Hija de Luigi Comencini, recordado por sus aportes a la commedia all’italiana (Pan, amor y fantasía sobre todo, pero también algunas con el gran Alberto Sordi como Tutti a Casa y El comisario), Francesca Comencini viene desarrollando una carrera sostenida desde hace tres décadas. Presentada el año pasado en Locarno y basada en una novela escrita por ella misma, Amores frágiles es su opus nueve. El título original es más bonito, menos de stock que el que le tocó aquí, donde parecería que se parte de la base de que el público es demasiado impaciente como para andar leyendo títulos largos y complicados. Amori chi non sanno stare al mondo. Amores que no saben estar en el mundo. Lo cual habla de un plus, una incapacidad, una tragedia incluso: son amores a los que la realidad no les va. ¿Lo que los franceses llaman amour fou? Eso parece en primera instancia, al menos de parte de Claudia (Lucia Mascino), professoressa de literatura, cuando, luego de haberlo insultado en el ámbito de un seminario académico, le larga a su colega Flavio (Thomas Trabacchi), mientras toman un café de reconciliación, que está totalmente enamorada de él y que le basta mirarlo para comprender que van a pasar toda la vida juntos. ¿O se trata de un caso de bipolaridad? Más allá de que a lo largo del relato Claudia se va a zarandear entre altas y bajas, no parece tratarse de eso. Está claro, al menos, que a Francesca Comencini no le interesa Claudia como caso clínico, sino como personaje que ama. Flavio, claro, ama menos. Ama, a diferencia de Claudia, sensatamente. ¿Por qué “claro”? Porque para los hombres el amor suele ser menos huracanado que para las mujeres. ¿Se ama así todavía? ¿Ama así la mujer moderna, demasiado preocupada por el balance de poder en la pareja como para lanzarse a amar demasiado? Es posible que no. Es más: es posible que el de Claudia sea un modelo que atrasa varias décadas. Hasta antes del feminismo, digamos. O más de un siglo, si se prefiere. Hasta el Romanticismo, esos tiempos en los que no existía fuerza más poderosa que el Amor. De hecho, Claudia ejerce una profesión independiente, la de profesora de literatura, pero a la película parece no importarle demasiado. Recién en la penúltima escena se la ve dando clase, rodeada de alumnos, preparando las clases, leyendo sobre su tema. Ni siquiera se la nombra como profesora, al menos que yo recuerde. A él, en cambio, nadie se dirige sin anteponer el título de Professore. Como si él fuera más profesor que ella. Y no hay una sola escena en la que ella se rebele ante esta disparidad de género. ¿Por qué? Y, seguramente porque a Francesca Comencini no se le cruzó por la cabeza. Apenas se le ocurrió darle a la protagonista una profesión independiente para que tenga aunque sea un barniz de modernidad. Y eso fue todo. Pero una película, además de objeto cultural, es un relato, una ficción, una representación. Y lo curioso es que en esas áreas Amores frágiles se debate en la misma contradicción entre tradición y modernidad que signa la construcción del personaje de Claudia. Teniendo en cuenta que narrar una historia de amor suena a esta altura definitivamente passé, la realizadora elige ir en contra de la linealidad, la cronología y la continuidad temporal y espacial entre las escenas, todas ellas bastiones del clasicismo narrativo. Amores frágiles se inicia en un presente en el que, tanto por su desesperación cotidiana como por aquello que piensa en off (“Él me dijo que se mataría antes de volver conmigo. No se da cuenta de que ésa es justamente la prueba de que sigue enamorado.”), da toda la sensación de que Claudia sufre de la peor clase de locura amorosa: está loca por un amor que ya no es. De allí el relato salta al momento en que Claudia y Flavio se conocen durante un seminario de Literatura. Ella lo putea, después le confiesa su amor y… se ha formado una pareja. A partir de ese momento el relato sigue yendo y viniendo en el tiempo, aunque manteniendo cierta linealidad que permita comprender la evolución de la relación, el antes y el después. Surge aquí un choque entre esa necesidad de poder seguir el hilo de la relación -de historizarla, por lo tanto- y la estructura rapsódica impuesta por Comencini para, de nuevo, darle un barniz de modernidad al relato. Tal como está resuelta, es un pierde-pierde: la deconstrucción operada sobre el relato se siente como artificiosa, y a la vez dificulta el seguimiento de la relación. Ahora bien, Comencini está al tanto de lo que “se usa” en el cine contemporáneo, y sabe que la heterogeneidad se impone. Heterogeneidad de voces narrativas, de modo que en medio de una escena puede brotar un monólogo interior de la protagonista. En el último encuentro entre ambos, Claudia y Flavio conversan un rato y luego lo hacen bocca chiusa: con la boca cerrada y sus voces en off. El problema es que si estos recursos no se manejan bien, pueden dar lugar a la confusión. Porque en esa escena, ¿qué es lo que sucede? ¿Una comunicación telepática entre ambos o una fantasía? Si este fuera el caso, ¿de quién sería la fantasía? ¿De Claudia, que es la narradora de la historia, o de Flavio, a quien previamente se le concedió también el privilegio del soliloquio? La heterogeneidad es también de tono. Este puede pasar del drama pasional al comentario irónico, a la sajona, y del intimismo al histrionismo extremo, bien all’italiana, en una escena donde Claudia le hace un escrache íntimo a su amado en un edificio de dimensiones gigantescas, desde una balconada hasta la planta baja. La escena puede ser teatral, operística (tratándose de una película italiana, siempre cabe el caso) o, de nuevo, imaginada. Y otra vez nos quedamos sin saber cuál de esas cosas es, por un manejo inadecuado de la narración. Esta inadecuación alcanza su punto más bajo en una escena farsesca en la que una docente feminista instruye a un grupo de alumnas maduras, entre las cuales está Claudia, sobre cómo combatir el “heterocapitalismo testosterónico”. Esta sí queda claro que es una escena imaginada, aunque la gramática visual no identifica claramente a Claudia como el sujeto que la imagina. El resultado es algo así como un sketch de Tato Bores protagonizado por una actriz tan poco dotada para el humor como podría serlo, pongamos, María Rosa Gallo: vergüenza ajena en estado puro. Y es una lástima que eso suceda, ya que no da la impresión de que Comencini quiera vender espejitos de colores o gato por liebre. Es solo que se tiró a la pileta y esto, bueno, no siempre sale bien. Habría que ver otras películas de la realizadora para poner un poco más en perspectiva a estos Amores frágiles. La propia película contiene, en verdad, una escena genial, digna de un Seinfeld no apto para televisión o de alguna nueva comedia estadounidense que el cine jamás se atrevió a mostrar. Y no es una manera de decir, sino algo estrictamente cierto. Se trata de un momento en el que Claudia, muy nerviosa antes de un encuentro potencialmente sexual con una alumna, descubre que –consecuencia de la edad— le han crecido un montón de pelos “locos”. Los que más le preocupan están en la zona de los pechos, por lo cual procede a arrancárselos, prolija y dolorosamente, uno por uno y con una pinza. Es una de las imágenes más íntimas y menos eróticas que el cine haya mostrado de un cuerpo femenino, una que por comparación casi hace extrañar una buena depilación con cerote.
