Reglas morales y rugir de motos Vikingo es brutal y sincero, arcaico y honesto en lo suyo. Vive junto a su familia en el sur marginal y olvidado de la gran provincia. Anda en moto, se las arregla como puede con la plata y es un férreo defensor de códigos morales y de subsistencia, lejos del paco, la delincuencia y las 9 milímetros que portan los adolescentes vecinos o cercanos a su casa. Bajo estas condiciones, Vikingo es un primitivo, un ser tosco y visceral, respetuoso de una manera de vivir, o de sobrevivir, en un paisaje agresivo donde la muerte ronda a la vuelta de la esquina. Ese mundo construido por un rígido reglamento, que parece un texto póstumo de Pappo o un escrito inédito de Ricardo Iorio, se ve alterado por la llegada de Aguirre, otro lumpen de carretera con pasado tumultuoso, que establecerá una particular amistad con el antihéroe familiero. Campusano ya había dado muestras de su particular universo en Vil romance y en la hora que dura el documental Legión, una especie de borrador de su tercer opus en solitario. Pocas veces el cine argentino, de cualquier época, disimuló sus carencias y errores técnicos a través de la sinceridad del discurso. En efecto, esto es lo que sucede en Vikingo, un film que no se parece a ningún otro, al que se le pueden encontrar muchos defectos, como las faltas de ortografía de Roberto Arlt, pero que respira una humanidad y un compromiso cinematográfico muy poco habituales. El ritual fúnebre del final que transcurre en la carretera, con las motos al mango y un tema heavy como cortina sonora sintetiza la transparente propuesta de Vikingo: un film jamás entrañable, sino contado desde las entrañas.
Por la memoria familiar A través de su particular estética, Gustavo Fontán continúa explorando su pasado familiar, buceando en sus raíces para revelar secretos, objetos escondidos, pasados ocultos. En El árbol –su mejor film– fusionaba las presencias y ausencias de sus padres junto la naturaleza, donde una gota de agua cayendo sobre una acacia cobraba protagonismo. En Elegía de abril es el turno del abuelo escritor que dejará sin publicar su último libro al momento de su muerte. Medio siglo después, sus veteranos hijos y parte de la familia (entre ellos, el director) rescatan ese texto inédito del poeta. Pero la apuesta de Fontán, en este caso, no se queda en el registro del documental cotidiano, en la cámara que explora los rincones de la casa a la búsqueda de esas páginas inéditas. A los 20 minutos de la breve duración de Elegía de abril, el verismo documental se cruza con la reconstrucción ficcional, con las apariciones de Adriana Aizenberg y Lorenzo Quinteros, quienes encarnarán a los personajes centrales de la historia familiar. Mientras la casa y sus mínimos rincones es mostrada a través de colores ocres y naranjas con una puesta de cámara que, en varias ocasiones, incomoda por la gratuidad de sus movimientos, Fontán combina documental y ficción con resultados desparejos. Frente a un prólogo verista y que se relaciona con anteriores trabajos del director, la ficcionalización de la historia, la dramatización del mínimo conflicto y la forzada reiteración de pequeños climas que se establecen entre la pareja actoral protagonista, estrangulan las pretensiones iniciales del film. El secreto, en ese punto, se revela demasiado pronto.
Nueva mirada al costumbrismo El aviso gráfico de Lengua materna asustaba de antemano, y el recuerdo de aquel realismo del cine argentino de los ’80 hacía prever lo peor desde la explícita publicidad. Pero no, por suerte el segundo film de Liliana Paolinelli toma herramientas del costumbrismo arcaico pero desde una nueva mirada, una bienvenida reinterpretación al asunto. En efecto, una madre (Claudia Lapacó) se entera de que una de sus hijas es lesbiana (Virginia Innocenti) y hasta tiene pareja estable desde hace tiempo, y la otra abortó más de una vez (Ana Katz). Se ven así un par de estupendas escenas donde la comicidad jamás cae en el discurso políticamente correcto y, mucho menos, en la observación cretina sobre la homosexualidad en una familia donde los hombres no existen. Es una película de mujeres que tomaron o toman decisiones de vida, en la que la directora las describe con honestidad y respeto, también con los detalles humorísticos del caso. Pero no estamos frente a un film en que se juzgue a los personajes: las mujeres de Lengua materna son así, frágiles y fuertes, románticas y pasionales, infantiles y adultas, con certezas e incertidumbres. Como el punto de vista que se elige, el de la madre, que no duda en investigar de manera enfática y disparatada un mundo que desconoce. Lengua materna va más allá de la promulgación del matrimonio igualitario. Se trata de una comedia de perfil bajo que, a través de sus sutiles pretensiones, dice más que un casamiento bullicioso transmitido por la televisión con los comentarios banales de cierto periodismo democrático.
La mirada discreta sobre la soledad Gigante es una pequeña historia de amor entre un guardia de seguridad de un supermercado y una chica de limpieza, a la que él observa a través de las cámaras de vigilancia. Con sólo dos personajes que se conocen, un hombre gigante y una mujer pequeña, y el marco del monstruoso negocio casi vacío, Adrián Biniez describe una historia de voyeurs, narrada en sus ínfimos detalles, sin caer en psicologismos baratos y explicaciones redundantes. Mientras que la primera parte describe al gigante Jara, su fanatismo por el heavy metal y la adolescente relación que tiene con su sobrino, el resto de la película, concreta y concisa en sus intenciones, articula un discurso que tiene relación con la historia de amor, primero en pequeñas pantallas y a la distancia, y luego a través de persecuciones de él a ella recorriendo la ciudad. Biniez se atreve al humor (excelentes resultados tienen las escenas de la agresión a un taxista y el no casual encuentro de Jara con otro pretendiente en un bar), donde el director se atreve a mostrar –sin necesidad de enfatizar el conflicto– algunas vidas solitarias en un paisaje tan particular como es Montevideo. En ese afán de no trascendencia están las virtudes de Gigante y también su limitada poética, aferrada a la solidez del guión, la prolijidad de sus encuadres y sus justificados silencios. Como sintetiza el plano final en la playa, donde el gigante desocupado dejará por un rato su adolescencia tardía por esa mujer, hasta el momento, poco más que una imagen borrosa visualizada por una cámara de seguridad.
Lejos de la remera y el póster Ficciones y documentales sobre el Che se seguirán haciendo, aquí, allá y en todas partes. Buenas y malas películas. También, algunos films impresentables. Tristán Bauer hizo en Che, un hombre nuevo una minuciosa investigación sobre la privacidad del Che, sus diarios, cartas, textos, su postura poética sobre el mundo y la vida. Contó con un original y poco visto material de archivo sobre el personaje y la Revolución Cubana, contrastando sutilmente el pensamiento del Che sobre el futuro y las características burocráticas que acosaban al régimen. Empleó la voz en off como contrapunto, con destreza e inteligencia, nunca como subrayado en relación a aquello que se observa en las imágenes. Bien lejos del bronce y el mármol, recorta la humanidad del personaje, desde su faceta pública o privada. Eligió recorrer con mayor detenimiento otros viajes y utopías del Che en lugar de volver a su canónico martirologio en Bolivia, aquella derrota y proeza inalcanzable. La investigación periodística no termina allí: las imágenes transmiten contundencia sin transformarse en bajadas de línea ni textos de barricada. Es decir, el material periodístico está utilizado al servicio de la narración, que fluye sin inconvenientes durante sus más de dos horas de duración. Sin cabezas parlantes o gente hablando a cámara, Che, un hombre nuevo es una película reflexiva contada desde el punto de vista y la voz de su personaje, bien lejos del póster y de las remeras desteñidas de los adolescentes o ya no tanto. A años luz de la vulgaridad del mercado posmoderno, Che... es una buena película sobre un personaje inagotable.
