Con las mejores intenciones no se hace necesariamente una buena película. Mario On Tour, de Pablo Stigliani, recurre a un campo trillado de temas y situaciones desde el momento en que nos internamos en la historia del protagonista: un padre que intenta recomponer el vínculo con su hijo en medio de una desordenada vida como músico. Apenas tiene par de canciones propias y suele ser contratado para hacer un número en el que imita a Sandro. Frente a este cuadro de lugares comunes, y luego de una secuencia inicial descriptiva (bastante esquemática en la continuidad de los planos), la esperanza se refugia en algunos toques distintivos y simpáticos. El hecho de ver en una película argentina en la que un personaje se sienta en un bar de barrio a tomar una cerveza y no transita esas zonas de confort burgués de jóvenes angustiados, ya es un aliciente. Por ello, si hay que destacar méritos, son esos instantes fugaces en los que ciertos espacios y actitudes (gestuales como verbales) se potencian, sobre todo, cuando Mike Amigorena no hace de sí mismo. Es fácil tener empatía con Mario. El tipo no desborda, no grita, tiene buenos sentimientos y hace lo que puede. Stigliani acierta en no recurrir a los excesos dramáticos, pero cae en una pose televisiva que le resta fuerza a la construcción de su (anti)héroe. Me refiero a la imperiosa necesidad de que deba imitar a Sandro como si eso sumara puntos y aplausos. El efecto de las canciones y de los movimientos de Amigorena no son ni siquiera bizarros, sino anodinos. Todo parece indicar que el objetivo era meter esa canción final, propia de su repertorio, una maniobra de tinte publicitario. A propósito de la música, y más allá de ser agradable, nunca se desprende de una omnipresencia que deriva en exceso. Salvando el trío de hombres (los dos amigos y el hijo), la figura femenina de la madre deja bastante que desear, ya que obedece a un estereotipo narrativo de bruja cotidiana más propio de una novela que de una historia sencilla y modesta como la que se nos ofrece. De igual manera, el tránsito por el interior será una oportunidad para repetir miradas uniformes y prejuiciosas en torno a sus habitantes. El Oso dirá “Yo pensaba que la gente de pueblo era buena gente”. Hay situaciones propias de la comedia que van por buen camino, incluso cuando incurren en un genuino costumbrismo, sin embargo, la falta de ritmo y una extensión temporal poco propicia del filme, atentan contra los pequeños logros. De este modo, Mario On Tour, sin hacer ruido, corre el peligro de que la modestia se transforme en indiferencia. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
HORROR CON MENSAJE SUPERFICIAL Paraíso tiene, en el mejor de los casos, todo aquello que puede hacer defendible a una cantidad enorme de films: una fotografía impecable en blanco y negro, buenas actuaciones, oficio en la dirección, momentos de impacto emotivo, entre otras cualidades que cuadran dentro de lo políticamente correcto en los cánones del buen gusto. Pero toda esa enumeración no deja de ser parte de un diagnóstico superficial. El problema es que la suma de esas cualidades inmersas en un contexto visto infinidad de veces, termina siendo una ilustración más del horror del Holocausto con una estética asimilable que, en el peor de los casos (es hora de decirlo), parece una actualización, más de cincuenta años después, del famoso artículo de Rivette sobre el travelling de Kapo, la ya famosa y citada película de Pontecorvo. Y lo que es peor, con mensaje. Una mujer rusa de clase aristocrática, un joven oficial nazi y un policía colaboracionista son los protagonistas de este drama donde quedan igualados por un doble y cuestionable procedimiento. Pese a sus diferencias ideológicas, los tres ven trastocadas sus identidades a partir de decisiones que los podrán en riesgo (visto una y mil veces); por otro lado, más allá de la historia en sí ambientada en los campos, con sus imágenes bellamente encuadradas de personajes transitando ese infierno e iluminadas con claroscuros para apaciguar la violencia, sin los movimientos abruptos de una cámara que mira con elegancia, se alternan tramos donde los tres involucrados confiesan ante una autoridad fuera de campo que los interpela. Por momentos, los testimonios parecen sacados de archivos documentales, aunque hacia el final (el peor segmento del film de Andrei Konchalovsky) sabremos otra cosa. Con reminiscencias a series al estilo de Holocausto y films como La lista de Schlinder, Paraíso atrasa unos cuántos años en su tratamiento. De ahí que termine siendo una película tan redundante como intrascendente.
