La película de Liebenthal asume la modalidad de un autorretrato, una especie de diario autorreflexivo cuya finalidad es ofrecer una historia personal. Para ello recurre al descentramiento, a un movimiento enunciativo cuya impersonal voz suple al cuerpo ausente. Lo que vemos son archivos personales, materiales que se inscriben dentro de un universo donde parece ya no haber cabida para los recuerdos mentales, en tanto y en cuanto se materializan en fotos, videos caseros y eventualmente en palabras. Hay una cuestión generacional presente en el modo en que la directora examina el funcionamiento de la memoria y para ello funde su cuerpo con la cámara, lo corre de los lugares del centro discursivo y lo transforma en una prótesis del aparato que registra. Continúa con este camino una recurrente aparición de formatos documentales en primera persona donde la voz confesional del sujeto es un intento de guía frente a la cantidad disponible de imágenes desordenadas que el montaje se encarga de seleccionar. Esta dialéctica entre subjetividad y tecnología es la apuesta más fuerte de Las lindas, apropiarse de los archivos privados para interrogarlos y al mismo tiempo convertir el procedimiento en el tema de la película: un cuerpo que se desdibuja y se afirma en imágenes del pasado, para volver a borrarse y así sucesivamente. Lo anterior queda ya en evidencia en un desprolijo e intencional prólogo desde donde se desarma cualquier ilusión de identidad orgánica. Una de las chicas se mira al espejo y ya instala el problema: “Me da miedo parecer muy artificial” dice mientras se pinta los labios. Será una de “las lindas” del grupo de jóvenes que integran el círculo. Hablan como son y la cámara no solo es interlocutora sino la amiga que ha compartido gran parte de su vida con ellas. No hay voluntad por construir encuadres serenos ni virtuosos dado que todo se remite a que el espacio mismo de representación se desdibuje, como la identidad misma de la protagonista, un rompecabezas que se rearma constantemente. En esa aparente falta de planificación la espontaneidad reina y los diálogos se transforman en un confesionario de living, con silencios, olvidos, frases a medio terminar y cierta banalidad que jamás es disimulada. Si hay algo que tiene el filme es honestidad, pues nunca resigna ese lugar de enunciación donde se muestra sin tapujos un modo de pensar colectivo siempre al límite entre el disfrute y la irritación. Y cuando la extimidad se vuelve sospechosa como recurso y parece autocelebrarse, aflora la ironía en el análisis crítico de la propia vida y de la forma en que los demás miran a todos aquellos que no siguen un mandato social. Este contrapeso sarcástico (con momentos desparejos) corre al documental del ombliguismo al que se aventura un ejercicio de esta naturaleza, supeditado a la buena voluntad del espectador para compartir una experiencia particular. La ligereza de la exposición ensayística sobre algunos conceptos se sostiene a base de fuentes no muy rigurosas y no deja de ser una estrategia más para evitar la solemnidad. Aún las reflexiones sobre el propio cuerpo y la identidad sexual se inscriben dentro de un marco descontracturado, donde hay lugar para el humor (es genial la secuencia sobre la urgencia de reír en las fotos, o la idea de verse como monstruos en la infancia). Recién al final, la imagen frente al espejo oficiará como el reverso del plano inicial de su amiga rubia. Allí queda establecida la distancia entre el objeto de observación (“ellas, las lindas”) y el observador (“yo, que me hago invisible y me siento diferente, pero las escucho, las acompaño”), un eje que la película transita, explora, analiza. Mientras tanto, la cámara/ojo es el hilo que las une. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
