Un Macbeth discreto No sé bien el motivo, pero cada año el Oscar suele nominar al menos dos películas con varios puntos comunes entre sí. Este año el caso evidente es el de Vice (no usaré el horrendo y extenso título local ) y El infiltrado del Kkklan. Dos películas con impronta satírica, que manejan cambios de registros bruscos entre lo cómico y lo terrible; un mismo registro grotesco y sobre todo un espíritu político indignado que interpela hacia el final al ciudadano norteamericano. Agregaría otro elemento común, y es que las dos películas son films con defectos y virtudes claramente marcados. Vice es una película tan clara en sus bondades y taras que hasta puede verse de tres formas distintas, no siempre dando como resultado una buena película. Por ejemplo, si se viera Vice como un film político, probablemente el único resultado que uno obtendría es una película panfletaria y simplificadora, en la que todo lo que viene del partido republicano parece ser prácticamente demoníaco y ciertos políticos son presentados como caricaturas unidimensionales. También una película que recurre más de una vez a imágenes de shock (de víctimas de guerra por ejemplo), que funcionan más como un golpe bajo innecesario y una expresión innecesaria de indignación. Por otro lado, Vice resalta una y otra vez la misma idea de un gobierno americano que en ocasiones históricas ha operado de manera oscura y burocrática. Es algo sobre lo que el largometraje de McKay gira demasiadas veces, remarcando una y otra vez el contraste entre lo trascendente y fatal de decisiones que dejan miles de muertos, y el contexto aparentemente casual en el que se desarrollan. A tal punto llega este trazo grueso que en una escena el personaje de Donald Rumsfeld ve a un joven Dick Cheney y le señala que en una pequeña oficina de la Casa Blanca están programando acciones que afectarán no sólo la vida de millones sino el rumbo de la política internacional. Ahora bien, en ese contraste puede encontrarse a veces también algo humorístico. Después de todo, gente hablando de manera coloquial sobre cosas que influirán a millones no deja de tener algo cómico. Y acá es donde está la otra forma de ver Vice, que es como una comedia absurda. McKay juega con este registro constantemente: rompe la cuarta pared, juega a terminar la película antes de tiempo, pone a un personaje a hablar disparates en un contexto absolutamente serio. Quienes conocen el cine de Adam McKay saben de que tipo de humor hablo. Realizador venido del Saturday Night Live que supo realizar algunas de las mejores comedias americanas del siglo veintiuno (todas protagonizadas por Will Ferrell) como Anchorman y The Other Guys, y que en sus últimas dos películas (Vice y La gran apuesta) parece haberse volcado al cine político. Lo curioso de McKay es que sus búsquedas hacia otro tipo de caminos no han hecho que abandonara su identidad como director de comedias absurdas. No solo porque tanto en Vice como en La gran apuesta sigue haciendo chistes no demasiado distintos en su espíritu anárquico a los de las comedias con Will Ferrell, sino porque en alguna medida ha entendido que tanto el mundo de la bolsa y las finanzas representado en la segunda como el mundo de la política nacional en la primera parecen exhibir el ridículo de sus chistes más absurdos. En ambos casos se trata de ver que un conjunto de personas que no necesariamente son brillantes o especialmente sabias pueden, por el solo hecho de conocer determinadas reglas del juego o estar en el momento indicado, hacer volar todo por los aires. En este punto, el Dick Cheney que representa la película de McKay puede tratarse de una figura al mismo tiempo humorística, fascinante y oscura. Y acá es donde entramos en la forma más interesante de ver Vice, y es como una exploración sobre un personaje. Vice es una suerte de biopic de un vicepresidente dueño de un poder desmedido, uno que le permitió durante ocho años manejar el poder desde la discresión absoluta y las sombras, teniendo más poder de decisión que el propio presidente George Bush. Pero la película también es la búsqueda por comprender, inútilmente, el alcance real de la maldad y la