Es inevitable pensar que la dupla que conforman Antes del amanecer y Antes del atardecer pertenece al terreno de la fantasía. El hecho de que cada uno de los momentos de la historia esté encerrado dentro de un límite temporal, como en un cuento de hadas, pone en primer plano el carácter fugaz de las cosas, materia prima del amor romántico. En el inicio de Antes del atardecer, Jesse confesaba que escribió una novela sobre la noche vivida nueve años antes porque sentía la obligación de resistirse a esa fugacidad. Por razones que él mismo explicaba luego, el libro funcionaba como anclaje de la memoria pero también como un recurso poético para encontrar a Céline. Si acordamos en que el alimento del amor romántico es la fantasía, estamos obligados a comprender que ese encuentro debía existir, que los personajes debían tener una segunda oportunidad. Antes del amanecer se despedía con signos de interrogación, potenciados por una cámara que recorría cada uno de los espacios en donde estuvieron los amantes. En cambio, Antes del atardecer terminaba con puntos suspensivos, reafirmados por un fundido a negro mientras de fondo sonaba Nina Simone. Podríamos decir que esta tercera parte se acerca a una concepción del amor un poco más real -sea lo que sea que signifique esa palabra- pero prefiero que Stanley Cavell nos convenza de lo contrario. En el ensayo ¿Qué sucede con las cosas en la pantalla?, el crítico norteamericano dice: “muy pobre idea de la fantasía tendremos si nos figuramos que constituye un mundo apartado de la realidad, un mundo que exhibe claramente su irrealidad. La fantasía es, precisamente, aquello con lo cual la realidad puede confundirse”. Releo la cita y confirmo que Cavell tiene razón. A pesar de que Antes de la medianoche no está encerrada en una cápsula de tiempo, de que el fragmento que nos cuenta puede pertenecer a cualquier día en la vida de una pareja que lleva nueve años de convivencia, que tiene dos hijas mellizas y que vive en París, la fantasía sigue estando presente. La fantasía como arma para luchar contra el paso (y el peso) del tiempo y contra el cinismo que reduce cualquier relación a una simple cuestión utilitaria. El problema -lógico en todo vínculo de pareja- es que con los años se fue acumulando cierto desgaste, relacionado con deseos individuales e insatisfacciones. Pero Linklater tiene la inteligencia de no subrayar las discordancias sino a partir de algunos silencios, de algunas conversaciones cargadas de tensión y de la marcada utilización del plano-contraplano. Esto último es fundamental para una saga que siempre mostró en una misma imagen a los personajes, como si formaran parte de una comunión que no podía exceder los límites del encuadre. Fue tan rigurosa esa manera de filmar que, salvo algunos momentos puntuales de Antes del amanecer, jamás se mostraban, por ejemplo, imágenes generales y meramente descriptivas de ningún lugar. Ahora, en Grecia, la cosa no es distinta. En un momento, Jesse y Celine recorren un trayecto que va desde la casa donde se hospedan hasta un hotel, y casi lo único que vemos es el lento caminar de ambos. El espacio funciona como un personaje más pero permanece casi oculto, alejado de las postales turísticas. Pero vuelvo sobre eso de “paso del tiempo”. Sabemos que mientras la fantasía es la materia prima del amor romántico, el tiempo lo es del cine. Linklater no sólo lo sabe sino que lo incorporó de tal manera que no necesita estar declamándolo a cada momento. Estas tres películas, que tranquilamente se pueden pensar como el inicio de una obra inacabable, no representan el paso del tiempo sino que lo registran. Ethan Hawke y Julie Delpy no “interpretaron” a personas de veintitrés, de treinta y dos o de cuarenta y un años; fueron actores-personajes que tuvieron esas edades cuando filmaron cada una de estas películas. Pueden parecer datos anecdóticos, como esos que obsesionan a quienes aman las historias basadas en casos reales, pero lo cierto es que se nota. Las arrugas, el modo de caminar y el modo de hablar no se actúan; están impregnados en cada imagen, son reflejo de ese transcurrir que nos permite -y nos permitió- convivir con los personajes. Por eso sentimos que el tiempo no pasó sino que se impuso como un largo instante. Quizás por eso pensamos que siempre deberían estar juntos, dentro de nueve, dieciocho o veintisiete años y que esa disposición al reencuentro, como también diría Cavell, es una manera de renovar ese momento inicial que los mantiene caminando.