NARRAR LA IMPOSIBILIDAD El principal inconveniente de Cuatreros (o al menos el que elegiría para debatir) es que lo que se ve como película en sí es menor a todo lo que se pueda explicar, aclarar, comentar, discutir sobre ella. No hay nada de malo en esto, a fin de cuentas el cine es un arte que invita al debate y a la reflexión, pero si se toma en cuenta lo que vemos, no es más que la reiteración de un procedimiento que consiste básicamente en una potente y omnipresente voz en off acompañada de imágenes de archivos cuya finalidad es construir un tejido irónico de ideas. Y político, por supuesto. En reiteradas oportunidades la pantalla se divide y el espectador es sacudido por un vendaval verbal que interpela y no da respiro. La propuesta, en este aspecto, es arriesgada en la medida en que hay que estar dispuesto a seguir el viaje acerca de una película que quiso ser y no pudo, para regresar una vez más a la dolorosa historia privada de Albertina Carri y que justamente pide ser reescrita siempre para no olvidar. El origen es una investigación acerca de Isidro Velázquez, una especie de gaucho rebelde del cual ya se habían ocupado otros con proyectos que nunca terminaron de prosperar. De alguna manera, esa rebeldía es heredada por Carri en la medida en que el film parece renegar de aquello que no fue y vuelca su bronca sin filtro, caiga quien caiga (en un momento menciona a Llinás como un gorila en una mezcla de sarcasmo y posicionamiento respecto de esa categoría plastilina que es el “nuevo cine argentino”). Por ende, las dificultades encontradas en el proceso derivaron en un film que analiza, desde una perspectiva netamente personal y política, la historia del país y las formas de violencia institucional fundadas en la represión en todas sus formas. Los textos que se escuchan oscilan entre momentos de potencia ensayística y cuestiones de índole privada pero no dejan un solo intersticio para la indiferencia. Este sesgo es interesante porque expone sin victimización alguna la imposibilidad de dar cuenta de una historia y al mismo tiempo integra este problema como parte de la película. No es solamente una búsqueda (una palabra baúl utilizada a menudo por críticos y programadores) sino una toma de conciencia con respecto a la idea de que una nueva película asoma en medio de un proyecto trunco y se vuelve más fuerte que la idea matriz, a la vez que desarma cualquier etiqueta acomodaticia. Cuatreros es una película para seguir en el tiempo y dejar que respire para poder ser evaluada otras veces más. Su naturaleza dialéctica no se cierra a un solo visionado.
En una entrevista concedida para el diario del Festival, el director francés Oliver Assayas, invitado al evento donde se proyectan algunos de sus filmes, expresa lo siguiente: “Estoy muy aburrido del indie rock, no tenés ni idea. Se ha convertido en muzak. Está en todas las películas. En la película más estúpida tenés alguna banda de moda para darle brillo indie.” Podría decirse que Moonlight brilla por su espíritu indie y que algo de lo que se ve está impregnado con algunos signos viciados que marca Assayas, sin embargo, eso no quita que contenga puntos interesantes. Para expresarlo concretamente, se trata de una historia fuerte que tiene como protagonista a un joven afroamericano inmerso en un duro contexto tanto familiar como social. Dividida en tres partes según va creciendo, el filme explora las dificultades para desarrollar su identidad sexual y vencer los obstáculos de una vida hostil. Hay un equilibrio logrado entre ciertos mecanismos reparadores propios del cine mainstream y una potencia visual y emotiva que no necesariamente cae en los lugares comunes. Un ejemplo de cine indie digerible (y no es un reproche necesariamente sino un estado de la cuestión, en todo caso, que atraviesa gran parte de lo que vemos en las competencias de los festivales y hace posible que el público no se divorcie de las pantallas). El marco genérico que adopta Jenkins es el de los relatos de aprendizaje y para ello conjuga dos niveles muy bien ensamblados: el social (las arduas condiciones de vida de un niño al que le toca vivir en la hostilidad tanto escolar como familiar) y el privado (su identidad sexual, el hecho de tener que lidiar con aceptar ser gay en un contexto denigrante). Lo que singulariza la mirada del director es su acercamiento poético, envolvente, donde los hechos no son atrapados por una rigurosa cronología. Se trata más bien de tres momentos en la vida de un personaje narrados con elipsis inteligentes y subtramas que se resuelven sin perder de vista al protagonista y a su cerrado universo emocional. Chirón se llama y le dicen “pequeño”. En medio de una persecución en la que huye de tres compañeros del colegio, refugiado en un antro de adictos conoce un