Una cámara situada a una distancia considerable como para espiar una esquina en un día más frenético y plagado de ruidos de autos. Un tiempo para observar, también, a una pareja que sale de un lugar con una pequeña. Paredes pintadas de fondo sobre tonos azulados. No es una postal de presentación ni la búsqueda forzada de cierta estética complaciente; más bien es un golpe de realidad donde el sonido directo altera cualquier idea de nitidez y tranquilidad. De pronto, un plano secuencia refuerza esa incomodidad sin reparos. Serán apenas los únicos minutos destinados a exteriores. Luego, un auto. Los planos se tornan cerrados y asistimos a una discusión poco soportable, entre la pareja, con signos de histeria. Todo el camino que circundan no ayuda demasiado para soliviar el clima de tensión, teñido de un cielo gris y con camiones y tractores que pasan constantemente colaborando con la contaminación sonora. Puiu nos da la bienvenida a Rumania y luego nos mete en una casa durante casi tres horas para que ese espacio dramático, sostenido notablemente con la cámara, hable bastante del país aludido puertas adentro. Ese pequeño universo con mucha gente adentro que transita los ambientes elásticamente, es observado por una cámara espía que jamás se entromete y que trabaja sobre un discurso a base de rumores o tonos elevados según la posición que mantenga. Al mismo tiempo que alterna los detalles sonoros, lo mismo hace con los colores azules y marrones. No hay idea de completud sino fragmentos de un ritual familiar cuyos condimentos asoman paulatinamente siempre y cuando nos entreguemos con paciencia a las reglas que el registro propone. Se materializa un encierro familiar, por momentos con un tinte costumbrista, pero paradójicamente ese espacio siempre está abierto a las expectativas de que algo pase. Lo cotidiano deviene como una pesadilla de esas en las que uno tiene los pies empantanados y no puede correr. Hay en Sierranevada, una especie de fascinación que impide que abandonemos el barco antes de tiempo aún con el marco claustrofóbico que utiliza. Pero también se arma un pequeño relato. El hombre en cuestión, el de la primera escena, es Lary, un médico que acude a esa casa porque allí todos conmemoran la memoria del padre. Como suele ocurrir en los funerales, los estados de ánimo fluctúan y un día transcurre como si fuera una vida entera (al igual que el drama o la comedia). Desde este punto de vista, resulta admirable la forma en la que el director construye un campo minado de tensiones siempre al borde del estallido donde los temas pasan rápidamente. Los planos secuencia siguen los desplazamientos de un ambiente a otro, donde los climas emocionales varían y algunas verdades afloran, pero siempre bajo una lógica que evita que las verdades y las miserias se vomiten descaradamente sino que ingresen natural y desapercibidamente en tiempo real. El contexto es armado por parte de un espectador paciente que sabrá dar forma a una serie de gestos privados cuyo signo recurrente, en medio de la muerte, es la amargura, sentimiento rastreable no solo como consecuencia de la demencial situación europea actual sino por los restos de un país en el que la promesa capitalista reavivó los espectros de un pasado comunista. Las heridas están abiertas y bien visibles en esa coreografía familiar que no es más que un centro neurálgico más de la Rumania presente. Una propuesta radical y notable de un cineasta que con una corta filmografía ya dejó de ser una promesa. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
