De afectos y lazos de sangre Son escasos en la historia del cine los films cuyo punto de vista sea tan variable como en el último de Kore-eda. Dada la ambigüedad moral de Somos una familia, por momentos la película desarrolla dos relatos simultáneos. El final es toda una pregunta sobre el futuro. En películas previas –Un día en familia, La hermana menor, Después de la tormenta–, Hirokazu Kore-eda (1962) exaltó el valor de los lazos familiares, con o sin crisis de por medio. Como si la hubiera agarrado una ola, Somos una familia, cuyo título de distribución internacional es Shoplifters (“ladrones de tienda”) da varias vueltas sobre ese canon previo, poniéndolo todo en duda y, a la vez, reafirmándolo todo. Son realmente escasas en la historia del cine las películas cuyo punto de vista sea tan variable, de escena en escena e incluso en la misma escena. Los mismos personajes pueden ser generosos, altruistas, protectores, interesados y hasta asesinos, haciendo que el relato realista, si retrocediera devendría un policial negro de triángulo criminal, al estilo El cartero llama dos veces, y si avanzara sería un relato de iniciación. Hay muchas películas en Somos una familia (¿somos una familia fílmica?), tanto en sentido diacrónico (el que sigue la linealidad cronológica) como sincrónico (el que sigue los tiempos paralelos). El clan protagónico, los Shibata, son una familia ampliada, que incluye abuela, madre, hermana de ésta, marido e hijo. Todos apretados en un departamentito de tamaño japonés. Anda haciendo falta algún integrante más y ésta aparece una noche, más o menos perdida en medio del frío. Es Yuri, una nena de preescolar, sumamente callada y con marcas en los brazos. Marcas de quemaduras. La atienden, le dan de comer, le preguntan dónde vive, la llevan. Pero desde su casa llegan gritos, por lo cual se la llevan de vuelta a casa. Le preguntan si quiere volver, dice que no y pasa a ser la segunda hija, junto con Shota, que tendrá unos 12 o 13 y tiene la peculiaridad de vivir en un placard, algo que aparentemente no es tan raro allá en las antípodas (ver entrevista). Los chicos no van a la escuela, pero los adultos trabajan. Osamu, como albañil, su esposa Nobuyo en una fábrica y Aki, hermana de ésta, en un peep show. Todo está naturalizado, no hay escándalo. Aki le comenta a la abuela sobre su empleo, y en el empleo le pregunta a su cliente, con amabilidad de geisha, si le gusta verla “de frente o de atrás”. El cliente hace saber sus deseos y ella inicia una mímica masturbatoria, con la serenidad de quien emprende un ikebana. Nadie le pregunta a Shota si no necesita una luz, y Osamu va con su hijo al super (supermercado japonés, no chino). Se comunican por unas señas rarísimas, Shota hace unos signos que parecen corresponder a una cábala, se chorea alguna pavada y se va lo más pancho con su padre. A diferencia de Feos, sucios y malos, que hacían toda clase de cosas aberrantes, los de Somos una familia cometen transgresiones casi infantiles. De hecho, Osamu parece un niño, con unos ojos de asombro, sonrisa pícara y espíritu lúdico. Sin embargo, cuando en un ataque de celos Shota le dice a Yuri que no es la hermana, el “padre” interviene para hacerle pedir perdón y no producir un daño emocional a la niña abusada. De modo inverso, la abuela reclama el alquiler, en el que tal vez sea el primero de los vuelcos de campana que la historia va a dar. El departamento es de ella, que arregló con la hija para que se quede allí… a cambio de un dinero mensual. Algunos gestos y silencios hacen sospechar que no todos los parentescos podrían ser reales. Las preguntas van dando paso a otras, en una suerte de barril sin fondo. ¿Qué importa más, los lazos de sangre (los padres de Yuri) o los afectos (Nobuyo y Osamu, en relación con Yuri)? A la inversa, el afecto que la abuela manifiesta con Aki es auténtico? ¿Es propio de malandras confesar ante las autoridades sin guardarse nada? Y si así fuera, ¿quiénes son los honestos, los sinceros, los que dicen la verdad? Es tal la ambigüedad moral de Somos una familia que por momentos la película desarrolla dos relatos simultáneos, que dan argumentos a cada una de las posiciones posibles frente a los hechos narrados. Sobre el final, cuando el statu quo previo estalla y todo parece disgregarse y reintegrarse, esta condición se agudiza y hay personajes cuyos cambios vitales dan por resultado decisiones resueltamente misteriosas, que pueden causar dolor a terceros, que sin embargo las apoyan gentilmente. En un caso, el dolor es indudable y el futuro, incierto. Seguramente es por ello que Kore-eda cierra con ese personaje, en un clásico final in media res que es toda una pregunta sobre el futuro.
Para un Casanova, todo desafío es bueno Amor sobre ruedas (“Todo el mundo de pie”, en el original) es lo que podría llamarse “comedia de reeducación”, variante genérica donde cabría incluir películas como Ninotchka (la comisaria estalinista Greta Garbo se “convierte” a los placeres occidentales), Amor sin escalas (el “despedidor serial” George Clooney se enamora) y ¡Ave César! de los hermanos Coen, donde un arreglador de entuertos termina hartándose de su función y renuncia. El esquema de esta clase de comedias es muy sencillo: una primera mitad para mostrar las canalladas cometidas por el protagonista (Garbo llega a París a controlar a tres “cuadros” que perdieron la disciplina; Clooney despide gente sin que se le mueva una ceja; Josh Brolin es una máquina de reparar, en una inversión del esquema moral habitual de estas comedias, donde el protagonista es culpable de alguna forma de maldad) y recibe un shock ético en la segunda parte, que lo vuelve “bueno”. Amor sobre ruedas responde al esquema clásico: depredador sexual compulsivo se comporta como máquina de seducir en la primera parte, hasta que conoce a alguien que lo sensibiliza. El cincuentón largo Franck Dubosc, en activo desde hace más de 30 años, participó, como actor y/o guionista, de varias comedias de éxito en Francia (la comedia popular francesa no suele ser exportable, tanto como la argentina o la italiana). Amor sobre ruedas es la primera que dirige. La apuesta, como se dijo, va sobre seguro. Por la simpleza muy de fórmula de su estructura en dos partes, y por la garantía de satisfacción para el espectador medio, que aun en las comedias se maneja con valores morales: si ganan los malos no me gusta mucho, si se impone el bien está todo en su lugar. Jocelyn (nombre muy desconcertante, ya que hasta donde sabemos es de mujer), ejecutivo de una empresa de zapatillas y soltero, es capaz de todo cuando ve una chica que le gusta. Y le gustan un montón de ellas, con lo cual su vida es una aventura permanente, no siempre triunfal (detalle interesante de guion, que no hace de él un winner absoluto). Un día, una linda vecina de su mamá lo ve sentado en la silla de ruedas que perteneció a ella, y cree que es él el que la usa. Como un principio del conquistador es “Seguí el juego”, a partir de ese momento Jocelyn anda de acá para allá en silla de ruedas, intentando dar un poco de pena, que nunca viene mal. Efectivamente, la chica lo invita a casa de su familia y le presenta a la hermana… que también anda en silla de ruedas. De aquí en más es boy-meets-girl (o garçon connais jeunne fille), con los inconvenientes del caso. Se supone, por ejemplo, que el único placer que sienten los parapléjicos es cerebral. Mientras que Dubosc es claramente un comediante profesional, que sigue lo que indica el manual, no es ése el caso de su partenaire, Alexandra Lamy, que hace lo mejor que puede hacer una comediante: no actuar “de comediante”. Junto a ellos, tres veteranxs: Elsa Zylberstein, que actuó en películas de Hal Hartley, Gérard Darmon, que lo hizo en Betty Blue, y nada menos que Claude Brasseur, actor octogenario que actuó en películas de Jean Renoir, Georges Franju y Marcel Carné.
Una “maldita policía” llena de culpas A diferencia de Harvey Keitel en la película de Abel Ferrara, el personaje de Kidman no tiene culpas de origen religioso. Pero las tiene, y muy fuertes, en un sentido agnóstico. Como a Circe, a la Academia de Hollywood le gustan las transformaciones. No necesariamente de hombre a chancho, especialidad de aquella suerte de bruja que aparece en La Odisea, pero transformaciones al fin. Anthony Hopkins en Nixon, Gary Oldman haciendo de Churchill en La hora más oscura, la dorada Charlize Theron, mutada a horrorosa asesina white trash en Monster, la bella Patricia Arquette en los últimos Globos de Oro, convertida en tosca carcelera de unos cuantos años (y kilos) más, en la serie Escape at Dannemora, ayer nomás la célebre nariz de Nicole Kidman en Las horas (la más famosa del mundo, después de las de Pinocho y Cyrano) y hoy la propia Kidman –que por vía de la cirugía viene mutando con regularidad fuera de la pantalla–, reconvertida dos veces en Destrucción, a falta de una: primero como linda policía morocha de pelo largo, diecisiete años más tarde como policía morocha de pelo corto, gruesas ojeras y piel agrisada. En tiempos del Hollywood clásico, las conversiones se reservaban al género de terror y a un actor, Lon Chaney, llamado “el hombre de las mil caras”. El resto se resolvía en actuación, que si era buena creaba la ilusión de estar frente a alguien distinto. Actualmente no basta con eso, todo tiene que ser visible, ostensible y literal, haciendo de ésta la era del maquillador-estrella. En verdad el look habitual de Mrs. Kidman hubiera quedado fuera de lugar en esta ficción, ya que su personaje, Erin Bell, es una policía encubierta de Los Ángeles que se hace pasar por asaltante de bancos, para atrapar a una bandita de poca monta. El rubio platinado que suele ostentar la actriz nacida en Honolulu (no en Australia, como suele pensarse), su piel pálida y cerosa, su sobrecarga de maquillaje, hubieran hecho de ella un blanco móvil para esta banda mix latina-downtown, cuyas integrantes femeninas son rubias de peluquería. O sea: en este caso, el maquillaje está justificado, aunque podría considerárselo excesivo. Con guion de Phil Hay y Matt Manfredi, el relato se mueve en varios tiempos, de los cuales los más importantes son el presente en el que Erin persigue obsesivamente a Silas, líder de la banda, y un tiempo previo que tuvo lugar diecisiete años antes, donde se consumó el robo. La estructura de piezas móviles echa luz sobre la relación entre Erin y Elis, su compañero infiltrado, posponiendo casi hasta el final la develación de lo q da culpa a Erin. Erin es una suerte de “maldita policía” que, a diferencia de Harvey Keitel en la película de Abel Ferrara, no tiene culpa de origen religioso. Pero la tiene, y muy fuerte, en sentido agnóstico. Esa culpa no está relacionada sólo con su actuación en el plan criminal de la banda de Silas, donde Erin se comportó como un delincuente más, sino también con Shelby, su hija adolescente. No la cuidó como ella necesitaba e intenta repararlo ahora. Las dos reparaciones se yuxtaponen. Por un lado intenta cobrarse venganza de Silas, por el otro proteger a Shelby, con el más estricto método policial: aprietes, trompadas y amenazas. Todo esto se va viendo en esa estructura de rompecabezas, en la que algunas piezas “se juegan tapadas” y van asomando en una capa temporal u otra. Destrucción (daría la impresión de que el título alude a la pulsión que mueve a Erin) transcurre en una Los Angeles que da la espalda a las palmeras, la playa y los bulevares. Una Los Angeles de callejones, viaductos y galpones. Una Los Angeles gris, brumosa, nublada, que calza a la perfección con el ánimo de Erin. Como el héroe de algún policial negro (como Fred McMurray en Pacto de sangre, pongamos), luego de un tiroteo Erin comienza a desangrarse, y lo hace sola, con la certeza de quien toma una decisión. Única actriz reconocida del elenco, Nicole Kidman está en cuadro durante las poco más de dos horas de metraje. Es un protagónico absoluto, que la actriz hawaiana seguramente habrá agradecido. No por nada Destroyer se estrenó en Estados Unidos una semana antes de lo que la Academia considera como cierre para los Oscar. Va a recibir seguramente cinco nominaciones, una de las cuales va a ser para Kidman (las otras para película, dirección, guion y maquillaje). El maquillaje es el quid de la cuestión. Si lo que se quiere es mostrar la aflicción, el dolor, el peso de años que carga la protagonista, ¿desde cuándo un actor necesita delegar en el maquillaje lo que deberían ser sus herramientas de trabajo?
Una confusa distopía con ciudades rodantes El neocelandés Peter Jackson compró la novela Mortal Engines para llevarla al cine. Escribió el guion junto a sus colaboradores de siempre, Fran Walsh y Philippa Boyens, y a la hora de dirigir la película la puso en manos de Christian Rivers, que desde los comienzos de su carrera es el encargado de dibujar los storyboards. Este dato explica todo: está a la vista que lo que interesaba a los hacedores de Máquinas mortales no era el desarrollo de una historia inútilmente oscura, que cuando se aclara devela su elementalidad. Tampoco, desde ya, unos personajes que cuando están definidos lo son con una única nota. Lo que interesaba era la completa invención de un mundo distópico en el que las ciudades no están quietas sino que ruedan, el aire londinense tiene color de herrumbre, como durante la revolución industrial, y los cielos son surcados por naves con forma de barcos. El diseñador de la nueva Londres es un tal Thaddeus Valentine (Hugo Weaving), que detrás de su máscara de benefactor desinteresado esconde un rostro bastante más siniestro. Por eso intenta asesinarlo, para cobrarse venganza, una chica que semioculta su rostro, Hester Shaw (Hera Hilmer), a quien se unirá, en la escapada, Tom (Robert Sheehan), que no se sabe bien qué pito toca y a quien el guion pone al lado de Hester durante toda la película. Las piezas dramáticas no fluyen, no encastran ni se relacionan: se amontonan unas al lado de otras, de modo tan mecánico como las ciudades que, a la inversa de las de Italo Calvino, son excesivamente visibles. Así, por un lado está la errancia de la pareja protagónica. Por otro, una creatura llamada Shrike (Stephen Lang), igualita al cyborg metálico de la última parte de la primera Terminator. Es un feroz asesino al que envían para despachar a Hester... ¡pero resulta ser el ser que la crió, como una nana! Como puede advertirse, dado el nivel de arbitrio puede pasar cualquier cosa en Máquinas mortales. Pero no sólo en términos de guion, donde por ejemplo sucede que los enemigos de Thaddeus Valentine aparecen recién cuando está por largarse la megabatalla final. También en lo visual pasan cosas raras. Básicamente, el carácter de “superproducción de cámara”, que no es deliberado sino forzado. Se nota que el presupuesto con el que se contaba era notoriamente menor que el requerido, por lo cual los planos, en lugar de ser abiertos como en toda superproducción, tienden a ser cerrados, para ahorrar decorados. Esto genera una estructura como de cajas, que le suma confusión escenográfica a la narrativa y dramática. La incomunicación entre planos narrativos lleva a que algunas historias –la de Shrike, por ejemplo– anden por su lado y se cierren solas, como si fueran una película dentro de otra. Un pequeño desastre en medio del cual pueden hallarse, como bloques a la deriva, algunos bonitos momentos. La tierra yerma a la que van a parar Hester y Tom en una secuencia, o la emergencia de Shrike desde el mar, en una noche encapotada y con sus ojos más iluminados que nunca.
Los de adentro y los de afuera La cineasta brasileña Lúcia Murat confronta modos de vivir y posiciones frente a la sociedad antagónicos: el de una mujer negra, hermana de un “capo” de una cárcel (que mató al padre que abusaba de ella), y la terapeuta blanca y portuguesa que la atiende. En Casi dos hermanos (2004), la realizadora carioca Lúcia Murat confrontaba dos posiciones frente a la sociedad y el país, representadas por un político blanco progresista y un malandro afroamericano, que manejaba desde la cárcel el narcotráfico de Rio de Janeiro. Trece años más tarde, Murat, que como Dilma Rousseff estuvo presa y fue torturada durante la dictadura militar (1964/1985), recrea de otro modo el mismo enfrentamiento, ahora en la piel de una mujer negra, hermana de un “capo” en prisión, y la terapeuta que la atiende, que además de blanca es portuguesa. No sólo el juego de opuestas, sino el propio escenario de la cárcel reaparece, como lugar en el que la sociedad se divide entre los de adentro y los de afuera. Y esos dos lados del muro no representan sólo un lugar ante la ley, sino dos lógicas, dos modos de vivir que son como el agua y el aceite. Aunque el progresismo elemental quiera verlo más fácil de lo que es. Gloria (Grace Passô) trabaja como ascensorista, vive en la favela y visita con regularidad a su hermano Jonas (Alex Brasil), que purga una larga condena por haber asesinado a su padre, en defensa de Gloria. Sin la madre en el hogar, el padre abusaba regularmente de ella cuando niña, algo que ésta soportaba por el mismo motivo por el que tantas niñas lo hacen: por no tener chance de rebelarse con algún éxito. Más pequeño que su hermana, Jonas era testigo mudo de este horror, hasta que un día estalló, tomó un cuchillo y armó un desastre. Gloria siente que le debe algo, y por ese motivo le lleva comida a la cárcel y se deja mandonear por él. Camila (la portuguesa Joana de Verona) la atiende gratis en el edificio de la universidad, pero cuando la paciente comienza a revelar algún secreto oculto, y cuando Camila se entera de que Jonas sabe de su existencia y ordena que no siga atendiendo a su hermana, las cosas empiezan a ponerse espesas. Sobre todo porque Jonas tiene el suficiente poder como para digitar, desde la cárcel, el ametrallamiento de una comisaría. Lo más interesante de Plaza París es el balance de poder entre ambas protagonistas. Dos condiciones le dan poder a una sobre la otra: la disparidad que existe entre terapeuta y paciente y la piel, que es del mismo color que los que mandan. Pero Gloria, debilitada por las razones inversas y sobre todo por una culpa profunda, no se resigna a la misma relación entre poderoso y desempoderada por la que sufrió durante años. Pide, reclama, miente, engaña, mientras que la estabilidad psíquica de Camila es la que empieza a ponerse en cuestión, con sueños, fantasías, alguna alucinación incluso. Un psiquismo cada vez más perturbado, que la lleva a la paranoia. ¿Paranoia justificada, o producto de sus fabulaciones? Lo que importa es su estado mental, no si aquello que lo originó es real o no. Con el notable director de fotografía argentino Guillermo Nieto (El bonaerense, Elefante blanco, La luz incidente) en la cámara, Murat plantea, en la primera parte, una puesta de encuadres cerrados y teleobjetivos. Es una decisión discutible, en tanto el drama que se libra entre ambas protagonistas no está aislado, sensación visual que este tipo de encuadres y de lente (que deja el segundo plano fuera de foco) tiende a generar, sino que es una continuidad del afuera (la cárcel, la vida de ambas protagonistas). Por suerte, en la segunda mitad los planos se agrandan y se airean, resultando más funcionales. Se los cuestione o no, la composición visual de Murat & Nieto es precisa, bella y certera: Plaza París no es una película en la que el aspecto visual pase inadvertido. El otro fuerte son los actores. Sobre todo las protagonistas. Los ojos de Grace Passô expresan con la misma intensidad (la misma ambigüedad, en más de una ocasión) el miedo, la tristeza, la desprotección y la furia. Joana de Verona es una actriz paradójica, ya que parece tener cierta incomodidad frente a la cámara, como si prefiriera irse de escena. Eso le sienta extraordinariamente al personaje, a quien le sucede lo mismo. ¿Por qué una terapeuta portuguesa y un novio argentino de ésta, Marco Antonio Caponi, intentando pasar infructuosamente por brasileño? Por la vieja tontería de las coproducciones, que parten del absurdo concepto de que si en una película brasileña no hay una actriz portuguesa y un actor argentino, el público de esos países no irá a verla. ¿Conoce usted mucha gente que vaya a ver una película sólo porque en ella trabaja Marco Antonio Caponi?
Relatos que son signos de su tiempo Cinco de los siete cortos ponen en primer plano una pareja, pero en ningún caso un matrimonio, todo un reflejo de la época. Al cine argentino se le venía encima el fin de la temporada y faltaba lo que desde hace más de veinte años es una de sus tradiciones anuales más regulares. Aquí está entonces la edición 16 de Historias breves (hubo varios años en los que no se estrenaron nuevas entregas), para renovar el ritual a través del cual se dan a conocer trabajos de graduados de las escuelas de cine de todo el país, ganadores del concurso respectivo. La selección de este año se ve reducida (como todo) a siete cortos, de poco más de 10 minutos cada uno. Para la estadística, tres de ellos fueron filmados en provincias, dos fueron dirigidos por mujeres (más uno codirigido a medias con un varón) y la mayoría transcurren fuera de Capital, confirmando la voluntad federalista del reciente cine argentino. Dato más curioso, cinco de los siete cortos ponen en primer plano una pareja, pero en ningún caso un matrimonio o dos amigxs, sino madre-hijo, madre-hija y tres relaciones eventuales. Signo, seguramente, del estado de crisis de aquella institución, así como de un mayor peso de lo ocasional en las relaciones de a dos. Yendo de menor a mayor, Insilios - Exiliados en el interior, de Luis Camargo, es una suerte de buddy movie en pequeño, a partir de la relación entre el empleado de una compañía y un campesino, durante un viaje en ómnibus de Santa Cruz a Río Grande. El primer personaje está bien construido, en base a una serie de datos que van armando el rompecabezas, pero el segundo, totalmente al contrario, es una caricatura de “paisano bruto”, como de mal programa cómico de la televisión del pasado. Sobre una clave bastante caricatural, pero en plan de cine político, Una cabrita sin cuernos, de Sebastián Dietsch –basada, según se dice, en un caso real– desarrolla la investigación que grotescos policías provinciales de bigotes hacen sobre un libro “sospechoso”, en tiempos de la última dictadura. Se trata del libro infantil del título, que tiene un problema: su autor es ruso, y la edición original es soviética. Poblada por todos los clichés imaginables, se la puede dar por perteneciente al género “una que sepamos todos”. En lo que podría llamarse “zona media” de estas Historias breves, La religiosa (Sofía Torre y Andrea Armentano) presenta otra relación bastante típica, pero con un trazo más fino. Se trata de la que se establece, también en un pueblo chico (ése del infierno grande) entre una madre manipuladora (María Onetto) y su hijo adolescente (Agustín Pardella), que acaba de caer flechado por un desconocido en Carnaval. Hay tensión y climas de gato encerrado, sugerencias de un estallido que no tendrá lugar. Ambigüedad es lo que prima en Niño rana, donde Lucas Zenobi parece dar continuidad a la idea de que en las sierras de Córdoba suceden cosas raras, inaugurada por films como La laguna (Bottaro & Juncos, 2013) y La araña vampiro (G. Medina, 2012). Una joven llega a una casa para trabajar unos días sin que la molesten, y allí encuentra a un niño cuya relación con los dueños no está muy clara. Y que aparte dice manejar telepáticamente a las arañas. Y que advierte a la visitante sobre la plaga de ranas que hay en el lugar. Nada de todo esto, de Hernán Alvarado, es una de las tres integrantes del cuadro de honor. Una hija ya bastante mayor (Paula Ransenberg) sigue a su madre (Marta Lubos) en una actividad bastante insólita: la de limpiar, ordenar y modificar jardines ajenos de modo furtivo. Las dos actrices están magníficas en un registro difícil, que cabalga a la vez sobre el realismo y el disparate (con gotitas de siniestro) y que eclosiona cuando la dueña de una casa las descubre y Mamá decide atrincherarse. En Media hora, su realizador Sebastián Rodríguez parece advertir que lo mejor que se puede hacer en 10 minutos (es el corto más corto) es ser económico. Una sola idea: chico (Martín Slipak) conoce chica (Malena Sánchez) en discoteca. Levanta, lleva a la casa y cuando están por concretar, chica comprende que chico no tiene idea de cómo se llama ella. Por lo cual se planta ahí. Podría haber sido un gag pero es más que eso gracias al plazo del título, lapso en suspensión que lleva las cosas hacia otro lado. Otra vez dos actores excelentes sostienen el relato sin necesidad de ayudas. ¡Queremos ver más a ambos! La reina del lote es, resueltamente, 11:40, un corto simplemente perfecto, filmado en Santa Fe y con el club Colón asumiendo un rol casi protagónico. El trabajo sobre la elipsis es aquí esencial, dejando a una figura fuera de campo (de modo muy semejante a lo que hace Darío Mascambroni en la recién estrenada Mochila de plomo) para retomarla recién al final, donde todo cobra sentido y surge un detalle de la más alta emotividad. El cine argentino debería ser más mediocre de lo que se piensa para que de aquí a poco no volvamos a escuchar el nombre de su realizadora, Claudia Ruiz.
El apocalíptico que se volvió integrado Historia de un alcohólico cuadripléjico intentando vencer sus demonios, la nueva película del director de Mi mundo privado representa un nuevo añadido a su filmografía más accesiblemente hollywoodense, que no es exigua en casos de sanación y asimilación. El nombre de Gus Van Sant sigue teniendo lustre cinéfilo, gracias a su “dueto inicial de la marginalidad” (Drugstore Cowboy, Mi mundo privado) y las películas posteriores que le hicieron honor: Elephant, Last Days y Paranoid Park. Hay sin embargo un Van Sant paralelo, que desde bastante temprano en su carrera dio a los marginales que la pueblan opciones existenciales y adaptativas, en formatos asequiblemente hollywoodenses: En busca del destino/Good Will Hunting, Descubriendo a Forrester, Milk. Ésta fue también su última película estrenada entre nosotros, diez años atrás. Después vinieron tres producciones adscribibles a la segunda línea: Restless (2011), que narra la relación entre una joven enferma terminal y un muchacho obsesionado con la muerte; Promised Land (2012), donde el representante de una corporación petrolera abre su cabeza al ambientalismo y The Sea of Trees (2012), en la que dos suicidas potenciales repiensan su decisión en el siempre iluminatorio Japón. Historia de un alcohólico cuadripléjico intentando vencer sus demonios, está claro que No te preocupes, no irá lejos representa un nuevo añadido a este Van Sant de la sanación-asimilación, dicho esto en su doble sentido, temático y estético. No te preocupes, no irá lejos se basa en un libro de memorias escrito por John Callahan, caricaturista estadounidense que quedó cuadripléjico tras un grave accidente automovilístico, sufrido a mediados de los 70. Tratándose de un alcohólico crónico, lo de Callahan es una doble penuria incurable. Lo cual lo convierte en protagonista ideal de una película estilo “enfermedad de la semana”. Y eso es No te preocupes…, con un par de salvedades que la corren un poco de ese lugar. La película escrita por el propio Van Sant recorre todas las etapas de ese subgénero que allá por los años 90 el Canal 9 supo poner en pantalla con insistencia: 1) la convivencia con la enfermedad (el alcoholismo, en el caso de Callahan), 2) el empeoramiento, que marca la necesidad de pedir ayuda (el accidente que lo deja cuadripléjico, consecuencia del estado alcohólico del chofer que lo llevaba), 3) la ayuda, brindada, como de costumbre en estos casos, por un grupo que copia el modelo de Alcohólicos Anónimos y 4) la conclusión, que normalmente es la cura, la superación, y en esta ocasión gracias a una forma de catarsis. “Pensé que iba a tener una epifanía, que el mundo iba a cambiar de golpe, y no pasó nada de todo eso”, dice Callahan (Joaquin Phoenix), en una suerte de broma interna al canon del género, en el cual las tomas de conciencia, las revelaciones e iluminaciones son esenciales, en tanto no es éste un género médico sino existencial. La broma resulta, sin embargo, algo oportunista, teniendo en cuenta que a la larga Callahan sí experimentará algo semejante a una epifanía, cuando descubra que para ser perdonado debe perdonar primero. De hecho ese ejercicio, que es parte de un esquema terapéutico de 12 puntos que su “maestro” pone en práctica, lo modifica profundamente, algo que puede verificarse en la suerte de estado zen-californiano que parece abrazarlo. Lo de californiano es relativo, ya que Callahan es nativo de Portland, Oregon, patria chica de Van Sant, donde transcurren casi todos sus relatos más personales. Lo de “maestro” no es, en cambio, tan relativo, ya que el ex alcohólico Donny, su terapeuta gay (Jonah Hill, con unos treinta kilos menos) se comporta como tal y también como una suerte de gurú, con frecuentes invocaciones al orientalismo. Esto da a la película su condición de “enseñanza espiritual”, propia del género, que es lo más molesto de ambos (género y película). Pero hay otra transgresión en relación con el modelo de “enfermedad de la semana”, que es que Donny sostiene que el alcoholismo es incurable, y que todo lo que puede hacerse es lidiar con él. Eso es lo que Callahan experimenta. Otro cliché, esta vez no propio del disease of the week sino del cine hollywoodense en general, es que va a haber una chica linda, de ser posible rubiona, que se va a enamorar del protagonista, por muy borracho, hecho pelota e impotente que sea. Ahí está la chica: Rooney Mara. Jack Black, por su parte, está primero totalmente fuera de registro y después muy adecuado. Es que Black aparece sólo en dos escenas, la primera como el tipo pasado de alcohol y hormonas, que compone con sus habituales gestos de sacado, sin relación con el resto de la película. Y que es el que choca el auto en el que iba Callahan. Su segunda aparición, en cambio, años más tarde como un tipo vencido por su recurrencia al alcohol, es honda y libre de recursos circenses. El de Joaquin Phoenix, amigo personal de Van Sant, es un evidente acierto de casting, en tanto el hermano de River es un especialista en tipos rotos, al que no le cuesta nada “dar” tan traumatizado y ácido como el film requiere.
Un cuento de la Argentina siglo XXI En la tradición del realismo, la película aborda una problemática social, pero sin ponerla por delante de lo íntimo. El relato infantil, al borde de cierta picaresca despreocupada, con los adultos casi por completo fuera de campo, termina virando hacia una zona más dramática. Desde el momento en que Pizza, birra, faso marcó un corte definitivo, la tradición del realismo es, si bien no la dominante, una de las más fructíferas del cine argentino. No sólo el cine, teniendo en cuenta los notables aportes televisivos de los propios realizadores de Pizza, birra, faso, Adrián Caetano y Bruno Stagnaro: Okupas, Tumberos y últimamente Un gallo para Esculapio. En los últimos tiempos esa tradición fue revisitada, con la mayor fortuna, por Mauro, de Hernán Rosselli, y La educación del Rey, del mendocino Santiago Esteves. A esa línea virtuosa se suma ahora el realizador cordobés Darío Mascambroni (1988), que dos años atrás había estrenado su ópera prima, Primero enero. En ella Mascambroni parecía retomar de modo sistemático la teoría del iceberg formulada por Ernest Hemingway, dejando por debajo de la línea de flotación al personaje más importante del relato. En Mochila de plomo lo va dejando asomar muy de a poco, en el marco de una narración que sólo en la última escena termina de definir su condición. Y todo en poco más de una hora: milagros de la concisión. Durante buena parte del metraje Mochila de plomo recuerda a François Truffaut, por el modo en que los chicos viven en ella –lúdico, espontáneo, sin inhibiciones producidas por el dispositivo de rodaje– y por la obstinación con que el protagonista, Tomás (Facundo Underwood, en actuación consagratoria), se defiende y reclama airadamente lo que le corresponde, como lo hacía el pequeño Antoine Doinel. Las primeras escenas son una vivificante coreografía de paseos en bici, saludos y risas, y esa dinámica infantil se mantiene entre Tomás y su amigo Pichín (Gerardo Pascual, excelente), haciendo de Mochila de plomo un cuento infantil al borde de cierta picaresca despreocupada, con los adultos casi por completo fuera de campo. De a poco van ingresando, sin embargo, y con ellos el relato comienza a virar hacia una zona más dramática. Llama la atención que en su casa Tomás se arregle solo, sin nadie que le cocine o le lave la ropa. Cuando finalmente aparece la mamá no es en las mejores condiciones: duerme de día, en un momento en que Tomás viene de tener un serio problema en la escuela, y le preocupa más seguir durmiendo que atender al hijo. Esa ausencia Tomás se la cobra en especies, robándole a la mamá algunos pesos y cigarrillos. ¿Y el padre? De él no se habla. No al menos hasta el momento en que, promediando el relato, el canchero del club del barrio le comenta lo bien que el padre jugaba al fútbol. Jugaba. Allí mismo se prepara una reunión de bienvenida para otro de los muchachos, que sale ese día de la cárcel, y Tomás no está invitado. En ese momento, algunas zonas de la narración que habían quedado flotando –el revolver que le consigue Pichín, sobre todo– comienzan a aglutinarse como trozos de mercurio, y pronto se comprobará que el cuento infantil era también, secretamente, un tipo de relato más adulto. Los méritos de Mochila de plomo son generalizados. Un relato calibrado tan al milímetro como un policial (que a la larga lo es, como en menor o mayor medida lo son todos los exponentes de la tradición realista que mencionamos) y sin embargo una puesta en escena llena de aire, con escenas que respiran, no están atadas a la mera mecánica que suele esclavizar al género. Todo el elenco actúa con la clase de naturalidad que muchos buscan durante una carrera entera, sin dar jamás con ella. La fotografía, a cargo del también cineasta Nadir Medina, se mueve por las zonas más bajas del registro, señalando, desde un comienzo, que ese cuento luminoso es también un relato oscuro. Mochila de plomo recupera, por otra parte, dos fuentes de significación y emotividad propias del cine clásico: el valor de los objetos (una camiseta de fútbol, en este caso) y de los gestos. No disparar, pero a la vez quitarse una prenda, pueden ser, así, gestos de sentidos opuestos, en los que pueden leerse los matices de una decisión crucial. Relato de clase media baja, con chicos que pelean y se roban plata entre sí, y entre quienes puede circular un arma, Mochila de plomo es, desde ya, un cuento de la Argentina siglo XXI, donde los problemas se resuelven a los tiros. ¿Realismo social, entonces? Va de suyo, por el recorte que la película practica. Pero lo social no va aquí por delante de lo íntimo. Allí está, para verificarlo, el plano final, mudo y henchido de latencias, que se cierra con una última y gloriosa elipsis.
La vida en una casa “pesada” Todo en el film de Martinessi aparece atravesado no sólo por la relación entre esas dos mujeres y los hechos que desencadenan una nueva situación, sino también por la incidencia casi física de ese caserón que habitan, llevado a una situación casi de remate. Es tiempo de casas “pesadas”. El matrimonio protagónico de La cama, ópera prima de Mónica Lairana, estrenada unas semanas atrás, parece casi secretado por unas paredes húmedas, antiguas, macilentas. La protagonista de Las herederas vive en la casa de su familia desde que nació. Producto de la decadencia, tiene todo en venta, salvo la casa de dos plantas. Muebles valiosos, el piano, la platería. Todo tal como habrá estado en aquella época, cuando la cincuentona Chela vino al mundo. Como la casa, ella parece en estado de hibernación o deterioro, dejando que la mucama se ocupe de todo. Hasta que algo la empuje a salir, y Chela empiece a respirar aire no viciado. Ópera prima del realizador paraguayo Marcelo Martinessi, Las herederas fue una de las revelaciones de la última Berlinale, donde obtuvo dos de los premios más importantes. Inicio de una estelar trayectoria global, reforzada en septiembre en San Sebastián con el premio Sebastiane, que se entrega a la mejor película de temática queer. Pero Las herederas no es un objeto de ghetto sino para todo el mundo. Y ese es justamente, como se verá, su aporte más valioso a la causa LGBTIQ. Chela espía. El primer plano de la película es un reencuadre que genera un formato incómodo por lo inhabitual: un rectángulo “parado”, no “acostado”, como suele ser el del cine. Es el punto de vista de una persona que mira a través de una puerta entornada. Se trata de Chela (Ana Brun), atisbando desde su habitación el movimiento en el comedor, donde una señora de cierto tupé le pregunta el precio de los objetos a la mucama. Más adelante, casi sobre el final de la película, Chela volverá a espiar, sin animarse a poner el pie en el living, donde cierto objeto de deseo se repantiga como una gata perezosa. Esa es, podría decirse, la posición-Chela: la de una señora que está a punto de sacar el pie afuera, pero eso la asusta. Chela está en pareja, parecería que de toda la vida, con Chiquita (Margarita Irún), que tiene más o menos su misma edad pero es su opuesto perfecto: entusiasta, optimista, emprendedora. Chiquita es enviada a prisión por una acusación de fraude, pero ni ella ni Chela se hacen demasiado drama por ello. A su vez, Chela se ve obligada a cambiar de mucama. Ambas circunstancias hacen mover un poco el bloque de cemento sobre el que está trepada, y eso es lo que importa. El encarcelamiento de Chiquita funciona básicamente como lo que Hitchcock llamaba mcguffin, un artilugio narrativo que no tiene mayor significación que la de “hacer mover” la trama. Más importa el conocimiento que Chela hace de Angy (Ana Ivanova), mucama de su vecina Pituca (Maria Martins), que hace o intenta hacer honor a su nombre. Como si fuera una gran dama, Pituca le pide un día a Chela que la lleve en auto, como quien da una orden. Chela duda y acepta: seguramente su orgullo habrá pateado en contra, pero los pesitos que la otra le ofrece no le vienen nada mal, teniendo en cuenta que no tiene otra fuente de ingresos. Las “chicas” que se juntan a jugar al bridge con Pituca comenzarán a usar también sus servicios y recomendarla, y eso le permite no sólo una entrada sino una salida: salida al mundo, que no parece estar tan mal. Mucho menos cuando aparece Angy, que según Pituca “desde que descubrió el celular no limpia más”. Morocha y flexible como una pantera, Angy es de esa clase de mujeres que cuando mira parece estar haciendo el amor, cuando camina parece estar haciendo el amor y cuando habla parece estar haciendo el amor. Chela se hace mucho la que no, pero se le nota que sí. Las herederas es antes que nada una película observacional, de climas. Los interiores de la casa siempre oscuros, la ajenidad de los compradores, el encierro como forma del disimulo, como respuesta a un entorno en el que las apariencias mandan. Y el chismorreo y la malicia también. “¿Vos creés que se habrán dado cuenta?”, le pregunta Chela a Chiquita después de una reunión de mujeres, donde incluso hay otra pareja femenina que tiene menos pruritos que ellas en mostrarse. No hay que mostrar la sexualidad, no hay que dejar ver la decadencia. Frente a esta agorafobia de las que se salen de la norma, Pituca y sus amigas representan la norma, en clave caricatural. “Creo que va a ser un lindo velorio”, comenta Pituca, en una línea casi de Puig, y por lo bajo le saca el cuero a una amiga “que es una amarreta”. A diferencia de tantos films de salida del armario, donde hay que pelearla para ser aceptadxs, Las herederas presenta a una pareja homosexual asentada por los años, que funciona con tanta naturalidad como podría hacerlo una heterosexual. Con naturalidad y también con sus límites, como el deseo al que a Chela le cuesta hacer honor. En el curso de su peripecia, los ojos de Ana Brun pasan de un estado casi comatoso a un tímido chisporroteo: con eso basta para saberlo todo sobre su interioridad.
Thriller político con demasiadas ambiciones Para funcionar, el thriller pide, como el policial y el cine de espías, precisión y verosimilitud. Si el espectador advierte un dato que no cierra, un personaje poco creíble o una zona de la trama no muy convincente, se va a “desenganchar” y eso puede ser fatal. Los anglosajones, que gozan de las virtudes requeridas, son, como se sabe, campeones en todos esos géneros, primero en la literatura, más tarde en el cine. A los latinos, más espontáneos que precisos, más fantasiosos que verosímiles, esos géneros no se nos hacen fáciles, más allá de que la literatura y el cine franceses tengan una alta tradición en el rubro y de que por aquí también se hayan dado dado, gracias a cierto cosmopolitismo, obras consumadas en ambos campos. Ópera prima de Ezequiel Inzaghi, basada en una novela de Julio Pirrera Quiroga, El jardín de la clase media es un thriller político con ambiciones en varios terrenos, al que le falta el ajuste fino necesario para resultar convincente. Una de las ambiciones de El jardín de la clase media se da en el terreno de la trama, tan intrincada como los exponentes más enrevesados del género. La historia adaptada por el propio Inzaghi, que parecería transcurrir aquí y ahora (en un momento, una prostituta inhala una línea de cocaína sobre un afiche de Mauricio Macri) narra una interna política en la que el apriete salvaje, los cadáveres usados como mensajes mafiosos y el crimen liso y llano del opositor interno son el pan cotidiano. El protagonista es Claudio Sayago (Luciano Cáceres), joven abogado a quien el veterano político Gallaretto (Enrique Liporace) apadrinó para llegar al cargo de legislador provincial. Sayago está en pareja con la psiquiatra Silvina Campás (Eugenia Tobal), hija de un médico prominente (un inseguro Lalo Mir). Aunque sus profesiones parecerían tener poca relación, Sayago se ganará a los mismos enemigos que Silvina, gracias a una disposición sobre residuos nucleares que acaba de impulsar por compromiso, y a la resistencia de ella para firmar la cesión del terreno del hospital en el que trabaja, para que capitales privados puedan disponer de él. Una de las apuestas de El jardín… (cuyo título no se explica, ya que la película no trata sobre clases sino sobre la inescrupulosidad política) es la de vincular lo supuestamente “alto” y respetable (las máscaras de los políticos) con los bajos fondos. Gallaretto está relacionado con un personaje impresentable al que él puso como Director de Aduanas (ese emblema de la truchada nacional que es Roly Serrano), y éste a su vez con las pupilas de un puticlub y un guardaespaldas-psicópata asesino. Del lado de enfrente, la llamada “Señora 5” (Leonor Manso) parece, por su descarado y cínico maquiavelismo de dos caras, la versión criolla de la M de Judi Dench en la serie Bond. Es muy complicado manejar con fluidez tantas subtramas, personajes y actores “de nombre”, y El jardín de la clase media queda apenas como un intento, que patina entre situaciones poco creíbles, actuaciones dispares (no sólo en términos de eficacia sino de ajuste al género), tonos oscilantes y más ambiciones que logros.