dealer que lo adopta prácticamente. De ese modo, el niño alterna entre su fatídico hogar cuya madre es drogadicta y el cariño de Juan, su protector. Claro está nada será fácil ni la bondad llega para quedarse cuando la vida es particularmente dura y entonces Jenkins deja traslucir ciertas tesis sociológica fundada en la repetición cuando aborda la adultez del protagonista, sin embargo, guarda su mejor carta en una secuencia final, íntima y conmovedora. Pese a los subrayados emocionales y a esa música indie que remarcáramos en el comienzo de esta reseña, Moonlight es un acto de amor con tintes autobiográficos, consagrado a un personaje sin la urgencia de arrojarlo al pantano de las miserias para siempre. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
“You better run all day And run all night And keep your dirty feelings Deep inside” (Run Like Hell, Pink Floyd) Para todos aquellos que creen que el cine ha muerto. Para todos aquellos que sufren el cambio del analógico por el digital. Para todos aquellos que menosprecian los géneros (o al menos ciertos géneros). Para todos aquellos que no pierden la esperanza por encontrar algo más allá de interminables sagas ridículas y diez mil filmes de superhéroes reciclados al infinito, péguense una vuelta por otros lugares más allá de la esponja hollywoodense. Entre ellos, Corea del Sur. Y entonces experimentarán la gracia de enfrentarse a un huracán de placer (primero eso), a una película de terror que se conecta con la fibra emocional ya presente en los orígenes de este maravilloso arte y que es bien contemporánea porque tiene mucho para decir pero no lo anda gritando a los cuatro vientos. Todo esto y más es Invasión zombie (tendremos que aceptar el atentado terrorista y comercial de la traducción). Yeon Sang-ho, como varios realizadores asiáticos, entiende a la perfección lo que implica ver hoy una película en una sala y por este motivo ofrece un juego donde el dispositivo técnico está al servicio de un estado de pura adrenalina. Si la mayoría de los productos que llegan como ladrillos de EE.UU hacen del digital una esfera de consumo cuyo horizonte es anular cualquier atisbo de humanidad, lo que ofrece este filme es justamente lo contrario: en un entorno apocalíptico, agobiante e hipertecnológico, en el que un virus desata una epidemia de zombies, lo último que nos queda es confiar en la solidaridad y en los gestos humanos. Al vértigo provocado por las excelentes secuencias de acción donde los personajes corren dentro de un tren y fuera también, tratando de sobrevivir ante el embate de los mutantes, Yeon Sang-ho le contrarresta primeros planos inolvidables de rostros que destilan bondad, tristeza, impotencia pero también vestigios de fortaleza ante la adversidad. Y mientras el cine de mero consumo afirma que el mundo ya no forma parte de la realidad y postula una sospechosa virtualidad que asedia al espectador desde una materialidad pueril, Invasión zombie se muestra como una operación poética que pone en marcha la más honesta forma de ilusionismo que el cine ya propuso en sus orígenes. El punto de partida es una familia disgregada, rota en pedazos como la vida misma, dispersa en medio de artefactos tecnológicos que marcan la suspensión de afectos y la ausencia. Un padre workalcoholic que no atiende la demanda de su pequeña hija, una madre en otro lado y la posibilidad de un viaje para visitarla. La familia es el mundo en términos de capitalismo salvaje, un depósito de mezquindades y de cultos al individuo. Y entonces empieza el horrendo espectáculo como consecuencia de la negligencia de las corporaciones y los zombies se multiplican en ese tren que intentará llegar a destino, y el planeta tiene que correr peligro de extinción para que se activen los rasgos humanos así como se potencien las mezquindades en las situaciones límites. El desarrollo de la trama arma un recorrido de los personajes con un sentido coreográfico donde la idea de pareja resalta en todo momento, no como una entidad estable sino dentro de una dinámica de intercambio que se va transformando hasta las últimas consecuencias. Y en ese tablero de roles sucede que algunos involucrados verán su naturaleza alterada por las circunstancias. El padre, cuando logre ponerse del otro lado, comprenderá y