PENUMBRAS No es mucho más lo que aporta David Lynch – The art life, documental sobre el arte y la vida del legendario cineasta a lo ya conocido. En todo caso sí se pueden rescatar dos marcos de enunciación que parecen ser sus señas particulares. Una consiste en el acercamiento a su intimidad creativa vinculada con sus pinturas. Lo vemos sentado con su clásica estampa y cigarrillo en mano hablando del particular método que emplea, capaz de encontrar relieves y texturas a partir de la fusión con insectos o alimentos en estado de descomposición. En un momento, un hallazgo por cierto, su pequeña hija Lula corretea alrededor y entonces se produce el claroscuro humano: la inocencia de la niña y la pesadilla de la América profunda encarnada en el particular director. Si hablamos de un hombre de contrastes, ese instante encarna desde la mirada de los realizadores, un ejemplo elocuente y poético. El otro marco lo constituye una puesta en escena al estilo radial donde Lynch relata frente a un micrófono anécdotas personales. La evocación es la excusa para construir atmósferas y expresar a través de las palabras la combinatoria de visiones y alucinaciones que han poblado sus películas. Se trata de una especie de memoria privada signada por la peculiar voz del cineasta en la que se destacan, fundamentalmente, aspectos de la infancia y en la que no faltan además algunos videos caseros. En definitiva, el film de Jon Nguyen, Rick Barnes y Olivia Neergaardes un modesto ejercicio concebido desde la admiración pero que al ser contado en primera persona gana en el terreno de la emoción.
“Una experiencia pedagógica del profesor Raffaele Pinto filmada por J.L. Guerín”. Esta es la carta de presentación mientras observamos la fachada de la Universidad de Barcelona e ingresamos inmediatamente a una sobre música, literatura y musas. Los planos confirman cierta admiración por las explicaciones y por la pasión que entra en juego en el flujo verbal, mientras que los contraplanos exploran las reacciones de alumnos que asienten, piensan, discuten o permanecen indiferentes. La cuestión se dirime en la palabra como motor dialéctico y contrapunto, como si existiera la necesidad de dejar en claro que aún en un mundo regido por la presión mediática de las imágenes, existieran intersticios donde el lenguaje verbal sigue atravesando toda forma de comunicación humana. Pero hay otra cuestión, la más interesante: la repercusión que la discusión académica alcanza a otros recovecos cotidianos tales como los descansos y la misma casa familiar del profesor. Temas que son planteados desde una óptica que puede hacer cierto ruido a pedantería, enseguida son bajados a marcos, que no por ser informales, dejan de ser jugosos y atractivos. En esta dirección, la mujer del profesor es un hallazgo ya que pone en jaque desde su lugar todos los paradigmas posibles. Se la escucha decir entre otras cosas geniales que “el amor es un invento de la literatura, terrible y engañoso que ha hecho la poesía porque ha creado unas pobres expectativas a las pobres mujeres a quienes se dirige este anzuelo del amor que no se cumple jamás.” Este nivel de charlas cotidianas es el que se impone tanto verbal como visualmente, captado desde contornos borrosos y reflejos a fin de que no se pierda el desarrollo hilarante del intercambio. Es un eje cómico en la medida en que los dos son una pareja que parece sostenerse en la disidencia, una forma de prolongación del aula que alcanza ribetes pesadillescos. No obstante, la sardónica risa deviene en nubarrones cuando aparecen los temas relacionados con el matrimonio. Basta una pregunta de la mujer para poner hacer tambalear la estantería patriarcal elegantemente sostenida por Raffaele ante las incisivas y justas cuestiones planteadas por su esposa, el gran personaje del film. “No eres Sócrates” le dice, “mientes”, ante las dudas acerca de su fidelidad. El encuentro con una de las alumnas es antológico, aún en ese terreno tenso donde la ficción y la realidad son monedas de intercambio