inteligencia de un líder siniestro. Para explicarme en lo que digo volveré a la escena en la que Rumsfeld le dice a Cheney que en ese pequeño cuarto se están tomando decisiones de trascendencia internacional. Si bien eso puede ser leído, nuevamente, como un trazo grueso innecesario, también es verdad que uno puede leerlo como una forma sutil de mostrar que Cheney ahí está entendiendo algo clave: que el poder no tiene por qué manifestarse manera ostentosa, sino que puede funcionar discretamente. De hecho, hay una transformación fascinante que el film muestra de su protagonista. Cheney de joven es un tipo sin ambiciones, pero también gritón y problemático y deseoso de llamar la atención. Con el correr del metraje, en cambio, se va transformando en una persona no solo cada vez más ambiciosa sino más secretista y lacónica, como si hubiera en su discreción extrema un poder mucho más grande que el imaginado. Sin ir más lejos, en la película su gran truco es ejercer una posición de poder desde una posición aparentemente intrascendente y poco llamativa como la de la vicepresidencia. Desde este lugar, no deja de ser interesante que para el propio McKay el mismo Cheney resulte un misterio en sí mismo. Lo dice el letrero humorístico del principio que declara que la película está basada en hechos reales, y que fue muy difícil hacerla porque Cheney es una de los líderes más reservados que existen. Pero también lo va manifestando la película al mostrar a Cheney como un personaje cuyas ambiciones y motivaciones reales nunca están demasiado claras. Creemos que quiere mucho dinero, pero nunca lo vemos ostentándolo demasiado; creemos que puede querer poder, pero está en las antípodas de ese espíritu megalómano que suelen tener los líderes obsesionados con ese tipo de ambiciones; creemos que no tiene otra preocupación que sí mismo, pero hacia el final parece convencido -aunque no sabemos ya a esa altura qué tan sincero es en sus palabras- que hizo lo que el pueblo americano supuestamente necesitaba. También creemos que puede ser diabólico, pero lo cierto es que Cheney ni siquiera transmite esa sensación siempre. Al contrario, podemos verlo teniendo actitudes tremendamente compasivas con una de sus hijas. Lo que si sabemos es que hay algo tremendamente apocado en su comportamiento, algo que Christian Bale transmite a la perfección en la que acaso sea la mejor actuación de su carrera, interpretando a un Cheney de voz gruesa y movimientos lentos pero seguros. También sabemos de este personaje que no tiene miedo nunca, ni siquiera cuando le está por dar un ataque al corazón (lo que genera varios chistes excelentes a lo largo de la película). De lo único que pareciera tener miedo es de perder el respeto de su mujer, lo cual hace que en un momento de la película pase a ser de un miembro de la white trash americana a querer ser un político ambicioso y sin escrúpulos. Este tipo de característica lo emparenta con Macbeth, de ahí que no creo que sea casual un gag de Vice en el cual vemos a Cheney y a su esposa hablar en versos cual personajes shakespereanos. Sin embargo Cheney, a diferencia de los personajes de Shakespeare, carece de esa vitalidad trágica y verborrágica. De nuevo, lo más misterioso del Cheney de Vice reside en su discreción total y en sus características lacónicas. Será por eso también que si bien Cheney puede ser tremendamente destructivo, las tragedias que le vuelven a él son tan poco llamativas como su modo de comportarse. Luego de toda la sangre derramada, el castigo por su legado de poder y secreta tiranía será una pelea familiar con su amada hija. Nada demasiado notable, nada demasiado tremendo, una tragedia en clave menor si se quiere, para un personaje cuyo máximo atractivo es justamente su misteriosa sobriedad y discreción. Entonces uno vuelve al título local: Vice, además de jugar con una palabra (en inglés puede aplicarse tanto al vicepresidente como a la palabra “vicio”), es también una palabra sencilla, seca, sin nada que parezca esconder demasiada espectacularidad. Pero nuevamente, que algo carezca de espectacularidad no quiere decir que esté ausente de influencia, de daño e incluso de misterio.