El loro y el cisne cuenta la historia del Loro, un sonidista que junto con un equipo reducido -un camarógrafo, un director y un productor yanqui- está haciendo un documental sobre la danza. El grupo recorre los ensayos de diferentes elencos de Buenos Aires, desde el ballet del Teatro Colón, pasando por el Ballet Folcrórico Nacional hasta un grupo independiente de danza-teatro. A primera vista, la película parece un documental que usa a la ficción como una excusa para registrar todo el trabajo que implica una puesta de danza. Sin embargo, ya en la primera escena se pueden anticipar algunas de las coordenadas dentro de las que se moverá la película. El Loro lee una carta en un auto estacionado al costado de la ruta mientras se escuchan unas personas que tratan de solucionar un desperfecto mecánico. El contenido de la carta no se nos revela a partir de los recursos típicos: no se recita, ni desde la voz del protagonista ni desde la voz de la persona que la escribió; la cámara no nos deja ver exactamente qué está escrito en ella, si está hecha a mano o si es un texto impreso. En su lugar, cada una de las líneas está insertada sobre la pantalla de la misma manera que aparecían los intertítulos en las películas mudas, sólo que en este caso sobre la imagen del protagonista y no sobre un fondo negro. Gracias a ese recurso, por demás artificial, leemos –y entendemos- que al Loro lo están abandonando. La mujer no sólo le dice eso, sino que enumera varios aspectos que le repugnan de su novio y sentencia la carta diciendo: voy a tratar de hacerte todo el mal que pueda. Inmutable, el Loro desliza su mirada sobre cada uno de los renglones y, al terminar, sale del auto, se acerca al capot e inserta allí su micrófono para registrar el sonido del motor que arranca. La actitud genera un contrapunto con la seriedad de la carta en un recurso propio de la comedia. De allí en más la película se alejará progresivamente de esa primera densidad. La película de Alejo Moguillansky se fuga, en todos los niveles, de la solemnidad que poseen ciertas prácticas, espacios y modos de decir. La inquietud sobre la danza clásica, por ejemplo, está presente en varios momentos, pero finalmente el Loro –y todo el equipo que lo acompaña- encuentra cabida en un grupo mucho más reducido de danza-teatro. Allí, además de un romance, surge un tipo de lazo que no está atravesado por una idea de profesionalismo, en el sentido más acartonado y burocrático de la palabra. El punto central de esta comedia fresca y arriesgada, que se toma todas las atribuciones que puede, es la defensa de un modo amateur de entender el quehacer artístico. La experiencia del arte, para los personajes y para Moguillansky, puede ser intensa pero no necesariamente solemne. Uno puede escarbar en las profundidades de su propia práctica, indagar en las formas y las texturas del cine, del teatro, de la danza o de cualquier disciplina, pero sin perder por eso la capacidad lúdica. Esa parece la máxima que persiguen no sólo los personajes o el director sino también todas las producciones de El Pampero Cine, desde Historias extraordinarias hasta esta última. Lo amateur no implica necesariamente informalidad en las relaciones laborales o falta de compromiso, sino la certeza de que las personas que están cerca no sólo son compañeros de la misma empresa. Cada uno de ellos es parte fundamental de un grupo humano que convive en distintos niveles. Más allá del humor, algunas veces delirante y otras veces sutil, los personajes están para los otros, pueden hablar de lo que les pasa, darse consejos y sacar conclusiones colectivas. El loro y el cisne no es sólo la historia del Loro, ni tampoco la del Cisne, esa mujer hermosa que se lo lleva a San Francisco (Córdoba). Quizás tampoco sea una historia, entendida esta como una estructura con un eje más o menos definido, sino el retrato móvil de un grupo humano que indaga con alegría en las profundidades de una disciplina todavía extraña como la de la danza contemporánea. En algún punto, la película de Alejo Moguillansky es una comedia romántica un poco delirante que piensa con habilidad sobre el arte. Y por otro lado, teniendo en cuenta el aire que permite respirar, se parece a una gran canción pop: no es seria, no es solemne, pisa un terreno reconocible pero de una manera distinta a la vez, se ríe de sí misma y, al final de cuentas, te parte la cabeza.
Pocas cosas deben ser tan difíciles en el ámbito del cine como hacer una buena película después de una ópera prima excelente. En el 2008 Gabriel Medina ingresó al cine argentino con Los paranoicos, una película adrenalínica y generacional. Dentro de un esquema que bordeaba ciertos géneros como la comedia romántica y el film noir (si, aunque esa combinación parezca increíble; y hasta me atrevo a decir que tiene elementos del western, especialmente en el duelo final), el director compuso una película distinta tanto desde lo visual como desde el uso que hizo de la música. En Los Paranoicos, Daniel Hendler interpreta a Luciano Gauna, un tipo tenso que anda medio solo por el mundo, que baila solo en su casa y que se rodea de luces tenues y un arsenal de fármacos. En ese clima entre melancólico y extrañado (casi alucinógeno), la película avanza como una historia de viejos rencores y desarrolla una tensión erótica entre Hendler y Jazmín Stuart que logra grandes momentos. En La araña vampiro, algunos elementos siguen presentes. Jerónimo (Martín Piroyanski) es un adolescente encerrado en un mundo de trastornos y rivotril. Su padre (Alejandro Awada) lo quiere ayudar y se lo lleva un fin de semana a las Sierras de Córdoba. Yo sé que todo esto es raro pero quería estar así con vos, en silencio, para ver si de verdad te puedo ayudar, le dice a su hijo la primera noche. Antes de llegar a ese momento, en el que se revela un problema, la película nos ofrece algunas marcas usuales del género de terror: un trabajo envolvente con el sonido, rostros que aparecen de repente en un espejo o detrás de una ventana y un protagonista en permanente estado de alerta. A la madrugada, mientras duerme, una araña pica a Jerónimo. Aunque después su padre y una médica de guardia intenten apaciguar su desesperación, la intuición le dice que algo anda mal. La chica del hospedaje (Ailín Salas), de una extraña belleza y con la que Jerónimo se encontrará en sus sueños, le recomienda que vaya a ver a un curandero. Este último lo revisa, extrae una larva del brazo herido, lo mira a la cara y le dice: la araña que te picó nosotros le decimos la araña mala; otros le dicen la araña vampiro y su picadura es mortal; la única forma de curarte es que te pique otra igual. El punto de partida es similar al que sirve de motor para muchas películas de aventuras, pero la actitud opresiva del protagonista, no muy dispuesto a la lucha, lo entrega a lo que parece el último viaje de un hombre que agoniza. Y como ese viaje no puede ser solitario aparece Ruiz (Jorge Sesán), un baqueano alcohólico que lleva a Jerónimo hacia su posible salvación. Una de las grandes decisiones de Gabriel Medina es no acentuar, ni con excesiva música ni palabras de más, el carácter purificador del viaje. Tan sólo algunos sonidos extraños componen la banda sonora. El peregrinaje revela, por lo bajo, que la transformación que implica cualquier movimiento ya está en marcha desde el momento de la partida, no sólo para Jerónimo sino también para Ruiz. Ambos están sólos y sienten pánico de los otros. Con sólo dos películas podemos animarnos a decir que Medina quiere y respeta a sus personajes, que no los reduce a meros estereotipos de una película de género y que no se entrega al recurso demagógico de ofrecer todas las respuestas. Las victorias de Gauna y de Jerónimo son reconocibles para los espectadores, quienes fácilmente pueden sentir empatía por ellos. Pero esas victorias también pertenecen a un universo íntimo, al que no podemos entrar y del que se nos informa con uno de los últimos planos. Gabriel Medina hizo otra película cargada de tensión, y confirma que es uno de los directores más prometedores del cine argentino.
