Imágenes reales de la supervivencia Tres historias de vida, tres miradas sobre el devenir cotidiano, tres observaciones de lo real. Inmigración y después ver desde la cámara. Tres historias de vida, tres miradas sobre el devenir cotidiano, tres observaciones de lo real. Inmigración y después ver desde la cámara. De eso trata El tiempo encontrado, un documental de los experimentados realizadores Eva Poncet y Marcelo Burd, quienes ya habían explorado el tema en la más que interesante Habitación disponible (2004) y en la no tan apreciada Vladimir en Buenos Aires (2002), en el territorio de la ficción. Pero si aquel sensible registro de la inmigración con ecos de pieza de hotel construía su relato a través la urgencia y de la aun letal crisis política y económica de 2001, las tres historias de El tiempo encontrado eligen la observación como fundamento dramático y la contemplación, a través de la cámara, con el fin de registrar lo real, sin invasiones didácticas ni voces en off que altere la pureza de las imágenes. Así, el devenir de Berta, expresada por medio de su labor con el tejido, el día a día de Darío y su cosecha de tomates y el paisaje que se funde al cuerpo de Edwin y su trabajo en una fábrica de ladrillos, no necesitan de una mayor explicación que las imágenes por sí mismas. Los tres nacieron en Bolivia, pero Poncet y Burd articulan un discurso donde no hay lugar para el texto de barricada ni tampoco para exhibir una pose autoritaria de los directores por encima de sus personajes. Ellos se colocan en un mismo punto de equilibrio, colectivizan su mirada sobre el mundo y escarban en las precariedades de vida de Berta, Edwin y Darío, pero apartándose de cualquier rasgo miserabilista y propicio al mensaje que se protege exclusivamente en la bajada de línea. Por eso, El tiempo encontrado halla sus virtudes no sólo por lo que muestra; también, por aquello que decide escamotear y ocultar, aferrándose a una idea original luego trasladada a las imágenes. Como si se tratara de un más que interesante ejemplo de antropología cinematográfica, este documental de observación y contemplación registra lo real sin adornos ni artilugios, confiando en la empatía de los directores hacia los personajes reales y viceversa. Y es desde allí manifiesta su innegable honestidad estética.
Una tragedia, todas las tragedias Más de diez años pasaron de aquella noche en el boliche de Omar Chabán y de aquellos despropósitos públicos y privados que se llevaron docenas de cadáveres y dejaron cientos de heridos de por vida. Más de diez años pasaron de aquella noche en el boliche de Omar Chabán y de aquellos despropósitos públicos y privados que se llevaron docenas de cadáveres y dejaron cientos de heridos de por vida. Cromañón fue el corte de cuajo a un Estado ciego, al conformismo rockero de entonces y a la carne de cañón siempre dispuesta que representa la adolescencia o no tanto de cualquier época. En ese punto, el trabajo de Mayra Bottero repara en aquellas imágenes del horror, en los testimonios de padres y sobrevivientes, en el lugar que ocupaba la sociedad del momento cuando se daba el visto bueno a un lugar cerrado no acondicionado para un determinado espectáculo. En ese sentido, el documental no sale de ciertas rutinas que exploran en las cabezas parlantes y en la utilización de fragmentos televisivos de noticieros sobre el hecho. No está mal pero tampoco es demasiado original, en cuanto a recursos cinematográficos, que La lluvia es también no verte exprese su interés estético en decisiones formales ya preconcebidas en infinidad de documentales de denuncia. Porque de eso se trata: alertar, comunicar, acusar, dar a conocer una opinión donde las culpas se sintetizan en el rol y en la responsabilidad del Estado que, polémicas mediante, se recuerda que está representado por individuos que sin cargo político alguno también toman decisiones que pueden perjudicar al otro. Por eso, la película decide ir más allá de Cromañón para sumar otros acontecimientos trágicos en donde el Estado también mira hacia los costados. Allí, la propuesta argumental se agranda y trata de abarcar a un Poder desde su faceta criminal, propiciando un discurso demasiado ambicioso y de poco vuelo cinematográfico que constantemente se ve subrayado por el uso de una voz en off (a cargo de la realizadora) que resuena por su carácter mesiánico y excesivamente artificial en sus decibeles poéticos y aleccionadores. Quedan, eso sí, las víctimas de Cromañón, el humo irrespirable que antecede a la muerte y la sensación de que todo podría haberse evitado y no sólo por un sujeto anónimo que arrojó una bengala en un lugar no autorizado para hacerlo. <