VIAJE A LA SEMILLA Horacio Quiroga fue un genio, hoy olvidado por las manías académicas que relegan el panorama para cultivar el arte de la fragmentación. Sus escritos sobre cine contienen verdaderas perlas que anticiparon varios de los escritos teóricos que poblaron revistas y libros posteriores. En 1920, antes de que la sombra de la poética autoral comenzara a levantarse, era capaz de afirmar lo siguiente: “Pero aun así, la mina no es inagotable, y el asunto del autor cinematográfico va cobrando angustiosa importancia.” Fue un visionario con respecto al poder alucinatorio y fantasmal del cine; tanto El espectro como El puritano son cuentos que trabajan sobre los poderes alucinatorios del cine combinados con las fantasmagorías de un amor prohibido por la muerte. Es sabida la fascinación de Quiroga por lo maravilloso técnico que define, entre otras cosas, su pasión por el cine, del que hará permanentemente un culto y al que utilizará como espacio de reunión, de un tipo especial de fantasmas: las estrellas famosas que regresan a su ámbito, en busca del único sentimiento que fundamenta su existencia, a saber, el amor más allá del inexcusable paso del tiempo. El notable trabajo documental de Peter Braatz, Blue Velvet Revisited, es, entre otras cosas, una regresión espectral al hermoso y terrible mundo de Lumberton, y su sintaxis es la de los sueños, como no podía ser de otro modo. No hay estrellas, en todo caso embriones de futuras estrellas y jóvenes viejos que regresan a nuestras mentes después de treinta años para volver a amarlos. El efecto que producen las imágenes es un puente hacia una realidad donde la convivencia entre fotos y audios, durante la filmación de la legendaria película de Lynch, hace que el tiempo adquiera características peculiares por su carácter simultáneo y su borrosidad. Con respecto a esta idea el filósofo Jacques Derrida, en una entrevista llamada El cine y sus fantasmas, habla de la fascinación hipnótica del cine y del encuentro con los fantasmas en la sala oscura: “La experiencia cinematográfica pertenece de cabo a cabo a la espectralidad, que yo relaciono con todo lo que se puede decir del espectro en el psicoanálisis. El cine puede poner en escena esa fantasmalidad. Todo espectador, durante una función, se pone en contacto con el trabajo del inconsciente. La percepción cinematográfica es la única que puede hacer comprender por experiencia lo que es una práctica psicoanalítica: hipnosis, fascinación, identificación. El cine permite así cultivar lo que podríamos llamar “injertos” de espectralidad, inscribe rostros de fantasmas sobre una trama general, la película proyectada, que es ella misma un fantasma.” Cuando uno se sumerge en la materia fílmica que propone Braatz (que tuvo el privilegio de acompañar a un joven director inmerso en la posibilidad de realizar su propio filme sin condicionamientos, luego del fiasco de Duna) comprueba que el armado quebradizo con los archivos que quedaron de esa experiencia, tiende a la misma lógica lyncheana cuyo sentido aparece en el montaje fragmentado y las elipsis narrativas. En este caso no vemos imágenes de Terciopelo azul, sino que recorremos sus bordes, los ecos fantasmales, como si desempolváramos una caja de fotos. Braatz realiza un maravilloso trabajo de posproducción con los materiales del arcón y su tono nunca es lastimoso por lo que se fue, sino que celebra un espíritu de independencia cuyos resultados apenas podían prever los protagonistas involucrados, incluido el propio Lynch que a veces parece ante la cámara sonriendo, contento por lo que está haciendo y esgrimiendo argumentos sobre lo que le gustaría hacer a futuro (en uno de los testimonios se refiere a los beneficios que traerá la tecnología al cine; en el año 2007 lo demostraría con Imperio). Dentro de este espíritu de celebración, hay pequeños gestos de amor hacia la profesión como aquel que muestra al propio Lynch pegando con obsesiva prolijidad una cinta para armar el cartel de Lumberton sobre un camión. Si algo se vislumbra dentro del juego onírico maravillosamente musicalizado, es la idea de familia y con integrantes especiales, como el caso de Dennis Hooper, cuyas palabras dan cuenta de un saber diferente pero que da en el clavo cuando describe la formación pictórica y la inteligencia un director joven que tiene en claro a dónde apunta. La cámara lúdica de Braatz no pierde de vista tampoco a la dupla protagónica ni a la increíble Isabella Rossellini. Son semblantes y voces también espectrales bajo el yugo del súper 8. El realizador alemán arma las estaciones de su viaje de manera poética y obviando el camino convencional del simple backstage. Expone los límites y los permisos de su estadía en el set de modo fragmentado, visto a la distancia, como una meditación. Y de eso se trata, a juzgar por la recepción que plantea desde la materia misma del cine, la de los sueños. Como los espectros de Quiroga nos asomamos a la sala para salvar una vez más a los seres que queremos, los que están en pantalla. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