Cuando hace más de 15 años se empezó a hablar del Nuevo Cine Argentino, la película que se destacó como precursora fue Pizza, Birra, Faso. Al tiempo, luego de análisis más profundos, se dijo que una película pequeña pero poderosa, filmada unos años antes, no sólo guardaba varias de las características del nuevo cine –al menos en términos de producción-, sino que además había significado una notable influencia para ese movimiento. Se trataba del film Rapado, de Martín Rejtman. Mientras veía Criada, hace unos días, no podía dejar de imaginar que en unos años se pensaría en ella como una punta de lanza. No porque se trate de la primer película filmada en Córdoba, sino porque demostró que se podía hacer cine a otra escala en nuestra provincia. Y su estreno en el BAFICI 2009 fue la confirmación de eso. La ópera prima de Matías Herrera-Córdoba se presenta de una manera tan particular que, si bien nos remite a películas como La libertad, de Lisandro Alonso, discutir acerca de si se trata de un documental o de una ficción es una actitud que no conduce a ningún lado. Primero, porque más allá de la distinción entre el registro (más propio del documental) y el artificio (consustancial a la ficción), lo que prevalece es la contundencia de las escenas más allá de lo que significan. Y segundo, porque esa contundencia encarna en Hortensia, la mujer retratada y de la cual se observan sus días. Hortensia es una mujer mapuche de 53 años que desde hace cuarenta es criada en una finca de Catamarca. Es decir, ofrece su trabajo a cambio de comida, una modalidad que no se puede vincular con otra figura distinta que la esclavitud. Nunca le pagaron un peso por sus labores y en la actualidad vive sola en el lugar, aunque ocasionalmente los dueños pasen algún fin de semana. En dos o tres escenas, Herrera-Córdoba nos ofrece coordenadas para comprender las implicancias simbólicas que tiene esta relación. En uno de estos momentos, un electricista llega a la casa para arreglar unas luces que están averiadas. El hombre le comenta a Hortensia que para revisar la falla debe entrar a una de las habitaciones que están cerradas porque allí se encuentran los fusibles. Hortensia le comenta que si es así, el problema no se va a resolver porque ella no tiene las llaves de esas habitaciones. Vive en el lugar, pero no es su lugar. En otros momentos, Herrera-Córdoba tiene la inteligencia de introducir como interlocutora a una amiga de la protagonista. Mientras Hortensia hace la comida, habla con su amiga sobre el pasado, los juegos de antes y los hijos. En otra escena, ya más directa y potente, la misma vecina le pregunta si cobra algo por el trabajo que hace en la casa. Hortensia responde que no, que logra vivir gracias a una pensión que recibe y a la venta de dulces. Si nos concentráramos en estas escenas, la película develaría únicamente toda la injusticia de la que Hortensia es víctima. Sin embargo, su mayor mérito no está ahí, sino en los pequeños momentos en los que Hortensia realiza sus labores. Gran parte del tiempo vemos sólo eso: una mujer haciendo la comida, trabajando en las acequias, juntando frutas, arreglando el tanque de agua. Lo que importa en Criada es la manera incansable que tiene Hortensia de trabajar una tierra que no le pertenece, y en donde paradójicamente encuentra su lugar. Más allá de su prolija rusticidad, Criada propone un espacio de sensaciones. Cada día y cada hora están atravesados por el sonido de los insectos, las ramas movidas por el viento y la manera en que Hortensia, con sus manos, construye su propia versión de la libertad.
