entrega de los actores, el ritmo cansino del montaje y el respeto casi transparente del director, tanto con los personajes como con el lugar, hacen de Alamar una obra presente y perdurable.
La segunda película de Corneliu Porumboiu, después de la genial Bucarest 12:08, es un policial atípico. Principalmente porque no hay tiros, ni persecuciones vertiginosas, ni momentos de tensión extrema. Pero sobre todo porque abundan las discusiones filosóficas, ocultas detrás de conversaciones rutinarias. Cristi es un joven policía cuya principal acción es deambular. Lo hace por los espacios cerrados de una central para concretar trámites burocráticos y encargarle otros a sus compañeros de trabajo. También lo hace por los espacios abiertos de una Bucarest gris tras los pasos de un adolescente. La misión parece colosal pero es ridícula: desbaratar la ínfima red de narcotráfico que supuestamente lidera el joven. Uno de los grandes méritos de la película es extender los tiempos a partir de largos planos que le otorgan densidad contemplativa a la espera. La misión requiere de mucha paciencia porque los resultados son cada vez menores y cada vez más dudosos: lo único que hace el perseguido es juntarse con sus amigos a la salida de la escuela para fumarse un porro. Ese mínimo dato y la declaración de otro joven sustentan la tarea que lleva adelante Cristi con visible incomodidad. Lo que más altera al protagonista no es la falta de certezas ni los eternos trámites burocráticos en busca de información fehaciente, sino el cargo de conciencia que le genera saber que dentro de unos años no se penalizará el consumo de marihuana. Eso se comprende por primera vez cuando le comenta a un superior que durante su luna de miel en Praga descubrió que la gente fumaba en cualquier lado y nadie hacía nada. Pero nadie lo entiende. Porque las leyes son las leyes y adquieren el peso de lo inmutable, aunque constantemente demuestren lo contrario, como las palabras. El punto está en determinar quién tiene el poder para definirlas. Al final, en una de las grandes escenas de los últimos años, el jefe de Cristi, el superior de los superiores, increpa al joven policía por su malestar. Cristi le confiesa su cargo de conciencia y agrega su postura frente a esta ley. Para resolver el problema el superior manda a pedir un diccionario, elemento clarificador e irrefutable. El lapso de silencio que separa la orden hasta la llegada del diccionario está resuelto con un solo plano general, en el que se observa a Cristi y a su superior mirando hacia una ventana. Unos minutos después, a través del diccionario, el poder destruirá cualquier cuestionamiento conceptual, pero el silencio en la ventana será el reflejo perfecto de lo que Cristi no puede explicar y que desbarranca ante la prepotencia de su superior. Policía adjetivo es, en ese sentido, una genial película meditativa que reúne con la fluidez de una mirada ideas como la conciencia, la ley, la justicia y la ética. No es poca cosa y algunos podrían calificarla de pretenciosa, pero sería un grueso error. Corneliu Porumboiu nos entrega con lucidez y una cuota de angustiante humor, una de las grandes películas de los últimos años.
En el día de su cumpleaños, María (Onetto) del Carmen trabaja más de la cuenta. Va de un lado para el otro, llevando y trayendo platos con comida. La cámara se mantiene pegada a su rostro y revela una cierta incomodidad cuando pasa del silencio de la cocina al quilombo del comedor, donde un gran número de personas come y conversa. Uno de esos viajes tiene un desenlace imprevisto: Carmen se tropieza y el plato con salamines que traía se estampa contra la pared, a un costado de Juan (Gabriel Goity), su marido. Luego del incidente, ella levanta los pedazos desparramados en el suelo, los lleva hasta la cocina, los apoya en una silla y se dispone a unirlos. Un rato después, cuando todos se fueron, revisa los regalos y se encuentra con un rompecabezas. Lo despliega y se sorprende del placer que le genera el proceso de unir cada una de las piezas. Allí comenzará para Carmen el descubrimiento de una nueva afición, distanciada de los quehaceres cotidianos. Rompecabezas, la opera prima de Natalia Smirnoff, cuenta la historia de esta mujer de clase media, casada y con dos hijos, que disfruta de una práctica inútil. En la vida de Carmen los pedazos que se juntan pertenecen en general a cosas que se pueden arreglar, a cosas que sirven para algo. A la gente pragmática no se le ocurriría comprar un rompecabezas para armar la figura de una princesa (primera imagen, lejana y exótica, con la que Carmen se encuentra); eso sería una perdida de tiempo. Con timidez y en silencio Carmen se abrirá paso hacia un lugar propio. En ese trayecto conocerá a Roberto (Arturo Goetz), un galán solitario y excéntrico que busca pareja para un campeonato de armado de rompecabezas. La relación entre ambos será tensa al principio, pero poco a poco la serenidad de Roberto marcará el ritmo de los encuentros y despertará en Carmen una curiosidad que va más allá de las piezas. Su familia observará, con desconcierto primero pero comprensión después, la lenta transformación de la imprescindible madre de la casa, que descuida cada tanto sus ocupaciones para escaparse a otro mundo, de piezas sueltas y desordenadas. Es que en algún punto