El cruce de dolores paralelos El asunto del doble es uno de los más explotados desde siempre por las artes narrativas. Los ejemplos van de la mitología antigua hasta, por supuesto, el cine. Dentro de este tema existe una subcategoría en la que un personaje, a partir de los motivos más diversos, intenta o termina ocupando el lugar de otro. Es sobre ese terreno que el director israelí Ofir Raul Graizer construye el relato de su ópera prima, El repostero de Berlín. A partir de los tiempos y los recursos con los que suele identificarse al llamado cine independiente, más preocupado por generar una sensación de realismo y explotar los paisajes emocionales más que la acción en el sentido clásico, el film cuenta una historia de dolores paralelos que al cruzarse tal vez consigan alcanzar algo parecido a la redención de culpas autoimpuestas. El repostero del título es Thomas, un joven berlinés que maneja su propio café especializado en repostería en algún rincón encantador de Berlín. Hasta ahí llega Oren, un empresario israelí con el que empezará un romance. Pero resulta que Oren tiene una mujer y un hijo, una familia que lo espera en Jerusalem, y a Thomas no le queda más que conformarse con verlo una vez por mes y ocupar así el lugar de un otro clandestino. La película no pierde tiempo y apenas le dedica poco menos de quince minutos a la construcción del vínculo amoroso entre los dos hombres. Suficientes para dejar claro que Oren no piensa dejar a su familia; que esto provoca celos en Thomas, aunque los mantenga más o menos ocultos tras una máscara de frialdad; y que la figura de Anat, la mujer de Oren, va adquiriendo una dimensión fantasmal que comienza a habitar entre ellos. Pero una mañana Oren parte hacia Jerusalem, deja de responder los mensajes y ya no regresa a Berlín. Thomas se enterará varios meses después, a través de la empresa para la que Oren trabajaba, que aquel sufrió un accidente mortal en su ciudad. Conmovido, Thomas decide viajar a Israel. La película se sirve y saca ventaja de algunos lugares comunes, construyendo a su protagonista a partir de la sequedad emotiva con que se suele simplificar el carácter de los alemanes. El recurso es utilizado para convertir a Thomas en un indescifrable laberinto emocional. Eso es lo que es cuando se ofrece para trabajar en el café de Anat, sin revelar jamás a la viuda de su amante el vínculo que lo unía con este. De ese modo, lentamente, Thomas comienza a tener acceso a los rincones que Oren dejó vacíos en la vida de los demás y de forma casi natural se va acomodando en ellos. El repostero de Berlín guarda algunas similitudes argumentales con Frantz, el film de 2016 del francés François Ozon. En aquella un joven parisino se presentaba ante una familia alemana como amigo de su hijo, un soldado muerto durante la Primera Guerra Mundial. De a poco y no sin culpa, el chico va tomando el lugar del otro, hasta revelar una verdad que aun estando oculta el relato permitía entrever. Así como en la película de Ozon la rivalidad franco-germana hacía más complejo y profundo aquel juego de ocultamientos y emociones en carne viva, acá es la clásica oposición entre lo alemán y lo hebreo lo que vuelve más áspero y al mismo tiempo más conmovedor el contacto entre Thomas y la familia del muerto. Otro lugar común que Graizer maneja con solvencia. Y si el director francés conseguía construir un sólido melodrama a partir de una atmósfera de tragedia romántica clásica, el israelí se sirve de la distancia emocional de la vida en el siglo XXI para darle forma a este drama íntimo y seco. Desde ese lugar tal vez les brinde a sus heridos protagonistas, siempre con mesura, una generosa segunda oportunidad.
Sobre la vida difícil en los márgenes Seca, concisa, fáctica, la ópera prima del mendocino Esteves abreva tanto en el western como en el policial para dar cuenta del estado de las cosas en la Argentina contemporánea. Varias películas recientes reflejan, desde el género policial, el declinante estado de la Argentina contemporánea. Esta en la que el descenso de la clase media en la pirámide social hace que sus zonas lindantes con los sectores más pauperizados se vayan haciendo porosas al delito. Así sucedía en Mauro (H. Rosselli, 2014), El otro hermano (A. Caetano, 2017), El aprendiz (T. de Leone, 2017) y Barrefondo (L. Colás, 2018). Así como, por supuesto, en la serie Un gallo para Esculapio (B. Stagnaro, 2017/2018), cuya segunda temporada está al caer. Incluso, curiosamente (o no), los más recientes policiales “históricos” hacen eje en famosos fuera-de-la-ley pertenecientes a la clase media-media, esa que no se roza con la clase baja. Allí están, para probarlo, El clan, la miniserie Historia de un clan y el éxito actual de cartelera, El ángel. Opera prima del realizador mendocino Santiago Esteves (1983), La educación del rey aporta a esta veta una necesaria puesta al día desde el mal llamado “interior” del país, que desde Mendoza vuelve a demostrar, como sucedió en su momento con el cine rosarino y cordobés, su estado de maduración técnica, narrativa y estética. Como en toda esta serie y de acuerdo tanto al escaso poder adquisitivo como a lo reciente de la caída económica, los protagonistas no son profesionales del delito sino improvisados, recienvenidos, amateurs. El precedente de todas estas películas son los muchachos de Pizza, birra, faso, oportunistas del choreo que no contaban ni con un arsenal más o menos decente. Aquí, un flaco viene con un dato y se lo pasa a dos hermanos. Entre los tres encaran la escribanía en cuestión, uno da con el botín y se lo lleva. Los otros caen. ¿Cómo se enteró la policía del robo? Otro dato en común de esta serie: como es obvio, los policías no son angelitos de Dios. Estamos en la Argentina post dictadura. De aquí en más la acción se centra en esos tres focos de atención: el pibe que se llevó la plata, sus dos cómplices en cana y los malditos policías que les andan atrás. Hay un cuarto eje, el de la incorporación a una familia, producto del más puro azar, del pibe que logró concretar el robo, y su “adopción” figurada por parte del pater familiae, que ve en él a un segundo hijo. Como aclara Esteves en la entrevista publicada en la edición de ayer de PáginaI12, La educación del Rey surge de una miniserie titulada del mismo modo, que salió al aire por la televisión provincial unos años atrás. En la serie, la relación entre el pibe, Reynaldo, y su padre sustituto, Carlos, era central. De allí el título, con el juego de palabras referido al nombre apocopado del protagonista. Aquí el tema no deja de tener peso, aunque ese peso tal vez esté más repartido que en la serie, con las dos historias paralelas. Como bien señala en esa entrevista el colega Diego Brodersen, hay fuertes elementos de western en la película de Esteves. El paisaje –llano, abierto, seco, con montañas al fondo–, los personajes (el forastero que llega al pueblo, el joven inexperto, el “pistolero” veterano que lo toma a su cargo), los decorados (la granja en la que vive el amigo del “pistolero”, la locación del final, que parece un rancho o corral abandonado), y hasta el duelo final. Hay ciertos desplazamientos, claro. Las comillas obedecen a que en verdad el personaje que interpreta el siempre perfecto Germán de Silva (decididamente, uno de los tres o cuatro mejores actores argentinos en actividad) no es un pistolero sino algo más peculiar: un ex transportador de caudales, que como tal andaba calzado. Y conserva su arma guardada en un cajón. A su vez el western se cruza con el cine negro: la oscuridad misma de algunas locaciones (notoriamente la del final), el motivo del robo en banda (también un tropos del western, desde ya, pero más trabajado en el film noir), el botín oculto, las disputas para su reparto y obviamente toda la participación policial en la historia. Esto no funcionaría si no tuviera el tono adecuado, y La educación del Rey lo tiene. Seca, concisa, fáctica, carente de todo psicologismo, con una música usada en cuentagotas, la película de Esteves tiene un protagonista adecuadamente hierático (el debutante Matías Encinas), un flashback perfectamente innecesario, cuando Reynaldo recuerda el tiroteo en el que viene de participar, una ausencia demasiado en función de la relación central (el hijo de Carlos, que no se sabe por qué desaparece de escena) y un momento incomprensible, cuando un tipo al que un chofer está amenazando se mete en el baúl él solo, sin que el otro diga nada.
Extraña pareja para el mundo del arte La primera película solista del codirector de El ciudadano ilustre baraja distintos temas, pero nunca es capaz de definir de qué quiere hablar, diluyéndose entre todas sus posibilidades. En El artista, su ópera prima en la ficción (2008), el dúo integrado por Mariano Cohn y Gastón Duprat asociaba arte con estafa, a través de la fábula de un enfermero que presentaba como propias las obras robadas de un paciente pintor, consagrándose en el intento. En Mi obra maestra, la siguiente a la exitosísima El ciudadano ilustre –que arrasó con premios, recaudaciones y prestigio por igual– Gastón Duprat ahora a solas, con Mariano Cohn ocupando el rol de productor ejecutivo, parafrasea durante un fragmento esa misma asociación, aunque no sea ése exactamente el tema de la película. El tema de Mi obra maestra es… ¿Cuál es el tema de Mi obra maestra? ¿El modo despiadado en que el gran arte pasa de moda? ¿La decadencia que viene junto con la vejez? ¿El olvido del mundo al que un misántropo se condena a sí mismo? ¿La relación, estilo buddy movie, de éste con su único amigo? ¿El peligroso entrelazamiento entre amistad e interés? Se podría decir que todos esos son los temas de Mi obra maestra. Ese es el mayor problema de una película que nunca parece en condiciones de definir de qué quiere hablar, deshaciéndose entre todas las alternativas posibles. De todas ellas podría elegirse como más constante la condición de buddy movie, esa clase de comedias en las que una tarea en común hermana a dos tipos que son el agua y el aceite. O lo contrario: los tipos son amigos cuando la película empieza, lo cual no impide que sean como el agua y el aceite. Éste último sería el caso de Mi obra maestra, que como El artista y El ciudadano ilustre cuenta con guion de Andrés Duprat, hermano de Gastón y director, a la sazón, del Museo Nacional de Bellas Artes, institución que prestó sus instalaciones (y sus originales de Carlos Gorriarena) para la filmación de una escena. Cuestión de introducir un (falso) “gancho” policial, la película de los hermanos Duprat –coproducida con capitales españoles, e incluyendo varios “chivos” ostensibles del grupo Clarín– empieza con el galerista Arturo (Guillermo Francella) informando al espectador que va a narrar una historia de amistad que terminó en asesinato, retrocediendo luego cinco años para desarrollar el deterioro de su relación con el pintor Renzo Neri, a quien sólo él parece soportar (Luis Brandoni). En esa escena introductoria dos cosas llaman la atención. Una es la ruptura de la cuarta pared, con Arturo dirigiéndose al espectador desde su soliloquio (otra forma de generar sensación de inclusión, podría pensarse). La otra, todo un monólogo interior sobre la ciudad de Buenos Aires, sobre imágenes urbanas, que no se sabe muy bien a qué viene y que se comprobará más tarde que no vino a cuento de nada. Mi obra maestra no se caracteriza por su rigurosidad: así como ese monólogo incluido perche mi piace, la película entera se arma por mera agregación. Se construye el personaje de Neri, evidentemente el que más interesaba al guionista y al director, y alrededor de él se van agregando circunstancias o personajes episódicos. Su relación con una alumna a la que le lleva casi medio siglo (María Soldi, una de las hermanas Puccio de Historia de un clan), con un admirador que quiere ser su alumno (el español Raúl Arévalo, uno de los comisarios de a bordo de Los amantes pasajeros, de Almodóvar), la asociación postrera de Antonio con la dueña de una galería de arte (Andrea Frigerio, excelente). El personaje de la alumna está puesto para proveer a Renzo de alguna historia amorosa, que termina en odiosa. El de la galerista es el que tiene más pertinencia con lo que sucede, y el del candidato a alumno, el que menos. Esto último genera un desbalance mayúsculo, ya que ese personaje atraviesa la trama de principio a fin, generando escenas enteras que resultan inconducentes (incluyendo una presunta muerte por envenenamiento) y que perfectamente podrían sacarse íntegras de la película, sin que nada cambie demasiado. Tal vez cambiaría todo, ya que a falta de desarrollo narrativo lo que queda son los sketches y las actuaciones. Los primeros apuntan, una vez más, a conquistar al espectador. Hay un problema en este punto: los remates de prácticamente todos los gags pueden verse en el tráiler de la película, con lo cual el efecto cómico queda seriamente averiado. Las actuaciones son parejamente excelentes, con ambos protagonistas pisando terreno firme y poniendo todo su timing cómico-comédico al servicio de una película que dejará más conformes a quienes simplemente vayan a ver a ambas superestrellas que a quienes pretendan un relato que se dirija a alguna parte, que se sienta como necesario, progresivo e inevitable.
Historia de dos ciudades El de Castro no es un documental sobre el gran novelista argentino sino sobre la relación entre General Villegas y Coronel Vallejos, el “otro yo” ficcional que Puig creó para ambientar sus dos primeras novelas, La traición de Rita Hayworth y Boquitas pintadas. Regreso a Coronel Vallejos no es un documental sobre Manuel Puig. En cierta medida lo es sobre los lazos que el autor de El beso de la mujer araña mantuvo con su ciudad natal, General Villegas, y Villegas con él. Pero sobre todo es un documental sobre la relación entre General Villegas y Coronel Vallejos, el “otro yo” ficcional que Puig creó para ambientar sus dos primeras novelas, La traición de Rita Hayworth y Boquitas pintadas. Como se sabe, en ambos casos el autor fallecido en 1990 traspuso personas, incidentes e historias reales en avatares ficcionales fácilmente reconocibles para la gente del pueblo. Se convirtió así poco menos que en un paria villeguense, cuya sociedad lo acusaba de haber sacado a pasear los esqueletos del placard. El primer acierto de Regreso a Coronel Vallejos es, entonces, el propio título, que al confundir deliberadamente lo real y lo ficcional anticipa cristalinamente su tema y su enfoque. A Patricia Bargero la llaman “la viuda de Puig”. Nacida en la localidad de Emilio Bunge, vecina de Villegas, cuando volvía en auto de Buenos Aires un día de los 70, tras haber cursado bibliotecología, sufrió un accidente que la dejó cuadripléjica. Créase o no, en el auto Bargero llevaba su vestido de novia, ya que su casamiento estaba previsto para unos pocos días más tarde. Si no fuera una historia real podría ser la de un folletín. Algo así como el reverso del trayecto que va de Danilo Caravera, vecino de Villegas que murió de tuberculosis en los años 30, a Juan Carlos Etchepare, trágico protagonista de Boquitas pintadas, modelado sobre aquél. Más precisamente, la historia de Danilo tal como Manuel Puig la oyó de su madre o las vecinas. O sea: lo que Puig oyó de pequeño era ya, en cierta medida, una ficción, que él “no hizo más” que completar en esa obra maestra que es Boquitas pintadas. ¿Y no parecen acaso de ficción las tres vecinas que chusmean (con ironía y buena leche, cabe aclarar), sentadas a una mesa mientras toman el té? La fama internacional le ganó al resentimiento de pueblo, y Puig pasó de ser un paria a ganarse un cartel a la entrada del pueblo. Cartel que reza “General Villegas, la ciudad del escritor Manuel Puig”, otorgándole al exilado en México y Brasil condición de ciudadano ilustre. Correspondientemente, no aparece a lo largo de Regreso a Coronel Vallejos ningún vecino bilioso, sino una sucesión de aparentes admiradores. Como una película de ficción, podría considerarse a Regreso a Coronel Vallejos un film coral, con una protagonista: Patricia Bargero, que se instaló en Villegas tras conocer la obra de Manuel, y terminó comprando e instalándose en la que fue la casa familiar de los Puig, donde dicta talleres… sobre la obra de Puig. Son inestimables los fragmentos de archivo en los que puede verse al propio Puig, refiriéndose con notable precisión a las relaciones entre villeguenses y vallejenses, en el piloto de una serie televisiva en blanco y negro destinada a llamarse Identikit, que jamás salió al aire. “El pueblo era como un western. Una película que yo había ido a ver por error, y de la que no podía salir. Rechacé totalmente a General Villegas.” Para rizar el rizo que enrula ficción y realidad, una de las testimoniantes ante cámara es Nené, la maestra que es parte del triángulo amoroso de Boquitas… ¿Es ella, o de ella tomó sólo el nombre? Imposible saberlo. Sea como fuera, la señora no tiene ningún problema en haber sido eventualmente incluida en la novela. Si es que lo fue. En términos de puesta en escena es loable la hegemonía espacial que el realizador Carlos Castro pule con esmero. Con suma elegancia Castro da a todos los planos sobre los frentes de edificios villeguenses el mismo tamaño, filmándolos a una distancia ni tan lejana como la que Puig puso con su ciudad natal, ni tan cercana como la que fundó con la de su imaginación.
La palabra en boca de los alumnos El documental rescata un modelo escolar poco conocido, a la vez que observa a los sectores más desprotegidos de la sociedad. Una de las funciones más nobles del documental es la de permitir asomarse a esos otros mundos que están en éste, y con los que el espectador –que en por lo menos siete de cada diez casos es de clase media– normalmente no se cruza. Es el caso de 16 a 18, ópera prima de Daniel Samyn, que como otros exponentes más o menos recientes de este campo (Después de Sarmiento, Escuela normal, Cuando los santos vienen marchando) se acerca al mundo de la educación argentina desde un ángulo particular. Si en Cuando los santos… (2005), Andrés Habbeger se centraba en dos orquestas integradas por alumnos de barrios carenciados, si en Escuela normal (2012) Celina Murga enfocaba prioritariamente sobre la política estudiantil en un colegio secundario, si en Después de Sarmiento (2015) su realizador Francisco Márquez elegía confrontar el derruido presente de un colegio de pleno centro con su esperanzado pasado, en 16 a 18 Daniel Samyn rescata un modelo escolar poco conocido, a la vez que observa, por la mirilla de un colegio secundario, una porción de la realidad de los sectores más desprotegidos de la sociedad. Recurriendo básicamente a la técnica conocida como “cabezas parlantes”, 16 a 18 cede la palabra a chicos de esa edad, alumnos de una clase muy particular de escuela (ignoramos cuántas hay por el estilo), que recibe el nombre de “escuela de reingreso”, en tanto permite a escolares que quedaron fuera del sistema educativo reincorporarse a él. Se trata de la escuela de Barracas llamada “Trabajadores Gráficos” (sólo el nombre habla de la peculiaridad de su perfil), en homenaje a que en el terreno, cedido en 2004 para su funcionamiento, se asentaba antes una imprenta. La población de la escuela proviene tanto de inquilinatos de la zona como de monoblocks de las orillas, villas de emergencia o zonas tan modestas como la cercana Isla Maciel. Salvo alguna mínima acotación o repregunta, Samyn –que además de documentalista es docente– no interviene. Lógicamente que lo hace en su selección de testimoniantes, en el encuadre elegido o en la inevitable selección posterior en la edición. Pero no verbalmente. La palabra está aquí en boca de los propios chicos, eventualmente de algunxs de sus docentes o autoridades, que cuando lo hacen lo hacen en off. No en imagen: en 16 a 18, ésta pertenece exclusivamente a los alumnos. Aunque no se explicite, los testimoniantes parecen responder a un temario orgánico que va de su propia historia personal, familiar y escolar a su experiencia o visión sobre los temas más acuciantes para su franja etaria y entorno social en la Argentina siglo XXI: la violencia (la juvenil y la familiar) y el consumo. Algunos de los chicos son particularmente reflexivos y articulados, otros están algo más confundidos en relación con su presente y un futuro que a esa edad deberían estar definiendo, otros saben lo que quieren pero no si su condición se los permitirá (una profesión liberal), están los que logaron zafar de los peligros de la calle y algunos que padecieron o padecen distintas formas de “bulleo” en la escuela. Por el lado de los docentes es posible enterarse de que en “Trabajadores Gráficos” no existen los castigos, aunque curiosamente en circunstancias extremas parecería caber la expulsión, algo que la escuela pública “oficial” no contempla. Conviene señalar que en el caso que se narra aquí ese último recurso no fue resuelto sólo por las autoridades sino por un consejo integrado también por la presidenta del centro de estudiantes. Aunque no hubiera estado mal que Samyn echara mano de técnicas de cine directo más de lo que lo hace, filmando no sólo la palabra sino los hechos de la escuela, está claro que 16 a 18 funciona como una clase para instruir al espectador de clase media de realidades con las que no suele tener mucho roce, aunque sean quemantes.
La clase media en su caldo En su crónica ficcional de la fugaz y brutal carrera criminal de Carlos Robledo Puch, el director de Historia de un clan resigna el carácter revulsivo que tenía la serie sobre los Puccio para privilegiar en cambio la estética pop de los primeros años 70. Con El Angel y después de El clan, el cine argentino continúa su exploración de lo que podría llamarse “el paso al crimen de la clase media de Zona Norte en los 70”. Vecino de Vicente López, durante nueve meses clavados –del 3 de mayo de 1971 al 3 de febrero de 1972–, Carlos Robledo Puch cometió medio centenar de atracos y se cargó a once personas, antes de cumplir 20 años. Como en Historia de un clan, su propia versión de los sanisidrenses Puccio, el director Luis Ortega elige, en coherencia con sus films anteriores, un enfoque desprovisto de toda moral para narrar la historia del querubín de bucles dorados al que la prensa llamó “El chacal”. Acompañado nuevamente por Rodolfo Palacios (autor del libro definitivo sobre CRP) a quien en esta ocasión se suma el novelista Sergio Olguín, Ortega transmuta al despiadado ejecutor de once víctimas inocentes en un pibe de los 70, que sabe lo que quiere y lo quiere ya. El posadolescente al que algunos comparaban, por lo lindo, con Marilyn (debut de Lorenzo Ferro, tan parecido a su modelo que en las fotos se hace imposible decir quién es quién) empieza y termina El Angel bailando solo. Baila “El extraño del pelo largo” (bonito detalle), puesta al mango en el tocadiscos. Baila demasiado bien para ser real: la primera escena, ambientada en un interior como de Almodóvar, está avisando que ese personaje es de ficción. Esa escena dice también que no va a ser ésta una crónica criminal común y corriente, sino una que, como su protagonista, va a hacer lo que se le cante. Allí está, para confirmarlo, la huida de Carlos, en moto, de la casa por la que acaba de pasearse como si fuera de él. El tema de La Joven Guardia sigue sonando y Carlitos entra en sincro con la música. Un corte de guitarra y mira hacia la izquierda, otro y rota a la derecha: la coreografía sigue arriba de la moto. No hay venganza de clase en CRP, como había en El clan, sino un simple “tomo lo que quiero”, muy de hijo único. Este Robledo Puch, y posiblemente el de la vida real, es un pibe consentido con un chumbo en la mano, al que los límites le chupan un reverendo huevo. Conoce en el cole al que será su cómplice, aquí llamado Ramón (el excelente Chino Darín, ideal para un policial) e inmediatamente a sus padres, que conforman una suerte de clan Barker en pequeño. El padre de Ramón, hombre de avería (Daniel Fanego) le enseñará a disparar, y al pibe le encanta. Se ha formado una bandita. El nuevo trae los datos y se gana su lugar al demostrar una audacia lindante con la locura. Cuando le dispare a un viejo coleccionista de cuadros (víctima imaginada por la película, que parecería querer darle a Robledo un costado de diletantismo artístico) habrá tenido su primera sangre, y ya no va a parar. Antes de abandonar para siempre al padre de Ramón debe decirse que Fanego está más genial que nunca, haciendo lamentar su desaparición de la trama. Están los padres de CRP, modelo de lo que él no quiere llegar ser (Cecilia Roth como sufrida madre de delantal a la cintura, el chileno Luis Gnecco como vendedor de electrodomésticos a domicilio). Está la relación homoerótica con Ramón, que Robledo niega hasta el día de hoy, y está la noviecita rubia que efectivamente tuvo (la excelente Malena Villa, sin muchas posibilidades de lucimiento). Hay un gay exuberante, podrido en plata y en cuadros (inmejorable William Prociuk) y aparece más tarde el tercer cómplice (Peter Lanzani, otra vez muy bien). Están los accesos por los techos, los descuelgues a lo Misión: Imposible y las ejecuciones sumarias. Faltan los tiros por la espalda y las violaciones, que fueron parte del repertorio. A la inversa de Historia de un clan, donde los exservicios devenidos secuestradores cuentapropistas generaban una repugnancia a la altura del estómago, en este caso el realizador parecería querer revertir la condición chocante de su héroe. Es así que el mayor asesino (no en serie, es un error considerarlo así) de la historia policial argentina tarda una hora de película en cometer el primer crimen. Ya no es “el ángel negro”, como se lo conoció. Ahora es El Angel. Sin color. O con muchos, porque El Angel es pop. Lo que le daba revulsividad a Historia de un clan era que con el desagrado convivían los estallidos pop (coreos, máscaras) y encerronas morales (las minis tableadas de las chicas Puccio convertían al espectador en cómplice de esos repugnantes misóginos), mientras que aquí el punto de vista tiende a la dispersión. Así como hay alguna que otra escena de más (una salida y un choque de CRP), planos discutibles (no parecen justificados los primeros planos sobre el soplete en el primer enfrentamiento entre CRP y Ramón) y algún despliegue de efectivos francamente excesivo, como el operativo final de las fuerzas de seguridad, cuyo tamaño le permitiría atrapar a varias bandas juntas, más que a un solo chorro. Todo lo cual habla de cierto grado de confusión que no aparecía en la serie previa, de cuya audacia y disruptividad hay aquí más insinuación que concreción. Sí hay exuberancia, sensibilidad pop (Pappo parece estar tocando en vivo), el gran hallazgo de Lorenzo Ferro, una magnífica dirección de actores y los más altos valores de producción. Con especial destaque de la dirección de arte de Julia Freid, que hace revivir la época, la zona, el caldo mismo en que se cocina la clase media.
El riesgo, la calle y los honores ¿Alguien conoce a Carlos Bosch? No, la pregunta debería ser otra. ¿Por qué no conocíamos a Carlos Bosch? Hay varias respuestas posibles, no necesariamente excluyentes. Porque el fotoperiodismo es un arte anónimo (¿por qué el fotoperiodismo es un arte anónimo?). Porque durante más de veinte años Bosch vivió en el exilio, y cuando volvió ya no practicaba más ese oficio. Porque la fotografía –tal vez porque se la sigue viendo, como hace más de cien años, como “una mera reproducción de la realidad”– tiene poca prensa. Y eso que dos años atrás, ya septuagenario, Bosch ganó el mayor galardón de la especialidad en el campo local, el Gran Premio de Honor en Fotografía del Salón Nacional de Artes Visuales. ¿Alguien que no pertenezca al área de las artes visuales se enteró de eso o pudo ver la foto ganadora? Filmado a lo largo de dos años por los documentalistas Daniel Henríquez, Leonardo Novak y Carmela Silva, Sombras de luz permite conocer a uno de los mayores exponentes del fotoperiodismo argentino (lo cual ya es mucho decir) y reconocido maestro. Figura representativa, a su vez, de todos aquéllos que desde el fin de la Segunda Guerra hicieron del suceso diario un arte y un oficio. Los dioses hogareños de todo periodista. Para ingresar en Sombras de luz es necesario atravesar primero una zona de cierta vergüencita ajena. Ésa en la que una voz detrás de cámara pregunta, a varios amigos de Bosch, que sería este marplatense nacido en 1945 “si fuera un medio gráfico”, o “una luz”, y así. Pasado ese primer susto, todo anda bien. La película dirigida por Henríquez y escrita por Novak, sobre un riguroso trabajo de investigación y archivo a cargo de Silva, no es, por suerte, un biopic. En lugar de la cronología sigue un orden más secreto, que los realizadores habrán hallado en el montaje, allí donde se “escribe” el “guion” de un documental. Sombras de luz encadena el presente más estricto del momento en que fue rodada, cuando Bosch hilvanaba una serie de autorretratos sobre sus miedos, llamada justamente “Los miedos” (uno de los cuales resultó el ganador del Salón de Artes Visuales 2016), y lo muestra en acción, fotografiándose a sí mismo en esa serie onírica como a algunos amigos, siendo ocasionalmente fotografiado él también. Bosch dando clase en su taller, Bosch invitado a un congreso en Resistencia, Chaco, Bosch concurriendo a la muestra de Argra, donde llega a verse una foto de quien, por su obsesivo trabajo con el blanco y negro, su perfil social, su dramatismo y su pericia técnica, bien podría considerarse su discípulo: Pablo Piovano, ex fotógrafo de PáginaI12. En el continuum de ese presente –que incluye una notable serie de invenciones, más que reflexiones teóricas– se va engarzando la biografía profesional de Bosch, desde los tiempos de Editorial Abril (Semana Gráfica, Siete Días) hasta esos nueve meses de 1973/74 en que fue editor fotográfico del diario Noticias, con el pintor Oscar Smoje como diagramador. En febrero de 1976, el general Osiris Villegas, amigo de su padre, le dice que más vale se vaya del país. Si es al día siguiente, mejor. En España fotografía a reliquias del franquismo alzando la mano, concurrentes a la primera Marcha del Orgullo Gay realizada en Europa y aldeanos tan viejos como sus aldeas. En Alemania, a miembros de la más reputada escuela de mercenarios del mundo. En Beirut, una foto “armada” de la que se arrepiente, en la que le puso un kalashnikov en la mano a una mujer anciana. Una de las líneas de su pensamiento es la de la ética profesional. “No siempre hay que mostrar la realidad”, sostiene. A Bosch siempre le atrajo el riesgo, la calle. Lo que su amigo y ex compañero de tareas Mempo Giardinelli llama “periodismo dramático popular”. Un chico en patas en Santiago del Estero, una mujer muerta, con 40 kilos de peso y un pecho al aire, un par de ancianas exóticas en la noche porteña, un auto en llamas frente a la Casa Rosada. El mismo envuelto en una malla de hierro sobre un túmulo funerario: esa es la que ganó el Premio de Honor. “Dejá de hacer autorretratos, volvé al fotoperiodismo”, le había aconsejado Oscar Smoje. Bosch, por suerte, no le hizo caso.
De la zona de confort al salto al vacío Hay en la comedia de Vera una fluidez, una elegancia y un filo en los diálogos absolutamente inusuales para el estándar nacional. Y un elenco en el que todos lucen sueltos, empezando por Darín y Morán. Hay dos clases de comedias. Están aquellas –la mayoría– que trabajan sobre la suposición de que la comedia es un género con un canon de hierro, una caja de herramientas que permite armar, como un Rasti, una nueva comedia igual a su modelo. Están las otras, las menos, cuyos realizadores han adivinado que la comedia no es un género sino un modo de mirar. A través de ella sus guionistas y realizadores, que suelen ser la misma persona, ven el mundo y ven su mundo. Estas son siempre comedias en primera persona, en las que el autor habla de sí mismo a través de otros, en lenguaje comedia. A un corpus privilegiado en el que cabría mencionar los nombres de Billy Wilder, Carlos Schlieper, Woody Allen, Judd Apatow y Daniel Burman (privilegiado en tanto en él la singularidad de la primera persona subvierte la impersonalidad genérica) se añade El amor menos pensado, ópera prima del productor Juan Vera, en la que Ricardo Darín y Mercedes Morán componen a una pareja de su edad. La edad de Vera. En términos genéricos debería inscribirse a El amor menos pensado dentro de una serie de comedias clásicas de Hollywood, de los años 30 y 40, a las que el estudioso Stanley Cavell llamó “comedias de rematrimonio”. En ellas (entre otras La pícara puritana, 1937; ¿Qué sabes tú de amor?, 1942; La costilla de Adán, 1949) un matrimonio experimentaba una crisis, se separaba, probaba con otras parejas y terminaba reuniéndose. Los protagonistas de aquellas películas no tenían apremios económicos. Tampoco los tienen Marcos (Ricardo Darín, con todas las canas y toda la barba) y Ana (una Mercedes Morán algo más rubiona que lo habitual). Marcos es profesor de literatura y está bastante harto de serlo. Ana trabaja en marketing, pero no se la cree del todo. Tienen un hijo, Lucio, que se va al exterior con una beca durante medio año. Como suele suceder, Marcos lo extraña y a Ana se le parte el alma. Nido vacío: angustia de Ana, sensación de vacío, depresión, replanteo y en medio de eso, de pronto, ella y Marcos, que parecerían tal para cual, descubren que ya no se aman. Escrita por Vera a cuatro manos con Daniel Cúparo, en El amor menos pensado –que según acaba de conocerse tendrá a su cargo la inauguración de la próxima edición del Festival de San Sebastián– todo está construido primorosamente. El interior del amplio departamento de los protagonistas “habla”, como debe ser. Una espada colgada en la pared tal vez sea una representación de lo masculino, tal vez del lugar que Marcos ocupa en la pareja o quizá de la ligazón entre ambos, más fuerte que cualquier intento de arrancarla. Antes que personajes con sus particularidades, los protagonistas funcionan como arquetipos. Arquetipos de una cierta clase media porteña, ilustrada, viajada, bien instalada, con un gusto lo suficientemente cultivado como para discutir las diferencias entre las empanadas salteñas y las tucumanas, o si corresponde que una empanada sea caprese o no. Alrededor de ellos, personajes que son un poco como ellos y a la vez funcionan como espejos que los reflejan o refractan. El mejor amigo de Marcos, Edi (el humorista Luis Rubio, excelente) tiene una bella esposa psicóloga (Claudia Fontán) a la que engaña con una amante desde hace años. Algo que ella también hizo y que Marcos jamás haría. Cuando Marcos y Ana se hayan separado y prueben con otrxs candidatxs, oscilarán entre las zonas de confort y la tentación del salto al vacío, tan propia del género. La opción más razonable está representada por Anselmo, jefe de Ana (magnífico Jean Pierre Noher), un tipo totalmente a contrapierna del estereotipo, y Celia, alumna de Marcos, que está lejos de la típica alumna encantada (Andrea Pietra). La más loca, una cita de Marcos por Tinder (espectacular Andrea Politti) y un vendedor de perfumes eróticos (Juan Minujín, confirmando por enésima vez su notable timing para la comedia). Ambos dan lugar a escenas que en 9 de 10 comedias argentinas caerían en un grotesco de vergüenza ajena, y que aquí son excéntricas y tiernas a la vez. Amigos y parientes, indica el canon genérico: a Claudia Lapacó como mamá de Ana y Norman Briski como el de Marcos, se les obsequian sendas escenas muy graciosas (algo neurótica la de Briski). Hay en El amor menos pensado una fluidez, una elegancia, un timing y un pulimento de los diálogos absolutamente inusuales para el estándar nacional. Además de un elenco en el que todos lucen sueltos. Darín y Morán, excelentes ambos, no necesariamente tocan su cuerda más frecuente. Sobre todo Morán, a quien antes de El amor menos pensado hubiera sido difícil imaginar tan entregada como con los exóticos perfumes de Minujín. El amor menos pensado tiene, sí, un problemita: su duración, no sólo excesiva para el canon-comedia (135 minutos), sino que ese exceso se siente. Ganas de decir muchas cosas, seguramente. Falta de distancia con una película quizá veladamente confesional, tal vez. O una suerte de bandera verde bajada por las comedias de Apatow, que duran esto y más. Aunque en ese caso no se siente.
Cómo filmar sin pretender saberlo todo Con el foco puesto en los atropellos de los grupos dedicados a la soja, la película adopta bajo la modalidad del “cine directo”, que abjura de toda intervención sobre lo real. En el Chaco, en el noroeste, en la provincia de Córdoba o la pampa húmeda, la soja se planta sobre la sangre, la apropiación, las concesiones ilegítimas, las fuerzas de seguridad como guardias pretorianas de los grandes grupos y el guiño cómplice de la Justicia. De esta realidad que muchas veces desde Buenos Aires no se ve vienen dando cuenta, de diez años a esta parte, tanto la notable serie documental de Pino Solanas que va de La dignidad de los nadies (2005) a la reciente Viaje a los pueblos fumigados como la extraordinaria El impenetrable, de Daniele Incalcaterra (2012). A ese corpus fílmico viene a sumarse ahora la ópera prima de Martín Céspedes (1984), un recién llegado que viene para quedarse. Toda esta sangre en el Monte testimonia el juicio celebrado en los últimos meses de 2014 en Santiago del Estero contra un tal Javier Juárez, sicario al servicio de un empresario sojero, quien tres años atrás había asesinado a un militante del Mocase. A la vez que sigue el juicio, el documental de Céspedes se adentra de modo fragmentario en el día a día de los pequeños productores de la zona y testimonia la persistente resistencia al agronegocio que ese movimiento lleva adelante desde su fundación en 1990. Si no fuera por esta clase de producciones culturales esenciales, los porteños seguirían creyendo que la Argentina tiene forma de edificio inteligente, y que el problema más grave es que el aumento del dólar haya puesto el precio del whisky por las nubes. Hay cosas de las que se habla sin saber bien qué son. El cine directo, por ejemplo. Variante estadounidense del cinéma vérité, fundado a fines de los años 50/comienzos de los 60, se trata de una forma del documental que abjura de toda clase de intervención sobre lo real que no sea lo efectivamente rodado y, eventualmente, sonorizado. En el cine directo no hay narración en off que valga, no hay entrevistas, no hay datos de contexto, no hay “zócalos” que informen quién habla ni cuál es su oficio, no hay carteles indicativos. Hijo del también documentalista Marcelo Céspedes (Los totos; Hospital Borda, un llamado a la razón; La ballena va llena), Martín Céspedes profundiza la estela familiar, ateniéndose al más estricto canon del direct cinema. Con una única licencia: el cartel inicial que informa sobre el Movimiento Campesino de Santiago del Estero y el juicio que se va a seguir a continuación. De allí en más los principios de esa forma del documental se siguen tan férreamente, que el cronista tuvo que consultarle algunos datos al realizador para poder volcarlos en esta nota. Las primeras imágenes son del esmirriado caserío de Monte Quemado, con sus modestísimas chozas, los secos matorrales, los perros de confianza y los animales de corral. Bah, las cabras y algún chancho, que es lo que hay, porque de caballos, vacas u ovejas, nada. Uno se pregunta para qué mostrar el degüello familiar de un pequeño cabrito, lo vincula con el título y luego con el motivo del juicio que da lugar a la película, y comprende que el degüello cumple una función alusiva o evocativa. No va a mostrarse la muerte a cuchilladas a manos del lacayo asesino, pero sí el sacrificio del cabrito, con los perros lamiendo la sangre fresca. Todas las veces que la cámara ingrese al caserío, o el par de ocasiones en que muestre a miembros del Mocase visitando a algunos usurpadores de tierras para hacerlos entrar en razón, va a hacerlo de modo eventual, fragmentario, a través de imágenes que no tienen ninguna pretensión de totalidad. Como no la tiene en su conjunto este relato de 72 minutos que no aspira a redondez alguna. Es como si el equipo de realización se asumiera como lo que es: un grupo de porteños que se asoman por primera vez a esa realidad, y que por lo tanto no están en condiciones de conocerla. Apenas verla, de modo discontinuo. Lo contrario de esos otros porteños contra los que en una escena despotrica una militante del Mocase, que “vienen, escriben sus tesis y después no los ves más”. “Las abejas defienden el territorio”, dice un hachero en otra escena, probando una miel que tal vez tenga también gusto a alusión. “Hay una subestimación de la capacidad productiva diversificada”, dice no una ingeniera agraria sino aquella misma militante, Deolinda Carrizo, confirmando que los pobladores urbanos no tienen la exclusividad del estudio, la formación y el seso. En otra escena, una campesina alfabetiza a dos o tres chicos del lugar. Finalizado el juicio se entonan canciones de fogón en contra del agronegocio, reclamando soberanía alimentaria y reforma agraria. “¡Ni un muerto más!”, se grita. “¡Por nuestra tierra!” El remate tenía que estar, necesariamente, a cargo de Deolinda, Pasionaria de Monte Quemado. Como Cristo en el Monte de los Olivos, Carrizo hace su prédica final no parada frente a sus pares, sino desplazándose entre ellos. Como una más. “No tenemos cambio si el pueblo no se moviliza”, dice, con voz firme y controlada. “No tenemos transformación si no corremos riesgo”. Y el espectador se queda pensando si esta mujer les habla a sus pares santiagueños o a 40 millones de argentinos.
Nada hay que temer, excepto el miedo En el pueblo El Dorado todos son curanderos y, sapos y culebras mediante, todo tiene cura, salvo ese raro mal que llaman “espanto”. La clave de funcionamiento del documental es su carácter observacional y por lo tanto prescindente de los realizadores. “Si me duele una muela me paso un sapito”, dice una vecina de El Dorado. No vaya a pensarse que la señora es la supersticiosa del lugar. Muy por el contrario. Parece, de todos quienes desfilan ante cámara, la más instruida de ese pueblito bonaerense de 318 habitantes. Así como otras poblaciones se distinguen por la producción de aceitunas, de trigo o de soja, podría pensarse, de acuerdo a lo que El espanto deja ver, que la fecundidad de El Dorado radica en su oferta de curanderos. Es más: da la impresión de que en El Dorado todos son curanderos. “Nooo, acá no entra un médico ni por asomo”, afirma otro vecino. “La última vez que vi uno no sé ni cuándo fue. Acá nos curamos entre nosotros. Problemas de estómago, mareos, dolores musculares, todo.” Hay, sin embargo, un cuadro que el arte curativo de la zona no puede sanar. La ciencia médica, menos. Se trata del espanto, una enfermedad aparentemente propia del lugar, cuyos síntomas no están claros, pero parecerían consistir en algo semejante al estupor. “La persona ve algo, le pasa algo que la asusta, y le agarra el espanto”. Si la población entera de El Dorado estuviera loca, o fuera idiota, o padeciera una suerte de freakismo colectivo, la cosa no tendría mucha gracia, por unidimensional. Obviamente que todas esas son alternativas posibles. Pero los realizadores Martín Benchimol y Pablo Aparo, graduados de la carrera de Imagen y Sonido, se cuidan de no cerrar el sentido, de no imponer al espectador un punto de vista definitivo sobre el asunto. Esto era constatable en el documental previo de ambos realizadores, La gente del río (2013, disponible en la plataforma virtual Cine.ar), que estudiaba otro pueblito de la provincia de Buenos Aires, Ernestina, al lado del cual El Dorado parece Nueva York. Por lo visto los pueblos raros son la especialidad u obsesión de estos realizadores, cuyos documentales son hasta el momento prácticamente ignorados por aquí, aunque han ganado gran cantidad de premios en festivales internacionales. La clave de funcionamiento de ambos documentales es su carácter observacional y por lo tanto prescindente por parte de los realizadores, que buscan desaparecer detrás de cámara. O fingen hacerlo, prefiriendo sugerir mediante el modo indirecto que es propio de la imagen, su sucesión y su desglose. De acuerdo a lo que los vecinos testimonian, da toda la sensación de que El Dorado vive en un estado precientífico, en el que algunos pobladores andan incluso vestidos como gauchos del siglo XIX. En ese estadio la medicina moderna no es bien vista, y un sapo atado con un hilo rojo o una cinta plegada tres veces sobre sí misma curan más que medicamentos y bisturíes. Salvo que se trate, claro, del espanto. Ahí sí que el saber y el poder de los vecinos de El Dorado se detienen. “Hay cosas conocidas, como la luz mala, o la viuda blanca, que se aparece al costado de la ruta, o la chancha de lata”, aclara un vecino convencido de que la solución para todos los males es “echarle adrenalina al cuerpo”. Para ello entrena todos los días tirando trompadas y patadas al aire, mientras repite en voz alta “Adrenalina, adrenalina”. Pero con el espanto no hay quien pueda. Eso es, al menos, lo que los vecinos de El Dorado sostienen en un primer momento. Sin embargo, alguna mirada que se desvía, alguna afirmación entrecortada, alguna inquietud corporal terminan dando paso a la figura del hombre “que parece que lo cura, aunque yo no lo conozco”. Benchimol y Aparo espían de lejos al misterioso anciano, de aspecto descuidado, que no vive en el pueblo sino en las afueras, en un rancho miserable. Habrá que dejar envuelto en el misterio el método curativo de este tal Jorge, que bien podría ser el remate de un chiste. Tal vez más que eso importe la afirmación de un paisano de que el espanto “les agarra a las mujeres, porque la mujer es más débil que el hombre”. O la de otro lugareño de barba blanca que confiesa que “no quedan mujeres solteras en el pueblo, están todas casadas”. Luego ríe nerviosamente, cuando se le pregunta si hay algún matrimonio homosexual en el pueblo. “No, no, de eso nada. Imagínese, si hubiera habría que matarlos.” Así, de a poco, El Dorado se va pareciendo a esos pueblitos de tantas películas de terror, perdidos en el tiempo y el espacio, desde 2.000 maníacos, del padre del gore Herschell Gordon Lewis, hasta La masacre de Texas. Películas en la que los carteles que indican “desvío” no se sabe en qué sentido lo dicen. Y todo a sólo 300 kilómetros de una Buenos Aires que cree vivir en el país de la modernidad.