Antes de su estreno se dijeron muchas cosas sobre la última película de Tarantino. La principal, que se prestó a muchas confusiones, fue que se iba a tratar de un homenaje al Western. Los que conocían la admiración que siente Tarantino por Sergio Leone decían que en realidad iba a ser un homenaje al Spaghetti Western. No voy a extenderme sobre la definición de cada uno pero quiero comentar que las diferencias no sólo tienen que ver con las condiciones de producción. “Los Spaghetti Western se llamaban así porque se filmaban en Italia”, dirán algunos. Bueno, no; primero porque no solamente se filmaban en Italia y segundo porque las maneras de posicionarse que tenían los directores de cada género frente a las historias que se contaban eran totalmente opuestas. La diferencia fundamental reside en que mientras en el Western –cuyo director emblemático e indiscutido es John Ford- mostraba a personajes con una fuerte conciencia histórica, comprometidos con el devenir de su tiempo y con una marcada posición moral (independientemente de si uno como espectador estaba o no de acuerdo con ellos), los personajes del Spaghetti –que tiene como director casi excluyente al genial Sergio Leone- se preocupaban solamente por sus propios intereses. Estos personajes eran, en general, cazarrecompensas o bandidos. Además, el tono general era de una comedia paródica. Django, sin cadenas es un homenaje al Spaghetti Western básicamente porque los personajes persiguen sus propios intereses, más allá de que varios de ellos sean nobles. A grandes rasgos, la historia es bastante sencilla y lineal. Un cazarrecompensas alemán, el doctor Schultz (Christoph Waltz, en un papel que lo confirma como uno de los grandes actores de la actualidad), necesita encontrar a tres fugitivos cuyas caras desconoce. Para ubicarlos compra a Django (Jamie Foxx), un esclavo que estuvo en la misma finca que ellos. Luego de que los encuentren, los maten y se lleven sus tres cuerpos, el doctor promete ayudar a Django para que encuentre a su mujer, que seguramente es esclava en algún lugar. Esta relación, que comienza siendo de conveniencia, rápidamente se transforma en una suerte de amistad. Lo que moviliza este relato, como todos los que nos cuenta Tarantino (salvo quizás Kill Bill), es el motor de la palabra. El doctor Schultz es un hombre que sabe hablar. No tiene grandes atributos físicos, es de contextura pequeña y a uno le da la sensación de que si lo necesitara no podría correr ni 30 metros. Puede ser rápido y preciso con su arma pero no intimida con su presencia, como sí lo hacían Lee Van Cleef o Clint Eastwood, grandes exponentes del género. Su capacidad, decíamos, es la de hablar bien, de convencer a los otros con la palabra, de mover los cuerpos que tiene delante para que hagan lo que él quiere. Eso lo diferencia de los otros, que en general quedan como brutos o directamente imbéciles. Por ejemplo Calvin Candie, el hombre que tiene en su finca a la mujer de Django. El personaje interpretado por Leonardo Di Caprio es un yanqui que quiere ser elegante y refinado pero que en realidad es un imbécil. Se hace llamar Monsieur Candy y no Mister Candy, aunque no sepa una palabra en francés, y se siente orgulloso de no poder estar ni dos semanas en Boston. El legado de Schultz sobre Django es su capacidad de hablar. Gracias a eso, el cowboy negro avanzará hacia el éxito y rescatará de la esclavitud a su mujer (que puede hablar en alemán, una cualidad que la diferencia de las otras esclavas). En este punto Tarantino se aleja de Leone, director más inclinado a estirar los silencios, a detenerse en largas secuencias en las que los personajes sólo miran. Revisen sino una de las escenas iniciales de Érase una vez en el Oeste, cuando aparece por primera vez Charles Bronson y sostiene durante un tiempo largo la mirada sobre tres tipos que está por despachar; o el triple duelo de El bueno, el malo y el feo, cuando Clint Eastwood, Lee Van Cleef y Eli Wallach se miran, se miden y se disparan con los ojos. Si en Django, sin cadenas la narración se detiene, alejándose del clasicismo, no sucede porque su director instale un clima de silencio sino porque el suspenso se construye a partir de largos diálogos. En ese sentido, la comparación más precisa sería con Howard Hawks, el director favorito de Tarantino. Hawks era un director que sabía hacer hablar a sus personajes. El ejemplo más claro es el de Cary Grant en His Girl Friday, una comedia en la que el protagonista a través de sus largos monólogos logra reconquistar a su ex mujer. Pero en Tarantino la palabra no es lo único que se pone en marcha. La cinefilia del director, alimentada por una sobredosis de películas de distintas procedencias, se recicla y da como resultado algo más que una galería de citas. Su cine, como el Doctor Schultz o el mismo Django, puede parecerse a otros pero es único. Por su capacidad expresiva, por su despliegue de cuerpos, de duraciones y trayectos y por el uso que hace de la música. Muchos prefieren el gesto snob de denostarlo simplemente porque es un director popular y otros le sueltan condenas ideológicas porque su eterno motivo es la venganza. Todos ellos se están perdiendo a uno de los pocos directores de la actualidad que entienden que una película no es única cuando aborda grandes temáticas o cuando es repetitiva con ciertos recursos, sino cuando hace hablar a las imágenes con un lenguaje propio.