cada uno de los miembros de la familia posee una afición, un espacio inútil, lejos de la practicidad que se le demanda a Carmen: en un momento descubriremos que Juan practica Tai Chi Chuan en una de las escenas más relajadas y festivas de la película. El grado de comprensión que demuestra Carmen y el entusiasmo de Juan cuando le explica que para conectarse con la naturaleza es bueno abrazar un árbol cada tanto, son una muestra de la manera en que Smirnoff concibe a sus personajes. En su opera prima, la directora no se propone enaltecer a una heroína feminista; la intención de Carmen no es patear el tablero, sino lograr un espacio donde apoyarlo y detenerse unos instantes para armarlo y desarmarlo. El trío protagónico mantiene un registro sólido y alejado de la obviedad costumbrista al que la película podría haber tendido, y resuelve con madurez, de la mano de Smirnoff, líneas de diálogos simples y filosas. Pero en Rompecabezas todas las piezas de la puesta en escena se arman y se desarman en torno a María Onetto. Para la búsqueda que la película propone es muy difícil imaginar a otra actriz que ella, una mujer que parece estar todo el tiempo a punto de explotar. Onetto se adueña, con gracia y un sugerente erotismo de entre casa, de la piel de María del Carmen, una mujer tímida pero estoica que construye, a base de paciencia y decisión, pieza tras pieza, su propio espacio de resistencia.
Las criaturas que conciben los hermanos Coen suelen estar desconectadas del mundo que les toca habitar y por eso muchas veces no comprenden lo que sucede a su alrededor. A los directores se los ha definido como cínicos e incapaces de generar empatía. Es cierto que muchas veces demuestran desprecio por sus personajes y que tienen una postura nihilista frente al mundo, pero esa fórmula está gastada; todos hablan de esos aspectos cuando aparece una nueva película de los Coen y son tan similares las apreciaciones que a uno le da la sensación de que escribieron la nota antes de ver la película. Temple de Acero es una remake de otra que en 1969 dirigió Henry Hathaway y protagonizó un veterano John Wayne. Basada en un libro de Charles Portis, cuenta la historia de Mattie, (Hailee Steinfeld) una niña de catorce años que busca venganza luego de que Tom Chaney (Josh Brolin) asesinara a su padre. La niña recauda dinero para contratar a Rooster Cogburn (Jeff Bridges), un sheriff en decadencia que dispara primero y pregunta después. Maileen quiere venganza, quiere que el culpable sea juzgado y ahorcado en Fort Smith, lugar donde ella vive y donde su padre fue asesinado. Por eso se resiste a que el sheriff texano La Beouf (Matt Damon), se lleve Chaney a su estado para juzgarlo allí por la muerte de un senador y su perro. Temple de acero responde con soltura a las exigencias del western, género cinematográfico por excelencia, aunque desliza cada tanto su habitual humor. Lo extraño del caso es que avanzada la trama nos damos cuenta de que ese desconcierto que mencionábamos más arriba como característica propia de los Coen presenta un costado fantástico. En una de las mejores escenas de la película, Rooster despacha a la distancia a tres de los cuatro maleantes que se presentan en una casa. El frío amenaza, Maileen y Rooster deciden quedarse allí a pasar la noche junto a La Beouf. Antes de entrar, Maileen le habla a su caballo y le dice, entre otras cosas, que va a estar todo bien, que ya falta poco para atrapar al asesino de su padre y cumplir la misión. El momento guarda una especial melancolía: el fondo negro alterado por pequeños copos de nieve, se recorta detrás de la figura de la niña. Al ingresar a la cabaña Maileen observa los tres cadáveres que yacen sentados contra la pared, al lado de la puerta, pero su rostro permanece impávido. Más adelante, cuando finalmente encuentran a Chaney es Maileen quien le dispara y un segundo después de hacerlo cae en una cueva. Rooster llega en su rescate pero no alcanza a evitar que la niña sea mordida por una de las tantas víboras que la rodean. Lo que sigue es una cabalgata hipnótica, en el medio de la noche, hacia la atención médica que la niña necesita. Es la figura del caballo la que ahora se recorta mientras el fondo devela una noche estrellada. Los hermanos Coen se encargan de alejar a los personajes de ese pasado ficticio que el western contruyó en la historia del cine. Hacia el final, sólo quedan frases que resuenan en la memoria, el sheriff como espectáculo de circo y una niña adulta, distante como el recuerdo. Cuando la película se estrenó, hace más de cuarenta años, la carrera de John Wayne estaba terminando. Un año después recibiría su primer y único Oscar, más como reconocimiento a sus décadas de trayectoria que por lo destacado de su interpretación. En la edición de febrero de la revista El amante, Federico Karstulovich establece una relación interesante: mientras la carrera de John Wayne llegaba a su fin, el género también vivía su ocaso. En la actualidad, Jeff Bridges y Matt Damon viven su mejor momento y Hailee Steinfeld es, sin dudas, una de las grandes revelaciones del año. Parece un comentario menor, pero resulta valiosa la comparación porque ese final y algunas escenas de esta película piden a gritos un nuevo intento de renovación del gran género cinematográfico. Ojalá que así sea.
