"Un Gauchito Gil": atmósfera onírica El director usa lo narrativo como soporte para ese clima febril en el que está empeñado, y que va progresando a medida que los individuos se adentran en la selva. No son del todo río (o laguna) ni del todo islote. El agua corre por ellos con la lentitud de un tapir agonizante. En algunos sectores la vegetación es selvática, y la abundancia de especies vegetales y animales confirma que la civilización no se ha aventurado mucho por allí. Suerte de geografía olvidada, como de otra parte, los esteros del Iberá (Yverá, en guaraní) son una zona entre la vigilia y el sueño. Es esa frontera la que el realizador correntino Joaquín Pedretti explora en su primer largometraje, mayormente en blanco y negro, aunque en un breve tramo aparece el color. Las primeras imágenes parecen las de un mareo o una fiebre: sobreimpresiones, cortes en seco, algún leve movimiento de cámara. Tal vez lo sean, ya que el que aparece enseguida es Héctor, un muchacho debilitado, enfermizo (Celso Franco, el chico de 7 cajas). No tarda en cruzarse con un paisano llamado Cruz Quiroz (Jorge Román, de El bonaerense y la reciente serie Monzón), que insiste en llamarlo Antonio, nombre de pila del Gauchito Gil, el santo del culto popular. De hecho, unas escenas más adelante Héctor aparece con vincha roja y pañuelo al cuello del mismo color, tal como quedó eternizado el santo. ¿Signo o casualidad? Héctor busca a un niño al que tenía que cuidar y extravió. Un par de cuchilleros (Cristian Salguero y Horacio Fernández) andan detrás de él, para cobrarse una cuenta. Y Quiroz está obsesionado con cuarenta cabezas de ganado, robadas por unos matreros. Todo eso es lo que se juega entre altos pastizales, lianas y camalotes, y la puesta en escena transmite bien la sensación de encierro. Pedretti usa lo narrativo como soporte para esa atmósfera oníricaen la que está empeñado, y que va progresando a medida que los individuos se adentran en la selva. Quiroz lleva a Héctor/Antonio en bote, a través de una laguna tan poblada de vegetación que parece una gigantesca sopa de caracol. De pronto, en medio de la noche y a la intemperie, se escuchan gruñidos de animal. ¿Qué animal? A propósito: habida cuenta de la abundancia de carpinchos, ciervos, lobitos de río, yacarés, serpientes de gran tamaño y etcétera, bien se podía haber gestionado aunque más no fuera un ejemplar de alguna de esas especies, como forma de agudizar la sensación de extrañeza que se busca. Como la llama de Zama, o el avestruz de El fantasma de la libertad. En lugar de eso, Quiroz lleva a Héctor al campamento de las Hijas de la Alquimia, suerte de brujas o vaya a saber, que celebran ceremonias en las que se fuma algo. Y a la mañana siguiente uno puede despertar con ellas. Quiroz recita un poema lírico que alude a ciertas magias naturales, y que no carece de grandilocuencia. Para entender el ritual del final será necesario haber leído algún tratado sobre mitos y ritos de la zona. Eso permitiría saber, de paso, que Cruz Quiroz supo ser un gaucho renombrado. Con lo cual parecería querer aludirse a alguna forma de duplicación, simulación, repetición o encarnación (el desconocido y Antonio, suplantando a Quiroz y Gil), pero toda posible intención en ese sentido queda presa del hermetismo.