Una de las claves para comprender el cine independiente norteamericano es la idea de disfuncionalidad, que se suele pensar en oposición con el intento histórico de Hollywood por reproducir el status quo. Si bien las películas de Wes Anderson suelen estar protagonizadas por actores conocidos y suelen tener buenos presupuestos, puede decirse que su manera de entender el cine se corresponde con la independiente (o la manera indie, como también la llaman). En este territorio, las relaciones familiares nunca van de la normalidad hasta su alteración ni tampoco hacen el recorrido inverso. En general, los integrantes de estas familias recorren un trayecto que va desde la conciencia de su situación hasta la aceptación de la misma. En el universo de Wes Anderson no hay una mirada condenatoria hacia los personajes sino una verdadera empatía. Para decirlo de otra manera: el director demuestra afecto por sus personajes y no los trata como enfermos, sino que se dedica a observar el espacio que los rodea con la atención puesta en cada detalle. Por eso mismo, para bien y para mal, sus películas fueron calificadas como sobrecargadas, ya sea si pensamos en la composición meticulosa de sus planos, en su dirección de arte casi barroca o en sus movimientos de cámara siempre milimétricos. Esos detalles también tienen que ver con un autor que se aleja del realismo que suele prevalecer en el cine clásico. En su cine, a diferencia de aquél, no se oculta el aspecto artificial que implica estar frente a una película. Cuando vemos cualquiera de las que componen su filmografía sentimos que estamos ante algo que se escapa de lo cotidiano y que, por momentos, se parece a un cuento de hadas. O a una fábula: su anterior película, por ejemplo, es una historia animada sobre un zorro que por más que lo intente no puede evitar seguir sus instintos. Un reino bajo la luna transcurre en una isla de Nueva Inglaterra durante el verano de 1965. Cuenta la historia de Sam, un boy scout huérfano que se escapa del campamento para encontrarse con Suzy, una chica de la isla a quien conoció en una obra de teatro. Tanto el boy scout principal como los padres de la niña salen en busca de la pequeña pareja, ayudados además por quién parece el único policía del pueblo. La fuga de los niños no se mueve jamás dentro de las coordenadas del melodrama, ni siquiera para los padres de Suzy que viven todo con una mezcla de patetismo y perplejidad. El romance entre Sam y Suzy se vuelve tan creíble y la situación tan densa que todo parece la parodia de una historia de amor adulta. El mérito de Wes Anderson es hacernos creer que en su universo los roles que asumen tanto los adultos como los niños se ven afectados. En un gran texto dedicado a Las vacaciones del señor Hulot, la película de Jacques Tati, Bazin decía que gran parte de los logros del director francés tenían que ver con su capacidad para construir un espacio propio. Según el crítico, los grandes directores cómicos hacen eso en primer término y luego insertan allí a sus personajes. La referencia se podría aplicar a las películas de Anderson, especialmente porque el movimiento de los cuerpos es mínimo, lo que destaca el tratamiento que se hace del espacio. Los personajes están dispuestos de tal manera, en el centro de la imagen, casi siempre de frente y con los brazos a los costados, que parece como si se prepararan para una confesión. Lo que sí se mueve (y mucho) es la cámara, a través de travellings, panorámicas, acercamientos o alejamientos. La sucesión de imágenes se transforma en una especie de danza visual que, por otro lado, subraya el carácter artificial y mágico que la película posee. (En una escena que funciona como un guiño al espectador, Suzy le cuenta a Sam, mientras le muestra sus libros, que le encantan las historias con poderes mágicos, ya sea en los Reinos de la Tierra o en los planetas exteriores.) Pero el cine de Anderson no se queda allá, a lo lejos. La manera de ser de cada uno de los personajes y la manera en que transcurre la trama oscilan todo el tiempo entre sensaciones opuestas. De la misma manera en que los roles se mezclan, se vuelven difusos en una trama que desconcierta, los géneros hacen lo propio. Por eso hay escenas que nos obligan a preguntarnos dónde estamos parados. En un momento, Suzy le dice a Sam que le encantaría ser una huérfana porque piensa que los que viven en orfanatos tienen una vida feliz y libre de preocupaciones. Sam la mira y le responde: te amo pero no sabés de que estás hablando. Casi todas las respuestas pronunciadas por Sam poseen tanta carga que resulta difícil precisar si se trata de un adulto vestido de niño o de un niño demasiado maduro, si deben causarnos risa o emocionarnos. Decíamos: Un reino bajo la luna borra los límites entre los niños y los adultos, entre el drama y la comedia, y hasta aquella que separa al realismo del artificio. Pero esto no se da como un juego banal sino como una manera de decir que las etapas, los géneros y las maneras de posicionarse frente al cine no son tan distintas entre sí. Este punto se traslada a todos los niveles de la historia. Desde el tratamiento que se hace de la sexualidad cuando Sam y Suzy están en la carpa antes de que sus padres los encuentren, pasando por la noción misma de matrimonio, hasta llegar a un momento particularmente intenso en que los dos niños están preparados para tirarse al agua desde un campanario aún sabiendo que pueden morir en el intento. Wes Anderson nos dice que para ingresar en su universo sólo hay que entregarse, lo que no significa necesariamente perder la capacidad de pensar en lo que estamos viendo. Su filmografía se instala cada vez más en un terreno que se parece a la isla que sirve de escenario de esta historia: bella, extraña y por momentos tormentosa.