actuará según ese nuevo punto de vista totalmente distinto al de su vida anterior y en medio del apocalipsis, ya las clases sociales y el status son aparentemente un recuerdo porque en el tren de la supervivencia ser un empresario garca y un indigente es lo mismo. Y el que no acepte esta premisa quedará en el camino. Invasión zombie (como El padrino) es una película sobre el capitalismo. Es decir, recurre a la lógica genérica para hablar sobre el mundo. Su linaje es el de un John Carpenter, el de un Cronenberg, tipos relegados en la industria que pueden ser redescubiertos por el público gracias a este filme. La velocidad ya no es solo una cuestión asociada a la circulación del dinero sino una condición necesaria para vivir. Y ese reducto claustrofóbico que es el tren, es también la imagen de miles de sucesos horrendos que forman parte de nuestro mundo ante la mirada indiferente absorbida por el espectáculo en todas sus variantes (llámense refugiados, víctimas de bombardeos, desclasados, etc.) Sin embargo, restringir la película solo a una mirada ideológica puede ser un inconveniente en la medida en que el éxito y la popularidad legítima que conlleva se debe en primera instancia a cómo se conecta con los deseos humanos y de qué modo recupera la catarsis como experiencia estética en el sentido de proponernos un espejo terrible de nuestra cotidianeidad. La mirada atónita de quienes asistieron a la primera proyección de los Lumiere y se levantaron del susto al ver en pantalla la llegada del tren a la estación hoy se convierte en un estado de suspensión y de perplejidad: nos mantenemos en la butaca porque nos sabemos dentro del tren. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
HERZOG BUSCA POESIA EN LA RED Werner Herzog continúa buscando poesía en los lugares menos pensados. En este caso se interna en el abismo de la WEB. En tiempos donde los diagnósticos están a la orden del día, su mirada no pretende ser ni apocalíptica ni necesariamente integrada porque lo suyo siempre es el asombro aristotélico y este se manifiesta en la voz en off que utiliza magistralmente en el documental. Aquí el tema pasa por indagar acerca de los orígenes y evolución de Internet y su impacto en la humanidad. Con un registro más didáctico y cercano al informe televisivo que en otros trabajos, abundan más los reportajes que las imágenes recreadas o puestas en cuestión, práctica dominante en su última etapa. No obstante están esos signos particulares en la forma en que articula su acercamiento a los personajes con los que interactúa, ya sea a través de un encuadre que enrarece la situación o a partir de testimonios que se vuelven desopilantes por su misma extravagancia. Del primer procedimiento hay un ejemplo notorio: una familia cuenta la desgracia sufrida a raíz de un accidente mortal de auto y la viralización de una parte del cuerpo de su hija por las redes. El hecho es terrible y su exposición podría haber caído en las mañas deplorables del sensacionalismo pero la distancia se logra con una puesta en escena en la que se ve una mesa con platos llenos de donas (¡!) y todos mirando a cámara en posición frontal como si fueran muñecos. Del segundo, se destaca una vez más la exposición de un científico mientras anota fórmulas interminables en el pizarrón; su estiramiento temporal provoca el pasaje de la atención a la risa. Estos juegos enmascarados de seriedad distinguen un modo de acercamiento que establece las marcas particulares de un director que trasciende siempre el plano mundano y cuestiona toda ligazón referencial del lenguaje como de las palabras con la realidad. Como todo acontecimiento revolucionario que desvela a las mentes más brillantes y parece augurar un futuro inimaginable, siempre aparece la otra cara de la moneda, el contrapeso necesario como para tirar un cable a tierra. Mientras las voces científicas revelan posibilidades infinitas en torno al avance de la tecnología informática, el lado oscuro aparece con los testimonio de aquellas personas que cayeron en un pozo de incertidumbre y son tratados como adictos en granjas preparadas para afrontar sus patologías. El contraste es fuerte y significativo. Son diez episodios que mantienen el interés sobre toda a partir de las palabras. Un Herzog menor, pero Herzog al fin.
