"Lo intangible", el artista plástico oculto La película de Matilde Michanie es un viaje a la casa-museo del dibujante y escultor considerado un maestro por Luis Felipe Noé y Eduardo Stupía, pero que eludió de manera consistente a los circuitos de consagración del mercado. Autora de seis realizaciones en veinte años (con un intervalo alemán que incluye unos cuantos documentales de televisión), Matilde Michanie parece volcarse preferentemente al retrato. Es el caso de Se acabó la épica, sobre Néstor Sánchez, novelista de vanguardia de los años 60 (2015), Grete Stern, la mirada oblicua (2016, codirigida junto a Pablo Zubizarreta) y ahora Lo intangible, sobre el dibujante y escultor Fernando García Curten, cuyo rechazo por el mercado y los circuitos de consagración fueron tan fuertes como los que el mercado y esos circuitos ejercieron sobre él. Considerado un maestro por colegas de la talla de Luis Felipe Noé o Eduardo Stupía, el septuagenario largo García Curten vive recluido en su casa-museo de la localidad de San Pedro, donde nació. Hasta allí llega Michanie con su equipo, para registrarlo en tiempo presente. Ese clase de registro diferencia a Lo intangible de los retratos de artistas previos, poniéndolo en línea con otras películas de la autora, como Licencia Nº 1 (2008, sobre La Tigresa Acuña) y Judíos por elección (2011, sobre la conversión de gente de otras religiones al judaísmo). Michanie cuenta con un intermediario para llegar al personaje. Se trata del escritor Marcos Kramer, licenciado en artes visuales y autor de un libro sobre Curten, Un reflejo en la penumbra. Como modo de mantener ese tiempo presente, la película hace como que Kramer va a visitar a Curten por primera vez a su casa-museo, en busca de material para su libro. Al comienzo, el relato en off del artista plástico se sobreimprime al viaje de Kramer en la ruta, y luego de que éste llega a esa especie de cueva de monstruos (y del creador de esos monstruos), el especialista y él dialogan, tanto sobre sus convicciones plásticas como sobre su trayectoria, desde el momento que partió hacia Estados Unidos, un poco huyendo de la sombra de su padre, almacenero gallego emigrado a la Argentina. Como Antonio Berni, el hoy barbado creador (parece salido de El señor de los anillos, o del Polo Norte) trabaja con materiales de desecho. A diferencia del autor de Juanito Laguna, Curten tiende a aplicar esos restos no en forma fragmentaria sino en su totalidad. Una mesa con sus cuatro patas pasa a formar parte, entera, de la obra que la contiene. Se habla de pavor, de angustia existencial para definir la obra del artista. No parece casual que una de las incorporaciones de Curten sea una fotocopia de “Los fusilamientos del 3 de mayo”, célebre cuadro de Goya: hay un gesto extremo, expresionista y tenebrista, en la mayoría de sus composiciones. Y hay también una cantidad de madera que las hace sofocantes. Teniendo en cuenta que llenan el salón más grande de la casa-museo, puede imaginarse lo difícil que se hace respirar allí. Michanie opta por el silencio absoluto y la simetría, al mostrar esos retorcimientos por primera y última vez. Es un gesto cinematográficamente tan sofisticado como pertinente, en tanto incita al espectador a la mirada atenta.
"Hogar", las formas y las ausencias del cariño La vida en un albergue de monjas para madres en problemas es solo una de las facetas de la película, que viene cosechando elogios desde su presentación en el Festival de Locarno. Hogar, ópera prima en la ficción de Maura Delpero, realizadora italiana radicada en Argentina, empieza con un plano detalle. El plano de un collar que una monja lleva puesto, y que se remata obviamente en una cruz. Habría que ver qué otra película argentina, y de cuándo, se animó a empezar así, con un plano de detalle, en lugar de uno general que muestre una localización, o uno americano o entero, en los que se vea a uno o más personajes. Lo clásico es ir de lo general a lo particular, tanto en términos dramáticos como visuales, y Delpero se atreve a invertir esa norma. Las normas y la sumisión o rebeldía ante ellas son también el tema de Hogar, que transcurre en un albergue de madres adolescentes, que por distintos motivos no están en condiciones de atender solas a sus hijes. Se trata de un albergue católico, llevado adelante por monjas, y la combinación entre vigilancia y cuidado signa el enclaustramiento en esta coproducción argentina-italiana, que viene recibiendo premios y elogios desde su presentación en el Festival de Locarno, en agosto pasado. “Tengo una selva ahí abajo”, dice Luciana (Agustina Malale), sentada en el inodoro, agachándose y mirando por debajo de su vestido. “Cuando me levante la pollera se va a encontrar con unos pelos…” Teñida de rubia, de actitud desafiante y tan agresiva como una boxeadora testosterónica, Lu es el polo opuesto de su compañera de cuarto, Fátima (Denise Carrizo), una chica morocha, callada, tímida y con un bombo en estado avanzado. “¿Vas a salir de nuevo con ese tipo que te pega?”, le dice a Lu, que la acusa de “chuparle el orto a las monjas”. Lu sale, Fátima se queda: una dinámica que se mantendrá a lo largo de la película. Lu y Fati no están solas: la rubia tiene una nena de unos cuatro o cinco años, Nina (Isabella Cilia), la morocha un chico, Michael, más o menos de la misma edad (Alan Rivas). Lu enfrenta a sus compañeras y puede llegar a tirarles algo de basura encima cuando barre. En realidad Fati es una de las pocas que no hace uso del veneno vocal. Insultos, puteadas e indirectas sobre todo vuelan como drones en el aire cerrado del lugar, y en algún caso habrá que separar a Lu y su oponente circunstancial. Con la Madre Superiora (la infalible Marta Lubos) al frente, las monjas no hacen de árbitros en ese ring. Pero le recuerdan a la recién ingresada Sor Paola (la italiana Lidiya Liberman, a quien había podido verse en Sangre de mi sangre, de Marco Bellocchio) que no le está permitido llevar niñes a la habitación, cuando Luciana desaparezca una noche, su hija Nina quede a la deriva y la hermana le dé cobijo. El fantasma del abuso se cierne sobre estas escenas, pero no pasa por allí la cosa. Más significativo parecería el acercamiento de Sor Paola -que es joven y bonita- a Fátima. Pero, ¿hay acaso algo más de lo que se ve? De lo que habla Hogar es de las formas del cariño y la falta de él, en una institución cerrada sobre sí misma. Lu da la espalda literalmente a Nina (la actuación deIsabella Cilia es increíble) y recurre por interés a Fati. En ambos casos intentará recular, cuando vuelva golpeada, emocionalmente y no tanto. Lu es un personaje más complejo de lo que parece: sobreactúa de leona, pero dibuja corazoncitos para el tipo que le pega. La construcción dramática de Hogar parece trabajar por simetrías (entre Lu y Fati, entre ambas y Sor Paola, entre ésta y las autoridades del lugar) y la construcción visual también lo hace. Simetrías visuales, líneas horizontales u oblicuas bien trazadas, relación entre los bordes y el interior del plano, frontalidad o líneas de fuga, distancia y cercanía del plano, composición: entre Delpero y su directora de fotografía, Soledad Rodríguez, renuevan todos los recursos visuales del clasicismo bien entendido, con una belleza y precisión que tampoco se ven aquí desde hace tiempo.
"El buen mentiroso": de la comedia negra al melodrama oscuro Una pareja de actores notables sostiene la trama de esta película que en un momento da un vuelco radical. Todas las películas de tramposos le asignan al espectador una de dos funciones opuestas: la de cómplice y la de víctima. Esas funciones a veces se relevan en el curso de la trama, como ocurre por ejemplo en Los sospechosos de siempre, y a veces se excluyen mutuamente. Las comedias (El golpe, Dos pícaros sinvergüenzas) tienden a obturar la victimización, operando exclusivamente sobre la complicidad con unos personajes que representan lo que al espectador le gustaría ser, si se animara. En El buen mentiroso no hay victimización y casi tampoco complicidad. No al menos hasta los últimos cinco o diez minutos, cuando el relato de uno de los personajes vuelca por completo la empatía hacia él. En ese punto El buen mentiroso deja de ser comedia, para volverse melodrama. Uno bien espeso. Si dos actores van a llevar el peso de la película casi en soledad y durante cerca de dos horas, tienen que tener con qué. Helen Mirren e Ian McKellen lo tienen. Y sostienen toda la película, en planos de todos los tamaños. Betty (Mirren) y Roy (McKellen) se conocen, ya en la escena de créditos, en un lugar de citas online. En el primer encuentro cara a cara comparten un par de mentirillas, aunque él avisa que “si algo no puedo tolerar, es la mentira”. En la escena siguiente se devela a qué se dedica Roy, al menos en ese momento: a la estafa financiera, tan retorcida como el género dicta. Cuando Betty le cuenta que acaba de pagar un 0 km al contado, él vibra como un caballo ante una mosca. “¿Al contado?”, se queda pensando, con una sonrisa en el rostro. Todo avanza como un 0 km entre Betty y Roy … salvo por la presencia del nieto de ella, una especie de perro de presa, que prácticamente vive en casa de la abuela y parece tan celoso como Otelo. Durante casi todo su transcurso, El buen mentiroso es algo así como una comedia negra de salón, protagonizada por dos actores sabios, elegantes y capaces de representar la duplicidad.Habiendo sobrepasado los 70, no se puede creer lo bien que están ambos. La negrura se ve mechada del espíritu que los ingleses, sus más grandes cultores, llaman understatement, que tiene como bastiones la alusión y la sutileza. Se advierte la diversidad de orígenes representativos: el Gandalf de El señor de los anillos viene del teatro y su estilo es en consecuencia más florido, más visible, más emperifollado. Mirren es nativa cinematográfica y eso da por resultado no sólo un mayor realismo en la actuación sino también una confianza más acentuada en el valor de la mirada. La de la actriz de La reina es avispada, picante, brillosa. Notoriamente basada en una novela (la trama muy tramada así lo demuestra), El buen mentiroso juega con una carta tapada, de esas que al destaparse ponen todo el juego patas arriba. Esa inversión incluye el género, en tanto la comedia vira a un melodrama muy oscuro, y por tanto también al tono, que pasa del chisporroteo a la negritud. Cada uno sabrá si ese violento viraje lo pone en el lugar de cómplice del dolor o víctima del ocultamiento. Una curiosidad: pese a ser (locación, elenco, equipo técnico completo, de director para abajo) una de esas películas más inglesas que el Big Ben, El buen mentiroso no es inglesa sino estadounidense. Cuestiones de quién tiene el poder más largo.
"Ciegos", fuera del lugar común Sin desbordes ni sobreactuaciones, apelando a una sobriedad clásica, el primer film en solitario de Zuber presenta la historia de un no vidente que desafía límites y sabe de secretos. Las veces en que el cine eligió a un hombre ciego como protagonista, lo dotó de habilidades o desarrollos que lo aproximan a la condición de superhéroe. El más famoso no vidente del cine -el de Perfume de mujer, en ambas versiones- decía reconocer a una mujer hermosa por el olfato (en la versión Risi-Gassman) o se bailaba un tangazo de rompe y raja con una naifa ídem (versión Pacino-Martin Brest). Sin llegar a tanto, el Marco de Ciegos desarrolla una hiperactividad que desafía los límites que le fija su impedimento. Cocina, patea la pelota con su hijo, le hace una toma al hermano como humorada de vestuario, juega al ajedrez, lleva un arma y, sobre todo, la emprende a machetazos en medio de la espesura, poniendo en riesgo a todos. A sí mismo más que a nadie. En las dos versiones de Perfume de mujer, el héroe era un militar que, tras quedar ciego en la guerra, quería suicidarse. ¿Será que inconscientemente Marco busca lo mismo? Como su(s) antecesor(es), Marco no nació no vidente. Y tal vez haya perdido la vista en circunstancias muy parecidas. Hijo de Marco (Marcelo Subiotto), Juan (Benicio Mutti Spinetta, nieto del más grande músico argentino de rock) es también su lazarillo. Está en esa edad (comienzo del secundario, las primeras chicas, los primeros tragos) en que un hijo empieza a necesitar menos de los padres. Marco lo lleva consigo al noreste del país, para visitar a su madre y su hermano (Luis Ziembrowski), y resolver de paso unos asuntos inmobiliarios. Para alguna de esas cosas llegan tarde. Otras le permitirán reencontrarse con la casa de su niñez y primera juventud, antes de ser trasladado al otro extremo del país. Como toda relación entre hermanos, la de Marco y Pedro oscila entre el amor y los roces. Algunos de éstos tienen que ver con cierta transacción. En cuanto a Juan, son las primeras rebeliones contra la autoridad, motivadas tanto por la obcecación del padre en tratar al hijo como lazarillo profesional, como por el encuentro de éste con unos chicos de la zona, todos más o menos de su edad. Más que los chicos, una chica llamada Cuba (Isabel Aladro) con la que le va muy bien en el juego de la botellita. Para Juan es río, birra, beso. Juan no conocía la faceta “sacada” de su padre, que siempre fue el alegre de la familia y allí, en la espesura de sus recuerdos, se reencontrará con los que más dolor le han hecho y le siguen haciendo. Sin duda uno de los mejores actores de su generación, es evidente que Marcelo Subiotto (La luz incidente, Familia sumergida, La deuda) estudió al detalle expresiones, gestos y modos de andar de gente sin vista. Lo que hasta ahora caracterizaba a Subiotto era la sencillez y funcionalidad, el carácter netamente cinematográfico de su estilo. Pero para representar a un ciego necesariamente hay que componer, y la composición del actor de El crítico y El bosque de los perros tiene aciertos, pero también algunos gestos (movimientos de brazos, sobre todo) que por primera vez parecen destinados a un lucimiento que en los papeles anteriores se daba solo. En su quinto papel en cine (Primaveray Mi mejor amigo, entre otras), el hijo de Nahuel Mutti y Catarina Spinetta se muestra como el actor perfecto para el papel. Semirrapado como el interno de alguna institución, casi piel y hueso y con una mirada algo asustada, que da paso a la sonrisa al verla a Cuba, Juan es ese chico que oscila entre el aprendizaje de la rebelión y el retroceso acelerado -llamado a la mamá incluido- cuando papá se pone fuera de alcance. Como en la recién estrenada Los sonámbulos, el Pedro de Luis Ziembrowski presenta una faz más amable, más calma, que el de películas como Aballay, El patrón o El eslabón podrido, donde parece rumiar siempre un inminente estallido. Ganador de un premio en el Bafici por la codirigida Soledad al fin del mundo (2006), en su primera película en solitario Fernando Zuber apela a una sobriedad clásica, donde la ceguera no “representa” otra cosa que el hecho simple y brutal de la pérdida de la vista en el campo de batalla.
"Lectura según Justino": recuerdos de pubertad Acompañado por un valioso equipo técnico, la primera película como realizador del ex galán tiene varios aciertos, empezando por la fluidez del relato. Arnaldo André, hombre de muchas vidas. Uno de los galanes esenciales de la telenovela argentina desde mediados de los 70 y veterano actor de carácter en cine a lo largo de la década pasada, con Lectura según Justino el ex “galán de las cachetadas” debuta como realizador y coguionista cinematográfico. O debutó, mejor dicho, teniendo en cuenta que de acuerdo a lo que informa Wikipedia, la película que ahora se conoce en Argentina se estrenó en Paraguay seis años atrás. En su ópera prima como realizador, el actor más famoso del Paraguay apuesta al relato clásico. Cine de época, cuento de iniciación, con un melodrama con todas las letras incluido, a modo de relato colateral. Suerte de Amarcorda pequeña escala, en Lectura según Justino André (Andrés Pascua Zaracho, si se prefiere) recuerda su propia pubertad, trasponiéndose en el personaje que da título a la película (Diego González). Es el año 1955 en el pequeño pueblito de San Bernardino, a orillas del célebre lago de Ypacaraí, y el padre de Justino, que trabajaba como sastre, acaba de fallecer. Tal como se estilaba en la época, Justino, único hijo varón, pasa a ser, según le dice su madre (María Laura Cali), “el hombre de la casa”. Gracias a una recomendación ingresa en la selecta Escuela Alemana, que se convertirá más tarde en el Colegio Pestalozzi de esa localidad y donde tendrá como maestra a Frau Ulla (Julieta Cardinali). De modo comprensible, Justino se enamorará de ella, antes que de una linda compañerita que muestra interés en él. Se convertirá, sin darse cuenta, en intermediario romántico entre Frau Ulla y un emigrado alemán que vive apartado. Se llama Joschka, lo personifica Mike Amigorena y aunque parece demasiado joven para el puesto, se sospecha que puede haber sido criminal de guerra. Cuando un niño de la localidad aparezca colgado de un árbol, todas las sospechas recaerán sobre él. Pertrechado con un equipo técnico de primera línea, el debut de André como cineasta tiene varios aciertos. El relato fluye y varía de tono con sobriedad, oscilando entre algún toque de humor, una pizca de costumbrismo y el melodrama más canónico. El recuerdo personal le permite a André algunas pinceladas que están entre lo folklórico, lo arqueológico y la referencia política (gobierna Stroessner y la colonia alemana es numerosa). Las actuaciones son ajustadas --aunque no se justifique el acento porteño de varixs de lxs actores y actrices argentinxs-- y entre ellas se destaca la de Diego Rodríguez, dueño de la dosis justa de retraimiento y picardía. Las escenas en el muelle, iluminadas con una luna deliberadamente artificial y recortadas sobre un lago de croma, se lucen muy particularmente (gentileza del experimentadísimo DF Hugo Colace), recordando que el melodrama es un género de naturaleza manierista. Donde Lectura según Justino (título intrigante) no llega a hacer pie del todo es en su historia central, que a pesar de la sensibilidad del protagonista tiende a ser desplazada por sus ramas subsidiarias, como la historia de amor paralela y la del niño muerto.
"El cuidado de los otros": a puerta cerrada La nueva realización del director de "Los globos", que compitió en el Festival de Mar del Plata, es seca, elíptica y cierra el camino a toda moraleja. Segunda película del realizador, guionista y actor Mariano González, toda la arquitectura de El cuidado de los otros se sostiene sobre un par de descuidos ínfimos, banales, de lo más cotidianos, que tienen lugar, uno tras otro, en un plazo breve. Dado que el relato es seco, elíptico y cierra el camino a toda moraleja, es difícil --si no imposible-- saber si es el azar, la fatalidad, el efecto dominó o alguna clase de intervención del Inconsciente lo que provoca que, como tantas veces ocurre, la reiterada rutina de todos los días se vea alterada por una interrupción, un corte, un sacudón que implica a un niño, sus padres, la chica que lo cuida y el novio de ésta. También en la vida es así: hay cosas que suceden sin que se entienda ni cómo ni por qué. Pero suceden. El cuidado de los otros, que viene de participar en la Competencia Internacional del Festival de Mar del Plata, empieza como Los globos, la magnífica ópera prima de González (2016): con operarios trabajando en un tallercito barrial. Por cierto que lo que producen está fuera de lo que suele considerarse “circuito de producción”. Los globos del título allí; unos adornos baratos, entre los que predominan los Budas de mesita de luz, aquí. Si en una película aparece un icono religioso, en la mayoría de los casos es para significar algo en relación con la trama. No parece ser el caso: el crítico se partió la cabeza preguntándose si la trama de El cuidado de los otros podía tener alguna relación con el budismo, y no halló ni la punta de ese hilo. Lo que está claro es que a González le gusta mostrar el trabajo manual en cine, tal vez porque es una tarea que exige la clase de dedicación, paciencia y silencio que parecen estar en la base de sus películas. Es una mera hipótesis, sin mayor importancia. Lo que sí importa es que de acuerdo a la división del trabajo capitalista, las tareas manuales, salvo que se trate de artesanías artísticas, quedan a cargo de una clase social: la clase trabajadora. Para poder llegar a fin de mes, Luisa (Sofía Gala Castiglione) hace tareas diversas. Además de los Budas y mientras su novio Miguel (el propio González) le enseña a cortar plástico, Luisa cuida niños. Un niño. Feli (Jeremías Antún), a cuyo cargo lo deja su madre (Laura Paredes). Luisa sale a tirar la basura y cuando vuelve encuentra la puerta del departamento cerrada por un golpe de aire. Intenta abrirla sin éxito y llama a su novio para que le traiga copia de la llave. Abren, entran, encuentran a Feli durmiendo en calma, Luisa sale un momento a atender un asunto con la vecina de al lado. Vuelve, Miguel se va, Luisa se pone a jugar con Feli. Encuentra que su novio se olvidó la billetera, de la cual mientras estaba con el chico se le cayó, sin que se diera cuenta, algo envuelto en papel. Feli se siente mal, le sube la fiebre, tiembla, y Luisa decide alcanzárselo a la mamá, que es médica (Laura Paredes). Feli está intoxicado, según todo lo indica por haber aspirado sin intención alguna sustancia que no debía. Está claro que González no es afecto a los gritos, los desbordes, los golpes de melodrama, el empujar las cosas al extremo. Salvo un único momento, en el que hay un incidente físico que la cámara muestra, de manera sintomática, al soslayo. En El cuidado de los otros, como en Los globos, la procesión va por dentro. Y esto no tiene nada que ver con los Budas, ya que el budismo no contempla las procesiones. El malestar es sordo, y lo carga sobre todo la silenciosa Luisa, que trata de visitar a Feli sin que le permitan pasar a la sala de Terapia Intensiva. Luisa sufre, calla, ocasionalmente estalla en llanto, y la cámara la sigue, llevada en mano y desde atrás, en lo que no puede sino identificarse como “estilo Dardenne”. Podría decirse que todo (o casi todo) lo que le pasa a Luisa le pasa en ese fuera de campo que es su interior, del que asoman expresiones, miradas, gestos. Sofía Gala Castiglione parece la actriz perfecta para esto: es seca, contenida, aparentemente dura y sin embargo sumamente sensible. Pero más que nada para adentro, allí donde guarda todo lo que le está pasando.
"Los adoptantes", la comedia que no fue Como sucedía en Margen de error, estrenada poco tiempo atrás, Los adoptantes naturaliza las sexualidades alternativas, dejando de lado toda épica genérica y ubicando a una pareja gay en una fluida interrelación con sus semejantes. A Pity y Panda les pasa lo mismo que podría sucederle a cualquier pareja straight de cuarenta y pico. Se aman, barajan la posibilidad de casarse, sueñan con un hijo (adoptivo), tienen éxito en sus trabajos. Este último dato merece un aparte. Como en nueve de cada diez comedias (ésta lo es), Los adoptantes se desentiende de toda ilusión de realismo social y transcurre en una burbuja de departamentos de 250 m2, quiches Lorraine para la cena y aperitivos de ciruela y bacon (no panceta) con pomelo y jerez para las fiestas. Todo esto es producto de determinadas decisiones y recortes, y como tal está fuera de discusión. El problema de Los adoptantes no es lo que se propone, sino la forma en que lo materializa. Pity (Diego Gentile, conocido sobre todo como el novio infiel del último episodio de Relatos salvajes) es actor, pero debe su éxito a la tele: es un popular conductor de programas de entretenimientos, estilo Marley. Panda (Rafael Spregelburd) es un estanciero que reconvirtió sus campos de soja en otro cultivo. O sea: un estanciero con consciencia ambiental. Pity y Panda son, por lo que puede verse, pareja desde hace tiempo. A Pity le gustaría casarse, Panda no está tan seguro. Pity empuja a Panda a adoptar un chico, antes incluso del casamiento, y para ello inician los trámites. Allí se desayunan con que existen dos posibilidades: esperar unos diez años para adoptar el niño soñado, o, si quieren uno ya, conformarse con algún chico que padezca alguna enfermedad. Basada en una idea original del catalán Cesc Gay (Krámpack, Truman), Los adoptantes abunda, como toda comedia, en personajes secundarios y líneas narrativas, que en este caso le disputan metraje (y en alguna ocasión se lo ganan) a la historia central. Es el caso de la hermana de Pity (la excelente Valeria Lois), con su separación en puerta, su bebé en brazos y el pedido al hermano para que le cuide a la nena, y una Florencia Peña caída del cielo, decidida a todo con tal de ser inseminada por Pity. Otros personajes que rondan a los protagonistas son la mamá de Pity, que no tiene caracterización (Soledad Silveyra), la directora de su programa (Marina Bellatti, que aporta algún chascarrillo), el capataz de Panda (Guillermo Arengo) y, sobre el final, una figura muy importante para Panda, que es adoptado (Mario Alarcón). Quedando a veces de lado, la historia de la pareja central, con sus diferencias, su separación eventual (instancia clásica de toda comedia romántica) y su busca de adopción. Más allá de esos desbalances estructurales y de obviedades elementales, como la aparición de dos huerfanitos “perfectos”, de previsible destino, el mayor problema de Los adoptantes es que quiere ser comedia y no puede. No tiene gracia, la comicidad es forzada, no logra dar con la fluidez necesaria y en ocasiones las escenas se cortan cuando deberían continuarse, como una en la que Florencia Peña crece y el montaje la deja afuera.
"Sinónimos: un israelí en París", vestigios de un estallido La presencia del actor debutante Tom Mercier es fundamental en este film en el que se sigue a un "auto refugiado" que no tiene quién le dé asilo. Hay una violencia, una locura en Yoav, que se intuyen en algunas miradas, algunas conductas límite, sin explicación aparente, y que eclosionarán finalmente en el muy civilizado ámbito de un concierto de música clásica. Cuando la cámara lo toma por primera vez, Yoav está recién llegado a París, con su mochila y sus recuerdos de Israel, del ejército, con los que quiere romper definitivamente. Cuando lo hace por última vez da la sensación de que dio vueltas en círculo, sin llegar a ninguna parte. Sin ir a ninguna parte, en verdad, porque su estada en la capital francesa es improvisada, intempestiva, sin guion. Es un auto refugiado, pero no tiene quién le dé asilo. Se lo tiene que buscar solo, y en tan corto tiempo y estando con lo puesto (ni siquiera con lo puesto, incluso) no es fácil. Mucho menos si hay algo en él que parece haber salido de carril. La primera película del realizador israelí Nadav Lapid, Policeman(2011) estaba dividida en dos partes. La primera presentaba la vida cotidiana de un policía israelí; la segunda, el operativo-debut de un disparatado grupo terrorista. Sinónimos está dividida en mil partes: es como si algo hubiera estallado, y lo que vemos son los vestigios de ese estallido. Llegado a París por puro impulso (podría haber ido a parar a Londres, a Túnez o a Buenos Aires), la vida de Yoav es la que está estallada. Recién llegado se queda sin nada, tiene que salir desnudo al pasillo, a pedir ayuda. De allí en más conocerá a una pareja con la que “hay onda” (con ambos), pero son relaciones que no crecen. Se compra un Larousse de bolsillo y va repitiendo sinónimos y acepciones mientras camina por la calle, como un obseso. Entra a trabajar como seguridad en la Embajada de Israel, pero comete algo así como un acto de anarquismo solitario, que no es lo más indicado si se quiere conservar el empleo. Conoce a un judío-francés que cada tanto organiza batallas campales con skinheads del lugar. Posa como modelo ante un artista plástico que le pide que practique simulaciones sexuales. Si algo falta en Sinónimos es continuidad, y esto es así porque la película se mimetiza con su protagonista. Las escenas parecen eclosionar unas contra otras, y los episodios por los que atraviesa Yoav pueden durar una o dos escenas. Salvo la relación con sus vecinos Emile y Caroline, que le dan abrigo de entrada y mantienen de allí en más una vinculación que en el caso de él, que es escritor, tiene que ver con su interés por conocer, apropiarse tal vez, las historias de Yoav en el ejército israelí. Y en el de ella… bueno, se verá. Las historias que Yoav le cuenta a Emile no parecen muy confiables: en una de ellas, una ceremonia militar es coronada por dos chicas, vestidas con ropa de fajina, cantando y coreografiando un tema pop. Cuando está solo, Yoav no se comporta de manera muy lógica: avanza a saltitos por una habitación, se pone a bailar como un desaforado en la cocina, mima los gestos de dos que se agarran a trompadas. Lapid arroja todo esto sobre el espectador en crudo, sin facilitar ninguna coartada, interpretación o herramientas de comprensión. Las cosas son como son, y suelen ser bastante extrañas en Sinónimos. La presencia del actor debutante Tom Mercier es fundamental. Con un rostro casi tan brutal como el de un Jean-Paul Belmondo chiquilín, pareciendo de a ratos un niño desorientado y en otras ocasiones un demonio desencadenado, Mercier posee una alta capacidad de lo que se llama switch, y que consiste en pasar en segundos, en su caso abruptamente, de un sentimiento a otro, de una emoción a otra, de una acción a otra. Todo sin ninguna clase de explicaciones o reflexiones, tanto de su parte como de la propia película, que no pretende civilizar lo salvaje, dando lógica a lo que posiblemente no la tenga. No al menos la lógica que se maneja culturalmente, en la vida de todos los días.
"La forma de las horas": reencuentro transitorio de una pareja El dolor, la revisión del pasado, la fuga del tiempo, son los temas del film que se estrena este viernes en el Malba. La forma de las horas transcurre en un único espacio, pero en varios tiempos. Una pareja se encuentra un año después de haberse separado, pero ese encuentro podría ser vivido, imaginado o soñado. O todas esas cosas. Ella es escritora, y algunas referencias dan a pensar que lo que vemos está siendo escrito, reescrito a veces. Abundan las segundas versiones de escenas, con ligeras variantes de una a otra, y los regresos en el tiempo, con la protagonista viéndose a sí misma en el pasado. En una escena ella llega a dialogar consigo misma, desde la serenidad que dan el paso del tiempo, la cicatrización de las heridas, la distancia. El dolor es uno de los temas de La forma de las horas, nueva película de Paula de Luque (Juan y Eva, Néstor Kirchner, la película). La revisión es otro. El tiempo, finalmente, tal vez sea EL tema secreto de la película. Ana (Julieta Díaz) y Fernando (Jean Pierre Noher) se reencuentran en su hermoso chalet de ladrillos a la vista en medio de un bosque, que podría estar o no en la zona de Mar de las Pampas. Es el último día. El último día en la casa: al día siguiente, el empleado o empleada de la inmobiliaria le entregará las llaves a los nuevos dueños. Y el último día de ellos como pareja, según hacen pensar sus diálogos, el clima de melancolía y el hecho de que ambos tienen nuevas compañías. En ese último encuentro, Ana y Fernando recuerdan. Sobre todo ella, desde cuyo punto de vista está narrada la película. Todo pertenece a Ana: ella es quien compró la casa, ella la vendió, ella es la que recuerda, practica variaciones o escribe. Se ven sus textos en la pantalla de la notebook. Escribe una línea, borra, vuelve a escribir. Algo muy semejante a lo que hace con sus recuerdos. Con la diferencia de que éstos, en lugar de ser escritos tal vez la escriban a ella, se le impongan. De él no se sabe ni a qué se dedica. Ana escribe sobre el tiempo, el Otro, la identidad, las dificultades para conocer, el modo en que huyen las cosas. La película trata básicamente sobre lo mismo, con una foto de juventud como icono de esa fuga del tiempo. Ana atraviesa la pérdida en forma seca, sin lágrimas. Sin drama, también: no hay peleas con Fernando. Ni siquiera discusiones. Otra foto indica que hay dos hijos. Se supone que son de ella. ¿De ella y de él? Aunque el tono grave haga pensar en Bergman (¿Escenas de la vida conyugal?), la falta de drama, los diálogos que enfocan más sobre recuerdos banales que sobre cuestiones esenciales, lo desdicen. La música compuesta por Leo Sujatovich, ejecutada por él mismo al frente de la Filarmónica de Buenos Aires, refuerza el aire de “cosa importante” del que se inviste la película, y que sólo alguna sonrisa de ella y alguna broma de él quiebran. Fragmentos aislados dejan ver a la bailarina Paula Robles bailando en medio del bosque. Ese baile debe querer decir algo. El crítico no sabe qué. La actuación de Jean Pierre Noher es correcta; Julieta Díaz, como de costumbre, expresa a su personaje con una variedad de matices que tal vez ni su creadora haya imaginado.
"Doctor Sueño": el resplandor final El director de la serie "The Haunting of Hill House" filma la secuela de "El resplandor" en la que el niño llamado Danny Torrence es ahora un adulto poseído por sus propias pesadillas. Unos tres cuartos de hora le lleva a Doctor Sueño dejar de lado un estilo narrativo que, por querer desplegar en cuestión de minutos distintos tiempos, espacios, personajes y circunstancias, se hace entrecortado, disperso y confuso. Cuando finalmente halla sus coordenadas de tiempo (la actualidad), espacio (una pequeña localidad en el centro de los Estados Unidos) y acción (la lucha entre dos bandos de superdotados psíquicos), en la restante hora y 45 la película se encarrila, se concentra y puede ser que no sea lo más sugerente o delicado del mundo, pero sí resulta clara, eficaz y progresivamente comprometedora (en el sentido de generar un compromiso por parte del espectador). Hasta que todo lleva hasta el abandonado Hotel Overlook, donde el héroe deberá afrontar sus peores fantasmas, los más hondos y arraigados. El héroe de Doctor Sueño es Danny Torrance, también llamado Doc (duplicación sintomática de la proliferación inicial), aquel chiquito que en El resplandor recorría los pasillos del hotel en triciclo, encontrando en ellos cosas raras. De hecho, Doctor Sueño --basada en la secuela homónima de aquella novela, escrita por Stephen King un lustro atrás-- empieza así. La alfombra, los recorridos circulares, las dos mellizas al fondo y la famosa habitación 237, que permanece vedada. Todo eso, que parece metraje del film original, fue refilmado sin embargo ahora, con un chico parecido como protagonista. Hay un fragmento en Miami con Danny y la mamá y después un salto a la actualidad, cuando el Danny adulto (un impávido Ewan McGregor, como siempre) no se presenta en las mejores condiciones. Barba crecida, aspecto de homeless, pocos dólares en la billetera, compañeras sexuales que vomitan en la cama, propensión heredada al alcohol, indefinición vocacional e hipersensibilidad psíquica, que le hace recordar algunas de las experiencias más shockeantes de su infancia en el hotel. Esa hipersensibilidad es el famoso “resplandor”. En paralelo el relato sigue a un grupo de nómades de look y hábitos medio setentosos. Se autodenominan El Nudo Verdadero (¿?), los acaudilla una mujer bella y temible que responde al seudónimo de Rose El Sombrero (Rebecca Ferguson, poderosa), tienen poderes a distancia y se alimentan de niños, aspirando el vapor que éstos expelen durante la agonía. Ese vapor sirve a los miembros de El Nudo como alimento y también, por lo visto, como fuente de excitación sexual. Una tercera línea, finalmente, halla en una niña llamada Abra (la excelente debutante Kyliegh Curran) a una dotada de temer. Tanto, que logra bloquear a distancia las peores intenciones de Rose. Cuando Danny deja de lado sus inservibles (dramáticamente) concurrencia a Alcohólicos Anónimos y trabajo con enfermos terminales, se contacta con Abra (llamada así, se supone, por “cadabra”), se alían y se anuncia una batalla de colosos de la mente, que recuerda un poco al enfrentamiento final de los dos magos en El cuervo (Roger Corman, 1963) y otro poco a alguna entrega de X-Men. Ya se sabe que el estilo King se basa en lo material, lo directo, el golpe de efecto y, a veces, la caricatura. Jugada al susto y el golpe de efecto (hay mucho “¡shruk!”, “chan chan” y “¡blum!”), Doctor Sueño no se parece mucho a El resplandor de Kubrick (quizás un poco más a la versión televisiva de 1997), pero tampoco a la serie The Haunting of Hill House, que Mike Flanagan --guionista y director de Doctor Sueño-- filmó el año pasado para Netflix (se incluye, a pesar de eso, la mención de Netflix como uno de los males del mundo contemporáneo). Combinando con eficacia lo realista y lo sobrenatural, la serie trabaja resueltamente las secuelas psíquicas y anímicas que el paso por una casa fantasma dejó en cinco hermanos. Doctor Sueño (lindo título, dicho sea de paso) toma el tema en la figura del traumatizado Danny, pero con la clase de funcionalidad narrativa que Hollywood suele aplicar en estos casos. El fragmento más fuerte de Doctor Sueño (en términos dramáticos, no físicos) es ése del regreso a Overlook, donde los fantasmas son bien visibles y palpables, pero también ancestrales y, sobre todo, peligrosamente familiares.