Una amenaza de tifón que se deja escuchar en la radio se contrapone con la tranquilidad de los encuadres de Kore-eda y con un comienzo familiar donde lo cotidiano gobierna sin ataduras. Madre e hija dialogan y se mueven dentro del plano fijo frontal que las mira en sus pequeños actos domésticos. Luego de establecer el marco, que será un refugio dramático para los personajes, aparecen los trenes (que siempre serán de Yasujiro Ozu) y la tradicional llegada a la estación (imagen fundante si las hay) para que descienda Ryota, el hijo, pero al mismo tiempo un padre problemático, jugador, que solo puede ver a su hijo una vez al mes, que ha escrito una novela pero que debe rebuscársela como detective en una agencia. La dinámica de las relaciones familiares, una especialidad del director nipón, sobre todo en los últimos filmes, aparece en escena pero nunca se exacerba. El inminente arribo del tifón es proporcional al potencial estallido que jamás se desata, como si aguantar los embates climáticos (una costumbre japonesa) fuese tan natural como soportar las llagas de la vida sin quejarse. Kore-eda dispone de material para el drama sentimental, sin embargo, su terreno es otro, el de los instantes fugaces, lo más parecido a la felicidad, aunque el término suene ambicioso. Salvo algunos matices, todas las criaturas del director son buenas. Y en esta postulación de la realidad, que no escatima en el dolor (siempre contenido), se destacan sobre todo los personajes femeninos. Allí está en primer lugar la abuela perceptiva, sabia, reparadora que nunca pudo comprender a su difunto marido. Desde sus primeras ficciones Kore-eda sabe cómo filmar a los ancianos y esta no es la excepción. Cuando la cámara se consagra a una mirada microscópica y destaca los detalles de una existencia signada y comida por el paso del tiempo, asoma la poesía. Basta ver la dedicación que la mujer le consagra a sus plantas, a la comida para su nieto, a observar de qué modo una mariposa la ha seguido, a compartir con un grupo de gente mayor la pasión por Beethoven, de recordar pequeñas anécdotas familiares como olvidar los nombres de actores y actrices americanos. Es la etapa de la liberación y del placer, una vejez plena pese a los inconvenientes del hijo. Por eso será clave el diálogo que sostiene con su ex nuera porque ambas representan a dos generaciones de mujeres cuyos hombres jamás entendieron nada. En esta película las mujeres son las que pueden plantearse cosas como “¿Cómo ha llegado a ser mi vida así?” o “Para bien o para mal es parte de mi vida” sin ruborizarse. El anverso es el patetismo tragicómico de los hombres. Ryota está condenado a repetir los actos del padre. A medida que transcurre la historia vamos sacando su velo y enfrentamos su naturaleza imperfecta, acción que se detendrá solo cuando pueda redimirse, descubrir su legítimo rostro y acaso comenzar de nuevo. Los temas son pesados pero Kore-eda los afronta con liviandad. Se toma todo el tiempo necesario para que los personajes se muevan dentro del plano sin movimientos frenéticos de cámara. Y aún las acciones morales más cuestionables dentro de una lógica convencional son frenadas a tiempo con salidas humorísticas o pertinentes cambios de tono. Finalmente, cuando el tifón se hace presente, el hogar devenido en una especie de rompecabezas surge como refugio y espacio de recomposición familiar momentánea pero eficaz. Alguien podría objetar una cierta cuota de sentimentalismo en la secuencia de cierre, no obstante, me atrevo a decir que en una película que promueve el placer por los detalles habría que dejar la puerta abierta a la duda ya que la felicidad se entrega a cuentagotas. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
