"El reino de la corrupción": la mano en la lata Ganadora de siete premios Goya, la producción de Gerardo Herrero se interna en el financiamiento espurio de la política española con espíritu de thriller. En Argentina, El reino (título original en España) pasa a ser El reino de la corrupción, de manera que a nadie pueda quedarle la más mínima duda sobre el tema de la película. Con el mismo criterio, en caso de reestrenarse, Taxi Driver podría llamarse Taxi sangriento, El espejo, de Tarkovsky, El espejo de los sueños, y Sin aliento, Mirando a cámara sin aliento. Durante el gobierno de Jaime Rajoy la corrupción se disparó en España, alcanzando cotas desconocidas hasta entonces. Es al caso Gürtel, que se mantiene abierto, al que alude, sin decirlo, El reino “de la corrupción”, producida por Gerardo Herrero (coproductor de El secreto de sus ojos, Tesis sobre un homicidioy La noche de 12 años, entre otras) y dirigida por el madrileño Rodrigo Sorogoyen, cuya previa Que Dios nos perdone había llamado la atención tres años atrás. Dentro de lo que la dicción de los actores permite entender (volvemos a proponer muy seriamente el subtitulado de las películas españolas), parecería que la mano en la lata es el juego más popular entre los representantes autonómicos de un partido X (que podría pensarse como símil del PP, pero también podría serlo del PSOE, o eventualmente algún otro). Tanto que las autoridades centrales del partido ponen a un interventor, un tipo insospechable, para que haga saltar los fusibles necesarios. Básicamente uno, Manuel López Vidal (Antonio de la Torre, el actor más convocado del cine español hoy en día, desde Balada triste de trompeta hasta la propia La noche de 12 años, pasando por Los amantes pasajeros y Tarde para la ira). Convertido en chivo expiatorio, López Vidal decidirá tomar venganza sobre sus compañeros de partido, deviniendo en el acto en poco menos que un apestado. Ganadora de siete premios Goya(incluyendo los de dirección, guion y actor protagónico), El reino “de la corrupción” está narrada desde el punto de vista de Vidal. Así lo anuncia el largo plano secuencia con cámara subjetiva que inicia la película. En él, Vidal ingresa a un restorán para reunirse con sus compañeros de partido, que comen, beben y festejan como si el mundo estuviera por acabarse. Y lo está para ellos, aunque ellos todavía no lo sepan. Es el típico plano virtuoso del director que busca destacarse, y podría haberse resuelto con más sencillez. El plano secuencia que sí es magnífico, por el modo en que exprime la emoción y la locura de la escena, es uno de la última parte, cuando Vidal, ya totalmente desesperado, intrusa la casa de un compañero de partido en busca de ciertas libretas. Y lo hace frente a los ojos de varios asistentes a una fiesta privada, que --algo mareados-- no saben qué hacer. Con una columna sonora tecno-percusiva, típica de thriller, Sorogoyen busca hacer crecer la adrenalina. Hasta llegar a un estudio de televisión en el que una periodista-estrella (la siempre notable Bárbara Lennie) confrontará duramente a Vidal. ¿Cubriendo tal vez a sus compañeros? A esa altura, hace rato que El reino “de la corrupción” ha devenido en thriller paranoico, y todo suena a conspiración.
"Porno para principiantes", demasiado atada para ser graciosa ¿Qué es lo que produce el humor? Algo fuera de lugar, algo disruptivo (y gracioso, obviamente, porque se puede ser disruptivo y no gracioso). Algo que se sale de la norma, lo usual, lo conocido. Tal vez una de las razones de que Porno para principiantes no sea graciosa sea que es una película demasiado usual, demasiado normal, demasiado mediana. Puede no buscarse la risa directa, la carcajada, como sucede en este caso. Pero si es una comedia tiene que ser graciosa. Dentro de la gran cantidad de acepciones que el Diccionario de la Real Academia dedica a la palabra gracia (no es una idea fácil de definir) figura la de “soltura”. Tal vez sea eso. Tal vez Porno para principiantes esté demasiado atada para ser graciosa. La historia comienza en el presente y de allí viaja al pasado, un pasado que nadie le atribuiría al personaje que aparece en la secuencia inicial. Los '80: años de videoclubes, grabaciones caseras, VHS. Víctor (Martín Piroyansky) filma cortos, un término que a su avasallante suegro le suena a poco, a chiquito, escaso. Víctor está por casarse y da la sensación de que la familia entera de su novia está por engullirlo. Ellos pagan todo, él quiere pagar algo. “La heladera”, atina a decir. ¿Con qué la pagaría? En esa instancia, su amigo Aníbal, el que atiende el videoclub (Nicolás Furtado) le avisa que un cliente quiere hablar con él. Se trata de Boris (Daniel Aráoz), un tipo para el que parece haberse inventado la palabra “trucho”. Tiene una oficina de mala muerte, un guardaespaldas que parece vikingo y quiere producir una película porno. Sin un peso, Víctor acepta. Pero no quiere filmar una porno cualquiera. Cinéfilo, tiene la gran idea: filmar una versión porno de La novia de Frankenstein. “¿Pero cuándo cogen?”, pregunta insistentemente Boris, que no ve ningún movimiento, en el pasaje más gracioso de la película. En determinado momento, el realizador uruguayo Carlos Ameglio deriva a una historia de alcoba (de Víctor con la actriz brasileña) que corre el eje de la historia hacia el terreno mismo de la previsibilidad. Las escenas de rodaje no tienen la dinámica y tensión que deberían y el personaje de Víctor permanece igual a sí mismo durante toda la película. El típico desubicado, Aníbal proporciona, con cuentagotas, los momentos más graciosos. En el papel problematizado, depresivo inseguro y torpe que usualmente lo distingue, Martín Piroyansky está simplemente normal. El que vuelve a parecer un monstruo -de tres x cuatro, pero monstruo al fin- es el cordobés Daniel Aráoz, cultivando esta vez una postura casi permanentemente agachada. Desde allí abajo emerge su voz de trueno seco, haciendo vibrar los parlantes de la sala.
"El prof3s1on4l": filmar para ver El documental ratifica que no hay nada menos parecido a los pasillos de una escuela de cine que el rodaje de una película. Y menos si es de "El Perro". “Qué me venís con ‘digital’...”, reta el director a su director de fotografía, cuando éste osa pronunciar esa palabra vedada. “A mí qué me importa que sea digital, analógico o la poronga de nylon”, inventa puteadas el director. Una de las cosas que muestra El prof3s1on4l, retrato de Raúl Perrone a cargo de Martín Farina, es que no hay nada menos parecido a los pasillos de una escuela de cine que el rodaje de una película. Rodar es una batalla, y no precisamente dialéctica: los errores, los descuidos y las distracciones parecen estar a la espera para arruinar la jornada. A Perrone lo llaman “El Perro”. No sólo por el apellido, da a pensar El prof3s1on4l. Como la previa Mujer nómade, retrato en forma de rompecabezas de la filósofa punk Esther Díaz, El prof3sion4l es una foto en movimiento. Como en toda foto (y a diferencia de Mujer nómade, que saltaba los límites), tiempo y espacio se condensan. Algunos días en el rodaje de una película de Perrone (que resulta ser CUMP4RSIT4, 2016), en un set que si no es el mismo, así lo parece. Invitado al rodaje, Farina cierra encuadres, de modo de generar un continuum espacial. En sintonía con el año de realización, CUMP4RSIT4narra un enfrentamiento entre campesinos y patrones, que se vuelve armado. La batalla de Perrone es otra: cómo dar con el encuadre justo, como hacerse entender por actores y miembros del equipo y, tal como él parecería vivirlo, cómo lograr que esa manga de inútiles no le hunda la película. ¿O es que Perrone actúa del Perro, su otro yo protestón y mala onda? “¡Guardá está toma!”, le dice a Farina, que lo filma durante un raro momento de felicidad. “Que El Perro se ría es muy raro, eh…” El comentario da la impresión de confirmar su autoconciencia de cumplir un papel. Que nadie se enoje ante sus rezongos y puteadas parece ratificar que, efectivamente, todos saben que el director está actuando. ¿O es que le tienen miedo? Como en La noche americana, donde el personaje del director debía resolver casi al mismo tiempo desde los problemas más nimios a los más cruciales, en escasos minutos Perrone tiene que decidir qué hacer con un parpadeo producido por un tubo de luz, ahuyentar a un par de técnicos que estaban peligrosamente cerca de la lente y, finalmente, resolver la escena en sí. Cuando llega a esto último está tan bombardeado mentalmente que no sabe bien de qué se trataba, y necesita unos segundos para reubicarse. Da la sensación de que si no existiera “la concha de su madre”, Perrone no sabría qué decir. “Probamos una vez más. Si sigue saliendo mal, esta escena se va a la concha de su madre”, amenaza en un momento. ¿A quién amenaza? A sí mismo, se diría, ya que él sería el más perjudicado en ese caso. “Dejame pasar un día de filmación feliz”, ruega a un asistente, ya en franco terreno de commedia all’italiana. “Mirá cómo habla el campesino éste”, comenta cuando un actor mecha “okeys” a rolete en su diálogo. “Corren para el orto”, en un momento en que medio elenco pasa de izquierda a derecha, en plan belicoso. Y sin embargo da la impresión de pasarla bomba en el rodaje. “Si yo pudiera evitar el rodaje, lo evitaría”, asegura sin embargo. ¿Por eso filma una, dos y hasta tres películas por año? ¿Hay que creerle? “Filmar es el pretexto para ver”, afirma, en la única concesión a la conceptualización que hará durante el rodaje. Bella concesión, sin duda. ¿El prof3s1on4l nos permite conocer algo más de Perrone, además del modo en que rueda? Nada. Ya se dijo: Farina achica el encuadre, y esto vale tanto en términos literales como conceptuales. Aunque quisiera ampliarlo, no podría: en un momento en que lo pesca filmando fuera del “territorio” prefijado, El Ogro amenaza con echarlo.
"Así habló el cambista": el color del dinero La nueva realización del director uruguayo deja la cabeza llena de preguntas sobre qué clase de película se está viendo. No hay objetivo más ambicioso que ése, en medio del uniformizado cine contemporáneo. La literatura y el cine estadounidenses abundan en héroes que, al ambicionarlo todo --dinero, fama, poder--, representan la encarnación misma de una sociedad que persigue esas metas. Por ese mismo motivo esa clase de criatura no es frecuente en otras cinematografías. La argentina, por ejemplo. O, dado el caso, la rioplatense. Salvo en determinados momentos históricos, períodos en los que algunos de esos anhelos pasan a constituirse en valores sociales. Así sucedió en tiempos de las dictaduras uruguaya y argentina (así sucede ahora mismo) alrededor del enriquecimiento por vía financiera, favorecido entonces por las políticas económicas impulsadas a uno y otro lado del Río de la Plata, y ahora por la catástrofe de la economía macrista. Es en aquel momento que se ubica Así habló el cambista, donde el personaje interpretado por Daniel Hendler asciende en el mundo de las finanzas con las herramientas requeridas: ambición, oportunismo, traición y falta de miramientos. Es un antihéroe solitario, en una(s) cinematografía(s) en la que éstos no abundan. Es esta la primera ocasión en la que Federico Veiroj(Montevideo, 1976) elige basarse en una obra ajena para una de sus películas. El novelista uruguayo Enrique Gruber publicó Así habló el cambista en 1979, dos años antes de fallecer. Veiroj (Acné, La vida útil, El apóstata) la adaptó junto a su habitual coguionista Arauco González Holz y su no tan habitual Martin Mauregui, uno de los cuatro que escribieron para Pablo Trapero la serie de películas que va de Leonera a Elefante blanco. El personaje de Humberto Brause (desconcertante conjunción italoalemana) presentaba un problema básico: es un antihéroe sin vueltas. Había que encontrarle alguna vuelta para arrancarlo de la linealidad. La que Veiroj, González Holz y Mauregui hallaron fue enrarecer, extrañar, deformar el relato. Literalmente, incluso. Humberto sigue todos los pasos del inescrupuloso de manual. Se convierte en hombre de confianza de un financista reputado (Schweinsteiger, un Luis Machín de selección), se casa con la hija (Gudrun, Dolores Fonzi) y en cuanto puede se queda con la financiera. De allí en adelante es todo para adelante para Humberto: familia, fama profesional, crecimiento geométrico de las transacciones. Un grupo de diputados lo elige para sacar plata del país. Humberto es audaz y la audacia tiene sus riesgos. Un riesgo es el hacendado amazónico rodeado de matones, que quiere hacer negocios con él. El otro, la parejita de jóvenes argentinos calzados, que quieren depositar siete valijas rebosantes de dólares, aprovechando el secreto cambiario que rige del otro lado del río. Unos años más tarde vendrá cierto teniente de fragata (Benjamín Vicuña, excelente, como siempre) detrás de las valijas, a hacerle una de esas ofertas imposibles de rehusar. El de Así habló el cambista es un mundo amarronado. Interiores oscuros, revestidos de una boiserie muy años 50, con puertas y persianas de madera. Los exteriores y los trajes de Brause no son mucho menos oscuros, ni marrones. Sólo la sufrida Gudrun (a quien su maridito deja sola en medio de un tiroteo, para huir como una rata) rompe la monotonía con amarillos y fucsias furiosos, tal vez como modo de recordarse a sí misma que aún existe. En una escena casi tarantiniana, Gudrun intentará asesinar a su marido por una vía infrecuente, en su cama de hospital. Brause sería simplemente siniestro si no fuera además una caricatura, y de esto se ocupa, con admirable disimulo, Daniel Hendler, tropezándose a veces como un Clouseau desprevenido. Pero el detalle clave, el hallazgo genial de Veiroj, es la dentadura postiza que convierte al sujeto despreciable en un Jerry Lewis de la ambición, dejando seguramente al espectador con la cabeza llena de preguntas sobre qué clase de película está viendo. No hay objetivo más ambicioso que ése, en medio del uniformizado cine contemporáneo.
"¿Quién mató a mi hermano?": el caso Arruga La que se hace la pregunta del título es Vanesa Orieta, hermana mayor de Luciano, protagonista y portadora del punto de vista desde el que se narra la película. Signo de una puesta en cuestión del funcionamiento del sistema judicial, la “escena de juicio” se va haciendo familiar en el documentalismo argentino. En Los cuerpos dóciles(2015), un abogado defendía a tres acusados del robo a un comercio. En Toda esta sangre en el monte(2018) se celebraba el juicio a un sicario, autor de la muerte de un militante territorial por encargo de un terrateniente. En ¿Quién mató a mi hermano? el juicio es contra un grupo de policías que habrían secuestrado, maltratado y hecho desaparecer a un adolescente de Lomas del Mirador. Se trata deLuciano Arruga, desaparecido en democracia. Dirigida por Ana Fraile y Lucas Scavino, ¿Quién mató a mi hermano? reconstruye el caso con material en vivo y relatos de familiares, vecinos, amigos, especialistas en criminología y militantes a favor del esclarecimiento. El relato es claro, ordenado, compacto e intenso. La que se hace la pregunta del título es Vanesa Orieta, hermana mayor de Luciano, protagonista y, como el título sugiere, portadora del punto de vista desde el que se narra la película.Menudita pero aguerrida, Orieta impresiona desde un primer momento por su claridad conceptual, la articulación de su discurso y su evidente tesón. Da la sensación de ser el principal estorbo para los policías acusados y será, hasta el final, quien lidere el movimiento por la resolución del crimen. Orieta es capaz de concurrir ante una comisión de la Cámara de Diputados y acusarlos de, por lo menos, ineficiencia en el esclarecimiento. O de señalar directamente hacia la Gobernación de la Provincia. Una vez más una mujer lidera la lucha contra el sistema criminal, como viene ocurriendo desde 1976 con las Madres de Plaza de Mayo. Fraile y Scavino administran la información como lo haría un film policial, clarificando, con oportunas placas, una cronología que en ocasiones retrocede. El relato se va armando como un rompecabezas. En setiembre de 2008, el policía Diego Torales atiende en la comisaría a Vanesa y a la mamá de Luciano, Mónica Alegre, de mala manera y negando información. De pronto, detrás de una puerta asoma el detenido, y después de eso se oyen gritos y golpes. La policía de la zona acosaba a Luciano. Querían que robara para ellos, práctica común en la Bonaerense de Zona Oeste. Lo liberan, pero el último día de enero del año siguiente, Luciano desaparece. No se sabe más nada de él. Supuestamente nunca estuvo en el Destacamento de la zona y por lo visto no hay fiscal dispuesto a averiguar a fondo. Fin del asunto. Salvo que allí aparecen Pablo Pimentel, abogado de la APHD, Adolfo Pérez Esquivel y Nora Cortiñas, de Madres. Demasiado nombre, demasiada fama, demasiado peso para que la policía y la Justicia sigan pateando la pelota al costado. La causa se activa. Y llega la reacción: el auto de Vanesa aparece incendiado, se multiplican las amenazas a testigos y hasta se produce un secuestro. En este momento la causa está abierta. La familia y amigos no están dispuestos a conformarse con presuntas soluciones, como el desplazamiento de ocho responsables, reincorporados más tarde en otras jurisdicciones, o la condena de Torales a diez años de prisión. Quieren llegar hasta la resolución final del caso, acusan al Estado de omisión o complicidad. ¿Quién mató a mi hermano? es, así, la narración de un proceso en tránsito. Una película concluida, un caso inconcluso.
"Historias de miedo para contar en la oscuridad": sustitos Lo que salva la película es la historia de disfuncionalidad familiar (y comunal) escrita por Del Toro, más aterradora que cualquiera de sus monstruos digitales. Siempre aparecen best sellers que uno no conocía, y que son poco menos que legendarios en el exterior, entendiendo por “exterior” los Estados Unidos. Es el caso de esta película de largo título, basada en el best seller homónimo de Alvin Schwartz, publicado originalmente a comienzos de los 80 (después de eso hubo dos secuelas, ediciones especiales y esas cosas). Uno se pregunta por qué habrán tardado tanto en adaptarla al cine, pero es una pregunta que queda sin respuesta. La peculiaridad de estas Historias… es que son cuentos de terror "para niños", lo cual le trajo tantas ventas como protestas de padres y asociaciones educativas, en el sentido de que no eran adecuados. A los chicos les importaron un pito las quejas y corrieron a comprarlas. Pero ahora sucede que la película recibió en todo el mundo calificaciones restrictivas. ¿Cómo harán para entrar al cine? ¿Les interesará hacerlo? Para los mayorcitos de 13, Historias de miedo… no da mucho. Miedo. Con participación de Guillermo del Toro en la producción y dirección del noruego André Ovredal, el realizador de La forma del aguaescribió una suerte de “megahistoria”, que da cohesión a todos los episodios. La ficción transcurre en 1968 (¿por qué?), en el pequeño pueblito de Mill Valley, Pensilvania. En Halloween, una chica y sus dos amigos se vengan de una patoteada de unos que les llevan varios años, siendo perseguidos por éstos. Van a parar a una casa presuntamente embrujada, donde está la madre del borrego. La madre del borrego es una joven escritora, muerta tras haber sido encerrada por su familia en una habitación condenada. Esa chica, llamada Sarah, habría dejado un libro maldito, escrito con sangre de niños (detalle un poco fuerte para el posible público párvulo), que tanto tiempo después tal vez siga ejerciendo su poder. Hay un bonito detalle que es que el libro “autoescribe” en sangre sus cuentos, todos ellos protagonizados por la víctima del caso. Una linda referencia, si se quiere, al hecho de que la literatura es siempre en tiempo presente. El tiempo del que lee.Cada uno de esos cuentos (cuatro, más uno que queda trunco) son puestos en escena, con el clásico espantapájaros, una picadura de araña con consecuencias excesivas (el episodio más flojo), una mujer gorda de rostro lunar (el más pavo) y un ser que se arma de a pedazos como monstruos del caso. Lo que salva la película es la historia de disfuncionalidad familiar (y comunal) escrita por Del Toro, finalmente más aterradora que cualquiera de aquellos mostrencos. Tan aterradora como el reclutamiento a Vietnam de uno de los protagonistas, cuyo origen mexicano da también toda la sensación de ser obra del realizador de El laberinto del fauno.
"La deuda", un fresco de la Argentina urbana El cineasta ve en Mónica, embarcada en un viaje nocturno para conseguir préstamos, el signo de una sociedad para la que el dinero parece serlo todo. Como Marion Crane en Psicosis, Mónica se quedó con plata de un cliente, en la oficina en la que trabaja. Pero ella no escapa, no se siente perseguida por la culpa ni recibe un castigo desmesurado. Simplemente trata de reunir el faltante que debe cubrir a la mañana siguiente. El suyo es un largo viaje de la noche hacia el día y, como en todo viaje (los de la literatura y el cine, al menos), durante ese lapso cruzará su destino con el de otras personas, a quienes circunstancialmente necesita y en quienes de algún modo se ve reflejada. En su regreso al cine resueltamente narrativo después de haber hecho toda una carrera de la observación y la abstracción, Gustavo Fontán (El árbol, Elegía de abril, El limonero real) ve en la protagonista de La deuda el signo de una sociedad para la que el dinero parece serlo todo. Hasta el punto de teñir todas las relaciones. Mónica (Belén Blanco) es una máscara. Impasible e inalterable, con un tinte de angustia que la actriz le presta al personaje. Sus acciones son casi secretas para el espectador. Lo primero que hace al salir del trabajo, el día del robo, es entrar en una boutique y comprar un par de vestidos. Uno para regalar, el otro para ella. El regalo es para su hermana Laura (Andrea Garrote), que cumple años. Mónica va a casa de Laura, charla un rato, come algún canapé, pide plata y un rato más tarde anuncia, para sorpresa de su hermana y su marido (Pablo Seijo), que no se queda al festejo. En la entrada del edificio se topa con Sergio (Marcelo Subiotto), quien se ofrece a llevarla hasta la casa. Por lo visto, ella y Sergio son o fueron amantes. Entre ambos hay más cuentas impagas (más deudas) que ardor. Sergio, sin embargo, está dispuesto a ayudarla. Cruzan al conurbano por algún puente de zona sur. En casa, Mónica se encuentra con su marido Pablo (Edgardo Castro), que, en piyama, desaliñado y con la barba crecida, parece el monumento a la depresión. Mónica busca unos ahorros, no los encuentra, discuten y antes de irse agrega varios ladrillos a ese monumento. El mundo de La deuda es uno de clase media pauperizada. “Tenés auto nuevo”, le dice Mónica a Sergio. “Bueno, nuevo…”, sacude él la cabeza. “Nuevo para mí puede ser. Pero muy nuevo no es”. Los vínculos están deteriorados: en la escena inicial, cuando Mónica bajó a la vereda a fumar un cigarrillo, una mamá le tira un juguete al hijo. En casa de Laura están preocupados con el costo del colegio para los hijos. El marido de Mónica, que da toda la sensación de estar desocupado, guarda celosamente los escasos ahorritos. La relación con Sergio se parece más a una transacción, con el interés del préstamo de por medio. Al final de la noche, en el bingo de Avellaneda, Mónica se encontrará con una adicta al juego que le es sumamente familiar y que no parece en condiciones de ir más allá de la palabra “yo” (Leonor Manso). En la calle se oyen sirenas, estacionan patrulleros, alguien se lamenta sobre el cordón de la vereda. ¿De qué deuda hablará el título, aparte de la literal? ¿De la que la sociedad tiene con el mundo de los afectos? ¿De la social? ¿De la externa, que hace de cada peso un tesoro? Mónica se ofrece a la cámara como esfinge o pantalla: no hay modo de ver a través de ella. De los planos de ambiente, siempre en fuga gracias al uso del teleobjetivo, puede componerse, tentativamente, el mapa de muros y cortinas metálicas de lo que alguna vez, hace mucho tiempo, fue una zona fabril. El viaje es nocturno: no hay lugar para ninguna luz. La deuda es una película absolutamente interna y, a la vez, una suerte de fresco urbano: esto no será toda la Argentina, pero es, seguro, una parte significativa de ella.
La despedida en primera persona Pocas películas en la historia del cine habrán tenido un sentido de despedida más obvio que Varda por Agnès, repaso de su carrera que la realizadora belga presentó en el Festival de Berlín en febrero de este año, un mes antes de su muerte. A los 90, la cineasta bicolor se sienta frente al público para comentar, con ayuda de secuencias de las películas y, en ocasiones, fotos fijas, una obra que precede a la nouvelle vague y llega hasta ayer nomás (la preciosa Visages villages, su último film propiamente dicho, es de 2017). Inconfundible, múltiple, desconcertante a veces, esa obra admite todas las duraciones, formatos y registros, yendo del corto al largo y al mediometraje, del documental a la ficción y del drama a la comedia. Desde el estrado y detrás de un escritorio (una presentación escasamente relacionable con su condición de innovadora y hasta creadora de dispositivos visuales), Varda recorre su obra no en sentido cronológico (eso hubiera llevado el tradicionalismo al colmo) sino a través de ligazones más o menos azarosas, que dan la sensación de producirse sobre la marcha pero están obviamente planificadas. ¿Un teatro, un público, un estrado, un escritorio, una expositora, proyecciones? ¿Qué es esto? Bueno, una película no es. ¿Cómo calificarla? ¿Clase magistral filmada, audiovisual didáctico, sesión especial del Club de Admiradores de Agnès Varda? Fuera del cine, el formato es muy usual: se le ofrece a un cineasta conocido una reunión de un par de horas con un grupo de asistentes, durante las cuales brindará algunos “secretos” de su obra, un detrás de cámara, una serie de anécdotas, ciertas pautas estéticas si está en condición de darlas. Inexpresables en términos cinematográficos, la televisión suele ser un medio más receptivo para esta clase de propuestas. De hecho, Varda por Agnès es eso, una producción para la televisión francesa, en dos partes de una hora. Ambas partes se llaman Causeries. Causeries 1 y 2. Género netamente francés, una causerie es una suerte de miscelánea literaria o periodística, escrita más para entretener inteligentemente que para una intervención intensa. Buena parte de la obra de Varda, la última sobre todo, admite ser considerada una causerie, de ahí la referencia. La Causerie 1 tiene lugar en un teatro de aspecto convencional y revisa la primera parte de la obra de la realizadora. Hasta mediados de los 90, cuando fracasa con una película llena de estrellas, encargada para la celebración de los 100 años del cine (Las cien y una noches), y decide abandonar para siempre el cine de ficción. La Causerie 2 se ocupa tanto de la etapa documental que se inaugura con la maravillosa Les glaneurs et la glaneuse (2000) --su momento más popular-- como de ciertas formas creativas totalmente ignoradas en Argentina: Varda fotógrafa (antes de dedicarse al cine) y, sobre todo, Varda artista visual, especializada en instalaciones y creaciones multidisciplinarias. Para esta segunda Causerie la realizadora se presenta en un ámbito pertinente (el auditorio de la Fundación Cartier para el Arte Contemporáneo). Lo hace en compañía del Presidente de esta fundación, lo cual le da a la charla cierto incómodo aire “oficial”. Dejando de lado que el medio más adecuado para ver esta producción es la televisión y no una sala de cine, no hay por qué negarle a nadie la posibilidad de despedirse de una cineasta que llegó a ser muy querida, asomándose de paso a obras tan poco conocidas como su corto sobre los Panteras Negras (1968), su borbotón pop (Lions Love, 1969) o su corto sobre el feminismo y a favor del aborto, que precede en 40 años las manifestaciones por el mismo tema en Argentina (Réponse de femmes: Notre corps, notre sexe, 1975). Tanto como esos “secretitos creativos” mencionados antes, en películas como Cleo de 5 a 7 (1962), el documental Daguerréotypes, sobre los vecinos de la calle Daguerre, donde ella vivía (1976), Jane B par Agnês V, sobre su amiga Jane Birkin (1988) o Jacquot de Nantes, sobre su marido, Jacques Demy (1991). Varda por Agnèspermite también asistir por primera vez a sus instalaciones sobre mujeres violadas, sobre olas de mar “entrando” a un salón de exposición o su homenaje a la papa, con setecientos tubérculos expuestos y ella disfrazada de patate.
"Yesterday": cuando la humanidad olvidó a los Beatles La cosa es así. Para decidir de una vez quién es mejor de los dos, Ed Sheeran reta al desconocido a un desafío. Tienen media hora para componer un tema nuevo. Durante esa media hora cada uno irá a su camarín, se encerrará, saldrá y lo tocará. Los miembros de un público de amigos que hay en ese momento en el estudio elegirán, y el ganador será el nuevo Master of the World. Sheeran canta un lindo tema (pero bué, como todos sus temas), termina, sonríe y el otro, el cantante anónimo que se hizo estrella instantánea con una serie ininterrumpida de temazos, se sienta al piano. Toca los primeros acordes, canta algo sobre un camino largo y sinuoso y a todos se les cae la mandíbula. Termina y Sheeran anuncia lo q está a la vista: q no hace falta ningún concurso, que el ganador indiscutible es Jack Malik, gracias a su tema “The Long and Winding Road”. Yesterday es lo que se llama “película de concepto”. Una de esas que funcionan a partir de un concepto fuerte y original. Por algún motivo que no queda muy claro (el concepto es fuerte y original, pero no riguroso), de pronto toda la humanidad olvida, o desconoce a… bueno, a cierto grupo sin el cual el siglo XX poco menos que no hubiera existido (el cronista se esfuerza por no espoilear, pero no hay forma de evitarlo). Por algún otro motivo que tampoco queda muy claro (¿un pequeño accidente sufrido durante un apagón planetario?), Jack Malik (Himesh Patel), cantautor que suele presentarse con su guitarrita y nada más, sigue recordando como si nada a aquellos cuatro músicos británicos. A las canciones de Malik nadie les da bolilla, y ahora tiene la posibilidad de cantar algunos de los mayores temazos de la historia de la música pop, haciéndolos pasar por propios. ¿Quién podría negarse? Escrita por Richard Curtis (Cuatro bodas y un funeral, Notting Hill, El diario de Bridget Jones), Yesterdayparece descubrir a mitad de camino que el concepto que la anima no llega muy lejos, por lo cual se reconvierte como fábula de-hombre-bueno-metido-dentro-de-la-picadora-de-carne. Una fábula vieja como el mundo (como el mundo desde que existe el capitalismo, al menos), que tampoco va a ninguna parte, porque todos ya sabemos dónde va. Lo que queda es el no tan largo ni sinuoso camino que lleva hasta los créditos finales, y que cuenta con una estrella invitada (Sheeran) para compensar un poco la falta de estrellas, pero cuya mayor fortaleza son justamente las no-estrellas centrales. Actor de televisión hasta ahora, Patel canta lindo y expresa inmejorablemente a este renegado de la ambición capitalista, cuya impasibilidad naïf recuerda al Mr. Chance de Desde el jardín (¡que también era una película de concepto!). Tan ingenua como él, Lily James es su chica perfecta. Y la del alma adolescente de más de un espectador, seguramente. Dirige Danny Boyle, pero si hubiera sido John Smith hubiera sido igual.
Querella para taladrar un pacto de olvido A partir de la iniciativa de un abogado, la "querella argentina" abre una grieta posible para investigar los crímenes del franquismo. Y este documental producido por Pedro Almodóvar sigue los hechos en tiempo presente. “Yo tenía 6 años cuando fueron a por mi madre”, dice la señora, octogenaria larga, vestida con el clásico atuendo negro que muchas mujeres españolas aún siguen usando. Afónica crónica, la señora se expresa con un siseo apenas audible. De lo que habla es del día -posterior a la Guerra Civil- en que una patota de vecinos del pueblo asesinó a su madre ante la mirada cómplice de muchos lugareños, parte de un raid que terminó con treinta víctimas. María Martín cavó la tumba de su madre con sus propias manos. Ahora, ochenta años más tarde, quiere que ese crimen se reconozca. Pero hay un problema: el Pacto de Olvido que la Cámara de Diputados aprobó por aplastante mayoría durante el posfranquismo. Sin embargo, con intervención de una jueza dispuesta y presión civil sobre los poderes del Estado, tal vez algunos crímenes del pasado puedan esclarecerse, y algo de justicia se pueda hacer por las víctimas. “Mire, venga”, pide a la cámara un señor sesentón y se para ante la puerta de un edificio. “Aquí vive el que fue mi torturador”, dice José María Galante en referencia al exoficial del ejército al que apodan Billy The Kid. “Vive en la misma calle que yo, a unas pocas cuadras de mi casa. ¿A usted le parece que yo tenga que pasar casi a diario por la puerta de la casa del hombre que me torturó?” Otra mujer muy mayor, Ascensión Mendieta, tiene la certeza de que los restos de su padre están enterrados en una fosa común, ubicada en un cementerio. Pide una exhumación. En un discurso a poco de asumir el cargo, José María Aznar dice que “la pacificación se va a lograr mirando hacia delante, no desenterrando huesos”. En un programa de televisión, gente de a pie sostiene que es necesario olvidar, que debe hacerse borrón y cuenta nueva con el pasado. El abogado argentino Carlos Slepoy, especializado en derechos humanos y radicado en España desde tiempo atrás, está convencido de que para llevar adelante la imputación hay que apoyarse en la idea de la justicia universal, que en 1997 le permitió al juez Baltasar Garzón poner preso a Augusto Pinochet. Es así como se inicia una querella contra los crímenes del franquismo desde la Argentina, contando con dos querellantes, la presencia de la Madre de Plaza de Mayo Taty Almeida y una jueza a cargo, la Dra. María Romilda Servini de Cubría, que no dudará en trasladarse a España. Ha aparecido una grieta en la pared. Producida por Pedro Almodóvar, y dirigida por Almudena Carracedo y Robert Bahar, El silencio de otrossigue estos hechos en tiempo presente, lo cual le da una gran vividez. Parientes y querellantes se enteran de logros cruciales en cámara, con máximo efecto emocional: el de Carracedo y Bahar es un documental al que conviene ir con una caja de pañuelos. Los realizadores ponen tanta atención a la intimidad de los protagonistas como a los hechos en sí. Los planos iniciales sobre María Martín son tan cortos que parecen querer entrar en ella. En un momento, la añosa mujer se pregunta si “va a llegar a tiempo para verlo”. El nerviosismo de la hija de una de las víctimas transmite la mezcla de tensión, angustia y ansiedad propia de la situación. Pero además de la emoción está la batalla estratégica, con las reuniones entre Slepoy, Galante y la abogada argentina Ana Messuti, entre unos cuantos más, analizando cómo seguir, con qué tiempos, qué pasos dar. María de las Mercedes Bueno cuenta la alucinante experiencia del robo de su bebé, práctica común de los obstetras franquistas para con los hijos de los “izquierdosos”: reflejos argentinos se sienten aquí. Los reflejos no son sólo oscuros: “querella argentina” se llama a esa iniciativa dirigida a taladrar aunque sea en parte el pacto de olvido. La solicitud de detención y extradición de veinte ministros, jueces, abogados y hasta el exvicepresidente Martín Villa, por parte de Servini de Cubría es todo un hito en ese sentido.