Apariciones al estilo más clásico Aun no da para armar una serie de festejos pero es innegable que a través de recientes títulos genéricos de terror se insinúan algunos bienvenidos cambios. Aun no da para armar una serie de festejos pero es innegable que a través de recientes títulos genéricos de terror se insinúan algunos bienvenidos cambios. El payaso del mal y Sinister 2, novedades de las últimas semanas, sin convertirse en títulos recordables, apelaban a un clasicismo escenográfico que peleaba con historias que no se animaban en su totalidad a descansar en la sutileza antes que en el efecto directo. Te sigue, por lo menos hasta hoy, parece encabezar un retorno a las fuentes narrativas de los '70 y '80, en especial, trazando un puente desde los mejores títulos del gran John Carpenter hasta los temas que le interesaban al recientemente fallecido Wes Craven, en especial, el de las iniciales pesadillas de Freddy Krueger y la más que astuta Scream. Te sigue es terror de bajo presupuesto, pero jamás parecido a la berretada infame de El proyecto de la Bruja Blair y sus camaritas digitales camufladas de súper 8 posmoderno. Es terror abstracto, que recurre a la insinuación antes que a la certeza para describir una serie de climas inquietantes y fantasmas de por medio que acosan a la adolescente Jay y a sus amigos. Es clasicismo puro desde la estupenda primera escena marcada por esa sensación de no lugar ni temporalidad posible, al mostrar a una chica corriendo y escapando de no se sabe quién. Es terror nocturno, pero también, como en los buenos ejemplos instalados por el cine de Carpenter, hay lugar para las escenas diurnas, aquellas donde concebir un terror de "apariciones" y "persecuciones" resulta más complejo. Por eso allí están los fantasmas reapareciendo en más de una oportunidad, sin necesidad de recurrir al efecto directo y sí al espacio off para transmitir el miedo por el miedo en sí mismo. Como se observa en la gran escena, cerca del final, que transcurre en un natatorio, mientras Jay y sus amigos esperan la llegada del próximo invasor. Con Te sigue vuelve aquel terror de antaño intentando convencer a un público acostumbrado a las actividades paranormales. La batalla recién empieza y el mejor ejemplo es un pequeño y gran film dirigido por David Robert Mitchell, ya convertido en una de las grandes novedades de 2015.
Mirar, registrar y opinar desde la cámara Un documental sobre un fotógrafo, más aun si se trata del prestigioso Sebastião Salgado, tendrá sus detractores y defensores de acuerdo a la visión del mundo de semejante personalidad. Pero quienes filman a Salgado, sus viajes y sus disertaciones humanitarias mientras registra las miserias del universo, se trate del horror en Ruanda o el hambre en Etiopía, son su hijo Juliano y el otrora talentosísimo cineasta alemán Wim Wenders. Sobre éste último, dedicado en los últimos años a registrar lo que sea (entre Pina, Buena Vista Social Club y Lisboa Story hay muchas diferencias) para mantenerse en el candelero de los festivales, poco nuevo podía esperarse salvo la cuestión de encontrar a un compañero afín de la corrección política y así continuar con esta clase de documentales que le deben más al National Geographic que a La jetée de Chris Marker o a las exploraciones genéricas del Godard de cualquier época. Ese nuevo compañero de Wim es el reputado fotógrafo Sebastião, siempre dispuesto a contemplar desde las imágenes las miserias del ser humano que tan bien reditúan económicamente en el inabarcable mercado del europeo bienpensante y en las capas de la clase media de cualquier origen. La supuesta belleza de la miseria –pautada por las guerras, el hambre, el horror del ser humano, las políticas económicas, las decisiones de los gobernantes- hacen anclaje en ese blanco y negro de exposición de galería prestigiosa que caracteriza el trabajo de Salgado. Y allí está la otra cámara, aquella que manejan su hijo y el azorado ex gran cineasta germano, compartiendo los pensamientos y la ideología del artista, quien jamás rebate una reflexión, inclinado a la admiración incondicional desde la comodidad burguesa que tal vez recuerde mejores épocas y películas. La sal de la tierra tendrá sus admiradores y no tanto en relación al trabajo de hace décadas del fotógrafo. Es que al gran ex cineasta Wenders, en los últimos años, cualquier cosa le da lo mismo: el resurgir de un grupo de músicos cubanos, el registro sobre una gran coreógrafa y bailarina o mirar el horror del mundo desde una mera contemplación revestida de torpe comodidad estética.