En las amenas y excelentes clases que Ricardo Piglia desarrolló en torno a Borges, transmitidas en su momento por la televisión pública, se refirió a una anécdota en la que David Viñas desafiaba al establishment académico destacando su preferencia por Rodolfo Walsh. Piglia le daba la razón a Viñas y lo justificaba refiriendo a que era un hombre de izquierda, pero agregaba que no hubiese sido posible la literatura de Walsh sin Borges. Evidentemente, más allá de las abismales distancias ideológicas que separaban a ambos escritores, coincidían en la pasión por un género: el policial; también concebían el relato desde estructuras microscópicas capaces de ofrecer aquel momento decisivo para los personajes en busca de la verdad o de un destino que los determine. Camila Toker aúna de algún modo las tramas y los ambientes de estos dos autores en pantalla, y La muerte de Marga Maier cruza de modo interesante una geografía desolada de pulperos, estancias y guapos con una intriga policial propia de tahúres. Imágenes de un western criollo mezcladas con ambientes cerrados y propensos al misterio, parecen darle vida a un filme ambicioso en sus propósitos pero que no necesariamente exhibe resultados del todo satisfactorios. Pero antes, premiemos la ambición. Si hay un rasgo que define a la película de Toker es no temer al ridículo y apostar por los géneros, salir de la abulia urbana a la que nos tiene acostumbrados gran parte del cine argentino y atreverse a otros escenarios, en este caso, un pueblo llamado Punta Indio. Todo comienza con el hallazgo de un cadáver que ha traído la sudestada durante la mañana. Quienes lo encuentran son chicos (como en aquel ameno film de Hitchcock, ¿Quién mató a Harry? de 1955, donde las cosas terribles sucedían de día). No está “envuelto en plástico” como el de Laura Palmer de Twin Peaks, pero sí fuertemente atado con sogas a una cobija y con un visible corte en el cuello. Se trata de Marga Maier, de la estancia de Los Coronillo (en el pueblo todos se conocen) que está a la venta. Toker elige la fragmentación a partir de una sucesión de planos para demarcar el ambiente y los personajes que se sumarán: la heredera, el sobrino de la víctima, un comprador alemán, un patrón temible y cínico, y los policías que investigan. Los otros, los personajes que bordean la historia, se desplazan y observan resguardando los secretos de un lugar espectral, abierto a una naturaleza tan inconmensurable como misteriosa. Cuando la cámara abandona la opresiva mirada de los interiores, se engalana abriendo la perspectiva por senderos de hojas secas. Las caminatas de Julia (Pilar Gamboa) con su piloto y anteojos negros recuerdan los trayectos de los giallos de Sergio Martino o Dario Argento, al igual que la inclusión de objetos propios del género (en este caso, un diamante utilizado para cortar el cuello), un par de flashbacks en los que el voyeurismo se acentúa y la música de cuna camuflada que acompaña varias secuencias. Los planos generales, cuando no son familiares a un western criollo, se consagran al policial. Lo notable es la fluidez del pasaje de uno a otro sin intermediación alguna. De aquí, la riqueza y la ambición de Toker cuyo tono moroso y atmosférico marca la incerteza del marco, una elegante forma de materializar la quietud pueblerina y sus extravagancias contenidas (por momentos se ve a un lugareño tocando la guitarra que parece el extraño habitante del pueblo de Deliverance, la genial pesadilla americana dirigida por John Boorman en 1972). Hay una verdad repartida en trozos según las criaturas que habitan el pueblo, un cúmulo de secretos y supersticiones, una barbarie latente que contrasta con la veracidad policial (al comisario le gusta que le hablen sin rodeos). “Está todo muerto acá” dice un personaje entre las sombras de un espacio hogareño residual, y se podría pensar que el relato también agoniza progresivamente. No se trata de buscar necesariamente verosimilitud (si hay algo que la película resuelve bien es eludir el color local), pero sí de establecer resortes narrativos un poco más sólidos que los que se ven, sobre todo en la parte final. En este sentido, da la sensación de que no queda resuelto si la pretensión es narrar una historia o trazar un cuadro de atmósferas inquietantes. Y si este último punto resulta más estimulante, cierta disparidad en el manejo del ritmo y algunos diálogos afectados resienten una historia cuyo prometedor título anunciaba más de lo que finalmente ofrece, como si la sangre del filme fuese chupada por un vampiro. Esto, sin embargo, no empaña su audacia. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