Dentro de lo que se llamó el Nuevo Cine Argentino (y que a esta altura tiene poco de nuevo), existe una corriente integrada por nombres como Juan Villegas y Ezequiel Acuña. Todos ellos encuentran una raíz posible en el cine de Martín Rejtman, el realizador que con Rapado (1991) abre las puertas de un conjunto de películas englobadas dentro del epíteto “nuevo”. Un mundo misterioso, la segunda película de Rodrigo Moreno también parece deudora de cierta manera rejtmaniana de ver el mundo. Un modo de andar, una manera de decir las cosas -con un tono siempre recto, casi como si los personajes fueran loros que reproducen parlamentos-, y un marcado ascetismo en la puesta en escena. Personajes unidimensionales, sin matices, relacionándose con- y caminando como- máquinas: una moto, una muñeca, un Renault 12. De todas esas características, la de más difícil ejecución tiene que ver con los diálogos. Y allí quizás resida el punto flojo de Un mundo misterioso: sus líneas de diálogo son demasiado artificiales, demasiado redundantes y un tanto obvias. Las de Rejtman son efectivas porque logran un ritmo interno que no se parece a ningún otro. Tienen un timing que no sólo pertenece a la mejor tradición de la comedia sino también a una tradición literaria, de la que Rejtman también proviene (recordemos que Rapado está inspirada en un libro homónimo de su autoría). Más allá del ejercicio comparativo, que puede ser un poco malicioso, lo interesante es preguntarse sobre la manera en que Moreno renueva ese estilo para contar su historia. La película es despareja, pero el director asume algunos riesgos formales cuyos resultados terminan siendo bastante más valiosos que el de algunos directores citados más arriba. Moreno es un director preocupado por lo formal. Cada imagen genera la sensación de que todo fue planificado con suma precisión, algo que podría caer fácilmente en una estilización pero que en Un mundo misterioso se traduce en un modo seguro de mirar. En los largos momentos de silencio, Moreno va asentando un clima extraño. Desde la primera escena, en la que Ana le pide a Boris un tiempo, hasta las últimas hay un letargo que se impregna transformando todo en una larga espera. Ese mientras tanto que implica la situación desconcierta a Boris y lo obliga a divagar por ahí, sin plazo ni rumbo fijo. ¿Cuánto es un tiempo? ¿Dos días o dos meses?, pregunta Boris. Durante el tiempo que dura la película, el director tiene la pericia de hacer transitar a su personaje por un trayecto indefinido. Esto habilita la posibilidad de que en cualquier escena pase cualquier cosa y que cada plano tenga una duración no atada al dogma del ritmo. En el mientras tanto, hay hoteles, casinos, ex compañeros de colegio, un auto rumano, un mecánico que lo arregla y varias cosas más. Con el paso de los minutos, la película logra construir un misterio que le es propio, que surge en el ámbito de las relaciones íntimas y que no le debe nada a nadie.
La principal tentación a la hora de escribir sobre El topo es empezar hablando de la tradición de James Bond, de la trilogía de Bourne y de cómo se relacionan con esta película. Pero aquí el subgénero de espionaje sirve sólo como telón de fondo. Otra tentación sería hablar de sus implicancias en la actualidad. Si bien El topo se remonta a la década del setenta, una de las máximas del cine apunta que todas las películas hablan del presente. En ese caso, podríamos desviarnos un poco del tema (o no tanto) y mencionar el uso desmedido del Big Data, el sistema informático que se utilizó en las últimas elecciones presidenciales de Estados Unidos. La campaña de Barack Obama tuvo acceso a informaciones diversas y hasta influyó en diferentes perfiles de Twiter y Facebook para marcar tendencias u orientar votos. Pero la película tampoco quiere vincular las estrategias de espionaje de aquella década con las de este presente. La historia, más allá de idas y vueltas, traiciones y fidelidades, no tiene demasiadas complicaciones. Se trata de saber quién fue el traidor en un momento decisivo para Circus, el servicio de inteligencia en el trabajan los protagonistas. Hay, eso sí, varios elementos que quedan sueltos, sin resolver entre toda la maraña de nombres, lugares y códigos. Pero la historia y la Historia no son lo más importante. El topo es una de las grandes películas del 2012 principalmente por la manera en que se mueve hacia la intimidad de sus personajes. Y eso lo logra haciendo foco en el poder de la mirada: la película de Thomas Alfredson es un gran ensayo sobre la observación. Los ojos recuerdan. George Smiley (Gary Oldman) mira hacia el pasado en un monólogo que lo conecta con el momento en que, en presencia de Karla, un personaje enigmático, discute sobre la distinción entre la vida íntima y aquella entregada a una causa mayor. Los ojos seducen. Bill Haydon (Colin Firth) mira a la mujer de Smiley en una fiesta de navidad en la que se reúnen todos los compañeros. ¿Qué se puede mirar? ¿Qué no se debe mirar? La labor del espía es mirar todo, detenerse luego en los elementos importantes, seguir instintivamente el objeto que se escurre ante los ojos. Los ojos descubren verdades. La información ingresa a través de ellos y desde allí se asienta en la memoria. Por eso los documentos, los expedientes y los mismos cuerpos deben ser desechados luego de ser mirados. En el mundo de los espías es condenable que un personaje como Ricky Tarr se enamore de una mujer observada. Para los espías, que sólo miran, el amor está vedado. Si no se puede desarmar al otro con la mirada no hay amor posible. Si el otro está ahí, a dos pasos, y no se lo puede tocar, ¿de qué sirve sólo mirarlo? Los hombres-espías son hombres que aman pero a la distancia y por