MULTIMEDIA PARA ADULTOS Los primeros 15 minutos de la película develan rápidamente el procedimiento escogido por Sturminger y al mismo tiempo lo agotan. Vemos gente ingresando al teatro, observamos los entretelones de la preparación de una obra, algunas palabras ensayadas por Malkovich e inmediatamente el ensamble entre diversos niveles de representación que transcurren entre la ópera, el teatro y el cine en un continuo vaivén que intenta disimular elegantemente los pasajes. Al principio, el juego tiene su encanto. Hay un texto base, que son las memorias de Casanova (escritas durante su declive como amante y un testimonio asombroso sobre el Siglo XVIII), en un estado embrionario capaz de impacientar a la condesa Elisa von der Recke, quien acude a su mansión con el fin de llevarse algo. Esto se engancha con la representación misma de esa situación en un teatro donde se emplean obras de Mozart y se utilizan todos los espacios posibles para la puesta en escena. Al mismo tiempo, la ficción y la realidad se cruzan de manera impertinente de modo tal que los actores pasan de un marco temporal a otro como si cruzaran una vereda. En un momento, una espectadora/actriz confundirá una muerte y atravesará el lugar para ayudar al protagonista hasta que le informan que es parte del espectáculo. Si bien las modalidades están bien diferenciadas en cuanto a la iluminación y los textos empleados, la cámara se mueve acorde a los parámetros de la época actual, con cortes permanentes y variedad de ángulos, como si buscara en definitiva reforzar el carácter de obra inconclusa, de improvisación, y al mismo tiempo estar a la altura de una demanda perceptiva cuyo fundamento parece ser la rapidez y la fragmentación, como si de un ejercicio de multimedia se tratara. Los enlaces de una dimensión a otra están bien trabajados, creativamente, y el concepto de variación parece abrirse en abismo en la medida en que involucra diversos roles para la figura de Casanova, distintas performances para un mismo acontecimiento, las máscaras de Malkovich en su ámbito público como privado y la conjugación de los tiempos en un presente que no quiere cerrarse. Incluso, cuando el lastre literario aparenta adueñarse de la pantalla, hay graciosas intervenciones entre bastidores que corren a la película del marco solemne en el que se encuentra por naturaleza. ¿Qué es lo que falla entonces? La misma repetición del procedimiento. Una vez ofrecido, cae en el pantano de la reiteración y entonces la gracia se apaga lentamente. Cuando el hecho de cantar ópera se impone como registro enunciativo ante la espontaneidad y la frescura formal de la primera parte, el film se retira en ataúd de esa mansión, al igual que el eterno amante.
CINE DE GENERO SIN TEMOR AL RIDICULO Amateur, la película de Sebastián Perillo, integró la Competencia Nacional del reciente Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, y es saludable que una película de género forme parte de un espacio así y que se sostenga desde una solidez narrativa/técnica que la acerque al público más allá de ciertas poses festivaleras. En este sentido, Amateur se planta sin temor al ridículo y cuenta una historia de intriga psicológica que alterna buenos momentos y otros al borde del disparate. El inconveniente tal vez pase por una desmesurada necesidad de incorporar citas a variados films, algunos de ellos de culto, y establecer un sistema de referencias constantes que dan como resultado un cocktail más cercano al ombliguismo cinéfilo que a otra cosa, en desmedro de un tono que la película no parece encontrar. Al comienzo, en un programa de TV digno de Alex de la Iglesia, un médium chanta intenta comunicarse con el espíritu de Hitchcock y no lo logra. Es una buena señal la de dejarlo descansar, dado que el maestro del suspenso nunca hubiera utilizado escenas de sexo que recuerdan a cierta estética pornosoft acompañadas de sintetizadores al palo. Refiero lo de Hitchcock porque cada vez que aparece una película de intriga, las declaraciones de actores, actrices y otros involucrados evocan su nombre. Esta es sólo una de las tantas citas entre las que aparecen Sangre de vírgenes, La muerte camina en la lluvia, Los muchachos de antes no usaban arsénico, Psicosis y Bajos instintos. Es como si al director le urgiera compartir con amigos sus placeres bajo la premisa de construir una historia para meter todo junto. La historia comienza con Martín (Esteban Lamothe) al que su novia ha dejado. No tendrá demasiado tiempo para entristecerse (a las películas de género no les preocupan necesariamente los conflictos emocionales) ya que a raíz de un pedido de su jefe encuentra un video porno que involucra a la mujer del dueño del canal. A partir de ahí lo movilizará la calentura antes que la curiosidad y ese será el disparador que no relegará el efectismo como parte de la trama. La parte más floja del film transcurre en la reiteración argumental de arquetipos vistos muchas veces y en el trazo grueso de chistes fáciles, aunque esto se compensa con hallazgos en la composición de algunos personajes como el del detective o la encargada de cuidar el depósito de videos en el estudio. Al final, quedará la incertidumbre sobre si tomar esto en serio o en broma. Esa indecisión puede ser el fundamento mismo del film.