ANTES DE LA TORMENTA Tal vez sean ciertos gestos estéticos, algunas frases y un par de escenas las que mejor resalten el centro neurálgico del cine de Bellocchio, aquel parricida que se despachó a una tradición gigante con la demoledora I pugni in tasca en 1965. No es la historia lo que prima sino la capacidad que tiene el director para cazar planos maravillosos, armar secuencias de tonos encontrados y ofrecer desbordes propios de quien concibe la vida operísticamente. Pocos tipos han sabido ofrecer una poética donde la locura, la política y el psicoanálisis convivan en una mirada desaforada, trabajada en un campo de tensión permanente entre silencios y gritos, ejercicio que también se traslada a la forma en que musicaliza la mayoría de los grandes momentos en su cine. Basta pasear los ojos por los créditos finales de Dulces sueños, aguzar los oídos y comprobar cómo de una tenue melodía clásica pasamos sin aviso a una canción pop. O amar esa notable secuencia en la que el niño protagonista acude a la casa de su amigo y a medida que sube la escalera, el silencio de sepulcro burgués es interrumpido por Highway star de Deep Purple, para terminar en un encuentro edípico sumido en una atmósfera de erotismo. Así es la vida para Bellocchio: un vaivén operístico en medio de una arritmia narrativa. Lo que importa es el tono, la búsqueda de ese lapso de tiempo y espacio donde los desbordes anímicos propios del melo arriman a los personajes a la cornisa del abismo. Y cuando una criatura en sus películas dice “Su corazón no resistió” o “Me va a explotar el corazón”, nunca hay que tomar tales sentencias con un único sentido. El último film del irreverente realizador es, entre otras cosas, sobre el dolor. Una primera cadena de acciones breves confirma una idea y tres estados: el poderoso vínculo entre una madre y su hijo de nueve años, Massimo; la euforia, el miedo y la tristeza. Luego, la pesadilla del suicidio y una pérdida que el personaje cargará durante toda su vida sin que se la nombren como se debe. Las últimas palabras de la madre (que dan origen al título) preparan el terreno somnoliento en el que se sumerge el itinerario del chico que se hace adulto para volver a ser joven (la estructura se arma a partir de un ida y vuelta por determinados años, que también marcan sutilmente los cambios de Italia). Massimo apenas puede reír y la experiencia de temprana orfandad la vive como vacío, como pánico (que se materializa en ataques) y apenas es tapada con una escritura que obedece al compromiso laboral y a una pasión impuesta por el fútbol. Los trabajos que lleva a cabo como periodista son eslabones arbitrarios que suplen el dolor, que lo mantienen espectralmente en el mundo, incluida la relación con una bella enfermera, porque en su rostro y en su cuerpo se inscribe la desdicha (ese don, como diría Borges, que hace posible nada menos que la tragedia; en un segmento, Massimo visita a un posible candidato para una entrevista que termina matándose luego de haber dicho “mire, un hombre feliz no hará nada interesante en su vida”) y la necesidad de encontrar la verdad sobre los motivos de la muerte de su madre. Toda la energía border del niño desplegada en la primera hora del film se va extinguiendo en un mar de melancolía. No obstante, tipos como Bellocchio son capaces de no empantanarse y salir con imágenes en las que una marcha en un boliche con la música al palo es acompañada con Nosferatu de Murnau de fondo. Y si la vida se siente operísticamente, esto es algo que su cine rescata con los contrastes mencionados. Mientras tanto, sus películas transcurren y pueden verse/sentirse como sus personajes que miran a través de las ventanas cielos estrellados o caídas de nieve, hasta que irrumpe algún huracán de signos.