eso tocar puede significar la muerte. “Yo quiero una vida normal, no quiero terminar como ustedes”, dice Ricky Tarr a manera de susurro pero con la fuerza de un grito. El topo no es una historia convencional de espionaje. No importa la Guerra Fría ni los residuos de la Segunda Guerra Mundial, sino el destino cruel de un grupo de hombres cuya intimidad fue arrebatada. La búsqueda del topo, del traidor a la causa, tampoco tiene tanta validez en el presente de la película. Sirve sólo para saldar deudas con el pasado, para aclarar qué sucedió en todo ese tiempo y porqué se les fue la vida. “Es tu generación, no la mía, pensé que te interesaría saber quién fue el traidor”, le dicen a un Smiley cansado, que de tanto observar ya tiene la mirada perdida. Los ojos desvisten simulacros. Smiley entra a su casa y encuentra a Haydon sentado con pose de galán. La caminata es cansina, Smiley sabe que lo que está sucediendo allí es una infidelidad. Observa la manera delicada en que Haydon se pone los zapatos y hace como si nada. Los ojos desvisten simulacros pero no pueden -ni deben- pasar a la acción. Y el amor es acción. El que ingresa en ese terreno sabe que la esencia del recorrido es el drama, que la lucha de fuerzas (externas e internas) es constante. Pero el que mira no sólo mira, porque en ese acto hay una combustión. No hay mirada meramente contemplativa, hay una actividad explosiva en cada ojo. Thomas Alfredson confirma que sabe mirar. Su puesta en escena es tan fluida que cada plano parece tener la duración justa, parece estar en la posición y en la distancia justas. Ya lo había demostrado en Criaturas de la noche, la verdadera gran película de vampiros de los últimos años. De entre todas las miradas, la más melancólica le pertenece a Jim Prideaux, el personaje interpretado por Mark Strong. En medio de una gran tristeza y en una suerte de destierro luego de una misión trunca, Jim le dice a un alumno que los buenos observadores son personas solitarias. En la misma fiesta de navidad que mencionamos más arriba, Jim mira a un Bill Haydon rezagado, demasiado lejos para ser amado. Es el solitario Jim el que con su mirada incansable dispara en el ojo esquivo de Haydon. Por primera vez, y sólo gracias al cine, la mirada puede disparar. No se trata sólo de una mirada cómoda a través de un teleobjetivo. El ojo, esta vez, se vuelve bala, y esa bala es para Jim un acto de justicia más que de venganza, en un mundo de ojos adormecidos.
Un hombre solo con un turbante en la cabeza, pelo largo y barba, se oculta en una cueva. Vemos a un helicóptero dando vueltas por la zona y lo escuchamos como si estuviera en un furioso primer plano. Tres soldados se sientan cerca del lugar, se fuman un faso, se ríen y conversan entre ellos. En un momento se escucha un ruido, proveniente del interior de la cueva. Los tres hombres buscan, sin saberlo, al hombre solo. Este los mata con una bazuca que tenía oculta. Vemos y escuchamos una violenta persecución, guiada por el helicóptero, que culmina con la captura del hombre solo. La película nos sugiere que el lugar es Afganistán y que los soldados son norteamericanos, pero poco sabemos sobre las coordenadas exactas. Poco sabemos – y poco sabremos – sobre el protagonista. Al final de la película se nos informa que su nombre es Mohamed, algo que no se menciona nunca. Lo que sí sabemos, porque esta película informa a partir de acciones concretas, es que en el medio de un traslado de prisioneros el coche en el que viaja Mohamed se desbarranca y permite que este se escape. A partir de allí, la película del polaco Jerzy Skolimowski se transforma en un vertiginoso trayecto de un hombre solo que corre para sobrevivir. Fuera de este breve resumen no hay grandes movimientos narrativos. Ni siquiera diálogos. A Mohamed no se lo escucha pronunciar una sola palabra en toda la película fuera de alaridos de dolor. Skolimowski erradica cualquier elemento o anécdota que no tenga que ver directamente con la necesidad primaria de sobrevivir. En Essential killing la violencia está ahí, en su máxima pureza, para salvar la vida de un hombre, para enfrentarse a cualquier elemento, persona o animal que la amenace. La nieve unifica el espacio y lo transforma en una mole blanca que empuja todo para adentro, hacia la intimidad del protagonista. El escenario juega un papel fundamental para aislarlo, para que no quede otra cosa que una experiencia puramente física. Lo que vemos y lo que sentimos en esta película vital es su dolor y sus alucinaciones. Allí, entre imágenes borrosas, aparece una mujer (¿su mujer?) detrás de un velo. Sin embargo, la película no se estanca en esa dimensión íntima. La pureza que adquiere, insinuada ya desde su mismo título, pareciera buscar un carácter universal postulando a la violencia como algo esencialmente masculino. El universo femenino, en cambio, aparece siempre vinculado a la vida. Además de la mujer de las alucinaciones, especie de bálsamo imaginario, aparece una mujer en bicicleta a la que un Mohamed hambriento detiene para extraer leche de sus senos. Hacia el final, también surge de entre las sombras una mujer muda que contiene y protege al protagonista, antes de su último trayecto. Ella le ofrece un caballo que servirá de soporte para las gotas de sangre que se desprenden de su cuerpo. El lento transitar del animal dejará atrás la violencia y se encontrará, entre la nieve, con tímidas vetas de pasto verde. Desde 1991 hasta 2008, Jerzy Skolimowski se dedicó exclusivamente a la pintura. Essential Killing es su segunda película después de ese largo período. Quizás en esos años el director encontró imágenes poderosas y sintéticas como estas, que reúnen a una pequeña grieta de luz en medio de tanta violencia.