"Amanda": terapia express Un joven parisino solitario y soñador debe hacerse cargo de su sobrina luego de un acontecimiento trágico, que ambos deberán superar. Una de las peores pretensiones del cine (por algún motivo que habría que investigar muy raramente se da en otras formas narrativas) es la de liberar al espectador de su dolor en trámite express, haciendo que su objeto de identificación (el héroe o la heroína) expíe el suyo, en un lapso anormalmente breve. En la vida, hacerlo lleva años. En el cine las cosas urgen, hay poco tiempo. Noventa minutos, un par de horas. De allí que unas escenas después de haber sufrido un trauma psíquico grave, el héroe o la heroína se reconectan con el lado positivo de la vida y vuelven a sonreír, como si en lugar de perder a un ser querido hubieran extraviado un paraguas o un sombrero. Es lo que sucede en este film francés, desbaratando de un solo golpe lo que hasta el momento se había construido no sin algún tropiezo, pero con cuidado y delicadeza. Uno se queda pensando qué necesidad había. De entrada y anticipando lo que va a suceder, más que en la relación entre la pequeña Amanda (Isaure Multrier) y su madre Sandrine (Ophélia Kolb), el relato focaliza sobre Amanda y su tío David (Vincent Lacoste), ya que éste, que tenía que ir a buscarla al colegio, se descuidó y llega tarde. Amanda tiene siete años, es rubísima y le encantan los postres chorreantes de crema. Sandrine trabaja todo el día, por eso necesita pedir a veces la colaboración de su hermano David, que trabaja para una inmobiliaria y talando árboles para la municipalidad. Entre los tres impera una felicidad perfecta. Aquí hay dos posibilidades: o se sigue narrando la felicidad o se la interrumpe bruscamente. Que es lo más común, porque se supone que el cine es una forma dramática y en el drama tiene que haber conflicto. Aquí esa interrupción se opera de la mano de un daemonium ex macchina rigurosamente actual: el atentado terrorista islámico. Que se da no sólo de golpe, como corresponde, sino luego de una elipsis tal que lleva unos segundos (y hasta unas escenas) rearmar la situación. Podría pensarse que es una enormidad narrativa recurrir a semejante disparador. Pero bueno, un atentado sobre blancos civiles es, en sí, una enormidad, y esa enormidad puede afectar a cualquiera. De allí en más la historia es la de la obligada maduración del veinteañero David, que debe hacerse cargo de su sobrina, y la del duelo gradual de Amanda. Como suele suceder en el cine (y en la vida), Amanda demuestra mayor practicidad y decisión que su tío, dándole órdenes y poniéndole límites, mientras David no sabe ni cómo consolarla cuando tiene una crisis de llanto. Hay personajes adventicios, de variada importancia. La más relevante es Léna (Stacy Martin, a quien pudo verse en Nymphomaniac, Godard Mon Amoury Todo el dinero del mundo), una inquilina con la que David inicia una relación, y después están Maud (Marianne Basler), una señora encantadora que es tía de Sandrine y ayuda a David con el cuidado de Amanda, y Alison), mamá inglesa de David y Sandrine (la reaparecida Greta Scacchi, con cabello castaño). David no la ve hace como veinte años y sigue resentido con ella, porque los abandonó de chicos. Oportunidad de reconciliación. Hay algunos signos de que esto no está del todo bien. Que Alison esté como si tal cosa después de lo que pasó es uno de esos signos. Una musiquita melosa que empieza a asomar en ciertas escenas emotivas es otro. Un fuerte abrazo de Amanda, de esos de agarrar y no soltar, estilo “ahora te quiero en serio”, otro. Lo mejor que tiene la película son los llantos de David, bruscos, torpes e imprevistos, que generan una bienvenida incomodidad. Pero es allí que David y Amanda van a un deus ex macchina llamado Wimbledon y basta que un tenista se sobreponga a la derrota para que ¡plop! Amanda pase del llanto a la risa. Y colorín colorado…