permanente. Sin embargo, y pese a la naturaleza aparentemente documental del film, el montaje deja traslucir cierto dramatismo argumental a partir de las intervenciones que cuestionan con diverso tenor el análisis que Pinto hace de las figuras femeninas, provengan de sus alumnos o de su propia mujer. Dramatismo que, además, está sostenido con breves fundidos con intertítulos temporales. De manera tal que la supuesta admiración hacia su despliegue intelectual queda (irónicamente) suspendida en un charco de dudas que inteligentemente Guerín conduce como si fuera un juego. “Somos prisioneros del lenguaje” dice Raffaele y paradójicamente es él quien cae en su propia cárcel verbal ante los reparos que le hacen. Las charlas con alumnas confirman que el lenguaje, del mismo modo que se erige como instrumento de seducción, puede generar su contracara, una red de la que difícilmente se pueda escapar. Al mismo tiempo, asoma un espíritu donjuanesco que se constituye como otro signo juguetón para descontracturar la pesadez de los temas abordados. Pero no todo es filosofía y literatura conversada con pasión. Está la cámara de Guerín que capta cierta idea del transcurrir cotidiano, sin perder de vista que son las imágenes la materia prima de todo cineasta, ese gran explorador, cazador de planos y capaz de enrarecer una simple charla en un café o en un auto a través de reflejos que interceden sobre cualquier ilusión de transparencia. Por otro lado, un segmento medio en el que el profesor recorre aldeas junto con una alumna para interrogar a los lugareños sobre la poesía y poner en escena la riqueza de la oralidad, deviene en una práctica autorrefrencial sobre el documental y su capacidad de registro. Es otra de las capas de la película que se añade a una transparencia que nunca es concebida como definitiva. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
LA MIRADA INTERIOR La mirada interior. ¿La mirada interior sin la histeria capitalina? Tal vez. Una de las certezas del cine argentino actual es que gran parte de las películas más estimulantes vienen de otros pagos. Primero enero puede pasar desapercibida o ser encorsetada dentro de esa dudosa categoría crítica llamada film menor. Que utilice un tono intimista, que apueste a una cierta dimensión del espacio para suplir las grandes hazañas narrativas la hace compleja y sumamente disfrutable. Un auto. Un tango. Padre e hijo. Estos pocos elementos abren la película de Mascambroni. La cámara adentro del móvil es un pasajero más. El niño habla de mitos griegos. Es el punto de partida para actualizar el viaje de Odiseo salvo que han cambiado los lugares y los protagonistas de la gesta antigua para llevarnos a la travesía de Jorge, recientemente divorciado, quien visita por última vez la casa donde han vivido. Si el cine es un lugar de búsqueda, cada plano de este modesto film será una forma de mirar el trayecto que padre e hijo realizan, de explorar un vínculo sagrado. Si el registro empleado invita a ingresar por la vía de lo afectivo esto no implica el regodeo; todo lo contrario: la película está filmada y musicalizada con sensibilidad, pero sobre todo con justeza. Los obstáculos son la condición misma de existencia en todo viaje y aquí están puestos en los momentos apropiados. Son apenas perceptibles pero no por ello menos dramáticos pues involucran el aprendizaje del niño protagonista Valentino. Un pequeño acontecimiento marcará un quiebre y el fin de la inocencia. A partir de allí, las imágenes se oscurecerán. Lejos de la neurosis urbana, hay una vindicación de la naturaleza en tanto objeto de escucha y de observación permanente mientras la cámara sigue el periplo de los personajes. Nunca los enfrenta, los acompaña. La modestia de Primero enero es un valor en sí mismo. De allí su enorme virtud. Lo que resta es siempre un desafío: que los medios y los aparatos de producción puedan darle el empujón necesario a esta clase de películas para que trasciendan la barrera de los festivales y puedan ser vistas por muchas personas.