El corredor La nueva Misión: imposible continúa en la senda de la perfección formal hitchcockiana con un Ethan Hunt que atraviesa un período de introspección. Cualquier persona que conozca mínimamente el cine de Hitchcock sabe que hay una película de él que se llama Intriga internacional. También sabe que esa película se transformó en uno de los films más influyentes de todos los tiempos, cuya impronta puede verse en cantidad de películas de aventuras, de acción y de espionaje que se hayan hecho; que por Intriga internacional tenemos la serie de James Bond, cantidad de largometrajes sobre espías por error, y también, de paso, una serie como la de Misión: imposible, con Tom Cruise. Al igual que Intriga internacional, las Misión: imposible mezclan el cine de aventuras y espías con gente bonita y mucho glamour; también utilizan espacios perfectamente reconocibles de un país (en el caso de la película de Hitchcock, se trata de Estados Unidos; en las de Cruise, el relato se extiende a varios puntos del globo), para establecer ahí escenas de acción disparatadas, cuyo respeto por el realismo es menos que nulo. Podría agregarse otra cosa. Así como Intriga internacional es una película de aventuras y también de maduración, en las Misión: imposible vemos a Ethan Hunt volviéndose más maduro en cada entrega. Si en la primera es un agente brillante pero algo ingenuo que despierta a una realidad de traidores; la segunda lo encuentra siendo una persona más independiente y hedonista; en la tercera parte lo veremos creyendo que puede equilibrar la vida en pareja con su trabajo de riesgo; en la cuarta, resignándose a que esto es imposible, y en la quinta ya lo vemos más maduro que nunca y capaz de aceptar ya no solo su situación personal sino el trabajo de equipo. En la reciente, Repercusión, lo vemos atravesando un período de introspección no exento de culpa. Ante tanta influencia no es casual que varias de estas películas admitan de manera bastante abierta su propio origen. La primera (1996) la dirige Brian De Palma, acaso el director más abiertamente hitchcockiano de todos los tiempos. La segunda (2000) se establece casi como una remake de Tuyo es mi corazón. La tercera (2006) explota de manera autoconsciente la noción de McGuffin hitchcockiano. Y la quinta (2015) tiene un homenaje directo y evidente a El hombre que sabía demasiado. Así y todo, es injusto evaluar a las Misión: imposible por sus conexiones y relaciones. Básicamente porque parte de su valor reside justamente en las diferencias estilísticas abismales entre una película y otra. Ni siquiera argumentalmente son parecidas: en general, la relación narrativa entre una película y otra suele ser bastante poca. Apenas uno que otro personaje que se repite (como el de Ving Rhames, que es el único junto con Cruise que está en todas), y algún que otro hecho que podría ser central en una entrega y que vuelve en la otra de manera más lateral. Fuera de eso, ver cada Misión: imposible es tener un encuentro con una nueva aventura de Ethan Hunt, aventura que a veces puede tener un estilo completamente distinto. Quizás la diferencia más notoria se encuentre en el contraste entre la primera y la segunda. Si la primera es una película de espionaje más clásica y fiel al programa de televisión (1966-1973) con una utilización virtuosa del suspenso, la segunda se propone muchísimo más como una película de acción melodramática y desatada en donde incluso la fuerza física de Ethan Hunt es notablemente superior a la primera. Es en el fondo como si fuese otra película, vista desde otro estilo, en el cual el propio personaje de Cruise se resignifica por la mirada de un director, en este caso el hongkonés John Woo. Una vez entendida esta regla, no sorprendió tanto que la tercera entrega -dirigida por J. J. Abrams- fuera tan distinta a las otras dos. Aun así, creo que es en la tercera en donde se marca sutilmente un quiebre en la forma de concebir la acción que marcó todas las posteriores. Se trata de una carrera de Ethan Hunt por las calles de Shanghai, en las cuales se hace todo lo posible por privilegiar el plano general sin cortes. Allí se puede ver al propio Tom Cruise corriendo desesperado y en tiempo real un pique sostenido. Es atípico ver a una superestrella de Hollywood haciendo algo como eso. Y creo que en algún punto lo que se propone con este tipo de escenas es mostrar una conexión con el cine de acción oriental. Si uno tuviera que pensar en dos grandes modelos del cine de acción pondría por un lado a ejemplares como los de Hong Kong, en donde actores como Jackie Chan y Jet Li muestran claramente sus habilidades en escenas genuinamente riesgosas y enmarcados en un cine más barato y artesanal; y por el otro el de la acción hollywoodense, donde un montaje y eventuales efectos digitales y uso de dobles e riesgo nos hacen creer que el héroe tiene una agilidad, fuerza y riesgo real que en verdad no existe. En las Misión: imposible siempre hay una mezcla de las dos cosas. Por un lado, son grandes producciones de Hollywood con extraordinarios efectos digitales y mecánicos, y sofisticados escenarios construidos en estudio; pero por el