"¿Yo te gusto? No perdonarás": la venganza femenina Una adolescente de barrio “pesado” del conurbano toma la 9 mm y sale a cobrarse las deudas, después de sufrir una doble violación. Cambio de marcha para el realizador Edgardo González Amer (El infinito sin estrellas, Tuya), ¿Yo te gusto? No perdonarás (todo eso) adscribe a una corriente de films: los de venganza femenina.Precedida por películas de los 70 hechas por hombres (Foxy Brown, Ms .45), esta serie fílmica, que en casi todos los casos narra una venganza armada contra uno o más violadores, se extendió a lo largo de este siglo, incluyendo experiencias extremas (Baise Moi, I Spit On Your Grave), thrillers (Revenge), films de acción (el telefilm Big Driver, escrito por Stephen King), de terror (Run! Bitch Run!) y películas “de prestigio” premiadas en festivales, como Elle. En ¿Yo te gusto? una adolescente de barrio “pesado” del conurbano toma la 9 mm y sale a cobrarse las deudas, después de una doble violación encargada por el “poronga” de la zona. Lo hará como si fuera una versión menudita de El vengador anónimo. “Es puro nervio esta paleta”, se queja Mary (Leticia Bredice) cuando su marido Joaco (Daniel Loisi) le pasa el fiambre que compró, según parece para el almuerzo. Mary suma plata para la familia haciendo sándwiches, que vende en el bar que administra. O que sus hijos Nati (Martina Krasinsky) y Seba (Sebastián Chávez) reparten entre los trabajadores de la zona. El otro ingreso familiar es el del padre, Joaco, chofer de colectivo. Joaco y Mary tienen una deuda impagable, contraída con Yuca, la clase de tipo con el que conviene no tener problemas (Daniel Aráoz, que transmite muy bien esa certidumbre). Nati, que lleva medio pelo platinado y la otra mitad rapado, que tiene tatuajes y usa minishorts y no tiene problema en putearse de igual a igual con los pibes del barrio, toma una decisión. Rara, teniendo en cuenta que a la madre no le da la más mínima pelota (con el padre la relación es mejor). Va a sumarse a la banda que integran sus amigos, para reunir plata que les permita pagar la deuda. Lo otro raro es que la banda la maneja justamente Yuca, acreedor de sus padres. No la aceptan en la banda, los convence a fuerza de insistencia, roban un restorán, Nati desobedece una orden, Yuca la echa y allí ella hace lo que la sensatez aconseja no hacer: robarle unos pesos al “poronga”. El castigo será cosa de bárbaros. En una segunda línea, González Amer (autor del guion) narra la relación de deseo entre Mary y un joven carpintero (el siempre firme Marco Antonio Caponi). Relación que aumenta la bronca que Nati tiene con su madre. Despeinada y sin maquillaje, Leticia Bredice despliega, como de costumbre, una gestualidad de alta intensidad. A diferencia de otras ocasiones, detrás de esa intensidad hay algo más que pose. Hay cansancio, resignación, hastío. La sensación de que la vida se le va y ella sigue cortando paleta. Su personaje tiene matices, dudas y contradicciones, Bredice se los sabe dar y eso hace interesante a Mary. Detrás de ella, a Daniel Loisi se lo ve relajado en el papel de Joaco. Lo que no resulta muy creíble, teniendo en cuenta su pinta de buen tipo, es que haya pasado unos cuantos años en “la tumba”, y no ayuda no saber por qué los pasó. El de Nati es un personaje que desafía límites. Es capaz de “hacerle” un billete a un varón de su edad y es capaz, también, de charlar en tetas con su hermano, en la cama y con las piernas entrelazadas. “¿Qué te pasa a vos?”, la regaña la madre, y el espectador puede llegar a preguntarse lo mismo. Nati (como suele suceder con los actores profesionales en un caso así, a Martina Krasinsky no siempre se la ve cómoda componiendo a esta heavyconurbana) tiene la suficiente resolución como para encarar a los tipos que abusaron de ella, arma en mano y empoderada, haciendo una pregunta inexplicable. Lo que no tiene es sentido del cálculo, conciencia de las relaciones de poder. Eso la lleva a meterse con el que corta el bacalao, sola, a la descubierta y encima mojándole la oreja. A veces lo que debería salir mal sale bien, y eso explica que Nati llegue a un final que más que un final parece una pausa.