Incluida en la sección competitiva argentina del Festival de Mar del Plata, la última película de Frenkel retoma su anterior documental Amateur (2011), particularmente un fragmento, como punto de partida para encarar en Los ganadores un seguimiento a la insólita cantidad de concursos y de premios entregados que existen en la Argentina. El resultado es desopilante gracias a un trabajo de montaje notable en el que la suma de momentos rescatados logra construir una comedia con material documental. El director vuelve a confirmar su capacidad para captar historias y retratos extravagantes, en este caso, de una galería de personajes ávidos por exponerse con sus premios y eventos en internet, de ser visibles bajo un modo de espectáculo que no le teme al ridículo ni a las cámaras. Dentro de ese heterogéneo mundo, la segunda mitad se concentra en un evento organizado por el conductor de un programa de radio cuyo negocio pasa no solo por hacerse notar con los premios que gana frecuentemente sino por hacer realidad un encuentro anual donde todos los que participan son galardonados. La cámara de Frenkel se mete en todos los recovecos y selecciona de manera inteligente aquellos fragmentos que le sirven para los mejores gags gestuales y verbales. De este modo, el protagonista se transforma en el pilar de un prototipo argentino que condensa la doble moral, la picaresca, la simpatía y el oportunismo. Y si bien se pueden rastrear ciertos signos que ponen sobre el tapete qué hay detrás de todo esto de los concursos y los premios, el filme se ocupa de continuar siempre por los carriles de la comedia. Al término de la función, se generó una polémica entre colegas quienes, con argumentos atendibles, reprochaban la mirada del director con respecto a la manera en que observaba a las personas involucradas. Reparaban en su lugar de enunciación y de poder detrás de la cámara para disponer de las acciones y las palabras, para llevarlas hacia el terreno de lo ridículo con una pose cool si se quiere, y en algunos casos clasista. Si bien es cierto que la película se mantiene siempre en una delgada línea entre la burla y el retrato, además de incluir un innecesario y largo plano de un hombre mirando a cámara, desde un ángulo contrapicado, es cierto, pero estirado en el tiempo para buscar la complicidad risueña del espectador, no creo que se advierta una intención de discriminación ni desprecio al respecto. El primer argumento es que el propio Frenkel incluye su registro de manera paródica. Al comienzo, una voz en off nos presenta el proyecto como si se tratara de una tesis de investigación pero el tono que le imprime a la locución es de la misma índole que sus personajes, extravagante, al borde del disparate. Es decir, se incluye el narrador mismo como parte de esta historia. Luego, el humor no se arma con víctimas sino con seres que representan los sueños de muchísimas personas de clase media que quieren ser famosas y no escatiman ni por un segundo perderse la posibilidad de mostrarse en videos de pésima calidad, mediante fotos desencuadradas y en otros de los múltiples accesos que ofrece nuestro mundo de multipantallas. Las carcajadas de las platea son un muestrario de que muchos comparten tal actitud. Otra crítica que se hizo es por qué no aplica el mismo procedimiento con figuras importantes en eventos de peso. El mismo Frenkel dijo algo cuando terminó la función: basta echar una mirada a lo que pasa en las aperturas y clausuras de los festivales de cine para comprobar que ocurre algo parecido. Ante la inquietud, respondo: las entregas de premios de eventos importantes son repetidos a ultranza por canales de televisión, comentados ad infinitum por otros programas; aquí pasa por descubrir otros modos fuera de la esfera oficial, con personajes ignotos, listos para ser descubiertos y potenciados en pantalla. Yo agregaría que basta ver el spot institucional del Festival con ese ridículo desfile costumbrista de estrellas para cubrir la demanda de mis colegas y darle la razón al director. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
VIDAS SECAS Una vez más el cine rumano amasa una idea, a saber, que el país se ha convertido en un gran baldío donde los pilares (la educación, la justicia, la salud y la familia) se desmoronan con una rapidez alarmante. Desde esta perspectiva, Mungiu trabaja sobre un malestar connotado desde la primera secuencia de planos: una estructura de monoblocks, un ambiente casero sin vida, con aspecto de museo conyugal, y un piedrazo sobre una ventana. Es la punta del ovillo, la carta de presentación para el pantano narrativo y personal de los seres que deambulan por una tierra devastada, carente de desbordes emocionales, y cáustica por donde se la mire. El protagonista es Romeo, un médico que vive como puede con Magda, su mujer, que permanece cual zombie como consecuencia de un matrimonio terminado. Ambos forman parte de una generación que vio frustrados sus sueños de progreso y que se sienten cómplices del derrumbe. Por ello, el padre hará lo posible para que su hija rinda los exámenes que le permitan acceder a un colegio en Inglaterra. La presión es constante pero se verá entorpecida por turbios obstáculos. Romeo maneja varios escenarios (también tiene un amante) pero siempre se viste igual y su semblante jamás muta en una sonrisa. Es que no hay tiempo para eso. Para colmo, alguien ataca las ventanas de su casa y el auto. El horizonte de su vida es tan incierto como el del país y apenas puede descargar un llanto brevemente camino a su casa. La monotonía de esta vida es coloreada por la recurrencia a los tonos azulados y marrones y la cámara capta los nervios de este hombre anclado en una estructura asfixiante. La incomodidad gobierna y los placeres aparecen siempre postergados pues ninguno goza de un momento de disfrute en lo que hace. Dentro del esquema ideológico que la película traza, el microuniverso familiar se transforma en el mecanismo extintor de una mirada trágica: cuando las instituciones no funcionan asoman los pequeños actos de corrupción cuyas implicancias morales son apenas el comienzo de una montaña de decisiones dudosas, donde la ética se ve comprometida. En efecto, la imperiosa necesidad de Romeo por forjar el futuro para su hija se ve amenazada (al principio intentan abusar de ella) y entonces el mismo incurrirá en una serie de pedidos poco transparentes porque el fin justifica los medios. La agonía individual y social nunca es frenética, y se cocina lentamente. Estos signos, propios de una realidad monolítica y de monoblocks, son los yuyos que crecen en Rumania, otro país afectado por el capital salvaje. ¿Por qué se soporta semejante sequedad? Se sabe que en el cine la dictadura de la felicidad como de la miseria triunfan siempre y cuando no se noten las costuras, y si hay algo que sostiene a Graduación es el equilibrio en medio del agobio, la pericia del director para encerrarnos en la cárcel de la verosimilitud sin que nos escandalicemos pese a su crudo realismo.
La ópera prima del cineasta cordobés Moroco Colman trabaja a partir de un registro de exploración cuyo centro está compuesto por los vínculos entre dos mujeres. Carla regresa después de un prolongado período de ausencia para acompañar a Martina, quien afronta la muerte de un hombre. El carácter controlador de una afecta y cae como un lastre para la otra, abierta a un duro juego sexual con un joven mayor que ella. Un moretón aparece como el primer indicio. “Me gusta el sexo fuerte” dice la chica; “no es gracioso”, le advierte Carla. Es apenas uno de los pocos intercambios que mantienen luego de un reencuentro frío donde las implicaturas superan a lo hablado. Mientras tanto, Martina mantendrá sus rituales con Diego. Ambos conciben el sexo de manera rutinaria según dicta el deseo. Nada trascendente hay en un acto que es visto como si se tomaran una cerveza: se ven, se dan masa y tocan la guitarra. Los afectos son recuerdos lejanos en un ambiente crudo y despojado que la cámara recorrerá sin perder de vista esos cuerpos y rostros femeninos en contrapunto dialéctico. El presente es privilegiado y los perfiles se arman con el mismo tiempo de enunciación, como si el cerco comunicacional que mantienen las protagonistas se extrapolara a los espectadores, quienes deberán reponer información emocional elidida. No sabremos incluso con certeza qué lazo mantienen entre sí. En este sentido, Colman continúa una (ya) larga tradición de personajes en el nuevo cine argentino, desganados, abúlicos pero siempre creíbles. La lógica de búsqueda que propone el filme se prolonga hacia un desafío formal en la medida en que se escogen diversos formatos de encuadre según los bloques de equilibrio y de leves alteraciones emocionales. Y si bien el virtuosismo técnico y cierta idea de montaje seducen visualmente, tal vez el corazón de la película parece invisible ante tanto cálculo. Un cambio de registro y una pequeña ruptura abren el juego. De la palidez de la casa y los tonos azulados diurnos pasamos al rojo de una fiesta en la que Carla participa y se cruza con un amigo con el que compartirá un trío. A la vuelta, la experiencia parece poner a las dos mujeres en el mismo escenario, como si el tejido vincular se recompusiera a partir del dejarse llevar por el placer, más allá de la escatológica orgía de fluidos (alcohol, semen, vómitos). Martina se relaja cuando Carla aterriza y se muestra imperfecta. Solo estos deslices, que las devuelven a su estado original, otorgan el aire necesario a vidas urgidas de ventilación. A esta altura, el fin de semana deviene en un redescubrimiento, en una especie de resignación y de aceptación: somos lo que podemos ser. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant