Un trabajo personal y único en su rubro En el documental más que en la ficción existe el azar, la casualidad que debe aprovecharse, el impensado cambio de planes. Mariano Nante y su equipo de trabajo tenían la intención de filmar un documento sobre la calle Rue Bosquet en Bruselas pero entre viaje y viaje a Bélgica surgió la idea de una ficción –guión de por medio– sobre ese paisaje en donde (con)viven la adolescente Natasha Binder, Karin Lechner, Lyl Tiempo, Martha Argerich y la pequeña aprendiz Mila, de tres años, todas ellas abocadas al piano, celebradas figuras en lo suyo e integrantes de un grupo familiar (y artístico) que representa la dedicación y el amor a la música. Esa calle, por lo tanto, se convirtió en un relato cinematográfico encabezado por un clan musical y allí mismo estuvo la cámara de Nante para registrar el proceso creativo, el rigor profesional, la pasión por la música, la fusión de imágenes del pasado con el presente familiar y artístico, las palabras y los gestos que certifican el porqué La calle de los pianistas es un trabajo personal y único en su rubro. Pero Nante y la historia que se cuenta no escarba sólo en el aspecto musical, sino que también profundiza la relación madre e hija, la enseñanza certera, el consejo eficaz para que la herencia continúe y la joven Natasha represente el mandato familiar. En efecto, no resulta conveniente en estas líneas aclarar los lazos familiares que unen a los Lachter y los Tiempo, como tampoco el rol de soporte secundario que dentro de la trama adquiere Martha Argerich, primero en el fuera de campo y luego a través de su cuerpo y voz. Es que el relato fluye de lo individual a lo grupal, del momento íntimo a la presentación a teatro lleno, del ensayo sobre la obra de Schumann hasta la performance expresada con deleite, sabiduría y conocimiento. La calle de los pianistas va más allá del género musical que profundiza con elocuencia: refleja, en todo caso, con una extrema sensibilidad y amor por la música, cómo un grupo de mujeres puede transmitir su pasión al otro, junto a sus conocimientos y profesionalidad extremos, sin caer en divismos y elitismos de clase.
Y gran la banda sigue tocando En la década del ochenta se estrenó Yesterday de Pavel Piwowarski, un film que transcurría en Polonia durante la Guerra Fría como contexto político pero, más que nada, una historia que refería a cuatro adolescentes fanáticos de Los Beatles con intenciones de imitarlos y así conformar su propia banda. Por idénticas decisiones argumentales ronda Beatles, de origen noruego y realizada por un cineasta danés de amplia experiencia en cine y televisión, valiéndose de una trama basada en el best seller de Lars Christensen, con ubicación geográfica en Oslo y el protagónico de Kim, un adolescente de 14 años, sus tres amigos (Ola, Gunnar y Seb) y los intentos por formar una banda similar a los Fabulosos 4 (The Snafus). La narración oscila entre el formato miniserie y la rutina expositiva en esta clase de historias donde el marco resulta hostil frente a la rebeldía musical de un grupo de jóvenes. La escuela, los maestros, las familias, los primeros amores, los iniciales acordes cercanos a los Beatles y la música que actúa como contrapunto a las prohibiciones y censuras, son los indicadores temáticos de una película jamás ofensiva pero de escaso vuelo, como si las decisiones del director Peter Flinth y los adaptadores de la novela original no pudieran ir más allá de la exposición de determinados hechos de la adolescencia con ese plus combativo que actúa como detonante del conflicto. Ese plus, claro está, es la música de Los Beatles, aquellos primeros temas de los discos iniciales y, más que nada, cuando los cuatro pichones de músicos descubren el original (¡con esa histórica doble tapa desplegable!) del extraordinario Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, editado en 1967. Y allí, justamente, salta la duda, ya que la película sugiere que la historia transcurre en 1965… cuando el disco de Los Beatles recién saldría a la calle un par de años después. ¿Error imperdonable de la producción que ya estaba presente en el libro original? No importa tanto; ellos siguen sonando tan modernos como hace casi medio siglo.
La China le pone más que el cuerpo Pese a la destacada actuación de Suárez, el film es tan inestable como su protagonista, una joven con graves problemas alimenticios. Un libro referencial para un determinado lector(a), su correspondiente adaptación, el protagónico de una actriz hasta hoy ajena al cine, una directora más que competente por su opera prima de hace casi una década (Vísperas) y un tema cercano, aprehensible, cotidiano. Con esos indicadores previos Abzurdah, sobre el texto de Cielo Latini, bucea en la vida de Cielo (Eugenia "La China" Suárez), una adolescente en pleno estallido hormonal, que conoce a Alejo (Esteban Lamothe), con el que mantendrá una relación hasta que el placer finaliza y el personaje central ingresa en una etapa de autodestrucción alimenticia. Daniela Goggi, la realizadora, describe en una primera parte del film los encuentros sexuales de la protagonista con su pareja, el desinterés general de los padres (Gloria Carrá y Rafael Spregelburd), la rutina escolar y los momentos de soledad de Cielo viviendo la etapa de descubrimiento de su cuerpo. Ese cuerpo joven, debido a la frustración de pareja, se verá mutilado, autoflagelado y castigado por el enojo y la furia y es desde allí en adelante que la película decide cambiar de tono, metiéndose en una especie de historia clínica de la protagonista y en su desequilibrio mental que la lleva a un paso de la locura. La mirada de Goggi jamás condena el accionar de su personaje, ejemplificado hasta en los planos detalle del autocastigo; sin embargo, la (sobre)carga dramática que se preveía estalla sin sutileza alguna, como si Abzurdah (nombre de la protagonista a través del chat) reemplazara definitivamente a Cielo, a la chica bonita del inicio, ahora sustituida por su lado oscuro. En esa segunda mitad la película gana impacto y pierde elusión, cantando victoria el plano detalle que esquiva al fuera de campo. El cuerpo enfermo por la bulimia y la anorexia ocupa espacio en el último segmento, ya que allí el relato descansa en el subrayado y en cierta delectación gratuita del conflicto. Pese a estos reparos, Abzurdah sostiene su interés por el trabajo de Eugenia Suárez, en una performance repleta de ínfimos y pequeños gestos que enaltecen su composición interpretativa. Ella le pone más que el cuerpo a una película tan inestable como su personaje.
Resucitarán tus muertos y en VHS La historia de Jessie o Jessabelle podría sintetizarse en 20 palabras y la mera descripción se parecería a la de tantos films de terror de los últimos años. Un accidente fatal, un personaje en silla de ruedas, la casa familiar en Louisiana, los espíritus que dan vueltas por allí, algunos toquecitos de rituales vudúes, un lago que nunca falta y que en el fondo esconde enigmas y un televisor y una videocasetera modelo 80 que funcionará muy bien como detonante dramático del relato. Sí, Jessabelle retoma la tendencia inaugurada hace 20 años por el horror japonés con los VHS como revelación de un pasado que altera, ya de por sí, las inestabilidades emocionales y las carencias físicas de un personaje central atribulado por la mala suerte que, de a poco y a puro asombro, comienza a descubrir su verdadero origen. En realidad el producto concebido por Kevin Greutert (responsable de dos films de la saga El juego del miedo) atiborra situaciones fuertes desde muy temprano, quitándole cualquier atisbo de suspenso a una trama poco original. La maltrecha Jessabelle, caracterizada por el buen trabajo de Sarah Snook (actriz de cine y de series de televisión como Spirited) coloca en la balanza a favor algunos momentos de interés de la cinta, en especial, cuando se encuentra sola en esa casa poblada por espíritus y decide, contra todos los pronósticos, visualizar esos VHS que remiten a su pasado, sus padres y a su mismo nacimiento. Allí la construcción del espacio cinematográfico remite a algunos clásicos de los años 80, por ejemplo, El intermediario del diablo de Peter Medak, donde cada objeto de la casa adquiría una funcionalidad protagónica. Pero la rémora dura poco, ya que la trama acumula sin culpas racontos de manual a través de planos de breve duración. Ya lejos, por lo tanto, quedan esos pocos instantes en que Jessabelle se alejaba de las recetas ya establecidas desde El proyecto de la bruja Blair, permitiéndose una pequeña dosis de suspenso y bienvenidas ideas visuales que contrastan con una historia contada a las apuradas y teñida de golpes de efecto de baja calidad.
Por una causa justa y bienpensante El film de Poppe conjuga aspectos públicos y privados de un personaje en situaciones límite en Kabul y otros sitios de riesgo. Rebecca es reportera y fotógrafa de guerra, está casada, tiene dos hijas y debe decidir su futuro entre los riesgos de su profesión y el refugio que le propone el retoño familiar. Contada así y a través de una breve sinopsis, el argumento de Mil veces buenas noches resuena como políticamente correcto, verista y a un paso de los lugares comunes en esta clase de películas. En realidad, el film del cineasta nórdico Eric Poppe (el mismo del drama familiar Aguas profundas, estrenada hace tres años) apunta a eso: conjugar los aspectos públicos y privados de un personaje viviendo situaciones límite en Kabul y en otros paisajes bélicos en contraste con sus responsabilidades como madre y esposa. Nada nuevo bajo las balas y bombas que caen en los territorios en conflicto, adonde Rebecca va una y otra vez, también acompañada en una ocasión por su hija mayor, tal vez con el propósito de que ella conozca otro mundo, lejos de la protección familiar y de una hermosa casa cerca del mar. Las decisiones formales de carácter bien pensante del director, subrayadas por su ciclotímico personaje central, no tienen otro propósito que estimular una historia de objetivos humanistas, trazada con diálogos cursis y un uso de la luz que poca relación tiene con un argumento de fuerte intensidad donde la muerte se convierte en protagonista. Curiosidades de un film menor: las mejores secuencias son la primera y la última, es decir, menos de media hora donde impera el suspenso y el horror de la guerra con una bomba a punto de estallar y una niña que se convertirá en mártir arropada con explosivos atados a su cuerpo mientras se ora por el destino de su alma. En ambas escenas, la mirada de Rebecca, que oscila entre la sorpresa y el cumplimiento del deber, representa los objetivos de una película que apunta a la "lección de vida" y a un registro fílmico que parece concebido por la ONU. Juliette Binoche, por su parte, sostiene con su actuación la crueldad y la emoción de esas escenas, acaso los únicos puntos valiosos de una película construida a través de burdos recursos que atenúan sus más que transparentes intenciones.
Reconstrucción de un hecho verídico Partir de un hecho sucedido en los primeros meses de la dictadura y desde allí convertirlo en un relato cinematográfico. Partir de un hecho sucedido en los primeros meses de la dictadura y desde allí convertirlo en un relato cinematográfico. Este es uno de los logros de Margarita no es una flor, documental devenido en ficción documental por Cecilia Fiel, quien escarba en lo ocurrido el 13 de diciembre de 1976 cuando el poder masacró a militantes en Margarita Belén, a 20 km.de Resistencia. El monumento a las víctimas está, pero las imágenes del trabajo de Fiel adquieren un compromiso que va más allá de la actitud contemplativa: las cabezas parlantes no representan la única forma de transmitir el discurso, tampoco la voz en off de la directora, apropiándose de una verdad revelada que terminará con la condena a los militares dueños de la crueldad y la muerte. Fiel se manifiesta a través de Ema Cabral, un cuerpo que nunca apareció, una militante de la Juventud Peronista. La directora elige ese punto de vista para recorrer el relato y escarbar en la historia. Margarita no es una flor no es un documental más; se trata del viaje iniciático de su realizadora a la búsqueda de un acontecimiento que durante años estuvo en la oscuridad. El trabajo adquiere un gran compromiso político que se concreta en el grado de responsabilidad moral y en la actitud ética de la directora frente a un hecho y su contexto. No hay glorificación sobre la militancia de esos años, tampoco respuestas inmediatas, ya que a través de una serie de decisiones estéticas y formales prevalece una personal visión cinematográfica sobre el tema antes que la urgencia y la inmediatez del discurso.
Un país a través de su música y la lente de Carlos Saura Con importantes figuras del género, el film es la concreción de una idea de puesta en escena deudora del teatro más que del cine Luego de Tango (1998), Fados (2007) y Flamenco (2010), los viajes turísticos-cinematográficos del otrora personal cineasta español Carlos Saura se detienen en una nueva estación: el folklore (¿por qué con “c”?) argentino, sus ritmos, sus músicos canónicos y exitosos y la particular forma en que se presentan una serie de números con su correspondiente puesta en escena. Ayudado por la invasiva luz del Chango Monti, el documental-musical o, en todo caso, el film que cuenta con la performance de un listado/elenco de primeras figuras, más que tratarse una película, apunta a conocer al folklore nacional como si se tratara de un catálogo de grandes éxitos para ser explotado en el exterior o en el hall central y salas contiguas de los aeropuertos en actitud de espera o antes de subirse a un avión. No está mal pero es muy poco, casi nada, si se piensa que Zonda, folclore argentino sólo se dedica a dividir en cuadros la representación de cuecas, sambas, bagualas, chacareras y otros ritmos y formas que identifican al país desde el punto de vista musical. De esta manera, se está ante la posibilidad de elegir un número en desmedro de otros en donde, a puro gusto personal, los mejores vendrían por el lado de Liliana Herrero con su particular versión de "Luna tucumana" o a través de "Vidala para mi sombra" entonada por Pedro Aznar. Pero también hay lugar para los homenajes, como si se tratara de la ceremonia del Oscar, ya que Zonda muestra imágenes de Mercedes Sosa y el imbatible "Todo cambia" presenciado por un grupo de chicos con guardapolvos blancos, en una escena didáctica y hartamente escolar, y también Atahualpa Yupanqui con "Preguntitas sobre dios", en este caso, sin público infantil. Filmada en un galpón de la Boca, es decir, en un espacio cerrado como la añeja Bodas de sangre (1982) de Saura y Antonio Gades, el espectáculo tiene sus correspondientes bailes utilizados como separadores de las canciones. En ese sentido, nadie de renombre quedó afuera del proyecto: además de los citados aparecen Soledad, Jaime Torres, Horacio Lavandera, Koki y Pajarín Saavedra, Luis Salinas, Marian Farías Gómez, el Chaqueño Palavecino, Juan Falú y Gabo Ferro, entre tantos. Una virtud es la selección de planos generales y planos intermedios con poca incidencia del montaje; en efecto, Zonda no es un videoclip folklórico sino la concreción de una idea de puesta en escena que le debe más al teatro que al cine, a la ubicación de un hipotético espectador en una sala teatral que tiene la intención de disfrutar de un espectáculo con pretensiones for export. Lejos del cine y cerca de las tablas.