LA GUERRA Y SU VISIÓN DESCRIPTIVA En tiempos de dudosa reconciliación entre el gobierno y la guerrilla, Oscuro animal refiere sin ataduras temporales precisas ni restricciones parte de la reciente historia colombiana. Sin embargo, es fundamentalmente un film sobre mujeres ancladas en ese contexto. De rigurosa composición formal y de tono coral, la película de Felipe Guerrero se centra en tres mujeres que se escapan del infierno de la guerra en el que viven para huir hacia Bogotá. Cada historia aparece signada por todas las formas posibles de violencia y la manera que elige el director para expresar el dolor y la impotencia es el silencio. No hay palabras que sirvan para dar cabal cuenta de lo que implica ser víctimas en un contexto donde el abuso es moneda corriente, por eso no hay un solo diálogo en el film. En todo caso, los ambientes mostrados son la principal evidencia de la degradación y en cada objeto, cada lugar, la miseria asoma. La no intervención de la cámara más allá de su valor descriptivo/expresivo genera un doble efecto. Por un lado, y en un sentido positivo, otorga el tiempo necesario para captar los gestos, las miradas y seguir con detenimiento el derrotero de las protagonistas; por el otro, se planta como un gesto ya estandarizado de gran parte del cine actual mediante la búsqueda del encuadre perfecto como una forma de apaciguar el fuerte contenido del material abordado. En esta decisión, la película pierde vida, intensidad, preocupada más por una cierta tendencia al esteticismo, que se transforma en un problema cuando los temas requieren una visión más sanguínea.
EL CINE COMO ACTO DE FE Silencio seguramente despierte reacciones encontradas. No es novedad para un director al que se lo suele asociar con la velocidad, esa especie de narración intravenosa que caracteriza principalmente a sus films gangsteriles. Cada vez que ha incursionado en un tipo de cine considerado menor, aparentemente distanciado de ese estilo (La edad de la inocencia, Kundun), las críticas negativas llovieron como flechas. Hoy parece ocurrir algo similar pero sospecho que el fundamento pasa por el tema religioso y por la imposibilidad de tomar distancia acerca de lo que se ve (algunos comentarios apresurados hablan de un tono reaccionario u oscurantista). Esto tal vez sea producto, además, del contexto histórico y del argumento en sí: dos jóvenes misionarios son enviados desde Portugal a Japón para encontrar al padre Ferreira, cuyo paradero es incierto. La llegada ya presagia una larga cadena de obstáculos y tormentos que deberán enfrentar en el país nipón. Hallarán allí la semilla del cristianismo expandida en varias aldeas y sufrirán el acoso inquisidor de las autoridades, dispuestas a ejercer la tortura para erradicar la creencia y convencerlos de convertirse en apóstatas. Si bien la religión atraviesa toda la filmografía de Scorsese y hace evidente la fascinación del director por la iconografía católica y la liturgia, ya presentes en su primer largo, ¿Quién ha llamado a mi puerta? y llevada al paroxismo en La última tentación de Cristo, en Silencio retoma explícitamente la senda de la fe pero, más que en las parábolas y en los símbolos, en el cine como acto de creación. Aquí está la pasión por este lenguaje pero también su compasión. Scorsese, como pocos, acompaña a los personajes en sus deseos y sus sufrimientos, pero también en las dudas que los sobresaltan. Y esta es una marca particular que excede el rango religioso y que iguala en tanto condición humana al Travis de Taxi Driver como al padre Rodríguez de Silencio. Esto no implica que compartamos como espectadores sus acciones, a veces más cercanas a la neurosis obsesiva, pero sí que podamos entenderlos. La duda es una protagonista más y el martirio un llamado a la compasión. Y no hay forma de que el cuerpo no quede involucrado en esto, un aspecto crucial en la poética del director. El cuerpo como narración, ya sea ultrajado, martirizado, castigado por los excesos o por las faltas. Andrew Garfield (ideal, como Willem Dafoe en su