Hay dos decisiones formales que se instalan como marcas particulares en Hija única. No necesariamente conducen a buen puerto pero esa es su singularidad. La primera se hace visible a partir del uso recurrente de una cámara en mano que se pone en el cuerpo de los protagonistas, en su incomodidad y en su intimidad. Oímos la respiración, captamos el peso de sus dudas y el agobio que causan sus búsquedas. Solo algunos momentos nos eximen del compromiso por acompañarlos de ese modo y son aquellos donde los jóvenes expresan un cierto estado de libertad que se traduce a través de imágenes desencadenadas de planos cerrados que cercan la mirada y la conducen al ánimo de los protagonistas. El mundo de la película es opresivo porque la identidad como tema en este país lo demanda. Sin embargo, dos o tres momentos únicos se sostienen más allá de toda ligazón contextual, por su belleza y ligereza. La otra decisión atañe a la estructura. Organizada en forma de flashbacks, los detalles argumentales se arman pausadamente a la par que las historias de los personajes involucrados. Son tres los lapsos temporales signados por el juego de identidades cambiadas. Hay varias ideas en juego y el riesgo que se huele es la dispersión, pero a fin de cuentas los riesgos están para tomarse. Juan es un director de cine, tiene una posición consolidada y una familia adinerada pero se entera que es un nieto recuperado. Y si bien es un eje importante, lo asombroso es la manera en que se lo desvía para otorgarle un tratamiento diferente con ribetes de carácter fantástico, a partir de un juego en torno a la herencia genética. Además-y este es tal vez el punto más estimulante-se construye una mirada en torno a lo femenino que enriquece la perspectiva de la película antes de que caiga en la cárcel de un discurso recurrente y trillado en el cine argentino reciente. La curiosidad, la espontaneidad y la sensibilidad son atributos puestos en las miradas que Palavecino consagra a las mujeres pese a que el núcleo narrativo de la historia se centra en Juan y sus conflictos permanentes. Si algo que acerca a Hija única con otras películas recientes es la forma en que conjuga lo político con lo genérico sin necesidad de pensar en la posibilidad de que un término excluya al otro. Desde el comienzo, los primeros planos acompañados por música clásica cargan operísticamente la puesta en escena y nos insertan en la esfera del melodrama. Se trata de un rompecabezas onírico que abre una serie de interrogantes en torno a lo que se ve y lo que se narrará. El tono está puesto en ese preciso momento. En su corta carrera Palavecino comienza a construir una poética en base a ciertos elementos también visibles en este filme: decisiones e incertidumbres que involucran a las mujeres y trastocan su identidad, la opresión que ejercen los espacios y una exploración de los sentimientos de los personajes a los cuales nunca suelta el ojo de la cámara. También cabe destacar el uso de la música que marca el tono de la historia. Más allá del inicio hipnótico señalado con Prokofiev, se destaca la referencia intertextual a La flauta mágica de Mozart, sobre todo en la tensión manifiesta entre lo visible y lo oculto, o en la perturbadora presencia del imaginario del mundo de hadas que parece invadir a Delfina, la pequeña protagonista, en sus incursiones por los cuartos para espiar, descubrir objetos y esconder llaves. Hija única es una película elegante sin que ello la desmerezca. Tiene un problema con el registro actoral, con los modismos en el habla y probablemente con el ritmo, sin embargo, su filiación con los géneros clásicos sin gritar sus influencias la convierte en un filme sensible e inteligente frente a una temática que demanda nuevos modos de atención. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