Antes de escribir algo sobre The master voy a decir que me sorprende –y hasta me preocupa- que no se haya estrenado en las salas comerciales de Río Cuarto. A primera vista, todos los elementos estaban puestos al servicio de la afluencia del público; un grupo de actores conocidos (Phoenix, Hoffman, Adams), un director popular y con prestigio como Paul Thomas Anderson (Magnolia, Petróleo sangriento) y tres nominaciones a los premios Oscar. Alguien, en algún eslabón de la extensa cadena del mercado, debe haber supuesto que a nadie en Río Cuarto le iba a interesar una película que dura 144 minutos, con una narrativa escurridiza y una temática polémica. Esto me recuerda aquella paradoja fundamental que dice que no hay cine sin espectadores. Una certeza que, además, implica que la única forma de averiguar si a alguien le puede interesar una película es exhibiéndola. El que no lo hace, a pesar de las evidentes probabilidades de éxito, es porque supone tener un conocimiento que otros no tienen ni tendrán nunca. Un tipo de asimetría similar es la que sustenta la lógica de esta película, posiblemente una de las mejores del año. The master recuerda otras paradojas: no hay maestro sin discípulo, doctor sin enfermo, líder sin grupo. Los primeros ejercen un poder sobre los segundos pero necesitan de estos para existir. Joaquín Phoenix interpreta a Freddie Quell, un veterano de guerra borracho, desquiciado y salvaje, que anda por el mundo a los tumbos. Su cara es un compendio de tics y sus aficiones son agarrarse a trompadas, masturbarse y tomar un brebaje extraño que incluye diluyente y veneno. Si bien en los primeros minutos la película pareciera proponerlo como el único protagonista, Quell se encuentra con Lancaster Dodd, el personaje interpretado por Phillip Seymour Hoffman. Dodd, que está inspirado en Ron Hubbard, el polémico creador de la Cientología, es un líder carismático que reclutará a Quell para salvarlo de sus problemas. Paul Thomas Anderson filma a los dos protagonistas como si fueran un tándem y renueva, casi de costado, el eterno vínculo del cine clásico norteamericano: el de padre e hijo. Más que un maestro, distante y autoritario, Dodd impone su poder del modo natural en que lo puede hacer una figura paternal. El director construye a este personaje como el reservorio de un saber que se aleja –estratégicamente- de lo que entendemos como ciencia. Para algunos, en diferentes momentos de la película, será el farsante líder de una secta y para otros una suerte de iluminado. Una de las grandes virtudes de Anderson como cineasta es que sus personajes podrían ser héroes épicos o tipos macabros pero nunca llegan al extremo, a excepción de Daniel Plainview, el protagonista de Petróleo Sangriento. Son seres que cada tanto, con explosiones periódicas, se revelan como animales contenidos. Dodd, el padre controlador, le puede decir a Quell que es un animal asqueroso pero en la escena siguiente se muestra como un mentor comprensivo y generoso. Para mí está loco, para mí es peligroso, para mí que quiere tener relaciones conmigo, le dicen a Dodd los miembros de su familia. Dodd responde: si nosotros no podemos ayudarlo, si él sigue enfermo, deberíamos preguntarnos qué hacemos mal. Gestos como ese no implican necesariamente que se trate de un personaje bondadoso; hasta los tipos más crueles tienen buenos gestos alguna vez o disimulan por un rato sus perversiones para lograr algo después. Pero ahí está el punto: si rechazamos a Lancaster Dodd no es porque en algún momento de la película se nos revele como un malvado que usa su liderazgo para acostarse con las mujeres de la comunidad o para ganar mucho dinero, sino porque la falsa idea de que alguien pueda ser eternamente superior a otro nos genera una razonable incomodidad. Algunas críticas vinculan a Anderson con el cine de Kubrick. No sé quién es mejor y quién es peor y tampoco me importa, pero aún así me animo a hacer esta distinción: mientras en Kubrick la cámara está puesta al servicio de los espacios, en Anderson está puesta al servicio de los cuerpos. No es menor que sus actores principales hayan sido Adam Sandler, Phillip Seymour Hoffman, Joaquin Phoenix, Daniel Day Lewis y Tom Cruise. Cada uno de ellos puede ser cerebral por un rato pero Anderson sabe, porque es un gran director, que siempre esconden una enorme combustión animal. The master es una película que impone su libertad formal e ideológica en contra de la lógica embrutecedora de gurúes y maestros. Quizás por eso alguien haya pensado que lo mejor era no programarla: se trata de una película demasiado libre.