momento, en esa mezcla de fragilidad con raptos de locura) se agiganta en el encuadre y leemos su rostro y compartimos la temporalidad de su sufrimiento, que no es otra que la de esa morosidad cercana al sueño, ligada a un paisaje mental de cavilaciones y sostenida por una tenue voz en off. Rodríguez es un héroe existencial como Travis, sólo que en lugar de la bruma neoyorkina asistimos a la cortina de niebla nipona, un territorio donde el peligro latente se hace sentir. Y la compasión de Scorsese no significa el apego a un punto de vista ni la obligación de compartir los preceptos cristianos. Es posible que cierta lógica binaria antagónica dentro de los esquemas narrativos clásicos pueda filtrarse en el modo en que se representa a los japoneses, pero hay decisiones que sobrepasan esta dicotomía de buenos y malos. Una se da cuando el inquisidor le plantea una parábola a Rodríguez sobre la insistencia europea de que Japón se someta a sus creencias; la otra, la más importante, es la presencia de Ferreira (Liam Neeson), quien no sólo renunció a la religión cristiana sino que pone en jaque la lógica irracional de una empresa destinada al fracaso y apuesta a un pragmatismo escandaloso. Hay un diálogo notable al respecto que representa el punto culminante de una cadena de dudas diseminadas en la mente del protagonista. ¿Hasta dónde es posible el sufrimiento por un ideal?, ¿cómo puede existir un Dios que permanezca en silencio frente a las atrocidades del mundo? Preguntas que nunca serán exclusivas del catolicismo. Pero también hay breves momentos significativos que complican la empatía con un supuesto punto de vista, en los que la prédica fanática entra en crisis. El primero es doméstico. Los dos padres ingresan a una aldea de fieles. Les ofrecen comida y se arrojan desesperados sobre ella mientras los demás rezan. La cámara (que no sólo describe, sino que escribe) toma el rostro avergonzado de Rodríguez. El segundo se da en una situación de cautiverio. El padre es llevado a un lugar con otros cristianos. Le ofrecen un trozo de pepino como ofrenda. El agradece pero se enfurece al verlos tan tranquilos cuando saben que pueden morir. Es un rapto de locura en el que transfiere un miedo incontrolable. A esta altura, la conclusión parece evidente: el mensaje transmitido es inconmensurable y quienes lo sostienen son superados ante el fanatismo de sus discípulos. Se trata de una razón más para sospechar que la película apuesta por una pedagogía cristiana sin grises. La contradicción que invade a Rodríguez no es una pantalla y roza el delirio místico (nótese la desquiciada escena en la que contempla la imagen de Cristo en el lago). Esta actitud de Scorsese es un gesto que dista de una caterva de realizadores que creen que son cínicos y superiores, situándose por encima de los hombros. La sensación que se transita en la película es que uno se infecta de la experiencia de sus personajes y no se necesita ser un gángster, un neurótico alienado ni un sacerdote para ello. El sacrificio es una cuestión sobrehumana. Y la cámara trabaja para ello, para hacer carne en nosotros la tremenda belleza austera de las imágenes. Pero también el sufrimiento. No hay un héroe scorsesiano que pueda escapar al martirio de mantener una dialéctica interna entre razón y espíritu. Sus recorridos no son épicos y en este sentido la película se despega de una tradición genérica de films religiosos. El tono intimista es funcional al universo que propone la historia, más cercano al silencio que a los gritos urbanos y los tiros de Buenos muchachos o Casino. Hay una encrucijada que Rodríguez debe resolver, un viaje interior entre la duda y la fe. Por ello, al igual que la amplia galería de héroes que pueblan el mundo del director, él está por encima de la historia. Hay un último aspecto que se vincula con el título escogido para esta reseña. Puede que Scorsese tenga un lindo mambo místico pero es antes que nada un cineasta que pregona el acto de ver y hacer cine como un sacerdote, actitud que tanto deberíamos agradecerle.