El regreso de los chicos asesinos Buhguul está de vuelta. Retornó esa cosa monstruosa que obliga al crimen y al asesinato. Volvió luego de una primera parte bastante recordable, filmada hace tres años, que tenía como centro a una familia con un padre escritor (Ethan Hawke) que no se llevaba bien con la policía. En Sinister, donde tras las cámaras estaba Scott Derrickson, ahora uno de los guionistas, las mejores escenas se manifestaban a través de un bienvenido anacronismo de objetos (cámaras en súper 8, discos, tocadiscos, cintas encontradas en un desván) que contradecía, para bien de la trama, con el efecto banal de los momentos en que aparecía ese monstruo de diversas formas llamado Buhguul. La operación formal que se presenta en Sinister 2, ahora a cargo de Ciarán Foy, reitera esa atmósfera demodé de la primera parte pero le agrega más tensión y suspenso, especialmente, cuando los pequeños protagonistas cobran fuerza en pasillos, rincones y lugares insólitos de una nueva casa como espacio referencial. Es que ahora la posta la toma un ex segundo de un sheriff (James Ransone), continúa con otra familia y una nueva casa, sigue con las apariciones camaleónicas de Buhguul y termina con un grupo de púberes escondidos en el follaje que atemorizarían a cualquier clan familiar, incluyendo a un espectador no acostumbrado al terror de los últimos años en su versión "pasillo tenuemente iluminado más chicos que no pestañean: miedo, pánico, susto asegurado". En ese territorio tan frágil pero seductor que oscila entre el homenaje al género de hace tiempo atrás coqueteando con el terror de estos días que busca un espectador poco exigente, la historia de Sinister 2 se ve favorecida por la no abundancia de CGI (efectos generados por computadora) y sí por una bienvenida alternancia de una puesta escena clásica (no hay "apuros" que propicie la edición) aplicado a los nuevos tiempos. La nueva Sinister, por tanto, anunciaría la posibilidad de que la historia de Buhguul y los chicos instados por él para el asesinato familiar podría convertirse en una saga interminable. Se verá qué deparan las probables continuaciones de la saga y, más que nada, si existen tantos objetos del pasado que puedan seducir al espectador adictivo al género por estos días.
Un asesino detrás del maquillaje La película de Jon Watts construye un extraño mix con la alusión al terror de dos décadas diferentes. Al fin y al cabo el primero de los responsables es un payaso que faltó a la cita. Ocurre que un clown de fiestas de púberes se ausenta a un cumpleaños, razón por la que el padre del agasajado encuentra entre los bártulos un traje rancio y otros adminículos farsescos que le serán útiles para el entretenimiento onomástico. Todo sale bien hasta que, luego de un día feliz, llega el momento de sacarse la colorida vestimenta. Esfuerzos vanos, sangre por acá, la nariz cortada, la piel que se rasga un poco, la familia que se inquieta porque el asustado Kent (Andy Powers) no se cambia de vestuario ni para darse una ducha. En fin, el clown de marras, debido a su nuevo look, se convierte en un asesino que busca, asusta y asesina niños y adultos porque, obviamente, un espíritu muy malo se apropió de él a través de la avejentada vestimenta. Los payasos en el cine tuvieron su clásico noventista con It sobre la novela del prolífico Stephen King pero, dentro del género de terror, la presencia de patéticos seres groseramente maquillados siempre provocó más de una inquietud y temor en el espectador. El caso de El payaso del mal parte de una extraña combinación estética: el director Jon Watts, con poco dinero concedido por el productor, realizador y actor Eli Roth (responsable de bodrios sanguíneos como Hostel), construye un extraño mix al citar al terror de los años 70 y 80 con la crueldad exterior del gore de los últimos tiempos. Como si aquellos films de segunda línea de hace tiempo atrás (Aniversario de sangre, por ejemplo) necesitaran de ciertos condimentos actuales que apelan a la crueldad como único propósito argumental. Como si el recuerdo de la gran Sisters/Hermanas diabólicas (1973) de Brian De Palma fuera forzado a salpicar el lente con litros gratuitos de sangre. Es que en El payaso del mal hay otra pelea, con un empate salomónico, entre la original y clásica puesta en escena del director y las imposiciones actuales del mercado y, tal vez, las de un productor sólo preocupado porque en su película se acumule la mayor cantidad de cadáveres sin extremidades. En ese ambiguo lugar se ubica el film, tan sobrecargado de maquillaje como su personaje principal.