Una triste, agitada y solitaria niñez Asia Argento podría haber vivido de su prestigioso apellido o a través de su rol de actriz estilo "cool" en películas de su papá, el gran Dario (maestro del "giallo", terror italiano), y hasta desfilar en pasarelas importantes mostrando su impresionante tatuaje desde el ombligo hacia abajo de un Cristo femenino y vaginal. Pero no, todo lo contrario, ya que sus tres films como directora, con subas y bajas, regodeos formales y una pátina de postura "fashion”"frente a determinados temas, la exhibe como un nombre a seguir, como si se tratara de una personalidad de culto ya lejos de influencias provenientes vía paterna. Así, el narcisismo a flor de piel de Scarlet Diva (2000) modificaba en la siguiente El corazón es engañoso por sobre todas las cosas (2004), primera intromisión en la temática de familias disfuncionales transmitida de manera feroz y sin contemplaciones. Una década después, casamiento, maternidad y varios cortos en el extenso intervalo, Asia vuelve a dirigir y construye una historia con una nena de 9 años como protagonista, padres con hijos de otras parejas y ubicación temporal en 1984, es decir, en una Italia hedonista que se planteaba hacia dónde se dirigían aquellos aires de posmodernidad decadente. Pero Incomprendida profundiza en la pequeña Aria (impresionante labor de Giulia Salerno), sus padres (Gainsbourg, Garko), los acosos que padece en el colegio, las relaciones con los compañeros y el silencio o histeria de sus progenitores, él un triunfador como actor en el mundo del cine y ella una pianista entre clásica y punk de acuerdo a sus nuevas parejas. En algún punto, Asia apela a un hiperrealismo desaforado en determinadas situaciones de insoportable tensión y en una eufórica marcación actoral representada por inesperadas (re)acciones del padre, la maestra o las amistades de la conflictiva Aria. A esos desbordes emocionales, que funcionan a la perfección y convierten a la trama en una comedia a la italiana de tintes oscuros, la realizadora emplea algunos recursos visuales que no tardan en plasmar ideas auténticamente cinematográficas. El inverosímil recurso de la voz off se fusiona con las decisiones que toma la niña, en tanto, algunas escenas oscilan entre un surrealismo naturalista (por ejemplo, el supuesto suicidio cerca del desenlace) y la utilización de una música (creada por la propia Asia junto a otros compositores) donde resuenan ecos de hip-hop, es decir, a puro anacronismo según los tiempos en que sucede la historia. Asia Argento cumple 40 años en septiembre y en más de una ocasión negó que Incomprendida refiera a su vida. ¿Habrá que creerle?
