En el fracaso de vivir, ni el tiro del final Segundo trabajo del realizador Eduardo Meneghelli (su ópera prima, Román, se estrenó unos meses atrás), Ruleta rusa parece construida a partir de desprendimientos cinematográficos. La trama, e incluso el ambiente, podrían ser los de un western, traspolado a la contemporaneidad. Un par de detalles vestimentarios, y la música que los acompaña, remiten de pronto a Kill Bill. El denso aire pesadillesco y alucinatorio del tercer acto, convenientemente bañado en bruma roja, lleva la marca de David Lynch. Supongamos que la historia de amor es la de Romeo y Julieta. Hasta podría decirse que la actuación del protagonista recuerda las que suelen enseñorearse en el cine de José Campusano, si no fuera porque seguramente no se tratará de una semejanza buscada. Aunque algún hallazgo al paso y algún pasaje le otorguen cierto interés circunstancial, el problema básico de Ruleta rusa es el de todas las películas construidas de este modo: funcionan como recordatorios de films pasados, no como organismos autónomos. Rudy (Gabriel Peralta) vuelve al pueblo natal para vengar el crimen de sus padres, cometido por Parra, poderoso del lugar (Enrique Liporace, que también aparece en otro estreno de esta semana, El jardín de la clase media), un tipo que anda siempre acompañado de su hijo (Lautaro Delgado) y un guardaespaldas (el grandote Pablo Pinto). Lo primero que hace Rudy es enamorarse de Maru, hija de Parra (Abril Sánchez, con antecedentes en un par de programas televisivos), motivo dramático visto en aproximadamente un millón de películas. De allí en más ambos deberán andar escondidos, para evitar que Parra haga sentir su ira. Hasta que a Rudy le ofrecen un trabajo en la pizzería de Sayago (Pompeyo Audivert), boliche múltiple que al fondo esconde un puticlub y en el sótano, un sector dedicado a la práctica de ruleta rusa, la forma en que Sayago llena sus bolsillos. Allí irá a parar Rudy, tentado por fajos de billetes. Que es adonde Parra lo quería mandar, y la película también. Hasta el momento en que aparece Pompeyo Audivert –un actor que trabaja todos sus personajes desde la misma clave, desbordadamente expresionista–, la película hace agua. Obra de sus limitaciones, Peralta compone (o descompone) a una suerte de forzudo blando, que habla mirando para abajo, dice haberse enamorado de la chica después del primer polvo y se dedica, inexplicablemente, a visitar a su tía y abuela, en lugar de elaborar algún plan para llegar a su objetivo. La película, muy bien fotografiada (gentileza de Gustavo Biazzi) está planchada. Aparece Audivert, componiendo a un perverso entre amenazante y circense, y la película se dispara por obra y gracia del actor, que la arranca de la nadería y la lleva a un plano imprevisible. Amo de ese infierno subterráneo, Audivert tiene en Matías Marmorato, maestro de ceremonias de los duelos de ruleta rusa, el pequeño demonio que requería como ladero.
Nada más lindo que la familia unida Un título como el de esta película debe ser necesariamente irónico: ya nadie, salvo la corporación Disney, cree que existan las noches de paz. Y si existieran serían tan aburridas que para qué filmarlas. Desde la danesa La celebración (1998) se sabe que si una familia se reúne va a ser para un juego de la verdad, del que saldrán todos los esqueletos que estaban en el ropero. Las diferencias pasan, en tal caso, por la gradación de daños, que irán, según el caso, de lo traumático a lo monstruoso. Exponente medio del subgénero, este film polaco oscila entre la pervivencia de los afectos, la desolación, el perdón, la desilusión y un posible filón de optimismo. El treintañero Adam (Dawid Ogrodnik) regresa a Polonia tras unos años en el extranjero. Lo hace para pasar navidad con la familia. En casa de sus padres, ubicada en una zona rural, se dibujan roles y tipologías. La madre, que se ocupa de todo y de todos, aunque no con excesiva felicidad. El padre alcohólico, que amparado en su trabajo nómade no se hizo muy presente durante la crianza de los hijos, y que viene sosteniendo un par de meses sin tocar la bebida. Adam, hermano mayor, se comporta como tal, siempre atento a socorrer a la madre y a rescatar al padre. Pawel, el hermano que le sigue, tiene algún serio entripado con él, por lo cual cada vez que se miran o se rozan hay chisporroteos de tensión. Está el tío chistoso con su familia, el abuelo de borrachera alegre, un cuñado golpeador y la hermanita menor, cuya mezcla de ingenuidad con inteligencia la convierten en esperanza de la familia. Hay un aire de fatalismo, de cosa irremontable, que se expresa tanto en los contactos personales, en los que besos y abrazos se retacean, como en el semblante grave y preocupado de Adam. ¿A qué se debe esa preocupación? No está del todo claro. Por un lado, Adam necesita mostrar que en el extranjero le está yendo mejor de lo que en realidad le va. Por otro está el gato encerrado con el hermano, que esconde una carta que va a sumar al clima de desazón. Clima que se ve reforzado por la oscuridad de la noche (aunque se sientan a cenar a las 5 de la tarde) y el tono mortecino de los interiores. Circula por allí una idea del polaco como hombre débil. Adam también viene con una carta bajo la manga, esperando el momento adecuado para jugarla. Ocasionalmente esa tipologización roza la caricatura, como en el caso de la sobrina adolescente que vive tecleando el celular y quiere cobrar cada pequeño favor que se le pide. Así como los biopics suelen funcionar como greatest hits en la vida del biografiado, las películas de reuniones familiares suelen concentrar episodios de la vida entera en una única noche. Noche de paz no es la excepción: en cuestión de horas se anuncian nacimientos, se descubren infidelidades, se inician proyectos. Convenciones genéricas, como la muerte del mejor amigo en una de guerra o el duelo final de un western.