"Exilio en Africa": la utopía lejos de casa El film rescata testimonios e imágenes del exilio menos pensado, el de un puñado de argentinos que en los 70 trabajaron como médicos o maestros en Mozambique. México, Venezuela, Brasil, Canadá, España, Francia, Suecia. Pero ¿Mozambique? ¿Cuánta gente sabe que durante la última dictadura un puñado de argentinos buscó refugio en Mozambique? De eso habla este documental codirigido por Ernesto Aguilar y Marcela Suppicich, uno de esos pocos que ponen al espectador frente a una realidad completamente desconocida. Los 72 minutos de Exilio en Áfricarepresentarán una novedad hasta para el espectador más informado, que se encontrará aquí con treintañeros de acento inconfundiblemente argentino, curando y alfabetizando, entre otras tareas, a chicos nativos analfabetos y desnutridos, que hablan en portugués. Tras cuatro siglos y medio de colonización, en 1975 la Portugal “de los claveles” concedió la independencia a este país ubicado en el extremo sudeste del África. El nuevo mandatario, Samora Machel,decidió “importar” profesionales de distintas especialidades (médicxs, educadorxs, ingenierxs), ofreciendo el viaje, alojamiento y no está claro qué clase de remuneración. En algunos casos la invitación llegaba por correo a la casa del candidato; en otros, lxs interesadxs se sumaban por su cuenta, desde los distintos países en los que se había desperdigado la diáspora argentina. Veterano combatiente del Frelimo (Frente de Liberación de Mozambique), Machel era de formación marxista y se propuso construir un país nuevo. Los voluntarios, a su vez, se habían quedado sin utopías y participaron gustosos de ésta, en ese sitio tan distante. Hasta que un grave hecho interno (que no se mencionará, para no espoilear), sumado a la caída de la dictadura en Argentina, hicieron que lxs voluntarixs argentinxs comenzaran a volver al país. El documental de Aguilar y Suppicich se sostiene sobre los relatos de los participantes, registrados en Argentina en tiempo presente. A ello se le agregan cartas manuscritas leídas por ellos mismos en off, que no está muy claro si es correspondencia real, recreada o ambas cosas. A este material se le suman fotos y filmaciones caseras de época, en blanco y negro y color. Lo más impresionante son, lógicamente, los niños desnutridos (95 % de aquellos con los que los visitantes tomaron contacto; el índice de analfabetismo era a su vez del 92 %), mientras que lo más fuerte en términos de relato oral sobreviene cuando las fuerzas del Renamo (Resistencia Nacional Mozambiqueña), frente de oposición apoyado extraoficialmente por Sudáfrica, ingresan en la capital, Maputo, provocando daños, muerte y graves injurias físicas. Finalmente, la de los voluntarios termina siendo otra utopía que cae. Pero nadie reniega de la experiencia. “No quiero volver y encontrar que los que fueron mis compañeros andan ahora en 4 x 4 y viven en terribles mansiones”, afirma uno de ellos. “Esa pele nâo presta”, recuerda otra que le dijo un día un chico negro. “Esta piel no sirve”.
"Stand Up villero": cronistas del conurbano profundo El film repasa el trayecto de Germán Matías, Sebastián Ruiz y Damián Quilicci hasta convertirse en comediantes corrosivos. Esta película dirigida por Jorge Croce es la más incisiva y provocativa que se haya visto en mucho tiempo. En ella, un grupo de humoristas provenientes de barrios desfavorecidos reivindican su derecho a llamar a las cosas que los involucran por el nombre que ellos eligen darle.Negro al morocho, cabeza al villero, chorro al que roba. Al mismo tiempo, Stand Up villero documenta el fenómeno del título, generado a partir del surgimiento de estos y otros cómicos, que como es característico en el género hacen monólogos autorreferentes. Al aludir insistentemente a la cotidianidad en el barrio, estos comediansfuncionan como cronistas de la vida villera. Algo que lisa y llanamente no tiene correlato en la actualidad, en ninguna forma artística. En otras palabras, estos trovadores prosaicos dan a conocer, por vía de un humor crudo y corrosivo, cómo es la cotidianidad en el conurbano profundo y cómo la vive el que vive allí, donde no llega la mirada del pequeño burgués mejor intencionado y más distante. Stand Up villero repasa el trayecto de sus protagonistas y muestra su vida actual, tanto con micrófono como sin él. En verdad sólo uno de los tres (Germán Matías) vive o vivía con su familia en una típica villa miseria, con sus pasillos apretados y sus casas con paredes sin revocar, en el barrio El Tropezón de San Martín. Los otros dos (Sebastián Ruiz y Damián Quilicci) viven en casas modestas; el primero en Lomas del Mirador, el segundo en el barrio Las Tunas, de Tigre. Una toma desde posición elevada hace una suerte de relevamiento económico del Tigre, con placas que detallan el valor de la propiedad en la zona de clase media, en Nordelta y en Las Tunas. En esta última, por el m2 de terreno puede pagarse, según la placa, una suma ínfima. O su equivalente en gallinas. Los tres son, como es obvio, gente de trabajo. “Pero de confianza”, como decía un aviso de los 70. O no tanto: Matías confiesa que una vez fue a parar a “la tumba” por un intento de robo. En 2011 se produjo el salto, cuando se contactaron con una humorista llamada Nancy Gay, que da clases de stand up. Al año siguiente ya estaban en condiciones de largarse por su cuenta, y en la actualidad son tan buenos en lo que hacen que dos de ellos (la película no lo dice, es anterior a ello) viven de eso, sin necesidad de “trabajar”. “¡Te tendí una trampa, estos son mis amigos y te vamos re a afanar!”, avisa desde el escenario Sebastián, el más joven de los tres, al director de la película. “Llegó Mi villero favorito”, anuncia el propio Sebastián en un puestito de venta de DVDs. En un bar, Quilicci hace unos chistes bastante pesados sobre promiscuidad familiar y deliberada falta de precaución sexual. “La verdad, no sé si volvería”, dice una chica después de un show de Matías. El humor de los tres no es amable, cuidadoso o consensual. Todo lo contrario. Y ése es el eje de Stand Up villero. El eje en sentido literal, incluso, a través de un sketch en el que el actor Héctor Díaz encarna al Fiscal de Corrección Política, quien cita en su oficina a Sebastián, para llamarle la atención porque parece que dijo demasiadas veces en sus shows las palabras “negro” y “conchuda”, entre otras. Ruiz se defiende alegando que si él es negro le puede decir “negro” a quien quiera, porque está haciendo autohumor y no está discriminando a nadie. Pero no dice nada sobre “conchuda”, que no se trata evidentemente del mismo caso. En otro show presenta al director de la película como “el típico intelectual de anteojitos”, y hace una imitación rápida y estereotípica de lo que se supone es un intelectual de anteojitos. Tal vez la respuesta esté en otro par de cosas que Sebastián le dice al Fiscal: “reírse con respeto es una contradicción” y “para que haya humor tiene que haber una víctima”. Tal vez no haya humor que no le tome el pelo a alguien, sea a sí mismo o a los demás. En cualquier caso, Stand Up villeroplantea, en tiempos de represión bien pensante del lenguaje, problemas sobre no suele hablarse. Pone incómodo, deja pensando. Y hace reír, claro.
Caen las máscaras Los realizadores cordobeses narran una boda que se enrarece a raíz de una cámara que queda inadvertidamente encendida, pero la intención no pasa por el thriller sino por la crítica social. Ópera prima de los realizadores cordobeses Santiago Sgarlatta y Carlos Ignacio Trioni, Los hipócritas es una película “de trama”, lo cual es muy infrecuente en el cine independiente argentino. Las películas de trama son vistas como “poco modernas” entre los jóvenes cineastas y sus sostenes teóricos. Y a la vez exigen un arduo trabajo de escritura. Dos razones para su inhabitualidad. Como la reciente Claudia, de Sebastián de Caro, Los hipócritas narra una boda que se enrarece. Pero en lugar de no entenderse un pito lo que pasa, como en el caso de la película de De Caro, aquí está bien clarito. Una cámara quedó encendida en una habitación de la residencia donde se celebra la boda, y registró algo que no debía. Los únicos que lo saben son la novia, su hermano y el camarógrafo. No se trata de un policial, sino de contemplar cómo una familia de poderosos se corroe. LEER MÁS Reclamo de documentalistas al Incaa | Hay 80 proyectos a la espera de ser evaluados LEER MÁS Masiva movilización en Chile al grito de "Piñera ya fue" | Una manifestación colmó Santiago en medio de la huelga general Los hipócritas está contada desde el punto de vista de Nicolás, el camarógrafo en cuestión (Santiago Zapata), y eso explica cierta frialdad y distanciamento en la narración. Junto con un par de colegas, Nicolás tiene que filmar el casamiento de la hija de Marcelo Sánchez (Pablo Limarzi), político encumbrado, que tiene ambiciones en las próximas elecciones. Pero la relación con el gobernador de la provincia está algo enturbiada, algo que tiene nervioso al dueño de casa. De hecho, el gobernador había prometido venir al casamiento, pero ahora no se sabe si lo hará, y eso representaría un peligroso desaire. Estos tejes y destejes tienen lugar durante los preparativos de la boda, señalando cuánto le importa su familia a Sánchez. Sin embargo no va a venir por ese lado el agujero que haga escorar el barco, sino por el de la novia, Martina (Camila Murias) y su hermano Esteban (Ramiro Méndez Roy), que tienen una relación digamos que heterodoxa. A partir del momento en que se sabe de la existencia de esa grabación tendrá lugar una pulseada entre Nicolás y algunos representantes de la familia. Pero esto no es un thriller paranoico y por lo tanto no hay amenazas, aprietes, vidas en peligro. El decurso es más plácido, ya que como el título indica lo que interesa es ver cómo caen las máscaras. Algo que se hace explícito en la que no por nada es la secuencia más larga de Los hipócritas, la del baile (de máscaras, justamente), una suerte de carnaval iluminado con luz negra, donde como en todo carnaval parecería que todo está permitido. Está bien filmada y sobre todo bien montada esa secuencia, propulsada por una suerte de cumbia-tecno que tiene algo de infernal. Pero la distancia desde la que está narrada afecta a Los hipócritas, haciendo que ni las familias de los novios resulten suficientemente repulsivas, ni el héroe suficientemente empático (pero eso está buscado), ni el secreto que intenta ocultarse demasiado peligroso.
"Construcciones": de padre a hijo En el film de Restelli, una lente de aumento filma la cotidianidad de un chico y su padre, mientras una lente en teleobjetivo registra lo que la circunda. El chico juega a la pelota, de pronto ésta se le va y viene directo hacia la cámara. El chico está por pedirla, pero de alguna manera lleva impreso en su ADN que “no se puede” dialogar con la cámara. No lo hace. Es el camarógrafo el que, menos dogmático con la cuarta pared y esas cosas, se la pasa. Es un momento raro de la película cordobesa Construcciones. Raro porque está suelto, no obedece a ningún sistema representativo ni a ninguna intención previa, simplemente “pasó”, se resolvió así y así quedó en el montaje final. La ópera prima de Fernando Martín Restelli es una insólita coproducción cordobesa-qatarí. Fue parte de la Competencia Nacional del Festival de Mar del Plata y de la última edición del DocBuenosAires. Habla de la relación entre un chico y su padre. Pero la realidad que los rodea es como una caja de resonancia que pone esa relación en un contexto más amplio. Pedro trabaja como sereno. Cuida obras en construcción. A veces, para matar el tiempo fabrica cosas. Unos juguetes caseros para su hijo Juampi, por ejemplo. Cuando no cuida obras, Pedro --que es un señor bastante mayor-- cuida a Juampi, de día, en la zona semisalvaje donde viven, a cuadras de la ruta, en La Calera. Le da de comer, lo prepara para ir a la escuela, repite con frecuencia la palabra “coso”. Juampi tiene una mamá bastante más joven que Pedro, Jesica, a la que visita algunos días por semana. Jesica se comporta un poco como si fuera la tía, pero Pedro igual la usa como “Cuco”. “Mirá que le cuento a Jesica lo que hiciste, ¿eh?”Juampi es un chico inquieto. Cuando come, sentados con el papá uno frente al otro, cada uno en una cama y usando una mesita de luz para apoyar los platos, hace sonidos raros para hacerse entender, se sacude como si le hubieran pasado corriente eléctrica, amaga acostarse en la cama. Un día se manda una macana y el padre lo amenaza con una zapatilla. Construcciones está vista a través de una doble lente. Una lente de aumento filma esa cotidianidad, una lente en teleobjetivo registra lo que la circunda. Salvo que esta segunda lente, si se permite la licencia, no es visual sino auditiva. Capta la televisión y la radio, que informan sobre la situación económica. En un momento un especialista analiza por radio la reforma previsional del macrismo y habla en particular sobre la situación de los trabajadores no registrados, que quedan desamparados. No puede no pensarse qué va a ser de Pedro en unos años más, cuando le llegue la edad. Una de esas películas en las que personajes reales hacen de sí mismos, Construcciones está filmada con un estilo rústico que le sienta muy bien. Algunos elementos generan incógnitas. Por qué Juampi no vive con la mamá, aunque sea algunos días por semana, por ejemplo. Ningún dato permite inducirlo, y queda sin responder.
"Monos": un huevo en cada canasta Ambiciosa coproducción internacional, el film presenta a un grupo guerrillero integrado por varios jóvenes, pero borra toda referencia temporal y espacial, abstrayéndose casi por completo del mundo real. Una de las películas latinoamericanas más “viajadas” a lo largo del año, Monos pasó por Berlín y el Bafici y ganó premios en Sundance y San Sebastián, entre otros festivales. Tal vez sea Sundance el dato clave. El festival creado por Robert Redford siempre se movió en una zona intermedia entre el mainstream(estadounidense e internacional) y el cine “independiente” (una categoría que no connota líneas estéticas sino políticas de producción). Y el opus 3 de Alejandro Landes (Cocalero, Porfirio) responde a la perfección a ese cruce, ensayando un tipo de relato próximo a lo observacional, sin descuidar “hermosas postales”, de esas que hacen prosternarse a algunxs espectadorxs. Un huevo en cada canasta, muchos premios y festivales, todo el mundo contento y a armar la próxima producción. Coproducción entre nada menos que nueve países (entre ellos Argentina, Uruguay y Estados Unidos), Monos es tan internacional como su realizador, nacido en Brasil de padres ecuatoriano y colombiana y con distintos tipos de trabajos (licenciatura política, periodismo, televisión, cine) en Estados Unidos, Colombia y Bolivia (Cocalero documentaba el ascenso al poder de Evo Morales). Filmada en una zona montañosa colombiana en la que las nubes están al alcance de la mano, Monos presenta lo que parecería ser un grupo guerrillero integrado por apenas ocho jóvenes, todxs ellxs provistxs de seudónimo (entre los Monos hay un Lobo y un Perro). Hacen alguna práctica militar a las órdenes de un instructor de un metro y medio de altura, tienen secuestrada a una ciudadana estadounidense a la que llaman “doctora” y en la secuencia inicial el instructor presenta a una nueva “integrante” del grupo, una vaca lechera de nombre Shakira. Con guion coescrito por el argentino Alexis Dos Santos (realizador de las excelentes Glue y Unmade Beds), Monos tiene un tono y registro desconcertantes, que van del disparate a la historia de aventuras en la selva (y en los rápidos, como una de Hollywood), pasando por la comedia erótica adolescente y la lucha de poder interna (Landes declaró en algún momento que aspiraba a filmar una variación de Señor de las moscas ), hasta desembocar resueltamente en el relato de disolución grupal, incluyendo alguna ejecución y una ronda completa de delaciones. ¿Qué dice Monos, que borra deliberadamente toda referencia temporal y espacial, abstrayéndose casi por completo del mundo real? ¿De qué habla y desde qué punto de vista? ¿Algo para decir sobre la (im)posibilidad de un movimiento guerrillero en la actualidad? ¿Escepticismo, burla, tristeza? El crítico no ha logrado desentrañarlo. Lo que sí está claro es que los colchones de nubes y cielos encapotados, las borrascas, la noche en la selva, la tempestad, propician muy bonitas fotografías.
"La hermandad": varones de campamento Ex alumno del exigente colegio Gymnasium, que hasta el año pasado no era mixto, el realizador tucumano filmó el peculiar campamento anual, que funciona como rito de iniciación. En Tucumán existe un colegio llamado Gymnasium, que, como el Nacional Buenos Aires o el Carlos Pellegrini en Capital, depende de la Universidad. Con una diferencia: el Gymnasium es --o era, hasta el año pasado-- un colegio sólo de varones. Todos los años sus alumnos realizan (¿realizaban?) un campamento en las montañas, en el que los que están por egresar hacen de tutores de los ingresantes, transmitiendo la idea del colegio como “hermandad” que debe mantenerse a través de las generaciones. Ex alumno del Gymnasium, el realizador tucumano Martín Falci filmó el campamento del 2017, que venía precedido de un hecho ominoso (la muerte a cuchillo de un alumno, en la excursión previa) y sería precedente de un hecho histórico: al año siguiente, sesenta años exactos después de su fundación, el colegio pasaría a ser mixto. Unas placas iniciales informan del primero de esos hechos, pero sin dar detalles sobre las circunstancias en las que el alumno apodado “Paver” fue asesinado. De la cesación del colegio como entidad exclusivamente masculina informan, en cambio, unas placas finales. Ambas decisiones dan la sensación de ser incorrectas. La falta de información sobre el crimen deja al espectador en ascuas: ante un hecho así no hay espectador en el mundo que no quiera saber más. Y el de La hermandad se queda sin saber. En cuanto al cambio de política sexual por parte de la institución, de haberse informado previamente, hubiera permitido que este campamento fuera visto como lo que fue: el fin de una época. Despojado de ambos datos de peso, lo que queda es… un campamento, como tantos. Los horarios y actividades, los juegos y cantos, las hormonas adolescentes y la relación entre los mayores y los menores. La hermandad sufre de problemas de focalización. Por algún motivo se decidió hacer eje sólo en esos dos grupos etarios, y todo lo que queda en el medio es una masa indeterminada. Eso no quiere decir que los chicos de 5º grado (por lo visto es a esa edad a la que se ingresa en el Gymnasium) y los grandotes de 6º año estén muy definidos tampoco. Lo cual es un problema. Trátese de ficción o documental, el espectador cinematográfico necesita alguien por quien “hinchar”. O a quien odiar. Es muy difícil mantener el interés sin alguno de esos puntos de identificación. Y La hermandad no lo mantiene. Por otra parte, ¿de qué habla la película? ¿De una transmisión generacional, de una iniciación masculina, de la caída de un modelo de conducta viril? Lo primero va de suyo. Las otras dos hipótesis, signadas seguramente por la circunstancia de la que se venía, dan por resultado simulacros de combates, donde lo más violento que ocurre es una muy gentil “pelea” en el barro. Por otra parte se hace difícil sostener el interés por una actividad que tiene por ritual-estrella un “Juego del Zorro” en el que todos parecen correrse entre sí, sin que se entienda cómo, cuándo, por qué o para qué.
"El pasado que nos une", con demasiados mazazos en el guion El film de Bart Freundlich es la remake de una película danesa que compitió por el Oscar al Mejor Film Extranjero. Las buenas actuaciones compensan los cataclismos dramáticos de la trama. El sentido común y los manuales de guion aconsejan no duplicar ciertas cosas. Los villanos son una de ellas: salvo que se trate de villanos asociados, que haya dos o más de ellos en una película no hará más que distraer la atención y el interés. Otra son los acontecimientos extremos e imprevistos: más de uno generará sensación de saturación en el espectador. Esto último es lo que sucede en El pasado que nos une, remake estadounidense de la película danesa que en 2006 se conoció internacionalmente con el título After the Wedding (el mismo que lleva ésta originalmente). Dirigida por Bart Freundlich, la película cuya versión original compitió por el Oscar al Mejor Film Extranjero saca de pronto de la manga una condición de hija adoptiva, una pareja abandónica y una filiación que son como meteoritos cayendo sobre la narración, hasta entonces plácida. Y “como si esto fuera poco” (como decían antes los vendedores de colectivo), media hora más tarde hay cáncer en puerta. De a una calamidad por película, maestro. Isabel Pederson (Michelle Williams) dirige un orfanato en la India, y lógicamente falta de todo: camas, medicación, ropa.Llega un mensaje de una empresa estadounidense, que sin que se sepa cómo ni por qué ofrece una donación que se anuncia importante. Para concretarla, Isabel deberá trasladarse a Nueva York y entrevistarse con la dueña de la compañía, Theresa (Julianne Moore). Cuando Isabel llega, la hija mayor de Theresa está por casarse. Theresa invita a Isabel a la boda. La familia nada en dólares y en buen gusto (Oscar, el marido, es artista plástico). La hija casadera, Grace (Abby Quinn) ama a su novio, a sus padres, a todo. Otra regla dramática no escrita indica que sobrevendrán la oscuridad, el dolor, los reproches. Y así será, cuando Isabel llegue retrasada a la ceremonia y mire por primera vez hacia delante, donde están la novia, el novio y los padres de ella. Descubrirá algo que nada hacía pensar que descubriría. Hay otro problema en los cataclismos dramáticos que propone el guion, escrito originalmente por los daneses Susanne Bier y Anders Thomas Jensen: el espectador no tiene forma de preverlos. Las cosas suceden “a carta tapada”, sin que el asistente pueda jugar. Sólo queda tomarlas como vienen. En lo que acierta Freundlich es en bajarle el tono al melodrama, haciendo de un potencial culebrón un drama de relaciones. ¿O tal vez se trate de que entre la gente con mucha plata los muertos se sacan del ropero con delicadeza? En cualquier caso, el realizador contó con un terceto actoral (el tercero es Billy Crudup, que hace de Oscar) que garantiza matices, sutileza y amplitud de rango. Lo cual hace de El pasado que nos une una película muy “mirable”, más allá de los mazazos del guion.