Enigmas trasladados a la pantalla Uno de los escritores más populares en el mundo entero durante la primera mitad del siglo XX, el austrohúngaro Stefan Zweig (nació en tiempos del Imperio) es hoy en día poco menos que una reliquia literaria. El que no dejó de leerlo fue el cine, desde tiempos del silente hasta ahora mismo. El volumen de versiones fílmicas de novelas, biografías y obras de teatro de Zweig es francamente impresionante. Hasta el punto de que cuatro de ellas –24 horas en la vida de una mujer, Angst, Volpone y Amok– fueron traspoladas seis, cinco, cinco y cuatro veces respectivamente, al cine o la televisión. Por lo menos tres grandes películas están basadas en obras suyas: la primera versión de Carta de una enamorada (Max Ophüls, 1948), La paura (R. Rossellini, 1954) y El gran hotel Budapest (Wes Anderson, 2014). Opus 3 como realizadora de la actriz Maria Schrader, Stefan Zweig: Adiós a Europa narra los últimos años de vida del autor, desde el comienzo de su exilio del nazismo (1936) hasta su muerte (1942). Coautora del guion, la actriz de Aimée y Jaguar (1999 ) tomó la acertada decisión de no filmar un biopic, con las consabidas rutinas de homenaje implícito, linealidad cronológica y “greatest hits” de la vida del personaje. En lugar de eso, Schrader plantea a Zweig como una figura enigmática y comprime el período elegido en un puñado de momentos, que siguen algunos traslados de quien era un gran amante de los viajes. La narración comienza en 1936 en Río de Janeiro, continúa unos meses más tarde en Buenos Aires, donde se celebra un Congreso de Escritores auspiciado por el Pen Club, salta a Salvador de Bahía cinco años más tarde, de allí a una breve estadía neoyorquina y ancla finalmente en Petrópolis, estado de Río de Janeiro, donde Zweig (Joseph Hader) hallaría la muerte, a los 60 años. Todo un mérito por tratarse de una película sobre un escritor, el Zweig de Schrader no es un monumento viviente que ande disparando frases célebres como quien escupe sobre la vereda. El problema es que al hacer de Zweig una máscara (Hader está magnífico, en su rol de esfinge calladamente sufriente) la película no permite saber bien quién es, qué piensa, qué siente. Zweig se retiene, como puede advertirse durante una entrevista en Buenos Aires, en la que el exilado del nazismo (era judío) se niega a opinar, por razones que no quedan claras, sobre la situación en su país de adopción y el régimen que en ese momento lo gobernaba. Estando en Nueva York le manifestará a su ex esposa (interpretada por la fassbinderiana Barbara Sukowa) su molestia ante los pedidos de amigos para facilitarles la salida de Alemania. En ese momento, Zweig convive con su actual mujer (Aenne Schwarz) y su ex esposa, a la que parecería usar como ama de casa. Pero tanto esa convivencia como esa aparente denigración quedan, como todo lo demás, en una incógnita no resuelta. Es imposible determinar si esa opacidad absoluta de los personajes responde a una decisión dramática o una dificultad de aproximación por parte de Schrader. Sea como fuera, al espectador no se le brinda la posibilidad de conocer o entender a un hombre a quien la película muestra como modesto, amante de la naturaleza, prudente, cobarde y/o egoísta. Como curiosidad debe anotarse la presencia en el elenco del actor argentino Nahuel Pérez Biscayart, que tras haber hablado perfecto chino en El futuro perfecto, y fluido francés en 120 latidos por minuto, hace aquí de brasileño del Noreste en una escena con el intendente de un caserío, que se supone debería ser graciosa pero difícilmente lo sea.
Ese amigo del alma Como en la previa Casa Coraggio, en Buscando a Myu el realizador Baltazar Tokman difumina con alevosía las fronteras entre lo documental y lo creado artificialmente. En esta ocasión alrededor del tema de la creación, por parte de los niños, de los llamados “amigos imaginarios”. La película se presenta como un documental hecho y derecho, en el que el realizador filma al mago y psicólogo Emanuel Garrick en su investigación sobre el tema, instigado por las fabulaciones al respecto de su hija Olivia, en edad post escolar. Otra vez como en Casa Coraggio, son los créditos finales los que, a través de los nombres de los personajes (¿actores, acaso?) informan que las cosas no eran tan así como la película se esmeró en hacer creer. El efecto que esto produce es equiparable al del final–sorpresa en las películas de ficción, dejando al espectador con una pila de preguntas referidas a la condición de verdadero o falso de lo que acaba de ver. Las preguntas claves tal vez sean otras: ¿Para qué? ¿Qué se logra con esa “trampa” deliberada del relato y su develación in extremis? ¿Qué se gana, qué se pierde? Participante de la Competencia Argentina en la más reciente edición del Bafici –donde se le obsequiaron elogios a mansalva–, la película de Tokman (realizador de Planetario y I Am Mad, entre otras) confía en las filmaciones en video casero, y de super–8 o 16 mm en los casos de material de archivo, para reforzar el aire documental esencial a la tramoya prevista. En ellas se ve a Emanuel Garrick en compañía de su familia, y sobre todo de “su hija” Olivia. La primera escena, grabada dentro del auto de los Garrick, es rotunda, y lejanamente espeluznante: Olivia obliga a su hermana mayor a sentarse junto a la ventanilla, ya que el centro del asiento de atrás está reservado para el... vacío donde se supone que va su “amiga” Marita. “Siempre filmé a Oli”, dice Emanuel. “Sobre todo desde hace dos años, cuando empezó a hablar de Marita”. Garrick intenta descular qué mueve a su hija a buscar esa compañía imaginaria, y para ello la interpela reiteradamente (con pocos resultados), a la vez que pregunta a otros adultos –y a sí mismo– sobre sus propias experiencias con amigos imaginarios, así como inquiere a especialistas en el tema. Lo hace sin prejuicios: ante la cámara testimonian tanto psicólogos infantiles como “expertas” en duendología y espiritismo. Un testimoniante presuntamente estadounidense, que pronuncia el inglés con un dejo audiblemente extranjero, sirve como aviso de que no todo podría ser tal cual la película dice que es. Como investigación del tema, Buscando a Myu es limitada en sus alcances: el espectador no sale con un bagaje cognitivo mucho mayor del consuelo de saber que no es él el único que en la infancia jugaba con un amiguito al que nadie más veía. Daría sin embargo la sensación de que, en línea con muchas docuficciones contemporáneas, la película pretende ser más sobre la engañosa cualidad de lo que damos por cierto que sobre los amigos imaginarios en sí. Algo que el propio tema de Buscando a Myu pone en abismo, en tanto de lo que se trata es de la categoría de real o no de aquello que está fuera de la vista. Pero ¿cuántos espectadores van al cine con propósitos meramente teóricos o metalingüísticos?
Como quien hojea la National Geographic, a cierto público europeo de buen pasar le gusta enterarse de cómo se vive en esos países lejanos desde los cuales a veces llegan inmigrantes. Pero más le gusta que la salida al cine sea parte de una velada amable, que no se muestren demasiados conflictos graves ni vidas miserables. Que se traten temas universales con los cuales identificarse y no esas costumbres extrañas que suelen verse en películas de Extremo Oriente, donde se habla tan poco y se expresa menos. Que la película no corte la digestión post cena, que sea parte del fin de semana. Para esa clase de público existe lo que podría llamarse “el crowd pleaser periférico”, entendiendo por crowd pleaser la clase de películas hechas para agradar. Películas provenientes de Brasil, México, Israel, Arabia Saudita, Irán, eventualmente alguna japonesa o coreana que sea más amable que el resto. Producción palestina filmada en la ciudad israelí de Nazaret, Invitación de boda es esa clase de película. En el centro de esta película ganadora del premio mayor en la última edición del Festival de Mar del Plata y propuesta para el Oscar 2017 al Mejor Film Extranjero, una de las instancias más universales que puedan imaginarse: una boda. Alrededor de una boda va a haber dos familias o al menos una, como sucede en este caso. La familia: hete allí un núcleo en el que cualquiera puede proyectar la suya propia. Dentro de esa familia, un padre y un hijo, relación arquetípica si las hay. Relación de poder, de rivalidad tribal, que a la vez permite hablar de la supervivencia o no de ciertas tradiciones comunitarias. Todo ello en el marco de uno de los conflictos políticos regionales más populares en el mundo entero: el que hace que los palestinos, sin nación propia, se vean obligados a vivir en el territorio ocupado por la nación opresora. A partir de estas líneas se ordena el guión escrito por la realizadora palestina Annemarie Jacir, seguramente aceptado y muy posiblemente modelado por alguna de las fundaciones internacionales que, solventadas con capitales de los países centrales, se ocupan de permitir que el público francés, alemán, italiano o español que suele ir al cine sacie su espasmódica voluntad de internacionalismo cinematográfico. Más que la boda en sí, la excusa argumental de Wajib, tal el título original, son las más de cuatrocientas invitaciones que siguiendo la tradición dos miembros de la familia de la novia deben librar en mano a parientes, amigos y vecinos. El sesentón Abu Shadi y su hijo treintañero Shadi se encargarán del trámite. Shadi, que vive en Italia desde hace cierto tiempo, volvió a Nazaret para el casamiento de su hermana Amal. Profesor secundario de lo más paternalista, prejuicioso y tradicional, a Abu Shadi no le gusta la novia que su hijo tiene en Italia, e intentará convencerlo de que tome a cambio alguna prima soltera (Shadi tiene una magnífica, en verdad) o hija de amigos. Shadi, arquitecto de nivel cultural mayor que el de su medio, no está dispuesto a hacerle el menor caso a su padre. Entre el padre que sigue viendo a los homosexuales como objetos de burla, lo mismo que la camisa floreada y la colita en el cabello que luce el hijo, y este, que se fue a Europa disgustado con la ocupación que sufren los suyos, circula una tensión latente desde el primer fotograma, que en algún momento necesariamente deberá estallar, para dar paso a la necesaria reconciliación. Lo que se conoce como narración en tres actos (introducción, desarrollo y culminación), que es la estructura narrativa tradicional del cine, es otro elemento de reconocimiento que el público de esta clase de películas solicita. Y Jacir la aplica, obviamente, al pie de la letra. Así como la reconciliación final, requisito impostergable para que esta clase de películas pueda consumar su función de soldar desgarros y cerrar heridas. En caso contrario la cena puede caer mal. El periplo de padre e hijo está rociado de notaciones estratégicamente ubicadas para que el espectador extranjero sienta que se le está hablando de “la realidad” de Medio Oriente, como la molestia de Shadi ante la presencia de algún soldado israelí o el rechazo de la OLP por parte de Abu Shadi, y de detalles menores, como el sobre hecho a las apuradas para el conocido al que no queda más remedio que invitar, o las invitaciones corregidas a mano, también a las apuradas, para salvar un error de imprenta. Esa oscilación entre lo políticamente “duro” y el pequeño detalle que distiende es otra constante característica de esta clase de películas, representativa del doble juego entre lo “importante” del contexto y el factor entretenimiento al que se apunta. En este caso la distensión no se da a través del humor, que es el recurso más frecuente, sino simplemente de esa clase de detalles ligeramente simpáticos. Que los personajes con facetas más cuestionables, como es aquí el caso de Abu Shadi, queden en manos de actores carismáticos -aquí Mohanmad Bakri- es otra de las palancas que permiten “conectar” con el público. Debe reconocerse, eso sí, que Jacir no abusa del gag o del componente meloso, haciendo de Invitación de boda un crowd pleaser astringente. Pero crowd pleaser al fin.
Desenterrando misterios del pasado La directora de Al fin del mundo aborda la historia de un pueblo pampeano perdido con las mejores herramientas del cine. Que en Miró, las huellas del olvido –documental sobre un pueblo de La Pampa que tras su desaparición quedó enterrado bajo campos de soja– no se pronuncien ni una vez palabras como memoria, destino nacional o metonimia, habla del apego de la realizadora Franca González por lo material y concreto, y su correspondiente rechazo por poner el carro de las metáforas y las tesis por delante de hechos, personas y cosas. Con una llaneza que antes que limitación suena a política ética y estética, y una serenidad que se corresponde con el ambiente campero que constituye su territorio, González no “usa” el caso del pueblo Mariano Miró como alegoría ni intenta “desentrañar su verdad”, esa pretensión televisiva. En lugar de eso aborda su historia de modo fragmentario e inconcluso, como quien sospecha que ciertos misterios (todos, tal vez) no pueden develarse del todo. Da voz a los descendientes de sus escasos habitantes para que narren, como una crónica en pedazos, la fundación, escasa vida y temprana muerte de un pueblo del norte de La Pampa, un siglo atrás. Pariente en intención, tono y paisajes de Carta a un padre, de Edgardo Cozarinsky (2013), el de Franca González (realizadora de Liniers, el trazo simple de las cosas, 2010, y Al fin del mundo, 2014) es de esos documentales que no son subsidiarios de lo real (fechas, hechos, datos de contexto, linealidades cronológicas), sino que reconstruyen lo real con herramientas cinematográficas y desde el cine. De a poco y a medida que el propio relato lo requiere se va “desenterrando” la historia de Mariano Miró, fundado en 1901 por inmigrantes piamonteses junto a la estación de tren de la que, a la inversa de lo que suele suceder, tomó el nombre. Como los pueblos del oeste norteamericano, Miró se extendía en forma lineal a lo largo de unas pocas cuadras. Contaba con algunos comercios (dos tiendas de ramos generales, una herrería, un bar al que no se designa como pulpería pero probablemente lo fuera) pero carecía de parroquia y de plaza principal. ¿Serían ateos esos piamonteses? Difícil, pero vaya a saber. PUBLICIDAD Los propios habitantes, duchos con sus manos, construyeron sus casas. Diez años más tarde y debido a que los Santamarina, propietarios de las tierras, las reclamaron de vuelta, los vecinos deshicieron lo hecho. Gesto que aunque no se diga (lo que importa no se dice aquí; se da a pensar) parece revestido de orgullosa belleza trágica. “Que no quede ni una chacra en pie”, se dijeron, como conjurados. Franca González trabaja con lo que hay. No recurre a tontas animaciones o artificiosas reconstrucciones para reconstruir lo que no está, porque el tema de la película es justamente eso: lo que ya no está. En Miró, las huellas del olvido, lo que no está se reconstruye mentalmente, gracias a geógrafos que analizan los pocos mapas municipales que se conservan, especialistas en población que desagregan datos ferroviarios de llegadas y partidas a o de un pueblo que llegó a tener 495 habitantes. Un par de añosos descendientes (uno de ellos atraviesa vallas y monta pingos con asombrosa agilidad) reconstruye a su turno lo que recuerda de los relatos de los mayores, y una voz en off asume por un rato la identidad de uno de ellos, llamado Bruno, leyendo las bellas cartas que escribió desde acá a su hermano en Italia. Si toda película ganadora necesita de su cuota de suerte, Franca González indudablemente la tuvo con esas cartas. Bruno no sólo sabía construir casas, sobrellevar inundaciones y sequías, arar la tierra desde el primer al último rayo de sol y tener un montón de hijos. También sabía escribir, y muy bien. Como subjetivas imaginarias de aquellos chacareros, la cámara empuñada por Pablo Parra se detiene ante paisajes pampeanos, amaneceres, caídas de la tarde en tonos durazno, algunos de los cuales parecen pintados por algún impresionista de la zona. Un arqueólogo y su asistente desentierran restos de utensilios, un paisano establece con exactitud dónde estaban las medianeras de las casas, recurriendo a la radiestesia. La técnica remite a un fuera de campo, a lo que no se ve. Igual que la película, que sin hacerlo explícito vuelve hacia atrás en el tiempo de la Argentina, hasta el momento en que un proyecto de país parecía edificarse, pero con inmigrantes que no eran los que sus diseñadores soñaron. Tal vez por eso estos piamonteses no queridos terminaron siendo protagonistas de “una historia fallida que se soterró”, como dice alguien por allí. Que se soterró, pero se desentierra ahora.
Una mujer en la doble línea de fuego En su autodocumental, Farji expone la conflictiva relación con su madre, por un lado, y sus dos hijas, por el otro. Y a ese eje le suma otros hilos narrativos: unos flashes en los que mujeres anónimas definen su relación con madre e hija y otros con psicólogas y biólogos. Tomando prestado el título de un film previo, dirigido por Juan Pablo Martínez y Jazmín Stuart en 2011, en Desmadre la realizadora Sabrina Farji (Cielo azul, cielo negro; Eva y Lola) se pregunta por la relación entre madres e hijas. Lo hace, tal como indica el subtítulo, de modo deliberadamente fragmentario. El eje es un autodocumental, como suele llamarse a los docs en los que los realizadores se incluyen como protagonistas. En él, Farji expone la conflictiva relación con su madre y dos hijas. A ese eje se suman otros dos hilos narrativos: una serie de flashes en los que mujeres anónimas definen su relación con madre e hija, y otra serie, en la que la realizadora entrevista brevemente a especialistas en el tema, que van desde psicólogas y estudiosas de género hasta biólogos, que se refieren al rol de madres y crías en el reino animal. No es que estas líneas narrativas perturben, pero la pregunta es si no hubiera sido preferible dedicar el total del metraje al autodocumental, que contiene algo de lo que los otros fragmentos carecen: drama en vivo. “De 100 veces que te llamo por teléfono, 99 no atendés”, reprocha Leonor Schlimovich, alias Chochi, a su hija Sabrina, ante el estupor de ésta, que ríe de asombro. Lo de abuela Chochi es un reproche permanente, hasta el punto de que está siempre trompuda. Imperdible la escena en que durante unos cinco minutos le impugna, a una señora a la que el cronista no pudo identificar, cada palabra emitida. Los padres como espectáculo cómico son una tradición de este subgénero: recordar a los de Woody Allen en Wild Man Blues (1997) y a los de Martin Scorsese en Italianamerican (1974). Más atribulada que cómica se la ve en cambio a la realizadora, en su papel de mamá de la veinteañera Zoe y la teenager Joelle (¿no se le trabará la lengua a Sabrina Farji cuando quiere llamar a sus hijas a la mesa?). Está todo bien con Joelle, que en alguna escena abraza fuerte a su madre. El conflicto es con Zoe, que discute, refuta o se burla de todo lo que su madre hace o dice. Otra buena escena: una en la que ambas concurren a un tarotista, para ver si pueden destrabar un poco la relación. No pueden. PUBLICIDAD En su rol de hija, Farji decide llevar a todo el grupo familiar (padre no hay, como en nueve de cada diez películas contemporáneas) a Paraná, Entre Ríos, donde Leonor nació y vivió su infancia. En otro sketch involuntario, la realizadora intenta pescar en el Paraná y no puede ni desenredar el hilo sisal. Lo cual dará ocasión a Zoe, claro, de sugerir que mamá no hace nada bien. Sabrina Farji: una mujer en la línea de fuego del doble reproche. “En casa es distinta a como se muestra en público”, advierte su mejor hija-enemiga, abriendo el juego a otra clase de relaciones –entre lo visible y lo verdadero, entre el campo y el fuera de campo, entre lo documental y lo ficticio– que Desmadre también trata. A su turno, las entrevistas a especialistas no van más allá de las teorizaciones esperables, mientras que la de los testimonios es seguramente la zona más endeble del documental. Sentadas frente a cámara sobre fondo negro, las mujeres anónimas que definen en una o dos frases su relación con madres o hijas se parecen demasiado a esos “tipos” y generalizaciones con las que suele trabajar la televisión, no el cine.
Los monstruos gozan de buena salud Esta nueva versión de la la saga Jurassic conserva la adrenalina y responde a los ejes temáticos conocidos por todos. Algunos críticos extranjeros dicen que los dinosaurios ya no asustan. La secuencia introductoria de esta segunda Jurassic World, o las de la persecución a una niña, los desdicen. Lo que asusta no es tanto el aspecto de un monstruo como su carácter, el modo en que la puesta en escena se organiza para hacer de él un ser peligroso y letal. En esos aspectos la saga Jurassic (Park o World, es la misma cosa) sigue funcionando. Quizá menos en lo que hace al carácter, por motivos que se verán. Como además los otros ejes temáticos de la saga creada por Spìelberg a instancias de Michael Crichton–el conflicto entre naturaleza y creación artificial y entre ciencia, entretenimiento y explotación comercial, la regeneración de una familia o algo parecido del otro lado– también siguen presentes, esta segunda Jurassic World no desmerece un corpus que desde hace un cuarto de siglo mantiene la cabeza tan alta como un velocirraptor. Al entrar en actividad un volcán, la isla Nublar es abandonada por sus habitantes ocasionales, dejando a los dinosaurios librados a su suerte. Poco más tarde la última administradora del Parque Jurásico, Claire Dearing (Bryce Dallas Howard), es contactada por un millonario y filántropo llamado Lockwood (James Cromwell), quien junto al fallecido John Hammond inventó la técnica que permitió revivir a los dinosaurios. Lockwood, que tiene como asistente a un tal Eli Mills (Rafe Spall), planea rescatar a los especímenes de Nublar para trasladarlos a otra isla, y para ello solicita la colaboración de Claire, quien preside una ONG de ayuda a los dinos. Al tanto de que en Nublar quedó vivo un velocirraptor, Claire convoca también a su ex pareja Owen Grady, entrenador de esa clase de saurios (Chris Pratt). En la isla las cosas no saldrán de acuerdo a lo esperado, y un barco cargado de animales terminará poniendo proa nuevamente hacia California, donde vive Lockwood, con objetivos no del todo claros. En lo que va del relato al producto, los personajes de Sam Eliott y sus contrapartes femeninas en las dos primeras Jurassic, que eran personas con vida propia, derivan en los de Pratt y Howard, que son meras funciones. Algo semejante sucede con quienes tal vez sean los verdaderos protagonistas de la saga, los dinosaurios. El más heavy de ellos aquí, el Indorraptor, no tiene, como el T-Rex o los velocirraptors de las dos primeras, características distintivas, con lo cual de ambos lados se experimenta una falta. Anulado el factor humano (y el animal), quedan la trama, la adrenalina y la puesta en escena. Sobre el comienzo de esta quinta entrega de Jurassic Park reaparece el doctor Malcolm (el personaje de Jeff Goldblum), postulando, en una audiencia nacional, que Hammond metió la pata al querer modificar el orden natural, y ahora hay que aguantársela. Obviamente, si se traspone su posición a cuestiones de la más estricta contemporaneidad –de género y transgénero–, su defensa del orden natural podría sonar alineada con la de la jerarquía católica. Pero hay que tener en cuenta que la alteración que preocupa al doctor Malcolm representa la reversión misma de la evolución de la vida sobre la Tierra. Lo cual tal vez admita como símil más ajustado el de la contaminación ambiental que el planeta experimentó en el último siglo y medio. Lo que está claro es que como en las anteriores, el punto de vista del doctor Malcolm es el del relato, con el cine catástrofe al servicio de la advertencia ambiental. Del lado de “los malos”, ese secundario siempre notable que es el británico Toby Jonesparece, en su papel de rematador de grandes –grandísimas– piezas, una especie de ratita maligna. En el de “los buenos”, más empatía que los funcionales Claire y Owen genera Maisie, nieta de Lockwood (IsabellaSermon), que además de encarnar una historia oscura se convertirá en objeto de persecución del Indorraptor. Piloto a cargo de llevar el vehículo a puerto, Bayona, que también había dirigido con eficacia la tsunámica Lo imposible, lo hace con mano firme pero no pesada, construyendo con clásica sucesión de indicios la ejemplar secuencia inicial, preparando con acierto lo que todos sabemos que tiene que suceder en la de la subasta y usando las sombras como en tiempos del blanco y negro durante la persecución de Maisie. Que acá no sabía que iba a sufrir así.
Cuerpos, gestos y palabras Uno, dos, tres, muchos más Ches se necesitarían para sacudir el pacato árbol del cine argentino, siempre tan ocupado de sensatez y sentimientos, como si el mundo físico no existiera o fuera cosa de negros, no de la clase media que lo produce y lo consume. Después de haber dejado un concierto por la mitad, la cantante pop Martina sale a la puerta de su casa a atender a una fan. Tienen una pequeña discusión y Martina le da un cachetazo. La chica responde con otro. Martina la agarra de los pelos y empiezan a pelearse. El del jovencísimo Che Sandoval (Santiago de Chile, 1985) es un cine físico, aunque sea más que nada puro diálogo. Los personajes de Sandoval hablan mucho, pero de cosas concretas, primarias incluso. Físicas, las más de las veces. Cómo les va con el otro sexo, si el otro u otra quiere coger, si el otro u otra está cogiendo con el amigo de una o uno, si el otro aceptaría recibir una trompada a cambio de una paga, si el otro no se levantaría el pantalón porque se le ve la raya del culo y queda feo. A los personajes de Sandoval, coger les cuesta más que hablar de coger. A los varones, sobre todo. Uno de los protagonistas de su ópera prima, Te creí la más linda (pero erís la más puta) (2008) sufre de eyaculación precoz. El de su segunda película, Yo soy mucho mejor que voh (2013), de odio por el otro sexo. En Dry Martina –primera película argentina de este chileno que vive un poco acá y otro poco allá–, el de Antonella Costa sufre de sequedad vaginal. De allí el título, genial, porque encima dialoga con el chilenismo “seco”, que quiere decir justamente eso. Genial, o cool, o buenísimo. Uno, dos, tres, muchos más Ches se necesitarían para sacudir el pacato árbol del cine argentino, siempre tan ocupado de sensatez y sentimientos, como si el mundo físico no existiera o fuera cosa de negros, no de la clase media que lo produce y lo consume. En Dry Martina se coge mucho, tal vez como forma de compensar lo poco que se coge en el cine de acogida (con perdón por el juego de palabras) del autor. Se coge y se habla mucho, como dijimos. Sandoval tiene dos cualidades que lo convierten en un dotado para los diálogos. Una es su timing, digno de maestros de la velocidad como Howard Hawks y Preston Sturges. Otra, un oído privilegiado para el habla coloquial, que arma, en las dos películas previas, una suerte de Diccionario Oral de Chilenismos Contemporáneos. Pero no hay en Sandoval una voluntad mimética, como sucede en el costumbrismo, sino que parece guiarse por el puro placer auditivo para con el habla de sus vecinos. “Boludo, no tenés sh”, le dice la argentina Martina al chileno César (Pedro Campos), después de que éste la invita a comer suchi. El de Martina por César, a quien le lleva casi veinte añitos, es deseo a primera vista, y Antonella Costa sabe transmitirlo bien. Cuando lo conoce, César es la pareja de Francisca (Geraldine Neary), aquella admiradora, también chilena, que dice ser su hermana. De Martina. Hijas del mismo padre, que la habría tenido con su mamá. Van a reencontrarse ella y Martina, aunque en ese primer encuentro ésta la echa de su casa. “Andá, andá. Rajá de acá.” La presencia olímpica de Antonella Costa, como de diva de Hollywood de las de antes, contrasta muy bien con la de Francisca, que en esa escena se comporta como fan apichonada. Pero va a tener ocasión de brillar (todas las criaturas sandovalianas la tienen, las chicas sobre todo) cuando se reencuentren en Chile, en la segunda parte de la película, y Francisca la lleve de aquí para allá, a puro porro y junto a su amante circunstancial, un morocho yanqui que habla en chileno. Más que de personajes, el cine de Sandoval es de cuerpos, gestos y palabras. “Soy suicida”, avisa Francisca, de la nada. ¿Hay que tomarla en serio? Como sucede a veces en la vida, no hay manera de saber. Un deseo incontenible, el de Martina por César, le devuelve la humedad a toda orquesta. En cuanto lo conoce ya lo está mirando con ganas, mientras acaricia a su gata como si fuera otra cosa. Como no tiene forma de ubicarlo, a la mañana siguiente está en la embajada chilena, dispuesta a revisar los registros de todos los trasandinos que ingresaron al país en las últimas semanas. “Están todos en el estadio”, le dice un empleado de la embajada, y de inmediato Martina merodea el Monumental, entre espectadores con remeras rojas, buscando al flaco que le hizo acariciar el gato. Con una lucida fotografía de Benjamín Echazarreta, que presenta noches de tonos saturados y días luminosos, y una banda de sonido característicamente atractiva, Dry Martina es una película de look más profesional que las superindies películas previas. También su estructura suena más calculada, menos espontánea: Te creí… y Soy mucho mejor que voh estaban signadas por la deriva callejera de los personajes, aunque en la segunda ya aparecían indicios de cálculo. Aquí importan menos, finalmente, la cuestión de la hermandad, el encuentro con el posible padre (Patricio Contreras) y hasta la construcción de los personajes, que el fluir y la impronta peculiarísima de las criaturas. Fluir, en sentido narrativo y fisiológico, claro.
Cosecha roja cerca de las pirámides Con las revueltas populares de Plaza Tahrir de 2011 como telón de fondo, el film noir llega ahora también al contexto árabe. Nacida un día de 1929, cuando el ex detective Dashiell Hammett escribió Cosecha roja, la novela negra es uno de los géneros literarios y cinematográficos más resistentes, con una larga descendencia que se extiende en el tiempo y en el mapa. Se entiende: de lo que habla el género no es de simples investigaciones policiales con unas trompadas por acá y unos tiros por allá, sino de las entrañas más sucias del capitalismo, con su profusión de poderosos moviendo los hilos del crimen. No hay más que observar el fenómeno del policial nórdico –uno de los más destacados de la literatura de la última década– para dar cuenta de la sostenida vigencia del género. En el campo cinematográfico, a partir de la inmediata posguerra el noir cruzó de Estados Unidos a Europa, dando frutos desde ese momento en países como Francia, Alemania, España, y viajó más tarde a América latina –con algunas manifestaciones en los años 50 y otras desde fines de los 70 en adelante– y Asia, tempranamente en Japón y más recientemente en Corea y China. Donde lo negro corroyó poco hasta ahora fue en los países árabes y en África. Como para ir poniéndose al día, de Egipto llega (aunque su director nació en Estocolmo, y no hay capitales egipcios en la producción) Crimen en El Cairo, que relee a los clásicos desde la más estricta contemporaneidad nacional. Que lo haga con mayor o menor fortuna es otra cuestión. En enero de 2011, desde la televisión el presidente Mubarak aconseja que la gente se vaya a sus casas “a cuidar a sus hijos”, pero en cambio de eso tienden a converger sobre la plaza Tahrir. En una habitación del hotel Hilton asesinan a una famosa cantante y el comisario de la repartición a cargo avisa a sus detectives que no se metan, porque es un caso delicado. Poco más tarde el fiscal de distrito dictamina suicidio. Un suicidio peculiar, ya que se trató de un degüello. Al mismo tiempo, en el hotel despiden a una chica de la limpieza, que vio al asesino. Por algún motivo que no está claro, ya que dignidad no le sobra, el detective Noredin Mustafá (Fares Fares) decide sin embargo desobedecer a su jefe, yendo a ver a un poderoso empresario de la construcción al que unas fotos comprometen directamente, y buscando más tarde a Salwa, la inmigrante sudanesa que “sabe demasiado”. Mete tanto las narices que, como es obvio, pronto se convertirá en un personaje molesto. De a ratos, Noredin parece una versión light del maldito policía de Harvey Keitel. Acepta sobornos tanto como cualquiera de sus colegas (la policía de Mubarak está presentada como suele serlo la policía mexicana en Hollywood), sufre de una aguda condición tabáquica y se aferra al porro para olvidar la muerte de su esposa. Como se sabe, el noir y el tango son parientes cercanos. Pero además es inconcebiblemente bobo para tratarse de un detective. Después de que le avisaron con pelos y señales de cierto procedimiento de chantaje y aunque a la femme fatale de turno sólo le falta llevar una remera que diga “Soy la femme fatale”, Noredin va y mete la cabeza justo en la trampa. Más allá de los pespuntes descuidados y su modesta condición de policial medio en tiempos de excelentes series policiales, el principal problema de Crimen en El Cairo es la obviedad con que vincula el mundo del crimen, el del poder y la explotación de los inmigrantes con el régimen de Mubarak, ayudándose con noticieros televisivos y reservando para el final el desemboque de sus agonistas en Plaza Tahrir, justo en el medio de las movilizaciones que derrocarían al régimen.
De Eran Kolirin (Holon, 1973) conocimos unos años atrás su ópera prima, La visita de la banda (2007), que convertía el conflicto árabe-israelí en comedia amable y ligeramente absurda, a partir del extravío de la banda de la policía egipcia en el semidesértico interior de Israel. El enemigo interior, que se conoció en inglés como Más allá de las montañas y colinas (ignoramos si es traducción literal del original; si algún lector sabe hebreo estaremos agradecidísimos de que nos lo informe) es la tercera película de Kolirin y fue parte, dos años atrás, de la sección de Cannes Un Certain Regard. Es una película desconcertante y despareja, en la que Kolirin parece tener más claro el cómo que el qué. O sea: el tono y el estilo tienden a ser homogéneos, no sin ciertas rupturas que habría que ver si funcionan o no, mientras que aquello que la película narra parece siempre un poco forzado. Como si a los personajes se les impusieran rumbos que surgen más del guion que de ellos mismos. El título en castellano no está mal, aunque está mal. Nos explicamos: está bien, en función de lo que sucede en la película, jugar con la idea política de enemigo interno y la idea psicológica que la misma construcción connota. Lo que está mal es lo de enemigo interior, ya que en términos políticos la expresión que se usa es enemigo interno. La película tiene como protagonista a una familia, y esto no suele ser bueno: casi siempre, cuando se elige a una familia entera como protagonista, es para “hablar” de “la” familia (la familia burguesa, la familia tipo, la familia israelí o la que sea). La frase anterior contiene dos semáforos rojos en términos de relato: lo de “hablar” y lo de “la” familia. Narrativamente, querer hablar de algo suele expresar una voluntad de asertividad, de sermoneo, de opinión, que ahoga todo amago de vida propia por parte de la ficción. Hablar, por su parte, de “la” familia, es creer que hay una sola. Una suerte de familia media, o tipo. Lo cual es no solo falso sino poco interesante: lo interesante es cada familia, no todas las familias. Ya lo dijo Tolstoi en Anna Karenina: “Todas las familias dichosas se parecen; las infelices lo son cada una a su manera”. Y el cine, la literatura o el modo narrativo que fuera, difícilmente hablen de familias dichosas. David Greenbaum se retira del ejército con el grado de teniente coronel. Tiene menos de 50 años. ¿Tan jóvenes se retiran los militares israelíes? Tema a investigar. La cuestión es que se retira y, como les pasa a los jugadores de fútbol “en la mitad del camino de la vida”, como decía el Dante, se encuentra con que no tiene nada (aunque los jugadores tienen algo que él no: mucha plata). Se ve obligado a empezar desde cero, asistiendo a cursos de venta donde un instructor tan enfático como pastor evangelista lo trata poco menos que de cobarde. Sí, David es el militar menos agresivo del mundo, hasta el punto que cuesta entender cómo a un tipo de tan poca autoridad se le ocurrió elegir ese oficio. Su mujer, Rina, es una señora muy bonita, profesora de literatura en un colegio secundario, a la que los alumnos varones consideran una MILF (Mother I’d Like to Fuck, sigla popular en la cultura anglo). En lugar de reaccionar contra esa etiqueta, Rina decidirá, como diría Serrat, arrojarse de lleno en sus brazos. David y Rina tienen dos hijxs. El varón, Omri, se ve que mucho no le interesaba al director, que lo deja prácticamente fuera de campo. Otra es la cuestión con la chica, Yifat, a la que Kolirin va a usar como vehículo para poder hablar del tema eterno, la relación entre árabes e israelíes. Ésa es la parte más tirada de los pelos de El enemigo interior. Yifat participa de marchas políticas con sus compañeros del cole. Kolirin evita explicitar a favor y en contra de qué están Yifat y sus amigos. Andando por la calle de noche, Yifat se cruza con un muchacho árabe, casi treintañero, sentado en el cordón de la vereda. La llama y ella va. La toma de la mano y ella lo deja. La invita a ir con él en busca de unos amigos que estarían presuntamente por allí cerca, en un descampado, y ella duda. Yifat debe ser la única chica sobre la tierra que en una situación así duda, sin decirle a su interlocutor “no, gracias” e irse a paso firme. Al final lo dice, pero más adelante tendrá ocasión de intimar con otro muchacho árabe que también anda cerca de la treintena y además le entrega un bolso para alcanzarle a un amigo. Yifat lo toma y lo lleva. Todos estamos esperando la explosión, y Kolirin juega con esa expectativa para decirnos aleccionadoramente: “¿Vieron que no todos los árabes son terroristas?” Sin embargo, al final, ¿era o no era? Lo que Kolirin quiere sugerir es justamente eso. Puede ser o no ser, no hay manera de saberlo porque la verdad nunca es simple. Entonces, más vale no tener prejuicios, porque te podés equivocar. Todo bien con respecto a la conclusión. El problema es que la mini-historia que conduce a ella no es creíble, y en cine importan más las historias que las conclusiones. Tampoco es muy creíble la aventura de Rina con un alumno, que no termina bien. No está claro por qué lo hace, la actuación de Shiri Nadav Naor no permite adivinar sus motivos. Para no hablar de cuando el teniente coronel es humillado por su instructor de ventas, aguantándosela lo más pancho. Lo que sí está claro es el estilo que Kolirin le imprime a la película. Una narración fragmentaria, con mucha elipsis y sustracción de información como forma de expresar las lagunas en las vidas de los Greenbaum, enfrentando al espectador con la dificultad de conocer. Hay algunos momentos inexplicablemente raros, como cuando David y Yifat se quedan parados, mudos, de noche, frente al edificio donde viven, como congelados. Y de pronto llega Rina y los tres salen corriendo hacia la entrada. La secuencia de introducción, por su parte, es una de esas en las que el director maneja a sus criaturas como un titiritero a sus títeres. Aquí también la rigidez de la coreografía hace pensar en las marcas sobre el piso en las que cada actor habrá estado obligado a pararse, para calzar dentro de la disciplinada figura visual que el realizador quería armar. Un poco así se siente también el espectador.