El experimento de un científico desquiciado Viudas parece el resultado del experimento de un científico desquiciado, que decidió cruzar a un ornitorrinco peludo con una mesa de tres patas. El ornitorrinco es la miniserie Widows, escrita por Lynda La Plante (creadora de Prime Suspect, nada menos) y emitida por la BBC originalmente en 1983, con una segunda temporada dos años más tarde y reedición en 2002. La miniserie era una de robos, con cuatro viudas de sendas parejas criminales, reunidas para consumar el súper atraco que los finados no habían logrado dar. La mesa es el empavonado y oscarizado realizador británico Steve McQueen, realizador de 12 años de esclavitud y antes, de las sobrevalorizadísimas Hunger (2008) y Shame (2011), que como señaló en estas páginas Luciano Monteagudo llevaba el punto de vista en el título. Con ayuda de Gillian Flynn (guionista de Perdida), McQueen transfigura la despreocupada miniserie original en un nuevo vehículo de su misantropía. La escena inicial, en la que Liam Neeson y la morocha Viola Davis (ganadora de un Oscar en 2017) retozan amorosamente en el lecho matrimonial, anuncia, tratándose de McQueen, que algo muy malo les va a pasar. El corte brutal que va de un beso apasionado a un disparo, durante la persecución desesperada de la policía a los chorros, es sólo el anuncio de lo que finalmente va a suceder, frutilla en la torta del “que el mundo fue y será una porquería” del realizador. La porquería del mundo se condensa aquí en dos candidatos a ediles de la ciudad de Chicago, en plena campaña por el puesto. Uno blanco (Colin Farrell, confirmando que es un actor mucho mejor de lo que en un primer momento se quiso reconocer), otro negro (Brian Tyree Henry), ambos igualmente corruptos. Farrell vive bajo la sombra de su padre y antecesor, el repulsivo reaccionario Robert Duvall, y su rival tiene un hermano (Daniel Kaluuya, protagonista de ¡Huye!) que no sólo es un mafioso como él, sino además un asesino psicótico, que anda torturando y matando gente por ahí. En una de Tarantino, este disparate (ni el peor de los mafiosos se sigue comportando como tal al llegar a la política) podría pasar, como parte del exceso general. En una película que pretende decir “cosas importantes sobre el mundo contemporáneo”, como ésta, no. De paso hay un pastor al que en cuanto se lo ve predicar en contra de los poderosos se empieza a sospechar. Sospechas justificadas, otra vez. Igual de forzada es la excusa para pasar de ahí a “una de robos” en clave femenina. A Viola Davis la aprietan para que devuelva un vuelto que su marido se llevó, y ella aprieta a su vez a las viudas de los otros miembros de la banda, con argumentos muy débiles. Pero todas se anotan, porque si no no habría película. Ahí están entonces la fabulosa chica chicana Michelle Rodríguez, la rubia Elizabeth Debicki, que mide un par de metros, y la morocha Cynthia Erivo, haciendo del empoderamiento un lugar común. Signo de la cruza imposible que intenta McQueen, algunas están en la película del ornitorrinco peludo (Debicki hace un personaje de screwball comedy) y otras en la de la mesa con tres patas (con gesto grave y el rostro hinchado de tanto llorar, Viola Davis hace de trágica), confirmando que el experimento loco no podía dar por resultado otra cosa que esto.
Una máquina de triturar todo lo humano Un hombre palestino y una mujer israelí, ambos casados, tienen una aventura casual y son utilizados políticamente. El caso es demencial, al borde de lo kafkiano, pero según advierte un cartel inicial, estrictamente real. Un hombre palestino y una mujer israelí, ambos casados, ambos vecinos de Jerusalén, tienen una aventura extramatrimonial. Por una serie de infortunios, brotes de racismo, paranoias políticas y manipulaciones de los servicios de inteligencia de ambos sectores, él será falsamente acusado de actividades ilegales contra el Estado israelí, y ella obligada a testimoniar en su contra. Un caso tan perfecto de demostración de los deletéreos efectos de la intrusión estatal y policial en la vida privada, que parece meticulosamente escrito para ello. Aunque, a estar de ese cartel inicial, no habría hecho falta escribirlo: la realidad se ocupó de hacerlo. Desde el primer encuadre, que muestra a Saleem (Adeeb Safadi) contando unos billetes y tomando nota de la suma, pasando por la escena posterior en la que se ve a Sarah (Sivane Kretchner) cabalgando sobre él en la combi que el jefe le presta, el encadenamiento de hechos es implacable, fatal se diría si uno creyera en el destino. Un pequeño suceso lleva al otro, una escena a la otra, y todo lleva a lo peor. Saleem y su esposa, Bisan (Maisa Abd Elhadi), que esperan a su primer hijo, tienen problemas de dinero, por lo cual se ven obligados a subalquilarle a la familia de ella. En esta situación, el hermano de Bisan hace a su cuñado una oferta que no puede rechazar: proveer a clientes particulares del otro lado del Muro, en territorio palestino, todo aquello que soliciten. No es muy claro si el asunto es legal o no, pero Saleem no está para fijarse en esas menudencias. Para su segunda entrega toma la decisión, no muy prudente, de ir acompañado de su amante israelí. Un tipo se acerca a ésta en un bar, Saleem lo cruza a las trompadas y lo que viene de allí en más es una sucesión de enormidades, que no parecen guardar relación con las vidas de ambos. Un principio fundamental de la obra de Kafka: la desproporción entre el protagonista y las fuerzas con las que lidia. Lo que no se hace presente aquí es el segundo principio: que de tan vastas, esas fuerzas sean incognoscibles. Escrita por el palestino Rami Musa Alayan y dirigida por su hermano, Muayad Alayan, El affaire… (cuyo título en inglés es, traducido, Los informes sobre Sarah y Saleem, véase cómo de un idioma a otro se pasó del caso judicial-policial a la historia de amor) no tienen un pelo de fantasía. Así que de Kafka, sólo la mecánica. Montada sobre un guion de alta precisión, ganador de una mención especial en el Festival de Rotterdam (donde además se llevó el premio del público), esa mecánica es tal vez el principal problema de la película de los hermanos Alayan. No hay lugar en la sucesión dramática de El affaire… para nada que no haga avanzar la trama. Nada que no responda al efecto bola de nieve. Nada que no sea un ladrillo más en la pared del guion. Hay, sí, un par de observaciones provocativas, como el hecho de que la causa palestina mienta tanto como la inteligencia israelí, unos queriendo hacer pasar al inocente Saleem como agente al servicio del terrorismo, otros intentando convertirlo en el héroe que no es. O la simetría entre ambas mujeres-rivales, finalmente emparejadas por una maquinaria de conspiración que no puede sino triturar todo lo humano.
Explotación sexual A comienzos del siglo XX, en la Argentina había seis mil mujeres judías. La mitad eran prostitutas. En la historia del tango abundan las “polaquitas”, chicas traídas de Polonia o de Rusia con engaños, obligadas a “trabajar” a destajo en prostíbulos de la zona de Once y el Abasto, y en el barrio rosarino de Pichincha. Esta trata de personas para la explotación sexual es tal vez la página más negra en la historia de la inmigración en la Argentina, extendida desde mediados de 1870 hasta 1936. En ese momento, la dictadura de Uriburu prohibió las “casas de tolerancia”, llamadas así porque durante ese período la prostitución no era legal pero sí tolerada. En ese tiempo los señores comían y dormían en su casa, pero cogían afuera. Si bien documentales previos abordaban parcialmente el tema, Impuros lo hace de modo más sistemático. Hasta tal punto que se constituye en documento de visión imprescindible para comprender este aspecto esencial de la cultura patriarcal argentina en su pináculo, cuando militares, burgueses e Iglesia formaban un bloque monolítico. La película dirigida por Florencia Mujica y Daniel Najenson tiene como guía a Sonia Sánchez, ex prostituta y militante feminista y en contra de la trata, que lee fragmentos de libros dedicados al tema, expone en una de las marchas del #NiUnaMenos un recordatorio de aquellas mujeres olvidadas, y hace una resonante diatriba final en contra de su manipulación y negación. Lo hace delante de tumbas sin nombre de un cementerio abandonado, en las que esos cuerpos reposan... al lado de sus explotadores, que sí tienen lápidas en regla. Y eso que los cafishos, polacos también, fueron en su momento anatematizados como “impuros” por parte de los representantes de la comunidad judía, expulsados de ella y negadas sus tumbas en los cementerios de la colectividad. Documental de formato clásico, Impuros es una rotunda demostración de que ese formato, bien usado, puede ser del más alto valor. Los testimonios de investigadores, historiadores y autores (y autoras) de libros sobre el tema son concisos, precisos y confiables. Permiten ir armando una historia que se remonta a los pogroms y la pobreza del este europeo, sigue con los miembros de la Asociación de Socorros Mutuos Varsovia viajando al país natal con la misión de detectar chicas solteras, ingenuas y bonitas, prometerles casamiento y un viaje a Buenos Aires, y en el barco que los traía hacia acá, cuando ya no había retorno, informarles para qué se las traía. La Sociedad Varsovia mutó más tarde a Zwi MIgdal, a la que hizo trizas el testimonio de una sola mujer, Raquel Liberman, que se atrevió a denunciar a sus patrones, motivando una detención masiva y la posterior prohibición. Todo eso está aquí, en apretados 86 minutos.
Un Scarface en modo latinoamericano “Si usted no vio las tres temporadas de la serie Narcos, vea ahora Pablo Escobar: la traición, que dura como quince veces menos”, podría ser la frase publicitaria de esta película sobre el mayor narcotraficante del mundo (el más conocido, al menos). La dirige el vasco Fernando León de Aranoa, cuya película más conocida es Los lunes al sol, y que ya había puesto el pie en el cine internacional con la previa A Perfect Day, protagonizada por Benicio del Toro y Tim Robbins. Ésta tiene más ambiciones, tanto por el tema elegido como por el presupuesto, aunque la respuesta en boleterías fue apenas moderada. Si Narcos estaba narrada desde un punto de vista múltiple, en este caso el punto de vista es el de la conductora televisiva Virginia Vallejo, amante del narco y también entregadora. De allí tanto el título original de esta coproducción hispanobúlgara hablada en inglés (Loving Pablo) como el de estreno en Argentina. Basada en el libro escrito por esta Vallejo que no era César (interpretada por Penélope Cruz), la película empieza con su llegada a la impresionante hacienda serrana de Escobar Gaviria (un ventrudo Javier Bardem, en su segunda película en poco tiempo junto a su esposa, después de Todos lo saben), ya a esa altura poco menos que el dueño semioculto de Colombia. O El Rey, como a él mismo le da por nombrarse. Quien más o menos conozca la historia de Escobar (unos años atrás llegaron hasta Mar del Plata su viuda y su hijo, para presentar en el festival de cine de esa ciudad el muy buen documental Sins of My Father) no se sorprenderá demasiado ante el zoológico habitado por elefantes y jirafas entre otras especies, la convivencia sin tapujos con esposa y amante, el carácter de benefactor de los pobres, las guerras contra el Estado, la CIA, la DEA y el Cartel de Cali. Aasí como por su sentido de familia, que resultaría a la larga su talón de Aquiles. Quienes estén familiarizados a su vez con las películas de mafiosos (Scarface, notoriamente, a la que ésta recuerda como una camisa floreada a otra) no extrañarán las brutales ejecuciones sumarias, así como los osados operativos, amenazas y largos brazos del capomafia. Si el conjunto no luce original, la voz de Penélope Cruz, narrando en off extractos del libro, lo vuelca más hacia el lado de un documental de National Geographic que a cualquier exuberancia gangsteril. Como curiosidad de coproducción puede anotarse que la música estuvo a cargo del argentino Federico Jusid.
La respuesta negra a la mentira blanca El director de Haz lo correcto vuelve a demostrar que la política y la farsa pueden ir muy bien juntas de la mano. Algún ironista podría postular que la mejor escena de El infiltrado del KKKlan (título local que inventa una nueva denominación para el Ku Klux Klan, que no es ésta ni tampoco KKK) es la de apertura. Esa en la que una mujer camina desolada entre cientos de cuerpos de soldados confederados, filmada por una cámara que, llevada parecería que por el pintor argentino Cándido López, se va alejando con un cadencioso movimiento de grúa, dejándola a ella, y a los cuerpos de los caídos, cada vez más pequeña, mientras una bandera del Sur se deshace en pedazos. Se trata, claro, del momento más célebre de Lo que el viento se llevó, en el que Scarlett O’Hara pisa los restos de la catastrófica batalla de Atlanta, y Spìke Lee lo usa como inicio de una larga secuencia dedicada a resumir el ninguneo, el odio, el desprecio y la muerte ejercidos durante más de un siglo por la cultura estadounidense. Incluido su cine. Por eso Lee inserta en seguida los fragmentos más racistas de El nacimiento de una nación (1915). Como quien dice “Hay una batalla para dar fuera del cine, pero también adentro, y esa batalla ya empezó”. Siguiendo esa línea podría considerarse a El infiltrado del KKKlan –cuyo título original es el juguetón BlacKkKlansman– el nacimiento de otra nación. La respuesta negra a la mentira blanca. Dis joint is based upon fo’real, fo’real shit, aclara un cartel antes del título. Algo así como “esta peli se basa en unas cagadas muy, muy jodidas”, pero escrito en idioma “negro callejero”. Una suerte de “basado en hechos reales”, pero en joda, y además de negros y para negros. Más allá de excursiones temporarias al mainstream, en las que se decolora un poco en modo ganapán (Clockers, Ella me odia, Un golpe perfecto) el realizador de Haz lo correcto, Malcolm X y La marcha del millón de hombres siempre tuvo claro desde dónde y para qué filmaba. Y con alguna excepción (Malcolm X), jamás pensó que política y farsa no pudieran llevarse de la mano. El infiltrado del KKKlan profundiza esa convicción, con una historia difícil de creer por lo disparatada, que, según dicen, es estrictamente real. Así lo certifica su protagonista, Ron Stallworth, autor de la crónica en la que la película se basa. “Las minorías son bien recibidas”, dice la placa en la puerta del cuartel de policía de Colorado Spings. Son los años 70, y la guerra de Vietnam está en su apogeo. Como el protagonista de una comedia musical a punto de ingresar a una escuela de baile, el morocho Ron Stallworth (John David Washington, hijo de Denzel y tan bueno como cualquier actor afroamericano) sonríe confiado, se alisa el afro y cruza la puerta. Sus jefes, uno de ellos afroamericano, lo reciben más o menos como la familia blanca al prometido negro en ¡Huye! Pero el aparentemente ingenuo Stallworth no sólo se muestra coriáceo al rechazo, sino que además quiere trabajar en operaciones especiales. Respuesta: al archivo. Allí, al bueno de Ron no se le ocurre nada mejor que hacer de un Tangalanga de riesgo. Averigua el teléfono del Ku Klux Klan y lo marca. El tipo ofrece unirse a “La Organización” (nada de andar diciendo KKK por ahí) y resulta suficientemente convincente como para que lo acepten. Ahora bien, ¿cómo hacer para disimular su color de piel? Tiempo de convertirse en Michael Jackson no tiene, pero tal vez alguno de sus compañeros quiera pasar por él. ¿Por qué no Flip Zimerman, que es judío? ¿Acaso los del Clan no son también antisemitas? ¿Por qué no?, coincide Flip (Adam Driver, más como en su casa que nunca), y la maquinaria de infiltración se pone en funcionamiento, con aprobación de la superioridad. Como toda película de Lee, El infiltrado del KKKlan es un enorme pastiche. Pastiche genérico –un poco de película de infiltrados, bastante de comedia, apelaciones directas a la actualidad, una escena musical por acá, una del más crudo film de denuncia por allá–, tonal (una escena para reír, otra para llorar, la de más allá para querer prenderle fuego a América toda) y de registros: la ficción más descabellada y el fragmento documental, los 70 y el presente, el falso documental y el fragmento de archivo. Es justamente esa condición de pastiche lo que la mantiene viva y abierta: cualquier cosa puede suceder en cualquier momento. La intriga en sí, que incluye al mismísimo líder del Klan, David Duke (Topher Grace, de That 70’s Show) y al ex líder de los Panteras Negras, Stokely Carmichael (todo es en blanco y negro, si se permite el comentario), es una especie de divertido y salvaje mcguffin para poder llegar a donde Lee quiere: a señalar, como advertencia a sus hermanos, la continuidad histórica entre el Klan y Donald Trump. Duke dice “América para sí misma”, como el presidente actual, y después del cierre ficcional con el último chiste Lee usa el montaje como una trompada a la cara, empalmando con escenas documentales de América hoy. Manifestaciones supremacistas, la presencia del propio Duke hoy en día, la imagen de Trump, miembros del Klan apoyando al presidente, afroamericanos asesinados por un extremista. Los argentinos podemos hacer, a su vez, nuestras propias vinculaciones locales, demostrando hasta qué punto esta película “para negros” es para todos. Y por todos debería ser vista.
Un film que se arma ante el espectador El documental del cineasta suizo adopta los motivos principales de la road movie para mostrar cómo dos hombres llevan un féretro hasta Calabria manejando un coche fúnebre. Las películas suelen venir armadas. No en el sentido armamentístico del término sino en cuanto a su hechura: llegan ya terminadas al espectador y a éste sólo le cabe contemplar el acabado. Opera prima del cineasta suizo Pierre-François Sauter, ganadora del premio a la Mejor Película en el Doclisboa International Film Festival, Calabria es una de esas raras películas que se arman ante el espectador, abriéndose con una suerte de magma humano y narrativo indiferenciado, de cuyo interior van tomando forma primero una dirección y una meta, enseguida unos protagonistas y un vehículo, una materia específica, un dispositivo visual, un modo de registro. Y hasta un género, aunque se trate de un documental, ese modo de relato que siempre entraña cierta sospecha sobre su verdadera condición. El género en el que Calabria encuentra su casa es el de la road movie, del cual adopta sus motivos principales: el camino, el destino (en sentido espacial y no metafísico), el chofer (y su acompañante, en este caso), las paradas, los personajes episódicos aguardando en cada una de ellas. Pero el género no es aquí un canon, una cárcel, un mandato a cumplir, sino una simple vestidura, que se adopta porque cae cómoda. En el comienzo, gente trajeada habla en francés y se comporta de modo preciso y maquinal, desplazando féretros y convergiendo eventualmente sobre un edificio cuyas características responden a aquello que el filósofo Marc Augé denominó no-lugares: funcional, enorme como un galpón, impersonal, aséptico. Alguien silba “La Internacional”, se busca en los obituarios el de Paco de Lucía, se comenta que uno de ellos lamentó hasta el llanto esa muerte, por ser gitano, se percibe que la pronunciación en francés no es en todos los casos tan fluida como la de un nativo. Se celebra una reunión que podría ser de consorcistas, de consejo de dirección de alguna firma, de cooperativistas. El hombre sentado al centro anuncia una tarea: hay que trasladar un féretro hasta Calabria. Dos hombres para cumplirla: el portugués José y el serbio Jovan, de origen gitano. Ambos asienten y se dirigen al coche fúnebre en el que deberán recorrer los 1500 km que separan a Suiza del sur de Italia en 18 horas. Suben el féretro, se acomodan en los asientos delanteros y a partir de ese momento la cámara también encuentra su casa, de la que no va a moverse: la parte delantera del auto, desde la que encuadra, en plano fijo y en forma perfectamente simétrica, al chofer y su acompañante. El dispositivo visual recuerda inconfundiblemente al que Abbas Kiarostami patentó en El sabor de la cereza y, sobre todo, en Ten (2002), donde una conductora dialogaba con la decena de pasajeros que subían al auto. Así como el tiempo fue dando de modo insensible una forma al film, es también el tiempo el que va estructurando, de a poco, los temas de conversación y los caracteres de José y Jovan. Parco, caballeresco y melancólico, como un personaje de Manoel de Oliveira, José halla su perfecta contraparte en el serbio Jovan, extrovertido, sanguíneo y vital. Como un personaje de... ¿Emir Kusturica? “¿En serio no sos creyente?”, le pregunta, incrédulo, Jovan a José. “¿Qué pasa después de que nos morimos?”, repregunta, pensando en ese Francesco al que llevan atrás, y que emigró hace mucho tiempo, tal como ellos lo hicieron más recientemente. Ciclos de pobreza y necesidad, la Italia de posguerra, Serbia lo mismo, una Portugal del atraso y Suiza, la rica, atrayendo a todos. El film es narrado en estricto presente. Un breve prólogo toma prestadas de películas de la época, en blanco y negro, imágenes de los trenes que llevan a migrantes del sur italiano a la Europa opulenta. Como habrán llevado a Francesco. En esas horas, Jovan y José tienen tiempo de hablar de sus familias, de lo que representa el amor en sus vidas (el reservado José jamás se atrevería a darle ese nombre; es Jovan quien lo hace), de la muerte (son dos funebreros...), del misterioso mundo de los gatos (José, ahora; su estentóreo compañero parece hombre “de perros”), de si David Oistrach es o no el mejor violinista del mundo. La música tiene un lugar especial, ya que Jovan toca la guitarra y canta (muy bellamente) canciones de su tierra. Algo que su interlocutor sabe apreciar. Vestidos con traje, camisa y corbata iguales, José y Jovan parecen una variante de los agentes del FBI de Hombres de negro, y de hecho sus personalidades también los emparientan con aquéllos. Aunque en este caso no deban hacer frente a una galería de exuberantes extraterrestres sino, por el contrario, a la más anciana tierra italiana, a la que ese Francesco al que trasladan vuelve por pedido de su familia, y que será despedido con un simple “¡Ciao, Franco!” Sin cura, ni responso, ni oración. Ni nada que no sea el franco recuerdo de los suyos.
La búsqueda de todo desvío Desde el comienzo, el mismo Pauls señala que no hay una ruta fijamente trazada, y que quizás las cosas no se desarrollen como espera. Así es como Tiburcio se va construyendo a partir de diálogos francos y fluidos, que configuran un mapa emocional del lugar. En el género policial es frecuente que una investigación lleve a otra, aparentemente desconectada. Con lo cual el motivo inicial se disuelve, y lo que era una “historia 2” pasa al primer plano. Algo semejante sucede en Tiburcio, nuevo documental de Cristian Pauls luego de la lejana Por la vuelta (2002) y cuarto largo de su espaciada filmografía, junto a los films de ficción Sinfín (1988) e Imposible (2004). “Este no era el camino”, dice el protagonista (el propio Pauls) para sí mismo al comienzo de Tiburcio, anticipando quizás que algún camino llevará a vía muerta, y que el propio recorrido impondrá sendas alternativas. El Tiburcio del título es Fortín Tiburcio, pequeña localidad de nombre como de historieta, vecina de la bonaerense Junín. Allí el realizador pasó los veranos de su infancia, hasta que la abuela murió y la casa quedó abandonada. Revolviendo fotos viejas, Pauls encontró una en la que la abuela, joven, está acompañada de un señor que no es el abuelo. ¿Quién es el señor? Difícil de saber, porque alguien cortó su cabeza en la foto. Para dilucidar el enigma Pauls vuelve a Fortín Tiburcio, medio siglo después de haberse ido, y puede ser que se vuelva sin resolverlo. Pero en el intento habrá logrado componer un mapa humano: el de la vecindad de Fortín Tiburcio. Los films de ficción de Cristian Pauls son espesos, torturados, abrumadores. Sus documentales son, en cambio, aireados, abiertos a la eventualidad, en estado de búsqueda e inconclusión. Tiburcio más aún que Por la vuelta, en la que la voz en off del narrador arrastraba todavía el peso de un soliloquio recargado. El camino que se abre al comienzo, visto en subjetiva desde la posición del chofer, es emblemático: Pauls emprende el camino en una tarde de primavera, sin saber si la senda correcta es ésa u otra. A diferencia de sus ficciones, donde todo (puesta en escena, encuadres, diálogos, actuaciones) parecería estar terminado antes de que la película eche a andar, aquí es posible que la idea previa se vea torcida por las circunstancias y que el viajero acepte el desvío, desarrollando en él un relato otro, no previsto. Todo es búsqueda: la del pueblo, la de la casa, la del misterio que la foto hizo asomar. El protagonista es un investigador de su propio pasado. Los vecinos son los testigos. Algunos recuerdan a aquel chico rubiecito, que se bañaba y hacía lío en la pileta de lona de la abuela Dora. Otros, a la señora cuya prolijidad y elegancia desentonaban un poco con la precariedad del lugar. La foto cortada pasa de mano en mano, todos la miran con atención pero a nadie se le ocurre quién podría ser el señor descabezado. “Tengo la sospecha de que haya sido un amante de mi abuela”, franquea Pauls en un momento. A falta de la clásica lupa, el investigador acude a su equivalente moderno: la ampliación fotográfica. El hombre de la foto lleva espuelas. “Son raras”, dictamina un connaisseur. “No son de acá. Pueden ser de Corrientes. O Mendoza.” “Están puestas al revés”, avisa otro. “¿Se las habrá puesto para la foto?”, cavila Pauls. El extraño no aparece pero otros extraños sí lo hacen, sin que ningún guion lo haya previsto. ¿O sí? Son los vecinos de Fortín Tiburcio, a los que el protagonista inquiere. Tanto como para ponerse al día, Pauls les pregunta qué fue de sus vidas. O ni les pregunta: ellas y ellos cuentan. Cuentan lo que cualquiera contaría: amores, hijos, padres, tiempo, muerte, recuerdos, soledades. Cuando no lo hacen solos, el realizador, parecería que ahora sí con una agenda, les hace la pregunta clave. “¿Nunca te enamoraste?” ¿Clave para qué? Para ir armando el mapa emocional de ese pequeño rincón del universo. No por nada Pauls diseña un plano del lugar en el que va marcando los recorridos que lo llevan de casa en casa, y en cada casa el nombre del que la habita. Un mapa como metonimia de otro, invisible. Como el brasileño Eduardo Coutinho, como el francés Raymond Depardon (ambas sombras planean fuerte sobre Tiburcio), Pauls asume más el rol de charlista que el de entrevistador. Un charlista de aire casual, alla Columbo, que deja hacer más de lo que hace, que oye más de lo que pregunta. Que se mantiene a la par, nunca por encima del interlocutor. ¿Será por eso que recibe tantas confesiones, de gente en algunos casos encallecida por el duro trabajo de campo? Tantas vidas en soledad, tantos odios familiares acallados... Como en cantidad de policiales, a partir de determinado momento el investigador y lo investigado se confunden, se fusionan, y es el visitante el que cuenta al anfitrión cuáles fueron los momentos más importantes de su vida. Una foto no devela sus enigmas, otras se imprimen: después de cada charla, como una firma o un sello, Pauls filma la “foto” de cada vecino, y finalmente la de conjunto. El mapa de Fortín Tiburcio terminó de armarse.
Más argentino que un bife a la parrilla Chang Sung Kim, el actor de series locales como Gasoleros, Los vecinos en guerra y El marginal, es el carismático protagonista de este cálido documental sobre la corriente inmigratoria coreana, que viene de celebrar sus primeros 50 años en la Argentina. Tamae Garateguy es conocida por sus incursiones en el cine de género tirando a clase-B, como el film de licantropía femenina Mujer lobo (2013), el slasher criollo Toda la noche (2015, inédita) o el drama de pareja sado-maso Hasta que me desates, estrenado hace apenas un par de semanas. Rara incursión de esta realizadora en el documental, 50 Chuseok, que puede verse en el Centro Cultural de la Cooperación, hace foco sobre la corriente inmigratoria coreana, que viene de celebrar los primeros 50 años desde la llegada a la Argentina de las primeras trece familias de ese origen. Garateguy filtra esa historia a través de un protagonista que está aquí hace casi tanto tiempo como sus primeros compatriotas, y cuyo regreso al país de origen después de todo este tiempo representa la instancia culminante del documental. Dos clases de espectadores bien disímiles reconocerán a Chang Sung Kim, tal vez no por el nombre, pero sí al verlo. Los espectadores de televisión podrán identificarlo por sus apariciones en series locales como Gasoleros, Los vecinos en guerra o El marginal. Los fieles del cine indie, por El fondo del mar, de Damián Szifron, Fase 7, La Salada o Pompeya, de la propia Garateguy, donde hacía de mafioso chino (ya se sabe que los argentinos no distinguimos demasiado entre japoneses, chinos y coreanos). Porteño desde los siete años, Chang Sum Kim domina el lunfardo como cualquier hijo de vecino. Además del asado, el fútbol, el mate y no se sabe si el billar. Más interesada en la captación del instante que en planteos o enfoques más o menos generalistas, en la primera parte Garateguy muestra a este Chang “porteño en Buenos Aires”, recibiendo a amigos (los actores Mike Amigorena, Juan Palomino y Diego Valenzuela, entre ellos) con un verdadero asadito coreano, o entremezclándose en un Fútbol 5 de barrio. La segunda parte está dedicada al regreso de Chang a la patria, acompañado de la realizadora y su equipo técnico. El regreso es conflictivo. Como lo narró previamente, su relación con los padres (el padre, sobre todo) nunca fue fácil. Mucho menos a partir del día en que anunció su casamiento con una mujer occidental, momento en el cual aquél le dijo una frase que atraviesa todas las comunidades: “Si te casás con ella no sos más mi hijo” (el crítico la sabe de memoria, ya que es lo que casi un siglo atrás le dijo su abuelo polaco a su madre). El Chang afable y relajado de la primera parte deviene en un Chang ensimismado y emocional ya en el propio vuelo de 36 horas, incluyendo un par de quiebres en cámara. Enormemente beneficiada por el carisma de su protagonista, 50 Cheusok echa miradas tangenciales sobre temas como la integración, las diferencias culturales y generacionales, los cambios sociales (Chang no logra reconocer, de tan cambiado, a su barrio natal, lo cual le hubiera permitido escribir un tango) y hasta las reversiones, como lo sugiere la escena en la que chicas y chicos argentinos compiten en un concurso local de pop coreano.