CARICATURAS POLITICAS La corrección política garpa bien y es universal. No es que sea privativa de la industria, pero sí es cierto que se potencia cuando la inversión del presupuesto es proporcional a la cantidad de espectadores a la que se aspira. En este sentido, Monsieur Chocolat es una enorme producción que hace valer el dinero invertido con creces: impactante recreación de época, muy buenas actuaciones y una factura técnica impecable. Para quienes se conformen con ello, el film francés los hará sentir satisfechos. Y está bien. La historia gira en torno a Rafael Padilla, un esclavo cubano que termina siendo estrella de circo en Francia a partir del momento en que decide ser compañero de Foottit (James Thierrée), un clown que transformó su período crepuscular en un dúo exitoso. Como todo biopic convencional, se abusa aquí también del tobogán de ascenso y caída estrepitosa. En un mundo, en el que el cambio de siglo inaugura un mapa de incertidumbres sociales, culturales y científicas, los artistas se acomodan como pueden. Aquí es el circo el que debe lidiar con la aparición de los primeros espectáculos de feria y con el inminente arribo del cine (por allí aparecen los Lumiere y al final un corto consagrado a la pareja de cómicos), hecho que obliga a los protagonistas a reinventarse. Sin embargo, hay otra lucha interna que cada uno sostiene desde su interioridad. Foottit es homosexual y esconder el asunto se transforma en un martirio. Además, su talento no se corresponde con la mediocridad que adquiere progresivamente el gusto de la gente, más preocupada por encontrar freaks que por simpatizar con el arte circense. Esto se lo hacen saber los dueños de la parada, ya sea en la carpa ambulante en la que comienzan como en París. En el caso de Chocolat, la adicción al juego y la necesidad por pertenecer a la alta sociedad determinan su martirio. Pero fundamentalmente, su condición racial y su procedencia como esclavo, hechos que se muestran a partir de dudosos flashbacks que poco contribuyen en el orden de la historia y subestiman la capacidad del espectador. No se puede cuestionar el ritmo atractivo del film ni su solidez narrativa. Se agradecen también algunos atisbos torpes de diálogos donde la lucha de clases se hace presente en reclamos salariales, pero es muy poco dentro de un engranaje en el que factor ideológico no puede disimular uno de los males contemporáneos que apestan y se difuminan discursivamente por todo el mundo: la corrección política. Todo en el film de Zem está subrayado de manera tal que la imagen que nos quede es la de reivindicar la causa negra pero con los parámetros estéticos digeribles de la raza blanca, noble y conservadora del buen gusto. ¿Cómo se entiende sino el dolor del personaje encuadrado en medio de la lluvia, llorando mientras esa música empalagosa suena insistentemente? La principal contradicción de estos films, que no escatiman en mecanismos reparadores y sentimentales, es que manejan un subtexto moralmente sospechoso. Creen que mostrarnos cómo un blanco patea en el culo a un negro para el deleite burgués, ya alcanza para transmitir una denuncia de lo mal que se ha portado Occidente, sin embargo, esa necesidad por subrayar encubre aquello que desde el plano estético se filtra: dejar conformes a todos con la engañosa ternura de unas imágenes edulcoradas. Más de lo mismo. Sobre todo viniendo de un país que aún no se desprende de su mirada colonialista.