Es casi indiscutible que una de las grandes películas argentinas de los últimos años fue El aura. Podríamos hablar un largo rato sobre la obra maestra de Fabián Bielinski, pero vale brevemente mencionar que la combinación que llevaba adelante entre narración hipnótica, juego de simulacros y reflexión sobre el cine, tenía una precisión admirable. Cuando uno ve El aura siente que está ante una máquina narrativa perfectamente aceitada y que cada detalle, cada plano, cada gesto, están pensados y planificados de manera minuciosa. El problema con Todos tenemos un plan, la ópera prima de Ana Piterbarg, es que el guión y el proceso de producción están presentes todo el tiempo, pero revelando sus costuras más que ocultándolas. El cine es fundamentalmente un juego de distancias y duraciones. Las variaciones de esas distancias en un tiempo determinado construyen a los personajes, los hacen crecer, nos permiten conocerlos. La relación entre cercanía y conocimiento no siempre es exacta: allí tenemos las obras de Abbas Kiarostami para demostrar que se puede ingresar en la intimidad de un personaje incluso desde lejos. En el caso del cine que se propone contar historias, el juego de distancias es fundamental. Esta película, que por esas cosas curiosas de las co-producciones está protagonizada por Viggo Mortensen, propone una historia con ribetes existenciales. Agustín, un médico prolijo y callado, está casado con Soledad Villamil, con quien lleva adelante una serie de trámites para adoptar a un niño. En un momento dado, nos enteramos de que Agustín no quiere adoptar. Su mujer lo increpa de una manera casi irrebatible: si no querías adoptarlo porqué avanzaste con el trámite. Agustín no responde, no hay explicaciones. Se supone que con esos datos, esbozados de una manera arbitraria y meramente informativa, debemos entender que Agustín aborrece cada uno de los matices de su vida. Esta situación se refuerza con la llegada de Pedro, el hermano mellizo de Agustín, que viene a visitarlo para contarle que está enfermo y para hacerle una extraña propuesta. Unos minutos después, sucede otra cosa inexplicable que genera un intercambio de identidades: la muerte de Pedro en la bañera. Sin ningún tipo de transición, sin una mínima explicación, comienza la peripecia de Agustín hacia el Tigre. La relación que establezco al principio de este texto con la película protagonizada por Darín no es caprichosa. Todos tenemos un plan tiene varias similitudes con aquella, no sólo por su marcada voluntad narrativa sino sobre todo por el intento de su protagonista de escapar de un mundo que lo oprime. Y, especialmente, por escapar hacia la naturaleza, con la atmósfera hostil que muchas veces implica. Resulta una pesada carga la comparación con aquella obra maestra pero lo cierto es que el parecido es tan grande que la confrontación es muy tentadora. En principio, y siguiendo de manera molesta con esto de las distancias, en El aura el espacio juega un papel fundamental, casi al nivel de un personaje más. El bosque y el enorme trayecto que imponían los árboles eran el escenario perfecto para que se desencadenaran una serie de sucesos extraordinarios, al menos para la vida quieta del protagonista. En Todos tenemos un plan, el escenario elegido, más por una cuestión pintoresca que por otra cosa, es el Delta. En ese lugar vivía Pedro, tenía una colmena y era partícipe de una serie de hechos criminales. Pero lo único que vemos del lugar es una sucesión de planos aislados, como insertos artificiales que nos informan – y sólo eso- que estamos allí. Los planos mencionados dan la sensación de estar tan incrustados en la película que podrían haber sido tomados en cualquier otro momento o, incluso, en cualquier otra época. La puesta en escena es, entonces, tan esquemática que anula cualquier posibilidad dramática. Un error frecuente del crítico es proponer entrelíneas una puesta en escena alternativa, como si el cine fuera en definitiva un juego más o menos estable de acciones correctas o incorrectas. No quiero caer en ese error, pero las motivaciones del protagonista son tan indescifrables que la mera inclusión de algunos primeros planos que acentuaran un cierto conflicto íntimo hubiera alcanzado para que las razones fueran mínimamente sugeridas. Todos tenemos un plan es eso: la tímida puesta en marcha de un guión que debe ser respetado como si se tratara de una obra cumbre de la literatura (cosa en última instancia con la cual tampoco estoy de acuerdo: las obras literarias, prestigiosas o no, deben ser alteradas, al menos en parte, cuando se encuentran con un registro tan distinto como el cine). De toda esta serie de constantes sólo quedan las actuaciones. Ana Piterbarg deposita el peso de la película, sus ritmos internos y sus puntos altos, en la manera en que los actores elegidos se hacen cargo de las líneas de diálogo. Y en ese juego, los únicos que salen indemnes son Daniel Fanego, en el papel de Adrián, el mafioso que lidera la serie de crímenes cometidos durante el relato, y Sofía Gala en el papel de Rosa, una suerte de Femme Fatale rústica (característica que comparte con el personaje interpretado por Dolores Fonzi en El aura). Todos tenemos un plan termina siendo una película despareja, que combina registros actorales totalmente disímiles y que no interesa en ningún momento porque carece de la capacidad de construir grandes momentos. Quizás en los papeles se trataba de una buena película, pero en el fondo termina siendo un producto más de importación para fugar imágenes al exterior. El cine no es solamente guión, ni producción, sino imágenes y sonidos. Y el problema de Todos tenemos un plan se juega en esos terrenos esenciales que hacen que una película sea eso, una película, y no una anécdota mal contada. La ópera prima de Ana Piterbarg se olvida de que cuando se habla de cine importa menos tener un plan que saber ejecutarlo.