Cuando nada es lo que parece ser El prólogo de No se lo digas a nadie puede llamar a engaño. Esas sonrisas y el chocar de copas del inicio muestran los únicos momentos de felicidad de los personajes, en especial, el del matrimonio de un reputado pediatra (Francis Cluzet) y su esposa. A los pocos minutos, surgirá la tragedia y, ocho años después, comenzarán los interrogantes sobre el hecho luctuoso. Ocurre que, por medio del envío de mails, el pediatra descubrirá o no, quién sabe, que su mujer no murió. Contar las mil vueltas de tuerca de la película sería una falta de respeto para el lector, pero también, una proeza imposible de sintetizar en estas líneas. No se lo digas a nadie es un policial en el que nada es lo que parece ser, donde la trama irá acumulando a una multitud de personajes (familias, policías, marginales), como si se tratara de un juego de cajas chinas atractivo de ver, pero demasiado enroscado en sí mismo, gratuito por momentos, que hasta necesita recordar en muchas ocasiones por dónde viene la historia. Sin conocer la novela de Harlan Coben en la que se basa la película, las idas y vueltas del relato recuerdan a los argumentos policiales teñidos de psicología familiar de Guy des Cars, aquel escritor bestseller de los años cincuenta y sesenta. En ese punto, el film gana en interés por su acumulación de tramas y subtramas en las que se revuelve un pasado familiar. En oposición, resulta injustificada su duración, más aun cuando algunas escenas están contadas a través de una estética videoclipera, que incluye hasta la voz de ¡Bono! En pocas palabras, un ejemplo de cine mainstream… de origen francés.
Amor loco y melodrama agridulce Hoy se estrena la secuela de El Hombre de hierro, un buen entretenimiento para fans, aunque no logra deslumbrar. A pesar de invitados estrella como Scarlett Johansson y Mickey Rourke, el protagonista sostiene y se roba la película. Steven Russell parece poseído como Linda Blair en El exorcista, pero su estado no refiere al acoso constante de Satanás, sino al amor que siente por Phillip Morris (Ewan McGregor). Y en ese trance romántico, en la declarada historia de dos enamorados, es que Una pareja despareja (ay, estos horribles títulos locales) expresa sus tonos de comedia lunática, amor loco y melodrama agridulce. Es que Steven descubrió que es gay en una internación por un accidente y por eso se alejará de su esposa. Pero, falsificador de primer nivel y habilísimo para los negocios truchos en los que obtiene importantes sumas de dinero, pasará su primera temporada en prisión, donde conocerá a Phillip Morris, el amor de su vida. Y ambos entrarán y saldrán de la cárcel varias veces, sin nunca perder el interés por el dinero ajeno, pero tampoco olvidando que sólo juntos podrán ser felices. Quien suscribe estas líneas no se ubica en el bando de los fanáticos del humor de Jim Carrey desde su catarata de tics y morisquetas que lo hicieron célebre en La máscara. Prefiere al Carrey insufrible e incómodo, que obliga a la resistencia del espectador, tal como se lo veía en El insoportable (The Cable Guy) de Ben Stiller, antes que al mal imitador del gran Jerry Lewis. Pues bien, Steve es una continuación de aquel técnico de cable que invadía la privacidad de sus clientes: hiperquinético, sonriente, chanta, seductor, seguro de sus decisiones. Un punto muy a favor de Una pareja despareja es la cuota de cinismo y sabor agridulce que aportan los directores Ficarra y Requa, acostumbrados a esta tónica no políticamente correcta de acuerdo al antecedente como guionistas de Un Santa no tan santo, aquella fábula anti-infantil con un Papá Noel que despreciaba a los niños. La primera mitad tiene la velocidad de una screewball comedy pero adaptada a los nuevos tiempos por el carácter efímero del montaje. Más aun, allí el film aclara sus propósitos de no tratarse de una comedia convencional, un pasatiempo fashion, una historia como tantas. En ese trayecto, como ocurre con los buenos ejemplos del género, Una pareja despareja expone temas importantes: la falsa vida en familia, el trabajo a desgano, las máscaras que ocultan a una sociedad pacata y conservadora como la de Estados Unidos, que aún no decidió el estreno de la película. Otro punto a favor para esta particular historia de amor.
Vadre retro, Satanás, de nuevo Curiosa y gratuita propuesta la de El último exorcismo, aunque nadie cree que las posesiones diabólicas terminen con esta película de bajo presupuesto. Ocurre que el reverendo Cotton Marcus, pastor evangelista, se cansó de engañar con el tema del exorcismo y por ese motivo decide que un equipo de rodaje lo acompañe para desentrañar las mentiras que vino acumulando durante años de cruces, rezos e invocaciones al bien para expulsar al mal. Entonces, una cámara lo seguirá a todas partes, especialmente cuando deba sacar al demonio del cuerpo de una adolescente, cuyo padre es un fanático religioso que cree con fervor en la presencia del Maligno. Pues bien, algún susto justificado y otros bastantes discutibles serán los que muestre el trabajo incansable de Cotton, pero también el de una cámara que nunca se queda quieta, más aun cuando la adolescente ofrece su look satánico. Lejos quedaron los tiempos de Linda Blair en El Exorcista y otras posesiones de los ’70 y ’80. El terror actual, que ahorra en dinero e ideas originales, parece sostenerse al estilo The Blair Witch Project y las españolas REC y su secuela: escaleras, pasillos, poca luz, respiración agitada y la sensación de que cualquier escena puede hacerte saltar de la butaca. Ahora bien, en esas películas, de acuerdo a la construcción del espacio cinematográfico, el movimiento de la cámara actuaba como imperiosa necesidad estética. En cambio, para hacer un par de exorcismos, en manos del ya no tan simpático Cotton, ¿es necesario que se mueva tanto como si estuviera manejada por el mismo Satanás? Vamos…
Facturas entre parientes Una atmósfera incómoda, un aire irrespirable, pese al bucólico paisaje, transmiten las imágenes de Un día en familia. Un viejo matrimonio se reúne con sus hijos y parejas para conmemorar un nuevo aniversario de la muerte de un pariente más que cercano. Sucede que, pese a las ceremonias y rituales de ocasión, las comidas del caso y el respeto a tradiciones ancestrales, ese grupo tiene mucho que decirse o, tal vez, analizar qué pasó con el tiempo transcurrido, donde muchas cosas quedaron sin aclarar. Entre ellas, el destino que les correspondía a los hijos y, pese a que están en la última etapa de sus vidas, el rol que todavía ocupan esos padres como consejeros del ciclotímico clan. La astucia del director es que no dedica exclusivamente a contar una historia sobre los integrantes de una familia japonesa. El tratamiento es universal, con sus particularidades. El cineasta al que refiere más de una escena es uno de los maestros del cine nipón, Yasujiro Ozu, y sus emotivas ficciones de padres, abuelos, hijos y nietos en aquel mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial, donde se establecía la confrontación entre el Japón antiguo y el industrializado. Aquí, Kore-eda describe a una familia donde el humanismo de los films de Ozu no está presente. Los padres son personajes grises y demoledores, especialmente él, mientras la madre se presenta como sumisa y parca. Filosas ironías se entremezclan en medio de la comida y de un paisaje donde la naturaleza cobija a los mayores, mientras a los hijos se los ve incómodos, irresolutos en el hábitat que los padres conocen al detalle.
Apuesta mayor por el cine El siempre desafiante cine del mexicano Carlos Reygadas (Japón; Batalla en el cielo) nunca esconde sus intenciones: planos largos, silencios prolongados, voracidad estética que, por momentos, cae en un vacío de esteticisismo. Premiada en muchos festivales internacionales, Luz silenciosa es su apuesta mayor, ya que el cineasta da vuelta todos los límites posibles sobre una forma de hacer cine, construir imágenes, describir un mundo particular, con sus tempos narrativos y sus costumbres y mandatos ancestrales. La acción se sitúa en la zona de Chihuahua y sus protagonistas son los integrantes de una comunidad de menonitas, aferrados a preceptos y códigos religiosos y morales que marcan su devenir cotidiano. Una infidelidad matrimonial será el desencadenante del conflicto. Sólo eso y nada más que eso. En efecto, Reygadas filma a una comunidad (los no actores son los verdaderos menonitas), los anocheceres y amaneceres de ese bucólico paisaje, las ceremonias, los rezos, el espíritu de un grupo respetuoso de una forma de vivir, y por qué no, de una manera de contemplar a una microsociedad que parecer detenida en el tiempo. Las herencias estéticas del film oscilan entre las películas de Robert Bresson y del danés Carl Theodor Dreyer, conformando un corpus único y personal, donde Reygadas se siente cómodo, tanto con una cámara estática que registra un paisaje durante largos minutos o a través de extensos travellings que recorren cada uno de los interiores, despojados, austeros, minimalistas. Luz silenciosa es una película que dividirá opiniones: se la toma o deja a los 10, 15 minutos. Bienvenida la propuesta, entonces, para la rutinaria y burocrática cartelera de estos tiempos.