Viaje de iniciación en camioneta El espectador adolescente consume, y más en estos días de vacaciones, cine, teatro, música, televisión, actividades varias, en fin. Pero no solo son estos 20, 30 días: desde hace un tiempo Hollywood piensa en el perfil del adolescente a través de películas (ficción, animación, románticas, superhéroes) que ocupan la cartelera durante todo un año. Allá lejos y hace mucho eran las blandas Castillos de hielo y Ron y Jeremy (para un público de 15, 16), la animación vía Disney y punto, listo, diez títulos por año como máximo y el resto no. Todo cambia y quedará para un análisis posterior el porqué buena parte de los estrenos anuales corresponden a un perfil más o menos predeterminado de espectador. Más aun si la cajita feliz viene con un best seller atrás, como ocurre con Ciudades de papel y el escritor John Green (Bajo la misma estrella), actores-modelos de protagonistas y una trama que toca (otra vez) el conflictivo tránsito de la adolescencia a la adultez. Si la versión cinematográfica de Bajo la misma estrella profería lecciones de manual, frases convencionales y ramplonerías acordes a una estética new age, conviene aclarar que buena parte de Ciudades de papel trata de alejarse de esos vicios y lugares comunes. La historia, en ese sentido, explora el territorio del fantástico y de la road movie de iniciación (en camioneta) sin complejos y arriesgando más allá de lo previsible. Quentin y Margo traban amistad como vecinos, deciden jugarse por la aventura, se quieren y respetan pero, de una noche a la otra, ella desaparece. Y allí empieza el movimiento trascendente de un grupo (Quentin, Radar, Ben, Angela, Lacey) a la búsqueda de Margo y como proceso interior para cada uno, pero en especial, hacia el personaje del joven amigovio de la ausente. Allí, la película tropieza, se levanta y vuelve a caerse y más a tarde a recuperarse en ese afán por buscar la frase aforística que complazca a ese espectador predeterminado. Mientras el director Jack Schreier filma como si fuera un fotógrafo aficionado registrando una noche de graduación, la (in)soportable levedad de la trama oscila entre momentos gratificantes y originales y otros donde el enojo y hasta la ira pueden aparecer de manera no tan inesperada. Ciudades de papel tiene el mismo vuelo corto de su antecesora, pero las actuaciones funcionan mejor y ciertos climas inquietantes que transcurren en la travesía dejan un pequeño espacio para la esperanza (cinematográfica). Será cuestión de esperar solo un rato para que un nuevo exponente de esta clase ocupe un importante espacio en la cartelera.
Comedia de piso compartido Mi vieja y querida dama es un film recetario con todos los clisés que puedan imaginarse en una historia de cruces culturales, chistes idiomáticos, una veterana como protagonista, cierta raigambre teatral en varias escenas y diálogos funcionales junto a esos remates que rápidamente complacen a un determinado espectador. Sin embargo, la pericia como guionista del director Israel Horovitz, el avasallante protagonismo del buen actor ochentoso Kevin Kline, el plato servido de frases inteligentes que se le concede a la gran dama actoral Maggie Smith y el segundo plano en el que plácidamente se desenvuelve Kristin Scott Thomas, inclinan un tanto la balanza a favor del film y de una historia ya expresada en otras películas. Mathias Gold (Kline) viaja a París para heredar un departamento de su padre pero el espacio está ocupado por la nonagenaria Mathilde Gérard (Smith) y su hija Chloé (Scott Thomas), quienes debido a un contrato morarán en el lugar hasta el fallecimiento de la vieja dama y así impedir que el recién llegado pueda usufructuar aquello que le corresponde por ley. De esta manera, la trama recorrerá la sorpresa inicial que recibe Gold, representada a través de chistes y situaciones graciosas, alguna bajada de línea que le corresponde a la invasora y a su hija y los consabidos textos donde se establece una puja cultural que refiere a franceses y anglosajones. Pero la película da un par de pasos hacia adelante si se la compara con la reciente El excéntrico Hotel Marigold 2, otro film también protagonizado por damas legendarias de la tradición actoral británica. Sucede que los cambios de tono resultan creíbles y nunca sentenciosos, que el viraje de la comedia amable y cálida al drama que revuelve el pasado y que decide ajustar un par de cuentas (en especial, dentro de la relación madre e hija) va más allá de aquello que se dice, ya que la película, de manera elegante, propone en más de una ocasión una sutil pizca de ironía que jamás necesita del subrayado ni de la expresión en forma locuaz. Mi vieja y querida dama, dentro de su estructura de comedia-drama de manual, elige el camino de la reflexión en lugar de la certeza y la contundencia sin retorno.
La canción no es siempre la misma Historia de aprendiz de músico con ansias de triunfar, la opera prima de Guillermo Rocamora se maneja en ese tono asordinado y melancólico tan recurrente en el cine uruguayo de los últimos años. Historia de aprendiz de músico con ansias de triunfar, la opera prima de Guillermo Rocamora se maneja en ese tono asordinado y melancólico tan recurrente en el cine uruguayo de los últimos años. Aquellos títulos fundacionales de una forma de producir y hacer películas concebidos por la dupla Rebella y Stoll (25 Watts; Whisky), Stoll a solas (Hiroshima) y continuada, entre otros, por Daniel Hendler en su debut detrás de cámaras (Norberto apenas tarde) se establecen en la pequeña historia de Nelson (apático y funcional trabajo de Enrique Bastos), un trompetista de la Fuerza Aérea y su afán por ganar un concurso de música que lo alejaría de la rutina y de los temas reglamentarios que se tocan en un acto militar. El comienzo sorprende por la originalidad de la propuesta, ya que allí se observan los lugares comunes en la vida de un músico embanderado por una causa o tarea patriótica, como un componente más de la banda militar. Pero el rostro melancólico de Nelson es el elegido por el director para mostrar su rutina también familiar: una madre aquejada por la salud (Marilú Marini), una mujer que le habla con el mayor de los respetos (Rita Terranova), una hermana construida como personaje a base de silencios (la excelente Claudia Cantero) y cada uno de los compañeros militares, superiores o no en el ideario castrense. En el medio, la disyuntiva del personaje por seguir manteniendo su vida gris (que incluye la monotonía laboral como integrante de la banda) y la posibilidad de triunfar con una música personal en el democrático concurso. Solo pertenece a ese grupo de películas amables en donde las imágenes, las situaciones y la empatía de los personajes dan la sensación de acariciar y proteger a un espectador deseoso de historias bonitas y de conflictos humanos y a flor de piel. En ese territorio tan peligroso, Solo encuentra sus virtudes y también choca con sus propias debilidades y con el poco vuelo de muchas situaciones que requerían una puesta en escena de mayor tensión y no tanta blandura. Solo eso es Solo.
Las discretas mentiras de la burguesía Con un cine siempre desafiante, el director José Campusano entrega una historia ubicada en Puerto Madero, con una mujer madura que se constituye en esclava de un empresario. Gustavo J. Castagna El riesgo siempre será bienvenido y más si quien lo emprende es José Celestino Campusano, a esta altura, un director-autor de imágenes para cine y televisión. Ya en la anterior El perro Molina asomaba un descubrimiento de la faceta técnica que exploraba, sin necesidad de invadir en exceso, la concepción de personajes construidos desde una escritura más eficaz. Sin embargo, esto no debería confundirse con la (supuesta) "maduración" de un cineasta acostumbrado a narrar crudas, salvajes y tensas historias cuyos ambientes y criaturas se representan desde un inmediato reconocimiento. El cine de Campusano, en ese sentido, siempre es desafiante y Placer y martirio confirma cualquier duda sobre la pureza de los films anteriores y del realismo desmesurado de su obra precedente. Acá está, por lo tanto, una historia ubicada en la ombliguista euforia ricachona y estéril de Puerto Madero, que tiene como centro a Delfina, mujer bella y madura, entre 40 y 50 años, diseñadora, casada, una hija adolescente y una economía sin sobresaltos. Allí están sus amigas y las fiestas de la burguesía a pleno, con placer sexual efímero y billetera que puede o no matar al galán. Hasta que el galán aparece, en el buen decir de Kamil, financista empresarial que seduce a la protagonista. Y allí están las decisiones de Delfina, también su obsesión por su autoelección de esclava con Kamil y su afán por detener el paso del tiempo a través del cuidado intensivo de su piel. Placer y martirio, en efecto, es una película de piel, de sexo urgente, de sufrimiento, de mentiras y engaños, de complicidades, sometimientos y manipulaciones. Campusano trabaja desde el artificio de voces y gestos de sus personajes, que hasta pueden resultar excesivos o, en la apariencia, no verosímiles y "ruidosos" para el espectador. Pero allí está el secreto: ese mundo artificial, construido desde la ostentación y el fuera de campo, necesita ese tono, esas voces declamatorias de los intérpretes, esos gestos ampulosos, esa sensación de culebrón televisivo entremezclado con el look exhibicionista al estilo Dallas o Dinastía. El desafío, por lo tanto, bien valió la pena; solo dependerá de que los seguidores de Campusano acepten esta mirada entomológica sobre un nuevo mundo que en realidad sigue siendo el mismo pero desde una óptica diferente.
Acerca de los mitos y los rituales La nueva obra del director argentino Pablo César transcurre en Formosa, Angola y Etiopía, con Juan Palomino y Boy Olmi. Diferentes ejes argumentales con sus múltiples voces convergen en las dos horas de Los dioses de agua, nueva apuesta del experimentado realizador argentino Pablo César y su interés por escarbar en culturas de otros continentes. En efecto, esta coproducción junto a Angola y Etiopía, explora en la vida del antropólogo Hermes (Juan Palomino) y su afán por descubrir el origen de la Tierra, cuestión que lo llevará a la provincia de Formosa y luego a Angola y Etiopía, además de montar una obra de teatro sobre el tema. En ese viaje iniciático y de descubrimiento permanente, el personaje conoce a un joven africano que bucea en la historia, a una actriz, bailarina y cantante y al egiptólogo (Boy Olmi), quien le comentará sobre la necesidad de emprender un viaje ritualístico y así dejar de investigar el tema desde los libros. Un bello momento visual es aquel en donde Hermes cruza el río Kwanza, ya que la potencia de la imagen se transmite desde su intención metafórica, en un instante que representa un antes y un después de las dudas de Hermes y la decisión por convivir con su deseo/investigación ahora convertido en obsesión. En esos planos de importante riqueza visual, la película impone su interés, omitiendo de a ratos un entramado dramático donde se acumula información que abre demasiadas puertas argumentales en lugar de afincarse en un único centro narrativo. Son los riesgos habituales que toma el cine del director, desde sus anteriores incursiones en territorios lejanos (Equinoccio, el jardín de la rosas; Unicornio, el jardín de las frutas; Afrodita, el jardín de los perfumes) hasta la exploración onírica con Luis Alberto Spinetta en la banda de sonido (Fuego gris). La complejidad narrativa y las pretensiones argumentales de Los dioses de agua, que oscilan entre la investigación científica y la exploración en etnias y razas con una mirada antropológica, ubican a la película en un lugar extraño y curioso: repleta de tempos narrativos que descansan en una letanía al borde de lo soporífero, la película respira una honestidad temática y formal muy difícil de rebatir.
Nueva precuela sobre terror El vacío argumental y la poca sutileza para transmitir tensión, lo convierten en un film que no suma nada al género. Tercera de la saga con gente que reclama el retorno de algunos individuos que se fueron hace tiempo, con cazafantasmas y actividades paranormales de por medio para solucionar o empeorar el caso, esta nueva incursión del demonio propone una fagocitada vuelta de tuerca sobre el tema. ¿De qué se trata? La respuesta es fácil: escarbar en el pasado y construir una precuela para que la franquicia siga funcionando a pleno en el adictivo espectador adolescente. Aquello que hace cinco años había inaugurado el realizador malayo James Wan en una discreta película y que tres años después tendría una continuación al borde de lo impresentable, ahora con el debut de Leigh Whannell en la dirección, se retoma la misma temática pero abandonando el misterio del inicio. Es decir, se está frente a otra clásica maniobra de una saga genérica que tiene poco nuevo para decir y que, ante semejante vacío, presenta un pretexto argumental que ninguna relación tendrá con los films futuros. Todo este juego de palabras no invalidan algunos (pocos) minutos de tensión y suspenso que el terror de manual de Whannell explora hasta el hartazgo, en especial, cuando la protagonista Quinn Brenner (Stefanie Scott), huérfana de madre, requiere de la ayuda de Elise Rainier (Lyn Shaye) con tal de contactarse con el más allá a pesar de la oposición de su papá viudo (Dermot Mulroney). En esos instantes vuelve a corroborarse por dónde anda el terror: una tenue presentación del conflicto, algún diálogo salpicado de tensión con música suave, presagios de lo que vendrá mediante un suspenso aun eficaz y, como era de esperar, faltando más de la mitad para que se llegue al final, se encienden las pocas luces del director y los guionistas. De allí hasta el desenlace, los gritos habituales, la poca sutileza para transmitir tensión y el uso y abuso de una música que se alimenta desde la ausencia del fuera de campo. Eso es La noche del demonio 3, algo muy parecido a decenas de films de las últimas décadas.
Los salvajes y la dama en una versión libre Santiago Mitre ubica la trama, de esta remake del film de Tinayre, en un lugar infrecuente para el cine argentino actual. Dolores Fonzi y Oscar Martínez, en notables interpretaciones, se valen de mínimos gestos para transmitir ideas. Cuatro años atrás El estudiante abrió la puerta de la polémica con su modelo narrativo y temático que se sustentaba en la crítica a la militancia política en las universidades. Fue la presentación a solas de Santiago Mitre, quien ahora duplica la apuesta con una versión muy libre de La patota, concebida hace más de medio siglo por un buen director como Daniel Tinayre a través de un argumento excedido de mensajes moralistas y religiosos. Pero la nueva historia de Mitre construye una mirada actual que alude a la política de estos días, a la justicia como termómetro de la sociedad, a un caso límite de violación llevado al extremo en cuanto a sus consecuencias y dispares opiniones sobre el tema. Desde el plano secuencia inicial donde el padre juez (Oscar Martínez) discute con su hija Paulina (Dolores Fonzi), abogada doctorada que decide romper el mandato paterno y educar como maestra rural en Misiones, desde esos casi diez minutos enfáticos por el uso de la cámara en mano junto a los textos que profieren los actores, Mitre ubica su trama en un lugar de tensión infrecuente para el cine argentino de los últimos años. En esas cuestiones que basculan entre el mensaje explícito con tufillo reaccionario ("¿Es una monarquía?, pregunta Paulina a los alumnos en la primera clase de "educación cívica") y las múltiples miradas que el film propone sobre la posterior violación que padecerá la protagonista, La patota adquiere el rango de "película de tesis" donde el espectador, cada uno con su opinión "política", mirará con disgusto o no aquello que se expresa desde las imágenes. Por lo tanto, ¿es un film político? Sí, entre otras posibles definiciones. También, se está frente a un debate de ideas que se transfiere por vía del discurso directo (la escena final discursiva y contundente entre el padre y la hija) o de manera subliminal (el cuerpo de Pamela pasa a ser el leiv motiv en la última parte del film). Mitre, astuto cineasta, confía en la exposición del conflicto, en la convergencia de la verdad con la (in)justicia, en la decisión final que le corresponderá a Paulina. Y allí, justamente, lo político se mezcla con la denuncia, dicha a viva vox, en exceso enunciativa. Para que el relato fluya desde diferentes puntos de vista (los alumnos, el novio de Paulina, el padre, la hija, el paisaje con sus habitantes que también formulan una opinión), Mitre cuenta con las notables composiciones de Fonzi y Martínez, valiéndose ambos de mínimos gestos para transmitir ideas. Ideas a un pasito de la expresión ideológica que plantearían un dilema a futuro: ¿Se está frente al nacimiento de un cine "mitrista"?
Entre el pensamiento y la enfermedad Film biográfico de manual en donde se complementan los aspectos públicos y privados de un personaje de renombre para conformar un esqueleto argumental con pretensiones populares, Leopardi, el joven fabuloso no escapa de las convenciones del caso y del A-B-C narrativo estilo miniserie. La corta vida del poeta y filósofo del siglo XVIII Giacomo Leopardi comprende cada uno de los requisitos habituales: el rigor familiar procedente de su fanatismo católico, los primeros textos sin publicar, la relación del personaje con sus dos hermanos, sus viajes por una Italia tenebrosa (especialmente, Nápoles) corroída por el cólera y una reconstrucción de época repleta de detalles y algún que otro anacronismo que resuena (desde la banda de sonido) bastante gratuito. En oposición a la descripción del hombre de letras y su entorno geográfico y familiar, surge su cuerpo enfermo, sus malformaciones físicas, su joroba creciente que lo llevaría a convertirse en un Ricardo III sin crueldades ni afán de venganza. En esa conjunción pública y privada (el escritor que murió prematuramente más el personaje minusválido), que tanto admira un espectador previo a la estatuilla del Oscar, el film del napolitano Mario Martone (director de la genial Teatro de guerra, 1989), recorre el relato sin demasiadas novedades. Sin embargo, en la última parte, cuando Leopardi camina con dificultades por las calles de Nápoles, estableciendo amistad con los marginales luego de ser humillado debido a su eterna virginidad, en esos momentos donde el personaje parece el espejo de John Merrick, aquel hombre elefante de la época victoriana, la película gana puntos, no solo por la emoción que se le transmite al espectador, sino también, por el brillante trabajo de Elio Germano en la piel maltrecha de su cuerpo deforme.