otro, hay una cualidad más bien física en la que uno siente también el cuerpo de Tom Cruise exponiéndose a situaciones que podrían ser perjudiciales para él o que demandan un esfuerzo físico notorio. Cruise no es ni Chan ni Li, y creo que es por eso también que verlo pelear en plano general y corriendo durante varios minutos tiene su encanto particular: su personaje no es un artista marcial elegante y agilísimo, sino muchas veces un acróbata a su pesar que tiene que poner sangre, sudor y lágrimas para ganar la pelea. De ahí la importancia que ha tenido en las películas verlo correr de manera sostenida. Correr es un acto cansador pero normal, que tiene que ver menos con la agilidad particular que con el esfuerzo físico que puede hacer cualquiera. Lo fascinante de verlo correr a Ethan Hunt es ver una figura expuesta en toda su admirable energía, pero también a todos sus límites como héroe. De ahí también que a veces la figura de Ethan Hunt se parezca menos a la de un héroe de acción como Schwarzenegger o Bruce Willis que a un comediante slapstick al mejor estilo Buster Keaton, que a veces tiene que zafarse de ciertas situaciones de peligro disparatadas con lo primero que tenga a mano y aprovechando los pocos recursos que le da un espacio. Esta misma lógica creativa aplica a la planificación general de la acción que han tenido las últimas Misión: imposible, que casi nunca usan la explosión como método efectista para buscar espectacularidad visual (de hecho, en la 4 -dirigida por Brad Bird-, la explosión del Kremlim queda prácticamente fuera de campo), y que más de una vez resignifica ciertas situaciones de acción y suspenso que vimos mil veces pero presentadas de otro modo. Así es como en esta nueva entrega tenemos una pelea en un baño en la que se juega con un contraste visual entre la sangre derramada y el blanco radiante de los azulejos, y se resignifica el cliché de desarmar una bomba de tiempo mezclando planos con el famoso “corte de cable” con una necesaria y delirante persecución entre helicópteros para poder obtener el detonador. No deja de ser interesante que el motor principal Misión: imposible sea Tom Cruise, quien produce estas películas desde su primera entrega y ha visto la oportunidad como un vehículo extraordinario para acrecentar su figura de estrella. Normalmente, el cine de acción y aventuras suele funcionar más como un puntapié inicial para que un actor se convierta en alguien muy famoso, o un género para que un intérprete musculoso encuentre un nicho de películas a explotar. Sin embargo, cuando Cruise empezó haciendo la primera Misión: imposible, ya era uno de los nombres más conocidos de la industria y había sido nominado al Oscar por Nacido el 4 de julio. Había trabajado con Scorsese, los hermanos Scott, y había realizado películas de prestigio como Rain Man. Mientras continuó filmando películas de la franquicia, sumó a su listado directores como Spielberg, Kubrick, Paul Thomas Anderson y Michael Mann, y demostró ser un excelente héroe de comedia romántica en Jerry Maguire, y un mejor comediante en la extraordinaria Una guerra de película, de Ben Stiller. Y sin embargo, siguió trabajando en estas películas de espionaje un poco para sumar más directores de prestigio a su currículum, otro poco también para ser el motor principal de una de las series de largometrajes más insólitos y virtuosos de la historia del cine. Dicho virtuosismo no se basa en películas que buscan el prestigio fácil de los grandes temas, o las actuaciones esforzadas necesitadas de premios y nominaciones, sino que, por el contrario, varias de ellas se admiran por su perfección formal en el estado más puro. La combinación brillante de humor y adrenalina de la cuarta, la perfecta y clarísima construcción narrativa de una trama de espionaje en la quinta y la sexta, el notable uso de la cámara lenta y la absoluta y admirable falta de miedo al ridículo de la segunda. A este cine muchas veces se lo califica en un sentido peyorativo de puro entretenimiento, o “pochoclero”. Pero creo que no hay mucho cine más difícil de analizar que este. Acá el crítico debe valerse pura y exclusivamente de su poder de observación y análisis para expresar en palabras convincentes y precisas el motivo por el que una escena le produce tal o cual sensación de adrenalina o cómo está haciendo un film de espionajes y traiciones para hacer que sus decenas de vueltas de tuerca no suenen forzadas ni confusas. Se trata de un cine basado más que nada en formas puras, al que a veces, para exaltarlo, se lo intenta explicar con adjetivos grandilocuentes como “imponente” o “extraordinario” para no dar mayores precisiones, y en el peor de los casos se lo sobreinterpreta para intentar forzar una idea supuestamente profunda. Sin embargo, el juego de Tom Cruise es otro, y en medio de su carrera brillante, muchísimo más inteligente que lo que muchos creen, nos dio una saga que se constituye muchas veces de una forma pura, lo más parecido a “puro entretenimiento” que existe en el sentido más noble de esa palabra, y dicho desde la firme convicción de Oscar Wilde de que no existe nada más profundo que una superficie hermosa.
El trailer parecía presagiar lo peor. Allí se veían una serie de diálogos impostados y sobreactuaciones, se escuchaba una música de telenovela berreta, todo esto recorrido por una idea de erotismo de dudoso gusto. Lo único que podía redimir esa estética era un tono paródico. La buena noticia es que, efectivamente, Desearás al hombre de tu hermana es una comedia. Mejor aún, es una buena –ocasionalmente muy buena- comedia. La trama inicial es sencilla: Lucía (Mónica Antonópulos) se casa con el que piensa es el hombre de su vida. Pero teme que su hermana Ofelia (Carolina Ardohain, o sea Pampita) se lo quite, debido al carácter hipersensual e hipersexual de ella. A partir de ahí, todo se irá complicando y recorrerá caminos mucho más engorrosos: habrá flashbacks del pasado de las dos hermanas, habrá una historia con dos amantes negros, habrá pujas de poderes entre ellas, y vidas sexuales que logran incentivarse a partir del vouyerismo. Pero lo que habrá, sobre todo, es un humor rarísimo, basado no tanto en lo que se dice (no hay casi chistes verbales en la película) sino en una puesta en escena y en un registro actoral que se construye muchas veces en contra de las palabras solemnes y el supuesto contenido trágico de una historia. Desde este lugar, una de las mayores bondades de Desearás al hombre de tu hermana es la de saber construir una comicidad basada mayormente en aspectos visuales, a veces incluso en sofisticados chistes que consisten en montajes que pasan de un momento supuestamente serio a otro disparatado. Pampita, por otro lado, está bien como la hermana obsesionada con el sexo, pero el fuerte actoral está acá en los cuatro actores protagónicos restantes, desde una Antonópulos luminosa y con una expresión ocasionalmente ambigua, una Andrea Frigerio rozando elegantemente el ridículo como una madre en estado de droga permanente, un Gilherme Winter (actor cómico excelente a quien se pudo ver en la telenovela Moisés y los diez mandamientos) y un Juan Sorini que logran darle dignidad y hasta melancolía a dos personajes que mal interpretados no serían más que monigotes patéticos y sin gracia. Es verdad que la película no es perfecta: su estética recargada, claramente deudora de las comedias del primer Almodóvar, puede resultar algo cansadora y volver a la película ocasionalmente aburrida. Lo mismo sucede con el ejercicio demasiado reiterado de hacer comedia contrastando una estética claramente grasa y autoparódica con la seriedad con la que los personajes se toman sus situaciones. Pero todo esto queda compensado con varios momentos musicales notables (la utilización de la música en es de lo más feliz y creativo que dio el cine nacional este año) y un desenlace tan brusco como osado. Si bien muchos críticos han alabado la película desde el punto de vista de su libertad creativa y su humor felizmente grosero, yo en cambio no dejo de sorprenderme por su rigor técnico y sus ideas visuales (es notable el manejo del color, y la iluminación parece querer emular con éxito los melodramas de Douglas Sirk de los ‘50, y hay no pocos movimientos de cámara muy difíciles de lograr), así como de una idea del humor basado en un timing que en sus mejores momentos tiene una precisión de cirujano. Kaplan sabe que para los chistes se necesita una disciplina y una seriedad especiales, incluso cuando esos chistes puedan estar basados (como pasa en el mejor momento de la película) en una asquerosidad hecha de semen volando por el aire.
Dos mujeres se reencuentran después de lo que uno presume es mucho tiempo. Una es Martina –de unos 20- y otra es Carla -de unos 40-. Si bien uno sospecha que pueden llegar a ser madre e hija, la relación nunca queda del todo clara, en una película donde justamente la falta de información será clave para mantener una sensación de tensión permanente. Durante el transcurso de esta narración habrá de todo: acercamientos y alejamientos varios, represión de sentimientos, alguna que otra muestra tímida de afecto. Junto con todo esto también estará la figura de un muerto cuya identidad nunca se revela pero cuya ausencia parece afectar, y mucho, el comportamiento de estos personajes. También habrá escenas de sexo muy bien filmadas y un poco sadomasoquistas que Martina denomina sencillamente como “sexo fuerte”. En ese juego, la chica jugará a que el hombre la trate despectivamente, sin sospechar que ese desprecio puede exceder el ámbito del juego sexual. Por otro lado, también estará Carla, conocedora de estas prácticas, a la que juzgamos en principio como una señora conservadora preocupada por este tipo de actividad sexual, cuando en verdad terminará revelándose –en una sorpresa muy bien manejada por la película- como alguien mucho menos pacata de lo que se cree. Además de estos detalles que la película maneja con sutileza, hay otra gran virtud, y es el hecho de que logra transmitir más de una vez ese clima entre calmo y melancólico que tienen los personajes. Si tuviera que objetarse algo, serían ciertos clichés: como el emborrachamiento en la playa o la escena del esparcimiento de las cenizas. Clichés que se vuelven un problema cuando se trata de una película que intenta siempre correrse del lugar común. Pero son detalles que no afectan demasiado una película potente y distinta, que logra hacer sentir no tanto aquellas cosas que se dicen sino que se silencian, y en donde detrás de la dureza de su narración puede esconder una insospechada ternura y hasta una extraña forma de optimismo.
El indio loco Con el estreno de Fragmentado, M. Night Shyamalan parece haber vuelto a las fuentes, pero aún en sus peores películas mostró un universo personal. Fragmentado es una película sobre un hombre con trastorno de identidad disociada, o sea, alguien con el mismo padecimiento que el icónico Norman Bates. La diferencia es que este personaje no tiene dos sino decenas de personalidades diferentes conviviendo adentro de él. Como su protagonista es alguien dividido en muchos pedacitos de personalidades, la película va narrándose inteligentemente en pedazos constituidos por tres líneas narrativas: la de tres chicas secuestradas, la de una psicóloga irresponsable, y la de la historia de una de las tres chicas, que se encuentra narrada en forma de flashback. Las tres líneas narrativas van teniendo un sentido al mismo tiempo que todas las personalidades de este protagonista van derivando en un solo lugar. Como puede verse, Fragmentado es, en primer lugar, una película ingeniosa en cuanto a su estructura narrativa. Pero además esta historia es otra cosa: una película con la mejor actuación que James McAvoy tuvo en su carrera, un relato rabiosamente entretenido y hasta humorístico (con un humor enfermo y retorcido, pero humor al fin) que se permite tocar el tema del abuso infantil sin caer en el golpe bajo, y una película con un cameo extraordinario. Fragmentado también se permite otras virtudes: construir una puesta en escena visual precisa en donde la cuestión de la fragmentación se ve sutilmente hasta en la composición de los planos (miren las características de las celdas, las pantallas divididas de las computadoras del Skype, las habitaciones atrás de las habitaciones), musicalizar la película de forma inhabitual con melodías extrañadas y elegantes ahí donde otros directores hubieran optado por sonidos más dramáticos, y jugar en varias escenas de suspenso con las expectativas del espectador dejando fuera de campo momentos que uno esperaría ver en pantalla, o frustrándole finales catárticos. Además de todo, Fragmentado es otra cosa: la última película de M. Night Shyamalan, más conocido popularmente como “el director de Sexto Sentido”. A Shyamalan se lo sigue asociando con la idea de un director que hace películas con vueltas de tuerca, con sorpresas que cambian todo el sentido de lo que habíamos visto. Shyamalan hizo cuatro películas seguidas así: Sexto sentido, El protegido, Señales y La aldea. Después su cine empezó a pasar por otro lado e intentó sorprender de diferentes maneras, pero si bien abandonó sus famosos plot twists, su estilo y temáticas se conservaron intactos. Shyamalan sigue gustando de los travellings laterales lentos y de precisión milimétrica, de hacer bruscos primerísimos primeros planos con gran angular, y de presentar a la mayoría de sus seres sobrenaturales de manera repentina en planos generales a pleno día. Su gusto incluso por la puesta refinada es tan innegociable que llegó a utilizarla en La visita, una película de terror found footage donde ni disimula que ese formato le resulta insostenible –hasta hace un homenaje a la propia El proyecto Blair Witch mandando al diablo el verosímil del falso documental- y que prefiere construir la ficción como más le place. Fragmentado La mejor actuación de James McAvoy en toda su carrera. En su filmografía también encontramos otra cosa: varias películas horribles. En general, las más aceptadas en este grupo son La dama del agua, El fin de los tiempos, El último maestro del aire y Después de la Tierra. Estas cuatro fueron destrozadas por la crítica en general y solo defendidas por un nicho pequeño de gente (tales como los integrantes de Cahiers du Cinema, que decidieron nombrar a La dama del agua entre las diez del año). En general estas defensas suelen argumentar que eso que otros consideran fallas son en realidad parte de una lógica estética previamente planificada y que hay que ver esas películas no con los parámetros del cine de género común y silvestre, sino como una ficción con sus propias reglas. Yo mismo en su momento defendí con argumentos así El fin de los tiempos, película a la que sigo sosteniendo como una suerte de homenaje a los ejemplares clase B de ciencia ficción de los ‘50 y como una reflexión de los miedos más grandes del siglo XXI (desde la debacle ecológica, a la guerra biológica y los atentados terroristas). Película de actuaciones fuera de registro, un sentido del humor extrañísimo y una lógica narrativa que a cada rato está rompiendo sus propias reglas, El fin de los tiempos sigue siendo para mí una película sobre el desconcierto: el de sus personajes, sí, pero también el de un espectador que no sabe exactamente cómo reaccionar ante una película en donde los monstruos vienen en forma de plantas y en la que encontramos reacciones tan raras como la de Zooey Deschanel entrando en pánico porque la llama un chico con el que fue a comer una torta tiramisú. No puedo decir lo mismo de las otras tres películas masacradas por la mayoría de la crítica. La dama del agua, Después de la Tierra y El último maestro del aire no me parecen malas sino malísimas. Con errores de casting, narrativamente confusas y fallidas a la hora de crear emoción. No obstante tienen algo de atractivo y no es precisamente el de un gusto por lo trash, sino el de ver en ellas genuinas ganas de experimentar y de adentrarse por caminos narrativos diferentes. O sea, estas películas podrán ser malas, pero son malas en forma diferente y a su raro modo y gracias a su particularidad terminan quedando en la memoria. Después de la Tierra, por ejemplo, es una épica minimalista, una suerte de Avatar en clave íntima. Así es como Shyamalan imagina un mundo nuevo lleno de criaturas extravagantes pero lo construye para solo dos personajes (un padre y un hijo), uno de los cuales está la mayor parte del metraje postrado en una silla y viendo a su hijo desde una pantalla. Shyamalan además toma a Will Smith para despojarlo de cualquier carisma y volverlo alguien con un gesto adusto y amargado durante todo el metraje y se da el lujo de elipsar bruscamente un epílogo que atenta por completo contra el relato clásico. El caso de La dama del lago es todavía más particular. La película no puede sostenerse desde ningún lugar, pero sí llama la atención que Shyamalan se proponga reflexionar de manera tan directa y ambiciosa sobre los mecanismos narrativos y las leyendas atávicas. Por otro lado, es una película personal hasta la médula, donde el director reflexiona acerca de su relación con la crítica y lleva su gusto por los personajes excéntricos hasta niveles insospechados. Podrá ser mala y hasta en muchos aspectos ridícula, pero no hay muchas películas malas así, tan libres, tan personales, tan dispuestas además a aprovechar la fama y el prestigio ganado para ir por caminos impredecibles y arriesgados. Prueba máxima de lo personal que es esta película y también de su total carencia de miedo al ridículo es que el propio Shyamalan se asigna acá el rol de un escritor cuyo trabajo cambiará el rumbo de la humanidad. Si uno lo piensa, este gesto del director tiene bastante sentido dentro de una obra de estas características. La dama del lago es un cuento de hadas que reflexiona sobre nuestra necesidad de tener cuentos de hadas y finales felices. También es una película donde todos encuentran roles que les dan sentido a su vida, y donde su propio director parece querer expresar en este papel que se asignó un deseo propio de que lo que haga sea genuinamente significativo y trascendente. Este tipo de inquietud por un significado existencial se ve con cierta frecuencia en su cine. Después de todo, ¿qué es El protegido sino una película sobre personajes que tratan de entender para qué vinieron al mundo y qué otra cosa mueve al personaje de Samuel L. Jackson a cometer esas aberraciones si no es tratar de hallar quién es él realmente? Esta búsqueda por un significado existencial se lleva al extremo en el final de Señales. Muchos han visto en ese desenlace algo burdo y decepcionante, pero en verdad no es otra cosa que llevar a su literalidad más llana la creencia de un religioso. Después de todo, muchas religiones conciben la idea de que un Dios creador de un universo infinito, un ser carente de noción del tiempo, tiene un plan para cada uno de nosotros, y se preocuparía si uno de sus seres termina saliéndose de la vía de la fe. Que Shyamalan llegue al extremo de imaginar una historia de ciencia ficción en la que un ser Todopoderoso es capaz de enviar una invasión extraterrestre que aterroriza a la humanidad para que un ex pastor vuelva a su oficio es sin dudas extravagante, pero no muy alejado de interpretaciones bíblicas a las cuales cualquier creyente en el fondo adhiere. De este modo, Señales puede ser también una reflexión más sofisticada y ambigua (en tanto muestra ese tipo de fe en toda su esperanza pero también en su absurdo) de lo que suele pensarse. El protegido Bruce Willis y Samuel L. Jackson tratándole de encontrarle sentido a su existencia. Por otro lado, esta obsesión por encontrar un orden para todo se refleja en la clase de intereses que la película busca para encontrar un cosmos, y tiene una causa en la forma en la que Shyamalan concibe la realidad que lo rodea. En casi todo su cine, hay una alusión a algo muy antiguo o atávico a lo que los personajes quieren seguir o en lo que pueden terminar encontrando una solución. Los cuentos populares en La dama del lago, la figura del héroe antiguo en El protegido, el misterio del más allá en Sexto sentido, las sociedades originarias en La aldea. Son todas figuras que evocan lo eterno o lo durable, que parecieran estar inmersas en un conjunto de reglas y a veces tradiciones que parecen seguras. La razón por la cual el director busca esperanzas en cosas así es sencilla: la realidad para él es más bien horrible y desoladora. Para darse cuenta de esto, basta ver qué pasa con Sexto sentido cuando se le quita el elemento fantástico. Lo que se obtiene es la historia de un nene al que le hacen bullying en la escuela y que es criado por una madre que tiene varios trabajos para mantenerse. El chico estudia en una escuela que funcionaba como Tribunal de Justicia donde se ahorcaba gente frente a la desesperación de sus familiares. Además de todo, Sexto sentido incluye tragedias tales como una madrastra que asesinó a su hija enfermándola progresivamente. Este tipo de cosas espantosas no pertenecen solo a esta película: La dama del agua tiene un protagonista cuya familia fue brutalmente asesinada por un criminal que entró a su casa; en El protegido hay atentados terroristas que matan cientos de personas y psicópatas peligrosos en cada calle; en Fragmentado están los abusos infantiles, a lo que se le suma una indiferencia generalizada que infunde miedo (la escena del walkie talkie es desesperante) y en El fin de los tiempos, las alusiones a los daños reales que provoca la humanidad son tan fuertes que la defensa planteada por las plantas parece bastante lógica. Por eso también muchas veces en Shyamalan el elemento fantástico que parecía temeroso termina funcionando como un alivio o como un mal menor frente a otros mucho peores y cotidianos. Los fantasmas de Sexto sentido no son otra cosa en el fondo que gente necesitada de ayuda, el extraterrestre de Señales se vence con batazos y agua, y la criatura amenazante de La dama del agua termina resultando bastante torpe. Incluso el propio monstruo de Fragmentado termina perdonándole la vida a una víctima que caerá después en las garras de un abusador pedófilo. Desde este lugar, parece comprensible la lógica de los personajes adultos de La aldea, quienes decidieron inventarse un monstruo horrible imaginario para huir de las monstruosidades cotidianas que hay detrás del muro que construyeron. Por supuesto, vista la película con atención, es verdad que esta sociedad está, sin darse cuenta, construyendo su propio infierno terrenal, basado en sostener una mentira a cualquier costo y en manipular de forma aberrante a sus propios hijos. Pero esto tiene que ver con la mirada de un Shyamalan que siempre se ha movido entre la compasión y la misantropía, que a veces ha querido ser emocional y otras, ácido. En algún momento, a este realizador se lo comparó con Hitchcock, y el sallo le quedó (como le hubiera quedado a casi todos los directores de la historia) demasiado grande. Lo que terminó siendo es un director desparejo pero curioso, capaz de hacer muy buenas películas, ocasionales obras maestras, y largometrajes tan fallidos y ambiciosos que uno se pregunta cómo hizo exactamente para llevarlos a cabo; una anomalía demasiado excéntrica en el sistema de Hollywood como para pasarla por alto y tan demencialmente personal que es imposible no tenerle respeto.
Publicada en la edición #284.
Publicada en la edición digital #254 de la revista.
Publicada en la edición digital #253 de la revista.
Publicada en la edición digital #252 de la revista.
Publicada en la edición digital #248 de la revista.