Un despliegue de casos excéntricos Lo que trabaja Néstor Frenkel (Buenos Aires, 1967) en sus “comedias documentales” (Construcción de una ciudad, Amateur, Los ganadores) es la distancia entre lo que el dibujante Rep llamaría “la grandeza y la chiqueza”. Grandeza de pretensiones en los vecinos de la ciudad entrerriana de Federación, que se conciben como protagonistas de una resurrección urbana. Grandeza en la chiqueza, la de Jorge Mario, cineasta aficionado que parecería empeñado en igualar a Hollywood, filmando en super-8 con elencos de amigos. Grandeza ilusoria de un grupo de gente que se dedica a ganar premios que no valen nada. En Todo el año es Navidad Frenkel investiga uno de esos micromundos que tanto le llaman la atención, el de aquellos que “hacen” de Papá Noel en Navidad, confrontando en esta ocasión la grandeza (o gordura, si se prefiere) del mito con la chiqueza del simple rebusque. Lo que halla la cámara de Frenkel es, como en otros casos, un despliegue de casos curiosos, excéntricos, a veces dignos de piedad. El hombre inflado de dignidad que enumera todos sus talentos y capacidades para, a la hora de los bifes, pararse en una plaza a cantar un verdadero himno a la falta de métrica. El que en el curso del año oficia albañilería, plomería, masajes y reflexología. El que se hace hacer todo el vestuario a medida, incluyendo variantes veraniegas del sofocante traje, “para countries o la playa”. El que decidió dedicarse a esto en una noche llena de visiones místicas, que incluyeron la presencia de Dios en el capó del auto. O el otro al que un duende patagónico puso en el buen camino. El que concilia el disfraz del hombre más pacífico del mundo con la práctica de la lucha grecorromana y las clases de defensa personal, con arma de fuego o arma blanca. El Papá Noel trosko. El megalómano desatado que a los 80 años presenta una agenda sobrecargada, que incluye actuaciones en Estados Unidos, y que practica abdominales mientras su perrito –también sobrecargado– no deja de montárselo. Están aquéllos que al hacer su trabajo se llenan de emoción, casi como si fueran Papá Noel mismo, y los que lo asumen como un rebusque para ganarse unos mangos. A la mayoría le cuesta enormemente hablar de plata, trabajo o sustento, como si eso fuera indigno. Si no fuera por los reiterados planos de shoppings, que dan un golpe de realidad a tanta sarasa, bajando las ilusiones mágicas al verdadero país de Papá Noel (el del Centro de Compras), daría la impresión de que a Frenkel le basta con exponer esta galería de rarezas mayormente cómicas, como si Todo el año es Navidad aspirara a ser una variante amigable de los shows de “fenómenos” de las ferias de atracciones de un siglo atrás.
El realismo perforado La época en que transcurre Transit ¿es la de ayer o la de mañana? La misma pregunta podría hacerse ante la reaparición del racismo, la xenofobia y el odio racial en el centro mismo de la Europa actual. Las calles son las de Marsella y se habla de Ocupación, pero los policías que requisan lo hacen en francés y ciudadanos ilegales de origen alemán intentan escapar de allí. Con ellos coexisten refugiados magrebíes, y hay menciones a “campos”, “fascistas”, “deportaciones” y una inminente “limpieza de primavera”, que no es precisamente de casas o de ropa. La época podría ser la contemporánea. Pero una contemporaneidad sin celulares, computadoras o dispositivos digitales. Basándose en una lejana novela de la escritora que firmaba como Anna Seghers, en Transit el realizador alemán Christian Petzold (Barbara, Ave Fénix) implanta, en un tiempo al que podría llamarse “presente indefinido”, la sombra de un régimen de ocupación que en un país europeo persigue, deporta y encierra a refugiados extranjeros. La pregunta es, en tal caso, qué Europa es ésta. ¿La de ayer o la de mañana? La misma pregunta que uno podría hacerse contemplando la vertiginosa reaparición del racismo, la xenofobia y el odio racial en el centro mismo de la Europa actual. Georg, ciudadano alemán sin papeles (Franz Rogowski), parece resignado a la inminente llegada de la Ocupación a Marsella. Tanto como podría estarlo el “extranjero” de Albert Camus a su destino magrebí. Como en esa novela, ante la ausencia de toda voluntad las circunstancias decidirán por el protagonista. Hay que entregar un par de cartas a un escritor exilado, el escritor ya no está y en el consulado alemán confunden a uno y otro, de modo de ofrecer a Georg una visa que no esperaba, y que le permitiría pedir asilo en México. Mientras aguarda la finalización del trámite, se relaciona con un chico del norte de África y su madre, que vive en el temor y la sospecha. Luego lo hace con una mujer tan bella como misteriosa, que también lo toma por quien no es y que terminará de tejer el destino en el que Georg navega, a ciegas, como ese barco que en el último plano se aleja con lentitud y desgracia. Escritora judía y comunista, Seghers, cuyo nombre verdadero era Netty Radványi, publicó Transit en el exilio, en 1944, inspirada en datos de su pasado inmediato. Petzold comenzó a trabajar en una adaptación junto a su colega, el teórico y realizador cinematográfico Harun Farocki, con quien coescribió varias de sus películas. Tras la muerte de éste, el realizador de Seguridad interior y Yella completó el guion en soledad. El concepto es audaz, en tanto traspone el realismo histórico de la novela a una distopía sin rasgos de ciencia ficción. No se trata de una alegoría, como podrían serlo 1984, Fahrenheit 451 o Brazil. Transit no presenta una sociedad alternativa, que funciona como doble de ésta en la que vivimos y que como tal nos permitiría repensarla, sino una fusional, en la que coexisten rasgos de distintos momentos históricos pero trastocados, corridos, cambiados de lugar. De modo que la operación de trasposición que se espera del espectador no resulta tan sencilla y transparente como en las alegorías. A su vez, Georg comienza a ser narrado desde temprano por un narrador que sólo será identificado al final, y cuya propia condición e identidad –sumados a unos escritos de ficción que Georg lee en determinado momento– ponen en duda el propio estatuto de “realidad” del relato. La figura del doble se multiplica a lo largo de la película, quizás como reflejo de esa incerteza. Hay dos juegos de cartas que deberán ser entregados al escritor que Georg debe contactar, dos desconocidas con las que el protagonista se cruza, dos personajes confunden a Georg con quien no es. ¿Pero quién es Georg en verdad? Tal vez todo ese juego de duplicaciones conduzca a esa pregunta central. Dos formas de representación diversas se superponen a su vez: la del realismo (un realismo perforado, de por sí, por los datos contradictorios de tiempo y espacio) y la del melodrama, género que de distintas maneras Petzold viene parafraseando desde los comienzos de su carrera. Así como la previa Ave Fénix (2014) se lanzaba resueltamente en aguas del melodrama más gótico y teatral, aquí el realizador inserta una suerte de cuña melodramática en la figura y el estilo actoral de la actriz Paula Beer en el personaje de Marie, la joven y bella mujer que busca con desesperación a su amado perdido, vestida con un piloto negro que parece salido de un “melo” de los 40. Hay también, como en toda pesadilla, un toque de grotesco, en la escena del consulado mexicano, con un director de orquesta que parece salido de una obra del expresionista George Grosz y una “dama de los perros”, elegantísima pero sin un peso. Todo esto tiene lugar en un mundo de gente que intenta escapar –si consigue un salvoconducto a tiempo– de un Poder de ocupación que requisa, persigue y deporta. ¿Será muy distinta a esto la vida de un inmigrante árabe o africano, hoy en día en Polonia, Austria o Hungría, tal vez mañana en Francia, Italia y Alemania?
Rompecabezas curiosamente homogéneo La autora de Posmodernidad es centro de un film sin concesiones, por momentos en carne viva pero orgullosa de sus elecciones. El duelo y el orgasmo. El hedonismo y la tragedia. Las marcas añejas y la remodelación quirúrgica. La soledad y los centenares de amantes. La producción intelectual y el imperio del cuerpo. Entre esos extremos se mueve la Esther Díaz de Mujer nómade, retrato documental en movimiento que, siguiendo a la protagonista, fusiona confesionalismo a corazón abierto con representación, monólogos preescritos y filmaciones crudamente documentales, llantos en cámara y sueños filmados, sincericidios varios y la puesta en escena de fantasías íntimas. Recibida en Filosofía y Letras después de los 50 años, autora de incontable cantidad de libros de la especialidad incluso desde antes de graduarse, propagadora temprana del concepto de Posmodernidad y respetada especialista en la obra de Michel Foucault, a los 70 y pico esta nativa de Ituzaingó (como Raúl Perrone, a quien el realizador Martín Farina dedicó un retrato previo) no es la señora llena de canas, con anteojitos y aire venerable que uno podría imaginar. Desde hace tiempo que Díaz luce rostro aggiornado, corte post punk, cuero, tachas y una asumida preferencia por el sexo casual y con hombres mucho más jóvenes que ella. Mujer mónada. Nada más lejos de una biopic que Mujer nómade, cuyo tiempo narrativo es el presente. Aunque tal vez sí, podría considerársela una biopic en pedazos y sin el más mínimo interés por la cronología. En el momento en que Martín Farina la filma, Esther Díaz viene de sufrir una tragedia familiar que se blanqueará casi sobre el final. Y está por sufrir un par más, de las que informa un cartel de cierre. Además, las autoridades universitarias acaban de negarle la maestría. Tal vez todo eso la ponga en un momento particularmente triste y tenso, con una voz trabajosa que se quebrará en dos o tres ocasiones, cuando el dolor venga a abatirla. Está claro que la autora de La filosofía de Michel Foucault y Posmodernidad no tiene ninguno de los pruritos que cualquier otro entrevistado podría tener, por lo cual no vacila en contar la “previa” a una orgía (finalmente no concretada), un intento de suicidio, la internación en un neuropsiquiátrico, la condición de adicta de su hija, su ruptura con su madre centenaria o el conteo de 500 amantes jóvenes que lleva hasta la fecha. Intersectadas con estos relatos, que a veces son en cámara y otras en off, las visitas de la muy considerada epistemóloga a distintas clínicas, para atender una apnea de sueño y una puesta a punto del rostro. Entre la tecnociencia y el deseo se llama uno de sus libros más conocidos, y la propia Díaz parece pasar de la teoría a la praxis al recurrir al bisturí eléctrico para la aplicación de botox. “Intento llenar el vacío con estas boludeces”, dirá más tarde, en una crisis de narcisismo herido, “pero sigo estando igual de sola”. Pero ni ella parece dispuesta a un “cambio de vida” (si eso existiera) ni el de Farina es un documental “de conciencia”, si ese género fuera concebible. Por el contrario, no retrocederá ante ese tallerista treintañero que parece salido de la revista Muscle y que la viene cercando desde el comienzo de la película. Tampoco reculará la autora del libro de cuentos eróticos El himen como obstáculo epistemológico a mostrarse cabalgando sobre ese chongo soñado. Sin embargo, en su fantasía Díaz se desespera ante la falta de cariño del partenaire, y discurre sobre esa cuestión en off. Mujer nómade adopta la estructura que el personaje pedía: la de un rompecabezas. Es por lo tanto, necesariamente, uno de esos documentales cuya forma final surge del montaje, a partir de decenas de miles de metros grabados. Debe haber sido largo y complicado este montaje, llevado a cabo por el maratónico Farina, quien además de la dirección, el guión y la edición se hizo cargo de la fotografía, la producción, la dirección de arte y, en forma compartida, el sonido. O sea, todo menos la música. Esa estructura no prefijada, al menos en su totalidad, acrecienta el valor de homogeneidad plástica y visual de la película, cuya secuencia inicial, para poner un ejemplo notorio, unifica varios espacios físicos en un único espacio cinematográfico, usando como conector visual la ligazón entre distintos ascensores. Signo del cuidado plástico que Farina puso en la puesta en escena, y que da por resultado otro alarde de edición, es la escena en la que Díaz expone una de sus heridas más abiertas ante un contertulio ocasional, el espectador y uno o más públicos condensados por la edición.
Un eco que no rebota por ninguna parte “No hace eco porque no hay la distancia suficiente”, le dice Alejo a su mujer, Ana, cuando ésta grita para producir ese efecto, en un cañadón. La película se llama La casa del eco en referencia a un proyecto de Alejo, que es arquitecto y planea una vivienda en la que aquello que se dice quede rebotando. Avisado de que el relato cinematográfico se arma en buena medida por asociaciones –por ecos, justamente–, el espectador no puede evitar pensar que si el eco es un elemento clave en el proyecto que desvela al protagonista, si está presente en el título de la película y además se hace una referencia a él en una escena aislada (sin tomar en cuenta que el protagonista se llama Alejo, nombre que hace eco con distancia), esa idea debe aspirar en el relato a un sentido mayor que el meramente literal. Algo que se lanza y vuelve, algo que queda resonando, algo que pervive en el aire. Y sin embargo, no. No hay nada en el relato de La casa del eco que haga eco, si se permite el juego de palabras, con la idea de eco. Salvo que se pretenda que “la casa del eco” sea el cerebro del protagonista, lo cual suena no sólo pretencioso sino no del todo verificable. Bellamente encuadrada y fotografiada, la ópera prima del realizador cordobés Hugo Curletto está atravesada por líneas narrativas que no se asocian. La película, escrita por el mismo Curletto, empieza con el protagonista haciéndose una TC de cerebro, que le indicaron porque sufre de importantes problemas de sueño. “Sueños progresivos”, dice, otra frase que suena a clave. En la segunda secuencia recibe la visita de su padre, con quien por lo visto guarda algún entripado, que curiosamente no se especificará. La pura utilidad narrativa parece justificar la visita del padre, para que legue a su hijo un terreno que alguna vez le regalaron, pero nunca se ocupó de conocer. La línea del terreno sí tendrá continuidad: Alejo (Gerardo Otero) irá con Ana (Guadalupe Docampo) a reconocerlo, y para ello deberán contratar los servicios de un baquiano chúcaro, en travesía a caballo por terreno agreste. A su vez está la cuestión de los sueños de Alejo, que se muestran indiferenciados de la vigilia, y hay escenas aisladas de Alejo con su hija, de las que extrañamente no participa Ana. La película parece construida por una suma progresiva (como los sueños del protagonista) de líneas narrativas, que no ayudan a dar cuerpo al relato, entendiendo por tal algo orgánico, sino a engordarlo, en el sentido de un peso sobrante. Las imágenes digitales de la casa cuyas líneas remedan los laberintos del oído medio, la visita del padre, la situación de tensión con el guía, el motivo del envenenamiento de Alejo, que recuerda demasiado a La araña vampiro, que transcurría en la misma zona y también trataba de un viaje alegórico. De todo eso, lo que parece importar (así sucede al menos en términos emocionales y dramáticos) es el abismo que separa a Alejo de Ana, en torno del deseo de ser padres o no serlo. Algo que se juega en los escasos minutos de la discusión culminante (y en una escena muy anterior, que podría servir de indicio) y casi nada en el resto de película.
Imágenes de un realismo rarificado El gran trabajo de Mercedes Morán es uno de los atractivos de la película escrita y dirigida por Alché, que evita el lugar común de representar a la familia como un posible infierno y, a cambio, entrega un retrato de relaciones sutil y sin estereotipos. “Te necesito en la vida”, le susurra Marcela a su marido cuando éste está por partir en viaje de negocios. Paradójicamente, será esa ausencia de compañía masculina, de apoyo quizás, la que permita a la larga a Marcela ser, según da a pensar la última escena, su propia compañía, su propio apoyo, tras haber atravesado la tristeza, el duelo, la desorientación, la aventura, la ensoñación, el enfrentamiento con lo desconocido y el regreso a casa, como en algún antiguo mito. En su ópera prima en el largometraje tras haber dirigido varios cortos premiados, María Alché (recordada protagonista de La niña santa, de Lucrecia Martel) encara un viaje interno de identidad femenina en el contexto de una familia vital, pero tan insuficiente como toda familia. Aunque hay una segunda familia en el relato, una de los ancestros que tal vez sea imaginaria o quizás estuvo oculta, sumergida en la memoria, y en ella Marcela hallará alguna clave para (re)leerse a sí misma. Es una muerte, la de la hermana, la que pone en estado de fragilidad la vida de Marcela (Mercedes Morán). Hay que desarmar la casa y no hay quien la acompañe en esa tarea, y en los cajones aguardan las fotos, con su marea de recuerdos. La vida de Marcela se divide en dos: su casa y la de su hermana. Y en su casa se divide por lo menos en tres más, que son sus hijos, cada uno de ellos un universo propio del que Marcela procura seguir dando cuenta. Puede ser que repasando una lección con el menor se quiebre y se ponga a llorar. Y que él crea que llora por él: los adolescentes no pueden no ser egocéntricos. Marcela llora, se distrae, se queda dormida, acaba de perder a una hermana, y nadie le pregunta cómo está: los hijos también son, como los adolescentes, seres egocéntricos. Y Jorge (Marcelo Subiotto) no está. El lavarropas no funciona y aparece un amigo de la hija mayor, unos veintipico de años menor que Marcela, llamado Nacho (Esteban Bigliardi). Éste sí se preocupa por ella. Y la reenvía a una despreocupación adolescente, bien lejos de la responsabilidad materna. El viaje de Marcela junto a Nacho terminará siendo tan largo que terminará bailando un valsecito peruano con un brasileño seductor en musculosa, en una casucha en refacción al borde del río. Y viendo fantasmas: los de unas tías, el de su madre, el de la loca de la familia, que recibía a un amante y que tal vez sea una pariente directa. Hay un mérito mayúsculo de Alché en el modo de representación y es la ausencia de dogma. En principio, la clave de representación es estrictamente realista. Realismo de departamentito chico, como de teatro argentino de los 50, con habitaciones ídem (la hija mayor se va de la casa, de hecho, porque no quiere seguir en la misma habitación que su hermano), con la cocina como centro neurálgico, todo el mundo apretándose y las cuestiones cruzándose. En un momento, Marcela, como prestidigitadora de la atención, habla con sus hijos de una fuente para tortas de la tía muerta, de que el novio acaba de dejar a la hija del medio, de que la mayor se quiere mudar y de lo grande que está... Y todo con una sonrisa de madre encantada. Porque ese es otro dogma que Familia sumergida –presentada en el Festival de Locarno, ganadora de la sección Horizontes Latinos de San Sebastián– no predica: el de que la familia es un infierno. Ni tampoco que a los maridos todo les importa un pito, y que son abandónicos, y que no tienen en cuenta a sus mujeres. Es verdad que Jorge no está en casi toda la película, pero aparentemente tiene motivos válidos para su ausencia, ya que Marcela no se lo reprocha, y a su regreso lo recibe con todo cariño. Es verdad también que a su hijo de unos 15 o 16 años le trae de regalo un juego para chicos de 11... pero no se viene el mundo abajo por ello. Fuertemente impresa por el propio actor, la imagen que se desprende de Jorge es la de un padre bonachón y distraído, bancador y tal vez no muy exitoso económicamente. Donde hay más gato encerrado, y de allí que Marcela empiece a toparse con esqueletos en el armario, es en su familia paterna, y es ahí donde Alché barre con el realismo y acoge un registro de lo imaginario o torcido por la memoria, que es en verdad una suerte de realismo rarificado. Un realismo velado. O que surge de entre los velos: véase el rol que desempeñan los cortinados en todas estas escenas y el modo en que comunican, en términos visuales y de sentido, con el plano inicial de la película y con el momento en que, sobre el final, Marcela une todos los pedacitos de su vida. Para ese rol, el de Marcela, se requería justamente una actriz capaz de unir todos los pedacitos. El duelo y la renacida curiosidad sexual, la introspección y la epifanía, el temor y la protección, el cuidado del otro y el descubrimiento de la risa, el estómago revuelto y el juego adolescente. En su año cinematográfico definitivo (recordar sus papeles en El amor menos pensado y El ángel), Mercedes Morán entrega, en un verdadero tour de force secreto, el que posiblemente sea “el” papel de su vida cinematográfica. El más complejo, el más diverso, el más lejano a su zona de confort.
Stefani Joanne Angelina Germanotta va por el Oscar A mediados de los años 50 –edad de oro del melodrama hollywoodense– la Warner presentó la primera remake de una película de los 30, de cuyo guion había participado la sofisticadamente viperina Dorothy Parker: Nace una estrella. Esta segunda versión la dirigió el sensible y exquisito George Cukor, la protagonizaron una rediviva Judy Garland y James Mason y la fotografió un maestro poco conocido llamado Sam Leavitt, que hundió en la oscuridad el rechinante Technicolor de la época. El resultado fue una obra maestra desesperada, en la que el deseo de muerte es tan imperioso como la destructividad de la maquinaria hollywoodense. Se la reconoce como la mejor de las cuatro versiones de aquella historia original de 1937, contando la que ahora presenta Bradley Cooper, haciendo su debut como realizador y reservándose el protagónico masculino, mientras Lady Gaga asume su primer papel de importancia en cine. Estamos en octubre, y en dos meses cierran las candidaturas al Oscar. ¿Alguna ambición en ese sentido? Sin duda, y enseguida se verá por qué. En primer lugar está, justamente, el efecto melodrama, que encoge el músculo al que Hollywood más corteja, y el que menos vale en sus oficinas y bulevares. Luego, lo que permite el melodrama: actuaciones visibles, extremas, llenas de dolor y colirio. Que son las que más les gustan a académicos y a muchos espectadores. Y además, la ventaja de que se trate de un melodrama musical, lo cual permite que todo lo anterior ocurra entre escenarios y canciones, cuestión de disfrutar un poco también. ¡Y encima con el debut de una cantante a la que conocemos todos! De los dos debuts, el de Bradley Cooper (protagonista de ¿Qué pasó ayer?, El lado bueno de las cosas y Francotirador, entre otras), como coguionista y realizador, es técnicamente correcto: podrá seguir haciéndolo. A su turno, Stefani Joanne Angelina Germanotta (okey, Lady Gaga) desparrama carisma y de ella depende iniciar o no una carrera paralela a la de cantante pop. Muy astuta, la celebrity que hizo del disfraz su marca diferenciadora ahora hace de la carencia absoluta de máscara su nueva identidad artística, mostrando a pleno su nariz italiana, convirtiéndola incluso en motivo de autoburla. La historia de Nace una estrella es básica y conocida. Actor o cantante consagrado (según la versión de la que se trate; en este caso Cooper es un famoso cantante country-pop) descubre a actriz o cantante amateur (esto último en las tres últimas versiones), la apadrina, ella ingresa al show business y se convierte en superestrella. Al mismo tiempo que ella asciende, él, que siempre tuvo problemas de alcoholismo, hace el viaje contrario (un Freud aquí) y el melo va derivando a tragedia. Ahora bien, para que el melodrama trascienda a la historia, y eso es lo que sucedía con la versión-Cukor, tiene que sonar a cuestión de vida o muerte (más allá de que la puesta en escena sea de una exquisitez versallesca). Porque de eso se trata: de vida o muerte. Acá Cooper se pide un whisky y es como si pidiera una naranjina: no hay sensación de riesgo, de muerte, de destrucción, todo da la sensación de ser solucionable. Y sucede que no lo es.
Con el sueño de pintar las cataratas Pequeño, frágil y dueño de un castellano que parece como si acabara de bajar del barco, Segey está en Argentina desde hace 30 años, parte de un curioso destino que el hombre no parece dominar. Y a él está dedicada esta película, que no intenta develar su misterio. “Swastika, comunista”, dice Segey Spivak ante la imagen en una vieja foto. El hombre que revisa las fotos con él corrige el error, le recuerda cuáles son las diferencias entre una cosa y otra. Y sin embargo, ante el símbolo comunista Segey insiste y amplía, dando los nombres de Stalin y Hitler, recordando que firmaron un pacto, diciendo que el del mostacho mató más gente que el del bigote corto y calificando finalmente al nativo de Georgia de “nazi rojo”. Pequeño, frágil y dueño de un castellano que parece como si acabara de bajar del barco, Segey está en Argentina desde hace 30 años, parte de un curioso destino que el hombre no da la sensación de dominar, y que se imbrica con el de su país. De hecho y seguramente de modo no intencional, Segey viene a sumarse a una breve pero consistente saga sobre el estallido de la Unión Soviética y de cómo algunas piezas sueltas vinieron a dar a este alejado rincón del mundo. Dos descendientes de rusos, Diego Gachassin y Silvana Jarmoluk, habían hecho sus aportes previos a este pequeño corpus cinematográfico. El primero de ellos por partida doble, con Vladimir en Buenos Aires (2002) y Habitación disponible (2004), mientras que Jarmoluk completó el año pasado Volodia, cuyo protagonista queda sin país tras la desaparición de las ex repúblicas soviéticas. A Segey, nacido en la ciudad de Komi, en Estonia, le sucede otro tanto, y le sucede en tránsito. Al estallar la guerra contra Afganistán, el hombre fue enrolado. Más tarde, y tras varias heridas recibidas, que el documental recapitula, desertó y fue a parar a Marruecos, con una asignación digna de Las Mil y una Noches: servir al rey de ese país. Tras varios años y por un motivo que no está claro (Spivak no es de hablar mucho y, cuando lo hace, mucho no se lo entiende) vino a parar a la ciudad de La Plata. Eso fue hace treinta años: 1988. La URSS cayó al año siguiente. Tras la caída, un decreto gubernamental determinó que todos los ciudadanos de ex repúblicas debían elegir una nueva ciudadanía, y quienes no lo hicieran serían considerados apátridas. Segey, que vive en una suerte de exilio de todo, jamás se enteró, por lo cual desde ese momento pasó a ser un ciudadano sin patria. Sobre guion escrito a cuatro manos con Fernando Krapp, Pedro Barandiaran filma a Segey en blanco y negro, tal vez para acentuar la melancolía rusa, quizás para pronunciar más la turbia incerteza en que se desenvuelve. No se sabe muy bien de qué vive, todo lo que se sabe es que pinta. Pero evidentemente al realizador no le interesa develar nada sobre su personaje, de modo que no muestra sus pinturas salvo de forma muy ocasional, fragmentaria y tangencial. Por otra parte, el sueño de la vida de Segey es pintar las cataratas del Iguazú, de ser posible luego de conocerlas, y si no mientras tanto a partir de fotos. Y evidentemente el blanco y negro no es el modo de hacer lucir a fondo cuadros con ese motivo visual. En algún momento Segey llega a exponer, pero los cuadros quedan fuera de cámara. Lo que no queda fuera es la larga y complicada conversación por Skype con su hijo, al que no volvió a ver desde que se fue. El hijo es un tipo duro aunque no cruel, que por supuesto tiene dos o tres facturas para pasarle. Con roles distintos pero una puesta de cámara semejante (fija, apuntada desde el que se siente culpable hacia la que fue herida), la larga secuencia, y su rol central en el andamiaje fílmico, recuerdan sin duda el reencuentro entre Harry Dean Stanton y Nastassja Kinsky en Paris, Texas.
El valor del punto de vista En El proceso, historia de un golpe la directora María Augusta Ramos se apoya en la cronología de la destitución de Dilma Rousseff, pero lejos de pretender un relato objetivo del impeachment toma posición en el “cuartel” senatorial y jurídico del PT. “Cuanto mejor es el villano, mejor la película.” Lo dijo Alfred Hitchcock y es verificable: por aquello de la fascinación del mal, el héroe puede ser más o menos, pero el villano no. Tiene que dar miedo, asco, indignación. ¿A qué vienen héroes y villanos, propios de un western o de un thriller, a la hora de hablar de El proceso, documental que testimonia los poco menos de once meses del proceso de destitución de Dilma Rousseff por parte del Senado brasileño? En primer lugar, como se sabe desde hace rato, todo documental es una narración que pone en juego, algunas veces más que otras, mecanismos propios de la ficción. En el caso de El proceso, un relativo suspenso, derivado de la sucesión de presentaciones y votaciones y morigerado por el hecho de que, salvo que se habite en una burbuja, se conoce el final. Lo que tracciona muy fuertemente la dramaturgia del documental dirigido por la nativa de Brasilia Maria Augusta Ramos son los héroes, que están todos de un lado, y los villanos, que están del otro. ¿Maniqueísmo, parcialidad? No, punto de vista. El proceso no está narrada desde ambos lados –los que propician la destitución de Dilma y los que están por su absolución– sino únicamente desde el “cuartel” senatorial y jurídico del PT. Presentado en la sección Panorama de la Berlinale y ganador en el Festival de Documentales de Madrid y en el reciente Fidba porteño, el noveno documental de Ramos es pura cronología. Se inicia en octubre de 2014, cuando Rousseff es reelecta, y de allí en más se sumerge primero en la votación por el impeachment (3-12-2015) y luego en las reuniones de las principales “lanzas” del PT en la Cámara y del equipo de defensores de la Presidenta, así como en las sucesivas sesiones y votaciones senatoriales. Hasta llegar a la votación final, el 31 de agosto de 2016, con el posterior discurso final de Dilma, fusión perfecta de músculo, corazón y cerebro político (pero sin permitir que se derrame una lágrima, ni que se pierda la sonrisa), hasta alcanzar una coda, a mediados de 2017, cuando el Presidente Temer es acusado de corrupción y sin embargo no es llevado a juicio –la inversa exacta de su antecesora, juzgada sin que hubiera una acusación clara–, mientras su gobierno lleva adelante un cruento programa de restauración liberal, que no se diferencia demasiado del de Mauricio Macri en la Argentina. Cada tanto, sintéticos carteles informativos van marcando los hitos más importantes, de modo de poner en contexto lo que se ve. Lo que se ve son los senadores del oficialismo y la oposición, tanto los “del llano” como los que presiden la comisión por la destitución, que son todos opositores. Aparece allí un hombre algo encorvado, de aspecto reptiliano, como de Sr. Burns, que más tarde, cuando la Corte Suprema lo remueva de su cargo de Presidente de la Cámara, como consecuencia de las investigaciones del Lava Jato, dirá “Yo no pienso renunciar, ni a este ni a ningún otro cargo”. Es Eduardo Cunha, uno de los promotores del impeachment presidencial: Villano Nº 1. En su primera aparición, una senadora elonga en medio del recinto, como una María Amuchástegui del Senado brasileño. Es la abogada y Profesora de Derecho Penal Janaina Paschoal, que después de hacer su acusación a la Presidenta “confesará” que al verla por televisión lloró (contraplano perfecto a una senadora oficialista que contiene una sonrisa sarcástica) y luego termina levantando de un manotazo violento una Constitución (en una edición como de colegio secundario), diciendo, con ojos húmedos, que ése es su libro sagrado. Villana Nº 2, rubro culebrón de la tarde. En su alocución final, Janaina volverá a llorar, y el defensor oficial (Héroe Nº 1) va a desenmascarar admirablemente esa representación circense. Entre una cosa y otra, un periodista la entrevistará, presentándola como “la gran Janaina” y refiriéndose a Dilma y los suyos como “todos esos criminales”. Finalizada la entrevista, abrazo y beso. Y después está la reunión de Janaina con un pastor y una fiel antiabortistas: los cultos suelen volcar la balanza electoral en Brasil. El contraplano previo vinculó a villana Nº 2 con heroína Nº 2. Se trata de la senadora del PT Gleisi Hoffman, rubio timonel en medio de la tormenta, que parecería capaz de no perder la calma ni aunque pusieran en prisión a un ser querido. Es lo que sucede, de hecho, cuando como parte del Lava Jato arrestan al marido, sin haberlo citado antes. El juez que lo hace es discípulo de… Janaina Paschoal. Decíamos que el Héroe Nº 1 es el Defensor Oficial, un tipo alto y apuesto llamado José Eduardo Cardozo, uno de esos abogados de thriller judicial de Hollywood, capaces de tomar el argumento más brillante del rival, retorcerlo como el cuello de un pato y devolverlo convertido en un espantajo. No se citará ninguno de sus dichos, porque todos ellos están entre los momentos más imperdibles de El proceso y deben presenciarse en vivo. ¿Pero esto es sólo un enfrentamiento entre héroes y villanos? Desde ya que no. Cada uno tiene sus argumentos, y por allí pasa la dialéctica que el espectador deberá navegar. Dialéctica de espacios, también: entre el ajetreo de las reuniones, debates, discusiones y disputas, Ramos fotografía en planos fijos los inmensos espacios vacíos y aislados monumentos del poder brasileño, en la futurológica o lunar Brasilia. Estos espacios y monumentos recuerdan los de una película llamada The Parallax View, aquí conocida como Asesinos S. A. (1974). En ella, un periodista investigaba una muerte ocurrida en Washington, que conducía a una vasta conspiración global encabezada por una compañía multinacional de alcance impreciso. Esa película fue dirigida por Alan J. Pakula, que también dirigió La elección de Sophie. Film que se menciona aquí, parecería que no por casualidad.
Un drama de identidad Dada la provisoriedad de los lazos, el del reencuentro del hijo/hija con el padre al que nunca vio, o casi no vio, se convirtió a lo largo de los últimos lustros en un tema tan transitado por el cine contemporáneo que ya pasó a ser un tópico. Lo que no es tan común es que la hija llame al padre abandónico para que la ayude en una cuestión de drogas, desde la frontera argentina-boliviana y apurada por los tipos que la contrataron. Cuestión que no terminará de modo muy higiénico. Si esto suena a humor negro es el crítico el que se lo pone, ya que Sangre blanca narra su historia como un seco y trágico drama de identidad, en el que la protagonista deberá apretar al padre para que éste cumpla su rol aun a disgusto. Recién cuando lo haga es posible que no lo necesite más. El trabajo de “mula” fronteriza suelen hacerlo chicas económicamente al borde, dispuestas a tragarse cerca de un centenar de cápsulas conteniendo lo que fuera (cocaína, en este caso) y defecarlas más tarde, limpiándolas y entregándolas al contratante, por una paga nunca justa. En las primeras escenas se la ve a Eva de Dominici como mula-mochilera, con esos ojos celestes, ese tipo algo lánguido que contrasta con su físico, el detalle del arito de alpaca, y hay algo que no pega. Conviene no darle bolilla a esa aparente incoherencia porque más tarde se explica, e incluso se la puede interpretar como un conflicto derivado de la ausencia paterna. Martina se encuentra en la localidad jujeña de Salvador Mazza, en la frontera con Bolivia, con un cadáver en la habitación de su hotel y un traficante que le exige por celular que le entregue todas las cápsulas. A lo único que atina la chica es a llamar a su padre (Alejandro Awada), que vive en Buenos Aires y no quiere saber nada con ir a rescatarla a ninguna frontera del país. Sobre todo porque Martina, fruto del estado de shock en que se halla, dice no saber en qué frontera está. Allí es donde el padre y el rol de padre encajan instintivamente, como piezas de un Rasti, y sólo será cuestión de esperar su llegada. Cuando en la cabina telefónica Martina tiene primero una crisis de llanto, después una de nervios y enseguida algo parecido a un ataque de pánico, el espectador (este espectador, al menos), siente deseos de ingresar en la pantalla, hacerla reaccionar y volver a la butaca. En realidad es perfectamente comprensible que reaccione de esa manera, ya que se está comportando ante su padre como la nena que nunca tuvo ocasión de ser. De hecho, su conducta tiene éxito. Aunque narra ese reencuentro casi atávico, Sangre blanca es una historia que ocurre en presente, tal como sucedía con Deshora (2013), ópera prima de la realizadora y guionista salteña Bárbara Sarasola-Day. Está el tiempo de la espera del padre, por la noche, cuando Martina sale a recorrer las solitarias calles del pueblo, juega con unos videogames, va a una disco y termina durmiendo en casa de un muchacho del lugar, para evitar volver a su habitación-cementerio. Y está el tiempo de la acción, en el que el padre deberá tomar la poco agradable iniciativa de recolectar las cápsulas faltantes, con ayuda de Martina. La entrega a un traficante que tiene pinta de político intachable y una imagen final que sugiere que ahora sí la chica está en condiciones de integrarse al todo. Sarasola-Day filma con seguridad y pericia técnica, los ambientes son convenientemente oscuros y raídos, Awada confirma que las sobreactuaciones quedaron definitivamente atrás y De Dominici muestra las necesarias agallas, con perdón por la expresión en este caso.
Una historia que debía ser contada ¿Cómo se resiste durante doce años la prisión irregular, el encierro en condiciones extremas, el aislamiento, la anulación de todo contacto con el exterior, la pérdida de referencias espaciales y temporales, el no saber cuál será el término del enclaustramiento (si es que lo tiene), el peligroso roce con la locura, el yo entregado a una nada que se prolonga para siempre? ¿Cómo se filma eso –años y años de soledad prisionera, el puro dolor de la deprivación, una persona con aspecto de hombre de Neanderthal dentro de un pozo oscuro y semiinundado, la capucha sobre la cabeza, el cerebro taladrado por ruidos que no se oyen– durante dos horas, y se logra que el espectador reflexione, se ponga en el lugar de esos personajes, se enfurezca, se conmueva? Esos son los desafíos que intenta responder el cineasta uruguayo Alvaro Brechner. La primera pregunta se contesta con los nombres de Eleuterio Fernández Huidobro, Mauricio Rosencof y José Mujica (sí, el mismo Pepe que fue presidente del Uruguay entre los años 2010 y 2015), los líderes tupamaros a los que la dictadura militar uruguaya tomó por rehenes en 1973 y mantuvo cautivos hasta 1985. La respuesta a la segunda pregunta son los 122 minutos de La noche de 12 años, opus tres de Brechner, seleccionada por Uruguay como representante en los Oscar y en los Goya. Tras su exitosa presentación en los festivales de Venecia y San Sebastián, La noche de 12 años se estrena hoy en Buenos Aires. Un thriller político tradicional empezaría con un cartel negro en el que se leería: “Uruguay, 1973. La dictadura cívico-militar encabezada por el presidente Juan María Bordaberry clausura el Parlamento, etcétera, etcétera”. Este, que no es un film político tradicional y ni siquiera un thriller, empieza como una de acción: con una escena fuerte narrada in media res, con una virtuosa puesta en escena. La cámara, ubicada dentro del puesto de vigilancia de una cárcel, hace un par de lentos giros de 360º, que permiten ver, en profundidad de campo, de qué manera un grupo de soldados se lleva a unos prisioneros a palazos y a la rastra. El movimiento circular genera a su vez un fuera de campo (aquello que deja atrás, aquello otro que va a venir a medida que vaya recorriendo el círculo) y una mecánica de suspenso, en tanto el espectador quiere saber qué pasa con los personajes que van quedando fuera de campo. Para respetar el punto de vista de los protagonistas, a quienes sus carceleros privan de referencias tal vez como modo de impulsarlos a la locura, el relato no recurre a ninguna indicación extradiegética que no sea la que marca el paso del tiempo, y que hace que el espectador vaya sintiendo ese paso físicamente. Al “Ñato” Fernández Huidobro (Alfonso Tort, que vuelve a estar tan notable como en la igualmente notable Las olas), Mauricio Rosencof (Chino Darín, que luce unos diez años menos que el personaje real) y Pepe Mujica (el andaluz Antonio de la Torre, mimetizándose asombrosamente con el acento rioplantense) se les informa que de ahora en más serán rehenes del gobierno (representado por el infaltable César Troncoso, que con bigotes tiene una pinta de milico que se cae) y que no podrán hablar entre ellos. Se los confina a celdas de aislamiento que carecen de camastro, inodoro, camilla o cualquier otra cosa. Aunque no se les informe, se los trasladará de forma incesante, para que tengan menos posibilidad de saber dónde están. Durante su primera mitad, el de La noche de 12 años es el relato del encierro, la humillación, la privación total. Cómo convivir con la propia suciedad, como dormir sobre piso inundado y entre ratas, como soportar la reunión de toda una convención militar para poder cagar en una bacinilla (una escena digna de los hermanos Marx), cómo empezar a escuchar unos ruidos cada vez más insoportables y sin origen visible, en el caso de Pepe Mujica, que empieza a derivar insensiblemente a la locura. En esa primera mitad, Brechner no “airea” el relato con episodios-salvavidas, no introduce temas musicales, no rompe el pacto de no facilitar al espectador información externa al relato. Se arriesga al silencio, la oscuridad y la falta de peripecias. Los episodios “externos” que aparecen sobre todo en la segunda parte, no son externos en realidad. Ya sean fantasías, recuerdos, visitas de familiares o una de Mujica a la psiquiatra interpretada por Soledad Villamil, no se trata de incrustaciones en el relato sino de acontecimientos que les suceden a los protagonistas. Más cuestionables son, en tal caso, cierta versión –muy bonita, por cierto– de “Los sonidos del silencio”, que convierte una escena en lo que podría llamarse videoclip carcelario, así como un par de frases grandilocuentes. La derivación final al emocionalismo y el triunfalismo in extremis es, a su turno, inevitable en una historia como ésta. Nada de ello mella los méritos de una historia que debía ser contada y que difícilmente pudo haber sido contada mejor.