UN LARGO Y SINUOSO CAMINO La vida de Francisco Sanctis no parece reposada, a juzgar por las primeras imágenes de colores otoñales. El interior de su cocina alberga a personas inquietas, insatisfechas, desayunando a las apuradas. Es un cuadro muy lejano a la idea de familia armónica y feliz de tantos films concebidos en la dictadura. La plata no alcanza, hay un ascenso que se posterga y la vida de oficina se desarrolla entre chismes e indiferencia. Sin embargo, la monotonía se interrumpe a partir de un llamado que parece devolverle la existencia a Francisco: una vieja amiga quiere verlo. La expectativa (el deseo de reencontrarse con un amor de juventud) se trastoca en una responsabilidad enorme que pone en jaque su vida (obtiene un dato sobre una pareja que secuestrarán esa noche). Una vez que la espina se clava, la duda del protagonista será transferida a nosotros y seguiremos su eterno periplo por la noche, con secuencias muy bien dilatadas y un eficiente manejo narrativo destinado más a sostener una atmósfera que a la espectacularidad. Es que, más allá del contexto político y el valor que conlleva como carga, los directores Andrea Testa y Francisco Márquez apuestan por mantener en vilo al espectador, a tal punto que el trabajo con el sonido (nótese la amplificación de los pasos por las calles) y el registro de la noche conectan al film con el terror, solo que el miedo nace de la incertidumbre, de lo que bordea el recorrido de Francisco (milicos que pasan cerca, gente que apenas abre sus puertas, el refugio de un cine fantasmal, barrios desolados). Hay en este sentido una transferencia del pavor y de la duda que funciona muy bien para escenificar una época de rumores, comunicaciones clandestinas y destinos inciertos. Por cierto, La larga noche de Francisco Sanctis fusiona eficientemente la idea de género con el contexto político sin cargar con la mochila de pensarse sólo en función de un contenido aislado que repita fórmulas ya adheridas al informe de tipo televisivo. Es por eso que a medida que avanza se transforma en un sólido ejercicio cuyo trasfondo hace más temible todo. En relación a lo anterior, el recorte que hace La larga noche de Francisco Sanctis sobre el protagonista extraviado en una ciudad tenebrosa permite construir una atmósfera capaz de combinar una angustia de tipo kafkiana con pasajes deudores de la mejor tradición gótica. Además, el peso de tomar una decisión incorpora al espectador dentro de un dilema, le transfiere un estado de incertidumbre que acompaña al mismo personaje pero siempre con la distancia necesaria. En este sentido, lo más interesante surge de la posibilidad de cerrarse a esa sensación inquietante que domina el periplo de Francisco. La política se cuela por todos lados pero no por ello se resigna la condición de un thriller impactante, sostenido con un ritmo narrativo compacto. El dejar fuera de campo indicios contextuales sin perderlos nunca de oídas sobre todo es una decisión inteligente de los directores, ya que, con dos o tres intercambios verbales, el terror de esa época se clava desde el comienzo como una estaca.