UNA EXPERIENCIA HUMANA El escenario es un paisaje solitario del suroeste argentino. El personaje en cuestión, Mariano Carranza, un hombre mayor que fabrica ladrillos, al margen del ruidoso mundo civilizado, anclado en su natural entorno. Más allá de la riqueza que pueda tener el objeto de representación en sí, es la sensible y particular mirada de Martín Farina lo que prevalece, con su cuidadoso acercamiento y su constante búsqueda poética a partir de lo cotidiano. Lejos de la invisible arrogancia y de la apabullante primera persona, lo que hace el director es diferente: toma el rodaje como experiencia y se involucra al punto de que él mismo forma parte de la historia de Mariano en el tiempo que les toca vivir juntos. En esa dirección, hay una serie de decisiones que se toman y que enriquecen los materiales con los que se trabaja. Una de ellas, tiene que ver con la manera en que se ensamblan los planos visual y sonoro. Podemos escuchar los diálogos que sostienen los personajes, con interpelaciones generacionales y palabras de camaradería, mientras las imágenes nos llevan por los caminos de la naturaleza misteriosa, insondable, transformada con el ojo de la cámara. La lógica del plano/contraplano se desarticula incluso en un momento y se expande, se fragmenta, para evadir la rutina del registro. Mientras las palabras que intercambian conservan las huellas de lo real, la mirada instala una dimensión misteriosa. Otro acierto es que el notable trabajo con el sonido en cuanto a la música, nunca anula al de la naturaleza. Hay una hermosa secuencia donde el documentalista/personaje sigue a Mariano a través de unas ramas secas. Allí conviven ambos registros sonoros en armonía y la escena es un buen ejemplo de núcleo de sentido en cuanto a la elección de cómo encarar esta película: seguir sin abrumar, no perder de vista nunca la historia que se elige mostrar. Hacia el final hay un gesto que dignifica y emociona: una vez ausente Mariano, el director pide al encargado filmar en el cementerio donde se halla enterrado y se refiere a su “amigo”. Más allá del juego con la representación y la señal autorreferencial, la carga emotiva de esa palabra confirma la importancia del vínculo, lo que termina por conferirle a esta experiencia documental el carácter decididamente humano sin desdeñar su riqueza estética.
HUMANOS, DEMASIADO HUMANOS La película comienza con la respiración de un hombre mayor. Se trata de uno de esos planos cerrados inconfundibles de los hermanos belgas. Está siendo examinado por la joven doctora Jenny Davin, rigurosa, exigente, sobre todo con su ayudante Julien, cuyos movimientos parecen no coincidir con las expectativas que requiere una guardia médica (hecho que queda en evidencia en un incidente posterior). No es una escena introductoria. Como suele ocurrir con los directores, el inicio siempre es un incómodo baño de realidad despojado de mecanismos empáticos o reparadores. En todo caso podrá ser el primer síntoma de un malestar creciente que se refuerza desde la dimensión sonora: un timbre, un teléfono, un ruido urbano, estarán potenciados para interferir en la tensa calma que impregna la vida de los personajes. Al mismo tiempo, la cámara en mano y los planos secuencia, dos marcas expresivas reconocibles, hablan de una nerviosa continuidad manejada con la suficiente maestría para que nunca se cruce la frontera hacia la neurosis. En apenas quince minutos, las fichas se muestran sobre la mesa. Jenny está en su mejor momento profesional, sin bombos ni platillos. Si los protagonistas de los Dardenne son creíbles es porque también tienen su lado oscuro. Ha conseguido un buen trabajo que le permite independizarse de las prácticas domiciliarias y se lo hacen saber unos tipos muy caretas de traje que brindan con champagne y responden a esas empresas privadas devoradoras de talentos. Sin embargo, esa superficie de placer no se condice con la soledad de Jenny y su introspección (la soledad es uno de los temas que atraviesan las películas de los hermanos). Una ruptura en el orden de lo argumental pone en jaque todo lo anterior: una mujer africana, que no fue atendida después de hora, es hallada sin vida en las cercanías de la sala. Y no fue atendida por el afán controlador y el carácter estructurado de la joven doctora que no cede para atender el llamado. El hecho abre diversas aristas y no necesariamente narrativas. Por un lado, la crisis de identidad profesional y moral de Jenny; por otro lado, la manera en que comienza a vincularse con los otros. Y por último, una búsqueda que se vuelve obsesiva, no para averiguar quién fue el asesino sino para develar la identidad de la víctima, para otorgarle materialidad a un cuerpo ausente y degradado (era prostituta ilegal) para ser enterrado con dignidad. Por supuesto, esto no está contado por las vías edulcoradas de un relato industrial. Contrariamente, es el camino que lleva a examinar una vez más las desgracias de una parte devastada de Europa. De este modo, mientras Jenny investiga, su consultorio parece una especie de confesionario por donde acuden inmigrantes ilegales que no van al hospital porque temen ser deportados y tienen accidentes trabajando en condiciones riesgosas, hombres mayores diabéticos que no pueden trasladarse para pagar el gas, familias disfuncionales, una galería de personajes que no se acumulan y que son mostrados en su justa dosis en el momento adecuado. Es hora de decirlo: los Dardenne son maestros en el arte de la concisión y en el manejo de las elipsis. Tal precisión ahuyenta los fantasmas del melodrama barato en todas sus formas. Sólo el color azulado de las imágenes servirá para canalizar el dolor que nunca será explosión. La posibilidad de indagar, un arduo ejercicio con varias complicaciones, cambiará el viaje de la protagonista. La sacará de un lujoso consultorio que nunca llegó a atender para iniciar una especie de Vía Crucis por monoblocks, lugares abandonados o en construcción permanente, síntomas de un malestar y un estancamiento propio de las economías neoliberales en el que el verdadero drama es el que viven quienes no tienen identidad. En un mundo hipertecnológico, de redes y juguetes virtuales, nadie puede reconocer a la víctima y eso constituye un modo de desesperación kafkiana que se transmite al espectador. A medida que avance morosamente la historia, algunos datos serán reveladores, aunque la única certeza que queda es que la gente está muy sola en un mundo tremendamente egoísta y subyugado por lo material. La ausencia de estallidos emocionales puede hacer perder de vista a algún distraído la precisión del montaje de los Dardenne. Se trata de una solidez que no parece cotizar en bolsa hoy para ciertos sectores más esperanzados en hallar cotillón en pantalla. La chica sin nombre es otra muestra más (y esto no implica repetición, esa fórmula argumentativa simplista que ataca poéticas autorales como si hubiera que barrerlas de la faz de la tierra para ceder el lugar a tanto embustero que pasa por festivales) de un cine con dilemas humanos, fuertes descripciones de ambientes que no se resignan al espectáculo narrativo y que hacia el final nos transfiere esa incómoda sensación de sus personajes. Sólo a través del silencio y sin música incidental, volveremos lentamente a recuperar el pulso normal de la respiración. Algunos lo llaman estremecimiento.
LA DESAZÓN SUPREMA Hay una dimensión individual que atraviesa la película de Lonergan y que está contenida en el profundo dolor que se imprime en el rostro y el cansino movimiento del protagonista excelentemente interpretado por Casey Affleck, un ser en estado lacónico, suspendido en el tiempo y estancado como el lugar en el que le toca vivir. La principal paradoja es la del que debe impregnar de vida a un sujeto sin vida, y en cuya coraza corporal se cuela el dolor por todos los costados. La historia es pesada, sin embargo, en un momento donde el golpe bajo cotiza en bolsa y se apela al efectismo como principal moneda, el director acertadamente opta por una estructura fragmentada que no descuida la atención sobre el derrotero argumental y, al mismo tiempo, facilita que todo esto no se transforme en algo insoportable de ver. En Manchester junto al mar ocurre un terrible accidente, de esos que no admiten reparación y solo hacen posible una existencia de espectro viviente. Tales son los movimientos de Affleck con sus manos en los bolsillos, a menos que un rapto de violencia aflore como antídoto ante la desesperación. Su familia ha quedado disgregada y un nuevo desafío surge con la virtual adopción del sobrino, hecho que hubiera funcionado a la perfección para ese tipo de historias de redención lumínica y de superación a la que apuestan frecuentemente los estudios, pero que aquí permanece lejos de tal decisión. El hecho en cuestión será la excusa para otra historia donde se expone un dilema ético (como decía Piglia: un cuento siempre cuenta dos historias) en el que queda expuesto el sobrehumano esfuerzo del personaje por desligarse de la responsabilidad más allá del profundo deseo. En esa disyuntiva se construye el pilar del filme, puntuado por la operística música que oficia a modo de réquiem. Y es una desazón que se difumina y que cada personaje canaliza como puede, como si formaran parte de un mismo juego. Por eso es notable también la intervención de Michelle Williams como la ex mujer del protagonista. Si bien la lógica del filme es masculina (no en un sentido misógino, sino como un código de protección frente a la adversidad y las contingencias de un espacio alejado del progreso y del sueño americano), las mujeres tienen sus conflictos y una de las grandes escenas del filme la protagoniza esta chica, en una conmovedora entrega de dolor atravesado (nótese todo el diálogo con Lee, su ex marido). Los motivos del accidente no constituyen un dato menor. Y aquí se habilita la otra dimensión de la película, la colectiva. Más allá del drama emocional, está el otro drama, que es el que cobija a quienes quedan afuera del sueño neoliberal, un derrumbe social que atraviesa la historia. Sin gritar discursos y con matices aportados por las mismas imágenes naturales (ay, esa nieve abrumadora), existe un núcleo familiar partido en pedazos cuyas raíces hay que buscarla en un espacio alejado, olvidado, con personajes laterales neuróticos (nótese al respecto la secuencia inicial) que forman parte de lo que ya hoy se ha transformado en una etiqueta: la América profunda. El mejor escape, el mejor sueño, es navegar, uno de los pocos instantes de legítima y real felicidad de la película. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
TRASNOCHE PARANORMAL “Este juego se juega a corazón abierto y en carne viva” se escucha decir al comienzo. El problema principal de 5 A.M., una producción que destila independencia pero pocas ideas sólidas, es el carácter trillado de ese juego, una ensaladera de lugares comunes dentro del género del terror que, salvo algunos destellos visuales, difícilmente conmueva. Sobre todo porque recurre a decisiones argumentales que bien podrían pensarse en un imaginario adolescente ya que el supuesto gancho narrativo pasa por la repetida modalidad de la copa y la comunicación con los muertos. La historia transcurre en dos espacios diferenciados por cortes continuos. Durante el inicio, una serie de planos generales muy lavados digitalmente nos instalan en La Plata mientras se escuchan las campanadas de catedrales. Luego, el detalle de unos juguetes conducen a la mirada perdida de Mercedes (Cristina Alberó) dirigida a una puerta. El otro ámbito, poco riguroso visualmente, consiste en una reunión en un departamento de Bs.As. en el que Adrián (Adrián Spinelli) convoca a unos amigos para transmitirles un tormento. La ayuda sólo puede hacerse efectiva a través del juego propiamente dicho. A partir de ese momento habrá una alternancia un poco caprichosa entre los dos marcos cuya resolución parece sacada de otras películas harto conocidas. Lamentablemente, el decente trabajo con el sonido intenta suplir las falencias en las imágenes, y fundamentalmente los pronunciados baches que surgen como producto de las actuaciones de los personajes secundarios. Si uno de los rasgos del género es mantener en vilo al espectador, crear una atmósfera adecuada para capturarlo en la pantalla, la poca empatía que generan las voces gastadas y los gestos inverosímiles de los personajes poco contribuyen a mantener el misterio propuesto, a tal punto que ciertos diálogos pueden producir el efecto contrario. Parece una subestimación innecesaria de un género que se alimenta justamente de los movimientos corporales, los tonos de voz y las expresiones faciales como parte indispensable de su dinámica (recuerdo la extraordinaria escena de Blow out de Brian De Palma en la que Travolta busca gritos decentes para los films en los que interviene como sonidista). Lo llamativo es la diferencia en la manera en que se encaran los dos ámbitos desde el punto de vista estético. Cuando vemos la azotea en la que se encierra Mercedes, el trabajo con la luz (un tanto exagerado) devela una voluntad por encuadrar que seduce por unos minutos o al menos manifiesta un rigor bien pensante. Todo lo opuesto al registro movedizo que impera en la reunión de los amigos, con un montaje fragmentado cuyos resultados sacan de clima constantemente, incluidos unos efectos poco logrados. Cuesta entender que no haya un plano de conjunto logrado en esa conversación de tránsito adolescente de fogón. Tal vez, un poco más de pimienta en el guión y algo de originalidad en la puesta en escena podrían haber elevado esta película a un escalón más decente que el de la trasnoche paranormal.