Triunfo, ocaso y redención en el boxeo Jake Gyllenhaall interpreta a Hope, un púgil de esos que son golpeados hasta la desfiguración pero que se recuperan para vencer heroicamente a su rival. En el medio, tragedia personal, familia y ángel redentor en dosis sentimentalistas. El recetario argumental con todos los clisés de films que retratan el mundo del boxeo tiene su apotegma en las imágenes de Revancha del menos que discreto cineasta Antoine Fuqua (Día de entrenamiento; El justiciero). No está mal, se aclara, que dentro de una película se trabajen los lugares comunes de un género, o en este caso, a partir de un tema ya transitado en docenas de títulos en donde se describe el triunfo, ocaso, caída y redención de un púgil del ring. En esos códigos se desarrolla la historia de Hope (Gyllenhaall en una labor de riguroso sacrificio corporal antes que actoral), su esposa (McAdams) y la pequeña hija de ambos (Laurence). En esa particular estrategia de Hope por ser golpeado hasta casi caer demolido por las piñas y luego vencer al rival pese a que termine con el rostro machucado, Revancha propone su primera "metáfora realista" que luego convergerá a la tragedia personal -no conviene contarla- que padecerá el protagonista. En la segunda mitad, ya con una narración inclinada a la obviedad sin retorno, surge el clásico perdedor del mundo del box, el futuro consejero y el ángel redentor del golpeado Hope; en ese sentido, la aparición de Tick Wills (el negro Forest Whitaker), pese a lo fagocitado de su personaje (recordar a Morgan Freeman en Million Dollar Baby de Clint Eastwood), transmite un poco de valiosa humanidad a una película que apunta a la emoción con armas discutibles. En tanto, en más de una oportunidad, la música de Eminen (en un principio, era el encargado de encarnar a Hope), entrega una dosis extra cinematográfica de características retro-videocliperas que recuerda a los buenos años de MTV. En esa ensalada de golpes, castigos, dolores, sacrificios y martirologios que recorre la agitada vida del fajador Hope, la trama invita a la comparación con otros títulos donde se describe ese pasaje tan repetido en la vida de un boxeador de ficción. En ese punto, Revancha está más cerca de Rocky, pero no de la primera, sino de las siguientes a la obra inicial con Stallone y Balboa, debido a su pirotecnia visual y a las tragedias que, en este caso, ocurren arriba del ring. Eso sí, sería casi irrespetuoso para la gran historia del cine colocar al film de Fuqua como heredero de El toro salvaje de Scorsese o de Gatica, el mono de Leonardo Favio. Mientras Hope vive un vía crucis con ecos de la aborrecible El campeón de Franco Zeffirelli, aquellos registros sobre Jake La Motta y el guarango boxeador puntano tomaban como pretexto al film de boxeo para hablar de otras cosas, mucho más importantes que una pelea con ganadores y perdedores del ring, y de la vida.
Lucha de sexos en un espacio teatral Relaciones de poder entre hombres y mujeres, desdoblamiento de personajes, encarnaciones y suplantaciones entre un amo y un esclavo. En los últimos años de su labor como director Roman Polanski confía en la combinación del lenguaje cinematográfico con el teatral dejando resultados poco interesantes dentro de su obra, especialmente, si se la compara con los títulos de los años '60 y '70. La experiencia empezó con La muerte y la doncella, adaptación del texto de Ariel Dorfman y el recuerdo de la relación de una prisionera torturada y su torturador durante la dictadura de Pinochet, para continuar con la débil traslación de Un dios salvaje, sobre Yasmina Reza, donde se contaban las alteraciones de dos matrimonios y padres con un conflicto particular de sus hijos. Aquel viejo axioma que refiere al "teatro filmado" como representación de una puesta en escena que le debe más a la "caja cerrada" que al lenguaje del cine, retorna en la transposición de la obra teatral de David Ives que, al mismo tiempo, invoca a la novela de Leopold con Sacher-Masoch, escrita en el siglo XIX. Un pasaje ideal para Polanski como director: del apellido Masoch proviene el término "masoquismo" Clinc, caja para Roman. Al creador de Repulsión siempre le interesaron las relaciones de poder entre hombres y mujeres, el desdoblamiento de personajes, las encarnaciones y suplantaciones entre un amo y un esclavo. Pues bien, el director de teatro Thomas Novacheck (Amalric) busca a la intérprete de su nueva obra sin suerte alguna hasta que en una noche de rayos y relámpagos concurre a la audición la vulgar Vanda (Seigner, esposa del cineasta); desde allí, por lo tanto, se establecerá una lucha de poder (sexual, moral, profesional) que hará trizas cualquier señal de arrepentimiento y redención. Las máscaras se irán cayendo de a poco y el maquillaje invadirá un rostro extraño y atribulado, en tanto, aquel sujeto dominado por el otro pasará a transgredir cualquier reglamento. En esa batalla dialéctica, que pasa de la comedia al drama y del absurdo al realismo con contemplaciones, en esos cuerpos invadidos por las dudas y los interrogantes (sexuales, morales y profesionales, otra vez), Polanski se siente a sus anchas para contar una historia de perversiones a flor de piel y de espacios que se reconvierten de acuerdo al devenir del ensayo sobre la obra a la que "juegan" recrear sus únicos dos protagonistas. Por encima de sus intromisiones anteriores en el mundo del teatro pero varios escalones debajo de sus títulos más relevantes, La piel de Venus tiene a un perfecto dueto actoral que funciona como un reloj suizo, con química feroz y rabiosamente verosímil. En ese sentido, sería imposible imaginar la película sin los cuerpos y las máscaras de Mathieu Amalric y Emmanuelle Seigner. <
Las apariencias siempre engañan Cargada de premios David de Donatello (una especie de Oscar italiano) de hace dos años, El capital humano acumula en su complejidad narrativa más de una feroz crítica a la crisis económica y moral de la Italia del Primer Mundo. No la del sur del país ni aquella que sobrevive en los márgenes de las grandes ciudades. Como si se tratara de un discípulo ideológico que fusiona las intenciones de Pasolini con las de Nanni Moretti, pero sin el alcance alegórico del primero ni buceando en el anarquismo visceral del segundo, Paolo Virzì construye un relato que disecciona a dos familias unidas por un hecho trágico. La mirada del director profundiza su crítica demoledora a las figuras de los padres, posibilitando un rescate moral hacia los hijos adolescentes supeditados a las decisiones e indicaciones de los mayores. El pretexto argumental es un accidente en las vísperas de Navidad cuando un ciclista agoniza en un sanatorio al ser atropellado por un auto último modelo. Dos familias circundan el caso: en un lado, la riqueza económica que representan los Bernaschi, como claro reflejo de la derecha racista y xenofóbica que aplaude las proclamas del ex mandatario Silvio Berlusconi; por el otro, el clan que gobierna Dino Ossola, preocupado por las inversiones a futuro, al todo o nada en una sociedad en crisis. La estructura narrativa de El capital humano se divide en cuatro segmentos: los tres primeros capítulos se designan con nombres propios, en tanto el último, refiere a la acción, a la postura moral del director y de sus personajes. De allí que lleve el título del film. Virzì articula una mirada política que va más allá del texto de barricada y de la frase altisonante. Describe en buena parte y deja que el espectador acumule la suficiente información para el análisis. En un punto, El capital humano es un film de denuncia pero no un ejemplar un tanto demodé, sino la puesta al día de una sociedad hipócrita, que intenta disimular su ostentación económica a través de un falso altruismo. La frágil fachada de una Italia en crisis provocada por un capitalismo terminal donde el director coloca un bisturí profundo y contundente.
A cantar y bailar que se acaba (el cine) Aquel 27 de junio de 2013 parecía haber quedado atrás. Semanas de nuevas películas, buenas o malas, provocaron el olvido. Costó salir de la pesadilla pero se intuía que el retorno estaba cerca, que se realizaría una segunda parte, que retornaría el mix teen que rejunta High School Musical, American Idol, un poquito de Glee y bastante de Fama, en película y serie, de hace mucho tiempo. Pasaron 770 días del estreno de Ritmo perfecto y los sueños de Las Bellas con la líder Beca (Anna Kerndrick) por triunfar en el canto a capella frente a los rivales, malos, buh, metaleros. Pero el musical como género intragable en los últimos años parece no detenerse, provisto de su desmesura sin red y de su adoctrinamiento temático en donde el triunfo es lo único que vale. Y en Más notas perfectas el combo visual y sonoro viene recargado: más covers, más canciones que se parecen una con otra, más producción,más chicas, más fiestas, más chistes y situaciones graciosas (impresentables, en todo sentido). Las Bellas vuelven a juntarse (la linda, la gordita, la extranjera, la simpática) para pelear (vocalmente) con los Das Sound Machine, un grupete germánico con ostentosa fanfarria protonazi. Elisabeth Banks (“realizadora” y actriz) pone la cámara ahí, al servicio de números musicales que más temprano que tarde serán observados (luego afanados) por coreógrafos locales que se deleitan con un estilo berreta que ya superó lo kitsch hace tiempo y que dejó al Bob Fosse de All That Jazz como un creador minimalista dentro del género. Se dirá que una porción del target juvenil es el destinatario de Más notas perfectas. Y es así. También que las diferencias generacionales saltan a la vista cuando se comenta un subproducto semejante. También es cierto. Pero se está muy lejos del cine y más cerca del desmadre histérico de una película que solo interesa por su acotada mirada sobre las cosas, no digamos del mundo, que hasta puede parecer exagerado. Eso sí, los momentos de comedia son tan malos que hasta pueden causar alguna sonrisa culposa. Chau, hasta la tercera pesadilla.
Las nuevas afinidades electivas Juegos de espejos, dos historias en tránsito paralelo, cuatro personajes que son ocho, relaciones humanas y de parejas y tempos narrativos ajustados a una geometría narrativa que necesita de la atención del espectador, en especial, durante la primera media hora, franja en donde se presentan las múltiples voces y relatos. Juegos de espejos, dos historias en tránsito paralelo, cuatro personajes que son ocho, relaciones humanas y de parejas y tempos narrativos ajustados a una geometría narrativa que necesita de la atención del espectador, en especial, durante la primera media hora, franja en donde se presentan las múltiples voces y relatos. Después de Plan B (2009), Ausente (2011) y Hawaii (estrenada este año) y sin olvidar su participación con un episodio en el film colectivo Cinco (2010), Marco Berger emprendió su proyecto más ambicioso, no sólo por una nueva concreción en imágenes de sus afinidades temáticas, sino por la forma en que se concibe un montaje con objetivo protagónico. La curiosidad por lo prohibido y las emociones sin exteriorizaciones ni declamaciones de sus personajes caracterizan al cine de Berger y en Mariposa, en lugar de repetir un esquema ya hegemonizado con sus films anteriores, duplica la apuesta estética para conformar un corpus narrativo que se sustenta en una compleja estructura. Allí están, por lo tanto, los dos relatos y sus respectivos engranajes internos que buscan hacer eco y reflejarse en dosis similares: por un lado, Romina (Ailín Salas, rubia) y Germán (Javier Di Pietro) interpretando a dos amigos; por el otro, una nueva Romina, en realidad una hipotética versión de aquella, ahora morocha, junto a un nuevo Germán, encarnando a dos hermanos, cada uno con su pareja, que mutuamente sienten una fuerte atracción. En ese juego de ida y vuelta, dialéctico y visual, representado siempre por el deseo ya concretado o aun sin concreción, señalando desde el guión la inestabilidad amorosa de todos los personajes del film, el director Berger se siente a sus anchas para manifestar su propia visión sobre la sexualidad y las relaciones interpersonales. Mecánica por momentos (que hace recordar a algunos films de La Generación del 60) y con invocaciones y referencias sin subrayados a determinados títulos de Ezequiel Acuña (Nadar solo) y Albertina Carri (Géminis), Mariposa es un ecosistema fílmico donde cada espectador encontrará (o no) su propia identificación.
Que el cielo juzgue la nueva versión de un clásico A 50 años del estreno de la versión original de Jacques Rivette, censurada por las tijeras moralistas en Argentina, se acaba de lanzar una nueva mirada del legendario libro del siglo XII por Diderot. Actúa Isabelle Huppert. Cuando en los años '60 Jacques Rivette estrenó la primera adaptación de La religiosa, el contexto en su versión más pacata no soportó las transgresiones temáticas de la puesta en escena en donde el personaje jugado por la bella Anna Karina se resistía a su destino de monja. Así, aquella película de 1966 se estrenó en Argentina con más de media hora de censura propiciada por las tijeras moralistas. Casi medio siglo después, el irregular cineasta Guillaume Nicloux volvió a adaptar la obra de Denis Diderot (publicada en 1760) con la intención de modernizar el texto y construir un relato al mismo tiempo respetuoso y libre del libro original. En ese pasaje, el film gana y pierde la partida. Por un lado, las raíces de la palabra escrita y las referencias a los tiempos narrativos provenientes de la versión de Rivette surgen desde la prolijidad de la puesta en escena, los encuadres perfectos y un uso de la luz con intenciones dramáticas. También, el protagonismo de Pauline Etienne en la piel sufriente de Suzanne Simonin está a la altura de aquella performance de Anna Karina. Las licencias en la transposición literaria, sin embargo, se ejemplifican en el tono al borde de lo paródico de su último segmento, al momento en que Suzanne es recluida en un monasterio a cargo de la Monja Superiora Saint-Eutrope, en un rol que le calza ideal a la camaleónica Isabelle Huppert y sus pecas pecaminosas. En esas escenas jugadas por ambas actrices, donde se describe la pasión entre ambas y las preguntas sin respuestas sobre el destino, la versión de Nicloux coquetea con la ironía en forma original, pero a una distancia importancia de todo aquello que se había narrado en la primera hora del film. Ocurre que el tránsito que padece el personaje central, primero obligado a convivir en una orden religiosa debido a la pobreza económica de su familia, tiene un verosímil adusto y solemne, acorde al mejor cine académico francés. Más adelante, vendrán las escenas con la superiora encarnada por Huppert, donde allí sí la película no encuentra su mejor punto de equilibrio entre la gravedad del asunto y cierto tono sardónico que se manifiesta de una manera que permitiría la discusión y el debate.