La vuelta de la casa arriba del cementerio A más de tres décadas de la versión original, el director Gil Kenan (el de Monster House) encaró una remake. La pregunta es obvia, pero no por eso necesaria para comprender a cierto sector inerte de la producción estadounidense: ¿Cuál es el propósito de hacer una remake de Poltergeist a más de tres décadas de la original? ¿Convencer a un nuevo espectador adicto al género desde la truculencia del gore y el fanatismo por las actividades paranormales de bajo presupuesto? ¿Recuperar a aquel público de los años '80 para que vea la nueva versión y la compare con aquel éxito perpetrado por Tobe Hooper, George Lucas y el productor Steven Spielberg? En primera instancia, sugerir que aquella inducción vía televisor y señal de ajuste que padecía la niña Carol Anne representa un título esencial de esa década, parece casi un despropósito. En todo caso, el Poltergeist del "sí, como usted diga jefe" Hooper y de sus millonarios inversores (y discretos realizadores) es una buena película y punto, con una lectura subliminal relacionada al auge de la política de Reagan y al conservadurismo económico de un matrimonio con tres hijos, un perro con mucho pelaje que nunca falta y un cementerio oculto bajo la nueva casa familiar. Pero menos interesante aun es el film de Gil Kenan, un director que a los adultos fanáticos de la animación de terror para chicos satisfizo con Monster House. Las nuevas imágenes traen pocas novedades salvo la inestabilidad económica del clan Bowen, razón por la que se mudan a una casa de menores dimensiones pero a sabiendas construida encima de aquello que fue un cementerio. Primer error de la nueva versión: se informa demasiado sobre aquello que en la original se sugería, restándole tensión y suspenso a la historia. Acá no hay señal de ajuste ni tampoco esas luces blancas que titilaban a propósito del cierre de transmisión de la televisión diaria (al respecto, el cine asiático de terror construyó un ideal genérico con sólo estos elementos). Por lo tanto, el misterio ya se ausenta en los primeros minutos, descartando un lugar a una nueva interpretación del original (no todos poseen el talento de George Miller y su remake de Mad Max, estreno de la semana pasada) ni aun cuando se recurra a efectos especiales sin el afán de convertirse en protagonistas. Ocurre que la nueva Poltergeist profundiza los momentos erráticos y sin interés del original (la aparición del grupo de espiritistas y su accionar sigue siendo un punto débil y flaco de la historia), haciendo descansar la trama en una serie de golpes de efecto que no deberían asustar a nadie. Ya se arruinaron títulos esenciales como La niebla, Halloween, Asalto al precinto 13 y tantos más. ¿Cuál será el próximo?
Ensayo acerca de la violencia Se trata de una película de auténtica independencia, sin fórmulas y teñidas de una violencia que rememora al cine periférico norteamericano. Un gran logro de Jeremy Saulnier. En estos días de mayo las noticias procedentes del Festival de Cannes informan sobre la exhibición de Green Room, tercer título del neoyorquino Jeremy Saulnier, que narra un violento enfrentamiento entre punks y skinheads en medio de un río de sangre. Dos años atrás, también en el prestigioso evento, Saulnier presentó Cenizas del pasado y obtuvo el importante premio de la crítica especializada, además de otros galardones en reconocidos festivales. Pero más allá de premiaciones, la economía de recursos invertidos en el presupuesto final, los actores poco conocidos y una trama que puede confundirse con las de otras películas, el verdadero secreto de Cenizas del pasado está en su estilo seco, despojado, invadido por silencios y visceral en sus secuencias violentas que no hacen más que identificar a la puesta en escena, es decir, a cada una de las decisiones de su director para conformar un discurso original y novedoso sobre una temática hartamente representada en cine. En efecto, la trama es corta y eficaz: Dwight (Macon Blair) vive en un casi deshecho Pontiac, recorre la ciudad como un lumpen y busca en la playa algo para sobrevivir a su estado casi de miseria. Pero entre alguna invasión a casa ajena para asearse y el sinsentido que gobierna a sus acciones –no se sabe qué le pasa y ni porqué está en ese estado de abandono–, la policía le informa que los asesinos de sus padres fueron liberados por orden de un juez. En este punto surgía más de una duda debido a tantos justicieros por mano propia y a los fríos vengadores anónimos que recorrieron el cine de los 70 y 80 mostrando una importante dosis de fascismo urbano al margen de la ley. Saulnier patea el tablero de la obviedad al construir una inesperada imagen de personaje antihéroe, instado por la venganza, pero lejos de la profesionalización y la experiencia en poseer armas y así abocarse a semejante matanza. La tipología de Dwight es concreta como las pretensiones del film: pocas palabras, movimientos lentos y por momentos inseguros, mirada inquietante, tensión y nerviosismo al conocer a alguien antes de que se desencadene la violencia con afán de venganza. El paisaje, sucio y desértico, marginal y pueblerino, invita a la delectación fotográfica, cuestión que no debería sorprender en un director especialista en el tema. Pero el triunfo principal de Saulnier es que hizo una película auténticamente independiente, al margen del sistema, sin fórmulas y teñida de una violencia que rememora al cine periférico norteamericano de los 50 y 60, aquel también honesto y sincero en sus primitivas intenciones.