Hay películas decididamente hechas para festivales. Se ha convertido en un clisé y no está bien ni mal. Una novia en Shangai asume riesgos y gestos propios de ese circuito, sin embargo, se destaca en una diferencia fundamental con respecto a cierto discurso visible sostenido en la corrección política de obediencia hacia miradas eurocentristas: goza de libertad y de una extraña locura. Si el desconcierto es una virtud frente a tanto cine encorsetado en planos reconocibles y monótonos, la película de Mauro Andrizzi barre con cualquier expectativa. Lo suyo es el desenfado, el no temer al ridículo, confiar en la comedia como género (infrecuente en los círculos de los que hablamos) y apostar por una estética kitsch. Además de ser impredecible. Si hay un signo a destacar en el armado de la historia y en el montaje elegido es la desobediencia a una lógica de espera hacia zonas cómodas o previsibles. Tal es así que los protagonistas pueden conseguir unos mangos para pagar un hotel y pasar una noche decente, y al minuto escuchar la voz desde el más allá donde un espíritu les encomendará una misión. Y esto es porque, lejos de utilizar la convención de filmar necesariamente problemas sociales y políticos de China desde un apunte documental trillado, el director apuesta por cruzar registros sin perder de vista a los personajes envueltos en un lindo disparate. Y la cosa funciona. Uno de los cortos más logrados de la primera etapa de Polanski se denomina Dos hombres y un armario (1958) Se trata de un ejercicio surrealista con referencias al gordo y el flaco, además de una puerta de entrada al intrincado universo del realizador polaco, fundado sobre las ideas de juego y humillación. La dupla de Una novia en Shangai traslada un ataúd para cumplir con un mandato extraterrenal y acceder a una pequeña fortuna enterrada. Ciertas creencias ancestrales chinas son licuadas por Andrizzi de manera tal que se descarte cualquier espíritu de trascendencia. La experiencia en el lejano país une retazos y el comienzo de la película muestra una elocuente operatoria ya que las partes se van sumando hasta integrarse en un cuadro más o menos orgánico. Primero, un río. Luego, vemos diversas sesiones de fotos de novios en puntos estratégicos de la ciudad. A continuación, un hombre durmiendo bajo el puente en un claro contraste entre modernidad y pobreza. Más tarde, otro hombre que se le une y finalmente los dos posando en la foto con una novia para robarle el anillo. Con diferentes ángulos de cámara, esta escena primigenia ya nos instala en los carriles de la película: nada será como lo esperemos. De fondo, la música de Moreno Veloso. Cruce de idiomas, de estéticas y de fronteras. Estamos en Shangai pero el color local no será un objetivo inmediato. Sí parece serlo no desperdiciar la oportunidad para hacer honor a algunas influencias bien llevadas. Hablábamos de la cruza de Polanski con Laurel y Hardy, pero por aquí respiran también los colores de Aki Kaurismaki o el absurdo de Roy Andersson, y por qué no esa actitud de comerse la ciudad con la cámara al estilo de la Nouvelle Vague. Hay un transitar por las calles de Shangai que confiere sana espontaneidad y que no se avergüenza de la mirada de los transeúntes que ven pasar no solo a quien filma sino a los dos personajes trasladando el ataúd. Se trata de un filme callejero y pese a seguir un eje argumental, la historia parece no empezar nunca, se arma todo el tiempo dentro de un marco de irreverencia que alcanza también a los diálogos. Uno en particular se da en una secuencia notable en la que los dos hombres van a desenterrar el ataúd al cementerio y conversan acerca de la justificación moral del robo (dado que profanar cuerpos en China se paga con prisión perpetua según reza la leyenda al comienzo). La conclusión es que están haciendo un acto de bien en la medida en que cumplen el deseo de un fantasma enamorado. Siglos de filosofía son parodiados en un entrañable intercambio de palabras simples y sinceras cuyo fundamento es el amor. Más adelante se sumarán en el periplo dos mujeres, habrá sueños, unas valijas que destilan luz (Aldrich y Tarantino son invocados por aquí) y nunca se resignará esa atmósfera lúdica, experimental y luminosa donde el derrotero de los personajes guiados por el azar podría ser el mismo de un director presente en un lejano país que elige no caer en lugares comunes. La mirada de Andrizzi no es chillona ni transita el llorisqueo que esperan las buenas conciencias decididas a participar desde lejos. En todo caso, es una celebración a la relación que une al cine con la ciudad como espacio, de larga data en la tradición de grandes directores. Las restricciones que se suponen aparecen en este tipo de contextos son enfrentadas con color, música, exploración y desconcierto. La libertad que se escamotea de un lado, en todo caso, es aprovechada detrás de cámara y en una toma de decisiones que hacen de Una novia en Shangai una saludable rara avis dentro del cine argentino. No obliga, invita. Y si no se entra, quedan las últimas palabras de uno de los dos rufianes (melancólicos): “Mañana será un nuevo día y todo será mejor”. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant